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El PSOE y la monarquía

 

Lo primero que llama la atención de este libro es lo bien escrito que está. Se lee de maravilla. Con un ritmo y una fluidez que nunca decaen. Estos rasgos lo aproximan a veces, sobre todo en los capítulos finales, al mejor periodismo de investigación, aunque se trata de un riguroso estudio historiográfico, llevado a cabo a partir de unas fuentes primordialmente directas (archivos, prensa, entrevistas), algunas inéditas, por parte de un reputado y ya veterano catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense.

Tres han sido las áreas de interés en las que se ha centrado la vasta producción investigadora de Juan Francisco Fuentes: la historia de los conceptos políticos, la biografía político-intelectual, como las dedicadas a Largo Caballero, Luis Araquistáin y Adolfo Suárez, y la historia del socialismo español. A esta última área se suma el libro que ahora se comenta, en el que se repasan los ciento veinticinco años que van desde la fundación del PSOE, en 1879, hasta la abdicación de Juan Carlos I, en 2014.

Pese a definirse como un partido republicano desde su creación, Fuentes pone de relieve que hasta el «Desastre del 98» la mayoría de sus dirigentes, entre ellos Pablo Iglesias, separándose en este punto de Jaime Vera, consideraron que la polémica sobre la forma de gobierno no era esencial para el partido obrero. Solo lo era para los partidos burgueses republicanos, con los que las relaciones no fueron siempre cordiales. En sus críticas al republicanismo pesó no poco el recuerdo de la I República, que había acabado disolviendo la I Internacional. Aunque este recelo nunca desapareció durante la Restauración, las cosas fueron cambiando a partir de 1898 y sobre todo tras el acceso al trono de Alfonso XIII, cuando los socialistas llegaron a acuerdos electorales con los republicanos. Así ocurrió después de los sucesos de la Semana Trágica. Para Pablo Iglesias el triunfo electoral de la conjunción republicano-socialista en 1910, que a él le permitió obtener por vez primera un acta de diputado, no suponía solo una victoria sobre el «odioso Maura», sino sobre la monarquía y sobre el propio monarca, a quien aconsejó que preparase los bártulos y se dispusiese a salir de España, «porque lo que es esta vez estamos dispuestos a echarte y a echarte pronto» (p. 24).

Pese a que la alianza electoral con los republicanos volvió a repetirse en febrero de 1918, la conveniencia de mantenerla distanció a Indalecio Prieto, firme partidario de ella, de Largo Caballero, mucho más reticente. Las críticas a la monarquía aumentaron en el seno del PSOE después del Desastre de Annual, en 1921. Para este partido, el responsable último de ese desastre era Alfonso XIII. Así lo expuso ese año en las Cortes Julián Besteiro: «España no es la que ha ido a Marruecos; a Marruecos ha ido la monarquía española; ha ido el Rey; nosotros, no» (p. 36). En ese mismo lugar, pero a finales de 1922, Prieto acusó directamente al monarca de haber autorizado al general Silvestre a tomar la decisión de avanzar con sus hombres hasta Alhucemas. Con ese discurso, señala Fuentes, Prieto «emergió como nuevo guía espiritual del republicanismo español» (p. 37).

La actitud ante la Dictadura de Primo de Rivera volvió a dividir al PSOE. Frente al firme rechazo de Prieto y de algunos intelectuales próximos a él, como Luis Jiménez de Asúa y Fernando de los Ríos, los dirigentes más vinculados a la UGT, como Julián Besteiro y Francisco Largo Caballero, su secretario general, no dudaron en colaborar con el nuevo régimen. En este caso con el respaldo de un muy enfermo Pablo Iglesias, que moriría a finales de 1925. Desde las páginas de El Socialista, Largo Caballero ya se había felicitado de la «completa neutralidad de los trabajadores españoles ante el golpe militar» (p. 40), mientras que después se convirtió en un firme defensor de una pieza clave de la Organización Corporativa Nacional: los comités paritarios. En contrapartida, el Dictador le nombró vocal del Consejo de Estado en representación del Consejo Superior del Trabajo. Tras la destitución de Primo de Rivera, en 1930, fueron creciendo las voces dentro del PSOE, incluso en su ala caballerista, en contra de la monarquía y a favor de la República. Solo Besteiro mantendría su desacuerdo en vincular el partido obrero a la opción republicana.

Resulta muy revelador que en el Pacto de San Sebastián, suscrito en agosto de 1930, no estuviese representado el PSOE, pues la presencia de Prieto fue a título meramente individual. Ello no fue óbice para que en el primer Gobierno de la República, presidido por Alcalá Zamora, figurasen tres destacados socialistas: el propio Prieto en Hacienda, Fernando de los Ríos en Justicia y Largo Caballero en Trabajo.

Fuentes recuerda que si la llamada izquierda burguesa apoyó, al menos al principio, las reformas sociales impulsadas por Largo Caballero, el PSOE hizo suya una República «creada a imagen y semejanza del republicanismo histórico, incluida la institucionalización de símbolos por completo ajenos a la tradición socialista, como la bandera tricolor, el «Himno de Riego» y la vieja alegoría liberal de la matrona y el León» (pp. 67 y 68). Esta «republicanización del PSOE» se reforzó tras la amplia victoria de la coalición gobernante en las elecciones a Cortes Constituyentes, celebradas en junio, que otorgaron al Gobierno cerca de 400 escaños, de ellos 116 para el PSOE. En lógica contrapartida, las Cortes —que abrieron sus sesiones un 14 de julio, en homenaje a la gran Revolución del país vecino— otorgaron la presidencia a Julián Besteiro, así como cinco de los veintiún miembros de la Comisión encargada de redactar la nueva Constitución. Entre ellos, Luis Jiménez de Asúa, que la presidió, y Luis Araquistáin, el más relevante ideólogo de Largo Caballero.

La matanza de Casas Viejas, en enero de 1933, aumentó la brecha entre la clase obrera y el nuevo régimen republicano y radicalizó la sociedad y la política. Una radicalización a la que no fue ajena la llegada de Hitler al poder ese mismo mes. El apoyo de una parte muy relevante del PSOE, la dirigida por Largo Caballero, que controlaba la UGT, a la República, comenzó a debilitarse. Las críticas a la «república burguesa» arreciaron. A las siguientes elecciones generales, celebradas en noviembre de 1933, los socialistas y los republicanos ya concurrieron por separado, en contra del criterio de Prieto, que no pudo imponerse al de Largo Caballero. La CEDA y el Partido Radical fueron los claros vencedores de esos comicios.

La entrada de la CEDA en el Gobierno de Lerroux, en octubre de 1934, llevó a la CNT y a la UGT a convocar una huelga general y a promover una insurrección armada, apoyada por prietistas y caballeristas, aunque sus móviles fuesen distintos: «[...] mientras los primeros pretendían defender con las armas la república democrática del 14 de abril de la amenaza que representaba el nuevo Gobierno, los segundos aspiraban a convertir la incorporación de la CEDA al ejecutivo en la señal de una insurrección que debía liquidar el régimen burgués en su versión gorro frigio» (p. 79).

La represión de los insurrectos en Asturias preparó el terreno para el triunfo del Frente Popular en las terceras y últimas elecciones generales de la República, celebradas el 16 de febrero de 1936. Las candidaturas frentepopulistas, que agrupaban a varios partidos republicanos, al PSOE, al PCE y al POUM, obtuvieron poco más de la mitad de los votos emitidos, pero en escaños la victoria era todavía mayor. Alcalá Zamora fue destituido en abril de la Presidencia de la República y sustituido por Azaña, quien, tras ser vetado Prieto por su propio partido, dominado por Largo Caballero, se vio obligado a nombrar presidente del Gobierno a Casares Quiroga. Muy pocos días después se produciría el levantamiento militar, preludio de una larga Guerra Civil en la que Largo Caballero, no Prieto, ocuparía la Presidencia del Gobierno, hasta que en mayo de 1937 fue sustituido por Juan Negrín, un antiguo prietista, que en 1938 se distanciaría de su mentor y se convertiría en el adalid de la resistencia incondicional a Franco.

La penosa experiencia en la Francia ocupada por los alemanes y en el campo de concentración de Oranienburg modificará profundamente la actitud de Largo Caballero hacia la democracia liberal, otrora despreciada y ahora valorada en su justa medida. Lo resalta Juan Francisco Fuentes, quien añade que ese cambio de actitud contribuyó de manera decisiva a reconciliar las dos principales facciones hasta entonces enfrentadas en el seno del PSOE: la de Prieto, de un lado, y la de Largo Caballero, de otro. Ahora las diferencias se establecían entre esos dos dirigentes y Negrín, pero más por las discrepancias surgidas durante el reciente conflicto bélico que por diferencias respecto del futuro político de España. El otro dirigente histórico de ese partido, Julián Besteiro, uno de los principales apoyos en marzo de 1939 del Consejo Nacional de Defensa del coronel Casado, había muerto al año siguiente en la cárcel de Carmona.

El mantenimiento de la dictadura franquista tras la derrota del Eje en 1945 y, ya iniciada la Guerra Fría, el apoyo de los Estados Unidos a Franco, provocó una enorme decepción a los exiliados republicanos y socialistas. Las diferencias entre ellos se hicieron, por otra parte, más acusadas. Mientras los primeros siguieron defendiendo la legalidad de 1931, los segundos la consideraban liquidada. Este planteamiento dio alas a complejas negociaciones del PSOE con los partidarios de don Juan, que cristalizaron el 30 de agosto de 1948 en el llamado Pacto de San Juan de Luz, suscrito entre el conde de los Andes y Prieto, dirigente indiscutible del PSOE tras la muerte de Largo Caballero en 1946. Entre las bases de ese pacto, muy bien descrito por Fuentes, figuraban la concesión de una amplia amnistía, la promulgación de una declaración de derechos de la persona, la incorporación de España al grupo de las democracias occidentales y la celebración de una consulta sobre la futura forma de gobierno. Incluso Jiménez de Asúa, que tan destacado papel había tenido en la elaboración de la Constitución de 1931, había animado a Prieto a pactar con los juanistas, pues, a su juicio, lo que importaba era «volver a España, aunque sea bajo el régimen monárquico» (p. 166). Para él, en realidad, «la ruta republicana» había entrado, a la altura de 1948, en «una vía muerta», de modo que a los socialistas no podía satisfacerles «la parodia extraterritorial de la República» (p. 427). Prieto, por su parte, reconocería por aquel entonces, según consigna Gil Robles en su diario el 6 de agosto de 1949: «[...] yo no puedo gobernar con la monarquía, pero quiero ser el Castelar que empuje a mi partido a que se incorpore a la vida nacional, entrando en la monarquía por la vía democrática» (p. 166). A resultas del Pacto de San Juan de Luz, el PSOE decidió retirar los representantes socialistas en la Diputación Permanente de las Cortes republicanas en México.

Pero ese pacto saltó por los aires cuando se hizo pública la entrevista que tan solo cinco días antes habían celebrado en el Azor Franco y don Juan, en la que el primero consiguió aplazar las demandas del segundo de una pronta restauración monárquica en su persona. Ante estas revelaciones, Prieto reconoció su fracaso y por un tiempo los contactos con los juanistas cesaron, lo que, sin embargo, no supuso llegar a una alianza con los republicanos, requerida por Álvaro de Albornoz y apoyada por algunos dirigentes socialistas, como Wenceslao Carrillo, pero sañudamente combatida por otros, como Luis Araquistáin.

En realidad, las convicciones liberales del primogénito de Alfonso XIII eran muy endebles. Don Juan, en efecto, y en ese extremo la información que aporta Fuentes es especialmente reveladora, pasó de defender durante la Guerra Civil y los años inmediatamente posteriores la monarquía tradicional del carlismo a propugnar una monarquía constitucional en el Manifiesto de Lausana el 19 de marzo de 1945, del mismo modo que a la vez que auspiciaba acuerdos con los socialistas exiliados para derrocar a Franco, negociaba con este su pronto reconocimiento como Rey de España. Decididamente, como concluyó Prieto, don Juan no era de fiar. La aprobación de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, en 1947, fue la respuesta de Franco a los devaneos de don Juan, que le obligaba a decidirse si optaba por una restauración de la monarquía contra Franco o con él, que fue lo que a la postre ocurrió, pero en la persona de Juan Carlos, nombrado su sucesor en 1969.

La política de reconciliación nacional defendida por el PCE en 1956 alejará la lucha antifranquista de la legalidad republicana para apostar por un diálogo entre vencidos y vencedores —y entre los hijos de unos y otros, como defendieron los estudiantes universitarios madrileños que se manifestaron contra el SEU ese mismo año— acerca del futuro del Estado español. Un diálogo que no podía consistir en restablecer la Constitución de 1931 y los estatutos de autonomía aprobados bajo su vigencia, sino en iniciar un proceso constituyente. Este planteamiento lo asumieron algunos destacados miembros del PSOE, en el que se fue haciendo cada vez más patente la brecha entre Rodolfo Llopis, al frente de ese partido en Toulouse desde 1962, tras la muerte de Prieto, y los militantes socialistas del interior, por otra parte muy escasos.

1962 fue un año relevante en la lucha contra el franquismo, pues junto a una prolongada huelga en la cuenca minera asturiana («La huelgona»), de notable repercusión nacional, a principios de junio de ese año tuvo lugar en Múnich una reunión de un centenar de personas de dentro y fuera de España, procedentes de diversas formaciones políticas, excepto del PCE, bajo la presidencia de Salvador de Madariaga. A esa reunión, denominada «Contubernio de Múnich» por los voceros del régimen franquista, los demócratas cristianos, sin duda el grupo predominante, estaban representados, entre otros, por José M.ª Gil Robles, mientras que por el PSOE, junto a varios destacados militantes del interior, asistió su secretario general, Rodolfo Llopis, quien solicitó a Joaquín Satrústegui que transmitiera confidencialmente a don Juan el siguiente mensaje: « El PSOE tiene un compromiso con la República, que mantendrá hasta el final. Ahora bien, si la Corona logra establecer pacíficamente una verdadera democracia, a partir de ese momento respaldará lealmente a la monarquía» (p. 227).

Durante la década siguiente se reforzaron el movimiento obrero (con la creación de las CC.OO., que rebasa con creces el influjo de las históricas UGT y CNT) y el estudiantil. Los dos principales arietes en la lucha contra la dictadura. Ante la muerte del dictador, que se preveía próxima, se crearon alternativas unitarias de la oposición: la Junta Democrática, impulsada por el PCE y el pequeño PSP de Tierno Galván, y la Plataforma Democrática, auspiciada por un renovado PSOE, que desde el Congreso de Suresnes, en 1974, encabezaba Felipe González, avalado por los más relevantes socialistas europeos. Desde un punto de vista programático, ese congreso afianzó el sesgo radical del socialismo español, «más cerca de la nueva izquierda mayosesentayochista… que de la tradición pablista», con su apelación al antiimperialismo y al derecho de autodeterminación, «dentro del contexto de la lucha de clases», y de la constitución de una «república federal de las nacionalidades que integran el Estado español» (pp. 254 y 256). Como escribe Juan Francisco Fuentes al comentar ese «izquierdismo de salón», «reivindicar la república permitía reforzar el vínculo sentimental con la militancia y pescar en las revueltas aguas de la izquierda no socialista, ricas en cuadros y acaso en votos» (p. 274).

El PSOE, a través de Luis Gómez Llorente, mantuvo la defensa de la forma de gobierno republicana en el debate de las Cortes Constituyentes, a sabiendas de que no saldría adelante. Era un lujo que ese partido se podía permitir, a diferencia del PCE.

La reconciliación plena del PSOE y la monarquía vendría de la mano de Felipe González y Juan Carlos I, cuyas relaciones fueron excelentes a lo largo de los trece años y medio de Gobierno del primero, a diferencia de lo que había ocurrido con Suárez al final de su mandato y desde luego de lo acontecido con Fraga y Aznar, con quienes el monarca se mantuvo siempre frío y receloso. Incluso cuando el desgaste de Felipe González era patente en la primera mitad de los años noventa del pasado siglo, a resultas del GAL y de los escándalos de corrupción, Juan Carlos no dejó de mostrarle su apoyo y afecto. Y también su respeto a un dirigente con verdadera talla de estadista, que había logrado incorporar España a la CEE el 1 de enero de 1986 —una fecha que representó «la apoteosis de la cohabitación, la prueba palpable del éxito de aquella rara síntesis histórica, inédita en España, entre monarquía y socialismo» (p. 324)— así como a la OTAN, además de reforzar el Estado de bienestar y el prestigio internacional de la nación. Ese respeto lo volvería a poner de manifiesto Juan Carlos durante el proceso que condujo a su abdicación en junio de 2014. La opinión de González respecto al modo y la fecha fue tenida muy en cuenta por el Rey cuando este no tuvo más remedio que adoptar esa difícil decisión ante el notorio desprestigio de su imagen entre amplios sectores de la población, en buena medida debido a sus peligrosas amistades.

De muy cordiales pueden calificarse las relaciones que mantuvieron Juan Carlos y Zapatero desde que este accedió al Gobierno en marzo de 2004, después del terrible atentado de Atocha. El «republicanismo cívico» defendido por el leonés, tomado de Philip Pettit, más que poner en cuestión la monarquía juancarlisa venía a refrendar la noción de «república coronada» que durante la Restauración había enunciado el krausista Gumersindo de Azcárate. Otro leonés, pero sin duda mucho más consistente. Cierto que la apuesta estratégica del nuevo inquilino de la Moncloa por la llamada «Memoria Histórica» supuso idealizar el recuerdo de la II República entre los más jóvenes (y menos documentados) militantes y simpatizantes del PSOE (algunos de los cuales se pasarían después a Podemos). Pero nunca se llegó a romper el estrecho vínculo que el PSOE mantenía con la Corona desde la Transición ni el apoyo y afecto del Rey a Zapatero. Un apoyo y un afecto que se mantuvieron también a pesar del contencioso catalán que estalló durante esos años, en no pequeña parte creado por la frívola actitud de Zapatero y de su admirado Maragall ante el «Nou Estatut». Las buenas relaciones entre el monarca y el presidente del Gobierno se mantuvieron incluso cuando ya era patente que había perdido el apoyo de buena parte de su electorado tras el giro copernicano que en mayo de 2010, en plena recesión, tantos años negada, se vio obligado a llevar a cabo en su política económica. Acabaría pagando sus graves errores en las elecciones de noviembre del año siguiente, en las que el POSE obtuvo el peor resultado desde la II República.

En definitiva, pues, este amenísimo libro, imprescindible para conocer la compleja relación entre el PSOE y la forma de gobierno republicana a lo largo de ciento veinticinco años, corrobora el comentario de Felipe González en junio de 2014 a una radio colombiana, que Juan Francisco Fuentes recoge a modo de conclusión: «Mis compañeros se confunden al decir que los socialistas siempre hemos sido republicanos. No es así. Éramos accidentalistas» (p. 428).