RESUMEN

Entender la crisis de Gobierno prolongada por la que ha pasado recientemente la democracia española requiere no solo de un repaso a los supuestos normativos concretos de los que se parte, esto es interpretar el art. 99 de la Constitución, sino en un contexto más amplio, considerar el rol del jefe del Estado en los sistemas parlamentarios, hablemos de las monarquías o de las repúblicas. De este contexto teórico e institucional pueden sacarse importantes conclusiones, que quizá propongan una lectura nueva de la posición constitucional del rey en lo que puede ser denominado, como hizo, el profesor Stern, refiriéndose a la formación del Gobierno en los regímenes parlamentarios, «el núcleo del sistema». El estudio finaliza con una conclusión dudosa acerca de las posibilidades de plantear una reforma constitucional del art. 99 de la Constitución española.

Palabras clave: Sistemas parlamentarios; jefe de Estado; presidente de Gobierno; formación de Gobierno; presidente de las Cortes; sanción real; reformas constitucionales.

ABSTRACT

Understanding the prolonged government crisis that the Spanish democracy has recently experienced requires a review of the specific normative assumptions from which it starts, that is, to interpret article 99 of the Constitution. Besides, in a broader context, we need to consider the role of the Head of State in parliamentary systems, both in a Monarchy and in a Republic. From this theoretical and institutional context, important conclusions can be drawn, which may propose a new reading of the King’s constitutional position in what can be termed, as Professor Stern did, referring to the formation of government in parliamentary regimes, «the Core of the system». Finally, the study accomplishes a dubious conclusion about the possibilities of bringing a constitutional reform of the previously mentioned article 99 of the Constitution.

Keywords: Parliamentary systems; head of State; king; president; president of Government; formation of Government; Cortes Presidency; assent royal; constitutional reforms.

Cómo citar este artículo / Citation: Solozabal Echavarria, J. J. (2017). La problemática constitucional de la formación del Gobierno y la intervención del monarca en nuestro régimen parlamentario. Revista Española de Derecho Constitucional, 109, 35-61. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.109.02

Copyright © 2017:  Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Transcurrido un año desde su publicación, este trabajo estará bajo licencia de reconocimiento Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obra derivada 4.0 España, que permite a terceros compartir la obra siempre que se indique su autor y su primera publicación en esta revista. 

SUMARIO

  1. Resumen
  2. Abstract
  3. I. PROPÓSITO Y CONSIDERACIONES PREVIAS: INSUFICIENCIAS DEL PLANO NORMATIVO. REFERENCIA OBLIGADA A LA CONFIGURACIÓN INSTITUCIONAL DEL RÉGIMEN PARLAMENTARIO
  4. II. LA MORFOLOGÍA DE LOS SISTEMAS PARLAMENTARIOS COMO MARCO PARA LA FORMACIÓN DEL GOBIERNO: DETERMINANTES HISTÓRICOS, SOCIALES Y POLÍTICOS
  5. III. LA FORMACIÓN DEL GOBIERNO EN EL REINO UNIDO
  6. IV. LA FORMACIÓN DEL GOBIERNO EN ALEMANIA E ITALIA
  7. V. LA FORMACIÓN DEL GOBIERNO EN LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA: LA INTERVENCIÓN DEL MONARCA Y LA PRESIDENCIA DEL CONGRESO
  8. VI. CONCLUSIÓN DUDOSA: ¿REFORMAR EL Artículo 99 DE LA CONSTITUCIÓN?
  9. Notas
  10. Bibliografía

I. PROPÓSITO Y CONSIDERACIONES PREVIAS: INSUFICIENCIAS DEL PLANO NORMATIVO. REFERENCIA OBLIGADA A LA CONFIGURACIÓN INSTITUCIONAL DEL RÉGIMEN PARLAMENTARIO[Subir]

La larga crisis de Gobierno que, tras meses de interinidad, se acaba de cerrar ha puesto a prueba nuestro régimen parlamentario y ha añadido tensión sobre el sistema político, resentido por graves problemas territoriales, en un contexto de importantes dificultades económicas, y aquejado por una persistente corrupción, sin duda, no atacada con la determinación suficiente. En este trabajo vamos a ocuparnos de plantear la problemática constitucional de la formación del Gobierno precisamente como un momento esencial del funcionamiento del sistema parlamentario español, a la luz de su regulación normativa, pero poniéndola en relación con la experiencia recién vivida y en un contexto doctrinal adecuado.

Parece obvio destacar que la regulación constitucional de la formación del Gobierno en su modo ordinario —que se lleva a cabo en los arts. 99 y 100 de la Constitución española (CE) y que ha der ser completada con las determinaciones reglamentarias correspondientes, a pesar de su relativo detalle, que contrasta evidentemente con la situación en otros regímenes parlamentarios en los que tal momento o no se encuentra regulado, como ocurre en el Reino Unido, o tiene una apoyatura mínima, como sucede en Alemania— no es suficiente para conducir adecuadamente el proceso. Necesita, es evidente, de remisiones a usos y convenciones establecidas en la propia práctica del sistema, pero, sobre todo, para ser adecuadamente comprendido, a un marco de referencia más amplio, que es el del régimen parlamentario, tal como se conoce en la realidad institucional de otros ordenamientos y aun en la teoría constitucional.

Dos precisiones parecen convenientes en torno a esta referencia: la primera, en relación con su misma apoyatura normativa en la CE y la segunda, sobre la necesaria inclusión de determinadas actitudes o mores, si se quiere ver así, exigidas por la cultura constitucional correspondiente. En primer lugar, ocurre que nuestra CE no se limita a establecer la regulación de la formación del Gobierno en determinados preceptos, sino que obliga a su comprensión —a su interpretación diríamos con mayor precisión— en el marco de la definición de la forma política del Estado español que se hace justamente en el art. primero de la CE como «monarquía parlamentaria». No hay que deducir de esta cláusula definitoria una virtualidad autónoma que permita al intérprete obtener desarrollos al margen de las concreciones en la propia CE de esta calificación, pero sí que tal fórmula posibilita una comprensión integrada de todas las normas o principios acogidos efectivamente en nuestra CE, a la luz de planteamientos de la teoría del régimen parlamentario, así como la remisión a experiencias del funcionamiento de este en otros ordenamientos de la misma naturaleza que no resulten incompatibles con las propias determinaciones constitucionales[1].

La segunda observación tiene que ver con el entendimiento del sistema parlamentario y de todas las instituciones que lo componen a la luz de determinada óptica. De manera que el régimen parlamentario no es solo una forma jurídica, consistente en un sistema normativo concreto, sino una forma política que requiere de una determinada actitud de los sujetos intervinientes en su funcionamiento como corresponde a su condición de variante organizativa de la democracia[2]. Podríamos llamar a esta actitud lealtad constitucional, que conllevaría dos planos: de una parte, una orientación deferente hacia el todo constitucional, que implicaría en el comportamiento de los actores la renuncia de estos a maximizar las posibilidades de sus posiciones, si ello pusiese en cuestión el funcionamiento del sistema en su conjunto. Por tanto, cuando se trata del marco constitucional para la formación del Gobierno debería pensarse no solo en un determinado precepto de la CE, sino en su conjunto, y, desde ese punto de vista, no se puede entender una norma contra o sin tener en cuenta el todo constitucional. Por ello, aunque todos los sujetos políticos se atengan formalmente a la CE, se trataría, dando un paso ulterior, de requerir además una actitud que, como corresponde al espíritu constitucional, no puede vivir sin la CE, ciertamente, pero va más allá de ella, de su estricta letra. En relación con la dimensión horizontal de este principio, como segundo plano, habría de reconocerse una cierta solidaridad entre los actores que se supone participan de la misma lealtad respecto del sistema y que impediría la negación a colaborar en ningún caso entre sí, a pesar de las diferencias ideológicas o los distintos intereses que cada uno de ellos mantiene o representa[3]. No caben en efecto en el régimen parlamentario enemigos, sino solo diferentes o, todo lo más, adversarios.

La formación del Gobierno es una institución clave en el régimen parlamentario, pues ella se lleva acabo confirmando la condición esencial de este sistema de gobierno en el que el Ejecutivo depende de la confianza política del Parlamento. No es, en efecto, un régimen parlamentario aquella forma democrática en la que existe un órgano colectivo numeroso representativo ni siquiera aquel en el que este desempeña funciones de control, entendiendo por tal la fiscalización y crítica del Ejecutivo, sino solo aquel sistema en el que el Gobierno depende políticamente del Parlamento, esto es, necesita para acceder y mantenerse en el poder de la confianza de tal órgano. El régimen parlamentario acoge también, como un sistema constitucional, otro principio importante que se añade al de la responsabilidad política del Gobierno: el de la asunción ponderada del principio de separación de poderes que, sin excluir el asegurar a cada órgano del Estado un cierto ámbito inexcusable, esto es, una esfera de determinación autónoma de conducta en el desempeño de su tarea correspondiente, establece mecanismos de colaboración entre estos poderes de modo que cada uno de ellos lleva a cabo su labor contando con la asistencia del otro. Las formas de colaboración son muchas, por ejemplo, en el plano de la dirección política del Estado o en la actuación normativa de ambos poderes, pero ello no implica, a pesar de la dependencia del Gobierno respecto del Parlamento, que, para nada, el Ejecutivo, no obstante su nombre, se convierta en un órgano subordinado al legislativo sin autonomía propia[4]. La configuración del régimen parlamentario debe contar también con el juego atribuible en este a otros dos órganos, hablemos del jefe del Estado, que asumirá un rol relacional, con capacidad de decisión o no, y el cuerpo electoral, cuyo significado aumentará a medida que se consolide el carácter democrático del sistema. Así, aun aceptando que el punto nodal del orden político es la relación de confianza entre el Gobierno y el Parlamento, cada sistema parlamentario adoptará una relación especial entre el jefe del Estado, las Cámaras, el Gobierno y el cuerpo electoral.

II. LA MORFOLOGÍA DE LOS SISTEMAS PARLAMENTARIOS COMO MARCO PARA LA FORMACIÓN DEL GOBIERNO: DETERMINANTES HISTÓRICOS, SOCIALES Y POLÍTICOS[Subir]

Como ha de verse brevemente, el régimen parlamentario asume diversas formas según la configuración de sus distintos elementos en los diferentes países. Su morfología, en efecto, varía en relación con el momento de desarrollo histórico en que nos encontremos, pero también según las características de la sociedad respectiva. El análisis de la configuración institucional del sistema requiere reparar en la posición atribuida al jefe del Estado, pues el régimen parlamentario se establece como la afirmación del Parlamento frente al monarca. En efecto, en términos políticos, el Parlamento enfrenta la idea del Gobierno como un conjunto de colaboradores del rey, lo que contribuye a su independencia y lo convierte en un verdadero órgano del Estado, pero solo para reclamar su derecho a cesarlo y, después, exigir su confianza para nombrar a sus miembros, finalmente en exclusiva. En términos jurídicos, el Parlamento impone provisionalmente la reserva de ley, como normación fundamental de los derechos, frente al reglamento, como norma del Gobierno, para acabar reclamando el principio de legalidad como un criterio de entendimiento de las relaciones entre la actuación normativa llevada a cabo por el Parlamento y la llevada a cabo por la Administración. La consideración del régimen parlamentario bajo la perspectiva del monarca resulta indicada, asimismo, en virtud de la condición de nuestra forma política como, según el art. 1 de la CE, «monarquía parlamentaria».

Si elegimos la variante morfológica, podremos hablar de regímenes parlamentarios dualistas o monistas. En los primeros se da un equilibrio entre Parlamento y Gobierno, como ocurre en la monarquía constitucional inglesa y, después, en el régimen de Weimar y la República francesa de 1958. En estos sistemas, el jefe del Estado posee un verdadero poder ejecutivo, además de legislativo en las monarquías en tanto rey en el Parlamento, sancionando la ley, y con la potestad, asimismo, de disolver las Cámaras. Es el verdadero árbitro de la política del Estado[5]. En las formas monistas, cuando se ha impuesto el Parlamento, al rey le quedan funciones representativas y de control, que pueden llevarle a la llamada o convocatoria del cuerpo electoral. Pero el rey se limita a reinar, y no gobierna, según la conocida fórmula de Thiers.

Desde un punto de vista histórico, la raya fundamental en el sistema parlamentario depende de la significación del cuerpo electoral; esto es, si nos encontramos o no en un régimen democrático. En las monarquías constitucionales, el sufragio es restringido y el sistema político funciona como una oligarquía. La vida política está reservada a una minoría y los Parlamentos son espacios en los que el control del Gobierno es limitado, además de compartido con el monarca, y la legislación que se acuerda resulta de una discusión entre quienes no discrepan sustancialmente, pues se limita al establecimiento de los grandes códigos o se refiere a los asuntos fundamentales[6]. Cuando llega la democracia, las formas parlamentarias dependen del número, la coherencia y la organización de los partidos. Estamos, puede decirse, en el Estado de partidos[7]. En esta fase, lo fundamental es que las elecciones se plantean como la oportunidad para el electorado de optar entre los diversos programas. Quienes venzan ocuparán los resortes de poder para llevar a cabo el programa: así habrá una íntima relación entre legislativo y ejecutivo, cuyos titulares comparten las mismas convicciones y se encuentran igualmente sometidos al partido. En el Estado de partidos, la estructura bicameral del Parlamento, caso de que persista, queda debilitada; no asume la dirección, sino el registro de las decisiones que toma el partido, aunque puede darse una situación momentánea de dominio parlamentario con Gobiernos casi convencionales y siempre revocables; y progresivamente el Gobierno dirige la vida del Parlamento, orientándose hacia el régimen de primer ministro. La concentración de poderes —que tiene su correlato en el plano normativo, mediante la proliferación de la delegación legislativa y los decretos leyes— se acentúa con el carácter intervencionista del Estado social.

En los sistemas democráticos, decíamos, la configuración del parlamentarismo depende, asimismo, de la condición homogénea o no de las sociedades respectivas. En las sociedades homogéneas, en las que no existen divergencias sobre la legitimidad del régimen político, tiende a haber dos partidos que se alternan en el disfrute del poder. En las sociedades heterogéneas, hay más partidos, que imponen en el orden político los sistemas electorales proporcionales y, en consecuencia, predominan los Gobiernos de coalición. Lo interesante es que en tales sistemas pasa a tener una importancia sobresaliente, de un lado, que haya instituciones que refuercen la estabilidad con exigencias procedimentales en el trance de la verificación de la confianza; y, de otro, la preocupación por garantizar el funcionamiento limpio del sistema, atribuyendo un rol significativo del mismo al jefe del Estado[8]. En efecto, el jefe del Estado tiene en estos ordenamientos una posición supra partes, relacional y de integración, que resulta vital. Así, interviene en el nombramiento del presidente del Gobierno; en su caso, contribuye a la solución de la crisis cuando el Gobierno en el poder pierde la mayoría (así le puede corresponder un poder de disolución anticipada del Parlamento). La relevancia de la alta posición del jefe del Estado queda de manifiesto en su irresponsabilidad e inviolabilidad en el caso de la monarquía parlamentaria; y la responsabilidad penal limitada de los presidentes de República, sea el caso de la Segunda República española o el caso de la República de Weimar.

III. LA FORMACIÓN DEL GOBIERNO EN EL REINO UNIDO[Subir]

Nadie duda de que la prerrogativa personal de la reina en el nombramiento de primer ministro corresponde, siguiendo la terminología de Bagehot, a la constitución simbólica y no a la efectiva[9], de modo que ha de llevarse a cabo sin implicar al monarca en el juego político. La crisis ha de resolverse, como dice el Manual publicado por la Secretaría del Gobierno[10], con la invitación de la reina a la persona que sea capaz de alcanzar la confianza de la Cámara de los Comunes para ocupar el puesto de primer ministro y nombrar un Gobierno. En el supuesto de un Parlamento dudoso o fragmentado (hungparliament), dice el Manual que deberán tener lugar conversaciones entre los partidos políticos sobre quien debería formar el próximo Gobierno sin que el monarca se implique en tales conversaciones[11].

En realidad, la situación no es tan sencilla como muestra un simple análisis de la cuestión, cuyo estudio debe llevarse a cabo considerando el supuesto de crisis política de que hablemos, y especialmente si el candidato para presidir el Gobierno pertenece al partido conservador. Depende, asimismo, del momento en que nos hallemos, pues, tras 1963, los partidos han formalizado su selección del líder correspondiente.

El cambio del primer ministro puede tener lugar por su propia dimisión, se produzca esta como una consecuencia de una derrota en unas elecciones generales o porque pierda la confianza de la Cámara y no decida disolver[12]. La reina debe nombrar a quien fuese el líder reconocido del partido victorioso y tuviese escaño en la Cámara de los Comunes, pues ningún par ha sido primer ministro tras la dimisión de lord Salisbury en 1902, o de la oposición. Como dice Jennings: «Aunque se acepte que la reina tiene libertad, en la práctica esta libertad no existe». Las consultas solo tienen sentido si no hay un partido con mayoría absoluta y hay que formar un Gobierno de coalición. Si esta no es la situación, las consultas solo pueden entenderse como indicadores del deseo de saltarse a la oposición o a su líder reconocido. Como la reina no debe implicarse en la lucha política, tras las elecciones debe ofrecer el cargo al líder del partido triunfante reconocido o que tenga la mayoría. Así, no se vieron bien las maquinaciones de la reina para evitar llamar al líder del partido liberal en 1885-1886, pues recelaba de las intenciones de Gladstone sobre la cuestión irlandesa. Se trataba de una actuación inconstitucional. Si la corona es partidaria de una política y usa sus poderes a favor de ella, se mete en la lucha partidaria. Resultará inevitable que quien se oponga a esta línea política entre en conflicto con la corona. Por tanto, su deber es exclusivamente encontrar un Gobierno que pueda conseguir una mayoría en la Cámara de los Comunes. Es muy importante tener en cuenta que, en el Reino Unido, diríamos que, por convención, cuando ningún partido consigue la mayoría en una elección general solo hay dos posibilidades: la formación de un Gobierno de coalición o la formación de un Gobierno con apoyo de la oposición, pues no es practicable otra disolución[13].

Las oportunidades de intervención discrecional de la reina aumentan en los casos de crisis como consecuencia de la retirada del primer ministro por problemas de salud o por dimisión voluntaria de este por motivos políticos. Ello sucede especialmente si el primer ministro dimisionario no tenía reconocido un segundo. Y, en cualquier caso, su actuación ha de atenerse al criterio de conseguir el Gobierno lo más fuerte posible en el menor tiempo posible. Hasta que se arbitraron procedimientos para designar a los líderes de los partidos, podría aceptarse esta generalización propuesta por Jennings: «Tanto en el partido conservador como en el liberal se ha sostenido el principio de que el soberano tendría mano libre para elegir el Primer Ministro, si quedase vacante el cargo y que la persona elegida debería ser considerada como líder». En estas crisis resuelve la reina, teniendo en cuenta la opinión del partido y después de consultar con líderes del partido y al primer ministro dimisionario. Así, en 1957, cuando Eden dimite por mala salud, se abren diversas posibilidades a la reina. Después de consultar a Churchill y Salisbury, la reina elige a Mac Millan frente a Butler. En 1963, en la dimisión de Mac Millan, este recomienda a la reina que lo suceda el conde Home. A este lo nombró la reina, aunque hubo de oír críticas por no dejar tiempo a los partidarios de Butler de organizarle su apoyo[14]. Hay supuestos de crisis de Gobierno por dimisión del primer ministro en que no se dan ni el automatismo de su resolución a favor de un segundo ni las oportunidades de intervención de la reina. Es el caso de la dimisión de Chamberlain, que se resuelve a favor de Churchill aceptado por los laboristas en el Gobierno de concentración presidido por el ministro conservador. Cuando dimitió de su cargo el primer ministro Wilson, la labor de la reina se facilitó, pues la dimisión anunciada solo se hizo efectiva después de que el partido laborista eligiese a su nuevo líder. Así, la reina nombró primer ministro a Callaghan[15]. En la actualidad, los partidos tienen establecidos procedimientos (los laboristas con anterioridad y los conservadores desde 1963) para designar a sus líderes, lo que favorece sobre todo la intervención de sus parlamentarios.

La iniciativa del monarca y su libertad de actuación quedan subrayadas en los supuestos de dimisión personal del primer ministro debido a disensiones en su Gobierno. En estos casos no solo se acepta la libertad del monarca para realizar las consultas que estime oportunas, sino su iniciativa personal para formar, si es el caso, Gobiernos de concentración nacional, llegándose a admitir la celebración bajo la convocatoria y presidencia del monarca de los partidos implicados en la crisis. Así, en 1931, cuando Ramsay Mac Donald y el Gobierno laborista dimitieron por causa de desacuerdo en el Gabinete sobre las medidas que debían adoptar en la crisis financiera, George V, después de consultar con los líderes conservador y liberal, invitó a Mac Donald a formar un Gobierno conservador con apoyo conservador y liberal. En 1916, tras la renuncia de Asquith, y bajo su sugerencia, el rey se reúne con los líderes de la Cámara de los diferentes partidos (Asquith, Lloyd George, Bonar Law, Balfour, Henderson). El propuesto fue Lloyd George, que logró formar Gobierno. Interesa recalcar que en la solución de la crisis las consultas del rey se conciben admitidas sin restricción, se hagan o no a sugerencia del primer ministro, las consultas son precedidas de gestiones por parte de los secretarios privados de su majestad y los beneficiarios de la propuesta pueden aceptar o no el encargo[16]. Es sintomática la conclusión que sobre la situación del jefe del Estado ha formulado la doctrina académica: aunque en condiciones políticas normales la reina no necesitará ejercer su discreción personal a la hora de seleccionar el primer ministro, podría ser necesario hacerlo. No hay fundamento para suponer que un monarca es menos imparcial que un presidente elegido o que el speaker de la Cámara de los Comunes en el trance del encargo de la formación del Gobierno[17].

IV. LA FORMACIÓN DEL GOBIERNO EN ALEMANIA E ITALIA[Subir]

Entender el modelo constitucional alemán de formación del Gobierno demanda tener en cuenta que en la Ley Fundamental se huye del tipo de jefe de Estado de la Constitución de Weimar, que era elegido por el pueblo y que disfrutaba de una larga duración en el cargo, remedo en definitiva de una idea del presidente de la República que lo asemejaría a un monarca constitucional. En el sistema de Weimar, el Gobierno era nombrado por el presidente y gobernaba sin el voto expreso en contra del Parlamento, que podía deponerlo con un voto de censura[18].

En la Constitución alemana actual, la regulación sobre la formación de Gobierno es muy escueta, a pesar de que, en el régimen parlamentario germano, la elección del presidente debe considerarse más importante que lo relativo al mantenimiento de la confianza. Stern hablaba al respecto del «núcleo del sistema de gobierno parlamentario»[19]. No se establece el plazo de la propuesta por parte del presidente, que dependerá del estado de fuerzas en el Bundestag: si hay una mayoría absoluta no debería de demorarse la propuesta; otra cosa es si esto no sucede. Resulta discutido el margen de juego del presidente de la Federación en su actuación de designación del canciller, esto es, por ejemplo, si debe alinearse con la opinión del Parlamento o si le queda espacio propio, como si disfrutara de cierta prerrogativa de valoración, de manera que considere simplemente indicativas las líneas señaladas por el Parlamento. El presidente no está obligado a llevar a cabo consultas con los partidos, aunque su decisión no puede ser independiente de las fuerzas políticas en el Bundestag; por supuesto, no puede acompañar su propuesta con indicaciones de la línea política o sugerencias sobre los miembros del Gobierno futuro. Se presume la disposición del propuesto para formar lo antes posible un Gobierno. No se puede proponer a nadie por parte del presidente de la Federación para el puesto de canciller con un significado anticonstitucional. No se necesita refrendo de la propuesta que podría dar ocasión a influir al anterior canciller en el nombramiento. La votación en el Bundestag debe tener lugar de modo inmediato. No hay debate sobre la propuesta para no poner en cuestión la autoridad del presidente de la Federación. El voto es secreto y la mayoría requerida es la absoluta[20].

Si fracasa el procedimiento establecido, toda la responsabilidad para la formación del Gobierno pasa al Bundestag, un hecho que hasta ahora no ha sucedido, pues siempre se ha asegurado que las relaciones entre los partidos hayan dado la mayoría a un canciller por adelantado sobre la base de un acuerdo de coalición. Así, se pone de relieve la necesaria base política del sistema parlamentario de gobierno que ha convertido de hecho en imposible una nueva convocatoria electoral ante el fracaso de la formación de Gobierno: la distancia política entre los partidos permite que llegado el caso se pueda formar una Gobierno de coalición como opción preferente a la de una nueva disolución parlamentaria. La lealtad al sistema parlamentario suministra una solidaridad mínima entre las fuerzas políticas que posibilita su convivencia en un Gobierno de coalición, a pesar de su significado ideológico diferente y de su condición de partidos con una referencia de intereses a representar opuestos[21].

En definitiva, el presidente de la Federación debe nombrar canciller a quien tenga la mayoría absoluta; si este no es el caso, el presidente ha de valorar convocar nuevas elecciones o nombrar al candidato en minoría, siempre que este sea capaz de gobernar eficientemente. «En el ejercicio de su prerrogativa de valoración [einschätzungsprärogative] el presidente de la Federación tiene que considerar que la prevista disolución del Bundestag solo ha de ser considerada como última ratio tras desechar la posibilidad de un gobierno capaz en minoría».[22]»

En Italia, la intervención del presidente de la República en el nombramiento del jefe del Gobierno debe comprenderse teniendo en cuenta la posición constitucional del jefe del Estado. Esta posición se entiende mejor operando desde dos perspectivas de la República parlamentaria que influyen en el diseño de la Constitución de 1947: la del monarca constitucional del Estatuto Albertino y la referencia del sistema presidencialista. Evidentemente, el presidente de la República no es la cabeza del poder ejecutivo ni el órgano preeminente del Estado, como ocurría en la monarquía constitucional; tampoco, como sucede en el sistema presidencialista, le corresponde la dirección política del Estado, pues carece de legitimación democrática, pero sin estas referencias no se entiende muy bien la condición integradora supra partes del presidente de la República italiana, garante de la unidad y continuidad del Estado. Su intervención relacional debe asegurar el funcionamiento de los distintos órganos del Estado, especialmente importante en los momentos de crisis, y el reconocimiento de una función de garantía de los valores constitucionales, en tanto, en cierto modo, magistratura moral, «de persuasión e influencia»[23]. El presidente interviene exteriorizando los actos de los diversos poderes como actos del Estado en su conjunto: promulgación de las leyes o expedición de los decretos. A esta función expresiva de la unidad de la República le corresponde su representación en las relaciones internacionales o su presidencia del Consejo Superior de la Magistratura o el Consejo Supremo de Defensa. La ocasión del ejercicio de estas facultades lleva consigo el control por su parte de su regularidad o adecuación a los valores constitucionales, así puede remitir para su reconsideración a las Cámaras una ley antes de su promulgación, además de dirigirles un mensaje o hacer lo propio en relación con la actividad normativa del Gobierno. Ilustrativa de la posición del presidente dela República es la de la contrafirma o refrendo, sin cuya conferencia carecen de validez sus actos, «ningún acto del presidente de la República es válido si no está refrendado» (art. 89 de la Constitución). El refrendo tiende a asegurar el control de los actos del presidente por parte de los ministros que lo otorgan; pero también el control de los actos del Gobierno por parte del presidente que los exterioriza[24].

Las referencias a la formación del Gobierno en la Constitución son extremadamente parcas: se nos dice que el presidente de la República nombra al jefe del Gobierno y a su propuesta a los ministros[25], que el Gobierno debe tener la confianza de las Cámaras y que, de partida, ha de solicitarla diez días después de su nombramiento[26]. Algunos aspectos jurídicos son precisados en la Ley del Gobierno 400/1988, pero el proceso de nombramiento se desarrolla de acuerdo con determinadas prácticas convencionales que resultan de especial interés en lo relativo a la verificación de las consultas.

Las crisis de Gobierno se producen, bien por la celebración de elecciones, bien por la dimisión del presidente del Gobierno —como resultado de la pérdida de la confianza en virtud de una cuestión de confianza perdida, expresa, o implícita, si no se sacan adelante los presupuestos, por una moción de censura triunfante o por motivos personales, sea división del Gobierno o muerte del presidente—. Existe también la crisis de cortesía, cuando el Gobierno presenta su dimisión después de haber elegido al presidente de la República, pero que este rechaza. Debe tenerse en cuenta que el margen de maniobra del presidente de la República solo tiene límites políticos; estos resultarán más fuertes en el caso de las crisis que se deban resolver por la celebración de nuevas elecciones y más elásticos si la crisis de Gobierno se produce como consecuencia de la dimisión, forzada o voluntaria, del presidente del Ejecutivo.

El procedimiento comienza por la fase de consultas. Reparemos en el amplio espectro de los llamados a estas: los presidentes de los grupos parlamentarios y los secretarios de los correspondientes partidos —a estos últimos no se les consultaba al principio—, los presidentes de las Cámaras y expresidentes de la República —antes se consultaba, asimismo, a los expresidentes del Consejo de Ministros y, en casos especiales, a los representantes de las principales fuerzas económicas y sociales.

En situaciones políticas complicadas, puede conferirse un preencargo a favor de un candidato al que se le concede la posibilidad de que intente formar Gobierno sin haber recibido propiamente esta encomienda. El precandidato puede ser confirmado, ser revocado en la encomienda o renunciar por propia iniciativa a esta.

A veces se pide a alguien, normalmente el presidente de una Cámara, que explore quién puede resultar idóneo para formar Gobierno. Lo que se trata es de evitar que el presidente se desgaste haciendo encargos que no pueden prosperar o convencer a las fuerzas políticas de la necesidad de ponerse de acuerdo sobre un candidato posible a la Jefatura del Gobierno. El nombramiento del presidente como de los ministros por el presidente de la República aparece con la contrafirma del nuevo presidente del Gobierno para no dar ocasión al presidente dimisionario de ejercer presiones o el veto sobre el nuevo Ejecutivo. La decisión sobre los nombres de los componentes del Gobierno corresponde exclusivamente a su presidente, sin que procedan sugerencias del presidente de la República; aunque podría admitirse la posibilidad de de su parte de un control sobre vicios esenciales consistentes en infracciones flagrantes de legalidad en los nombramientos.

Evidentemente, los acuerdos de coalición no suponen una obligación jurídica de su cumplimiento como si nos encontrásemos ante un contrato público; pero, sin duda, su obligatoriedad se deduce no de consideraciones exclusivamente políticas, reclamándose su observancia como convención aceptada. El programa del Gobierno se expone en ambas Cámaras cuando se solicita la confianza y su contenido depende de los acuerdos de coalición establecidos antes de la formación del Gobierno y de su aprobación en el Consejo de Ministros, pues quien recibe la confianza parlamentaria es ya un Gobierno nombrado. El Gobierno entra en funciones tras su juramento ante el presidente de la República[27]. El juramento no tiene efectos constitutivos, pues el Gobierno se forma con el decreto de su nombramiento, pero es una condición necesaria para el ejercicio de sus funciones, de manera que antes de su nombramiento no tienen validez constitucional sus actos[28].

V. LA FORMACIÓN DEL GOBIERNO EN LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA: LA INTERVENCIÓN DEL MONARCA Y LA PRESIDENCIA DEL CONGRESO[Subir]

El estudio de la problemática del art. 99 de la CE explorará las posibilidades interpretativas que enmarcan la actuación de los sujetos y órganos a los que se refiere el precepto sin perder de vista la eventualidad, en su caso, de una reforma de tal regulación constitucional[29]. Pero, de modo introductorio, pueden resultar de utilidad algunas observaciones. La primera es que lo que regula el art. 99 de la CE es el procedimiento ordinario para llevar a efecto la primera fase del nombramiento del Gobierno: se trata, por tanto, de una serie concatenada de actos efectuados por diversos sujetos u órganos encaminada a producir un resultado determinado. La finalidad del proceso da unidad a la pluralidad de actuaciones efectuadas también por una variedad de intervinientes: sería de desear que la búsqueda del resultado compartido resultase determinante de la propia conducta de los agentes implicados en su actuación respectiva. Por lo que hace a la calidad de los intervinientes, reparemos que en la primera fase intervienen diversos actores parlamentarios (miembros del Parlamento que aceptan o rechazan al candidato propuesto a la Presidencia, presidente del Congreso que refrenda la propuesta del candidato o la disolución del Congreso y representantes de los grupos políticos con representación parlamentaria y que forman parte del Congreso y Senado); sino extraparlamentarios (jefe del Estado que realiza la propuesta del candidato, tras las consultas pertinentes; candidato a la Presidencia que no tiene por qué ser parlamentario; representante no parlamentario de un grupo político). En su segunda fase se excluye, jurídicamente, no políticamente claro, la intervención del Parlamento en el nombramiento de los ministros, realizado por el monarca a propuesta exclusiva, en los términos y en la problemática que luego consideraremos, del presidente del Gobierno.

Destaca, en segundo lugar, la detención del precepto en la regulación detallada que lleva a efecto, que para nada es sólita en otros ordenamientos según sabemos, en los que el procedimiento de la formación del Gobierno apenas tiene una apoyatura constitucional y queda, por tanto, al albur de prácticas o convenciones. Por supuesto el detallismo constitucional no deja cerrada la puerta a ulteriores desarrollos, pues no puede decirse que la regulación constitucional que ciertamente es suficiente, en el sentido que se ocupa de los actos nodulares del procedimiento, sea absolutamente completa, esto es, no deje espacio para ulteriores especificaciones en el nivel reglamentario o en el de las simples prácticas. La regulación legal, entonces, no puede ser constitutiva o determinante, sino solo adjetiva; pues las decisiones fundamentales sobre el procedimiento deben ser las establecidas por el constituyente; las convenciones, que han de consistir en actitudes reiteradas, no pueden ser contrarias a la Constitución evidentemente. Esta situación normativa en relación con el procedimiento establecido en la formación del Gobierno llama la atención porque la regulación en cuestión debería formar parte de lo que, si acogemos la distinción de Levinson[30], habríamos de llamar la Constitución de la organización, por oposición a lo que este autor denomina «Constitución de la conversación» o la «Constitución de los derechos o los valores». Aquella sería una Constitución cierta y fija y esta una Constitución abierta o «principial» y esencialmente dinámica. Lo que mostraría nuestro art. 99 de la CE es que estas contraposiciones solo sirven de modo aproximativo y que el principialismo a la postre, o la menesterosidad interpretativa, es un rasgo inevitable en toda regulación constitucional.

La detención en la regulación descrita en el art. 99 de la CE puede ser considerada una influencia del parlamentarismo racionalizado como una pretensión de juridificar los procesos políticos en la medida de lo posible y conferirles la seguridad jurídica necesaria. Pero, quizás, es preferible pensar que lo que el constituyente buscó es asegurar una intervención del rey en el nombramiento del Gobierno que transitase sobre pautas seguras para disminuir el riesgo de la implicación política del monarca. En este sentido, nuestra experiencia histórica demandaba prudencia, aunque el juicio sobre el juego político de los reyes en la monarquía constitucional española quizás ha descuidado ponderar suficientemente que fue la inexistencia de un verdadero sistema de partidos políticos, más que la voluntad intervencionista regia, lo que forzó su implicación en el sistema, impidiendo que este evolucionase, como ocurrió en otros países, en el sentido de una monarquía parlamentaria, atribuyendo al rey el rol de imparcialidad y representación que le corresponde y apartándolo de la contienda política.

Una observación final de conjunto sobre el procedimiento de designación del presidente debe referirse a su prolongación en el tiempo demasiado dilatada: la CE no establece plazo alguno para verificar la proposición del primer candidato al Congreso; en cualquier caso, deberá tener lugar en buena lógica con el detenimiento necesario para la eficacia, pero con la prontitud consiguiente a la necesidad de acortar en lo posible las situaciones de interinidad. Aunque la diligencia constitucional puede exigirse —se trate de un principio de cultura constitucional o de la adecuada disposición para llevar a cabo el proceso de la formación del Gobierno al que aludíamos arriba—, seguramente no sobraría alguna especificación al respecto en la CE que actuase preventivamente. Pero, una vez que el candidato se ha sometido a la primera votación de investidura, comienza a correr un tiempo de dos meses, un plazo dentro del cual el Congreso ha de aceptar un candidato entre los que sucesivamente, de acuerdo con las tramitaciones establecidas para la primera propuesta, ofrezca el jefe del Estado, quien habrá de actuar con diligencia para que no puedan imputársele propósitos dilatorios. En caso de que ningún candidato obtuviera, dentro del referido plazo, en primera o segunda votación, la confianza de la Cámara, el rey —con el refrendo del presidente del Congreso— disolverá ambas Cámaras y convocará elecciones. El establecimiento de un plazo de dos meses para el nombramiento del presidente del Gobierno antes de disolver el Parlamento puede resultar excesivamente largo en el supuesto de crisis provocadas por dimisión, fallecimiento del presidente o pérdida de la cuestión de confianza; sin embargo, en el supuesto de formación de un Gobierno tras nuevas elecciones quizá sea breve tal período de tiempo, pues, tal vez, no resulte operativa la consulta que supone la celebración de otras elecciones por no haber transcurrido suficiente tiempo que permita una alteración sensible de la opinión pública.

La experiencia de un Gobierno en funciones de más de diez meses y la perspectiva ominosa pero real de una tercera convocatoria electoral evidencia la necesidad de aceptar determinados principios convencionales referentes a la misma calidad de la democracia parlamentaria. En este sentido, hemos comentado que en el Reino Unido no se concibe que el resultado electoral no concluya en la formación de un Gobierno, aunque sea de coalición. Nuestra CE contempla la excepción a esa regla, que, de ningún modo, debe repetirse en una segunda ocasión.

Como resulta sabido, el actor principal del procedimiento para la designación del presidente del Gobierno es el rey, cuyos márgenes de actuación están estrictamente determinados, de acuerdo con una problemática que ya hemos mencionado. Antes de ocuparnos de la interpretación de los supuestos y mecanismos a través de los cuales se produce la intervención del monarca, es preciso que cuestionemos el sentido de esta, ya que hay sistemas parlamentarios en los cuales no se produce la actuación del jefe del Estado; se trate de monarquías, como la del Japón, o en los que esta, como hemos visto, se compatibiliza con la intervención subsidiaria del propio Parlamento (Alemania). El jefe de Estado —en el caso español— no nombra directamente al presidente del Gobierno, a quien se le supone la confianza del Parlamento, como ocurre en el Reino Unido, sino que propone un candidato a la Presidencia.

Evidentemente, la intervención del rey solo puede tener lugar de acuerdo con las posibilidades correspondientes a su condición de órgano constitucional; quiere decirse sin atribuciones políticas, imposibles de desempeñar sin responsabilidad en una democracia, por lo que la actuación real requerirá del correspondiente refrendo y no tendrá que ver con una iniciativa propia. De modo que la intervención del rey en el procedimiento de designación del presidente del Gobierno se atiene a las previsiones constitucionales del art. 99 de la CE y, además, puede considerarse una especificación del art. 56 de la CE donde se establecen las tareas u objetivos del monarca, concretados después en el art. 62 de la CE y otros, para el caso que nos interesa el art. 99 de la CE, de acuerdo con una técnica que el constituyente suele utilizar cuando en un precepto marca fines al órgano en cuestión y en otro u otros le atribuye competencias concretas, como ocurre en el caso del Gobierno o en el de las Cortes.

Sin duda, la cuestión que ha de plantearse aquí es si debe considerarse acertada la decisión constitucional de hacer intervenir al rey en este procedimiento o hubiera sido mejor excluirlo de este. Hay que tener en cuenta que son grandes los riesgos que para la institución de la monarquía se derivan de esta intervención cuando el sistema de partidos está fragmentado o el resultado de las elecciones es un parlamento dudoso. Los peligros que acechan al monarca en tal situación son el de una actuación que fuerce su neutralidad y que lo convierta en un sujeto más en la arena política, dotado de unas ventajas institucionales no justificadas desde el punto de vista democrático, lo que tendría unas consecuencias perniciosas en punto a la independencia y condición supra partes del rey. O poner de manifiesto su inoperancia al no permitirle ejercer un auténtico rol de mediador, por miedo a que no se entendiese su posición, que algunos podrían considerar en términos partidistas. Los dos riesgos, sean el del partidismo o la redundancia, tendrían efectos nocivos para el sistema.

En definitiva, nos atreveríamos a ofrecer una respuesta matizada a quienes cuestionan, especialmente a la luz de nuestra reciente experiencia, la intervención del jefe del Estado en la crisis. A nuestro juicio, resulta procedente la regulación constitucional que contempla la intervención del jefe del Estado en el nombramiento del presidente del Gobierno. Hay que tener en cuenta que nuestra forma política es calificada constitucionalmente de monarquía parlamentaria y, por ello, sería faltar al sentido histórico prescindir de la referencia monárquica en nuestro sistema parlamentario. Así, desde el punto de vista de la legitimación de la forma política, soslayar al jefe del Estado en el procedimiento de nombramiento del Gobierno sería perder un engarce historicista del edificio constitucional. Es cierto que las constituciones tienen sobre todo una justificación proyectiva, pues se trata de establecer los términos del acuerdo político de la comunidad para el futuro, pero no deben perder de vista los réditos legitimadores de la continuidad, uno de los cuales es la condición monárquica del jefe del Estado. Si la perspectiva que se elige es la funcional, también desde ella aparece justificada la intervención del jefe del Estado en el nacimiento del Gobierno, lo que muestra la utilidad de la institución, precisamente en un momento de ajuste del sistema político.

Algunas decisiones del constituyente parecerían contemplar la situación desde el punto de vista del monarca en los mejores términos. Efectivamente, la intervención del rey aparece en primer lugar plenamente cubierta en la CE, en virtud de la previsión el art. 99 de la CE y la atribución de la tarea de «ordenar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones», por el art. 56 de la CE, esto es, una previsión de intervención relacional del rey sin excepción alguna. Estas cláusulas funcionales generales de la CE, ciertamente, no permiten albergar en ellas cualquier competencia, digamos, de ejecución, pero sí que hacen posible entender en términos amplios las previsiones específicas singulares. Debe tenerse en cuenta, como ya señalábamos, que el rey no nombra a un candidato que requiera la confianza del Parlamento, ni encarga a nadie la formación de un Gobierno que pudiese ser considerado de su majestad: se limita a proponer un candidato que deberá contar con el apoyo parlamentario estipulado para ser nombrado presidente y formar Gobierno: esto rebaja la importancia de la intervención del rey e impide su influencia política, al tiempo que disminuye el riesgo político del monarca, lo que subraya, así, el automatismo de la posición del candidato, que no puede faltar a su comparecencia en el Congreso.

Si los términos constitucionales en los que hemos acotado la actuación del monarca parecen correctos —esto es, posibilidad de utilizar las cláusulas competenciales a la luz de las clausulas funcionales si las circunstancias lo requiriesen—, cabría imaginar situaciones en las que los márgenes de gestión de la crisis fuesen algo amplios. En general, parece sensata la utilización de las referencias del constitucionalismo británico (diría que siempre que sean atinentes a la democracia parlamentaria), contando con el refuerzo al que he aludido de la cobertura constitucional expresa entre nosotros frente al uso convencional de las prerrogativas de la monarquía inglesa. Vimos en la primera parte de esta exposición la implicación del monarca en las crisis nacionales ordinarias o en tiempos de guerra, y sobre todo como en la academia se había impuesto la tesis de la imparcialidad de la corona como institución con toda normalidad. No hay fundamento, se creía, para suponer que, en los casos graves en el trance del encargo de la formación del Gobierno, un monarca es menos imparcial que un presidente elegido o que el speaker de la Cámara de los Comunes.

La previsibilidad, indefectibilidad y contención de la actuación del monarca exigen por su parte una adecuación casi mecánica a los términos constitucionales. Así, constatada la existencia de una crisis de Gobierno, o sea, lo que el art. 99 de la CE llama los supuestos constitucionales procedentes, el rey abre consulta con los representantes de los grupos políticos parlamentarios, tengan carácter orgánico o sean designados para la ocasión (no los portavoces de los grupos parlamentarios; y no de todos, aunque necesariamente los más significativos; y sin excluir en su caso que puedan ser llamados a la conversación personas independientes, si se considera que la consulta con los anteriores representantes a los que se refiere la Constitución no hubiese sido eficiente). En esta fase de las consultas, como en la comunicación de su resultado, interviene el presidente del Congreso, cuya asistencia refrenda la regularidad constitucional del rey, que asume su responsabilidad. La intervención del presidente del Congreso es una condición, asimismo, de la eficiencia de la actuación del monarca en el procedimiento, ya hablemos de su comienzo y desarrollo o de su desenlace, lo que refrenda, en este caso, la propia disolución de las Cortes si la investidura del presidente del Gobierno no tuviera lugar.

El presidente del Congreso prepara la lista de quienes deben ser llamados a palacio, de modo que el rey no puede consultar a quien no le haya sido propuesto, como si disfrutara de un margen de discrecionalidad, imposible en lo que es un procedimiento pautado o reglado. El propósito del rey en la verificación de las consultas ha de ser averiguar qué candidato se encuentra en disposición de disfrutar del mayor respaldo parlamentario para formar Gobierno y, así, afrontar la primera votación de investidura, que, en cualquier caso, prospere o no, es instrumentalmente valiosa para que comience a trascurrir el plazo de dos meses, tope temporal, que de ser superado sin que ningún candidato obtuviera la mayoría suficiente exigida, conlleva la disolución de las Cámaras. El rey ha de proponer obligatoriamente a un candidato que tenga el apoyo de la mayoría absoluta en el Congreso, pues una actuación contraria, además de alargar innecesariamente la crisis y poner de manifiesto una orientación partidista del monarca, podría originar la aceptación tácita del candidato minoritario propuesto por el rey, para ser sometido inmediatamente a una moción de censura; y no puede adelantar el nombre de quien concite la oposición de dicha mayoría, pues entonces no sería capaz de recabar la confianza de la mayoría simple. Fuera de estos casos, parece plausible que el rey, de acuerdo con una práctica convencional asentada, proponga como candidato a quien tenga el mayor respaldo en la Cámara. La función del rey no es mediar entre los grupos políticos y operar como muñidor de acuerdos, sino exclusivamente la de constatar respaldos y pactos, cuya existencia debe ser conocida por la opinión con anterioridad a las conversaciones, de modo que el resultado de la consulta nunca pueda ser atribuido a una intervención determinante del monarca. No se puede pensar en exigir al rey que patrocine un candidato que, previa y públicamente, no conste ante la opinión pública que tiene los apoyos suficientes para superar la investidura, de modo que pudiese presumir de un respaldo que la CE no permite, pues supondría atribuir al rey un papel impensable de instigador o jugador político. El sistema tampoco saldría ganando si alguien, por el contrario, pudiese reprochar al monarca haberle inducido a su achicharramiento como candidato regio a la Presidencia del Gobierno.

Naturalmente, la verificación de las consultas resulta más difícil cuando el Congreso no está estructurado en torno a un grupo parlamentario con fuerte predominio, como acabamos de ver ha sucedido recientemente tras las dos últimas elecciones generales: una situación que se ha complicado, vista además la actitud de los llamados a consulta que aprovechan la oportunidad para entrar en detalles, reales o inventados, sobre la conversación con el monarca que acaban de celebrar y de la que dan cuenta a los medios. Sería de desear, por ello, que todos los protagonistas fueran conscientes de su necesaria contribución en el procedimiento, cuyo resultado final depende de todos. Es inevitable, con todo, en estas circunstancias, que el rey no aparezca alcanzado por la propia gravedad política del momento y que, de algún modo, la dificultad de alcanzar un resultado de las consultas no se acabe atribuyendo a deficiencias persuasivas del monarca o a los defectos del sistema de la propuesta. Para evitar los riesgos de desgaste del jefe del Estado, hemos visto como en algunos sistemas se recurre a mecanismos compensatorios. En el Reino Unido, las exploraciones se llevan a cabo por medio de los secretarios personales de la reina, que en el pasado llegó a recurrir al propio príncipe Alberto; y en Italia se contempla la figura del preencargo de Gobierno, que puede ser confirmado o revocado. En este país, otras veces, como también examinamos, y de modo paralelo a la intervención prevista en otros ordenamientos del mediateur, se encomienda a alguien, normalmente el presidente de una Cámara, que explore quien puede resultar conveniente ser encargado por el presidente de la República para formar Gobierno. Quizás entre nosotros lo idóneo sería encomendar estas gestiones precisamente al presidente del Congreso, que es quien refrenda la actuación del rey, lo que aseguraría, como dijimos, su regularidad constitucional y cargaría con la responsabilidad al efecto. Lo que ocurre es que nuestro presidente del Congreso no tiene el estatus de independencia que posee en otros ordenamientos la figura correspondiente, como resulta sabido, y que exploraremos con algún detalle dentro de un momento.

Aunque no puede ignorarse que la resistencia a la propuesta de la candidatura puede considerarse por algunos un desaire personal al rey, en otros ordenamientos se acepta con normalidad la negativa a recibir el encargo de formación del Gobierno, no así en Alemania, según vimos, y ello aunque en tales casos el empeño tenga una consideración que excede en importancia la del supuesto español. Sin duda, la mediación activa del presidente del Congreso podría evitar que se produjera tal situación. De otro lado, el fracaso en la investidura no inhabilita a un candidato ya propuesto una vez para, en otra ocasión, ser objeto del encargo de solicitar la confianza de la Cámara, teniendo en cuenta que la situación política habrá cambiado, lo que puede afectar a las propias asistencias políticas con que se presente el candidato. La designación debe hacerse pública tras la celebración de las consultas a través del presidente del Congreso y preferiblemente mediante la publicación en el BOE, con el refrendo de tal autoridad.

Vemos la importancia de la intervención en el procedimiento de designación del presidente del Gobierno del presidente del Congreso, ya se considere desde el punto de vista del monarca o del candidato a la Presidencia del Gobierno. A la Presidencia del Congreso, como se señaló, le corresponde asegurar la corrección de la actuación del monarca otorgando su refrendo a la fase de consultas: a su través se llevan a cabo las conversaciones del rey con los representantes de los grupos políticos; y la propuesta del candidato por el jefe del Estado se hace pública oficialmente mediante comunicación de la Presidencia. La intervención de la Presidencia corresponde a la autoridad que asume, en el procedimiento de nombramiento del presidente del Gobierno, la responsabilidad por los actos del monarca, lo que garantiza, como decíamos, la irreprochabilidad de estos. Se trata de la actuación de un representante del Estado sin potestad ejecutiva, como es sólito que ocurra con los refrendos de otros actos del jefe del Estado, pero que corresponde a una autoridad en pleno ejercicio de sus funciones, lo que no es el caso con el candidato a la Presidencia del Gobierno. Obsérvese que estamos, más bien, ante un refrendo de presencia, en relación con la verificación de consultas, y de firma o por escrito, referente a la comunicación del nombre del candidato correctamente propuesto. Pero la intervención de la Presidencia presenta otra vertiente que la del jefe del Estado y es la que afecta al candidato a la Presidencia del Gobierno propuesto por el rey. Al presidente del Congreso le toca convocar el Pleno en el que el candidato, tras la exposición del programa del Gobierno que pretende formar, se someterá a la votación de investidura, que podrá conseguir, como se sabe, en una primera oportunidad por mayoría absoluta o, si esto no lo lograra, en una segunda votación por mayoría simple (art. 99.3 de la CE). No hay dudas sobre la necesaria convocatoria del Congreso por la Presidencia a efectos de la realización de la sesión de investidura, que obviamente solo puede tener lugar, en los términos del art. 99 de la CE, que fija de manera imperativa la comparecencia del candidato ante la Cámara, si el Congreso ha sido convocado con anterioridad. A ello se refiere, de modo claro, el art. 170 del Reglamento del Congreso: «En cumplimiento de las previsiones establecidas en el art. 99 de la Constitución, y una vez recibida en el Congreso la propuesta de candidato a la Presidencia del Gobierno, el presidente de la Cámara convocará el pleno». El Reglamento del Congreso no establece el momento preciso en el que debe ser convocado el Pleno de la investidura. Sin duda, el Congreso ha de reunirse con diligencia institucional, cuya consecución corresponde asegurar a su Presidencia, de manera que han de tenerse en cuenta para su verificación tanto las consideraciones constitucionales como las de política ordinaria. Como se sabe, la primera votación de investidura determina el momento en que empieza a correr el plazo de dos meses para la convocatoria de nuevas elecciones, que deberán verificarse cuanto antes, solicitando del cuerpo electoral una decisión que, en tal ocasión, facilite la formación del Gobierno, que permita acabar con los inconvenientes que acarrea el prolongamiento indebido del Gobierno en funciones que impide atender debidamente determinados compromisos que exigen decisiones del Ejecutivo de la nación, en el orden comunitario, presupuestario, etc. La actuación con diligencia institucional, de modo que la convocatoria del Pleno del Congreso para la investidura no se haga con prisas, pero tampoco se difiera sine die, puede exigirse precisamente a la Presidencia del Congreso, que tiene una posición relevante en la formación del Gobierno que asegura que esta se realice de manera escrupulosamente constitucional, y esto ya toque a la actuación del monarca como a la del candidato a presidir el Ejecutivo, según hemos visto. Cierto es que en nuestro ordenamiento el presidente del Congreso, quizá desafortunadamente, es alguien que no ha perdido su condición de miembro del partido que le propuso para el cargo y le aseguró el nombramiento (al respecto, y no sin sonrojo, hemos visto a algún presidente del Gobierno adelantarse al voto de los diputados y anunciar el nombre del presidenciable antes de su presentación como tal candidato). Nuestro presidente no es el speaker de la Cámara de los Comunes, pero sí es el titular de una rama del Estado que, como corresponde a un verdadero sistema de separación de poderes, no depende, sin quebrar su dignidad institucional, del Ejecutivo.

Como advirtiese García Pelayo[31], la singularidad de la normatividad de la Ley Fundamental puede consistir en la dificultad para encontrar remedio jurídico o reacción frente a algunos supuestos de su incumplimiento o en los casos de imprevisión de la propia Ley Suprema respecto de casos que pueden presentarse en la realidad. Por ejemplo, ¿qué sucede si los candidatos propuestos por el rey rehusaran presentarse a la investidura, y el plazo temporal previsto en el art. 99 de la CE no pudiese comenzar a trascurrir? ¿No habría manera de hacer frente a una situación crítica de prórroga de la interinidad del Gobierno sin poner en grave peligro la situación del orden constitucional? Sin duda, esa situación de parálisis debería afrontarse, bien recurriendo a alguien no parlamentario que solicitase la confianza del Congreso, bien haciendo posible que comenzase a correr el tiempo para la disolución, bien mediante la disolución de las Cámaras acordada por el rey, con el refrendo del presidente del Congreso, en ejercicio de la tarea que la Constitución atribuye al rey de arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones.

VI. CONCLUSIÓN DUDOSA: ¿REFORMAR EL Artículo 99 DE LA CONSTITUCIÓN?[Subir]

Tras la situación de bloqueo por la que acabamos de pasar, es aparentemente comprensible que algunos culpen a la regulación constitucional de ello. Tal vez entonces, se piensa, si reformamos el art. 99 de la CE no se producirá en el futuro un impasse como el actual. A este planteamiento, que cabría calificar de funcional o pragmático de la reforma constitucional, pueden formularse dos objeciones.

En primer lugar, modificar la CE es algo bastante serio, aunque no se mantenga la idea sublimada de la reforma, que Madison reservaba para los supuestos de necesidad insoslayable (great and extraordinary occasions), de modo que hay que explorar antes las posibilidades de interpretación que el mismo texto que se ha de modificar permita[32]. Además, será difícil, en todo caso, dar con una regulación de la CE que contemple absolutamente todos los supuestos imaginables, pues las normas constitucionales adolecen de una cierta indeterminación que en otras ramas del derecho no se conoce. Si pensamos, por ejemplo, en los plazos que el art. 99 de la CE establece para la verificación de las consultas, en el momento de celebración del primer pleno de investidura o el tiempo de realización de las sucesivas sesiones hasta que transcurran los dos meses antes de la disolución, ¿qué es lo que explica la morosidad de conducta de los agentes políticos?: ¿el texto constitucional que la permite o, más bien, la falta de diligencia institucional de los partidos, o la complaciente disposición de la Presidencia de la Cámara? De hecho, cuando se trata del marco constitucional para la formación del Gobierno debería pensarse, según planteábamos más arriba, no solo en un determinado precepto de la CE, sino en su conjunto; y, desde ese punto de vista, no se puede entender una norma contra o sin tener en cuenta el todo constitucional. De manera que la formación del Gobierno debe llevarse a cabo de modo que permita un juego correcto a todos los elementos del sistema constitucional, pensando así evitar que el Gobierno en funciones tenga una duración prolongada que no le corresponde, o que las Cortes no puedan asumir plenamente el papel que les toca de control del Ejecutivo que propiamente no existe mientras no se encuentre nombrado; o que el propio jefe del Estado quede relegado a una posición dependiente que objetivamente cuestione su relieve institucional. Aunque todos los sujetos políticos presuman de atenerse a la CE (faltaría más), lo que debería pedírseles es una actitud más constitucional, esto es, más congruente con el espíritu constitucional, según corresponde al constitucionalismo que no puede vivir sin la CE, ciertamente, pero que va más allá de ella, ya lo dijimos, de su estricta letra.

En segundo lugar, la reforma constitucional debe llevarse a cabo tras una consideración equilibrada de lo que la actual regulación del procedimiento de formación del Gobierno supone: una opción del constituyente a favor de Gobiernos fuertes, mostrando como deseables los que disponen del apoyo de la mayoría absoluta, anticipando la relevancia de la estabilidad a la que se quiere contribuir ya desde el mismo punto de partida; y una intervención del jefe del Estado, fijada con detalle, pero que es relevante desde el punto de vista apariencial, no del de la efectividad, si acogemos la propuesta de Bagehot de distinguir en el rol del monarca, entre poderes verdaderamente efectivos y los poderes aparienciales o simbólicos, estos con más significado para el sistema que aquellos.

Si se asumiese la opción de la reforma, habrían de contemplarse unos límites temporales más estrictos —de acuerdo con lo que hemos dejado apuntado— y establecer la constitución inmediata de las Cortes tras la celebración de las elecciones y el desarrollo a partir de ese momento de las consultas; así el plazo de los dos meses comenzaría a correr desde la finalización de estas y no desde la primera votación de investidura. Puede pensarse en mantener la disolución de las Cámaras si ningún candidato consigue la confianza del Congreso. Pero, entonces, en la segunda ocasión, podría proponerse que, en vez de repetir el procedimiento ordinario de constitución del Gobierno, reiterándose la fase de consultas, exposición del programa y solicitud de confianza, quedando abierta la posibilidad de unas terceras elecciones, el Congreso votase a los candidatos existentes y otorgara su confianza a quien obtuviera más respaldo parlamentario. Se trataría de seguir el procedimiento establecido para la formación de Gobierno en algunas comunidades autónomas (por ejemplo, en su propio Estatuto de autonomía, en el caso de Castilla La Mancha; o en el reglamento parlamentario, caso del País Vasco). Desde el punto de vista institucional, es cierto que tal procedimiento viene a ser una cuña mayoritaria en un sistema proporcional, pero parece mejor esta solución que la de proceder a una reforma que prime ventajistamente al vencedor en las elecciones, como se lleva a cabo en Grecia o se propuso para Italia; de otro lado, la exclusión de la intervención del jefe del Estado no deja de seguir algún patrón conocido, como ocurre en una monarquía parlamentaria como Japón o, subsidiariamente, en Alemania, como república, pero que por las razones que hemos considerado arriba no parece un modelo plausible entre nosotros. En conjunto, podría tratarse de una reforma considerada con la regulación constitucional actual y que excluye el riesgo de que, por culpa de las carencias de los actores políticos, se produzca una situación de bloqueo como la que acabamos de padecer.

Notas[Subir]

[1]

Solozabal (Solozabal Echavarria, J. J. (1996). El régimen parlamentario y sus enemigos. Reflexiones sobre el caso español. Revista de Estudios Políticos, 93, 39-56.1996: 44).

[2]

Así Manuel Aragón suele recordar la consideración simultánea de Jellinek como una forma jurídica y política de la monarquía.

[3]

«En la esencia del sistema parlamentario está la disposición al compromiso. El régimen parlamentario es un régimen de tolerancia…» En el que no se adopten decisiones irreparables que impidan a la minoría convertirse en mayoría; ni al Gobierno temer ser destruido si pasa a la oposición (Friesenhahn, E. (1958). Parlament und Regierung im Modernen Staat: Die Organisationsgewalt: Bericht, VVDStRL 16. Berlin: De Gruyter.Friesenhahn, 1958: 25).

[4]

Que el Gobierno dependa del Parlamento no le hace perder su autonomía «y rebajarlo a Comisión del mismo» (Friesenhahn, E. (1958). Parlament und Regierung im Modernen Staat: Die Organisationsgewalt: Bericht, VVDStRL 16. Berlin: De Gruyter.Fiesenhahn, 1958:24). Con todo, señala Friesenhahn, a pesar de las contrapresiones mutuas entre Gobierno y Parlamento, este es el locus principal del sistema. «Especialmente si se trata de las cuestiones vitales para la comunidad [Lebensfragen der Nation] la voz cantante corresponde al Parlamento.»

[5]

«Tal órgano, además de nombrar y revocar a los ministros y de compartir el ejercicio de la función ejecutiva y participar a veces —como en la tradición inglesa del King in Parliament— en la actividad legislativa con la sanción, posee el poder de disolución de las Cámaras electivas, ejercitable o sin límites legales, o con límites que son fácilmente removibles —Weimar—: no puede disolver más de una vez por el mismo motivo». Mortati (Mortati, C. (1976). Istituzioni di Diritto Pubblico. Padova: Cedam.1976: I-405).

[6]

Solozabal (Solozabal Echavarria, J. J. (2015). Sobre la idea de los derechos en el origen del Estado liberal. En J. Álvarez Junco, R. Cruz y F. Peyrou et al. (coords.). El historiador consciente. Homenaje a Manuel Pérez Ledesma (pp. 247-259). Madrid: Marcial Pons.2015: 259).

[7]

Rubio (Rubio Llorente, F. (2012). La forma del poder. Estudios sobre la Constitución. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.2012: 696). La idea no se puede expresar con más descaro: «Gobierno y Parlamento son en el Estado democrático de masas sólo fachada: El poder de verdad lo tienen los partidos políticos, más exactamente sus burocracias dirigentes» (Friesenhahn, E. (1958). Parlament und Regierung im Modernen Staat: Die Organisationsgewalt: Bericht, VVDStRL 16. Berlin: De Gruyter.Friesenhahn, 1958: 19).

[8]

Mortati llama la atención sobre el significado de la inclusión en tal tipo de sistemas de instituciones de democracia semidirecta, bien estimulando la actividad de los órganos representativos-iniciativas legislativas populares o referéndums consultivos, bien cuestionando sus actos-referendos normativos o derogatorios.

[9]

Elliot recuerda esta contraposición en su Public Law, en colaboración con Thomas (Elliot, M. y Thomas, R. (2014). Public Law. Oxford: Oxford University Press.2014: 112-3).

[10]

Cabinet Office, The Cabinet Manual, London 2011.

[11]

Elliot (Elliot, M. y Thomas, R. (2014). Public Law. Oxford: Oxford University Press.2014: 112).

[12]

Stanley de Smith and Rodney Brazier se ocupan de tales supuestos (Stanley, D. S. y Brazier, R. (1990). Constitutional and Administrative Law. London: Penguin Books.1990: 116-7).

[13]

Jennings (Jennings, I. (1990). Cabinet Government. Cambridge: Cambridge University Press.1990: 30-31).

[14]

Wade y Bradley (Wade, E. y Bradley, W. (1991). Constitutional and Administrative Law. London: Longman.1991: 237-238).

[15]

De Smith y Brazier (Stanley, D. S. y Brazier, R. (1990). Constitutional and Administrative Law. London: Penguin Books.1990: 162).

[16]

Información: capítulo de Jennings, I. The Choice of a Prime Minister, y libro citado de De Smith y Brazier.

[17]

Wade y Bradley (Wade, E. y Bradley, W. (1991). Constitutional and Administrative Law. London: Longman.1991: 239).

[18]

Hesse (Hesse, K. (1999). Grunzüge des Vefassungsrechts der Bundesrepublik Deutschland. Heidelberg: C. F. Müller Verlag.1999: 176-177).

[19]

Stern (Stern, K. (1984). Das Staatsrecht der Bundesrepublik Deutschland, tomo iii. München: C. H. Beck Verlag.1980: tomo ii, parágrafo 22).

[20]

Información de Schroeder (Schröder, M. (2005). Bildung, Bestandundparlamentarischeverantwortung der Bundesregierung. En Isensee y Kirchof (dirs.). Handbuch des StaatsRechts, tomo iii. Heidelberg: C. F. Müller Verlag.2005: cap. 65).

[21]

Véase Friesenhahn (Friesenhahn, E. (1958). Parlament und Regierung im Modernen Staat: Die Organisationsgewalt: Bericht, VVDStRL 16. Berlin: De Gruyter.1958: 25).

[22]

Schroeder (Schröder, M. (2005). Bildung, Bestandundparlamentarischeverantwortung der Bundesregierung. En Isensee y Kirchof (dirs.). Handbuch des StaatsRechts, tomo iii. Heidelberg: C. F. Müller Verlag.2005: 1142).

[23]

Rolla (Rolla, G. (2000). Manuale di Diritto Pubblico. Torino: G. Giapipichelli Editore.2000: 576 y ss.).

[24]

Caretti y Siervo (Caretti, P. y de Siervo, U. (2001). Instituzioni di Diritto Pubblico. Torino: G. Giappicheli Editore.2001: 201).

[25]

Art. 92 CI.

[26]

Respectivamente, art. 94 y 93 CI.

[27]

Art. 93 CI.

[28]

Rolla (Rolla, G. (2000). Manuale di Diritto Pubblico. Torino: G. Giapipichelli Editore.2000: 604).

[29]

Hagamos una referencia bibliográfica general y mínima a Otto (Otto, I. de (1980). La posición constitucional del Gobierno. Documentación Administrativa, 188, 139-182.1980), Nicolás (Nicolás Muñiz, J. (1980). Programa político y legislativo del Gobierno: pactos de coalición y contrato de legislatura. Documentación Administrativa, 188, 385-414.1980), Bar (Bar Cendón, A. (1998). Artículo 99. Nombramiento del presidente del Gobierno. En O. Alzaga (dir.). Comentarios a la Constitución española de 1978, tomo viii. Madrid: Edersa.1998) y Vintró (Vintró, J. (2009). Comentario al artículo 99. En M. Rodríguez-Piñero y M. E. Casas Bahamonde (dirs.). Comentarios a la Constitución española. Madrid: Fundación Wolters Kluwer.2009).

[30]

Levinson (Levinson, S. (2012). Framed. Oxford: Oxford University Pres. Disponible en: https://doi.org/10.1093/acprof:osobl/9780199890750.001.00012012).

[31]

García Pelayo (García Pelayo, M. (1964). Derecho Constitucional Comparado. Madrid: Revista de Occidente.1964: 109 y ss.).

[32]

Con más detalle, véase Solozabal Echavarria, J. J. (Solozabal Echavarria, J. J. (2015). Sobre la idea de los derechos en el origen del Estado liberal. En J. Álvarez Junco, R. Cruz y F. Peyrou et al. (coords.). El historiador consciente. Homenaje a Manuel Pérez Ledesma (pp. 247-259). Madrid: Marcial Pons.2015): Reformar la Constitución: sí, pero ¿cuándo? En Ideas y nombres. La mirada de un constitucionalista (p. 283). Madrid: Biblioteca Nueva.

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