RESUMEN

Mediante el proceso constituyente de las Cortes de Cádiz, por primera vez, de manera legal, se derogó en Cataluña la Nueva Planta borbónica. Los diputados catalanes convinieron en instaurar una monarquía moderada como forma de gobierno de acuerdo a la separación de poderes y en erigir un Estado nacional a tenor de la soberanía nacional. Eso sí, difirieron en cuanto a su organización. Tal y como estableció la Constitución doceañista, Antonio de Capmany y José Espiga defendieron un Estado centralizado políticamente y uniforme culturalmente. Por el contrario, Aner se manifestó favorable a reconocer las particularidades de las provincias o reinos que conformaban la extensa y heterogénea monarquía hispánica. Finalmente, resulta idóneo remarcar que federalismo, republicanismo y democracia fueron considerados anatemas políticos.

Palabras clave: Cortes de Cádiz; Constitución de 1812; diputados catalanes.

ABSTRACT

During the process approving the Cádiz constitution, the Bourbon Nueva Planta was, for the first time, revoked in a legal manner with regard to Catalonia. The Catalan deputies preferred the installing of a moderate monarchy, as a form of government based on the separation of powers and a nation state based on national sovereignty. Of course, they differed in the precise form of this organization. As was underlined by the 1812 Constitution, Antonio de Capmany and José Espiga advocated for a politically centralized and culturally uniform state. On the contrary, Aner favoured recognizing the particularities of the provinces or kingdoms that made up the extensive and heterogeneous Hispanic Monarchy. Finally, it should be pointed out that federalism, republicanism and democracy were considered political anathemas.

Keywords: Spanish Parliament of Cadiz; Constitution of 1812; Catalan deputies.

Cómo citar este artículo / Citation: Sánchez Carcelén, A. (2017). Las posiciones políticas de los diputados catalanes en las Cortes de Cádiz con respecto a la organización territorial de la nación española. Revista de Estudios Políticos, 176, 79-‍111. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.176.03

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SUMARIO

  1. Resumen
  2. Abstract
  3. I. UN PROYECTO POLÍTICO COMÚN LLAMADO ESTADO NACIONAL Y CONSTITUCIONAL
  4. II. LA ORGANIZACIÓN DE LA UNIDAD POLÍTICA DE LA NACIÓN ESPAÑOLA: EL PROYECTO LIBERAL VERSUS LA OPCIÓN PARTICULARISTA
  5. III. A MANERA DE CONCLUSIÓN
  6. Notas
  7. Bibliografía

I. UN PROYECTO POLÍTICO COMÚN LLAMADO ESTADO NACIONAL Y CONSTITUCIONAL[Subir]

La revocación del Antiguo Régimen se inició el mismo día que se abrieron las sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias en el Teatro Cómico de la Real Isla de León —actual San Fernando—, precisamente en el instante en que el parlamentario catalán Ramón Lázaro de Dou, en calidad de presidente del Congreso, estampó su rúbrica en el primer decreto de la historia constitucional española, aquel que proclamó nada menos que la soberanía nacional y la separación de poderes[1]. Sin duda, con la ruptura del entramado político-institucional de la monarquía absoluta, las Cortes gaditanas estuvieron plenamente legitimadas para emprender cualquier iniciativa o reforma legislativa. Sin solución de continuidad, se había iniciado la revolución del sistema político español. Los diputados catalanes[2] no dejaron escapar la oportunidad de participar activamente en la política de la monarquía hispánica, sabiendo aprovechar sus dotes de elocuencia y jurisprudencia, sus elevados conocimientos históricos y filosóficos o su prolongada experiencia en los principales órganos institucionales y administrativos para defender, eso sí, sus particulares proyectos políticos, ya que los parlamentarios más destacados —los Aner, Espiga, Creus, Capmany o Dou—, en más de una ocasión, se mostraron como librepensadores que podían manifestar ideales transversales y oscilar ideológicamente ante las múltiples y heterogéneas propuestas legislativas. Más si cabe cuando podemos constatar que en la construcción del nuevo Estado español las opciones no venían predeterminadas de antemano (Roura i Aulinas, Ll. (2013). Los orígenes del parlamentarismo y la tradición de la Corona de Aragón, 1808-‍1823. Trienio. Ilustración y Liberalismo, 61, 5-‍6.Roura i Aulinas, 2013: 5). Por ello, teniendo en cuenta que en el Congreso se estableció una relación dialéctica entre el inmovilismo y la ruptura, entre la tradición y la modernización y, por ende, entre el pasado y el presente, consideramos que es conveniente resaltar que, de una manera unánime, los diputados catalanes compartían la idea de superar el statu quo por ser considerado el culpable de la decadencia política que había consentido la ocupación napoleónica y, especialmente, por la sumisión impuesta en el Principado por la Nueva Planta borbónica[3].

En primer lugar, mediante la gestación de un Estado nacional. Máxime cuando los parlamentarios catalanes se distinguieron por proferir frecuentes muestras de su ferviente patriotismo español[4]. Asimismo, desde el 24 de septiembre de 1810 la soberanía ya no era regia, era un derecho inherente a la nación. Pese a ello, de acuerdo a la firme voluntad de erigir un proyecto político común, era imprescindible dotar de cohesión a la diversidad de territorios y pueblos que las conquistas, guerras, herencias y uniones dinásticas habían establecido bajo una misma monarquía (Portillo Valdés, J. M. (2009b). Nación-España. En J. Fernández Sebastián (dir.). Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-‍1850, Iberconceptos-I (pp. 919-‍928). Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Portillo Valdés, 2009b: 919-‍928). Por dicho motivo, no nos resulta extraño que el diputado catalán José Espiga y Gadea aseverara que la comisión constitucional presentó el proyecto de Constitución «poniendo el primer cimiento de este majestuoso edificio en la definición de la Nación»[5]. Efectivamente, en el artículo primero se especifica que «la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios»[6].

De esta forma, todos los españoles dejaban de ser súbditos para ser considerados ciudadanos, pero, eso sí, únicamente la nación —excluyendo taxativamente los reinos históricos— se convertía en el nuevo, único e indivisible titular de la soberanía[7]. Del mismo modo, de manera consecuente, para Espiga y Gadea, uno de los miembros más significados del liberalismo, la nación española era «libre e independiente, y esta es una de las verdades fundamentales de la política»[8]. Conforme al pensamiento del eclesiástico libre e independiente «no es otra cosa que el derecho que toda nación tiene de establecer el Gobierno y leyes que más le convengan»[9]. O sea, el poder político, en última instancia, se sometía a una única voluntad, que no era otra que la de la nación. Por completo se había derogado la legitimación del Antiguo Régimen basada en el derecho divino. De esta manera, el nacimiento de la nación política [10] suponía la desaparición de los regímenes forales vigentes. Evidentemente, se trataba de convertir el Estado soberano en constitucional, reforzándose, así, al mismo tiempo, el vínculo que los parlamentarios catalanes establecieron entre la tradición constitucional catalana forjada en el medievo —modelo político y jurídico pactista de la antigua Corona de Aragón— y el constitucionalismo doceañista (Toledano González, Ll. F. (2012). Historicisme i política de la classe dirigent catalana en el debat constitucional gadità. En A. Alcoberro y G. Cattini (eds.). Entre la construcció nacional i la repressió identitària, Actes de la Primera Trobada Galeusca d’Historiadores i d’Historiadors (pp. 203-‍218). Barcelona: Generalitat de Catalunya. Toledano González, 2012: 203-‍218, y Sánchez Carcelén, A. (2010). Eclesiásticos catalanes y las Cortes de Cádiz. Anuario de Historia de la Iglesia, 19, 119-‍140. Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=35514154008.Sánchez Carcelén, 2015: 543-‍575). El objetivo era doble. Por una parte, legitimar la obra de las Cortes de Cádiz al impugnar la identificación de sus propuestas con las provenientes de la Francia revolucionaria, evitando así la acusación de traición o afrancesamiento y, por otra parte, al aportar un antecedente autóctono válido (Nieto Soria, J. M. (2007). Medievo constitucional. Historia y mito político en los orígenes de la España Contemporánea (ca. 1750-‍1814). Madrid: Akal.Nieto Soria, 2007), hacer triunfar sus postulados liberales sobre los de la fallida monarquía absolutista, aquella que, precisamente, ideó, instauró y mantuvo vigente en Cataluña la Nueva Planta. De este modo, no resulta casual que durante el proceso constituyente los diputados del Principado emitieran vehementes alegatos en favor de una carta magna gaditana que, según su criterio, permitiría enmendar de manera definitiva el vacío de poder derivado de las renuncias de Bayona y, sobre todo, recuperar los derechos arrebatados y las libertades aniquiladas por el despotismo regio y ministerial. Eso sí, identificando felicidad con derechos individuales (Artola, M. (2003). La monarquía parlamentaria. En M. Artola (ed.). Las Cortes de Cádiz (pp. 105-‍123). Madrid: Marcial Pons Ediciones de Historia.Artola, 2003: 107-‍108). Sirvan de ejemplo las palabras de Felipe Aner: «una Constitución que fije para siempre, si es posible, los verdaderos derechos de esta Nación, y las bases de su libertad política y civil»[11]; de Antonio de Capmany: «la Constitución es el templo de nuestras leyes y de nuestra futura felicidad»[12]; o de José Espiga: «la Constitución, este Evangelio político de la Nación, para decirle: estas son vuestras facultades, estos vuestros deberes»[13] y «la Constitución nos traerá felicidad y prosperidad general»[14].

Asimismo, la seguridad jurídica del nuevo sistema político proporcionaría un mayor bienestar material que sería clave para facilitar la derrota napoleónica, ya que a la arbitrariedad interna se unía la amenaza externa en forma de opresiva ocupación francesa. Los liberales, al vincular la independencia con la posibilidad de recobrar la libertad en forma de carta magna, plantearon la guerra como un enfrentamiento contra los despotismos —Napoleón y Godoy— (Vilches, J. (2007). Nación, libertad, revolución. La reunión de Cortes (1808-‍1810). Cuadernos de Ilustración y Romanticismo, 15, 193-‍205. Disponible en: http://revistas.uca.es/index.php/cir/article/view/234.Vilches, 2007: 193-‍205). Tal y como se pronunció Espiga: «V. M. va a poner en ejercicio la Constitución, esta égida de la independencia nacional y de la libertad del español»[15]; Aner: «todos los españoles conocen la importancia de la obra de la Constitución, que es y será la admiración de la Europa: toda la Europa, repito, admirará la heroicidad de los españoles, los únicos que contrabalancean con el poder del tirano [Napoleón]»[16]; y Capmany: «la Patria [combate] con nuevo brío, para ver prontamente realizada la Constitución política de la Nación, que ha de abrazar todas las partes que constituyen un estado en la guerra y en la paz»[17]. Así pues, la lucha era dual y estaba irremediablemente ligada, ya que mediante el proceso constitucional gaditano y la heroica resistencia patriótica no solamente se conseguiría la independencia y la libertad nacional en el campo de batalla sino también en la arena política y judicial.

Precisamente, con la finalidad de salvaguardar la propia obra doceañista, hallamos el ejemplo más significativo de reivindicación de la tradición constitucional catalana. De la mano del historiador Antonio de Capmany se estableció una analogía entre la Diputación permanente de Cortes[18] y la Generalidad o Diputación permanente de las Cortes catalanas derogada por la Nueva Planta borbónica. El diputado catalán, intelectual reformista de base ilustrada (Ramisa Verdaguer, M. (2008a). Polítics i militars a la Guerra del Francès (1808-‍1814). Lérida: Diputación de Lérida.Ramisa Verdaguer, 2008a: 15), excelente conocedor de la historia de las instituciones medievales, aseveró que la Diputación del General, establecida en el Principado a finales del siglo xiii, ya atesoraba el derecho de representar «a la Nación, y juntarla cuando había una necesidad extrema […] pues se deja a la Diputación en libertad de que cuando haya un caso urgente e interesante a la Patria, pueda juntar las Cortes extraordinarias»[19]. Tal y como se dispuso en los artículos 159[20] y 160[21], el Congreso concibió la Diputación permanente como un órgano de vigilancia para impedir las actuaciones anticonstitucionales del gobierno o de la Corona y así poder garantizar la continuidad parlamentaria (Artola, M. (2003). La monarquía parlamentaria. En M. Artola (ed.). Las Cortes de Cádiz (pp. 105-‍123). Madrid: Marcial Pons Ediciones de Historia.Artola, 2003: 118). No se trataba únicamente de promulgar una constitución, sino de establecer los mecanismos necesarios para preservar la cámara legislativa de la congénita amenaza del voraz poder ejecutivo. Por ello, José Espiga y Gadea, en calidad de miembro de la comisión constitucional, avaló la institución de «una Diputación que vele la conducta del Gobierno y que sea como una centinela que observe las infracciones que pueda haber para dar cuentas a las próximas Cortes»[22]. De hecho, en opinión de Capmany, la Diputación permanente «es el guardián de las leyes». La historia le avalaba, por dicho motivo, rememoró la función ejercida por la Generalidad en la defensa de las prerrogativas y las libertades emanadas de los fueros aragoneses y de las constituciones catalanas:

Había esta Diputación en Cataluña y en toda la Corona de Aragón, establecida por leyes constitucionales de la tierra, que era el custodio de ellas de unas Cortes a otras. Este respetable cuerpo nacional salvó aquellas provincias de la arbitrariedad de los Reyes, y mantuvo invulnerables sus fueros y libertades contra cualquier tentativa de la corte: los abusos, trasgresiones y contrafueros eran reclamados y citados a reparación con juicio formal sin que ningún Rey se mostrase ofendido, porque la queja y la oposición eran legales[23].

Los parlamentarios catalanes fueron plenamente conscientes de que para resguardar el nuevo régimen constitucional era vital instaurar una asidua práctica política, tal y como se fijó en el artículo 104[24]. Más si cabe cuando, de acuerdo al pensamiento de Aner, las Cortes «pueden hacer la prosperidad del Reino por medio de leyes sabias y adecuadas a las circunstancias difíciles del Estado»[25]. Así, los liberales doceañistas otorgaron la primacía al Congreso por ser el órgano depositario de la voluntad general de la nación (Varela Suanzes-Carpegna, J. (1983). La teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico (Las Cortes de Cádiz). Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.Varela Suanzes-Carpegna, 1983: 278-‍284).

II. LA ORGANIZACIÓN DE LA UNIDAD POLÍTICA DE LA NACIÓN ESPAÑOLA: EL PROYECTO LIBERAL VERSUS LA OPCIÓN PARTICULARISTA[Subir]

El nuevo Estado era nacional, constitucional y se sustentaba en la práctica parlamentaria, pero ¿cuál era la definición de su territorio?, es más, ¿cuál era su modelo territorial? Sin duda, he aquí donde surgirían divergencias entre los diputados catalanes que defendían un sólido y uniforme Estado-nación y los que pretendían hallar un equilibrio entre el centro del poder y la periferia, sin renunciar a reivindicar sus seculares particularidades —neoforalismo o provincialismo—. Así que conviene destacar que en los inicios de la Revolución liberal coexistieron diferentes propuestas sobre el modelo de Estado. Eso sí, de cualquier forma, mediante la absoluta integración del Principado en la estructura política, institucional, administrativa y judicial de la nación española surgida de las Cortes de Cádiz, los parlamentarios catalanes coincidirían en conseguir, como mínimo, un trato igualitario respecto al resto de territorios que integraban la monarquía hispánica, hecho que, de manera insoslayable, significaría poder erradicar los agravios impuestos por la Nueva Planta borbónica[26].

La concepción de la nación como un sujeto indivisible formado por individuos iguales más allá de otras consideraciones estamentales y territoriales (Varela Suanzes-Carpegna, J. (2011). Nació, representació i articulació de l’Estat a les Corts de Cadis. Afers, 68, 47-‍70.Varela Suanzes-Carpegna, 2011: 50-‍51) permitió a los diputados liberales metropolitanos, en primer lugar, revocar las cortes estamentales propias del Antiguo Régimen[27]. Por ejemplo, Antonio de Capmany sostuvo que las Cortes tenían «reasumida toda la soberanía nacional, viva y en ejercicio. Todos los estamentos están aquí refundidos con orden desordenadamente. Aquí está el clero, aquí la nobleza, aquí el pueblo, aquí la milicia»[28]. Asimismo, cabe recordar que en una glosa del primer artículo, José Espiga, muy influido por el Contrato Social de Rousseau y por el ensayo sobre el Tercer Estado de Sieyès, defendió la tesis del estado de naturaleza y del pacto social al afirmar que «no se trata de reunión de territorios, como se ha insinuado, sino de voluntades, porque esta es la que manifiesta aquella voluntad general que puede formar la Constitución del Estado»[29]. De esta forma, los parlamentarios ya no representaban a los diversos estamentos y reinos de la Monarquía hispánica, únicamente a la nación española.

Por el contrario, los diputados serviles (Herrera González, J. (2007). ¡Serviles!: el grupo reaccionario de las Cortes de Cádiz. Málaga: Fundación Unicaja.Herrera González, 2007) o neoforalistas, según el caso, propugnaron una idea dualista —monarca y pueblo— y organicista de la nación, entendida como un conjunto de individuos dispuestos por estamentos y distribuidos en heterogéneos territorios o reinos dotados de entidad propia (Varela Suanzes-Carpegna, J. (2011). Nació, representació i articulació de l’Estat a les Corts de Cadis. Afers, 68, 47-‍70.Varela Suanzes-Carpegna, 2011: 51-‍65), propiciando una mentalidad particularista o provincialista [30], muy vinculada en el caso catalán al pensamiento austriacista (Lluch, E. (2001). El programa polític de la Catalunya austriacista. En J. Albareda (ed.). Del patriotisme al catalanisme. Societat i política (segles xvi-xix ) (pp. 129-‍167). Vic: Eumo Editorial.Lluch, 2001: 129-‍167, y Albareda i Salvadó, J. (2003). Encara sobre l’austriacisme. Pedralbes. Revista d’Història Moderna, 23, 187-‍208. Disponible en: http://www.raco.cat/index.php/Pedralbes/article/view/101619/167461.Albareda i Salvadó, 2003: 187-‍208), ya que con la monarquía dual de los Reyes Católicos —unión de la Corona de Castilla y la de Aragón— y durante el período de los Austrias (1516-‍1700) se mantuvieron vigentes las constituciones catalanas y las privativas instituciones del Principado —Cortes catalanas, Diputación del General o Generalidad y Consell de Cent— de acuerdo a un modelo político fundamentado en los pactos, en una mayor representación de la sociedad y en una concepción territorial «federal» (Arrieta, J. (2000). Austracismo, ¿Qué hay detrás de ese nombre? En P. Fernández Albaladejo (ed.). Los Borbones. Dinastía y memoria de nación en la España del siglo xviii (pp. 177-‍216). Madrid: Marcial Pons y Casa de Velázquez.Arrieta, 2000: 177-‍216). El aristocrático José Vega y Sentmenat, diputado electo en representación de la urbe leridana de Cervera, de incuestionable talante absolutista, se manifestó en contra de la abolición del fuero territorial, reivindicando la representación de las ciudades con derecho a voto[31]. Ciertamente, la iniciativa del profesor de filosofía de la Universidad de Cervera venía determinada más por la premisa de la recuperación de la tradición constitucional catalana —tercer brazo, el real o de las villas— que por el anhelo de impulsar la revolución constitucional doceañista (Portillo Valdés, J. M. (2000). Revolución de nación. Orígenes de la cultura constitucional en España, 1780-‍1812. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Portillo Valdés, 2000; y Sierra, M., Peña Guerrero, M. A. y Zurita Aldeguer, R. (2010). Elegidos y elegibles. La representación parlamentaria en la cultura del liberalismo. Madrid: Marcial Pons Ediciones de Historia.Sierra et al., 2010). Del mismo modo, el neoforalista Felipe Aner suscribió el paradigma dualista y organicista de representación territorial al declarar que «las Cortes son la suma de los Diputados que envían las provincias»[32]. En cualquier caso, en las galerías gaditanas ningún parlamentario catalán reivindicó la restitución de las cortes catalanas derogadas por la Nueva Planta de 1716. Evidenciándose así la conformidad de los diputados catalanes en instituir un único Parlamento nacional. Sin embargo, hallamos divergencias en torno a su naturaleza y configuración.

El proyecto político de Espiga o Capmany consistía en integrar de manera análoga e impersonal a los distintos estamentos y territorios de la monarquía hispánica con la voluntad de forjar un Estado nacional, constitucional y uniforme, sin privilegios ni rasgos distintivos. El de Vega pasaba por afianzar alguna de las antiguas prerrogativas forales. En cambio, el proyecto político de Aner no respondía a un interés por preservar el marco institucional del Antiguo Régimen, sino todo lo contrario, ya que el abogado aranés realmente pretendía que merced al sistema doceañista los catalanes recuperaran influencia y capacidad de decisión en las más altas instancias y esferas de poder de la monarquía hispánica. De esta manera, Felipe Aner consideró que los diputados catalanes no se podían diluir en la gran masa de la nación, de hecho, habían de disponer de una específica voz activa en la sede del poder legislativo. Así, el Principado no solamente había de deshacerse del régimen político de la monarquía absolutista borbónica que les alejaba de los principales órganos de decisión[33], sino que había de asumir un destacado papel en una nación española también forjada desde la periferia, constitucional, pero diversa, capaz de atender a las iniciativas, necesidades y demandas de sus heterogéneos territorios.

El enfrentamiento sobre la naturaleza de las instituciones representativas prosiguió en la discusión del artículo 91[34]. José Espiga y Gadea, al defender la representación derivada del dogma de la soberanía nacional, denunció las tesis particularistas: «[...] se ha pretendido en vano persuadir que los Diputados de Cortes no son representantes de la Nación sino representantes de las provincias. Pero estoy convencido de que este es un error político»[35]. La dignidad de la catedral de Lérida consideró que los diputados eran exclusivamente representantes de la nación española, otorgando preeminencia a los intereses nacionales por encima de los particulares o específicos de un territorio. Por su parte, Antonio de Capmany, de acuerdo al concepto individualista de representación nacional, se unió a la crítica al provincialismo:

Aquí no hay provincia, aquí no hay más que Nación, no hay más que España, a quien V. M. [las Cortes] representa […]. Nos llamamos Diputados de la Nación, y no de tal o cual provincia: hay Diputados por Cataluña, por Galicia, etc.; más no de Cataluña, de Galicia, etc.; entonces caeríamos en el federalismo, o llámese provincialismo, que desconcertaría la fuerza y concordia de la unión, de la que se forma la unidad[36] .

Por el contrario, Aner y Esteve, abogando por una idea dualista de la nación fundamentada en el concepto histórico-cultural de nacionalidad, pretendió coordinar la unidad de las Españas [37] respetando los intereses y las peculiaridades de los diferentes reinos y provincias con la firme voluntad de que la unidad de la nación no erosionase la especificidad y el autogobierno de las agrupaciones territoriales naturales e históricas (Varela Suanzes-Carpegna, J. (2011). Nació, representació i articulació de l’Estat a les Corts de Cadis. Afers, 68, 47-‍70.Varela Suanzes-Carpegna, 2011: 66-‍68). Defendiéndose así la posibilidad de establecer un Estado nacional y constitucional compatible con la descentralización administrativa y política. De este modo, en buena medida, Aner pretendía recuperar las formas de integración territorial que la monarquía hispánica instituyó bajo la dinastía de los Austrias en la Edad Moderna. Así pues, en las Cortes de Cádiz, los parlamentarios catalanes aceptaron la unidad política de la nación española, pero difirieron respecto a su organización.

De forma significativa, Felipe Aner se consideró diputado de Cataluña y no por Cataluña, de acuerdo a la teoría estamental de la representación, o sea, del Principado en particular, no de la nación en general[38]. Precisamente, el mismo Aner, en calidad de vocal secretario de la Junta Superior del Principado, con el inequívoco objetivo de finiquitar el sistema político impuesto por la Nueva Planta borbónica, de acuerdo a una persistente memoria histórica, redactó unas Instrucciones libradas a los futuros parlamentarios catalanes explicitando que «Cataluña no sólo debe conservar sus privilegios y fueros actuales [derecho privado catalán], sino también recuperar los que disfrutó en el tiempo que ocupó el trono español la augusta casa de Austria»[39]. De hecho, buena parte de los diputados catalanes conservaron la idea de representación política expresada a través del mandato imperativo del territorio, propio de los sistemas jurídicos medievales y modernos, ya que se consideraban intermediarios entre los mandatos y el soberano, representando a su pueblo y no a la nación en un sentido liberal. Como hemos comprobado, no fue un sentir unánime, por ejemplo, Antonio de Capmany o José Espiga se sintieron representantes por las provincias y de la nación española entera. De este modo, un diputado, una vez electo, se convertía en portavoz de la voluntad de la nación en su conjunto, en abstracto, sin adscripción ni vinculación con la porción de ciudadanos que lo votó, tal y como se impuso en las Cortes gaditanas, ya que la Constitución doceañista ignoró las peculiaridades históricas y culturales de los diferentes pueblos peninsulares y americanos (Toledano González, Ll. F. (2011). El projecte català per a Espanya. La classe dirigent catalana i el procés constitucional de Cadis (1808-‍1814). Afers, 68, 71-‍96.Toledano González, 2011: 80-‍82; Manin, B. (1998). Los principios del gobierno representativo. Madrid: Alianza.Manin, 1998, y Portillo Valdés, J. M. (2006). Cuerpo de nación, pueblo soberano: la representación política en la crisis de la monarquía hispana. Ayer, 61, 47-‍76.Portillo Valdés, 2006: 47-‍76).

España, desde su mismo nacimiento como nación, acogió en su interior una profunda discusión sobre su estructura territorial[40]. La Constitución de 1812 estableció una organización territorial uniforme al dividir el territorio nacional en provincias, rehusándose de manera explícita cualquier alusión a los reinos y señoríos históricos, y las provincias en municipios. Merced al artículo décimo[41], Cataluña, como provincia de la Monarquía hispánica, conservaba su nomenclatura y, en principio, su entidad territorial en las Españas, pero, con el fin de efectuar una reforma administrativa más racional y, al mismo tiempo, establecer la igualdad entre los españoles y salvaguardar la integridad de la nación española, los parlamentarios liberales metropolitanos propusieron en el artículo decimoprimero hacer «una división más conveniente del territorio español por una ley constitucional, luego que las circunstancias políticas de la Nación lo permitan»[42]. De una forma radical, Felipe Aner se mostró contrario, ya que «si se entiende dividir las provincias que tienen demarcadas sus territorios bajo cierta denominación como Cataluña, Aragón, etc., añadiendo a una lo que se desmiembra de otra, desde ahora me opongo». El abogado catalán impugnó una estructura territorial de indudable inspiración francesa —desnaturalizada y uniforme—. El Principado había de conservar intacta su integridad porque los territorios que compartían una misma historia, tradición y lengua habían de preservar su unidad, preguntándose si «¿sería razón de política que a estos que tienen unas mismas costumbres y un mismo idioma se les separase para agregarlos a otras provincias que los tienen diferentes? Nadie es capaz de hacer que los catalanes se olviden que son catalanes». Aner no solamente evidenció su profundo sentimiento hacia su patria natal —Cataluña—, sino que, tal y como se comprobó después de la derrota de la causa austriacista en la guerra de Sucesión y, de manera especial, a pesar de la imposición de la Nueva Planta borbónica que supuso la derogación de las constituciones y de las instituciones del Principado, los catalanes mantenían indemne su identidad como comunidad nacional. Ciertamente, una parte de esta pervivencia se debió a que no todo el derecho, ni mucho menos, fue derogado, y en otra parte a que incluso los borbónicos no eran partidarios de la derogación. Por todo ello, el jurista aranés sostuvo que «ahora menos que nunca debe pensarse en desmembrar la provincia de Cataluña, porque tiene derecho a que se conserve con su nombre e integridad. Y así, si se trata de desmembrar el pueblo más mínimo, como Diputado de Cataluña me opongo a la más pequeña desmembración [cabe recordar la pérdida territorial establecida en el Tratado de los Pirineos de 1659, la conocida como Cataluña Norte]»[43].

De este modo, Felipe Aner se manifestó abiertamente contrario a la modificación de la secular nomenclatura o a la más insignificante variación territorial del Principado, tal y como se había efectuado en la Francia revolucionaria, desvirtuando la tradición histórica o lingüística para erigir una única nación de la supresión de cualquier vestigio plurinacional. Sin duda, fueron unas evidentes «manifestaciones de un espíritu particularista» (Artola, M. (1959). Los orígenes de la España contemporánea. Madrid: Instituto de Estudios Políticos.Artola, 1959: 423). El diputado catalán reaccionó ante el peligro que suponía la implantación de un severo uniformismo —Estado uninacional igualador de las provincias— que obviaba la heterogénea realidad jurídica y lingüística de los múltiples y diversos territorios que integraban la monarquía hispánica. Así que, con la finalidad de armonizar el centro con la periferia, la nación española había de reconocer la identidad cultural e histórica de los antiguos reinos (Gallego Anabitarte, A. (2003). España 1812: Cádiz, Estado unitario, en perspectiva histórica. En M. Artola (ed.). Las Cortes de Cádiz (pp. 125-‍166). Madrid: Marcial Pons Ediciones de Historia.Gallego Anabitarte, 2003: 141), de acuerdo a la tradición constitucional, institucional, foral y pactista de la antigua Corona de Aragón, vigente durante la «monarquía compuesta» de los Austrias.

Precisamente, a pesar de la evidente centralización en el poder legislativo (Congreso), ejecutivo (Corte, Consejo de Estado, Secretarios del Despacho) y judicial (Tribunal Supremo de Justicia), ante la constatación de un territorio poliédrico, se concedió la autonomía en el ámbito local, eso sí, entendida como una mera capacidad de autogestión carente de decisión política (Clavero, B. , Portillo Valdés, J. M. y Lorente Sariñena, M. (2004). Pueblos, nación, Constitución (en torno a 1812). Vitoria: Ilusager-Fundación para la Libertad.Clavero et al., 2004: 83-‍84). La formación de un Estado nacional implicaba la desarticulación del aparato administrativo del Antiguo Régimen, por ello, se insertó a los órganos de gobierno del municipio y de la provincia en la estructura del Estado, pero el liberalismo doceañista, con el fin de evitar cualquier riesgo de disgregación territorial, se opuso a la descentralización del poder político, considerando las provincias y los ayuntamientos como divisiones administrativas sin naturaleza representativa —nacional exclusivamente—, con idéntica estructura en todos los territorios y para todos los ciudadanos. De esta forma, frente a la fragmentación feudal y, en especial, en respuesta al federalismo de algunos diputados americanos y al fuerismo de diversos parlamentarios valencianos y catalanes, España se organizó como Estado unitario y uniforme. De todos modos, aunque fuera de manera limitada, la unidad indivisible de la soberanía de la nación no era sinónimo de centralismo (Gallego Anabitarte, A. (2003). España 1812: Cádiz, Estado unitario, en perspectiva histórica. En M. Artola (ed.). Las Cortes de Cádiz (pp. 125-‍166). Madrid: Marcial Pons Ediciones de Historia.Gallego Anabitarte, 2003: 142-‍143, y García Fernández, J. (1983). El origen del municipio constitucional: autonomía y centralización en Francia y en España. Madrid: Instituto de Estudios de Administración Local.García Fernández, 1983: 285-‍286).

El artículo 309 dispuso que «para el gobierno interior de los pueblos habrá ayuntamientos compuestos del alcalde o alcaldes, los regidores y el procurador síndico, y presididos por el jefe político donde le hubiere, y en su defecto por el alcalde o el primer nombrado entre estos, si hubiere dos»[44]. De acuerdo al sentir de Felipe Aner se había de añadir que «absolutamente en todos los pueblos habrá ayuntamientos», ya que se trata «del fomento de los establecimientos útiles, como son los ayuntamientos elegidos por el pueblo […] debe haberlos en todos para su felicidad»[45]. De un plumazo se había suprimido el modelo consistorial de la monarquía absoluta borbónica que otorgaba en exclusiva el poder local a los privilegiados mediante cargos vitalicios no electivos. La Constitución gaditana los desamortizó sin indemnización. Se inició la democratización de la función pública. La estructura municipal no solo se modificó de una forma radical, sino que adquirió un contenido revolucionario por su origen electivo. El ayuntamiento constitucional se erigió en el primer escalón de la democratización del Estado (Pérez Garzón, J. S. (2007). Las Cortes de Cádiz. El nacimiento de la nación liberal (1808-‍1814). Madrid: Editorial Síntesis.Pérez Garzón, 2007: 359-‍360). De hecho, el artículo 312 sancionó que «los alcaldes, regidores y procuradores síndicos se nombrarán por elección en los pueblos, cesando los regidores perpetuos, cualquiera que sea su título»[46]. Aner solicitó incluir que dichos cargos no necesitasen de la confirmación de las audiencias «como antes en Cataluña»[47], o sea, tal y como se efectuaba con anterioridad a 1716, por lo tanto, de manera resuelta, el diputado catalán no solo rehusó el sistema consistorial absolutista borbónico impuesto en el Principado por la Nueva Planta sino que legitimó el modelo municipal doceañista mediante su vinculación con el régimen local propio de la tradición constitucional catalana.

Del mismo modo, Antonio de Capmany se postuló a favor de la «nueva forma de corporaciones electivas y populares», máxime cuando «estas instituciones populares y loables costumbres que V. M. acaba de establecer, no las ha tenido que imitar de modelos extranjeros [Revolución francesa]. Nacieron dentro de España antes que en Inglaterra y en otros Estados monárquicos de Europa». Evidentemente, el historiador, incidiendo en el recurso historicista que establecía una relación directa entre las instituciones medievales del Principado vigentes durante la dinastía de los Austrias y el proceso constitucional doceañista, se refería a la particular organización municipal barcelonesa, el conocido como Consell de Cent, ya que en Barcelona «se instituyó esta clasificación popular en el ayuntamiento para honrar y contentar a todos con igualdad. Con cédula del Rey Don Jaime I [el Conquistador] del año 1257, se dio una nueva forma al cuerpo municipal de aquella ciudad, creando el Consejo centunviral, porque [inicialmente] se componía de 100 miembros»[48], los conocidos como «jurados», encargados de asesorar y supervisar a los magistrados municipales. En palabras del parlamentario catalán, «el cuerpo visible ejecutivo y representativo de la ciudad [condal] constaba de cinco individuos», los que «ahora llamamos regidores», los dos primeros eran siempre dos ciutadans honrats conseller en cap y conseller segon— que «alternaban con los doctores en derecho y en medicina; el tercero era comerciante, el cuarto artista (entre los artistas se comprendían los cirujanos, los escribanos, los boticarios, los pintores, los drogueros), y el quinto era artesano, que era propiamente el llamado menestral»[49]. Precisamente, por razón de ser considerado un sistema representativo y político notablemente abierto a la sociedad en tiempos del Antiguo Régimen, el felipista marqués de Gironella aconsejó a Felipe V aprovechar la conquista para «poner todos sus dominios bajo una misma ley y exaltar la autoridad de la verdadera nobleza, cercenando la demasiada de la plebe», o sea, la de «menestrales y artistas y gente común» (Albareda i Salvadó, J. (2012). Política, economia i guerra. En A. García Espuche (ed.). Política, economia i guerra. Barcelona, 1700 (pp. 40-‍95). Barcelona: Ayuntamiento de Barcelona.Albareda i Salvadó, 2012: 86-‍87).

Así pues, de esta manera, a partir del ejemplo del Consell de Cent, Capmany legitimó el carácter popular y electivo, por lo tanto representativo, de los nuevos ayuntamientos doceañistas a la par que manifestó su oposición al sistema consistorial impuesto por la política de uniformidad y centralización de la Nueva Planta borbónica. De hecho, el diputado catalán, al vincular la historia de la antigua Corona de Aragón con la de la nación española, corroboró que, en realidad, la historia de España era la historia de la libertad, eso sí, hasta la victoria militar del represivo despotismo borbónico:

En esta forma popular continuaron en Cataluña hasta principios del siglo xviii los ayuntamientos de todas las ciudades y villas, siendo su modelo Barcelona, capital y ciudad insigne y corte de los Reyes de Aragón, en medio de una Monarquía (pero templada por leyes constitucionales), hasta el año 1714, en que las armas de Felipe V, más poderosos que las leyes, hicieron callar todas las instituciones libres en Cataluña, y Barcelona recibió un nuevo ayuntamiento bajo la planta aristocrática de las demás ciudades de la Corona de Castilla[50].

Así que, a partir del decreto del 24 de septiembre de 1810, la nación había retomado su soberanía para recuperar su gobierno municipal fundado en la libertad y la igualdad. Sin duda, además de la unidad política de la nación española, en la crítica al absolutismo y en la voluntad de instituir un sistema consistorial representativo hallamos ámbitos de acuerdo y de premisas compartidas entre Aner y Capmany.

Asimismo, el artículo 324[51] establecía que la competencia del gobierno político de las provincias recaería en el jefe superior, funcionario que era nombrado por el monarca. De esta forma, se eliminaba la figura del capitán general, aquella autoridad revestida de competencias militares y también de gobierno en el seno del modelo de organización territorial impuesto por la monarquía borbónica al finalizar la guerra de Sucesión de acuerdo a la militarización que experimentó la estructura de poder (Andújar Castillo, F. (2004). Capitanes generales y capitanías generales en el siglo xviii. Revista de Historia Moderna, Anales de la Universidad de Alicante, 22, 7-‍78. Disponible en: https://doi.org/10.14198/RHM2004.22.10.Andújar Castillo, 2004: 7-‍78). De este modo, la Constitución de Cádiz derogó un símbolo del derecho de conquista, de la posterior represión y, en definitiva, de la sumisión a la que estuvo sometido el militarizado Principado catalán desde la imposición del régimen de la Nueva Planta (Roura i Aulinas, Ll. (2006). Subjecció i revolta en el segle de la Nova Planta. Vic: Eumo Editorial.Roura i Aulinas, 2006).

De la misma manera cabe resaltar que la articulación de un Estado nacional unitario, pero descentralizado, se ultimó mediante el artículo 325: «en cada provincia habrá una Diputación llamada provincial, para promover su prosperidad, presidida por el jefe superior»[52]. Los doceañistas se inspiraron en las juntas de defensa que organizaron la resistencia patriótica antinapoleónica a partir del mes de mayo de 1808 (Moliner Prada, A. (2006). Las juntas como respuesta a la invasión francesa. Revista de Historia Militar, extra 1, 37-‍70. Moliner Prada, 2006: 37-‍70). La Junta Superior de Cataluña (Moliner Prada, A. (1989). La Catalunya resistent a la dominació francesa. La Junta Superior de Catalunya (1808-‍1812). Barcelona: Edicions 62.Moliner Prada, 1989), al erigirse en responsable del control administrativo, hacendístico, judicial y coercitivo del Principado, recuperó ciertos elementos de autogobierno cercenados por la Nueva Planta borbónica, pero, a diferencia de otras juntas (Segarra Estarelles, J. R. (2010). La hidra del federalismo. Les juntes provincials i l’articulació política d’un espai nacional (1808-‍1809). Afers, 68, 17-‍45.Segarra Estarelles, 2010: 17-‍45), siempre mantuvo una absoluta fidelidad a la Junta Central. Tal y como se puso de manifiesto en las Cortes de Cádiz por José Espiga: «[...] la junta de aquel principado, que trabaja con gran provecho de la Patria, y con noticia y aprobación de S. M., cuyas órdenes ha obedecido y ejecutado con la mayor escrupulosidad»[53], y por Felipe Aner: «[quien] contó summatim lo ocurrido en la junta de Cataluña desde la insurrección primera, mostrando los servicios prestados por ella a la patria, su obediencia al Gobierno supremo»[54]. Por todo ello, Aner defendió que «estas corporaciones [Juntas Superiores] y sus individuos han de obrar libremente […]. Son autoridades nuevas en España»[55]. Sin duda, guerra, revolución y patriotismo marcaron profundamente el proceso constituyente gaditano.

Precisamente, en un contexto en el que la contribución de la periferia era fundamental para asegurar la independencia y la libertad del conjunto de la nación española, tal y como suscribió Aner, el juntismo se convirtió en la plasmación práctica del federalismo instintivo (De Puig, Ll. M. (2007). Aproximació als orígens del federalisme a Catalunya. Primeres nocions i projectes. En J. Albareda (ed.). Una relació difícil. Catalunya i l’Espanya moderna (pp. 329-‍371). Barcelona: Editorial Base.De Puig, 2007: 341), demostrando que se podían conciliar los intereses nacionales y los regionales. Sin embargo, las diputaciones se consideraron una especie de ayuntamiento concéntrico que, al cumplir idénticas funciones de índole económica y administrativa, dejaron al margen las políticas (Gallego Anabitarte, A. (2003). España 1812: Cádiz, Estado unitario, en perspectiva histórica. En M. Artola (ed.). Las Cortes de Cádiz (pp. 125-‍166). Madrid: Marcial Pons Ediciones de Historia.Gallego Anabitarte, 2003: 156, y Estrada Sánchez, M. (2008). ¿Y para qué queremos las diputaciones? Una reflexión en torno a los orígenes y primera evolución de las diputaciones provinciales. AFDUDC, 12, 303-‍319. Disponible en: http://hdl.handle.net/2183/7453.Estrada Sánchez, 2008: 309). De hecho, prácticamente no hallamos atribuciones de carácter político, excepto la de informar a las Cortes de la contravención de la Constitución o la referente a la configuración de los nuevos consistorios (Muñoz de Bustillo, C. (1998). Los otros celadores del orden constitucional doceañista: diputaciones provinciales y ayuntamientos constitucionales. En J. M. Portillo Valdés y J. M. Iñurritegui Rodríguez (eds.). Constitución en España: orígenes y destinos (pp. 179-‍213). Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Muñoz de Bustillo, 1998: 179-‍213). De este modo, no se trata, como se expuso en el primer federalismo histórico-comparado, de una soberanía dual, sino de una soberanía única que distingue titularidad y ejercicio, esto es, la soberanía única y el ejercicio competencial divisible (Fernández Alles, J. J. (2013). La integración de grandes territorios en la teoría constitucional doceañista. Historia Constitucional, 14, 149-‍172. Disponible en: http://www.historiaconstitucional.com/index.php/historiaconstitucional/article/view/370.Fernández Alles, 2013: 161). Así pues, la Constitución de Cádiz, con la finalidad de unificar el Estado nacional mediante la supresión de la diversidad señorial, reguló los territorios conforme a los principios de idéntica representatividad, soberanía nacional y descentralización administrativa. De todas formas, a pesar de la evidente homogeneización de las instituciones municipales y provinciales, al hacer compatible dos ámbitos de poder con una única soberanía, tanto los ayuntamientos como las diputaciones se convirtieron en la expresión de los pueblos y de las provincias (Ramírez Aledón, G. (2011). Nacions i pobles a les Corts de Cadis. La visió dels valencians, dels mallorquins i dels catalans. Afers, 68, 97-‍120.Ramírez Aledón, 2011: 112). Sirva de ejemplo la anuencia del parlamentario catalán Ramón Utgés para que «se establezcan estas Diputaciones provinciales» porque de este modo se institucionalizaba «la Diputación de los pueblos»[56].

Bajo dicha consideración, no resulta extraño que surgiera la perspectiva federal de la organización de los poderes integrados en un mismo Estado-nación a raíz del debate del artículo 326[57], destinado a consagrar a la provincia como circunscripción territorial de España. Felipe Aner, firme valedor del carácter representativo de las diputaciones, al entender la nación como un conjunto de pueblos igualmente soberanos, aunque gobernados por un mismo Estado, tal y como se dispuso en la estructura política republicana y federal de los Estados Unidos, declaró que «no debe adoptarse una regla igual para todas las provincias». El jurista consideró injusto que «en todas las provincias su Diputación conste de igual número, atendida la gran desigualdad que se nota en su población y en la extensión de su territorio», más si cabe «si el objeto de las Cortes es hacer el bien general de la Nación, el objeto de las Diputaciones debe ser promover la felicidad de las provincias en particular»[58]. De esta manera, el diputado catalán, invocando simplemente a las especificidades demográficas y espaciales de los diversos territorios que integraban la monarquía hispánica[59], se opuso a la uniformidad constitucional que pretendía igualar el régimen jurídico, económico y administrativo de las provincias. De acuerdo al criterio de Aner, las provincias más pobladas o extensas habían de disponer de un mayor número de vocales. Pudiéndose establecer una simple regla, un vocal por cada partido: «Una provincia, como Cataluña, dividida en 14 corregimientos, y que tiene una extensión de 50 leguas, debería tener una Diputación igual al número de partidos». Asimismo, a la perniciosa uniformidad, el abogado aranés añadió el denostado centralismo, ahora bien, en clave catalana, con el fin de evitar que la capital del Principado fuera la unidad administrativa centralizadora. De esta forma, cada partido debía de contar con su propio representante, ya que, de lo contrario, «sucederá que todos serán de la capital [Barcelona]». En dicho caso, de manera irremisible, se causará «un descontento general en los partidos, y una desigualdad notoria en los repartos en favor de la capital, inclinada siempre a gravar más a los partidos de lo que deberían serlo»[60].

La propuesta particularista de Felipe Aner por la que cada partido debía escoger su propio representante para garantizar que el interés particular de ese territorio quedase representado fue refrendada por el eclesiástico Jaime Creus, adscrito al bando absolutista (Sánchez Carcelén, A. (2010). Eclesiásticos catalanes y las Cortes de Cádiz. Anuario de Historia de la Iglesia, 19, 119-‍140. Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=35514154008.Sánchez Carcelén, 2010: 127-‍128), de acuerdo a su propia experiencia, tanto en lo concerniente a la desigual, abusiva y, por lo tanto, corrupta distribución de imposiciones —reparto del catastro y adjudicación de los abastecimientos— como en las privativas idiosincrasias de cada partido, ya que, por ejemplo, se podían adivinar enconadas rivalidades o intereses económicos opuestos:

Las provincias están escarmentadas de lo que sucedía en otros tiempos [Nueva Planta]; porque cuando venia a la capital un reparto, la que salía mejor librada era la capital. Esto lo he visto yo en Cataluña: siempre que se han hecho repartos, ya de gente, ya de dinero, se ha visto como Barcelona no ha sufrido ni la cuarta parte tal vez de los demás pueblos […] yo sé lo que es que en cada partido de una provincia grande hay distintos usos, costumbres, etc. y diferentes producciones y adelantamientos, de todo lo cual no es fácil que sujetos que no se han criado en aquel partido, sino en otros muy distantes, puedan tener un conocimiento cual se requiere para procurar sus intereses[61].

Precisamente, por la evidente conveniencia de una específica representación que incorporara vocales procedentes de todos los singulares territorios que conformaban una provincia, el canónigo prelado doctoral de la Seo de Urgel, Jaime Creus y Martí, sostuvo que «tampoco se diga que deba hacerse una ley para cada provincia, pues nada de esto se pide; [únicamente] establézcase, sí, una ley general, aunque resulte de ella alguna desigualdad en el número de vocales de la Diputación, a proporción del número de partidos que tenga la provincia»[62].

Así pues, la demanda del doble de vocales para el Principado no respondía a derechos históricos, menos aún los parlamentarios catalanes plantearon una disparidad de facultades o competencias entre las diferentes diputaciones provinciales. Simplemente se atisba el reconocimiento a la diversidad territorial. Eso sí, tanto Aner como Creus, a tenor del mandato imperativo según el cual por votación popular los diputados se erigían en representantes de sus provincias y al mismo tiempo de la Nación, defendieron una composición más amplia y disímil de las diputaciones, máxime para que contaran con una análoga representación todos los heterogéneos antiguos corregimientos de la Provincia. De nuevo, los parlamentarios catalanes plantearon un concepto de unidad de la nación española a partir del pluralismo de territorios, o sea, las Españas, de acuerdo al concepto histórico-cultural de nacionalidad, o sea, una única nación en un único Estado, pero esta vez, integrado por diferentes nacionalidades (Gallego Anabitarte, A. (2003). España 1812: Cádiz, Estado unitario, en perspectiva histórica. En M. Artola (ed.). Las Cortes de Cádiz (pp. 125-‍166). Madrid: Marcial Pons Ediciones de Historia.Gallego Anabitarte, 2003: 146, y Varela Suanzes-Carpegna, J. (2011). Nació, representació i articulació de l’Estat a les Corts de Cadis. Afers, 68, 47-‍70.Varela Suanzes-Carpegna, 2011: 68-‍70). A todo ello, debemos añadir el nostálgico recuerdo a la fórmula política vigente en España bajo los Austrias en los siglos xvi y xvii, dada la extraordinaria dimensión y diversidad estructural de la monarquía hispánica (Arbós Marín, X. (2004). 1808-‍1814. Crisi i refundació constitucional. La Constitució de Cadis. L’Avenç, 290, 13-‍19.Arbós Marín, 2004: 17)[63]. De esta manera, con la intención de hallar un equilibrio entre pluralidad y unidad se abría la puerta al federalismo, más si cabe cuando este simplemente respondía a la estricta voluntad de organizar la nación española con criterios descentralizadores (De Puig, Ll. M. (2007). Aproximació als orígens del federalisme a Catalunya. Primeres nocions i projectes. En J. Albareda (ed.). Una relació difícil. Catalunya i l’Espanya moderna (pp. 329-‍371). Barcelona: Editorial Base.De Puig, 2007: 371).

Por el contrario, la mayoría de diputados liberales peninsulares, conforme a una concepción unitaria y uniforme del Estado nacional constitucional, concibieron las diputaciones provinciales como órganos territoriales de gobierno, meramente administrativos, negando su condición de institución representativa dado que la representación era patrimonio exclusivo de la nación. En buena medida, porque las especificidades geográficas o culturales se identificaban con los privilegios del Antiguo Régimen y, además, podían cuestionar el principio de igualdad ciudadana. Asimismo, ultrapasar el marco económico-administrativo al político podía comportar la disgregación de la dispersa monarquía hispánica. Especialmente cuando el temido provincialismo se podía identificar con un federalismo[64] que podía provocar la fractura de la nación española, ya que la federación de las provincias, sobre todo las de ultramar, podría propiciar la formación de Estados separados (Varela Suanzes-Carpegna, J. (2011). Nació, representació i articulació de l’Estat a les Corts de Cadis. Afers, 68, 47-‍70.Varela Suanzes-Carpegna, 2011: 69-‍70; Gallego Anabitarte, A. (2003). España 1812: Cádiz, Estado unitario, en perspectiva histórica. En M. Artola (ed.). Las Cortes de Cádiz (pp. 125-‍166). Madrid: Marcial Pons Ediciones de Historia.Gallego Anabitarte, 2003: 142, y Estrada Sánchez, M. (2008). ¿Y para qué queremos las diputaciones? Una reflexión en torno a los orígenes y primera evolución de las diputaciones provinciales. AFDUDC, 12, 303-‍319. Disponible en: http://hdl.handle.net/2183/7453.Estrada Sánchez, 2008: 313).

Ciertamente, con el fin de hacer frente a la deriva federalista, inaugurando una línea doctrinal hegemónica en el liberalismo posterior, José Espiga, en calidad de miembro de la comisión constitucional, merced a la indivisible soberanía nacional y a la separación de poderes, legitimó la tesis individualista de la representación, o sea, una única nación y nacionalidad en el sí de un Estado único. De esta forma, el parlamentario catalán defendió el establecimiento de unas diputaciones que, al poder «auxiliar los movimientos del Gobierno sin entorpecerle», precisamente, por no disponer de atribuciones políticas, actuarían como un engranaje más de la división de poderes[65]. Del mismo modo, la dignidad de la catedral de Lérida reivindicó el carácter exclusivamente administrativo de las diputaciones como mero apéndice de un poder ejecutivo encargado de controlar sus actividades, a tenor de que «V. M. debe dar la energía posible al Gobierno y a la Monarquía que va a establecer»[66]. De esta forma, según el pensamiento de Espiga, un sistema político descentralizado debilitaría en exceso la acción gobernativa. De manera consecuente, el eclesiástico exigió una composición idéntica para todas las diputaciones provinciales: «yo no conozco tan bien como el señor preopinante [Creus] la provincia de Cataluña; pero sé lo bastante para asegurar a V. M. que, aunque es una de las de mayor población, siete vocales sacados de proporcionadas distancias podrán saber cuanto sea necesario para ejecutar con justicia el repartimiento de las contribuciones, y fomentar la prosperidad de todos sus pueblos»[67]. La tesis avalada por José Espiga se impuso en el Congreso doceañista, ya que la Administración provincial y local fue interpretada taxativamente en clave de uniformidad y homogeneidad.

III. A MANERA DE CONCLUSIÓN[Subir]

Los diputados catalanes que asistieron a las Cortes de Cádiz tuvieron a bien abolir el régimen establecido por la Nueva Planta borbónica en el Principado (1716). Sin duda, la guerra de la Independencia contribuyó decisivamente a la quiebra de la monarquía absoluta y a la deslegitimación del Antiguo Régimen. De hecho, el propio proceso constituyente gaditano evidenció el fracaso del sistema de la Nueva Planta, o sea, la conjunción del reformismo francés y las directrices del olivarismo castellano, impuesto por Felipe V en razón a su «dominio absoluto» y por «justo derecho de conquista». En Cataluña, de manera especial, por lo que respecta al intento de homogeneizar España sobre la base de la imposición por la fuerza de las estructuras jurídicas y políticas del Reino de Castilla, lo cual no significa que los parlamentarios catalanes pretendieran volver a la disposición del derecho y de las instituciones catalanas anteriores a la Nueva Planta, en buena medida, porque anhelaron erigir un sistema constitucional válido para el conjunto de la monarquía hispánica.

Obviamente, las propuestas y las posibilidades políticas que expusieron y defendieron los diputados catalanes en el Congreso gaditano eran múltiples y diversas. Eso sí, en ningún caso cuestionaron la religión católica, la Corona o la unidad nacional. Precisamente, los tres factores clave que mantenían cohesionada la sociedad del momento. Por ello, como forma de gobierno los parlamentarios catalanes defendieron a ultranza el régimen monárquico[68] en general y la dinastía de los Borbones en la persona de Fernando VII en particular. Por ejemplo, Felipe Aner sostuvo que «el Rey, como jefe del Gobierno, y primer magistrado de la Nación […] necesita estar revestido de una autoridad verdaderamente poderosa». Sobre todo cuando «la felicidad de una Nación no consiste en deprimir al Rey, sino en hacerle conocer los intereses de sus pueblos»[69]. La lealtad a la Corona era inquebrantable[70]. No obstante, Antonio de Capmany, con el objetivo de evitar que el soberano pudiera abusar de sus poderes, se mostró partidario de limitarlos «por una sabia y vigilante Constitución que le borre hasta los deseos de aspirar a la tiranía»[71]. Efectivamente, de acuerdo a la Carta Magna, el monarca ostentaba en exclusiva el poder ejecutivo[72] y compartía el legislativo[73]. De este modo, las Cortes gaditanas instituyeron a Fernando como Rey, pero en realidad plantearon un nuevo modelo de monarquía en el cual el monarca quedaba subordinado a un Congreso unicameral que, en última instancia, era el responsable de la dirección política del Estado. Por dicho procedimiento la monarquía absoluta se transformó en «moderada» o templada, de hecho, en una forma de gobierno singular, la «monarquía doceañista» (Varela Suanzes-Carpegna, J. (2013). La monarquía doceañista (1810-‍1837): avatares, encomios, denuestos de una extraña forma de gobierno. Madrid: Marcial Pons Ediciones de Historia.Varela Suanzes-Carpegna, 2013: 17). Es más, José Espiga, en manifiesta alusión al pasado, principalmente al más inmediato, vaticinó que «ya no volverán aquellos tiempos en que los Reyes disponían de los derechos de los pueblos como de un patrimonio familiar»[74]. De esta manera, en primera instancia, el proyecto reformista de la monarquía borbónica que vindicaron los parlamentarios catalanes se fundamentó en la limitación de los poderes del monarca, convertido en jefe del nuevo Estado nacional. Tal y como suscribió Aner: «el Rey, según la Constitución, es el jefe supremo de la Nación, es el protector de la Constitución y es el que debe velar sobre la administración de justicia»[75].

Por primera vez en la historia de España se estableció la separación de poderes: ejecutivo, legislativo y judicial[76]. Según Ramón Lázaro de Dou, la división de poderes era «una de las leyes que más sabiamente ha establecido V. M.»[77]. Ciertamente, en las Cortes de Cádiz se inició el Estado legal (Fernández Sarasola, I. (2009). La división de poderes en la historia constitucional española. Fundamentos: Cuadernos Monográficos de Teoría del Estado, Derecho Público e Historia constitucional, 5, 169-‍202. Disponible en: https://www.unioviedo.es//constitucional/fundamentos/quinto/pdfs/Sarasola.pdf.Fernández Sarasola, 2009: 169-‍202, y Clavero, B. (2007). El orden de los poderes: historias constituyentes de la trinidad constitucional. Madrid: Editorial Trotta.Clavero, 2007), legitimado por los diputados catalanes a partir de la recuperación de la memoria histórica de la tradición constitucional, pactista y municipalista catalana. De esta forma, el legado medieval y la experiencia de autogobierno que había definido la comunidad política catalana durante la segunda mitad del siglo xvii y los primeros años del XVIII (Roca, J. (2014). L’austracisme i la Guerra de Successió a les Corts de Cadis. Pedralbes. Revista d’Història Moderna, 34, 845-‍865. Roca, 2014: 845) se erigía en el perfecto contrapunto simbólico al absolutismo uniformista y centralista emanado de la Nueva Planta. En palabras de Dou: «[...] cuando [en Cataluña] teníamos la libertad y la Constitución que quieren hacer revivir las Cortes, los Reyes y nosotros éramos más felices»[78]. Simplemente se habían de recuperar/actualizar las instituciones de la antigua Corona de Aragón que el despotismo había suprimido. Por ejemplo, de acuerdo al criterio del historiador Capmany la Diputación del General o Generalidad perfectamente podría servir de inspiración y fundamento para la Diputación permanente de las Cortes y el Consell de Cent para los electivos y populares ayuntamientos doceañistas. Sin duda, la historia se dispuso al servicio del relato de la nación como espacio de libertad contra el absolutismo. Por lo tanto, la reivindicación del modelo político anterior a 1714 demostraba que la tradición no era incompatible con la vanguardia ni el constitucionalismo con la recuperación de las prerrogativas, derechos y libertades históricas. Máxime cuando el liberalismo es el lenguaje político de la emancipación de los individuos (Romeo Mateo, M. C. (2004). Discursos de nació i discursos de ciutadania al liberalisme del segle xix. Afers, 48, 309-‍326.Romeo Mateo, 2004: 311), convertidos ahora en ciudadanos con derechos y libertades garantizados por la nación mediante «leyes justas y sabias»[79].

De este modo, la aportación fundamental de las Cortes gaditanas fue la instauración constitucional de una nación española[80]. Precisamente, la nación soberana y el poder constituyente de la nación se construyeron en evidente oposición a la monarquía absoluta. De hecho, los parlamentarios catalanes que participaron en la definición del primer proyecto nacional español entendieron que la ruptura con el absolutismo borbónico emanado de la Nueva Planta sellaba su integración en un marco político común en igualdad de condiciones con el resto de territorios peninsulares. De esta forma, los diputados catalanes contribuyeron de forma decisiva al primer intento de construir la nación española sobre una base política liberal —sistema político parlamentario y representativo— que permitiera la consolidación y el ejercicio de los nuevos derechos civiles, políticos y de propiedad. En buena medida, porque los catalanes de principios del siglo xix se sentían españoles, más aún, por el recelo que manifestaban hacia el despotismo regio y, en general, hacia el poder ejecutivo, como ciudadanos libres e iguales de una monarquía doceañista, o sea, contrapuesta a la monarquía absoluta o «pura» de la Nueva Planta borbónica. Asimismo, el nuevo régimen monárquico emanado de la Carta Magna gaditana, de acuerdo al historicismo medievalizante, al limitar el poder del Rey, evocaba el modelo pactista de la antigua Corona de Aragón bajo la «monarquía compuesta» de los Austrias durante los siglos xvi y xvii. Sin embargo, en el debate esencial del primer constitucionalismo, la discusión nacional del artículo primero —la soberanía reside esencialmente en la nación—, a tenor de una definición política, contractualista y unitaria de la nación, se pretendió ignorar la diversidad identitaria para forjar un sentimiento de pertenencia a la nación única. De esta manera, únicamente hubo espacio para una sola nación, lo cual implicaba un único nacionalismo: el español. La mayoría de parlamentarios liberales metropolitanos consideraron que para superar la diversidad y la dispersión feudal era imprescindible erigir un Estado políticamente centralizado, territorialmente uniforme y culturalmente homogéneo, fundiendo y confundiendo «la cultura castellana» con «la cultura española» (Morales Moya, A. (2000). Estado y nación en la España contemporánea. Ayer, 37, 233-‍270.Morales Moya, 2000: 241). De este modo, se pretendía luchar contra la doble dimensión del privilegio y del particularismo y, por ende, a favor de los nuevos derechos constitucionales: fundamentalmente, los derechos naturales individuales y la propia soberanía de la nación (Fioravanti, M. (1996). Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las constituciones. Madrid: Trota/Universidad Carlos III.Fioravanti, 1996: 59). Por ejemplo, Antonio de Capmany y José Espiga defendieron una constitución unitaria e incluso centralista porque entendieron que lo que España y Cataluña necesitaban era un vigoroso Estado nacional. Cabe recordar que tanto Capmany como Espiga habían vivido bastante tiempo fuera del Principado y en estrecho contacto con los círculos de la Administración de un Estado borbónico que durante la segunda mitad del siglo xviii había sido decisivo para construir una comunidad nacional (De Puig, Ll. M. (2007). Aproximació als orígens del federalisme a Catalunya. Primeres nocions i projectes. En J. Albareda (ed.). Una relació difícil. Catalunya i l’Espanya moderna (pp. 329-‍371). Barcelona: Editorial Base.De Puig, 2007: 344).

Por el contrario, el resto de los parlamentarios catalanes, igualmente favorables a la creación de la nación española, al haber realizado sus carreras profesionales en el interior de Cataluña, tenían consciencia de su particularismo dentro del nuevo Estado liberal, manifestando el contraste entre la «nación política» y la «nación cultural» (Fernández Sebastián, J. (1994). España, monarquía y nación. Cuatro concepciones de la comunidad política española entre el Antiguo Régimen y la revolución liberal. Studia Historica-Historia Contemporánea, 12, 45-‍74. Disponible en: http://revistas.usal.es/index.php/0213-2087/article/view/5801.Fernández Sebastián, 1994: 45-‍74; Fuentes, J. F. (2010). Las Cortes de Cádiz: Nación, soberanía y territorio. Cuadernos de Historia Contemporánea, 32, 17-‍35. Disponible en: https://revistas.ucm.es/index.php/CHCO/article/view/CHCO1010110017A.Fuentes, 2010: 17-‍35, y Castro, D. (2011). La Nación en las Cortes. Ideas y cuestiones sobre la Nación española en el período 1808-‍1814. Cuadernos Dieciochistas, 12, 37-‍66. Disponible en: http://campus.usal.es/~revistas_trabajo/index.php/1576-7914/article/view/8896.Castro, 2011: 37-‍66). De esta forma, los parlamentarios del Principado catalán difirieron en cuanto a la organización territorial del Estado que debía establecer la primera asamblea constituyente española. De manera especial, Felipe Aner se rebeló contra la ausencia de una definición cultural de la patria, ya que entendía el territorio nacional español como diverso y plural, integrado por diversas identidades. De este modo, mediante reiteradas demostraciones histórico-culturales, el jurista aranés evidenció una orientación política inequívoca destinada a finiquitar el absolutismo y, a su vez, modificar por completo la formulación de la organización del Estado centralista, ya que, de acuerdo a su acentuado provincialismo, era posible conciliar los intereses provinciales dentro del Estado nacional español, sin llegar por completo al federalismo, a pesar de que los sistemas federales son una referencia cuando se trata de hallar modelos de organización política que permitan garantizar la unidad y el respeto a la diversidad. Más si cabe cuando el federalismo reclama la distribución territorial del poder, pero no requiere que se tenga que efectuar obligatoriamente a partir de los territorios que manifiesten una conciencia identitaria específica (Arbós Marín, X. (2004). 1808-‍1814. Crisi i refundació constitucional. La Constitució de Cadis. L’Avenç, 290, 13-‍19.Arbós Marín, 2004: 18). De hecho, Aner validó un Estado organizado descentralizadamente a través de la estructura de las diputaciones provinciales, pero, eso sí, planteó las bases de un Estado federal a partir de aspectos cuantitativos —mayor número de vocales—[81]. De todas formas, en las Cortes de Cádiz, la «nación de naciones» fue rechazada en los debates formales y el federalismo fue rehusado de manera explícita[82] porque se utilizó como sinónimo de disgregación peligrosa, incompatible con la idea nacional española (Portillo Valdés, J. M. (2009a). Federalismo-España. En J. Fernández Sebastián (dir.). Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-‍1850, Iberconceptos-I (pp. 498-‍505). Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Portillo Valdés, 2009a: 498-‍505, y Arbós Marín, X. (2004). 1808-‍1814. Crisi i refundació constitucional. La Constitució de Cadis. L’Avenç, 290, 13-‍19.Arbós Marín, 2004: 18-19). Así que, de esta manera, no fue posible instaurar una monarquía española federal (Chust, M. (2004). Nación y federación: cuestiones del doceañismo hispano. En M. Chust (ed.). Federalismo y cuestión federal en España (pp. 11-‍44). Castellón de la Plana: Universidad Jaume I.Chust, 2004: 11-‍44). Es más, plantear un Estado federal podría conllevar graves acusaciones de anatemas políticos del momento: republicanos y demócratas (Chust, M. (1998). La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz (1810-‍1814). Valencia: Centro F. Tomás y Valiente UNED, Fundación Instituto Historia Social.Chust, 1998: 235, y García Ruiz, R. (2010). El concepto de «democracia» durante la Guerra de Independencia. Una aproximación desde la historia conceptual. En R. Viguera Ruiz (ed.). Dos siglos de historia. Actualidad y debate histórico en torno a la Guerra de la Independencia (1808-‍1814) (pp. 213-‍232). Logroño: Universidad de La Rioja.García Ruiz, 2010: 213-‍232), ya que, tras el federalismo, parecía esperar la República, y tras esta, una identificación con su fase democrática, equiparable al sistema político revolucionario francés. En palabras de Capmany, «hombres repúblicos somos los Diputados, y no republicanos: tan necesario es entender bien nuestra propia lengua, por el bien de la república trabajamos: república quiere decir también en castellano estado, la cosa pública [la res publica, las virtudes cívicas], y no democracia. Nuestro Estado es monárquico»[83]. Del mismo modo, José Espiga reconoció que el poder ejecutivo «tiene una natural tendencia a aumentar su autoridad», pero «un cuerpo nacional la tiene igual a la democracia» y, de forma inexorable, la acumulación de poderes del poder legislativo conducía «a la anarquía, y por consiguiente al despotismo»[84]. En definitiva, en la primera sesión de las Cortes de Cádiz se consumó el proceso de ruptura con el antiguo orden institucional y merced a la promulgación de la Pepa los diputados catalanes consiguieron superar el statu quo establecido por el absolutismo borbónico, ya que su derogación significó la recuperación de la anhelada monarquía templada mediante la limitación de los poderes del soberano y la contención del abyecto despotismo ministerial, además de la adopción de un régimen político constitucional fundamentado en la soberanía nacional, en la separación de poderes, en la reforma de la Administración del Estado y en la garantía de los derechos y las libertades de los nuevos ciudadanos catalanes.

Por todo ello, las autoridades del Principado efectuaron una fastuosa y festiva publicación y un solemne juramento de la Constitución política de la monarquía española en las poblaciones libres del yugo napoleónico. En primer lugar en Vic el 4 de julio de 1812 y, poco después, en Manresa el 15 de agosto, localidad donde la lectura pública de la Carta Magna estuvo precedida por unas reveladoras palabras del gobernador: «Ésta es la Constitución que contiene la felicidad de la Nación Española. Publíquese» (Rubí i Casals, M. G. (ed.) (2009). De la revolta a la destrucció: Manresa i la Catalunya Central a la Guerra del Francès. Manresa: Centre d’Estudis del Bages y Ayuntamiento de Manresa.Rubí i Casals, 2009: 45-‍46). Asimismo, los volúmenes que contenían la Carta Magna fueron distribuidos por toda la provincia. Obviamente, el cambio político más destacado se produjo a raíz de la sustitución de las anteriores Juntas (Superior, corregimentales y de partido) y los antiguos ayuntamientos establecidos por la Nueva Planta borbónica por las instituciones emanadas de la Constitución doceañista: la Diputación provincial (Sarrión i Gualda, J. (1991). La Diputació provincial de Catalunya sota la Constitució de Cadis (1812-‍1814 i 1820-‍1823). Barcelona: Generalitat de Catalunya.Sarrión i Gualda, 1991; y Ramisa Verdaguer, M. (2008b). Les elits catalanes durant la Guerra del Francès. Revista HMIC, 6, 5-‍25. Disponible en: http://www.raco.cat/index.php/HMiC/article/view/130182.Ramisa Verdaguer, 2008b: 171-‍194) presidida por el jefe superior político y los consistorios constitucionales electivos. Máxime cuando la Diputación catalana se consideró heredera de la antigua Audiencia y especialmente de la Junta Superior que había abanderado y dirigido la resistencia antifrancesa. Eso sí, la Diputación, privada del ejercicio de toda función ejecutiva, únicamente estuvo facultada para controlar la Administración provincial y procurar el fomento de la economía. En aplicación de la división de poderes la figura del alcalde mayor pasó a convertirse en la del juez de primera instancia y la Audiencia de Cataluña y el Tribunal Superior de Justicia del Estado se reservaron los casos de apelación. Por último, el capitán general fue el encargado de regir los asuntos militares. Sin embargo, durante el período 1812-‍1814 la guerra, las continuas fricciones entre las autoridades militares y las civiles, las ingentes dificultades materiales y la inexperiencia y la recurrente improvisación de las nuevas autoridades fueron factores más que suficientes para imposibilitar la adecuada y satisfactoria implantación del régimen liberal en el Principado (Ramisa Verdaguer, M. (2012). La aplicación de la Constitución de Cádiz en Cataluña, 1812-‍1814. Spagna contemporanea, 41, 7-‍27. Ramisa Verdaguer, 2012: 7-‍27). Sin duda, las excepcionales y dramáticas circunstancias derivadas del contexto bélico limitaron en exceso las consecuencias de la cancelación de facto de la Nueva Planta borbónica.

Notas[Subir]

[1]

Diario de Sesiones de las Cortes de Cádiz, en adelante DSC, 1, 24 de septiembre de 1810: 3-‍4. Para ampliar la información, especialmente, véase Lasarte Álvarez (Lasarte Álvarez, J. (2009). Las cortes de Cádiz. Soberanía, separación de poderes, Hacienda, 1810- 1811. Madrid: Marcial Pons Ediciones de Historia.2009).

[2]

Las biografías de los diputados catalanes se pueden consultar en Urquijo Goitia (Urquijo Goitia, M. (coord.) (2010). Diccionario biográfico de parlamentarios españoles de las Cortes de Cádiz (1810-‍1814). Madrid: Cortes Generales.2010).

[3]

Modelo de Estado absolutista, centralista y autoritario que suprimió las leyes y las principales instituciones catalanas de derecho público, como las Cortes, la Diputación del General o Generalidad y el régimen municipal. Únicamente mantuvo el derecho penal, el procesal, el supletorio y, sobre todo, el civil. De esta manera, en Cataluña el derecho público quedó básicamente sustituido por el de Castilla, pero no el derecho privado. Además, impuso agravios fiscales como el catastro y supuso la militarización de la sociedad y del territorio catalán. Véanse Ferro (Ferro, V. (1987). El dret públic català. Les institucions a Catalunya fins al Decret de Nova Planta. Vic: Eumo Editorial.1987), Alcoberro i Pericay (Alcoberro i Pericay, A. (2005). El cadastre de Catalunya (1713-‍1845): de la imposició a la fossilització. Pedralbes. Revista d’Història Moderna, 25, 231-‍257. Disponible en: http://www.raco.cat/index.php/Pedralbes/article/view/122918/170192.2005: 231-‍257), Albareda i Salvadó (Albareda i Salvadó, J. (2010). La Guerra de Sucesión de España (1700-‍1714). Barcelona: Crítica.2010: 485) y Roura i Aulinas (Roura i Aulinas, Ll. (2012). Militarització i protesta sota l’absolutisme borbònic. Revista HMiC, 10, 74-‍86. Disponible en: http://www.raco.cat/index.php/HMiC/article/view/247866/331954.2012: 74-‍86).

[4]

Por ejemplo, a petición de Antonio de Capmany se aprobó que «en el Calendario se señale con letra cursiva en el día 2 de Mayo: Conmemoración de los difuntos, primeros mártires de la libertad española en Madrid», DSC, 213, 2 de mayo de 1811: 995. De esta manera, un catalán contribuyó a instituir la primera fiesta cívica nacional, la festividad del Dos de Mayo.

[5]

DSC, 327, 25 de agosto de 1811: 1690.

[6]

Semblanza con el Diccionario de la Real Academia del año 1803 —vigente hasta el 1817—. La nación era «la colección de los habitadores en alguna provincia, país o reyno» (Real Academia Española (1803). Diccionario de la lengua castellana. Madrid: Imprenta de la Real Academia.Real Academia Española, 1803: 577).

[7]

En palabras de Espiga: «tan indivisible como ella misma» (DSC, 132, 5 de febrero de 1811: 500).

[8]

DSC, 330, 28 de agosto de 1811: 1706. Tal y como se fijó en el artículo segundo: «La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser el patrimonio de ninguna familia ni persona», DSC, 330, 28 de agosto de 1811: 1706. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 1.

[9]

DSC, 330, 28 de agosto de 1811: 1707.

[10]

De manera fehaciente, la nación «política» se halla en el artículo tercero: «La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga», DSC, 330, 28 de agosto de 1811: 1707. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 1.

[11]

DSC, 412, 18 de noviembre de 1811: 2286.

[12]

DSC, 455, 1 de enero de 1812: 2517.

[13]

DSC, 376, 13 de octubre de 1811: 2064.

[14]

DSC, 332, 30 de agosto de 1811: 1729.

[15]

DSC, 457, 3 de enero de 1812: 2541.

[16]

DSC, 452, 29 de diciembre de 1811: 2491.

[17]

DSC, 455, 1 de enero de 1812: 2518.

[18]

Artículo 157: «Antes de separarse las Cortes nombrarán una diputación, que se llamará diputación permanente de Cortes, compuesta de siete individuos de su seno, tres de las provincias de Europa y tres de las de Ultramar, y el séptimo saldrá por suerte entre un Diputado de Europa y otro de Ultramar», DSC, 370, 7 de octubre de 1811: 2011. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 25.

[19]

DSC, 362, 29 de septiembre de 1811: 1950.

[20]

«La diputación permanente durará de unas Cortes ordinarias a otras», DSC, 371, 8 de octubre de 1811: 2016. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 25.

[21]

«Las facultades de esta diputación son: Primera. Velar sobre la observancia de la Constitución y de las leyes, para dar cuenta a las próximas Cortes de las infracciones que hayan notado», DSC, 371, 8 de octubre de 1811: 2016. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 25.

[22]

DSC, 371, 8 de octubre de 1811: 2017-‍2018.

[23]

DSC, 371, 8 de octubre de 1811: 2018.

[24]

«Se juntarán las Cortes todos los años en la capital del Reino», DSC, 362, 29 de septiembre de 1811: 1950. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 16.

[25]

DSC, 362, 29 de septiembre de 1811: 1950.

[26]

Dicho ideario ya había sido fijado en las instrucciones que recibieron los diputados catalanes de la Junta Superior del Principado: «deben reconocerse las ventajas políticas que resultarían de uniformar la Legislación y los derechos de todas las Provincias de la Monarquía». Exposición de las principales ideas que la Junta Superior del Principado de Cataluña cree conveniente manifestar a los señores Diputados de la Provincia que en representación de la misma pasan al Congreso de las próximas Cortes, Tarragona, 13 de agosto de 1810. Archivo de la Corona de Aragón, en adelante ACA, Oficios de la Junta de Cataluña sobre Gobierno, vol. 17, fs. 196-‍196r, publicada en el apéndice 1 de Rahola y Trémols (Rahola y Trémols, F. (1912). Los diputados por Cataluña en las Cortes de Cádiz. Memoria leída en la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona el día 23 de diciembre de 1911. Barcelona: Imprenta de la Casa Provincial de Caridad.1912: 51-‍53), analizada en Moliner Prada (Moliner Prada, A. (1989). La Catalunya resistent a la dominació francesa. La Junta Superior de Catalunya (1808-‍1812). Barcelona: Edicions 62.1989: 159-‍160).

[27]

Tal y como se consignó en el artículo vigésimo séptimo: «Las Cortes son la reunión de todos los Diputados que representan la Nación, nombrados por los ciudadanos en la forma que se dirá», DSC, 345, 12 de septiembre de 1811: 1820. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 6.

[28]

DSC, 455, 1 de enero de 1812: 2518.

[29]

DSC, 327, 25 de agosto de 1811: 1690.

[30]

Una descripción del concepto «provincialismo» en Segarra Estarelles (Segarra Estarelles, J. R. (2004). El ‘provincialisme’ involuntari. Els territoris en el projecte liberal de nació espanyola (1808-‍1868). Afers, 48, 327-‍345.2004: 327-‍345).

[31]

DSC, 354, 21 de septiembre de 1811: 1895.

[32]

DSC, 358, 25 de septiembre de 1811: 1918.

[33]

En el transcurso del debate acerca de la igualdad de representación de los diputados americanos, Jaime Creus equiparó las quejas de los parlamentarios americanos ante una desigual y desproporcionada concesión de cargos y oficios con respecto a los peninsulares con la de estos y la de los catalanes: «Esto de que no sean provistos con tanta frecuencia como los europeos, proviene de que por razón de la mucha distancia que hay entre ellos y la Corte no es bien conocido su mérito. Las mismas quejas han hecho muchas veces los catalanes, viendo que casi todas las prebendas y grandes empleos de su provincia se han dado a sujetos naturales de otras». De esta manera, Creus evidenció la escasa presencia de los catalanes en el entramado político-administrativo borbónico, DSC, 140, 13 de febrero de 1811: 541.

[34]

«Para ser Diputado de Cortes se requiere ser ciudadano que esté en el ejercicio de sus derechos, mayor de 25 años, y que haya nacido en la provincia, o este avecindado en ella con residencia a lo menos de siete años, bien sea del estado seglar, o del eclesiástico secular; pudiendo recaer la elección en los ciudadanos que componen la junta, o en los de fuera de ella», DSC, 359, 26 de septiembre de 1811: 1925. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 14.

[35]

DSC, 360, 27 de septiembre de 1811: 1936.

[36]

DSC, 271, 30 de junio de 1811: 1372.

[37]

La aparente contradicción entre «España» o «la Nación española» y «las Españas», presente en el código gaditano, ha sido analizada por Lorente Sariñena (Lorente Sariñena, M. (2010). La nación y las Españas. Representación y territorio en el constitucionalismo gaditano. Madrid: UAM Ediciones.2010).

[38]

Eso sí, Felipe Aner, en el marco de la discusión del artículo 375 que reguló el sistema de modificaciones de la carta magna, defendió la rigidez de la constitución invocando el principio de la soberanía nacional, impugnando expresamente la identificación del mandato parlamentario con un mandato imperativo meramente administrativo: «la sanción de la constitución y su observancia toca indudablemente a las cortes actuales, que tienen misión expresa para ello, y cuyos amplios e ilimitados poderes les autorizan para hacer cuanto entiendan conveniente al bien y a la felicidad de la nación. Digo que los diputados de las cortes actuales tenemos misión expresa para restablecer la constitución, sancionar su observancia, para que no se crea, como dijo el señor Mendiola, que nosotros no éramos más que gestores. Estos no están autorizados ni por el consentimiento tácito ni expreso del sujeto cuyos bienes o negocios administran; pero los diputados de las cortes obran porque tienen poderes amplios para ello, y están autorizados por un procedimiento expreso de la nación, de que resulta la ninguna semejanza de los diputados con los negotiorum gestores», DSC, 472, 18 de enero de 1812: 2653.

[39]

Exposición de las principales ideas que la Junta Superior del Principado de Cataluña…, Tarragona, 13 de agosto de 1810, ACA, Oficios de la Junta de Cataluña sobre Gobierno, vol. 17, fs. 196-‍196r.

[40]

Acerca de «la descentralización del nuevo Estado constitucional» consúltese Fernández Sarasola (Fernández Sarasola, I. (2011). La Constitución de Cádiz. Origen, contenido y proyección internacional, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.2011: 207-‍239). En particular, sobre el debate enfrentado de los artículos 10 y 11, véase Fernández Sarasola (Fernández Sarasola, I. (2011). La Constitución de Cádiz. Origen, contenido y proyección internacional, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.2011: 217-‍221).

[41]

«El territorio español comprende en la Península, con sus terrenos e islas adyacentes, Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña…», DSC, 335, 2 de septiembre de 1811: 1742. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 3.

[42]

DSC, 335, 2 de septiembre de 1811: 1744. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 3.

[43]

DSC, 335, 2 de septiembre de 1811: 1744.

[44]

DSC, 464, 10 de enero de 1812: 2590. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 47. Consúltese De Castro (De Castro, C. (1979). La revolución liberal y los municipios españoles (1812-‍1868). Madrid: Alianza.1979), Orduña Rebollo y Cosculluela Montaner (Orduña Rebollo, E. y Cosculluela Montaner, L. (2008). Historia de la legislación de régimen local (siglos xviii a xx ). Madrid: Iustel.2008: 253-‍295) y García Fernández (García Fernández, J. (2012). El municipio y la provincia en la Constitución de 1812. UNED. Revista de Derecho Político, 83, 439-‍472. Disponible en: https://doi.org/10.5944/rdp.83.2012.9192.2012: 439-‍472).

[45]

DSC, 464, 10 de enero de 1812: 2591-‍2592.

[46]

DSC, 464, 10 de enero de 1812: 2593. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 47.

[47]

DSC, 464, 10 de enero de 1812: 2597.

[48]

«[...] dividido en tres partes: en la una entraban los llamados entonces ciudadanos (aquellos vecinos que vivían con hacienda propia sin ser del cuerpo de la nobleza, ni del comercio, ni de las artes), en la otra entraban los mercaderes y en la otra los menestrales, de suerte que estos obtuvieron siempre desde aquella época 33 plazas», DSC, 629, 10 de agosto de 1812: 3521.

[49]

DSC, 629, 10 de agosto de 1812: 3522.

[50]

DSC, 629, 10 de agosto de 1812: 3521-‍3522.

[51]

DSC, 466, 12 de enero de 1812: 2606. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 49.

[52]

DSC, 466, 12 de enero de 1812: 2607. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 49. Véanse González Casanova (González Casanova, J. A. (1986). Las diputaciones provinciales en España. Historia política de las diputaciones desde 1812 hasta 1985. Madrid: Mancomunidad General de Diputaciones de Régimen Común.1986), Santana Molina y Bermúdez Aznar (Santana Molina, M. y Bermúdez Aznar, A. (1989). La Diputación Provincial en la España decimonónica. Madrid: Ministerio de Administraciones Públicas.1989) y Sarrión i Gualda (Sarrión i Gualda, J. (1991). La Diputació provincial de Catalunya sota la Constitució de Cadis (1812-‍1814 i 1820-‍1823). Barcelona: Generalitat de Catalunya.1991).

[53]

DSC, 130, 3 de febrero de 1811: 493.

[54]

Sesión secreta nocturna del 5 de febrero de 1811 (Villanueva, J. L. (1860). Mi viaje a las Cortes. Madrid: Imprenta Nacional.Villanueva, 1860: 169). La idoneidad de la celebración de sesiones reservadas fue defendida por los diputados catalanes Ramón Lázaro de Dou y Antonio de Capmany, ya que, según su parecer, «la confianza pública nacerá, no de la publicidad de las sesiones, sino de las providencias enérgicas y favorables a la causa nacional». Sesión secreta del 6 de noviembre de 1810 (Villanueva, J. L. (1860). Mi viaje a las Cortes. Madrid: Imprenta Nacional.Villanueva, 1860: 36).

[55]

DSC, 167, 15 de marzo de 1811: 694.

[56]

DSC, 82, 17 de diciembre de 1810: 180.

[57]

«Se compondrá esta Diputación del presidente, del intendente y de siete individuos elegidos en la forma que se dirá, sin perjuicio de que las Cortes en lo sucesivo varíen este número como lo crean conveniente, o lo exijan las circunstancias, hecha que sea la nueva división de provincias de que trata el art. 11», DSC, 466, 12 de enero de 1812: 2607. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 49. Véase Fernández Sarasola (Fernández Sarasola, I. (2011). La Constitución de Cádiz. Origen, contenido y proyección internacional, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.2011: 221-‍226).

[58]

DSC, 466, 12 de enero de 1812: 2609.

[59]

Hallamos una absoluta coincidencia con las razones que esgrimieron los diputados americanos (Chust, M. (1995). La vía autonomista novohispana. Una propuesta federal en las Cortes de Cádiz. Estudios de Historia Novohispana, 15 (15), 159-‍187. Disponible en: http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/revistas/novohispana/pdf/novo15/0216.pdf.Chust, 1995: 176).

[60]

DSC, 466, 12 de enero de 1812: 2610.

[61]

DSC, 466, 12 de enero de 1812: 2611-‍2612.

[62]

DSC, 466, 12 de enero de 1812: 2612.

[63]

En las Cortes de Cádiz el austriacismo persistente estuvo abanderado, de manera especial, por Antonio de Capmany y por Felipe Aner, quienes a la hora de buscar raíces al histórico constitucionalismo las encontraron en la Corona de Aragón (Lluch, E. (1999). Las Españas vencidas del siglo xviii . Claroscuros de la Ilustración. Barcelona: Crítica.Lluch, 1999: 24-‍27 y 88-‍92). En los debates del Congreso gaditano se evidenció un punto de sensibilidad periférica con restos de la memoria sentimental del austriacismo (García Cárcel, R. (2007). El sueño de la nación indomable. Los mitos de la guerra de la Independencia. Madrid: Temas de Hoy.García Cárcel, 2007: 213, 240-‍241 y 250-‍252).

[64]

El federalismo se planteó por vez primera en el constitucionalismo español por parte de los diputados americanos (Chust, M. (1995). La vía autonomista novohispana. Una propuesta federal en las Cortes de Cádiz. Estudios de Historia Novohispana, 15 (15), 159-‍187. Disponible en: http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/revistas/novohispana/pdf/novo15/0216.pdf.Chust, 1995: 168).

[65]

DSC, 466, 12 de enero de 1812: 2612.

[66]

DSC, 83, 18 de diciembre de 1810: 186.

[67]

DSC, 466, 12 de enero de 1812: 2612.

[68]

Artículo 14: «El Gobierno de la Nación española es una Monarquía moderada hereditaria», DSC, 336, 3 de septiembre de 1811: 1749. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 4. La monarquía dejó de ser una forma de Estado para convertirse en una forma de gobierno fundamentada en una separación muy neta entre el rey y sus ministros, de un lado, y las Cortes, de otro; cerrándose así la posibilidad de una monarquía parlamentaria al estilo de la inglesa. Véase Varela Suanzes-Carpegna (Varela Suanzes-Carpegna, J. (2013). La monarquía doceañista (1810-‍1837): avatares, encomios, denuestos de una extraña forma de gobierno. Madrid: Marcial Pons Ediciones de Historia.2013: 71-‍159).

[69]

DSC, 372, 9 de octubre de 1811: 2029.

[70]

De hecho, en las Cortes de Cádiz ningún diputado se manifestó a favor de la república. Consúltese Varela Suanzes-Carpegna (Varela Suanzes-Carpegna, J. (2013). La monarquía doceañista (1810-‍1837): avatares, encomios, denuestos de una extraña forma de gobierno. Madrid: Marcial Pons Ediciones de Historia.2013: 23-‍70).

[71]

DSC, 376, 13 de octubre de 1811: 2061.

[72]

Artículo 16: «La potestad de hacer ejecutar las leyes reside en el Rey», DSC, 336, 3 de septiembre de 1811: 1753. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 4. Véase Flaquer Montequi (Flaquer Montequi, R. (2003). El Ejecutivo en la revolución liberal. En M. Artola (ed.). Las Cortes de Cádiz (pp. 37-‍65). Madrid: Marcial Pons Ediciones de Historia.2003: 37-‍65).

[73]

Artículo 15: «La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey», DSC, 336, 3 de septiembre de 1811: 1753. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 4.

[74]

DSC, 376, 13 de octubre de 1811: 2064.

[75]

DSC, 449, 26 de diciembre de 1811: 2478.

[76]

Artículo diecisiete: «La potestad de aplicar las leyes en las causar civiles y criminales reside en los tribunales establecidos por la ley», DSC, 336, 3 de septiembre de 1811: 1753. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 4. Consúltese Martínez Pérez (Martínez Pérez, F. (1999). Entre confianza y responsabilidad (la justicia del primer constitucionalismo español (1810-‍1823). Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.1999).

[77]

DSC, 478, 25 de enero de 1812: 2689.

[78]

DSC, 96, 31 de diciembre de 1810: 271.

[79]

Artículo 4: «La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen», DSC, 332, 30 de agosto de 1811: 1729. Constitución política de la Monarquía española (Constitución política de la Monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (MDCCCXII). Cádiz: Imprenta Real.MDCCCXII): 2.

[80]

En ningún caso en Cádiz y en torno a Cádiz hubo una contestación a la idea de una nación española desde el principio de nacionalidad, esta únicamente se produjo desde un principio político, pero estuvo en América y no en la parte europea. Al respecto, véase Chust (Chust, M. (1998). La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz (1810-‍1814). Valencia: Centro F. Tomás y Valiente UNED, Fundación Instituto Historia Social.1998, Chust, M. (coord.) (2006). Doceañismos, constituciones e independencias. La Constitución de 1812 y América. Madrid: Fundación Mapfre. 2006 y Chust, M. (2010). América en las Cortes de Cádiz. Madrid: Ediciones Doce Calles.2010).

[81]

DSC, 466, 12 de enero de 1812: 2610.

[82]

Especialmente, por el conde de Toreno, quién insistió en su firme voluntad de «apartar al federalismo, puesto que no hemos tratado de formar sino una Nación sola y única», DSC, 464, 10 de enero de 1812: 2591; más si cabe cuando «lo dilatado de la nación la impele bajo de un sistema liberal al federalismo; y si no lo evitamos se vendría a formar, sobre todo con las provincias de Ultramar, una federación como la de los Estados Unidos, que insensiblemente pasaría a imitar la más independiente de los antiguos cantones suizos, y acabaría por constituir Estados separados», DSC, 466, 12 de enero de 1812: 2608; y por Agustín de Argüelles: «Enhorabuena que no sea de temer entre nosotros una federación como la anglo-americana; pero es indudable que habría división entre las provincias, que debilitaría la acción del Gobierno, lo que es preciso evitar por cuantos medios sea posible. Que esta tendencia es hija de las corporaciones numerosas», DSC, 466, 12 de enero de 1812: 2610.

[83]

DSC, 455, 1 de enero de 1812: 2517.

[84]

DSC, 376, 13 de octubre de 1811: 2063.

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