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SUMARIO

  1. Notas
  2. Bibliografía

—1—

Formado en las Universidades de Princeton y Harvard, en donde también fue profesor, al igual que en la de Oxford, el primer libro de Charles Howard McIlwain (1871-‍1968) fue The High Court of Parliament and Its Supremacy, publicado en 1910. Diez años más tarde editó The Political Works of James I y, en 1923, vio la luz su influyente monografía American Revolution: A Constitutional Interpretation, por la que al año siguiente se le concedió el prestigioso Premio Pulitzer de Historia. En 1932, dio a la imprenta una nueva obra, The Growth of Political Thought in the West: From the Greeks to the End of the Middle Age, que aborda muchas cuestiones que trata el libro que ahora se comenta. El origen de este se encuentra en seis conferencias pronunciadas durante el año académico de 1938-‍1939 en la Universidad de Cornell, que las publicó en 1940, cuando McIlwain era ya un consagrado historiador, jurista y politólogo, además de latinista. Reeditado en 1947, con numerosas adiciones en las notas y un apéndice, se reimprimió en 1975. La primera edición en español vio la luz en 1991, bajo el mismo sello editorial que ahora lo reedita, sin que el texto haya sufrido variación alguna, vertido al español por el profesor Juan José Solozábal Echavarría, que sí ha actualizado, en cambio, su excelente introducción.

—2—

Estamos en presencia de una obra clásica de la historia constitucional. Pero —conviene advertirlo ya, pues el título podría despistar al lector— solo de la inglesa, ni siquiera de la británica en su conjunto, pues su punto de llegada es la Revolución de 1688. Con la excepción del capítulo primero, meramente introductorio, esta monografía se ocupa del influjo que el constitucionalismo inglés recibió de Grecia y, sobre todo, de Roma, así como de su desarrollo durante la Edad Media y los siglos xvi y xvii. Al margen de Inglaterra, solo se hace alguna breve referencia a la historia y al pensamiento político-constitucional de Francia, así como a algunos autores alemanes. En este último caso desde un nítido antigermanismo, reforzado quizá por el contexto en el que se escribió: durante el comienzo de la II Guerra Mundial y en pleno apogeo del nacionalsocialismo, cuya crítica aparece en algunos de sus pasajes[2].

El primer capítulo contiene una reflexión sobre los dos conceptos de Constitución, el histórico y el racionalista, que se confrontan en el siglo xviii, a partir del contraste entre las tesis de Bolingbroke y de Burke con las de Paine. McIlwain se inclina claramente por las primeras y se separa del «estrecho» concepto de Constitución defendido por el autor de Rights of Man. Lo verdaderamente importante no es que un texto constitucional esté escrito ni mucho menos que sea rígido, como pretendía el autor de este opúsculo, inspirándose en la Constitución de los Estados Unidos de América, sino que recoja el rasgo «característico más antiguo, constante y duradero del verdadero constitucionalismo», presente tanto en este país como antes en Inglaterra, a saber: «la limitación del gobierno por el derecho» (p. 46).

¿Qué es lo que, a juicio de McIlwain, debe el constitucionalismo inglés a Grecia y a Roma? A la primera, no mucho, la verdad; a la segunda, en cambio, mucho más de lo que suele reconocerse. En Grecia, el término politeia sería el equivalente más aproximado de la noción inglesa de Constitución. Se trataba de un término meramente descriptivo con el que no se hacía referencia a una norma ni siquiera a un conjunto normativo, sino a toda la estructura política, económica y social de la polis. McIlwain añade que tanto Aristóteles como Platón —al que no considera en absoluto un precursor del totalitarismo[3]— fueron partidarios de limitar el ejercicio del poder por parte de los gobernantes. Pero los límites a los que se habían referido ambos filósofos eran éticos y políticos, no jurídicos. McIlwain insiste en que no hubo en la Grecia clásica un término equivalente al ius romano ni, por tanto, a la distinción entre ius publicum y ius privatum, lo que implicaba, a su vez, confundir lo político y lo social. Tampoco el derecho natural se concibió allí como un criterio de legitimidad de las normas y de las instituciones, ni siquiera por parte de Platón y Aristóteles, pese a sostener, como antes Sócrates, la existencia de una ley natural, negada por los sofistas. Las leyes positivas, por tanto, podían ser inadecuadas, pero no injustas. En este contexto, concluye el historiador estadounidense, solo puede hablarse de «constitucionalismo antiguo».

Este panorama cambia de modo drástico en la Roma republicana. Como ya había sostenido Rudolf von Ihering en Geist des römischen Rechts, es allí donde se encuentran los principios básicos del constitucionalismo moderno y, muy en particular, el origen de las libertades inglesas medievales, y no en las instituciones de las tribus germánicas, como habían afirmado Otto von Gierke y F. W. Maitland, al que McIlwain considera, no obstante, «el mayor de todos nuestros historiadores modernos de las instituciones medievales inglesas» (p. 65). En primer lugar, es en la Roma republicana cuando se afirma la existencia de un derecho natural anterior y superior a las leyes positivas, que actúa como parámetro de justicia y, por tanto, de legitimidad, de esas leyes. Así lo hace Cicerón de modo paradigmático. «Probablemente no hay en toda la historia de la teoría política un cambio más revolucionario que este, y desde luego tan trascendental para el futuro del constitucionalismo» (p. 60). Pero, además, en la Roma republicana se considera que solo el pueblo era la fuente de todo derecho. Un principio que se recoge en la fórmula Senatus Populusque Romanus y en la concepción de la ley por parte de algunos destacadísimos jurisconsultos, como Gayo y Papiniano. Si para el primero la ley era «lo que el pueblo ordena y establece», el segundo la define como «el compromiso común de la República» (communis rei publicae sponsio). Estas definiciones de la ley contenían, a juicio de McIlwain, la «verdadera esencia del derecho romano» y no «las tardías afirmaciones del absolutismo Quod principi placuit legis vigoren habet, ni la frase de Ulpiano, Princeps legibus solutus est» (p. 77), que inspiraron a Justiniano y que, a partir del Renacimiento italiano, utilizarían los monarcas europeos para afirmar su soberanía. Por último, pero no lo menos importante, McIlwain considera que la decisiva distinción entre derecho público y derecho privado estaba «detrás de todas las garantías jurídicas de los derechos del individuo frente a la invasión del Estado» (69).

Para el historiador estadounidense, el hilo conductor del constitucionalismo inglés durante la Edad Media, e incluso después, se hallaba en la distinción que establece Henry de Bracton en el siglo XIII entre el gubernaculum y la iurisdictio, esto es, entre la esfera del poder o del mando, en manos del monarca, y la esfera de la administración de justicia, de la que el monarca formaba parte, pero a la que estaba, a su vez, sometido. Según Bracton, en el Juramento de Coronación, que podía considerarse la Lex Regia de Inglaterra, el reino transfería al príncipe y futuro rey todo el gubernaculum y, por tanto, los medios necesarios para asegurar la paz en el reino, pero no la iurisdictio. Aunque el rey fuese considerado también la suprema fuente de la justicia, en el seno de la iurisdictio, a diferencia de lo que ocurría en el del gubernaculum, se establecían unos límites a la discrecionalidad del rey, que, si este traspasaba, incurría en ultra vires. Los jueces, pese a ser nombrados por el rey y actuar en su nombre, estaban obligados, en virtud de sus propios juramentos, a determinar los derechos de los súbditos de acuerdo con el derecho y no según la voluntad del monarca. Así se había establecido en el capítulo XXXIX de la Carta Magna que el rey Juan I se vio obligado a aceptar en 1215[4]. El derecho al que estaba sometido el rey no era, ciertamente, para Bracton, el derecho escrito (leges, constituiones y assisae), que el rey en exclusiva podía dictar y derogar, sino el derecho consuetudinario (el Common Law), interpretado por los jueces y que solo con el consentimiento del reino podía modificarse. De ahí que un siglo más tarde, sir John Fortescue, en su The Governance of England, definiese Inglaterra como un regimen politicum et regale y no como un mero regimen regale, como, a su juicio, era la vecina Francia. Para McIlwain, los adjetivos politicum y regale hacían referencia a la jurisdictio y gubernaculum, respectivamente, de acuerdo con la dicotomía que había establecido Bracton en el siglo anterior. Era, precisamente, en la iurisdictio y no en el gubernaculum «donde se encontraba la prueba más evidente de que en la Inglaterra medieval nunca estuvo en vigor, ni en la teoría ni en la práctica, la máxima romana del absolutismo» (p. 102).

Pero el constitucionalismo medieval inglés adolecía de un grave defecto: «su incapacidad para imponer algún tipo de sanción, excepto la amenaza o el empleo de la fuerza revolucionaria, contra el príncipe que de hecho hollase los derechos de los súbditos» (p. 109). Así, se puso de manifiesto durante el reinado de los Tudores y más todavía durante el de los Estuardos. «El gran problema del siglo xvi [escribe McIlwain] era el conflicto entre el viejo gubernaculum y la vieja iurisditcio acerca de la línea imprecisa que los separaba; y hasta la aparición del cisma religioso parecía una lucha desigual en la que una avanzadilla tras otra del derecho caía ante las nuevas fuerzas de la voluntad despótica» (p. 109). De un lado, los defensores de la soberanía regia, como William Tyndaley, autor de Obedience of a Christian Man (1528), pretendieron engullir la iusdictio en el seno del gubernaculum, para lo que se valieron, como en otros nacientes Estados del resto de Europa, de la comentada máxima absolutista romana «lo que place al príncipe tiene fuerza de ley», que no dejó de invocar Enrique VIII, cuya autoridad se reforzó sobremanera tras convertirse en la cabeza de la nueva Iglesia anglicana. De otro, los defensores del constitucionalismo medieval, como Stephen Gardiner, siguieron defendiendo el origen popular del poder, sustentado por el derecho romano republicano y por Bracton y al que se había referido Eduardo I en su convocatoria del Parlamento en 1295 cuando recordó la máxima: quod omnes tangit ab omnibus approbetur. Lo que suponía defender la sumisión del gubernaculum regio a la iurisdictio y, muy en particular, al Common Law. Para tal propósito, diversos tratadistas no dudaron en definir como «mixto» el sistema inglés de gobierno, como hizo muy tempranamente John Aymer, quien, en 1559, señaló que el Parlamento, esto es, en el rey, en la Cámara de los Lores y en la de los Comunes, se encontraban las tres formas puras de gobierno: la monarquía, la aristocracia y la democracia. Unas tesis que sustentaría también durante el reinado de Isabel I Thomas Smith en De Republica Anglorum (1583)[5] .

El conflicto entre el reforzado gubernaculum y la cada vez más débil iurisdictio se recrudeció a comienzos del siglo xvii. En 1621, Thomas Wentworh y Edward Coke apelaron al derecho consuetudinario para defender las libertades tradicionales de los ingleses frente al absolutismo de Jacob I, que también recurrió a la herencia para defender su regia prerrogativa. En realidad, la iurisdictio establecía los límites a la autoridad del rey, pero todavía no proporcionaba los medios necesarios para imponer su observancia. Para McIlwain, desde 1621 a 1689, el cambio más importante desde un punto de vista constitucional fue «el de hacer finalmente responsable al rey tanto en las cuestiones del gobierno como de la jurisdicción, y responsable no meramente ante Dios, como lo había sido antes, sino ante Dios y el pueblo». El rey seguía siendo legibus solutus, pero, a diferencia de lo que había ocurrido durante los Tudores, tal consideración no implicaba que sus actos «estuviesen fuera del escrutinio de los tribunales o alejados del control político de los representantes del pueblo en el Parlamento» (p. 147). McIlwain añade que la mejor prueba de ese «gran cambio» era el nuevo significado de la vieja máxima «The King can do no wrong». La reacción que siguió a la ejecución de Carlos I mostró la necesidad de eximir personalmente al rey de la responsabilidad criminal. En ese sentido, el rey no podía todavía «obrar mal», era legibus solutus. Pero a aquella vieja máxima se le fue atribuyendo, progresivamente, otro significado: «no tanto que el rey no pudiese infringir la ley cuanto que ninguna infracción de la ley pudiese ser considerada un acto del rey». (p. 148). Tal cambio permitió a sir Mattew Hale afirmar que, si el rey actuase de manera contraria a la ley, «no es el acto del rey sino del ministro o instrumento el que lo ejecuta y en consecuencia dicho ministro ha de sufrir la coerción de la ley y ofrecer la satisfacción pertinente» (p, 149). Comentando estas afirmaciones, McIlwain señala que se trataba de

una nueva responsabilidad del rey en el gobierno, y no relativa a la mera iurisdictio. En realidad, extiende la antigua iurisdictio sobre el campo total del gubernaculum. Esto supone una verdadera revolución. Pero no suficiente. La nueva responsabilidad es solo una responsabilidad ante la ley, exigible legalmente por los tribunales contra los ministros de la Corona. Consiguientemente su efectividad como sanción práctica de los derechos individuales fue dudosa hasta que el Act of Settlement de 1701 hizo independiente del rey el puesto de juez. E incluso esto con el tiempo llegó a no ser suficiente. El proceso de protección y garantía de los derechos individuales frente a la voluntad del gobierno no fue completo hasta que se le añadió […] un control político del gobierno ejercitable en el Parlamento por los representantes del pueblo», que permitió a este «cesar a un ministro simplemente por disconformidad con su política, sin esperar a una infracción jurídica […] (p. 149).

Algo que, ciertamente, se produjo a lo largo del siglo xviii en paralelo al proceso de parlamentarización de la monarquía británica (ya no solo inglesa) y de la consiguiente delimitación de la responsabilidad jurídica (civil y penal) de los ministros, y su responsabilidad política[6]. Un proceso que McIlwain no estudia, pues, como queda dicho, su libro se detiene en 1688, sin perjuicio de algunas alusiones en sus páginas finales a la conveniencia de mantener a mediados del siglo xx de forma equilibrada la antigua distinción entre iurisdictio y gubernaculum, esencial para preservar los derechos individuales, entonces cercenados en muchos países europeos, lo que exigía tanto defender la sumisión del gobierno al derecho, para lo que eran imprescindibles «unos jueces honestos, capaces, competentes e independientes», pero también un gobierno «lo suficientemente fuerte para llevar a cabo todos sus deberes básicos» y «plenamente» responsable ante el pueblo».

—3—

Como se ha visto, McIlwain solo considera «antiguo» el constitucionalismo griego, pues los límites a los que estaba sometido la polis no eran jurídicos. En Roma, en cambio, percibe ya con toda claridad el rasgo primordial del constitucionalismo «moderno»: la limitación del poder por el derecho. Un rasgo que, aunque no con la misma intensidad, considera que está presente en la historia inglesa desde la Edad Media hasta la Revolución de 1688 (por supuesto, también después) y que se concreta en la distinción intelectual e institucional entre el gubernaculum y la iurisditio.

Yo no estoy de acuerdo con esta concepción del constitucionalismo. A mi juicio, de constitucionalismo solo cabe hablar en Inglaterra a partir precisamente del triunfo de la Revolución de 1688. Es en esta fecha cuando se consigue ya de manera irreversible articular un Estado, un poder soberano, que representa a una sociedad basada en la igualdad ante la ley, sin perjuicio de los restos estamentales presentes en la concepción intelectual y en la arquitectura institucional de la monarquía británica posterior, que llegan incluso hasta nuestros días. Lo que existe con anterioridad son, en rigor, «antecedentes» del constitucionalismo, esto es, ideas, normas e instituciones pre-constitucionales, enraizadas en una sociedad esclavista o feudal y en una organización política preestatal, que durante los siglos xvi y xvii trata de articularse como un Estado (un concepto —«state» en la original versión inglesa de este libro— que McIlwain, por cierto, utiliza de manera demasiado amplia y extrapolativa al retrotraerlo al contexto grecorromano y medieval[7]), ora en torno al monarca, ora en torno a este y a las dos cámaras del Parlamento, King in Parliament, como sucedió finalmente a partir de 1688. Con ello se aseguraba el desarrollo de una sociedad y de una economía basadas en la igualdad jurídica, sin la cual resultó históricamente imposible el desarrollo de una sociedad capitalista, no meramente mercantil, sino sobre todo industrial. El propio McIlwain reconoce que «en Inglaterra la aparición de nuestra moderna concepción de Constitución se retrasó por la costumbre de los juristas de definir todas las relaciones de derecho público en términos iusprivatistas». Y añade una significativa cita de Plucknett: «solo podemos comenzar a hablar de pensamiento político y de Constitución en el sentido moderno, no feudal, cuando el Gobierno ha cesado de ser considerado propiedad privada» (pp. 50-‍51, nota 10)[8].

Es cierto que la modernidad del constitucionalismo es mucho más acusada en los Estados Unidos, al imponerse un concepto racionalista de Constitución, fruto de la soberanía del pueblo, en lugar de un concepto histórico, como en Inglaterra primero y en la Gran Bretaña después, pero ello no impide hablar de un constitucionalismo —de un constitucionalismo moderno, por tanto, pues, a mi modo de ver, no hay otro— en este país que, con toda razón, puede considerarse, incluso, la cuna del constitucionalismo, aunque carezca de un único documento constitucional escrito (pues hay varios, como el Bill of Rights de 1689, la Triennial Act de 1694 o la mencionada Act of Settlement de 1701) y que buena parte de sus principios constitucionales se hayan ido recogiendo mediante el Common Law interpretado por los jueces, así como a través de convenciones, cuya naturaleza, jurídica o meramente política, ha sido muy controvertida. Lo decisivo es que esos documentos constitucionales, esos principios y esas convenciones, aseguran el sometimiento del poder, y no de cualquier poder, sino del supremo poder público, del Estado, al derecho y a otras reglas no estrictamente jurídicas, manteniendo en pie la distinción entre una esfera de gobierno (el gubernaculum) y una esfera judicial independiente (la iurisdictio), pilar del Rule of Law, a partir de la soberanía del Parlamento, un principio básico del derecho público británico desde 1688, como sostuvieron durante el siglo xviii Bolingbroke y Burke, y del reconocimiento de la igualdad ante la ley de todos los británicos, quienes, con la extensión del sufragio y de las libertades políticas, se fueron convirtieron, desde entonces, en los supremos definidores del orden político fundamental. Algo por lo que, desde otras premisas, inspiradas en la soberanía del pueblo, habían luchado Paine y los padres fundadores de los Estados Unidos, pero no ciertamente Aristóteles, Platón, Cicerón, Bracton, Fortescue y Coke. Ejemplos todos ellos de un pensamiento político anterior al constitucionalismo, aunque su conocimiento resulte indispensable para comprenderlo de forma cabal, sobremanera en Inglaterra, dado el carácter histórico de su constitucionalismo. Y, para tal propósito, la lectura del libro de McIlwain continúa siendo de gran valor[9].

Notas[Subir]

[1]

Charles Howard McIlwain: Constitucionalismo antiguo y moderno, traducción e introducción de Juan José Solozabal Echavarría, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2.ª ed., 2016, 166 págs.

[2]

Citemos dos. Tras aludir a la monumental obra del oráculo alemán Otto Von Gierke, Das Deutsche Genossenschafrecht (1868-‍1913), McIlwain no pierde la ocasión de referirse «a las deplorables exhibiciones recientes de tribalismo» en Alemania (p. 65). Asimismo, después de insistir en que las limitaciones jurídicas del rey no eran ni mucho menos exclusivas de la Inglaterra medieval, ni el resultado de «alguna cualidad misteriosa de la raza o la sangre inglesas», fruto de su «linaje germánico», como había estado de moda afirmar «hace una o dos generaciones», añade que el racismo podía «servir como pretexto para la agresión nacional, pero en absoluto es apto para dar cuenta del desarrollo constitucional de una nación» (p. 107).

[3]

Como han sostenido muy diversos autores, entre ellos Karl Popper en una obra coetánea a la que ahora se glosa, y de mucho mayor influjo: The Open Society and its Enemies (1945).

[4]

Con motivo de su octavo centenario, se han publicado algunos valiosos estudios sobre este documento, entre ellos el Fioravanti (Fioravanti, M. (2016). La Magna Carta nella storia del constitucionalismo. Cuaderni Fiorentini del Pensiero Giuridio Moderno, 44 (1), 67-‍86.2016). En lengua española, merece la pena citar el publicado unos pocos años antes por Satrústegui (Satrústegui Gil-Delgado, M. (2009). La Carta Magna: realidad y mito del constitucionalismo pactista medieval. Historia Constitucional, 10, 243-‍262.2009).

[5]

Sobre la doctrina del «estado mixto» en la Inglaterra de los siglos xvi y xvii, así como sus precedentes grecorromanos (Platón, Aristóteles, Polibio, Cicerón) y medievales (Tomás de Aquino), me extiendo en Varela (Varela Suanzes-Carpegna, J. (1998a). La soberanía en la doctrina británica (De Bracton a Dicey). Fundamentos. Cuadernos monográficos de Teoría del Estado, Derecho Público e Historia Constitucional, 1, 87 y ss.1998a: 87 y ss.).

[6]

Examino parte de ese proceso y el pensamiento constitucional que se fue exponiendo en paralelo, en varios trabajos: Varela (Varela Suanzes-Carpegna, J. (2000). El Constitucionalismo británico entre dos revoluciones (1688-‍1789). Fundamentos. Cuadernos monográficos de Teoría del Estado, Derecho Público e Historia Constitucional, 2, 25-‍96.2000: 25-‍96; Varela Suanzes-Carpegna, J. (2002). Sistema de gobierno y partidos políticos: de Locke a Park. Madrid: CEPC.2002; Varela Suanzes-Carpegna, J. (2009.) División de poderes y sistema de gobierno en la Gran Bretaña del siglo xviii (teoría y práctica de la monarquía mixta y equilibrada). Fundamentos. Cuadernos monográficos de Teoría del Estado, Derecho Público e Historia Constitucional, 5, 55-‍119.y 2009: 55-‍119).

[7]

Lo mismo había hecho, por cierto, su criticado Otto von Gierke en Die publicistischen Lehren des Mittelalters (1881). Lo pongo de relieve en Varela (2004).

[8]

En su excelente monografía Fioravanti (Fioravanti, M. (2011). Constitución. De la Antigüedad a nuestros días. Madrid: Trotta.2011) sostiene un concepto de constitucionalismo distinto al que aquí mantengo, aunque tampoco coincida con el que defiende McIlwain. Debato con él sobre este decisivo punto en Varela (Varela Suanzes-Carpegna, J. (2015). Historia e Historiografía Constitucionales. Madrid: Trotta.2015: 13 y ss.) donde vuelvo a exponer mi concepto de constitucionalismo y, con mayor amplitud, en Varela (Varela Suanzes-Carpegna, J. (1998b). Las cuatro etapas de la historia constitucional comparada, introducción a Textos Básicos de la Historia Constitucional Comparada. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.1998b: XVII y ss.)

[9]

En un muy extenso comentario a la traducción española de Liberalism Ancient and Modern (1968), de Leo Strauss (Liberalismo antiguo y moderno, editorial Katz, Buenos Aires, 2007) mantengo sobre el liberalismo unas tesis similares a las que sostengo aquí respecto del constitucionalismo: el «liberalismo antiguo» del que habla Strauss, en referencia al greco-romano, es un talante, pero no una doctrina, de la que solo puede hablarse en rigor a partir de la afirmación del Estado constitucional, a finales del siglo XVII (de Locke en adelante) fruto del «liberalismo moderno», el único, a mi entender, que merece este nombre. Varela (Varela Suanzes-Carpegna, J. (2008). Talante y doctrina liberales. Revista de Libros, 138, 12-‍14.2008:12-14). Merece la pena señalar que Leo Strauss reseñó en 1942 el libro de McIlwain que se acaba de glosar en la revista Social Research y que, en 1959, incluyó esta reseña en su libro What is Political Philosophy?

[10]

Una muy extensa reseña a la edición española de este libro, publicado por el CEPC en 1995, con el título Teorías políticas de la Edad Media, Estudio preliminar de Benigno Pendás e Introducción de F. W. Maitland, traducción de Piedad García-Escudero.

[11]

Traducida al francés en Histoire Constitutionnelle Comparée et Espagnole (Six Essais), 2013, 208, 47 y ss. Disponible en: http://www.unioviedo.es/constitucional/seminario/editorial/crbst_8.html.

[12]

Traducido al italiano en 2007 en la editorial Giuffrè con el título, más adecuado, Goberno en partiti nel pensiero britannico. 1690-‍1832.

Bibliografía[Subir]

[1] 

Fioravanti, M. (2011). Constitución. De la Antigüedad a nuestros días. Madrid: Trotta.

[2] 

Fioravanti, M. (2016). La Magna Carta nella storia del constitucionalismo. Cuaderni Fiorentini del Pensiero Giuridio Moderno, 44 (1), 67-‍86.

[3] 

Satrústegui Gil-Delgado, M. (2009). La Carta Magna: realidad y mito del constitucionalismo pactista medieval. Historia Constitucional, 10, 243-‍262.

[4] 

Varela Suanzes-Carpegna, J. (1997). Política y Derecho en la Edad Media. Revista de Estudios Constitucionales, 49, 335-‍352.

[5] 

Varela Suanzes-Carpegna, J. (1998a). La soberanía en la doctrina británica (De Bracton a Dicey). Fundamentos. Cuadernos monográficos de Teoría del Estado, Derecho Público e Historia Constitucional, 1, 87 y ss.

[6] 

Varela Suanzes-Carpegna, J. (1998b). Las cuatro etapas de la historia constitucional comparada, introducción a Textos Básicos de la Historia Constitucional Comparada. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

[7] 

Varela Suanzes-Carpegna, J. (2000). El Constitucionalismo británico entre dos revoluciones (1688-‍1789). Fundamentos. Cuadernos monográficos de Teoría del Estado, Derecho Público e Historia Constitucional, 2, 25-‍96.

[8] 

Varela Suanzes-Carpegna, J. (2002). Sistema de gobierno y partidos políticos: de Locke a Park. Madrid: CEPC.

[9] 

Varela Suanzes-Carpegna, J. (2008). Talante y doctrina liberales. Revista de Libros, 138, 12-‍14.

[10] 

Varela Suanzes-Carpegna, J. (2009.) División de poderes y sistema de gobierno en la Gran Bretaña del siglo xviii (teoría y práctica de la monarquía mixta y equilibrada). Fundamentos. Cuadernos monográficos de Teoría del Estado, Derecho Público e Historia Constitucional, 5, 55-‍119.

[11] 

Varela Suanzes-Carpegna, J. (2015). Historia e Historiografía Constitucionales. Madrid: Trotta.