En los últimos años del siglo xx prosperó entre los historiadores —sobre todo en los influidos por la tradición escolar francesa— considerar que todo discurso histórico contendría ya un grado, siquiera mínimo, de competencia epistemológica: los escritos de Gérard Noiriel, tan apreciados en España, lo ejemplifican bien. Una supuesta competencia que sin embargo no se sabía —ni querría saberse seguramente— cómo se había adquirido y llegado a poseer, hallándose la historia tan alejada de la filosofía y siendo, en general, el acercamiento de algunos de sus practicantes a las ciencias sociales puramente instrumental. Por lo demás, resultaría evidente que muchos de ellos habrían sido (y acaso siguen siendo aún) empecinadamente reacios a toda reflexión teórica y científico-social. Desde finales de los años setenta del siglo xx, ciertamente, en especial en medios anglosajones, la preocupación por la pobreza del empirismo (una tensión antigua si se quiere, pero minoritaria) amplió visiblemente su presencia en la profesión. Los más optimistas creyeron que se estaba cubriendo a toda prisa el déficit teórico…, hasta que llegó de repente el colapso de la confusamente denominada vuelta del sujeto. Un retorno equívoco y ambiguo, que se acompañó de otra supuesta vuelta, la del relato, y que, tanto aquí como allá, enmascaró las polémicas teóricas del fin de siglo tras el disfraz liviano de un admonitorio rechazo —con razones más o menos explícitas de orden político— ante la peligrosísima invasión posmoderna. La naturaleza moral de esos «peligros» quedaría, sin embargo, por definir, y desde luego también su vertiente epistemológica. Tal es el punto de partida que abre la discusión que Marisa González de Oleaga aborda con energía en este libro.

En Itinerarios, un texto felizmente valiente, y en nuestros contextos académicos inusual, la autora ha querido rescatar los debates de los años noventa y el comienzo del siglo xxi para exponer —en círculos concéntricos o con armazones dialécticos tangentes— su decidida posición proactiva, ante un colectivo profesional que insiste en presentar como escasamente receptivo al debate. En caso de haberse involucrado en la polémica, viene a decir González de Oleaga, quien en su día lo hiciera no sabría dejar de anteponer —admite que, quizá, inconscientemente— la imposición mediadora de su propia experiencia. Ello influiría decisivamente a la hora de esgrimir, ante la discrepancia interpretativa o la diversidad de posiciones, una postura acre y generalmente defensiva, contando con la complicidad del sostén académico y en ocasiones también mediático. La pregunta por la utilidad social de la historia, por sus usos derivados, de manera indirecta, del discurso académico hegemónico, se halla en la diana de la autora.

Comienza preguntándose si en 2019, dos décadas después del debate historiográfico que originó temores y reacciones en aquel tiempo de «adolescencia rebelde de la historiografía» (p. 6), tiene sentido publicar un libro que invite a repensar el asunto. Yo creo que la respuesta rotunda es que sí, precisamente porque —convengo con la autora— buena parte de lo que allí se debatió (quizá al igual que pasó con la prosa y Monsieur Jourdan…) ha calado de hecho en nuestras prácticas historiográficas, independientemente de que seamos o no conscientes de la transformación operativa y conceptual en curso. Aunque es en ese punto, el de mostrar efectivamente al lector la libertad formal de esas prácticas, en el que quedamos deseosos de un mayor tratamiento (bien es verdad que ello requeriría otro tipo de ejercicio, que aquí empañaría posiblemente el hilo conductor de la argumentación).

Combinando una importante y bien meditada comprensión de las lecturas anglosajonas imprescindibles con un amplísimo uso de artículos de revista y monografías (History and Theory en lugar central, pero no único), circularán por estas páginas, hábilmente enlazados, nombres e ideas que en los contextos hispanos no siempre hemos llegado a utilizar con provecho. Nombres e ideas de muy distinta orientación: Stanley Fish, Marshall Sahlins, Gregory Bateson, Geoffrey R. Elton, Jean-François Lyotard, Alun Munslow, Gertrude Himmelfarb, Gabrielle M. Spiegel, Arthur Marwick, los dos Stone (Lawrence y Norman, tan diferentes en actitud, pero tan influyentes ambos), Christopher Norris, Bryan Palmer, Neville Kirk, Berel Lang, Nancy F. Partner, Terry Eagleton, David Löwenthal, Michael Walzer, Paul Ricoeur, Richard Rorty, Elizabeth Fox-Genovese, Joyce Appleby, Lynn Hunt, Patrick Joyce, Catriona Kelly, Wulf Kansteiner, Frank Ankersmit, Keith Jenkins, Dominick LaCapra, Allan Megill, David Harlan…, y desde luego Hayden White y Jürgen Habermas (quizá el más decisivo en que una parte de la comunidad historiográfica batallara contra el enemigo postestructuralista, no siempre posmarxista…). Con muchísimos autores más y un importante aparato crítico, la historiadora dibuja aquí un recorrido —o, mejor dicho, una especie de delta de caminos que fluyen y confluyen: itinerarios en plural, como indica certeramente el título—, por los cuales la historia (discursiva siempre, como diría Joyce) se nos ofrece hoy. Mediante su comprensión la autora nos propone ayudar a vencer eso que desde finales del siglo pasado ella observa, perspicaz, como un no controlado «malestar en la historiografía».

Su experiencia docente ha mantenido atenta a Marisa González a procurar el entendimiento de la historia con la filosofía y las ciencias sociales, como nos muestran páginas aquí incorporadas con algunos textos publicados y otros nuevos, expuestos en una prosa tan densa conceptualmente como a veces poética y metafórica. Su intención de «desestabilizar los límites entre filosofía e historia» (p. 17) revela la plausible ambición de un escrito excelente, un ejercicio óptimo de historia intelectual, que debería ser de obligada lectura para todo profesional de la historiografía, pero también —como ella misma quiere, y ojalá ese deseo no peque de optimismo— para estudiantes universitarios.

En uno de los capítulos, «Cruce de caminos», somete su texto principal a la mirada de otros colegas en un ensayo coral y reflexivo —a la vez que juego de espejos— que deja ver si cabe con mayor claridad en el texto principal la posición moral que inspira a todo aquel que emprende un ejercicio historiográfico, incluido el suyo propio. Pablo Sánchez León, una de las voces invitadas, es quizá quien más explicita esa vertiente moral, ponderando de la autora el saber defender su posición «manteniendo la sangre fría» (p. 127) mientras arriesga. Por su parte, es fácil convenir con otro de los autores invitados, Miguel Martorell, que ha sido la situación posmoderna (inestable y abierta por demás en sí misma, recalcaría yo) la que abre a la autora la posibilidad «de ser libre al hablar del pasado», y por no obedecer, discutir y crear (p. 154).

En efecto, ¿quién puede ya ignorar, a estas alturas, que los autores posmodernos no niegan la existencia misma de la realidad, los acontecimientos, sino que lo que ponen de relieve es que las discusiones historiográficas versan sobre interpretaciones y no sobre hechos…? Y siendo así, interroga, «¿por qué incomoda tanto la pluralidad y la diversidad de experiencias humanas?» (p. 35), una pluralidad y una variedad que fundamentan aquella diversidad de interpretaciones existentes, acordes con las vidas y expectativas diferentes… Es decir: ¿por qué somos los propios historiadores tan escurridizos y reticentes, precisamente nosotros, a la historicidad…? Afrontando respuestas siempre fragmentarias, la historiadora despliega su personal itinerario, un palimpsesto marcado permanentemente por duda, pregunta y búsqueda. Una inmersión en el pasado —el propio y el social— que desvela la profunda preocupación existencial de la autora, una característica que reafirma y poetiza otro de sus libros recientes (2019): Transterradas —poética y política construcción coral—, añadiéndole complejidad experiencial a este que comentamos.

¿Quién podría objetar hoy ya, honestamente, que estamos obligados a «convivir con variadas versiones del pasado» y que debemos «aprender» a ello…? ¿Y quién se atrevería a discutirle a la autora que «este nuevo ejercicio implica un movimiento ético fundamental (y doloroso): desplazar la verdad del pasado (las cosas fueron así) a la responsabilidad de los sujetos en el presente (así las vemos y debemos responder por ello…)?» (p. 270). En los momentos en que escribo esto —la dolorosa primavera de 2020— un libro como este no debería entenderse nunca como un punto de llegada, sino al contrario, un valioso punto de partida, una herramienta útil para la imprescindible, y muy consciente acción, que nos implica y que, en adelante, nos obliga.

LaCapra habló de textos con los que es bueno pensar y otros, en cambio, sobre los que es bueno hacerlo. Este Itinerarios. Historiografía y posmodernidad de Marisa González de Oleaga cumple las dos funciones, por su carácter clarificador en cuanto a la dimensión performativa y perlocutoria —como en toda actividad que lo implique— del lenguaje en nuestro oficio. Un objeto que la autora explora con sus queridas metáforas instrumentales: la «estrategia del colibrí» o el «tábano» como herramienta crítica (por cierto, que metáfora benjaminiana también…), una tarea que ya hicieron explícita sus esfuerzos teóricos primeros. «De lobos y de fauces», publicado en 1997 e incluido también aquí, proponía ya un «saber socialmente útil» que habilitara para «entrever alternativas futuras mediante la acción de los sujetos» (p. 174). A no olvidar.