«La desnazificación nos ha traído muchas desgracias y calamidades» fueron las palabras pronunciadas por Konrad Adenauer ante el Bundestag el 20 de septiembre de 1949, mediante las cuales manifestaba su desconfianza hacia las políticas angloestadounidenses de reeducation and reorientation, en cuanto hacían muy difícil (incluso para un veterano opositor al nacionalsocialismo como él) la reconstrucción política y sentimental de la sociedad alemana. En cualquier caso, la suya no se trataba de una inquietud infundada, sino que la percepción popular de tales políticas como una vergonzosa Siegerjustiz (justicia de vencedores), que dividía a los alemanes en función de su implicación en el engranaje nazi, revelaba la dificultad de rendir cuentas con un doloroso pasado del que muy pocos querían hacerse cargo. Solo así expresiones como «catástrofe» o «desastre» lograron desplazar en el vocabulario de posguerra una palabra como «derrota», que para la mayoría contradecía el anhelo de unidad de todos los alemanes en su cometido de reconstruir un país reducido a escombros. La cuestión es en qué medida este comprensible deseo de comunión descansaba sobre una problemática confianza en la fuerza curativa del olvido. O mejor dicho: sobre la falta generalizada de reflexión acerca del pasado.

Es justamente en esta irreflexión de posguerra que Géraldine Schwarz inicia en Los amnésicos un pertinente y original recorrido por los trabajos de la memoria en Alemania, principalmente, pero también en Francia, Italia y Austria, al compás de la pujante y voluminosa producción interdisciplinar en torno a lo que Jay Winter ha calificado de memory boom. En este sentido, la periodista francoalemana retoma con lucidez el hilo reflexivo que autores como Theodor Adorno, Karl Jaspers o Hannah Arendt tejieron en su esfuerzo por comprender de qué forma categorías como el mal, la culpa o la responsabilidad operan sobre las conductas humanas, especialmente en contextos marcados por graves experiencias traumáticas. Partiendo de tales referencias, la obra de Schwarz resulta pertinente por la relevancia del estudio de los procesos de memoria en el debate actual sobre la crisis del consenso democrático de posguerra, e igualmente original en la medida que desarrolla un enfoque y una metodología a caballo entre la investigación histórica, el ensayo político y el género biográfico, lo que sitúa este trabajo en la estela de otros recientes que, como el de Philippe Sands en Calle Este-Oeste (2017), recurren a las «pequeñas» historias familiares y personales como vía de acceso a la «gran» historia.

Así, atravesada por la mixtura de su condición nacional, la autora nos ofrece en Los amnésicos algo que anticipa el subtítulo del libro: la Historia de una familia europea, que traza metafóricamente mediante la indagación de su propia historia familiar, para con ello elaborar una explicación y reflexión general sobre la historia de la memoria europea desde 1945. La memoria familiar opera como eje narrativo y fondo documental para el examen de los diversos y cambiantes montajes de la memoria del nazismo en Alemania, que Schwartz reconstruye a partir de la experiencia de su familia paterna y que confronta con la memoria francesa de Vichy y de la ocupación alemana. Asimismo, la autora no desatiende el papel que ocupa el legado de la República Democrática Alemana en la configuración de un imaginario histórico no solo del periodo nazi, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, sino también de la experiencia misma del «socialismo real» y de su contribución a la formación de la identidad alemana.

El libro comienza con una confesión que introduce el concepto central sobre el que pivotará toda su argumentación: «No estaba especialmente predestinada a interesarme por los nazis. Los padres de mi padre no habían estado ni del lado de las víctimas, ni del lado de los verdugos. No se habían distinguido por actos de valentía, pero tampoco habían pecado por exceso de celo. Simplemente eran Mitläufer, personas que siguen la corriente». Así, en la mediana ciudad de Mannheim, un ambicioso Karl Schwarz se afilia al Partido Nacionalsocialista y en 1938, al amparo de las leyes de desjudización, compra a bajo coste una pequeña empresa local a sus propietarios judíos. Su esposa Lydia, menos pragmática, profesaba un afecto esperanzado hacia Hitler y esa «mezcla audaz de glamour y socialismo» que desprendían sus políticas de exaltación germánica y esparcimiento popular. Con todo, nos dice la autora, no era una convicción ideológica o militante la que guiaba tales actitudes, sino que sus abuelos, que asistieron horrorizados a la virulencia de la Kristallnacht (Noche de los Cristales rotos), fueron sencillamente unos de los millones de alemanes que se dejaron llevar por una corriente que, fruto de una incesante acumulación de pequeñas cegueras, cobardías y oportunismos, proporcionó las condiciones de aceptación y aquiescencia necesarias para la consumación de los crímenes masivos del Tercer Reich. Para Schwarz, la magnitud de los mismos solo pudo llegar a ser tal una vez comprobada la pasividad que personas como sus abuelos, ajenos al entusiasmo por el examen de la pureza racial, habían demostrado al aprovecharse de las ventajosas oportunidades que les ofrecía la antisemita legalidad nazi.

De este modo, en la categoría de Mitläufer (seguidor o simpatizante) encuentra Schwarz algunas claves explicativas del trabajo de memoria que elabora la sociedad alemana, que hasta la década de 1960 hizo privilegiar su padecimiento sobre cualquier ejercicio de reflexión pública de lo acontecido. En su doble condición de víctimas, de los nazis (pero sobre todo de Hitler y sus altos mandos) y de los bombardeos aliados, los alemanes occidentales negaron toda responsabilidad con el historial persecutorio y asesino del régimen, siendo especialmente robusta la fuerza de negación en lo relativo al exterminio de millones de judíos, algo que hasta finales de los setenta continuaba siendo un tabú en Alemania. La memoria del genocidio, sugiere Schwarz, quedaba subsumida en la del conjunto de las víctimas del nazismo y la guerra, como una estrategia para aliviar el temor de la sociedad a encarar la realidad de la eliminación premeditada de los judíos alemanes. De hecho, esta amnesia estuvo correspondida por una evasiva confrontación penal con el pasado —a través de sucesivas amnistías y una restitución funcionarial de miles de desnazificados, incluidos muchos de los sentenciados en Núremberg—, en el marco de lo que Norbert Frei considera una «política del pasado» deliberada que, más allá de las convicciones personales de Adenauer, respondía a las necesidades político-morales de millones de alemanes.

Será a partir de los años sesenta cuando comience a instalarse una memoria negativa del pasado nacionalsocialista, a medida que el interrogante por la responsabilidad individual bajo el Tercer Reich se vuelve central para toda una generación de jóvenes que «acusaban a la generación del milagro económico de haber enterrado los crímenes del pasado bajo una montaña de comodidad material». La amnesia, nos dice Schwarz, daría paso a una obsesión colectiva con el nazismo, representada en su versión más radical por la «resistencia compensadora» de la Baader-Meinhof, pero que contribuyó de forma decisiva a sentar los fundamentos de una discusión sobre el significado de dicha experiencia para la vida democrática de Alemania. En la formación de esta nueva conciencia histórica, especialmente determinante fue el trabajo del fiscal general Fritz Bauer, que en un difícil contexto de rehabilitación incondicional logró la declaración del Tercer Reich como «Estado de no derecho» —lo que legitimaba las resistencias, atentados e insubordinaciones contra este— y el inicio en 1963 de los procesos de Auschwitz, que marcan un punto de inflexión en esta política del pasado: la afirmación de la memoria como parte indisociable de la identidad alemana; algo que ni Helmut Kohl ni las «tendencias apologéticas de la historiografía alemana», como denunciaría Habermas, fueron capaces de revertir.

Una de las tesis fuertes del libro es que el éxito de la memoria alemana como resorte de la formación democrática de posguerra radica en la superación del marco reduccionista que opera bajo las categorías de víctimas, monstruos y héroes, al interrogarse justamente por la mayoría de Mitläufer de quienes, tanto entonces como ahora, depende la motricidad de los movimientos antidemocráticos. En ese sentido, Schwarz encuentra en el mito de la «Francia resistente» el contrapunto a dicho trabajo de responsabilidad histórica, supeditado durante cincuenta años al ensalzamiento del heroísmo nacional contra la ocupación alemana. Lo cierto es que, siguiendo la máxima degaulliana de que «Francia no necesita verdades, Francia necesita esperanza», ni Mitterrand ni sus predecesores decidieron apostar por una explotación honesta del pasado y negaron en todo momento algo que investigaciones como la de Robert O. Paxton en La Francia de Vichy (1973) procuraron demostrar: que la colaboración con Alemania, en lugar de limitarse a las cláusulas del armisticio, había convertido al país en cómplice de actos criminales, incluida la deportación de miles de judíos extranjeros y nacionales a los campos de la muerte. Así, el reconocimiento público de las responsabilidades históricas de Francia tardaría años en llegar, propiciado por el impacto que en este y otros lugares tuvieron publicaciones como La destrucción de los judíos europeos (1982) de Raul Hilberg, la serie televisiva Holocausto (1978) y, sobre todo, la película documental Shoah (1985) de Claude Lanzmann.

En cierta manera, la autora trata de establecer unos parámetros ecuánimes de lo que, siguiendo la trayectoria alemana, debería caracterizar un trabajo de la memoria que aspire no solo a atribuir culpas y responsabilidades individuales a los perpetradores o Täter, sino que se ocupe también de construir una conciencia crítica del presente a partir de los aprendizajes que la historia de millones de «normales y corrientes» Mitläufer puede ofrecernos sobre la falibilidad de nuestras convicciones y el peligro de la indiferencia y la erosión de una ética cívica para la conservación de nuestras democracias. Solo si la memoria europea del fascismo consigue superar binarismos como los que, sugiere Schwarz, han dominado el relato nacional en Francia, Austria, Italia o, muy especialmente, en la extinta República Democrática Alemana —que han privilegiado la resistencia y padecimiento interior frente al agravio de un victimario exterior, incluso en el imaginario germanoriental—, estaremos en condiciones no solo de apreciar la complejidad de los procesos históricos, sino también de aprehenderlos como herramienta de prevención contra discursos reduccionistas y esencialistas que, de forma creciente, perfilan la política contemporánea.

Así pues, aun cuando Schwarz hace descansar su razonamiento sobre una declarada admiración por el exitoso trabajo de memoria en Alemania —cuyo «sentido de lo colectivo y honestidad intelectual parecen más profundos que en muchos países», lo que podría ser objeto de crítica y debate—, esto no desmerece su esfuerzo por discernir las diferentes facetas que el recuerdo colectivo de pasados traumáticos puede desempeñar en la forja de una cultura histórica que repercuta en la definición de una política democrática. Prudencia y espíritu crítico frente a liderazgos providenciales, revisionismos nostálgicos y retóricas excluyentes: esta es la receta del libro en un tiempo en que, a la vista del auge de la nueva derecha radical, corremos el riesgo de reactivación de los mecanismos sociales que llevaron a toda una generación a convertirse en Mitläufer, cuando no en activos perseguidores. Y para ello, no obstante, la autora es consciente de que no basta con afianzar una memoria negativa del extremismo político de entreguerras, sino que debe reivindicarse la «herencia luminosa» de la lucha democrática del siglo xx, cuyo legado debe ser rememorado frente a quienes tratan de revalidar pasados victimarios.

A este respecto, parece conveniente matizar a José Álvarez Junco cuando afirma en el epílogo que la actitud de Géraldine Schwarz «no es condenatoria ni reivindicativa, sino comprensiva». Esto es así en la medida que la autora no pretende atribuir culpas ni eximir de ellas a nadie, sino que reconoce la complejidad de lidiar colectivamente con responsabilidades y deudas históricas heredadas. Ahora bien, en cualquier caso, el suyo es un ejercicio de comprensión mediado por la urgencia de la acción: una acción de resistencia para no sucumbir al embate de quienes intentan socavar el difícil trabajo de memoria realizado desde 1945. Y es por esta razón que, ante la dificultad para enjuiciar a posteriori el comportamiento de personas corrientes como sus abuelos —«¿hasta qué punto era posible no ser un Mitläufer?»—, Schwarz llega a la conclusión de que lo verdaderamente importante es el aprendizaje que podemos extraer para nuestra vida en común. A fin de cuentas, «que no sepamos cómo nos habríamos comportado no significa que no sepamos cómo habríamos tenido que comportarnos. Y cómo tendríamos que comportarnos en el futuro».