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La pedestre expansión del matonismo

Como ningún otro fenómeno político del siglo xx, el nacionalsocialismo sigue despertando singular fascinación. Su turbio hechizo debe mucho a su práctica genocida (expresamente adelantada en su programa y elevada a escala industrial en los años de guerra), pero también a una acusada vocación teatral con que supo ganarse la adhesión de amplios sectores y encarnó de la forma más acabada la estetización de la política. La vanguardia de su funesta expansión (desde un grupúsculo nacionalista a movimiento de masas y partido único del país) fue un cuerpo paramilitar concebido desde sus inicios como instrumento de confrontación violenta: las Tropas de Asalto (SA). Sorprende, por lo tanto, que hayan recibido una atención comparativamente escasa en la bibliografía.

Jesús Casquete brinda en el libro que nos ocupa un abordaje sumamente original de las SA en los llamados años de lucha. Renuncia a la crónica sistemática (que ya se ha ensayado) y despliega en cambio un panorama múltiple de sus diversas dimensiones. La metodología es por ello flexible: abarca desde análisis de los discursos nazis (así en el capítulo dedicado al papel de la mujer) a la relación de sus prácticas (así en el capítulo sobre el antisemitismo de las SA, que reconstruye el pogromo más grave perpetrado por los nazis en los años de Weimar), y explota bien el contraste entre unos y otros (entre las leyendas forjadas por la prensa del movimiento a partir de los enfrentamientos callejeros y los mucho menos airosos atestados policiales). Lo que caracteriza en cualquier caso al libro es partir de material de archivo y no de la bibliografía secundaria: aunque esta se maneja con soltura, el recurso a fuentes directas es el que posibilita las aportaciones más novedosas. «No se trata, pues, de un libro confeccionado a partir de libros. En su lugar, acudiremos directamente a fuentes originales de la época, práctica no del todo habitual entre los historiadores y científicos sociales que se acercan a este movimiento y periodo histórico» (p. 24).

El espectro temático que aflora así brinda una imagen muy completa de las SA en su contexto cambiante, desde su constitución en el convulso Múnich de la inmediata posguerra hasta el ascenso al poder del movimiento. Merece la pena desglosar el índice, antes de analizar los vectores más significativos del libro. El capítulo 1 indaga en los orígenes de las Tropas de Asalto y arroja nueva luz sobre su denominación, que la propia historia oficial del partido fue incapaz de datar con más exactitud; Casquete la relaciona con un poema de Dietrich Eckart reproducido en la portada del Völkischer Beobachter el 11 de agosto de 1921. El capítulo 2 se detiene en los dos mitos fundacionales de las SA como fuerza de choque: los incidentes en la Hofbräuhaus de Múnich (noviembre de 1921) y en las salas Pharus de Berlín (febrero de 1927), que desde luego discurrieron de manera bastante menos épica que en el relato nazi. El capítulo 3 reconstruye la muerte de Georg Hirschmann, el primer y último mártir del movimiento nacionalsocialista en su ciudad natal de Múnich. El capítulo 4 estudia con mirada de sociólogo la función de los locales de asalto nazis, no solo como base logística y de reunión, sino también como espacio de cohesión grupal en tiempos de paro masivo y de desclasamiento.

El capítulo 5 analiza, como queda dicho, el papel de la mujer en el modelo social propugnado por los nazis: se la excluía de la esfera pública y se le reservaba únicamente una función reproductiva y asistencial (por lo que no tenía cabida en las SA). El capítulo 6 enmarca el antisemitismo visceral del movimiento en la historia de ese prejuicio, pero deja claro que el hostigamiento a los judíos, aunque pospuesto en determinadas fases por motivos tácticos, ocupó siempre un lugar central en su discurso y en su práctica. Ya el capítulo 1 citaba un informe del cónsul general británico en Múnich, a raíz del fallido golpe de 1923: «A modo de ejemplo de lo que deberíamos esperar si Hitler alcanzase el poder, tengo que mencionar que la misma noche [del 8 al 9 de noviembre] fueron dadas órdenes de acorralar a los judíos» (p. 41, citado por Ullrich).

El capítulo 7 ilustra el estado de «guerra civil latente» en los años terminales de la República de Weimar a través de un caso específico: los enfrentamientos en el barrio de Nostitz en Berlín-Kreuzberg. La espiral de provocaciones, ataques y represalias entre nazis y comunistas en ese entorno obrero es reflejada con gran plasticidad. El capítulo 8 se consagra a una de las aportaciones más novedosas del libro: el análisis del sistema de seguros con que el NSDAP quiso blindar a sus militantes (expuestos motu proprio a la violencia, y de modo inherente en el caso de las SA). En uno de los documentos anexos, se detallan las indemnizaciones estipuladas a partir de una cuota de 20 céntimos al mes: 2000 marcos en caso de muerte; hasta 5000 marcos por invalidez; 3 marcos diarios por baja; hasta 10 000 marcos por responsabilidad civil por daños a objetos y hasta 100 000 marcos por responsabilidad civil frente a terceros. Con semejantes garantías (el salario medio anual era entonces de 1600 marcos), no es de extrañar que miles de alemanes se entregaran sin reparo al matonismo. Aunque las aseguradoras, como es lógico, velaban por sus propios intereses: en diciembre de 1929, cuatro SA (uno de ellos el hermano de Horst Wessel) fallecieron congelados cuando esquiaban en Silesia, y la aseguradora (por entonces la Deutscher Ring, que hacía gala de ser íntegramente aria) se negó a hacerse cargo de la indemnización, dado que el accidente no había tenido lugar durante un acto organizado bajo supervisión de las SA y se debió a una imprudencia temeraria (p. 176).

El capítulo 9 se detiene en los Deutsche Christen, «las SA de Jesucristo», según la fórmula de su líder Joachim Hossenfelder: sirvieron de instrumento a la fagocitación de la feligresía protestante (ya de por sí ampliamente receptiva al mensaje nacionalista) por el hitlerismo. Uno de los cristianos alemanes más conspicuos (aunque no llegara a ser miembro del NSDAP) fue Johannes Wenzel, párroco de la iglesia Neue Garnison en Berlín-Kreuzberg, a quien está dedicado el capítulo 10. En su cementerio de Luisenstadt enterró y ensalzó a buena parte de los «mártires» nazis de la capital, fueran cuales fueran las causas de su muerte o el distrito en que residían. Por estos y otros méritos, Goebbels lo escogió para oficiar su boda, algo que no ha merecido ni una nota a pie de página en la historiografía. Casquete rescata su artera figura e ilustra en ella lo que encierra el mito heroico y sacrificial: cálculo, pequeñez, mendacidad. El pulido póstumo de los mártires, a despecho de toda evidencia empírica, es el tema del capítulo 11. Ejemplo elocuente de ese proceso de mitificación es el caso de Richard Harwik, con un historial de numerosas condenas por robo, deserción, desfalco y extorsión que, en una noche de borrachera, en octubre de 1932, se enfrentó a un vigilante de circo (bien es cierto que comunista), y se rompió la nuca al caer en la pelea: todo ello quedó expiado cuando Goebbels lo elevó a ejemplo y a héroe nacional.

El capítulo 12 extiende el tratamiento de las SA más allá de la toma del poder en 1933 y ensaya una propuesta metodológica de calado. Ante las dificultades para calibrar la aceptación de un régimen totalitario que no concebía elecciones libres ni estudios de opinión, Casquete apunta como indicador la asignación del nombre «Horst» (por Horst Wessel, mártir por antonomasia de las SA) a recién nacidos. El nombre no puede estar mejor elegido, ya que ningún otro se asocia de forma tan inequívoca a la teogonía nazi: Hitler desautorizó la proliferación de «Adolf», y «Hermann» (nombre de pila de Göring, segundo en la jerarquía del régimen y en popularidad) gozaba ya de demasiada tradición como para denotar necesariamente connivencia. Lo cierto es que, descontando algunas diferencias regionales, el indicador parece funcionar: la curva de popularidad de «Horst» coincide con la que el grueso de los historiadores atribuye al régimen, aumentando hasta 1941 y decreciendo desde entonces al ritmo de las derrotas militares.

Todos estos capítulos están concebidos para poder ser leídos de forma autónoma, aunque el conjunto está muy bien trabado y no genera apenas redundancias. Merece una mención la muestra de fotografías, muchas desconocidas incluso entre los especialistas. Pero destacan dos ejes rectores que vertebran el estudio, prolongando líneas de trabajo previas del autor: la calle como espacio de confrontación (y la estrategia de conquista de la calle a través de la provocación y el matonismo, que en su versión más elaborada iba a referir Goebbels en su Lucha por Berlín), y la conmemoración ritual de los caídos como alimento simbólico del sacrificio y de la pertenencia a un colectivo (igual que en la anterior monografía de Casquete, En el nombre de Euskal Herria).

La conquista del espacio público siguió la estrategia expuesta ya en Mein Kampf (Hitler no era más que un autodidacta resentido, pero había entendido mejor los resortes de la movilización que sus antagonistas): «Da lo mismo que se rían de nosotros o que nos insulten, que nos califiquen de payasos o de delincuentes. Lo importante es que nos mencionen, que se ocupen constantemente de nosotros, y que poco a poco aparezcamos a ojos de los trabajadores como la única fuerza con la que actualmente tiene lugar una confrontación» (citado en la p. 59). «Confrontación» debe entenderse (como la fórmula eufemística que se cita otras veces en el libro, «invitar a la discusión») en el sentido de disputa física y violenta: la calle se tomaba a puñetazos y, si era preciso, a tiros. En una ciudad como Múnich, donde los nazis gozaban de la connivencia de autoridades y capas bienpensantes, esto se traducía en la intimidación y el acoso de los diferentes. Pero en la capital del Reich, donde los jefes de la policía eran socialdemócratas y gran parte de los barrios obreros, la estrategia consistió en combinar la provocación y el victimismo: los desfiles y fanfarronadas buscaban el enfrentamiento, y las bajas propias se presentaban a la opinión pública como el sacrificio de una vanguardia regeneradora de la patria. Las SA, en este sentido, eran los peones de una operación de marketing desarrollada luego por Hitler y Goebbels.

El caso de Georg Hirschmann ilustra perfectamente ese patrón de martirologio y victimización que se repetiría cada vez; el propio Hitler intervino en la elaboración del mito. La responsabilidad del incidente era invertida, la (supuesta) superioridad numérica del enemigo multiplicada, se destacaba el desvalimiento de los SA «desarmados» frente al «terror marxista», y se sembraba cohesión a través de la sangre (Goebbels: «la sangre derramada estrechaba aún más nuestros vínculos, en lugar de dividirnos por el miedo», p. 83). Constatar que los nazis mentían puede parecer una banalidad, pero lo relevante es desvelar los mecanismos y finalidades con los que lo hacían: el culto a los caídos iba a alimentar el fuego victimista constitutivo de todo discurso nacionalista, y en particular del alemán posterior a Versalles. «En lugar de recordar a los muertos, o mejor, en vez de únicamente recordarlos, de lo que se trataba era de exaltar a los héroes y de fomentar la imitatio heroica mediante exhortaciones reiteradas a la épica sacrificial» (p. 216). En la primera conmemoración ya en el poder del golpe de Estado fallido de 1923, Rudolf Hess evocaba así a los primeros caídos: «Nadie sospechó entonces que su muerte garantizaría la vida del movimiento nacionalsocialista ni que el momento de su muerte iba a señalar el comienzo de una nueva era de la que, casi diez años más tarde, iba a surgir el nuevo Reich […]. De nuestros muertos brotó la nueva vida de nuestro pueblo. Seamos dignos de ellos, y así la vida de nuestro pueblo también será digna de ellos» (cita en la p. 218).

Esta dimensión central del libro (que enlaza con las investigaciones de años del autor) invita a leer en un sentido programático su título. Nazis a pie de calle brinda una panorámica a escala humana, a ras de suelo, de los protagonistas de la violencia política en los años de Weimar: los miembros de las SA se jugaban la vida (y la de sus víctimas) en la calle, mientras otros sacaban rédito político a sus fechorías o asistían a ellas con la clásica mezcla de suficiencia hacia sus maneras plebeyas y regocijo porque les hicieran el trabajo sucio. También invita a rebajar su dimensión aurática, a reconstruir el proceso de su expansión (del todo resistible, por citar a Brecht) en carne y hueso: cómo cientos de miles de alemanes, muchos de ellos de clase trabajadora, se entregaron a un relato de confrontación maniquea y de persecución del diferente que se alimentaba de una épica sacrificial (su disposición a dar la vida por un trapo alimentaría la regeneración de toda una comunidad de raza). Un estudio como el presente, que disecciona los mecanismos de esa mistificación, resulta doblemente valioso a la hora de enfrentarse al fenómeno del nacionalsocialismo, vacunándonos contra proyecciones interesadas y contraproducentes. Analizando a pie de calle las fuerzas de choque nazis, queda de manifiesto su auténtica dimensión, lejos de aureolas místicas y de fanfarrias: una incivilidad acomplejada, una brutalidad mezquina y un histerismo incapaz de transigir con el disenso. Los matones de las SA no eran monstruos ni encarnaciones del mal, sino jóvenes seducidos por un relato quiliástico, tremendista y excluyente, que vendía como idealismo la disposición a dar la vida y sobre todo a arrebatarla. Siempre es más fácil morir (matar) que dirimir las diferencias, que asumir los propios límites. Este libro impagable ayuda a recordarlo.