SUMARIO

  1. NOTAS
  2. Bibliografía

Hace tan solo una década, el Estado constitucional y democrático de derecho parecía gozar de una estupenda salud. No solo se presentaba en países de larga tradición democrática, de manera indiscutible, como la mejor forma de organizar el poder, sino que era el modelo al que al final —y felizmente— se habían incorporado otros Estados de tradición autoritaria, tanto en Latinoamérica como en el Este europeo, y al que, en algún momento de entusiasmo que se concretó en la llamada Primavera Árabe, parecían también abocadas algunas repúblicas musulmanas.

Diez años —y una implacable crisis económica— después, el panorama parece haber cambiado radicalmente: la Primavera Árabe acabó en algunos casos en baños de sangre y, donde no fue así, dio escasos frutos de libertad; algunos países del Este cuestionan hoy aspectos esenciales del modelo y, lo que parecía impensable, en no pocas naciones occidentales los pilares sobre los que se construyó el Estado democrático se tambalean bajo la presión de nacionalismos y populismos, tristemente impulsados a veces por la actitud negligente de los actores políticos y, en particular, de los partidos. Se cuestiona la democracia representativa y se confía todo a la participación directa mediante el referéndum, cuando no mediante simples consultas a través de redes sociales; se contrapone democracia a Estado de derecho, se cuestiona el valor de la ley e incluso se llega a extremos de lo que podríamos llamar populismo judicial, con juicios paralelos y, en algunos casos, presiones desmedidas sobre los órganos jurisdiccionales y una crítica desproporcionada y ayuna de argumentos jurídicos de sus decisiones. A lo que hay que añadir en Europa el cuestionamiento del proceso de integración y, en España, la grave crisis suscitada por el independentismo catalán.

Por todo ello, parece más necesario que nunca volver a recordar los principios que están en la base del constitucionalismo. No, por supuesto, en la forma liberal originaria, claramente superada y mejorada con el Estado democrático y, sobre todo, social. Pero sí los que, de alguna manera, son inmutables, en el sentido de que sin ellos no es posible la pervivencia de la democracia constitucional.

Esa preocupación, según se reconoce expresamente, está en la base del libro de Paloma Biglino, Retos de la libertad y Estado constitucional, un título ya de por sí bastante elocuente. Se trata de una exposición clara y asequible —pero en modo alguno simple— de lo que supone el Estado constitucional, pensado principalmente para los estudiantes y con características de manual, pero cuya finalidad confesa va más allá de la formación académica: los temas tratados, explica ella misma, «no son meras construcciones teóricas» sino «instrumentos al servicio de la dignidad de la persona» (p. 13). Se trata, por tanto, de una reivindicación del Estado constitucional, no fácil —y es este un pensamiento que está presente a lo largo del libro— tras las consecuencias de la dura crisis económica a la que se han unido, en una combinación explosiva, graves casos de corrupción.

Los temas que se abordan son los clásicos, como no podía ser de otra forma, si bien presentados de una manera más novedosa: después de tratar del sentido del poder y lo que significa el Estado constitucional como forma de asegurar que esté al servicio del hombre y no al revés, se analizan las cuestiones relativas a su titularidad y los ingredientes más característicos del constitucionalismo: los derechos fundamentales —«El poder limitado»—, la división de poderes —«El poder dividido»— y el Estado de derecho —«El poder sometido»—. También son clásicos, en buena medida, los trabajos en los que Paloma Biglino se apoya, que responden además a su formación personal: junto con los clásicos en sentido estricto (Hobbes, Rousseau, Locke, Sieyés…), de los que se traen al texto frecuentes y atinadas citas, es fácil encontrar referencias a García Pelayo, con el que se comparte su concepto racional-normativo de Constitución (p. 35), pero también a Rubio Llorente, Aragón Reyes, o Garrorena Morales, entre otros. Y abundan, asimismo, las citas de autores italianos y norteamericanos, dos modelos con los que la autora está especialmente familiarizada.

La obra tiene el indudable mérito de ofrecer en pocas páginas una visión trasversal y completa de la evolución del Estado constitucional y una exposición de los principales desafíos con los que se enfrenta en nuestros días. Se trata de una síntesis que no es fruto, como he dicho antes, de la simplificación sino de quien ha madurado mucho cada una de las cuestiones que se tratan y es capaz de presentarlas de manera sintética y, a la vez, completa e incisiva. Y de hacerlo, además, con un estilo ágil y cuidado y una manera de exponer clara y concisa. Como estas líneas no son —ni deben ser— un resumen del libro, no glosaré su contenido, sino que me detendré en tres de las cuestiones que me han resultado más interesantes.

La primera, una idea que está ya presente en los primeros párrafos del prefacio: el Estado constitucional «es un edificio complejo, en el que todos los elementos son imprescindibles y se influyen mutuamente» (p. 14). Precisamente el ágil pero completo recorrido histórico que se realiza tiene la virtud de recordar cuáles son esos elementos, cómo aparecen y por qué: «[…] soberanía en la comunidad, división de poderes, reconocimiento de derechos fundamentales y Estado de Derecho» (p. 28). Unos componentes que, en cada país y en las distintas épocas, pueden darse en proporciones y formas distintas, pero «el Estado Constitucional no puede cumplir con la misión que tiene establecida si no es respetando todos y cada uno de los elementos sobre los que se fundamenta» (p. 29).

Como también se nos recuerda, la correcta articulación de esos elementos no es un problema meramente teórico. Y, por razones bien conocidas, es quizá este uno de los principales retos a los que se enfrentan los Estados constitucionales contemporáneos: superar la tentación de intentar resolver los desafíos del mundo globalizado o las deficiencias —a veces manifiestas— de nuestras democracias representativas mediante el sacrificio de alguno de esos pilares. Hoy es quizá el del Estado de derecho el que se ve más comprometido como consecuencia de un entendimiento sesgado de la democracia, hasta el punto de que se puede compartir la drástica afirmación de Paloma Biglino de que «pocas veces en su historia el Estado de derecho ha estado sujeto a tantos desafíos» (p. 154).

Uno de ellos, como acabo de señalar, tiene que ver con la pretendida contraposición entre Estado de derecho y democracia, con olvido de que esta solo es tal dentro del respeto a la ley y, en primer lugar, a la Constitución en cuanto ley suprema. El Estado de derecho, se nos recuerda, somete el poder a normas e impone restricciones a todo poder…, también el de la mayoría. Esto explica las tensiones, más agudas si los límites no se imponen a los representantes «sino al propio pueblo cuando este actúa directamente, por ejemplo, a través del referéndum», pues, «en cualquier Estado Constitucional la democracia directa también está sometida a formas y procedimientos» (p. 154). Y es que, como con frecuencia se olvida, y en nuestros días parece que, interesadamente, la democracia implica tanto la decisión de la mayoría como el respeto de las minorías, lo que pasa necesariamente por el respeto del ordenamiento jurídico, sin el cual no hay Estado constitucional.

Interesantes en esta línea son también las consideraciones sobre la seguridad jurídica, elemento esencial del Estado de derecho, que no solo hace posible el libre desarrollo de la personalidad sino «también la confianza de los agentes económicos, lo que facilita la estabilidad y desarrollo» (p. 164). Un valor que puede verse afectado por la proliferación de normas y la pluralidad de fuentes —Estado, comunidades autónomas, Unión Europea—, pero que también se ve comprometido —y estas son consideraciones mías y no de la autora— cuando se espera de los órganos jurisdiccionales que adopten decisiones que fuerzan el tenor de la norma hasta hacerla irreconocible. Algo que sucede, a veces, en aras de una visión expansiva de los derechos fundamentales con decisiones que pretenden suplir las carencias del poder político pero que vienen a ocupar el ámbito de discrecionalidad que solo a él corresponde (poniendo en riesgo no solo la seguridad jurídica sino la división del poder, otro de los pilares del constitucionalismo) ‍[2]. Y en otras ocasiones, de forma más burda, mediante juicios paralelos y presiones de la opinión pública (expresadas muchas veces a través de las redes sociales) que pretenden condicionar la decisión judicial.

Un segundo punto que quisiera destacar es el modélico tratamiento de una cuestión vinculada con la anterior y de no menor actualidad: la pretendida contraposición entre democracia representativa y democracia directa, un tema antiguo pero que en nuestros días ha alcanzado un especial auge de la mano de populismos y secesionismos. Tras unas sugerentes páginas sobre el concepto jurídico de pueblo como alternativa más acorde con el constitucionalismo que la idea de nación y la de simple población, se analizan en el libro las causas que han llevado a la actual insatisfacción, «derivada de la toma de conciencia de la excesiva distancia que separa a los representantes y a los representados» (p. 64). Pero se sale al paso de los argumentos —tantas veces simplistas— que ven en el referéndum la solución a tales males.

Merece la pena presentar, aunque sea esquemáticamente, las razones que desvirtúan esa pretensión (pp. 65-66): en ocasiones se utiliza como medio del Ejecutivo, a modo de cuestión de confianza, frente a la oposición de las instituciones representativas; no pocas veces persigue la marginación del Parlamento, único órgano donde están representadas las minorías; no faltan casos en los que es utilizado por una fuerza política minoritaria para movilizar el electorado y mejorar sus expectativas electorales; los problemas para que el electorado se atenga estrictamente a la cuestión sometida, pues se plantea siempre en un contexto más amplio que necesariamente va influir en la decisión (algo que con frecuencia es utilizado por la oposición), y, por último, dificultades desde un punto de vista conceptual, pues —se nos recuerda— deja de lado otro de los elementos de un Estado democrático, que es el pluralismo.

Pero que la democracia directa no sea la panacea de nuestros problemas no significa que estos no existan y que la desafección hacia la democracia representativa no tenga razones de peso a las que es necesario dar respuesta. Y entre ellas está sin duda el funcionamiento anómalo —por decir los menos— de los partidos políticos, a los que se dedica una justificada especial atención

Recientemente ha aparecido otro trabajo sobre el tema del que ella es coordinadora, además de ser quien redacta su introducción y las conclusiones (

Biglino Campos, P. (coord.) (2016). Partidos políticos y mediaciones de la democracia directa. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Biglino Campos, 2016
).

‍[3]
. Tras un breve recorrido histórico se centra en lo que significativamente llama «funciones y disfunciones de los partidos en las democracias actuales» (pp. 72 y ss.). Poca duda hay de que sin partidos no hay democracia, pero a partir de aquí es fácil detectar lo que podíamos llamar sus patologías que, en no poca medida, están en la base de la percepción de la distancia cada vez mayor entre representantes y representados y, por ello mismo, de la citada desafección hacia la democracia representativa. Al prácticamente monopolio de los partidos en la presentación de candidatos electorales, se une su control de los Parlamentos y, como una clara patología, sus intentos de influir en «instituciones de naturaleza independiente, como son los tribunales constitucionales, los tribunales ordinarios o las instituciones financieras» (p. 75). Algo que excede de la misión que constitucionalmente les corresponde y que, en la medida en que afecta a los órganos jurisdiccionales, «desnaturaliza el Estado de Derecho» (ibid.).

En la raíz de los problemas está lo que certeramente describió hace ya algunos años Rubio Llorente: la tendencia —que consideraba inherente en los partidos de masas— a invertir la relación entre finalidad última —gobernar el Estado de acuerdo con ciertas ideas y valores— y finalidad inmediata —la permanencia en el poder— ( ‍Rubio Llorente F. (2014). Defectos de forma. Revista Española de Derecho Constitucional, 100, 133-165.Rubio Llorente, 2014: 137). Las dificultades surgen a la hora de buscar fórmulas para invertir esta tendencia. La cuestión no se aborda en el libro, pero sí debe destacarse que en él se sale al paso de la solución fácil (más «fácil» que «solución») de confiar todo al mandato de democracia interna, que desde luego está en el art. 6 de la Constitución y no puede quedar en papel mojado. Pero de forma totalmente acertada se nos advierte de que dicha exigencia no solo suscita dudas sobre cómo hacerla eficaz, sino que plantea tensiones en su articulación con la autonomía, de la que asimismo deben gozar los partidos. Y señala con agudeza que «la democracia no es el único valor a tener en cuenta, dado que los partidos deben contar también con una cierta jerarquía interna que facilite la adopción de decisiones» (p. 75). En este sentido, las experiencias de elecciones primarias que hemos vivido en nuestro país han aportado poco a la necesaria renovación de los partidos, cuando no han planteado, además, nuevos problemas.

El tercero de los temas en el que querría detenerme tiene que ver con la preocupación de Paloma Biglino por garantizar los derechos sociales y, de forma más amplia, por encontrar respuestas frente a los retos que para la libertad e igualdad supone la globalización económica. No se dedica a esta cuestión ningún apartado o epígrafe específico, pero está presente a lo largo del libro y a ella se dedican, a modo de colofón, sus últimos párrafos. Y no resulta, desde luego, extraña al objeto de un libro que trata de los retos para la libertad y el Estado constitucional. El constitucionalismo no es sino una forma histórica de organizar el poder para garantizar los derechos y, en última instancia, ponerle al servicio de los ciudadanos y no al revés. Hasta ahora ha funcionado —con más o menos éxito dependiendo de los países— en el ámbito del Estado. Un ámbito, sin embargo, que cada vez se ve más desbordado por una globalización en la que, como se recuerda en el libro, «no es fácil someter a estas entidades [multinacionales, grandes corporaciones, fondos de inversión milmillonarios…] a Derecho, no solo porque actúan en diferentes países y se toman decisiones fuera de las fronteras de los Estados, sino también porque dichos actores tienen capacidad suficiente como para imponer sus propios intereses a las instituciones que marcan la decisión política» (pp. 192-193).

Aunque como vemos cada día esos nuevos poderes pueden poner en riesgo importantes aspectos de la libertad y privacidad e incluso influir —o al menos intentarlo— en las elecciones libres, base de la democracia, a la autora parecen preocuparle especialmente —y no sin razón— los aspectos económicos, que tienen más que ver con el bienestar de las personas, finalidad de los intentos de fundar el poder en el consenso de los ciudadanos (p. 26). Un bienestar que se ha visto comprometido, como recuerda en diversos momentos del libro, por la crisis económica que arrancó en 2007-‍2008, que supuso «un retroceso en los derechos fundamentales» y «ha alterado la función mediadora que corresponde al poder público en el Estado Social y Democrático de Derecho» (p. 79). Algo que, además, no está claro que sea «un fenómeno meramente coyuntural» (p. 100).

Se trata de una preocupación que afloró también en los últimos trabajos de Rubio Llorente, quien, haciéndose eco del «trilema político fundamental de la economía mundial» formulado por Dani Rodrik, traía a colación la opinión de un buen número de autores significativos según la cual «la hiperglobalización impone a todos los Estados una “dorada camisa de fuerza” que les obliga a aceptar sus reglas, con las que los países se hacen más ricos, y el espacio de la política se reduce» ( ‍Rubio Llorente, D. (2012). Discurso de aceptación del nombramiento como doctor Honoris Causa por la Universidad de Valladolid. Revista de Derecho Constitucional Europeo, 20, 345-360.Rubio Llorente, 2012: 349).

El tema excede desde luego de estas páginas, como excede de las pretensiones del libro de Paloma Biglino. Pero desde luego no es una cuestión menor para quien estudia —y quiere preservar— los valores del constitucionalismo. Al mismo tiempo, las dificultades son inmensas en un mundo en el que la globalización económica no va unida a instituciones globales y al acuerdo de los Estados. Quizá ello explique —aunque no justifique— el repliegue que estamos viendo en algunos países hacia sus fronteras, con el consiguiente proteccionismo, cuando no un marcado nacionalismo.

Estos son los temas abordados en el libro que, en este momento, me ha parecido más oportuno resaltar, pero no porque no haya otros igualmente relevantes. Lo son, desde luego, las páginas que se dedican a los derechos —«El poder limitado»— y a la división del poder, y, dentro de ella, a las formas de organización territorial. El lector disfrutará con las páginas dedicadas al federalismo americano (pp. 138 y ss.), que Paloma Biglino conoce bien y al que dedicó mucha atención en una importante contribución anterior ( ‍Biglino Campos, P. (2007). Federalismo de integración y de devolución: el debate sobre las competencias. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Biglino Campos, 2007). Una familiaridad que también se nota en el tratamiento de la supralegalidad de la Constitución y el nacimiento del control de constitucionalidad en los Estados Unidos (pp. 167 y ss.). Quizá si hubiera que poner un pero a la obra sería la escasa presencia del proceso de integración europeo, algo que, por otra parte, conoce bien la autora y a lo que ha dedicado importantes trabajos. Es verdad que no faltan referencias aisladas y que, en cierta medida, se trata de un fenómeno colateral al desarrollo del Estado constitucional como forma política. Pero es un fenómeno que incide de manera relevante en la manera de entender y desenvolverse el constitucionalismo en los países miembros, como España, y quizá la principal esperanza para contrarrestar en alguna medida los efectos negativos de la globalización que tanto preocupan a la autora.

Estamos, en todo caso, ante un libro excelente y de lectura muy recomendable. Se trata, además, y no me importa reiterarlo, de una obra especialmente oportuna en estos momentos. Es verdad que los nuevos retos a los que nos enfrentamos trascienden de algunos de los planteamientos clásicos y que son necesarias nuevas construcciones teóricas. Pero no lo es menos que, si se quiere que sirvan para garantizar la libertad, la igualdad y el bienestar de los ciudadanos, deberán construirse sobre los cimientos del Estado constitucional y no, como a veces se puede tener la tentación, de espaldas a él. Como ya recordara hace muchos años Martin Kriele, el proceso de adaptación a los nuevos requerimientos supone, «en los Estados constitucionales existentes, la conservación de lo ya alcanzado y la modificación paulatina» ( ‍Kriele, M. (1980). Introducción a la Teoría del Estado: fundamentos históricos de la legitimidad del Estado constitucional democrático. Buenos Aires: Depalma.Kriele, 1980: 192), no su abandono.

Se trata de una idea que creo que sigue siendo muy actual y sobre la que ha llamado la atención Christian Somek en su conocido libro The Cosmopolitan Constitution ‍[4], saliendo al paso de la fuerte corriente de pensamiento que ve en el Estado nación el único obstáculo para el progreso humano, algo que para él tiene el riesgo de robar al constitucionalismo su núcleo político. Para evitarlo, propone concebir la Constitución cosmopolita como una Constitución nacional que somete su funcionamiento a la supervisión de instituciones internacionales. Sea o no esa la fórmula que requieren los desafíos actuales, lo que parece claro es que la solución pasa por respetar los valores que están en la base del constitucionalismo y no por su supresión. Como ha recordado recientemente Aragón Reyes:

[…] en estos tiempos en los que la democracia constitucional está asediada por populismos, nacionalismos o fundamentalismos, que son el nuevo rostro del totalitarismo, conviene insistir en que la democracia no suele morir por la fuerza de sus enemigos, sino por la desidia o vileza de sus amigos, esto es, por la corrupción de las propias instituciones democráticas, que pierden, así, su capacidad de resistencia, dejando el campo libre a quienes pretenden destruirlas. Ese es el peligro que la democracia corre en el presente. Para conjurarlo, no hay otro camino que el de las reformas, jurídicas, políticas y sociales, orientadas a mejorar la democracia, no, obviamente, a abandonarla, traicionando los valores que la identifican ( ‍Aragón Reyes, M. (2019). La crisis de la democracia constitucional: ¿un pasado que amenaza volver? Revista de Libros, 203. Disponible en: https://bit.ly/2FUOCSjAragón Reyes, 2019).

El libro de Paloma Biglino es una exposición inteligente y comprometida de esos valores y de cómo se articularon para dar nacimiento al Estado constitucional, la forma de organización política hasta ahora más exitosa para garantizar la libertad y bienestar de los ciudadanos.

NOTAS[Subir]

[1]

Sobre el libro de P. Biglino Campos, Retos a la libertad y Estado constitucional, Tirant lo Blanch, Valencia, 2018, 200 págs.

[2]

Me he ocupado recientemente del tema ( ‍Gómez Montoro, A. (2019). La obsolescencia de los derechos. Revista Española de Derecho Constitucional, 115, 47-79. Disponible en: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.115.02Gómez Montoro, 2019).

[3]

Recientemente ha aparecido otro trabajo sobre el tema del que ella es coordinadora, además de ser quien redacta su introducción y las conclusiones ( ‍Biglino Campos, P. (coord.) (2016). Partidos políticos y mediaciones de la democracia directa. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Biglino Campos, 2016).

[4]

 ‍Somek, A. (2014). The Cosmopolitan Constitution. Oxford: Oxford University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1093/acprof:oso/9780199651535.001.0001Somek, 2014. Esa idea central de la obra se expone ya en el prefacio.

Bibliografía[Subir]

[1] 

Aragón Reyes, M. (2019). La crisis de la democracia constitucional: ¿un pasado que amenaza volver? Revista de Libros, 203. Disponible en: https://bit.ly/2FUOCSj.

[2] 

Biglino Campos, P. (2007). Federalismo de integración y de devolución: el debate sobre las competencias. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

[3] 

Biglino Campos, P. (coord.) (2016). Partidos políticos y mediaciones de la democracia directa. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

[4] 

Gómez Montoro, A. (2019). La obsolescencia de los derechos. Revista Española de Derecho Constitucional, 115, 47-‍79. Disponible en: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.115.02.

[5] 

Kriele, M. (1980). Introducción a la Teoría del Estado: fundamentos históricos de la legitimidad del Estado constitucional democrático. Buenos Aires: Depalma.

[6] 

Rubio Llorente, D. (2012). Discurso de aceptación del nombramiento como doctor Honoris Causa por la Universidad de Valladolid. Revista de Derecho Constitucional Europeo, 20, 345-‍360.

[7] 

Rubio Llorente F. (2014). Defectos de forma. Revista Española de Derecho Constitucional, 100, 133-‍165.

[8] 

Somek, A. (2014). The Cosmopolitan Constitution. Oxford: Oxford University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1093/acprof:oso/9780199651535.001.0001.