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Al compás del procés soberanista catalán hemos asistido en los últimos años a una verdadera eclosión de símbolos nacionales en lo que ha sido una prueba evidente de hasta qué punto fueron errados los cálculos de quienes decretaron el fin próximo de las naciones en la era de la mundialización y de la comunicación digital. La nación, en España como en otras partes del globo, sigue siendo un vector fundamental de comprensión y organización del mundo. Y mientras existan naciones, los símbolos que las encarnan seguirán cumpliendo una función trascendental: moldear las identidades nacionales, nacionalizar a las poblaciones y legitimar regímenes y movimientos políticos nacionalistas.

Partiendo de estos principios, Javier Moreno Luzón y Xosé M. Núñez Seixas trazan en Los colores de la patria un esclarecedor recorrido por la historia de los principales símbolos nacionales españoles de los dos últimos siglos. Lo hacen desde un planteamiento claramente modernista o constructivista del fenómeno nacional, una lectura crítica (en tanto que atenta al peligro de su deriva esencialista) de la noción de «lugares de memoria» de Pierre Nora y un enfoque basado en las aportaciones de la nueva historia cultural de la política. En este sentido, el libro es un eslabón más de un ya rico corpus historiográfico que ha venido explorando en las últimas décadas la dimensión simbólica de los nacionalismos peninsulares. Un campo de estudio al que ambos autores han dedicado otros trabajos y que, iniciado con los pioneros estudios de Carlos Serrano (a quien se tributa en el libro un merecido homenaje), ha renovado profundamente nuestra comprensión de dichos nacionalismos.

Con una edición muy cuidada y acompañada de un útil y amplio aparato iconográfico, el libro se ocupa principalmente del siglo xx, al que se dedican siete capítulos organizados cronológicamente. No obstante, el volumen se abre con un largo primer apartado sobre el siglo xix. Fue en este siglo y en el marco de la revolución liberal cuando la bandera bicolor y la Marcha Real o Granadera, dos símbolos oficiales existentes desde tiempos de Carlos III, fueron nacionalizadas. A mediados de siglo la bandera era ampliamente aceptada por todas las culturas políticas y había calado en amplios sectores de la población, como se demostró en los años de la Guerra de África (1859-‍60). La Marcha Real, por su parte, tuvo que competir con otro himno que acabó siendo patrimonializado por el liberalismo exaltado, el Himno de Riego. Los conservadores prefirieron la Marcha Real por sus connotaciones monárquico-religiosas y por unos compases que inspiraban sobre todo respeto y sumisión. Su escasa capacidad emotiva hizo que se le buscaran siempre alternativas, como la Marcha de Cádiz, que sonó con fuerza en los años previos a 1898, el pasodoble La banderita de principios del siglo xx o el Y viva España en la versión de Manolo Escobar de la década de 1970.

Las luchas simbólicas que se desataron en torno al himno o la bandera prueban la relevancia política de estos símbolos. En este sentido, el trabajo de Moreno Luzón y Núñez Seixas es sintomático de la evolución del estudio de la simbología nacional en las últimas décadas. De una aproximación de raíz durkheimiana basada en una concepción de los símbolos como mecanismos fundamentales de cohesión social y, por tanto, como elementos indicativos del grado de consenso y/o nacionalización de una sociedad determinada, se ha ido basculando hacia otra que, si bien no niega la capacidad cohesiva y el potencial movilizador de los símbolos nacionales, subraya también su importancia como espacios de fractura y de conflicto. Más que en su difusión o interiorización, se tiende a poner el foco ahora en la disputa por su significado o apropiación. Que el motín de la Granja de 1836 se desencadenase en protesta por el arresto de dos pífanos de la banda de un batallón que habían empezado a tocar el Himno de Riego en lugar de la Marcha Granadera no es anecdótico. Es prueba, como señalan los autores, de su capacidad para condensar significados nacionales y políticos y de mover a la acción a los sujetos históricos. Al fin y al cabo, como señala Anne-Marie Thiesse en el prólogo del libro, la verdadera fuerza de los himnos y de las banderas se encuentra en las apropiaciones individuales y colectivas a las que se someten.

La inestabilidad simbólica no fue ninguna anomalía del siglo xix español, sino lo común en una Europa revolucionaria marcada por profundas fracturas políticas y sociales. El trabajo de Moreno Luzón y Núñez Seixas aplica una perspectiva comparada que permite introducir un correctivo poderoso a las viejas tesis del excepcionalismo y que, afortunadamente, es ya común en muchos de los trabajos sobre el nacionalismo español. Los conflictos simbólicos son parte consustancial del paisaje nacional europeo de toda la época contemporánea. Durante la guerra civil española, por ejemplo, ambos bandos utilizaron ampliamente unos símbolos nacionales que fueron resignificados entonces y que resultaron fundamentales en la movilización patriótica, al tiempo que para negar la españolidad de sus contrarios. Esos conflictos existieron incluso entre las diversas culturas políticas franquistas. Disociados claramente de la monarquía e identificados estrechamente con la figura del dictador, los símbolos franquistas se vincularon a una nación eterna, autoritaria y católica que debía de estar por encima de disputas partidistas. Sin embargo, la heterogeneidad política del régimen se evidenció en una mezcla variable de elementos simbólicos, no exenta de tensiones, que se mantuvo durante toda la dictadura.

La mejor prueba de la fuerza que los símbolos nacionales (y la nación) adquirieron en la época contemporánea es el empeño que pusieron en enarbolarlos tanto las autoridades como quienes se hallaban excluidos del poder. El caso de la monarquía, una de las instituciones a las que más páginas dedican los autores en la monografía, resulta paradigmático. Durante todo el siglo xix la Corona se fue «nacionalizando» al tiempo que contribuía, a su vez, al proceso de nacionalización española. La identificación entre monarquía y nación aumentó durante la Restauración y, particularmente, en el reinado de Alfonso XIII. En cierto modo, las élites intentaban reaccionar ante unas culturas políticas radicales (las que más profusamente habían hecho uso de esos símbolos nacionales) que fueron claves en la movilización, politización y nacionalización popular durante todo el siglo xix y cuya amenaza subversiva temían las autoridades.

Esta combinación entre el análisis del uso elitista y oficial de los símbolos (que se ocupa también de su cambiante codificación legal) y una perspectiva «desde abajo» centrada en el modo en que fueron apropiados y utilizados por muy diversos actores históricos es una constante en la monografía. Permite comprobar cómo fue a menudo la iniciativa popular la que se avanzó o incluso propició la transformación simbólica, como señalan los autores en relación con 1931 o 1936. Además, muestra hasta qué punto el principal enemigo de una amplia aceptación de estos símbolos fue, a menudo, su apropiación oficial o partidista. El consenso en torno a la bandera rojigualda se rompió al asociarse estrechamente con el militarismo y autoritarismo de Primo de Rivera. Por primera vez fue impugnada o, al menos, tomó fuerza la necesidad de su reforma, pues lo que buscaban los republicanos era «añadir» un nuevo color, el morado, que recogiera los valores cívicos y democráticos que propugnaban. El mismo proceso de nacionalización autoritaria y desprestigio de los símbolos nacionales a ella asociados se repitió durante la dictadura franquista, pero también cuando la Segunda República proscribió y persiguió los viejos símbolos de la monarquía, convirtiéndolos así en refugio y estandarte de sus enemigos.

Durante la Transición se buscó establecer un consenso respecto a los símbolos depurándolos de los elementos más explícitamente asociados con la dictadura y mediante la renuncia a los símbolos republicanos. El primer paso lo dio el Partido Comunista, en un gesto que sirvió para contrarrestar la presión de ultras y militares sobre los sectores reformistas procedentes del régimen. Le siguieron poco después los socialistas. Con todo, durante los primeros años de la democracia se impuso la provisionalidad y la convivencia de símbolos diversos, con la voluntad explícita de no hacer de ellos un factor de división entre los españoles. Solo tras el 23F los constitucionalistas (con el PSOE a la cabeza) cerraron filas en torno a la bicolor que, dotada de un nuevo escudo, se convirtió en símbolo de la unidad constitucional. En las últimas décadas del siglo xx y primeras del xxi el contencioso simbólico ha vuelto a resurgir, tanto por el avance de los nacionalismos alternativos como por el uso político que hizo la derecha de los emblemas nacionales desde el primer gobierno de José María Aznar (1996).

Respecto al debate sobre el proceso de nacionalización, Moreno Luzón y Núñez Seixas concluyen que la difusión y consolidación de estos símbolos nacionales muestra que estaría más avanzado de lo que habitualmente se ha venido sosteniendo, a pesar de que la neutralidad de España en los grandes conflictos internacionales del siglo xx lastró su consolidación. La disputa o la existencia de movimientos nacionales alternativos no desmienten este aserto pues, como concluyen los autores, las nacionalizaciones amplias no implican consenso e integración.

La aplicación de las perspectivas introducidas por Michael Billig sobre el nacionalismo banal permite detectar hasta qué punto el uso de los símbolos nacionales se fue trivializando (especialmente en relación con la bandera, pero también de formas musicales claramente identificadas como españolas) desde mediados del siglo xix, pero sobre todo con la aparición de la sociedad de masas y su eclosión en la época franquista. Fue entonces cuando se generalizó una identificación sentimental y cotidiana de algunos elementos patrióticos que funcionó al margen de su apropiación y utilización por parte del Estado y que, ya en democracia, acabó convirtiendo a la nación, como en otros lugares del mundo, en artículo de consumo.

No obstante, ese proceso de banalización nacional no funcionó del mismo modo en aquellos territorios en los que existían nacionalismos alternativos. Aunque el trabajo de Moreno Luzón y Núñez Seixas se centra en el nacionalismo español, se ocupa también de los símbolos nacionales catalanes, vascos o gallegos por su relevancia para entender las dinámicas que marcaron la consolidación o transformación del primero. El enigma de por qué, tras un siglo xix en el que no había habido conflictos «nacionales» entre los diversos territorios de la península, irrumpieron con fuerza unos movimientos que desafiaban la unidad nacional sigue sin resolverse. No obstante, los autores apuntan hacia una posible explicación: fue precisamente la mayor insistencia «nacionalizadora» del regeneracionismo la que provocó una reacción contraria más contundente, iniciándose así una dinámica difícil de atajar. Una dinámica que propició a su vez una reacción autoritaria y militarista en defensa de la unidad de la patria que fue fundamental en la gestación y legitimación de dos dictaduras. La persecución emprendida por ambas contra los símbolos vascos y catalanes no consiguió sino aumentar la desafección hacia la nación y símbolos españoles en esos territorios peninsulares, además de situar la cuestión simbólica en el centro del debate. El catalanismo antifranquista o la izquierda abertzale nunca aceptaron plenamente unos símbolos nacionales asociados con la dictadura. Tras unos años de cierta convivencia en el marco de la España de las Autonomías, las campañas españolistas lideradas por la derecha en las últimas décadas y la propia banalización de los símbolos españoles (acompañada a menudo de la crítica a la menor legitimidad de los alternativos) no han hecho sino recrudecer y retroalimentar una dinámica imprevisible que se ha desbordado en los últimos años.

Los colores de la patria permite comprender mejor el proceso de construcción nacional española en su conjunto. De su lectura se desprenden también preguntas que esperan todavía respuesta. Se echan en falta más reflexiones sobre la relación entre los símbolos religiosos y los nacionales o sobre cómo su uso y apropiación estuvo condicionado por cuestiones de clase, raza o género. En cualquier caso, son cuestiones que se resolverán profundizando en lo planteado en un trabajo que será de referencia para el estudio de la simbología nacional española contemporánea.