RESUMEN

Uno de los rasgos que caracterizan la complejidad de Oriente Medio es su estructura de poder difusa, constituida por una compleja urdimbre organizada en torno a las tres dimensiones geopolíticas fundamentales (local, regional y global), a través de las cuales se tejen los hilos de una trama formada por unidades sociopolíticas, actores y procesos que reclaman diferentes campos ejecutivos del poder (político, económico, militar, tecnológico, religioso-moral, familiar y social) con justificaciones y legitimaciones diversas (tradicional, carismática, legal-racional). Con el objetivo de proporcionar una imagen básica de esta difusión, el artículo se ha dividido en cuatro epígrafes: el primero es una breve introducción; el segundo trata de ordenar la tipología de las diferentes unidades sociopolíticas en los tres niveles; a continuación se explican los rasgos básicos que han generado la peculiar difusión del poder; y finalmente, con la ayuda de la sociología figuracional de Norbert Elias, se establecen algunos tipos de juegos entre actores políticos que pueden ayudar a comprender las diversas configuraciones conflictivas de la región.

Palabras clave: Oriente Medio; difusión del poder; conflictos geopolíticos; mundo árabe; tribalismo; islam.

ABSTRACT

One of the features that characterizes the complexity of the Middle East is its diffuse structure of power, which is constituted by a complex interweaving of the three fundamental geopolitical dimensions (local, regional and global), constituted by socio-political units, actors and processes that claim different executive fields (political, economic, military, technological, religious-moral, family and social), with different justifications and legitimations (traditional, charismatic, legal-rational). In order to provide a basic image of this diffusion, the article has been divided into four headings: the first is a brief introduction; the second tries to order a typology of the different socio-political units at all three levels; and the third explains the basic features that have generated the peculiar diffusion of power. Finally, with the help of Norbert Elias’s figurative sociology, some types of games among political actors are established which can help us understand the various conflictive configurations of the region.

Keywords: Middle East; Difussion of Power; Geopolitical Conflicts; Arab World; Tribalism; Islam.

Cómo citar este artículo / Citation: Romero Moñivas, J. (2018). La difusión del poder y su organización sociopolítica en Oriente Medio. Revista de Estudios Políticos, 180, 197-‍227. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.180.07

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SUMARIO

  1. Resumen
  2. Abstract
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. LA DIVERSIDAD DE UNIDADES SOCIOPOLÍTICAS EN ORIENTE MEDIO: UNA TIPOLOGÍA
    1. 1. Nivel local: familia, clan, tribu, cacicazgo
    2. 2. Nivel regional: asociaciones religiosas, Estados
    3. 3. Nivel global: imperios
  5. III. LA UNIDAD IMPOSIBLE: LA ESTRUCTURA DIFUSA DEL PODER EN ORIENTE MEDIO
    1. 1. La inexistencia de grandes potencias regionales
    2. 2. El fracaso de los Estados nación y la pervivencia del tribalismo
    3. 3. El fracaso del nacionalismo árabe (al-qawmiya)
    4. 4. El fortalecimiento del nacionalismo estatal (al-wataniya)
    5. 5. La difusión del poder a través de la religión y la secta
  6. IV. LAS COMPLEJAS CONFIGURACIONES ENTRE LAS UNIDADES SOCIOPOLÍTICAS
  7. V. CONCLUSIÓN
  8. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

Oriente Medio es una de esas regiones del planeta en las que la complejidad sociopolítica e histórica oscurece a menudo la comprensión de sus procesos subyacentes y el sentido de sus dinámicas modernas. Los muchos hilos que vertebran el tejido de la región aparecen desconectados en la opinión pública, lo que impide que se pueda captar la naturaleza específica de los fenómenos y sus interrelaciones. Por supuesto, esta circunstancia no es exclusiva de Oriente Medio, sino que es el rasgo esencial de toda realidad sociopolítica. Ahora bien, su importancia geopolítica y geoestratégica y los graves y trascendentes hechos que tienen lugar allí con fundamentales repercusiones globales exige, al menos, tener una somera comprensión de la complejidad de fondo. La guerra de Siria está desvelando a la opinión pública el carácter profundamente difuso del poder en Oriente Medio: actores locales, regionales y globales; Estados, etnias sin Estados, organizaciones terroristas, grupos rebeldes, potencias regionales y mundiales que se enfrentan a través de guerras por delegación (proxy war), disputas sectarias dentro del islam, actores religiosos moderados y radicales, etc. Toda esa compleja estructura que desde 2011 conmociona a la opinión pública occidental no es exclusiva de Siria, sino de toda la región de Oriente Medio.

En este trabajo, Oriente Medio se refiere a lo que en el ámbito anglosajón se denomina MENA (Middle East and North Africa) y que incluye —en su concepción más restringida— todos los Estados que se encuentran desde su extremo más occidental (Marruecos) hasta la punta más oriental (Irán): es decir, todos los países árabes del Magreb (Marruecos, Argelia, Túnez y Libia, excluyendo Mauritania) y del Mashréq (Egipto, Palestina, Jordania, Líbano, Siria, Arabia Saudí, Yemen, Irak, Catar, Bahréin, Omán, Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos), a los que se añaden los tres países no árabes como Israel, Turquía e Irán. Esta configuración de Estados ya nos indica lo complejo de sus interrelaciones y la naturaleza conflictiva de la región.

Una de las formas de abordar esta complejidad es encuadrar los procesos, actores y fenómenos de la región bajo el marco de una teoría general del conflicto que organice el caos en un cosmos con sentido. En concreto, nos parece útil el modelo sistemático planteando por el sociólogo Randall Collins ( ‍Collins, R. (1993). What Does Conflict Theory Predict about America’s Future? Sociological Perspectives, 36, 289-‍313. Disponible en: https://doi.org/10.2307/1389390.1993), que, siguiendo la teoría tripartita de estratificación weberiana, incluye tres fuentes de conflicto potencial: los recursos materiales, el poder y la ideología. Los tres tipos de recursos generan en torno de sí una estructura de conflicto interrelacionada que permite abordar los procesos, actores y fenómenos de Oriente Medio de manera más organizada, dibujando una imagen conceptual muy intuitiva de su realidad sociopolítica. En primer lugar, hay procesos, actores y fenómenos que pueden ser enfocados desde la perspectiva de la geopolítica de la energía (especialmente el petróleo y el gas en el nivel global, pero también los recursos hídricos en los niveles local y regional). Esta dimensión conflictiva está profundamente marcada por el papel de las potencias mundiales, especialmente desde el siglo xix con la poderosa influencia del Imperio británico. En segundo lugar, otros procesos, actores y fenómenos solo se pueden comprender si los situamos dentro de una estructura de conflictos por el poder (en sus diferentes dimensiones y campos ejecutivos), entre las diversas unidades sociopolíticas que constituyen los niveles locales, regionales y globales. Finalmente, y en tercer lugar, hay otros procesos, actores y fenómenos que encuadran mejor en los conflictos ideológicos (sean políticos o religiosos), bien como causas directas de las tensiones o como expresiones simbólicas que vehiculan otros conflictos geopolíticos o de poder. Estas tres dimensiones de conflictos potenciales están interrelacionadas y no pueden separarse en la realidad sociopolítica, puesto que las luchas geopolíticas son a menudo también luchas por el poder y por la preeminencia ideológica, y a la inversa. La realpolitik produce en no pocas ocasiones extrañas alianzas que solo tienen sentido allí donde se analiza el conflicto en esa triple dimensión de recursos materiales, poder e ideología.

No obstante, la realidad en toda su complejidad holística es difícilmente abarcable, de ahí que sea posible parcelarla con un objetivo heurístico, permitiendo desentrañar cada hilo del tejido para poder comprender mejor el todo. Este artículo pretende detenerse en la segunda de las dimensiones del conflicto: la del poder. En Oriente Medio la estructura de poder es difusa y está constituida por una abigarrada urdimbre organizada en torno a las tres dimensiones geopolíticas fundamentales (local, regional y global), a través de las cuales se tejen los hilos de una trama formada por unidades sociopolíticas, actores y procesos que reclaman diferentes campos ejecutivos del poder (político, económico, militar, tecnológico, religioso-moral, familiar y social) con justificaciones y legitimaciones diversas (tradicional, carismática, legal-racional). Para poder dar sentido a la argumentación, el siguiente epígrafe trata de ordenar la tipología de las diferentes unidades sociopolíticas en los tres niveles; a continuación se explican los rasgos básicos que han generado la peculiar difusión del poder; y finalmente, con la ayuda de la sociología figuracional de Norbert Elias, se establecen algunos tipos de juegos de actores políticos que pueden ayudar a comprender las diversas configuraciones conflictivas de la región. Con el objetivo de no extender el texto, la bibliografía se ha reducido al mínimo, y solo se incluyen aquellas obras en las que ha habido referencias directas.

II. LA DIVERSIDAD DE UNIDADES SOCIOPOLÍTICAS EN ORIENTE MEDIO: UNA TIPOLOGÍA[Subir]

El poder tiene una naturaleza polimórfica constituida de cuatro rasgos o dimensiones. Una dimensión subjetiva, puesto que alguien ejerce el poder. Además, el poder es siempre relacional, es decir, no es algo que se posea, sino que se ejercita en medio de complejas figuraciones cambiantes de actores interrelacionados. También es intencional porque su ejercicio pretende producir resultados que se pueden conseguir a través de la coerción, la fuerza, la manipulación, la autoridad o la influencia. Finalmente, se ejecuta en diversos campos ejecutivos, a veces más o menos relacionados unos con otros: el poder material o temporal se ejerce a través del poder político, económico, militar y tecnológico; el poder espiritual está constituido por el religioso y el moral; pero también existe el poder social, familiar y cultural.

En estos diversos campos ejecutivos se generan específicas dinámicas de lucha por su conquista y en los que están entretejidos los diversos niveles geopolíticos. Una cuestión asociada a estos diversos campos son los tipos de unidades de organización sociopolítica en torno a los cuales se organizan. Aunque a menudo se considera esa diversidad en un sentido evolutivo (una unidad política desaparece cuando se convierte en la siguiente), aquí, al contrario, van a ser tratadas como unidades sociopolíticas que coexisten entre sí generando complejas relaciones mutuas de poder entre ellas. Aunque en los países occidentales algunas de esas unidades han tendido a desaparecer, en Oriente Medio son, sin embargo, uno de los rasgos de permanente inestabilidad y difusión. Para evitar una farragosa discusión conceptual, las siguientes unidades sociopolíticas se utilizan como «instrumentos conceptuales» cuyas definiciones son orientativas.

1. Nivel local: familia, clan, tribu, cacicazgo[Subir]

En el nivel local se distinguen tres tipos de organizaciones sociopolíticas fundamentales. Quizá la más básica sea el grupo familiar —nuclear (padres e hijos) o extensa (varias generaciones)— cuya coexistencia con unidades sociopolíticas superiores genera tensiones en cualquier sociedad: la organización del poder en una familia puede violar los principios de distribución del poder en otras unidades, y a la inversa. En las zonas rurales de Oriente Medio, las familias árabes históricamente han sido la unidad básica de organización agrupando a tres generaciones (abuelos, padres e hijos), en las que el papel del hombre en la distribución del poder era clave y el honor una categoría esencial en las relaciones externas ( ‍Hourani, A. (1991a). Historia de los pueblos árabes. Barcelona: Ariel. Hourani, 1991a: 81). En este primer nivel se pueden distinguir también agrupaciones más pragmáticas por intereses cotidianos de organización, como los barrios o los pueblos.

Junto a la familia otro de los grupos de parentesco fundamental son los clanes y linajes, que son grupos de ascendencia que reclaman un antepasado común o apical en torno al cual se agrupan los diferentes grupos familiares. Normalmente, un linaje se basa en una ascendencia demostrada en la que se puede citar la cadena genealógica hasta el antepasado común; mientras que el clan normalmente implica una ascendencia estipulada afirmando que descienden de un mismo ancestro apical, pero sin tratar de rastrear las genealogías específicas ( ‍Kottak, C. Ph. (2011). Antropología cultural. México: McGrawHill. Kottak, 2011: 275). Estos clanes y linajes son como segmentos que pueden constituir una tribu.

El concepto de tribu es quizá el más confuso y polisémico de todos, pero suele referirse a «un grupo social segmentado y sin estado caracterizado por un (mito de) linaje común y mantenido unido por lealtades lineales» ( ‍Tibi, B. (1991). The Simultaneity of the Unsimultaneous: Old Tribes and Imposed Nation-States in the Modern Middle East. En Ph. S. Khoury y J. Kostiner. Tribes and State Formation in the Middle East (pp. 127-‍152). London and New York: I.B. Tauris & Co. LTD Publishers.Tibi, 1991: 131), que suele defender un territorio más o menos definido como área de pastoreo o de cultivo. La tribu no existe por parentesco genuino, puesto que «solía desconocerse la manera precisa en que una fracción o familia descendía de un antepasado epónimo y las genealogías que se transmitían solían ser ficticias, además de alteradas y manipuladas» ( ‍Hourani, A. (1991b). Conclusion: Tribes and Status in Islamic History. En Ph. S. Khoury y J. Kostiner. Tribes and State Formation in the Middle East (pp. 303-‍311). London and New York: I.B. Tauris & Co. LTD Publishers. Disponible en: https://doi.org/10.1093/acprof:oso/9780198202417.003.0023.Hourani, 1991b: 83). La organización tribal era ante todo un nombre que estaba en las mentes de aquellos a quienes unía. Por ello, la tribu, más que por parentesco, está unida por el mito del ancestro común, algunas veces expresado en el propio nombre tribal. Pero también es a menudo una cuestión ritual: a través de procedimientos rituales se pueden relocalizar grupos e individuos a una supuesta agrupación de parentesco sin serlo realmente. Es decir, el ritual crea el parentesco sin necesidad de que se base en la sangre ( ‍Gellner, E. (1991). Tribalism and the State in the Middle East. En Ph. S. Khoury y J. Kostiner. Tribes and State Formation in the Middle East (pp. 109-‍126). London and New York: I.B. Tauris & Co. LTD Publishers. Gellner, 1991: 110).

Finalmente, están los cacicazgos, que suelen considerarse la unidad de organización intermedia entre la tribu y el Estado. Los cacicazgos son agrupaciones superiores que aglutinan a varias tribus en una confederación de tribus, con una homogeneidad social mayor que en los Estados, y con un liderazgo centralizado más fuerte que en el nivel tribal, pero sin una institucionalización ni una estructura burocrática que dote de fortaleza y continuidad a la confederación. Esta característica, junto a su tendencia a la expansión conquistadora, explica la debilidad y vulnerabilidad de esta unidad sociopolítica que necesita organizarse de forma más estable si quiere sobrevivir ( ‍Khoury, Ph. S. y Kostiner, J. (1991). Tribes and State Formation in the Middle East (pp. 1-‍22). London and New York: I.B. Tauris and Co. LTD Publishers.Khoury y Kostiner, 1991: 10).

El sistema tribal, por tanto, implica que, a medida que descendemos hacia subgrupos (familias, linajes, clanes), los vínculos de parentesco son más evidentes, en tanto que a medida que ascendemos (tribus, confederaciones) los vínculos son más políticos y la genealogía común se difumina y se hace cada vez más mítica y menos real ( ‍Barfield, Th. J. (1991). Tribe and State Relations: The Inner Asian Perspective. En P. S. Khoury y J. Kostiner. Tribes and State Formation in the Middle East (pp. 153-‍182). London and New York: I.B. Tauris & Co. LTD Publishers.Barfield, 1991: 157).

En cualquier caso, estas agrupaciones locales tienen gran importancia sociopolítica en Oriente Medio, debido a su larga raigambre histórica. Por ello, el nivel local, especialmente la organización tribal, es continua fuente de inestabilidad en las dinámicas por el poder social y político en la región. No es una simple reivindicación de poder familiar, sino que rivaliza con el Estado en su reclamación del poder temporal.

2. Nivel regional: asociaciones religiosas, Estados[Subir]

Junto a las unidades políticas locales, emergen otras dos entidades que podemos considerar regionales por su mayor alcance: las asociaciones religiosas y los Estados. En Oriente Medio las organizaciones religiosas —especialmente las islámicas, por ser el islam la religión dominante— tienen gran importancia como aglutinador sociopolítico de las personas. Están constituidas de seguidores y devotos de un líder. Y aunque tienen un carácter local, en realidad su importancia en el nivel regional deriva de la posible extensión a otras zonas o del hecho de uniones con otras organizaciones. Este tipo de unidad sociopolítica puede ser puramente místico-espiritual, como las escuelas y organizaciones sufíes (tariqa en singular, turuq en plural), pero también pueden cubrir todo el espectro del islamismo político, desde el más moderado-democrático al más violento-yihadista. Este tipo de organizaciones religiosas a menudo entra en colisión con las del nivel local generando complejas dinámicas centrífugas del poder. Hay tres ejemplos muy significativos en la historia reciente en las que estas turuq actuaron como organizaciones o redes básicas a partir de las cuales se construyeron alianzas regionales contra las incipientes invasiones europeas: la tariq Qadiriyya en Argelia liderada por Abd al-Qadir contra los franceses, la tariq Sanusiyya en Libia contra los italianos y en el Sáhara contra los franceses, y la tariq Naqshbandiyya en el Cáucaso (especialmente en Daguestán) contra el expansionismo en Rusia ( ‍Bonner, M. (2006). Jihad in Islamic History. Doctrines and Practices. Princeton Oxford and Cambridge: University Press. Bonner, 2006: 158-‍159). Por ello, las organizaciones religiosas no son meras comunidades místicas, sino que están implicadas en las luchas por el poder.

Sin embargo, la unidad sociopolítica por excelencia en el nivel regional es el Estado, que definiré en términos sencillos como aquella entidad que posee unas «fronteras territoriales (aunque vagamente definidas), un gobierno central (aunque sea débil y limitado en sus fines) y una población heterogénea» ( ‍Tapper, R. (1991). Anthropologists, Historians, and Tribespeople on Tribe and State Formation in the Middle East. En Ph. S. Khoury y J. Kostiner. Tribes and State Formation in the Middle East (pp. 48-‍73). London and New York: I.B. Tauris & Co. LTD Publishers.Tapper, 1991: 50). En términos weberianos, el Estado implica el monopolio de la violencia física legítima y fiscal.

No obstante, este tipo ideal enfrenta diferentes variantes que impiden generalizaciones apresuradas: hay Estados que tienen autoridades centrales que afirman legítimamente su soberanía exclusiva pero no tienen el poder de coerción efectiva para ejercerlo; otros Estados tienen el poder errante, sin raíces permanentes en la ciudad y una pequeña burocracia, con un control limitado del excedente agrícola y un poder de coerción restringido; de ahí que este tipo de Estados sobreviva a través de un movimiento constante, la manipulación política y el prestigio religioso. Hay otros Estados —más bien asimilable a los imperios— como las monarquías burocráticamente centralizadas con raíces en una ciudad considerada capital y una cadena de ciudades dependientes, con una burocracia elaborada, un ejército profesional, con rentas de tierra y comercio ( ‍Hourani, A. (1991b). Conclusion: Tribes and Status in Islamic History. En Ph. S. Khoury y J. Kostiner. Tribes and State Formation in the Middle East (pp. 303-‍311). London and New York: I.B. Tauris & Co. LTD Publishers. Disponible en: https://doi.org/10.1093/acprof:oso/9780198202417.003.0023.Hourani, 1991b: 306). Finalmente, los Estados nación (de origen europeo y difíciles de encontrar en Oriente Medio) en los que el tipo ideal de Estado se encuentra mucho más logrado, con fronteras muy definidas, monopolio de la violencia física y de la recolección de impuestos, soberanía centralizada, población heterogénea pero unida bajo el sentimiento común de unidad nacional y ciudadanía. Este tipo pleno de «Estado» que ha triunfado en Europa progresivamente tras la paz de Westfalia no es común en otras partes del mundo. En realidad en Oriente Medio el tipo ideal de Estado no ha terminado de asemejarse al europeo, y desde la perspectiva occidental se pueden incluir dentro de la siguiente triple tipología según el caso ( ‍García Picazo, P. (2013). Teoría breve de las Relaciones Internacionales. ¿Una anatomía del mundo? Madrid: Tecnos. García Picazo, 2013: 251): (a) Estados fallidos: se puede deber a la incapacidad de lograr una forma política estable, por ejemplo, por motivos de enfrentamientos y divisiones internas o a causa de influencias externas. Estados fallidos en este sentido son actualmente Libia, Siria, Irak y Yemen; (b) Estados inviables: que lo hacen imposible por factores como la violencia, la corrupción, el subdesarrollo o las catástrofes naturales. Estrictamente hablando, además de Palestina, el Kurdistán o los saharauis, no existe ningún Estado inviable en Oriente Medio, a no ser que la ya larga situación de Yemen y de Irak los catalogue más que de fallidos, de inviables en las condiciones fronterizas actuales; (c) Estados exiguos: aquellos que pueden ser el resultado de procesos secesionistas debido a disputas étnico-nacionalistas, y que han quedado en una extraña situación internacional. En Oriente Medio no existe ningún estado de este tipo, aunque es posible que las guerras civiles de Irak, Siria, Yemen y Libia puedan generar particiones territoriales que den lugar a este tipo de entidades políticas. De hecho, la doble división gubernamental en Libia puede conducir a este tipo de resultado; del mismo modo, el territorio de Rojava al norte de Siria, controlado por los kurdos, se ha convertido en medio de la guerra civil en un territorio autónomo; la evolución de la guerra dirá si Rojava se convierte en un Estado real, fallido o exiguo.

Una de las razones de la dificultad de generar Estados nación en el sentido europeo es la coexistencia fuerte con el sistema tribal y las divisiones étnicas y sectarias de esos territorios. De hecho, las dos dinámicas por el poder de mayor interés en Oriente Medio han sido las complejas y difíciles relaciones entre las tribus y los Estados. La relación entre las tribus y los Estados es dialéctica, porque en ocasiones los Estados permitirán, fomentarán e incluso crearán sistemas tribales para su beneficio propio, y a la inversa, las tribus podrán sobrevivir o sucumbir, con mayor o menor autonomía, bajo los Estados.

3. Nivel global: imperios[Subir]

Finalmente, la más omnicomprensiva unidad sociopolítica es el imperio. El imperialismo es una actitud de expansión de una unidad política a través de un régimen de control en el cual una potencia extiende su influencia sobre otros pueblos o Estados, formal o informalmente, directa o indirectamente, sea en su dimensión económica, política, militar y/o cultural. Han existido a lo largo de la historia y en diversos ámbitos geográficos imperios de naturalezas diferentes. Además, un concepto relacionado con el de imperialismo es el colonialismo, que sería una forma concreta de ejercer el imperialismo, a través de un sistema de dominación política y militar en el cual una potencia (denominada metrópoli) ejerce un control formal y directo sobre otros territorios, llamados colonias, de los que explota sus recursos, y en los que establece asentamientos de colonos. La colonia es dependiente de la metrópoli y por ello queda de alguna forma sujeta a la arbitrariedad del dominio imperial. La relación del imperio con las unidades sociopolíticas inferiores es muy interesante: hay imperios cuya estructura burocrática se superpone a las unidades sociopolíticas locales y regionales concediéndoles autonomía, y cuyo único control efectivo tiene que ver con la tasación de impuestos, mientras que el poder político centralizado y efectivo queda reducido a aquellos territorios más cercanos a la capital del imperio. En este tipo de imperio —por ejemplo, el Imperio otomano— las autoridades imperiales centrales suelen servirse de los líderes de las unidades sociopolíticas inferiores para ejercer un control indirecto sobre los territorios más distantes, en los que la autonomía de esas unidades subimperiales es mayor. Pero en el otro extremo estarían los imperios coloniales, como el británico o el francés en Oriente Medio (en Argelia o Egipto, por ejemplo; o Siria, Palestina e Irak bajos los Mandatos de la Sociedad de Naciones), en los que existe un control más directo no solo económico, sino político, con la creación de colonias numerosas e incluso la administración directa desde la capital europea (el caso más elocuente es la Argelia francesa). En medio existen todo tipo de relaciones más o menos cooperativas, ejercidas a través de Gobiernos autóctonos títeres, con mayor o menor explotación de los recursos naturales; de este tipo son, por ejemplo, las relaciones británicas con el Irán del sah, con el Reino de Irak de Faysal, con los Estados de la Tregua del golfo Pérsico, y el moderno imperialismo económico-militar de Estados Unidos a través del fomento de relaciones favorables a través de acuerdos más o menos asimétricos con algunos Estados de la región.

III. LA UNIDAD IMPOSIBLE: LA ESTRUCTURA DIFUSA DEL PODER EN ORIENTE MEDIO[Subir]

Pero digámoslo una vez más: uno de los rasgos más significativos de la inestabilidad de Oriente Medio se encuentra en la continua tensión entre esas diferentes unidades sociopolíticas, que se reclaman como legítimas portadoras del poder temporal, espiritual o social. La estructura de poder en la región es difusa y multidimensional: las diferentes unidades sociopolíticas tienen exigencias de poder diferentes. Unas pretenden la supervivencia local frente a la imposición de fuerzas centrípetas estatales; otras tratan de mantener la autonomía regional frente a la dominación imperial externa; los imperios juegan en el difícil equilibrio de administrar vastos territorios controlando determinadas regiones y concediendo autonomías a otras; las unidades sociopolíticas basadas en reivindicaciones étnicas buscan una unidad supraestatal y en otros casos la reclamación de un Estado propio; en fin, hay unidades cuya universalidad es tan amplia que niegan sentido a otras unidades inferiores (tribus o estados), como sucede con la umma (comunidad) islámica. Para poner orden en esta abigarrada difusión del poder es útil considerar cada proceso por separado, como claves distintivas que muestran la complejidad política de la región:

1. La inexistencia de grandes potencias regionales[Subir]

Tres causas principales han hecho de Oriente Medio una región que ha sido parcial o totalmente ocupada por diversos imperios a lo largo de la historia: primero, por ser el lugar de transición inicial por el que los primeros seres humanos se extendieron fuera de África; segundo, su situación en una posición estratégica entre los tres continentes y ser el punto de conexión entre las dos regiones civilizadas más antiguas (el Oriente y el Mediterráneo), y tercero, la existencia de grandes corrientes fluviales como el Nilo, el Jordán, el Orontes, el Tigres-Éufrates, etc., y sus fáciles accesos al Índico a través del mar Rojo y el golfo Pérsico y su comunicación con el Mediterráneo. Todas ellas son circunstancias que hicieron que Oriente Medio no fuera una zona aislada de los procesos imperiales de la historia.

Desde aproximadamente el 3500 a. C. diversos imperios y civilizaciones se disputaron en diferentes momentos determinadas partes del territorio dejando su impronta cultural, política y social: la civilización sumeria, el Imperio acadio, el egipcio, el asirio y neoasirio, el babilonio y neobabilonio, el persa aqueménida, el macedonio de Alejandro Magno, el romano, el bizantino, el sasánida, el islámico (bajo árabes, turcos y mamelucos) y el Imperio otomano; después de la caída del Imperio otomano tras la Primera Guerra Mundial, llegó la influencia de los imperios europeos, especialmente Reino Unido, y desde los años cincuenta y hasta nuestros días, de Estados Unidos y de Rusia.

Así, pues, las disputas imperiales por el control de la región son una de las causas de la primera clave de la difusión del poder: la ausencia de grandes potencias hegemónicas en la región o de una única potencia árabe unida. La importancia de este hecho no puede ser subestimada: los grandes y fuertes Estados de Europa, América e incluso Asia se formaron a través de largos, sangrientos y difíciles procesos de coerción, enfrentamiento bélico y dinámicas feroces de expansión y anexión de unos territorios más pequeños por otros más grandes. El paso de una territorialidad descentralizada y divida en unidades sociopolíticas pequeñas (principados, Estados imperiales, feudos, etc.) a una centralización unificadora que fagocitaba unas unidades a otras obedece especialmente —aun teniendo en cuenta otros factores— a un hecho de gran relevancia: el sistema internacional de entonces y el de ahora son diferentes. Merece la pena extenderse en la cita de Lustick ( ‍Lustick, I. S. (1997). The Absence of Middle Eastern Great Powers: Political «Backwardness» in Historical Perspective. International Organization, 51 (4), 653-‍683. Disponible en: https://doi.org/10.1162/002081897550483.1997: 675), el clásico defensor de esta tesis:

En perspectiva histórica, lo distintivo no es la ferocidad de Sadam, su uso de un estado militarmente reforzado para apoderarse de territorios valiosos, o su disposición a recurrir a la fuerza para impugnar o destruir la independencia de los Estados vecinos. Es su fracaso. El factor más importante que explica el fracaso de Saddam es el mismo que explica el fracaso de Mehmet Ali y Gamal Abdel Nasser —no fracasaron debido a una insuficiencia política, nacional, económica, geopolítica o cultural de los Árabes o las tierras árabes (punto de vista a menudo expuesto por los orientalistas que se preguntan por qué los árabes no han recuperado la estatura mundial que alcanzaron en los siglos viii y ix, o por los funcionalistas económicos que se preguntan por qué ningún mercado común árabe ha tenido éxito), sino por un hecho fundamental de orden internacional. Cuando los hombres y mujeres feroces que construyeron Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, Italia, Francia y Rusia usaron ventajas sobre sus vecinos para el engrandecimiento territorial y la construcción de los grandes estados nacionales, no existía un club externo de grandes potencias preexistentes capaces de penetrar en sus continentes y hacer cumplir un statu quo paralizantemente fragmentado en nombre de las normas «civilizadas» del comportamiento interestatal. No obstante, cuando el Imperio Otomano colapsó y los centros de poder árabes autónomos o semiautónomos comenzaron a emerger en Oriente Medio, un club externo de grandes potencias preexistentes estaba completamente preparado para hacer exactamente eso, percibiendo convenientemente para su interés un Oriente Medio divido como correspondiendo a una necesidad más fundamental para el «imperio de la ley».

Fue precisamente esta continua interferencia exterior sobre los territorios de Oriente Medio la que ha inhibido la posibilidad —especialmente en la época contemporánea tras la desintegración del Imperio otomano— de que hayan emergido unidades sociopolíticas más amplias a costa de otras menos poderosas. Por ejemplo, la supervivencia de los emiratos del Golfo frente a la siempre posible anexión por parte de Irán, los otomanos o Irak se debió a la protección de los británicos. En su estrategia de asegurar la ruta de las Indias, los británicos tuvieron la necesidad de controlar el golfo Pérsico —casi un lago británico— a través de los diferentes acuerdos con los jeques tribales de los pequeños emiratos en los que estaba fragmentada la región, dando lugar a los «Estados de la Tregua» (Trucial States). Cuando los británicos se retiran en los años setenta, la necesidad de supervivencia los aglutinó en la unión federal conocida como los Emiratos Árabes Unidos. Aun así, su supervivencia sigue debiéndose, en cierta medida, al favor occidental.

Que Irak (bajo Qasim y bajo Husein) no haya anexionado a Kuwait y algunos de esos emiratos cercanos generando una unidad sociopolítica mayor se debe a la misma intervención exterior, primero de los británicos y luego de Estados Unidos. Que Mehmet Alí no ampliara su imperio con base en Egipto, anexionándose Siria y partes de Turquía, se debió a la intervención de las potencias europeas, a las que por aquel momento les convenía la integridad territorial otomana para evitar rapiñas geopolíticas entre ellos. Que Siria no haya terminado de engullir al Líbano o Arabia Saudí a Yemen, etc., se explica por el mismo interés geopolítico de las grandes potencias: mejor es la fragmentación territorial, económica, política y social de Oriente Medio, y especialmente del mundo árabe, que su unión bajo una o unas pocas potencias regionales.

Por ello, la difusión del poder en Oriente Medio no solo tiene causas endógenas —como veremos a continuación—, sino también una causa histórica exógena: los conocidos procesos de progresiva coerción, conquista y anexión a través de la guerra ha sido imposibilitada y paralizada en Oriente Medio por las potencias mundiales.

2. El fracaso de los Estados nación y la pervivencia del tribalismo[Subir]

Hay una segunda clave para comprender la estructura difusa de poder: la persistencia del sistema tribal. A diferencia de la anterior, esta es de carácter endógeno a la región, aunque condicionada también por la influencia de las potencias exteriores. La importancia del sistema tribal en Oriente Medio explica que la coexistencia de la tribu en determinadas regiones haya hecho difícil la implantación de los Estados nación en el sentido europeo.

En Europa la estabilidad política dentro de cada país se debe al hecho de que el proceso histórico de formación de los Estados generó un proceso centrípeto-centralizador absorbiendo las unidades sociopolíticas subestatales. Por ejemplo, la formación de las monarquías absolutas modernas y de los Estados liberales se gestó a despecho de la eliminación de los señoríos territoriales y jurisdiccionales, centralizando el poder político, militar, fiscal y judicial bajo un único aparato estatal. Por supuesto, en las sociedades de los países occidentales siguen existiendo multitud de grupos de pertenencia con sus propias dinámicas sociopolíticas internas: familias, asociaciones, empresas, iglesias, grupos étnicos e incluso grupos nacionalistas. Sin embargo, todas estas unidades subestatales acaparan nichos y contextos sociales concretos. Ninguna de ellas tiene, por lo general, la pretensión de rivalizar con el Estado en lo referente al poder político, militar, fiscal y judicial, incluso aunque algunas de esas unidades explícitamente se aparten y polemicen directamente con él. Aun así, las tensiones son inevitables.

Pero este proceso no ha tenido un resultado tan claro en Oriente Medio: los Estados imperiales que han dominado la región se asemejaban a los Estados imperiales o a las monarquías europeas anteriores a la formación de los Estados. Es decir, eran estructuras que se superponían a las unidades sociopolíticas indígenas, exigiendo poco más que impuestos y cierta deferencia al soberano imperial, pero permitiéndoles grandes espacios de autonomía política, militar y judicial. El caso del último imperio de la región, el otomano, refleja perfectamente esta superposición administrativa. Aunque el Gobierno y la Administración central del imperio se situaban en Estambul, una extensión territorial tan amplia exigía una organización político-administrativa descentralizada, que fue evolucionando desde finales del siglo xiv y principios del xv, hasta su caída en el siglo xx.

Como señala Hourani ( ‍Hourani, A. (1991b). Conclusion: Tribes and Status in Islamic History. En Ph. S. Khoury y J. Kostiner. Tribes and State Formation in the Middle East (pp. 303-‍311). London and New York: I.B. Tauris & Co. LTD Publishers. Disponible en: https://doi.org/10.1093/acprof:oso/9780198202417.003.0023.1991b: 304-‍305), en los Estados imperiales premodernos de Oriente Medio existían tres esferas sociopolíticas. La primera era la de la ciudad y aquellos territorios inmediatos dependientes de ella. En esta área, más cercana al centro de poder, es más fácil la administración central directa y la recolección de impuestos. Por ejemplo, durante el tiempo del Imperio otomano, los territorios más cercanos a Estambul, incluyendo las regiones de Siria y el norte de Irak, eran más fácilmente situadas bajo administración directa.

La segunda esfera incluía aquellos territorios un poco más lejanos que, aunque nominalmente bajo el imperio, de hecho eran administradas a través de los propios líderes locales. Esta situación implicaba complejidades relacionales entre los poderes centrales y locales: los primeros buscan la fidelidad de los segundos, y estos a su vez la obtención de beneficios otorgados por los primeros. En este contexto es donde a menudo los poderes imperiales han fomentado la división interna, buscando el apoyo de unos líderes tribales o étnicos en detrimento de otros; el caso de la semiautonomía de Egipto bajo los otomanos es paradigmática. Pero también para el importante caso de Arabia lo es que los otomanos mantuvieran el cargo de jerife de la Meca, cuyo último ostentador fue Husein ibn Alí. El poder de Husein era doble ( ‍Alangari, H. (1998). The Struggle for Power in Arabia. Ibn saud, Hussein and Great Britain, 1914-‍1924. Lebanon: Garnet Published. Alangari, 1998: 46-‍47, 69-‍70): por un lado, su autoridad religiosa como jerife de la Meca derivaba de sus derechos tradicionales por pertenecer a la dinastía hachemita. Pero, además de jerife, era emir (un liderazgo tradicional, más que un título), lo que le dotaba de poderes seculares como mediación en disputas, con su papel civil-judicial y, especialmente importante, la recolección de impuestos. Estas funciones eran indistintamente realizadas como jerife o emir. Ahora bien, este poder político o secular del jerife/emir estaba en disputa no solo con la estructura tribal, sino con la propia estructura administrativa del imperio: la Sublime Puerta nombraba sus «valíes» (gobernadores) para administrar sus vilayatos. La relación de poder entre ambas figuras era siempre fluctuante, muy a menudo dependiente de a quién se protegía desde Estambul: si al jerife/emir o al valí. A esta fluctuación no escapó el propio Husein. Un episodio representativo de esta tensión entre el Gobierno central y esas regiones intermedias fue la campaña del jerife contra el ferrocarril de Hijaz, construido por el Imperio otomano, que unía Damasco con Medina y que pretendía llegar hasta la Meca. El jerife supo ver que si el ferrocarril llegaba hasta la Meca la relativa autonomía que mantenía frente al Imperio otomano se vería limitada: aunque los otomanos justificaban el proyecto como un modo de facilitar el transporte de peregrinos a las ciudades sagradas, lo cierto es que su objetivo era facilitar el control político y la movilización de tropas.

Finalmente, la tercera área estaba compuesta de territorios montañosos, desiertos, tierras agrícolas muy distantes. En esta región, el Gobierno imperial central podía también, como en el caso anterior, obtener fidelidad o prestigio a través de subsidios o determinados privilegios, pero eran regiones tan remotas y de difícil acceso, tan lejanas del centro de poder imperial, que la recolección de impuestos, la imposición de la ley imperial e incluso la afirmación del poder político central eran muy problemáticas. Además de los territorios de Arabia y otros en el norte de África, quizá el ejemplo que mejor describe esta situación es el Monte Líbano, cuyo punto culminante en el siglo xix fue la creación del Mutesarrifiyyet de Monte Líbano en 1861, como una región autónoma con instituciones políticas que ya prefiguraban lo que sería el confesionalismo compartido del Líbano ( ‍Rogan, E. (2009). The Arabs: A History. New York: Basic Book.Rogan, 2009: 32-‍35).

Pues bien, es evidente que a medida que nos movemos de ese centro a la periferia, la presencia de unidades sociopolíticas tribales es cada vez más importante. Esas regiones más remotas han sido tradicionalmente el lugar donde se ha fortalecido el sistema tribal, a menudo irradiando bajo determinadas circunstancias hacia el centro imperial. Esas tribus han mantenido el control territorial, político, militar y judicial de sus zonas de influencia, aun estando nominalmente bajo el dominio de un imperio. De hecho, no será hasta mediados del siglo xix cuando «las poblaciones tribales de estas áreas han comenzado a ser incorporadas, a diferentes velocidades y con ritmos distintos, en los estados modernos que emergieron en Oriente Medio y el Norte de África» ( ‍Khoury, Ph. S. y Kostiner, J. (1991). Tribes and State Formation in the Middle East (pp. 1-‍22). London and New York: I.B. Tauris and Co. LTD Publishers.Khoury y Kostiner, 1991: 2).

Ahora bien, precisamente el problema es que la formación de esos actuales Estados que forman Oriente Medio fue en su mayor parte un acelerado proceso de imposición exterior por parte de las potencias europeas que trazaron fronteras arbitrarias según sus intereses, uniendo bajo un mismo Estado a comunidades étnicas, a unidades tribales y a grupos religiosos sectarios sin que mediara antes el largo proceso histórico que permitió a los Estados europeos ir progresivamente homogenizando esa diversidad sociopolítica interna. El proceso colonizador europeo «necesariamente desarraigó pueblos y regiones enteras, erosionando estructuras y culturas tradicionales y expulsando a muchas personas fuera de sus medios hacia uno dominado por el anonimato y los conflictos de los centros urbanos modernos […]. El crisol urbano fracasa en asimilar a los recién llegados en la cultura alfabetizada dominante a través del sistema educativo» (Anthony D. Smith, cit. en:  ‍Tibi, B. (1991). The Simultaneity of the Unsimultaneous: Old Tribes and Imposed Nation-States in the Modern Middle East. En Ph. S. Khoury y J. Kostiner. Tribes and State Formation in the Middle East (pp. 127-‍152). London and New York: I.B. Tauris & Co. LTD Publishers.Tibi, 1991: 142). Precisamente, aquellos que no han podido ser absorbidos e integrados mantienen los vínculos tribales y étnicos como los referentes de su identidad, con lealtades fieles a las redes y líderes tribales, dificultando la homogenización ciudadana al estilo europeo-occidental. Esta extraña y tensa relación tribu-Estado es uno de los determinantes claros de la inestabilidad de poder en Oriente Medio y de su difusión.

En el siglo xx, la llegada a la región de esos nuevos Estados surgidos de la partición europea del imperio turco produjo «la fragmentación de pueblos y grupos indígenas contra su voluntad para adaptarse a los diseños coloniales originales; y más tarde para adaptarse a los estados territoriales recién creados» ( ‍Ibrahim, S. (1998). Ethnic conflict and state-building in the Arab world. International Social Science Journal, 156, 229-‍242. Disponible en: https://doi.org/10.1111/1468-2451.00126.Ibrahim, 1998: 232), manteniendo la tensión entre tribus y Gobiernos centrales que se expresará de otros modos. Esta nueva situación política se concretó en dinámicas diferentes dependiendo de las regiones: en aquellas donde el Imperio otomano había ejercido un control más directo (Turquía, Siria, Palestina, e incluso algo menos en Irak y Libia) o donde el Gobierno colonial europeo se había asentado décadas antes (Argelia, Túnez o Egipto), los Estados modernos se construyeron manteniendo de alguna forma esas estructuras institucionales imperiales o coloniales. Sin embargo, en el resto de territorios más alejados o de más difícil acceso, continuaron coexistiendo las formaciones tribales a través de cacicazgos más amplios. De hecho, tanto el Imperio otomano en sus últimos años como las potencias europeas implementaron una política de sedentarización de las tribus nómadas y seminómadas tratando de fortalecer la autoridad central; los europeos, incluso, para poder ejercer el poder de forma más cómoda, utilizaron las divisiones internas ya existentes para su interés, enfrentando el campo a la ciudades y las tribus contra las élites nacionalistas urbanas:

[…] en el momento en el que habían emergido la mayor parte de los estados recientemente independientes tras la II Guerra Mundial, tales políticas en realidad habían ayudado a preservar e incluso reforzar algunas sociedades tribales. Consecuentemente, cuando los estados recientemente independientes intentaron imponer su hegemonía, se enfrentaron a dificultades considerables para llevar el gobierno central a todos los rincones de sus territorios ( ‍Khoury, Ph. S. y Kostiner, J. (1991). Tribes and State Formation in the Middle East (pp. 1-‍22). London and New York: I.B. Tauris and Co. LTD Publishers.Khoury y Kostiner, 1991: 14).

La tensión entre ambas unidades sociopolíticas se ha gestionado históricamente de diferentes formas, desde la sumisión hasta la resistencia armada. Sin embargo, aquellas tribus que han tenido más éxito en su permanencia son aquellas que mantienen un conjunto de instituciones políticas e ideologías alternativas que les permiten adaptarse tanto a situaciones de mayor autonomía como de mayor control externo-centralizado.

Así, pues, a pesar de la aparente estabilidad de los nuevos Estados, lo cierto es que las disputas entre los Gobiernos centrales y las unidades tribales periféricas sigue siendo un rasgo de las dinámicas de poder en Oriente Medio, aunque en algunos Estados esa tensión es más fuerte y en otros ha quedado más atemperada. La difusión del poder se muestra, pues, en la coexistencia entre la unidad sociopolítica estatal y los diferentes sistemas tribales que aún se mantienen vigentes de formas diferentes.

3. El fracaso del nacionalismo árabe (al-qawmiya)[Subir]

La región de Oriente Medio está compuesta de veinte países, y excluyendo a Turquía (turcos), Irán (persas) e Israel (judíos), el resto son considerados países étnicamente árabes, de ahí que especialmente en la mitad del siglo xx, uno de los primeros intentos por unificar el poder en la región tuviera como fuerza aglutinadora el nacionalismo árabe, que se constituyó en seña de identidad frente a las potencias extranjeras. Antes de repasar esos intentos políticos, es interesante previamente determinar hasta qué punto el carácter árabe ha sido potencialmente unificador de una región tan vasta.

Antes de la aparición del islam en el siglo vii, los pueblos que habitaban en Arabia tenían una lengua parecida pero no común, no poseían una única identidad política, ni comunitaria ni cultural, no tenían mitos comunes sobre un supuesto origen colectivo unificado ni tampoco una religión común. Como ha sucedido y sigue sucediendo en la historia, son otros los que homogenizan desde fuera la diversidad que no se entiende. Fueron los asirios, los babilonios, los aqueménides o los griegos los que se referían genéricamente como «árabes» a los que vivían en esos lugares desiertos de Arabia, nómadas con camellos; pero no existía una comunidad árabe que se designara a sí misma como tal. Habrá que esperar hasta la muerte de Mahoma (632 d. C.) y la extensión del islam para que en los primeros siglos comiencen a hacerse esfuerzos por reescribir y crear unos orígenes míticos que unieran a todas las comunidades bajo la etiqueta de árabes. De hecho, en el Corán las referencias a los árabes son más bien negativas.

Los primeros que se refirieron a sí mismos como árabes fueron las élites urbanas del primer califato, distinguiéndose de los nómadas beduinos. Esto significa que el «arabismo» no tiene su origen en una identidad mítica beduina y nómada, sino en una élite convertida al islam que habitaba nuevas ciudades del Imperio islámico. Por ello, la unión de árabe y musulmán es muy estrecha en los orígenes, aunque a medida que se va extendiendo la nueva religión integrando a otros pueblos, empezarán a distinguirse ambas identidades ( ‍Webber, P. (2016). The origin of Arabs: Middle Eastern ethnicity and myth-making. British Academy Review, 26, 34-‍39. Webber, 2016). La importancia de la reconstrucción de la historia para generar un sentido de identidad colectiva es esencial. De ahí que uno de los primeros constructores del nacionalismo árabe del siglo xx, el yemení Sati al-Husri, hiciera una utilización interesada de la historia como una de las herramientas clave de su campaña como ministro de educación en Irak en los años veinte, para la difusión de su proyecto de nacionalismo árabe ( ‍Dawhisa, A. I. (2003). Arab nationalism in the twentieth century : from triumph to despair. Princeton: Princeton University Press. Dawisha, 2003: 63-‍65, 73-‍74). Lo importante era narrar una historia que nutriera las aspiraciones nacionalistas a través de mitos, héroes, genios artísticos, etc. que buscara en los orígenes pasados la existencia de una nación árabe a la que poder recurrir como elemento ideológico. Esta historia no es científica, académica, sino una historia patriótica que más que «descubrir» la nación árabe, de alguna forma la «crea» y la «construye» políticamente, con el objetivo de fortalecer los sentimientos patrióticos.

Si la unidad comunitaria de origen es discutible, la otra fuente de caracterización de la etnicidad árabe —el lenguaje— no lo es menos. La lengua árabe es el idioma oficial de una veintena de países y es hablado por unos 250 millones de personas. Sin embargo, a decir verdad, es una etiqueta que agrupa diferentes variedades dialectales. El árabe es una lengua que presenta una fuerte dicotomía entre la forma escrita y las variedades orales regionales. Por una parte, la forma escrita se denomina árabe estándar moderno (siglas en inglés, MSA), que está estandarizado, regulado y que es el que se enseña en los colegios y se utiliza en la escritura y en las comunicaciones muy formales, especialmente de carácter oficial; este MSA desciende del árabe clásico, con pequeñas diferencias entre ellos respecto al léxico y al tono. Por otra parte, las variantes dialectales regionales no están estandarizadas y en muchos casos difieren de forma significativa del MSA, y en una región que históricamente tuvo grandes porcentajes de analfabetismo escrito entre la población este es un serio problema.

La comprensión mutua entre los árabes es en algunos casos bastante razonable, pero depende básicamente del dialecto de esa persona y de si ha sido expuesto a cultura y literatura árabe de otros países distintos al suyo. Por ello, es fácil que muchos árabes entiendan el dialecto egipcio debido a la gran tradición de producción radiofónica, televisiva y cinematográfica de Egipto, pero al contrario, el dialecto marroquí es difícilmente comprensible para un hablante de la región del Levante. Por ello pueden distinguirse algunas agrupaciones de dialectos árabes con diferencias importantes: el egipcio, el levantino, el de la región del Golfo, el iraquí y el magrebí ( ‍Zaidan, O. F. y Callison-Burch, Ch. (2012). Arabic Dialect Identification. Computational Linguistics, 1 (1), 1-‍36.Zaidan y Callison-Burch, 2012: 1-‍3). A esta diferenciación interna del propio árabe, hay que añadirle el bilingüismo, especialmente árabe-francés y árabe-inglés, cuyos usos contextuales dificultan la ansiada búsqueda de la unidad étnica árabe ( ‍Benkharafa, M. (2013). The Present Situation of the Arabic Language and the Arab World Commitment to Arabization. Theory and Practice in Language Studies, 3 (2) 201-‍208. Disponible en: https://doi.org/10.4304/tpls.3.2.201-208.Benkharafa, 2013), a las que ya se enfrentó Sati al-Husri.

No obstante, en realidad compartir el mismo origen o compartir la misma lengua no es sinónimo de compartir una misma identificación colectiva. Todos los nacionalismos y etnicidades (sean los «centralistas-estatalistas», los «separatistas-secesionistas» o los «aspirantes a tener un estado propio») tienen que forjar artificialmente la idea de unidad de origen o unidad de lengua, porque el nacionalismo los utiliza como reclamo para despertar lo que en realidad es el único fundamento de una unidad colectiva: el sentimiento de sentirse perteneciente a esa comunidad.

Sin embargo, la problematicidad de la supuesta unidad árabe no ha sido obstáculo para que a lo largo del siglo xx se haya intentado apelar a una etnicidad común para los sucesivos intentos de lograr una autonomía del poder sociopolítico, a lo que el Imperio británico —en ese momento la potencia exterior más fuerte— tuvo que reaccionar ( ‍Lanseur, F. (2010). British Crisis in the Middle East and the Growth of Arab Nationalism. Dissertation Master Degree in British and American Studies. Democratic and Popular Republic of Algeria. Lanseur, 2010). Los primeros inicios y conatos del nacionalismo árabe (tanto cristiano como musulmán) se encuentran ya en el siglo xix dentro del dominio del Imperio otomano, en el que el orgullo de la lengua árabe estaba en el centro de esas primeras manifestaciones. Por supuesto, aunque cristianos y musulmanes compartían ese orgullo árabe, diferían en si el arabismo también estaba o no vinculado al islam ( ‍Kramer, M. (1993). Arab Nationalism: Mistaken Identity. Daedalus, 122, 171-‍206.Kramer, 1993: 176). De hecho, musulmanes como Afghani, ‘Abdu, Rida o Kawakibi no exigían en principio la ruptura con los turcos otomanos ni el establecimiento de una esfera política árabe independiente; quizá porque con los turcos existía al fin y al cabo una unión desde el punto de vista religioso.

Sin embargo, ya el cristiano de origen sirio Negib ‘Azoury comienza a proclamar la independencia de un Estado nación árabe (incluyendo a cristianos y musulmanes) con fronteras entre el Tigris y el Éufrates hasta el Canal de Suez, dejando fuera a los egipcios por su procedencia bereber. Antes de la Primera Guerra Mundial, entre los árabes musulmanes no existía, pues, una vocación de ruptura con el imperio, puesto que para ellos más importante que la nación árabe era la umma islámica (a la que luego volveremos), y precisamente por eso, el inicial nacionalismo árabe fue también una reacción a las primeras migraciones judías de colonos en Palestina. Pero poco más. De hecho, ni la Rebelión árabe de 1916 liderada por el jerife de la Meca por encargo de los británicos puede considerarse como una verdadera manifestación de nacionalismo árabe.

Más adelante, la partición europea de toda la región de Siria, Palestina e Irak y la creación del Sistema de Mandatos de la Sociedad de Naciones se convirtió en un acicate para que algunos personajes trataran, por motivos pragmáticos de legitimidad política, utilizar el nacionalismo árabe como forma de unificación, como fue el caso de Faysal, el hijo del jerife, primer y durante muy poco tiempo rey de Siria (de marzo a junio) hasta que fue expulsado por los franceses y los británicos le convirtieron en rey de Irak (1921-‍1933). La labor de generar una propaganda nacionalista árabe para Faysal fue encomendada a Sati al-Husri, aunque las profundas disensiones étnico-demográficas en Irak hicieron imposible su éxito.

No obstante, el nacionalismo árabe comenzó a despegar en ese contexto, pero tuvo un hecho catalizador importante que ya había emergido con anterioridad: el sionismo y sus oleadas migratorias (aliya). La primera y segunda aliya (1881-‍1903 y 1904-‍1914), antes de la guerra y bajo dominio otomano, multiplicaron la población de la Yishuv (asentamiento judío en Palestina), que en 1914 rondaba los 80-‍90 000 judíos, frente a los 600 000 árabes. Las sucesivas aliya (1919-‍1923, 1924-‍1931 y 1932-‍1938) dejaron en 1948 en torno a 650 000 judíos emigrados a Palestina, frente a más de 1 200 000 árabes ( ‍Solar, J. D. (1975). El conflicto de Oriente Medio. Madrid: Editorial Prensa Española y Editorial Magisterio Español.Solar, 1975: 14-‍34). El sionismo había comenzado a alcanzar el favor de las potencias europeas francesa y británica. Es significativo que cuando la Francia napoleónica invade Palestina en 1799 durante su campaña en Egipto y Siria, y ante la fuerte resistencia del Imperio otomano con apoyo británico especialmente en Acre, trató de ganarse el favor de la comunidad judía habitante en Palestina prometiendo el restablecimiento de la tierra palestina a los judíos, a los que llamó «herederos legítimos de la Palestina». También los británicos tenían intereses geoestratégicos que les hicieron proclives al fomento de las oleadas migratorias sionistas. Sus intereses por controlar Palestina en ese momento obedecían a motivos geopolíticos respecto a su ruta hacia la India ( ‍Kayyali, A.-W. (1977). Zionism and Imperialism: The Historical Origins. Journal of Palestine Studies, 6 (3), 98-‍112. Disponible en: https://doi.org/10.2307/2535582.Kayyali, 1977: 100), y cuando Mehmet Ali Pasha desafió la hegemonía otomana y europea, creando su propio imperio especialmente al unir bajo su mandato Egipto, Palestina y Siria, poniendo en peligro los intereses británicos, el ministro de Asuntos Exteriores británico, lord Palmerston, escribió al embajador británico de Estambul, John Ponsonby, sobre la necesidad de que el sultán «alentara a los judíos para que regresaran y se establecieran en Palestina» ( ‍Sand, S. (2013). La invención de la Tierra de Israel. De Tierra Santa a Madre patria. Madrid: Akal. Sand, 2013).

Por tanto, esta intromisión europea favoreciendo a los judíos y la impotencia de los musulmanes otomanos para frenarla comenzó a producir malestar entre la población árabe, que, con una huelga general inicial, convirtió el malestar en una verdadera rebelión que se extendió desde 1936 a 1939. Este hecho, sin embargo, sirvió de catalizador para que Irak, Egipto y Siria apoyaran, más por la presión popular interior que por motivación real, a los rebeldes palestinos. Desde ese momento el nacionalismo árabe comenzó un ascenso progresivo, que se refleja en la creación de la Liga Árabe en 1945, la conversión de Egipto al nacionalismo, cuyo punto culminante llega con la subida al poder de Nasser en 1956 y la creación de la República Árabe Unida (RAU) de 1958-‍1961, constituida por la unión de Egipto y Siria. No obstante, la RAU fue una creación artificial más que una verdadera integración árabe. El nacionalismo árabe como fuerza aglutinadora perdería su ímpetu tras las derrotas frente a Israel en la Guerra de los Seis Días de 1967. Con el desplome del nacionalismo se ponía en evidencia que el carácter árabe, aun siendo fundamental en la historia de la región, no tenía capacidad real para generar movimientos de unificación del poder.

4. El fortalecimiento del nacionalismo estatal (al-wataniya)[Subir]

Una de las razones del fracaso unificador del nacionalismo árabe se encuentra, paradójicamente, en el inesperado fortalecimiento de las identidades asociadas a los nuevos Estados que habían comenzado a emerger con la reconfiguración territorial que los occidentales hicieron de la región. Es verdad que, ya antes de la aparición de los estados en su forma actual, existían identidades de este tipo: muchas personas se consideraban egipcias o sirias antes que árabes. Pero lo paradójico es que la configuración estatal impuesta por las potencias europeas consiguió calar especialmente entre las élites urbanas e intelectuales, generándose sentimientos e intereses vinculados con el Estado. En esos años se produjo una pugna entre las dos formas de comprender el nacionalismo en su lucha por el poder: el nacionalismo árabe (al-qawmiya) y el nacionalismo estatal (al-wataniya).

El fortalecimiento del nacionalismo estatal se reflejó muy tempranamente en la creación en 1945 de la Liga Árabe, una organización interestatal, es decir, que da por hecho y por legítima la existencia de Estados soberanos independientes y no un único estado árabe. La propia carta fundacional es clara al respecto cuando afirma que el objetivo de la Liga Árabe es «acercar las relaciones entre los Estados miembros y coordinar la colaboración entre ellos para salvaguardar su independencia y soberanía y considerar de manera general los asuntos y los intereses de los países árabes». De lo que se trata es de coordinar los diferentes Estados pero salvaguardando su soberanía e independencia, no socavándola ni subsumiéndola bajo un única soberanía árabe. El «interés nacional» se antepone al «interés general árabe», invalidando de raíz todo intento de eliminar las fronteras políticas de cada Estado. Lo mismo puede decirse de la creación en 1981 del Consejo de Cooperación para los Estados Árabes del Golfo, que incluye los Estados soberanos de Bahréin, Kuwait, Omán, Catar, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, sin tampoco negar la independencia fronteriza, política y administrativa de cada miembro. De hecho, la complejidad de la formación estatal en Oriente Medio —que aunque esencialmente motivada por la intervención de las potencias europeas, se configuró también en torno a realidades tribales, étnicas y sociales preexistentes— dio lugar a una pluralidad de modelos de Estado con diferentes estructuras, bases de poder, legitimidad y tradiciones ( ‍Harik, I. (1987). The Origins of the Arab State System. En G. Salame (ed.). The Foundations of the Arab state. London and New York: Croom Helm. Harik, 1987).

Quizá el mejor reflejo de este sistema de Estados soberanos sea las continuas derrotas sufridas por los árabes en su lucha contra el Estado de Israel, empezando ya en la guerra de 1949. Una de las razones de las primeras derrotas no se debió a la diferencia en la calidad de los armamentos, sino en la desconexión y desunión interna de los Estados árabes, que fueron incapaces de coordinarse debido a las desconfianzas mutuas existentes entre ellos. Tras la Guerra de los Seis Días, la Liga Árabe se reunía en septiembre de 1967 en la Cumbre de Jartum, donde Egipto, Siria, Líbano, Irak, Argelia, Kuwait y Sudán acordaban los «tres noes»: no a la paz con Israel, no al reconocimiento de Israel, no a las negociaciones con Israel. Sin embargo, la ruptura de la unidad árabe frente al Estado de Israel que propició los acuerdos unilaterales de paz con el presidente de Egipto Anwar al-Sadat en 1979 fue quizá el más evidente reflejo de la preeminencia de la wataniya frente a la qawmiya. Y es que la historia reciente de los países árabes desde los años cincuenta —con la subida al poder de Nasser— puede describirse como una verdadera «Guerra Fría Árabe» ( ‍Kerr, M. H. (1973). The Arab Cold War. Gamal ‘Abd al-Nasir and His Rivals, 1958-‍1970. London: Oxford University Press. Kerr, 1973), en la que el presidente egipcio lideró una campaña propagandística contra lo que consideraba monarquías reaccionarias prooccidentales (Arabia Saudí, Jordania e Irak), pero también tuvo disensiones fuertes con otros líderes nacionalistas árabes en Siria e Irak. El continuo tira y afloja del Partido Baath con Nasser se muestra patéticamente en los llamados Unity Talks de 1963 entre los interlocutores de Egipto, Siria e Irak, tras la ruptura de la RAU y el intento de establecer una nueva unión, que fracasaron sin conseguir llegar a un verdadero acuerdo ( ‍Kerr, M. H. (1973). The Arab Cold War. Gamal ‘Abd al-Nasir and His Rivals, 1958-‍1970. London: Oxford University Press. Kerr, 1973: 48-‍76). Otros ejemplos del fortalecimiento de los intereses de cada Estado frente a sus vecinos son las confrontaciones entre Jordania y los líderes, guerrilleros y pueblo palestino que vivían en su territorio y que alcanzó su dramático clímax en el Septiembre Negro de 1970; el acercamiento sirio-iraquí para confrontar a Nasser, y el acercamiento egipcio-iraquí para limitar a Siria; el apoyo de Siria (país árabe) a Irán (país persa) en la guerra contra Irak (país árabe) en 1980; las injerencias continuas de Siria en Líbano, o de Arabia Saudí en Yemen, o el apoyo actual de Irán a la Siria de Al-Asad en la guerra civil, mientras Arabia Saudí o Catar la combaten; y, especialmente importante en estos últimos años, la rivalidad entre Arabia Saudí y Catar, que aun teniendo una dimensión religiosa en torno al papel de los Hermanos Musulmanes patrocinados por Catar, no deja de ser un conflicto geopolítico, que alcanzó su punto álgido en junio de 2017 cuando la tensión desembocó en la decisión conjunta de Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Egipto de romper las relaciones diplomáticas con Catar e iniciar un bloqueo económico por tierra, mar y aire. Todos son ejemplos de la continua rivalidad entre Estados que, aun siendo árabes, no se sienten hermanados más que en un sentido vago de la común etnicidad árabe, pero sin implicaciones de unidad política, y con una Liga Árabe ineficaz en la resolución de las grandes crisis regionales ( ‍Dakhlallah, F. (2012). The League of Arab States and Regional Security: Towards an Arab Security Community? British Journal of Middle Eastern Studies, 39 (3), 393-‍412. Disponible en: https://doi.org/10.1080/13530194.2012.726489.Dakhlallah, 2012), y un proyecto de crear una OTAN sunní que tiene grandes dificultades internas para prosperar. La difusión del poder adquiere aquí la forma de una feroz rivalidad entre Estados como la que caracterizó a Europa antes de la Unión Europea.

5. La difusión del poder a través de la religión y la secta[Subir]

La compleja estructura difusa y la lucha por el poder en Oriente Medio no se entienden tampoco sin el ingrediente religioso. La religión en la mayor parte de los países de la región no es un asunto personal de intimidad espiritual como en Occidente, sino que tiene una clara dimensión político-identitaria y se entremezcla, por ello, con la búsqueda de supremacía en el poder. Además, el problema se agrava por el hecho de que no se puede hablar de «religiones», sino de «sectas» religiosas, referidas a las diferentes subdivisiones que hay entre los propios musulmanes, cristianos, judíos y otras religiones ancestrales con menor presencia numérica. Una de las unidades sociopolíticas de carácter local-regional importantes son las organizaciones religiosas, que se superponen a las complejidades ya generadas por las identidades en conflicto producidas por los imperios, el sistema tribal, la aspiración nacionalista árabe y la estructura de Estados soberanos. Aparte de las disputas interreligiosas localizadas principalmente en la inestable democracia consociativa y confesional del Líbano y en la confrontación étnico-religiosa en Palestina, el factor más representativo de difusión del poder es el sectarismo islámico, especialmente en sunníes y chiíes. En estos años se está produciendo una confrontación titánica entre las dos potencias regionales más fuertes, Arabia Saudí e Irán, que a través de guerras por delegación (proxy war) apoyando a Estados, grupos y organizaciones terroristas distintos, están midiendo sus fuerzas y apoyos internacionales para hacerse con el liderato espiritual musulmán y con el dominio geopolítico regional.

El problema sectario del islam es clásico de la ciencia política. Max Weber ( ‍Weber, M. (1947). The Theory of Social and Economic Organization. New York: Oxford University Press. 1947: 358-‍373) insistía en que la autoridad o liderazgo carismático, basado en el carisma personal, se encuentra «específicamente fuera del campo de la rutina diaria y de la esfera profana. En este respecto, es diametralmente opuesta a la autoridad racional y particularmente a la autoridad burocrática y a la autoridad tradicional». Esto supone que el liderazgo carismático se asienta básicamente sobre el reconocimiento que le otorgan sus seguidores, discípulos o secuaces. Ahora bien, la autoridad carismática solo permanece tal en sus inicios y orígenes, en tanto que su estabilidad requerirá de una transformación, convirtiéndose en un tipo de autoridad tradicional y/o racional, en el sentido weberiano. Esta transformación del grupo, si quiere estabilizarse, adquiere un momento dramático con la muerte del líder carismático, cuando aparece el problema de la sucesión, y donde los diferentes intereses e ideales de sus seguidores emergerán conflictivamente, produciéndose diferentes modos de interpretar la sucesión y la organización del grupo. Pues bien, esto sucedió cuando Mahoma murió en el año 632 y fue necesario encontrar un sucesor. Fue en este momento cuando se inició la fractura que, tras una larga evolución en la creación propia de cada facción, ha pervivido en los tres grandes modos de entender el problema histórico de la sucesión de Mahoma. Lo importante del hecho es que la primera diferencia que desgajó la umma islámica no fue estrictamente un problema doctrinal, sino político-institucional, es decir, de poder. ¿Quién debería tomar las riendas del liderazgo de Mahoma? ¿Quién debería ser el califa (diputado) o imán (líder) que mantuviera la cabeza de la umma? Son bien conocidas las tres grandes respuestas que se han dado a este problema ( ‍Black, A. (2001). The History of Islamic Political Thought. From the Prophet to the Present. Edinburgh: Edinburgh University Press. Black, 2001;  ‍Berkey, J. P. (2003). The Formation of Islam. Religion and Society in the Near East, 600-‍1800. Cambridge: Cambridge University Press.Berkey, 2003): la sunní, que considera que el califa debe ser elegido entre los líderes de la tribu de Mahoma a través del consenso; la chií, que considera que el imanato o califato debe ser ostentado por un miembro de la familia de Mahoma (en ese momento Alí, primo y yerno del profeta); y la de los jariyíes, que hacen hincapié en que el líder debe ser elegido por sus cualidades virtuosas, sin tener en cuenta si es de la tribu de Mahoma o familiar suyo. La tensión entre los tres, y especialmente sunníes y chiíes, ha favorecido la difusión del poder a lo largo de las líneas locales, regionales y globales. Así, es frecuente que la secta sunní se alíe con cristianos occidentales para combatir a la secta chií, y viceversa.

Además, el califato —como institución de concentración y unidad sociopolítica islámica— fue una institución que muy pronto terminó por caer bajo las tendencias difusas del poder. Hay que tener en cuenta que el califa —en su concepción sunní— no es estrictamente un legislador religioso, puesto que Mahoma había revelado toda la ley y no habría ya novedad; pero además, la historia islámica muestra que el califa fue perdiendo la poca autoridad religiosa en favor de los ulemas, al menos en la tradición sunní. A la vez, tampoco era estrictamente un cargo político, ya que a medida que la umma iba creciendo con las conquistas, las estructuras de poder fueron pasando a manos de los gobernantes políticos: fueran sultanes, emires, jeques o cualquier otro liderazgo de unidades sociopolíticas globales, regionales y locales. Así, el califato quedó casi como un puesto simbólico de unidad de la umma bajo una única cabeza, que nunca tuvo la fuerza suficiente para contrarrestar la tendencia centrífuga del sistema tribal, del sectario, del nacionalismo árabe y del estatismo político. Ni siquiera el (último) califato otomano tenía esa cualidad políticamente unificadora, ya que progresivamente el califa fue delegando sus poderes temporales en el gran visir y en su Consejo Imperial (Divan), además de en sus diferentes gobernantes de la Administración local. El intento actual del Dáesh de unificar la umma islámica bajo el califato proclamado en 2014 bajo el líder Abu Bakr al-Baghdadi es otro fracaso de unificación del poder entorno a la dimensión religiosa: la fragmentación sociopolítica actual de Oriente Medio es quizá una de las más evidentes en siglos.

A todo ello se añade la variedad de corrientes dentro del islamismo, que es semejante a la que pudiera encontrarse en cualquier otra ideología política ( ‍Izquierdo Brichs, F. (2014). Islam político. De la radicalidad a la moderación. AWRAQ, 9, 105-‍120.Izquierdo Brichs, 2014): desde los moderados que funcionan dentro de sistemas democráticos hasta los radicales que rechazan la democracia; desde los no-violentos hasta los movimientos violentos yihadistas; desde movimientos islamistas sunníes como el salafismo (académico, político y yihadista) hasta el jomenismo chií; las disputas entre las cuatro escuelas jurídicas canonizadas; la utilización interesada de muftíes para que emitan fetuas que legitimen diferentes políticas gubernamentales, etc. Aquí la cuestión del poder se vehicula a través del discurso religioso: en algunos casos, algunos movimientos islamistas aceptan los Estados soberanos constituidos, mientras que otros pretenden destruir las fronteras artificiales creando un califato único que unifique a la comunidad islámica, acusando a sus gobernantes de ser infieles aliados de las potencias occidentales.

Lo esencial en este caso es que a pesar de que el islam —como otras religiones universalistas— ha pretendido configurar una comunidad musulmana universal más allá de las divisiones tribales, étnicas y estatales, lo cierto es que lo que se ha denominado la «pax islámica» en los inicios expansionistas del islam sucumbió y ha fracasado en trasformar la estructura tribal y étnica en una entidad homogénea, puesto que el islam de alguna forma se ha superpuesto —sin borrarlas— a las divisiones tribales, étnicas y estatales, e incluso ha generado en su interior nuevas divisiones o unidades sociopolíticas sectarias, fruto de escisiones político-doctrinales, añadiendo más complejidad a las dinámicas de poder en Oriente Medio.

IV. LAS COMPLEJAS CONFIGURACIONES ENTRE LAS UNIDADES SOCIOPOLÍTICAS[Subir]

En cualquier caso, lo importante es que las dinámicas que afectan a los diferentes tipos de poder, y especialmente a los diferentes campos ejecutivos donde puede ejercerse el poder, no obedecen a una cuestión que pueda dirimirse de forma teórica y a priori, sino que va a depender de las concretas configuraciones que adquieran las relaciones entre los diferentes niveles geopolíticos y sus unidades sociopolíticas. No solo los equilibrios de poder entre unidades superiores e inferiores (eje vertical), sino entre las propias unidades de niveles geopolíticos semejantes (eje horizontal). Comprender la difusión del poder en Oriente Medio implica conocer las relaciones competitivo-cooperativas entre sí de diferentes tribus, entre diferentes Estados y entre diferentes imperios. Pero, también, las dinámicas de dominación y resistencia entre, por ejemplo, tribus y Estados, entre Estados e imperios, y entre tribus e Imperios. En Oriente Medio el ejército ha tenido un papel principal en esta compleja red difusiva del poder. Los diferentes papeles que han ejercido los militares han sido clave en la configuración sociopolítica de la región ( ‍Vingtième Siècle. Revue d’histoire. (2014). Militaires et pouvoir au Moyen-Orient, 124.Vingtième Siècle, 2014): especialmente relevantes han sido en Egipto, Líbano, Siria, Irak y Turquía, como fuerzas que han equilibrado la influencia de los islamistas y, por tanto, han sido en un sentido promotores de la construcción de Estados modernos en Oriente Medio. Allí donde el papel del ejército ha sido históricamente menos relevante es donde se han fortalecido las monarquías islamistas conservadoras.

Para terminar generando una imagen completa de la estructura difusa del poder es interesante recurrir a Norbert Elias ( ‍Elias, N. (1982). Sociología fundamental. Barcelona: Gedisa.1982: 158) y sus análisis sobre los equilibrios de poder cambiantes:

En el centro de las cambiantes figuraciones o, dicho de otro modo, del proceso de figuración hay un equilibrio fluctuante en la tensión, la oscilación de un balance de poder, que se inclina unas veces más a un lado y otras más a otro. Los equilibrios fluctuantes de poder de este tipo se cuentan entre las peculiaridades estructurales de todo proceso de figuración.

Esto es lo que le permite crear modelos de juegos (en un sentido diferente de la teoría de juegos), para analizar algunas de las posibilidades de diferenciales de poder que se producen en las figuraciones. Este tipo de juegos por el poder tiene una especial aplicación en el caso de las dinámicas entre unidades sociopolíticas de los diferentes niveles geopolíticos. Los dos primeros modelos de juegos son los comunes para conflictos por el poder temporal político, por el poder espiritual y por el poder cultural, mientras que el tercer modelo es más propio de los conflictos por el poder social y familiar. Veámoslo.

a) Juegos de dos actores. Este modelo simplificado solo tiene en cuenta dos jugadores y posee dos variantes:

  1. En la primera el jugador A es muy fuerte y el B es muy débil. En este caso de asimetría tan grande, ocurren dos cosas: (i) A tiene un control muy elevado de B, es decir, tiene mucho poder sobre él, aunque B también tiene cierto grado (nunca igual a cero) de poder sobre A puesto que hay una relación de dependencia mutua. (ii) A no solo tiene poder sobre B, sino también sobre el juego en cuanto tal, sobre la figuración, lo que supone que puede determinar en alto grado (nunca de forma absoluta, porque existe B) el curso y el resultado del juego. Juegos de este tipo suponen dominios de una unidad sobre otra: por ejemplo la dominación británica imperial sobre gran parte de los Estados de Oriente Medio, o de Francia sobre Argelia; pero también ocurre entre Estados fuertes respecto a grupos étnicos sometidos, como el caso de Turquía sobre los kurdos o Israel sobre los palestinos; finalmente, también de algunos Estados con un dominio étnico o sectario sobre el resto de las minorías de la población, como en el Irak sunní de Sadam Huséin, el Bahréin de mayoría chií gobernado por un rey sunní o la Siria alauita de los Asad antes de la guerra actual.

  2. En la segunda variante el diferencial de poder entre A y B disminuye, lo que reduce el poder de A sobre B y sobre la figuración. Las guerras civiles en Libia (que han fracturado el poder político en dos Gobiernos diferentes con sedes en Trípoli y Tobruk) o en Siria (en los que partidarios de Al-Asad, rebeldes, grupos islamistas, kurdos, etc., han fraccionado el poder sociopolítico) son ejemplos de esta simetría, así como los mayores equilibrios de poder regionales entre la Arabia Saudí sunní y el Irán chií.

b) Juegos de varios actores en un mismo plano. En este caso hay cuatro posibles variantes:

  1. Un jugador A juega con otros jugadores B, C y D, siendo muy superior a ellos y jugando con cada uno de ellos por separado. En este caso, la figuración es muy semejante al juego anterior y es prototípica de la dominación imperial. Ejemplos de ellos son el dominio británico sobre los diferentes estados regionales de Oriente Medio, muy especialmente las relaciones multilaterales con los Estados de la Tregua; pero también las dinámicas en la formación de los Estados en los que los Gobiernos centrales establecen alianzas con los jefes tribales en posición de superioridad, política seguida por los otomanos en aquellas regiones más alejadas del centro imperial en Estambul.

  2. Aquí A no juega con los otros de modo aislado, sino con todos a la vez. Por ello, se pueden producir coaliciones de diferentes tipos, cuyo caso más desfavorable para A será la coalición de B, C y D contra A. No obstante, si las tensiones entre B, C y D aumentan entre sí, A de nuevo poseerá mayor poder sobre el juego. Aquí está implicada la doctrina de Simmel sobre la presión externa como fuente de cohesión interna. El ejemplo del mundo árabe en su unión frente al Estado de Israel entra dentro de esta categoría, y refleja cómo la debilidad de esa coalición ha impedido la clara confrontación con Israel. Lo mismo en el caso de la propia Liga Árabe, pero también en la disputa interna entre la Organización para la Liberación de Palestina, la Autoridad Nacional de Palestina y el movimiento islámico Hamás, que divididos entre sí han debilitado su frente común frente a Israel.

  3. En esta variante, el diferencial de poder de A disminuye respecto a B, C y D, en un juego multipolar, que hará variar las probabilidades de controlar a sus contrincantes y el juego. Es evidente que desde un punto de vista regional, la primera guerra fría árabe es un ejemplo de este tipo de dinámicas entre los países considerados revolucionarios y nacionalistas liderados por Nasser y las monarquías conservadoras prooccidentales.

  4. Finalmente, se puede dar el caso de que el juego esté compuesto de dos grupos B, C, D, E y U, V, W, X, con fuerzas de juego aproximadamente igual. Aquí ninguno de los contrincantes por separado ni ninguno de los grupos tiene la capacidad para controlar y dirigir el juego, lo que supone que todo acto se entenderá como parte de la figuración anterior y de la previsible figuración futura. Los actuales conflictos de Siria, Yemen e Irak entran dentro de esta categoría: los bandos enfrentados están compuestos a su vez de diferentes unidades sociopolíticas distintas de niveles locales, regionales y globales, cada una persiguiendo sus propios intereses. Esta fragmentación interior de cada bando genera extrañas alianzas de unidades sociopolíticas de un bando con unidades del otro, como por ejemplo las alianzas económicas en la comercialización del crudo entre Al-Asad y el Estado Islámico, o de Turquía con el Estado Islámico para combatir a sus propios rebeldes kurdos.

c) Juegos de varios actores en diversos planos. Como producto de la complejidad de jugadores, en este momento se produce un desdoblamiento en dos niveles o pisos, en los que todos los jugadores siguen siendo interdependientes, pero ya no juegan directamente unos con otros. Esta función es asumida por funcionarios especiales de la coordinación del juego (representantes, diputados, jefes, Gobiernos, cortes principescas, élites monopólicas, etc.) que forman un segundo grupo más reducido que, por así decirlo, se sitúa en el segundo piso. Ambos escalones son interdependientes funcionalmente y no pueden existir el uno sin el otro. Pueden darse dos casos respecto al diferencial de poder:

  1. En el tipo oligárquico los diferenciales de poder entre el piso de arriba y el piso de abajo son muy grandes, lo que supone que solo los de arriba poseen el monopolio de acceso al juego con una capacidad muy grande de controlar la marcha de la figuración y, por lo tanto, de los que están abajo. Este tipo de modelos se aplica por igual al ámbito de la lucha por el poder social de la ciudadanía, por ejemplo en el desencadenamiento de la Primavera Árabe; así como en las dinámicas intrafamiliares en la jerárquica y patriarcal familia islámica. El piso superior (sea la élite política o la élite familiar) tiene un dominio cuasi completo de la figuración, y por lo tanto, el piso de abajo se ve abocado bien a la sumisión pasiva, a la resistencia pasiva buscando ámbitos situacionales en los que disfruten de más poder, o a la resistencia activa tratando de equilibrar los desequilibrios entre ambos pisos.

  2. El segundo caso es el tipo simplificado de democratización, en el que el diferencial de poder entre ambos pisos va disminuyendo, aunque puedan darse diversas opciones de poder entre el grupo de los pisos de arriba y de abajo, lo que reflejará diferentes modelos de coalición. En este caso se encuentran todas las unidades sociopolíticas que han iniciado procesos de mayor equilibrio de poder en su interior, a raíz, de nuevo, de la primavera árabe.

V. CONCLUSIÓN[Subir]

En definitiva, una de las razones de la a menudo confusa percepción de los fenómenos de Oriente Medio obedece a una estructura de poder difusa, que refleja una competencia y tensión entre diferentes unidades sociopolíticas a lo largo del espectro geopolítico local, regional y global. A esta difusión del poder han contribuido diversos factores: en primer lugar, el hecho de que la región siempre haya sido lugar de conflicto de interés de potencias imperiales, que nunca llegaron a homogeneizar la zona sino que se contentaron con superponer sus estructuras administrativas a las unidades sociopolíticas inferiores ya existentes. Además, en el caso moderno, la influencia de las potencias mundiales exteriores ha inhibido el proceso de concentración del poder. Junto a este factor exógeno, hay otros cuatro más propiamente endógenos: la pervivencia del sistema tribal y su continua tensión con el Estado, uno reivindicando monopolio y el otro exigiendo autonomía; también el fracaso de la concentración del poder en un único Estado árabe unificado, generando, al contrario, el fortalecimiento de los diferentes Estados que emergieron con el reparto y configuración territorial de las potencias occidentales; finalmente, la difusión del poder también se debe a las continuas divisiones y tensiones internas entre las dos facciones mayoritarias del islam (sunníes y chiíes), que paradójicamente inhiben la concentración del poder a través de alianzas de unos u otros con potencias extranjeras en sus luchas por la preeminencia regional. Todas estas unidades sociopolíticas en continuo enfrentamiento pueden ser analizadas a través de los modelos de juegos de Norbert Elias, en los que las figuraciones entre los diversos actores son cambiantes dependiendo de los diferentes equilibrios de poder. Sin embargo, el intento de «ordenar» el caos tiene un objetivo heurístico y en ningún modo pretende reducir —como no lo puede hacer ningún modelo, a no ser que caigamos en la advertencia weberiana de convertirlos en lechos de Procusto— la abigarrada y compleja realidad.

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