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El ilustre catedrático y académico José Manuel Cuenca Toribio acaba de añadir un texto más a su ya muy dilatada obra, esta vez bajo el oportuno rótulo Historia de la derecha en España, publicado —como su reciente Marx en España— por la cordobesa editorial Almuzara. El autor ha construido un metalenguaje de síntesis, siempre aludiendo a las más relevantes obras coetáneas, para exponer los avatares centrales de esa parte esencial y protagonista ineludible de los acontecimientos contemporáneos. Con aportación de un notable catálogo de referentes para cualquiera que desee sumergirse en el estudio de la senda seguida por nuestro país durante los dos últimos siglos, si bien cargando más el acento en lo acontecido tras la Restauración. Apropiado texto en estos momentos de trasiego político en los que ni un solo grupo reivindica el apelativo de derechas para su partido, mientras sus antagonistas no tienen la menor objeción en proclamarse de izquierdas. Signo obvio de quiénes han triunfado, sin paliativos que valgan, en el orden de lo mediático. Pero —procediendo tal división de las fechas de la Ilustración, y aflorada en las Cortes gaditanas— ya nos advierte el autor nada más iniciar su exposición: «La batalla del lenguaje, básica siempre en todas las grandes controversias ideológicas y políticas, fue ganada amplia y definitivamente hasta nuestros días por los partidarios del progreso».

Convenientemente recalcadas las influencias de la Iglesia y la adhesión de las derechas a lo militar, se comenta al respecto: «Tras el Concordato de 1853 y la derrota militar del carlismo, tanto la Iglesia —apresuradamente— como el Ejército —más lentamente— se acoplaron a su nuevo papel de palancas esenciales de un régimen escorado de modo creciente hacia su vertiente conservadora». Generándose durante el período de la Restauración un referente para las derechas, el de Marcelino Menéndez Pelayo: «En no pocos aspectos, la obra gigantesca del autor de Historia de las ideas estéticas en España constituyó la vertiente intelectual más genuina del canovismo». Reténgase el dato, ante lo que al final señalará el autor de la obra. Son así señaladas las características del partido conservador de la época: de élites, devoto de la jerarquía, mesuradamente hostil al Estado jacobino e hipercentralista, enaltecedor del Ejército y la Iglesia, como también reacio al cambio e idólatra de la tradición. Destaca el autor cómo dicho partido vino a quedar «convertido en chivo expiatorio por excelencia de los críticos de la Restauración», identificado en su imagen con ella. Y por tanto con las principales responsabilidades de su crisis. La potente personalidad del gran conservador Antonio Maura, deseosa de reencauzar el proceso, vino a quedar maniatada por todos los déficits del sistema, escribiéndose acerca de ello: «En una sociedad ya por entero clasista, los estratos acaudalados inscritos en las inertes poltronas conservadoras no dieron pruebas sensibles ni menos aún eficaces de haber oído no ya la llamada de la responsabilidad, sino tan siquiera el miedo para acometer un mínimo programa revisionista en materia económica». ¿Unilateral responsabilidad, quizá? Pero ya se explicita de seguido: «Postura, obviamente, que encontraba su perfecto ambivalente en el campo de los liberales, no menos cerrado en sus oligarquías latifundistas y financieras a cambios de entidad en la posesión y usufructo de riquezas y bienes». Interesante recordatorio, en medio del catalanismo y del bizkaitarrismo, es el que se refiere a la creación en 1919 de la Liga de Acción Monárquica en Bilbao —pactando con Prieto frente al nacionalismo— y de la Unión Monárquica Nacional en Cataluña; Urquijo, Oriol, Ibarra, como Cambó, D’Ors, Gomá son personajes de la época, advirtiéndose: «En este escenario, el conservadurismo catalán se destacaría ya para siempre como componente alzaprimado de la derecha española»: modales y hábitos más urbanos y cosmopolitas, una extensa cultura económica y —crítica simultánea— adjuntos planteamientos insolidarios. Pero se señala: «Sin lealtades recíprocas, los acuerdos establecidos en ocasiones contadas entre las derechas periféricas antecitadas y la nacional estuvieron de ordinario plagados de trampas y recelos, condenándolos a la esterilidad más completa y al acrecentamiento de la mutua reluctancia».

La Dictadura de 1923 se basaba en un Primo de Rivera así descrito: «Español por los cuatro costados, señorial, jaranero, humano y cercano», que sería bien tratado por hispanistas y escritores extranjeros, siendo su bagaje «denso y contrastado». Habiéndose producido el siguiente fenómeno: «El conservadurismo maurista, metamorfoseado en la derecha pura y simple de la España que precediese a la guerra civil, adquirió su auténtica figura en la dictadura primorriverista. En su crisol se moldeó el arquetipo mantenido hasta un siglo más tarde». La identificación del sistema con la monarquía trajo una consecuencia, ya caído el dictador: la acusada disminución del sentimiento dinástico; de modo que vino a producirse lo siguiente: «En un estado de creciente desafección hacia Alfonso XIII fue, empero, la retracción electoral del conservadurismo y de su masa de maniobras política la causa principal de su destronamiento en las jornadas de 12-‍14 de abril de 1931». En vísperas de la proclamación de la República, las derechas se diversificaron en diversas opciones, siendo una de las menos conocidas Derecha Liberal Republicana, proyecto de Niceto Alcalá-Zamora y, más tímidamente, de Miguel Maura, transformado en agosto de 1931 en Partido Republicano Progresista, finalmente borrado del mapa en los comicios de otoño de 1933. Los monárquicos alfonsinos se vieron apoyados por la gran banca y la aristocracia agraria, junto con los escasos, aunque destacados, intelectuales finalmente nucleados en torno a Acción Española. Dato significativo y revelador de la tonalidad ascendentemente autoritaria del monarquismo dinástico, hasta tal punto que acabaría planteándose la unión electoral conocida como TYRE (Tradicionalistas y Renovación Española) en marzo de 1933. La onda autoritaria europea empezaba a manifestarse en espacios hasta hacía bien poco absolutamente ajenos a tan inesperada trayectoria. Mientras el Partido Agrario Español, creado en 1934 por el letrado del Consejo de Estado José Martínez de Velasco, intentaba consolidar una opción moderada.

La génesis y desarrollo de la que sería la más significada formación derechista, la futura Confederación Española de Derechas Autónomas, ha merecido por parte del autor oportunos recordatorios acerca de un fenómeno con frecuencia tan mal explicado como poco entendido. Siendo su origen el inicial proyecto de Acción Nacional promovido por Ángel Herrera desde su buque insignia de El Debate, pronto pasó a denominarse Acción Popular ante la prohibición por la República del término «nacional» salvo para referencias a entes institucionales. La política anticlerical del nuevo régimen —Constitución laicista de 1931, previsión de segregación de la Iglesia de la enseñanza, Ley de Congregaciones— daba lugar a previsiones de contestación. Simplemente porque el proceso imitativo del laicismo de la III República Francesa de 1870 difícilmente podía generar una réplica distinta desde la Iglesia. Certeramente recuerda el autor el proceso de ralliement promovido por León XIII, vinculando a los católicos al orden constitucional, algo que dejaba desprovisto de soporte a los sectores integristas y tradicionalistas. El párrafo siguiente es sintéticamente explicativo de las causas:

Como en la Francia del afianzamiento de la III República, el ralliement se imponía a los ojos del episcopado, del clero y del laicado más sensible en el terreno público y, por ello, más alejado de cualquier marchamo o legitimismo dinástico. Bajo la tutela directa de su admirado Pío XI (1922-‍1939) y de su secretario de Estado, el cardenal E. Pacelli, Ángel Herrera urdió y remató la vasta operación que desembocó, en marzo de 1933, en la botadura de la CEDA, aglutinadora de casi medio centenar de partidos, con una suma de afiliados superior a 700 000.

Consecuencia de la reiterada invocación de la doctrina de la accidentalidad de las formas de gobierno, «ante el escándalo mayúsculo de las fuerzas monárquicas, alfonsinas y carlistas», que, por supuesto, vinieron a repetir los mismos duros argumentos ya en su día escuchados a la derecha legitimista francesa. Dígase que esta intervención directa de Roma se había producido también en la misma génesis de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas en 1908 —presidida hasta 1935 por Herrera—, auspiciada por el nuncio y con bien poco agrado del arzobispo de Madrid. Pero la CEDA era una confederación donde el papel rector de Acción Popular sufría de serios condicionantes, no siendo todo en ella como la Derecha Regional Valenciana, «aleación feliz de un sindicalismo cristiano de linaje tradicionalista», útil para contrapesar un tanto «el protagonismo del bloque castellano-leonés, netamente rural y provinciano». Encomia el autor la notable y poco reconocida personalidad de José María Gil Robles, líder de una CEDA durante un tiempo constituida «en el fenómeno más espectacular de la derecha europea». Los resultados de las elecciones de noviembre de 1933 fueron bien llamativos: 115 diputados obtenidos por la CEDA, y 102 por el Partido Radical de Lerroux, mientras el Partido Socialista se quedaba en 59. Objeto tanto la CEDA como su líder de las antipatías y celos del presidente de la República —fracasado en su repetido intento de crear un partido centrista desde el poder—, la coalición radical cedista vino a pivotar en términos de gobierno sobre la segunda fuerza en importancia, de impoluto pedigrí republicano, algo que ciertamente no podía decirse de bastantes de los componentes de la CEDA. Pero tampoco es en modo alguno justa la acusación recaída —principalmente sobre Gil Robles y su partido originario— de antidemocratismo o antirrepublicanismo. Desde la izquierda se atizó la imagen de un Gil Robles aspirante a seguir la senda de Dollfuss, algo que nunca estuvo en sus cálculos ni en su práctica, aunque no faltaran en su partido —particularmente en sus juventudes— tics imitativos de los formatos autoritarios de una época. Se evoca cómo el que había sido el viejo modelo, admirado por su habilidad y sentido social, el Zentrum alemán, «no irradiaba los fulgores de antaño». Recuerda Cuenca sobre ello la posición de Ángel Herrera, «visceralmente incompatible con cualquier deriva totalitaria». De modo que «en coyuntura tan comprometida, ni un amago de deslealtad institucional, ni un paso en falso» se registraron por una CEDA decidida a no caer en ninguna precipitación que pudiese ponerla bajo la sospecha fundada de los sectores republicanos fundamentalistas. Sobradamente conocida su senda, el fenómeno genera las siguientes reflexiones del autor:

Partido moderno, al que sus dirigentes pretendieron, en algún instante de euforia, convertirlo en instrumento actualizado de la arcaica vida española, manantial de sus huestes, sin más resultado, de ordinario, que el de poner al descubierto las contradicciones de sus bases y la ancha distancia entre el aparato del partido, de extracción elitista, y la masa de maniobra, nutrida de pequeños y medianos propietarios agrícolas y clases medias urbanas.

Señalando sobre la actitud hacia la coalición de alfonsinos y tradicionalistas: «Bestia negra de la intelligentzia monárquica que tan destacada labor hiciera desde la famosa revista Acción Española», de modo que la CEDA «ni siquiera mereció una convocatoria de entrevista en la cumbre por parte de los ulcerados alfonsinos y tradicionalistas enragés». Los resultados de las elecciones de febrero de 1936 acabaron ciertamente con el sueño cedista. Ascenso de Calvo-Sotelo, pérdida de influencia de un Gil Robles en penumbra y radicalización general junto a nuevas sendas y protagonismos inesperados. Separa el autor las fundamentaciones de Falange frente a las de los fascismos, señalando un dato esencial: «El pronto cortocircuitado fascismo español cavó su tumba en el repudio, pasivo y activo a la vez, de la Iglesia docente». Una procedente observación a retener para analizar la siguiente fase, la del régimen de 1939.

El período tratado es visto desde la siguiente perspectiva: «Si existe una experiencia histórica encuadrada a la perfección en los cánones clásicos de la forma e ideología políticas denominada “derecha” es sin duda la acotada por la dilatada existencia de la dictadura franquista». De tal manera que «ninguna otra derecha ofrece en la historia un modelo más acabado de sus estructuras, credo y funcionamiento que la franquista». Iniciada la etapa bajo las más severas circunstancias, señala el autor cómo pasada «la ruda frontera de los 40» se vino a producir un acelerado ensanchamiento de las clases medias. Se trataba ciertamente de la creación de una nueva, distinta y amplia clase media, que vendría a constituirse en el principal factor de legitimación del sistema, habiendo estado basada la originaria en una prórroga del moderantismo decimonónico, ahora coexistente con un falangismo ya centrado en las posibles reformas sociales. Ello no sin dificultades, pues se recuerda la afirmación del entonces falangista Juan Velarde Fuertes sobre la de más solera: «Era la derecha más cerrada que podía haber». Característica del llamado nacionalcatolicismo sería la estrecha unión entre el poder y la Iglesia en un régimen dirigido por un militar, pero no por el Ejército. Un hecho vendría a modificar drásticamente la situación: la entrada de los «tecnócratas» en el Gobierno de 1957, promotores de una exitosa liberalización económica que sustentaría la base para la ulterior liberalización general, ello en medio de una acelerada, y tranquilizadora, situación de crecimiento económico coexistente con una general despolitización.

Cuestión esencial que abarca numerosas paradojas es la de la cultura en la época. Que la censura fue férrea durante un tiempo es algo conocido, pero la previa base cultural, social y política de los promotores del sistema —el aludido moderantismo— era el liberalismo conservador. Mas liberalismo al fin y al cabo, de modo que incluso durante los años cuarenta «la planta liberal creció siempre con vigor, a despecho de proscripciones y recelos», de modo que la visión conservadora «se mostró impotente para monopolizar la creación en las letras y artes del país». Prodújose la siguiente paradoja: «La ILE o los integrantes de la generación del 98 recibieron no pocas y, a las veces, acerbas críticas desde el establishment franquista […] pero muchos de sus seguidores más o menos explícitos ocuparon lugares prominentes en las altas instancias dictatoriales, incluso en las atañentes a la docencia y al mundo artístico e intelectual». De modo que en la universidad y en la enseñanza media el núcleo de la historia de España «se acomodaba casi ad integrum al expuesto por D. Claudio Sánchez Albornoz». Así el discurso oficial sobre «la historia enseñada en los centros educativos fue paciente y amorosamente elaborada en unos ambientes en que el liberalismo de raigambre conservadora gozó de singular predicamento». Se observa, frente a otras derechas europeas, el déficit de producción propia, de modo que «su deriva cultural ha sido seguidista y ancilar», aunque se destacan creaciones notables como la del Instituto de Estudios Políticos, de forma que «el régimen poseyó sus propios centros de creación y difusión culturales. Su rasgo más notable y general es su indiferencia y dejadez a la hora de alentar un proyecto que nutriera una derecha genéticamente poco sensible al poder y seducción de las letras y las artes». A título de sintética ilustración sobre lo sucedido, es reproducida una lapidaria cita de uno de los prohombres intelectuales del régimen: «Desde Jovellanos, la derecha española no había leído ningún libro».

Un acontecimiento vino a suponer un auténtico terremoto: «La convocatoria del Concilio Vaticano II supuso un verdadero cañonazo a su línea de flotación»; ello con el siguiente resultado: «Concluido el Concilio en diciembre de 1965, el desconcierto en las esferas oficiales del franquismo fue total». Uno de los pilares del sistema se separaba progresivamente de él. El obvio futuro era ya otro, pero los finales del régimen vinieron a regenerar algo casi extinto y recluido: la extrema derecha. Si bien el autor la separa de la derecha como tal, pues «el maximalismo y radicalidad de su expresión caricaturizan y, más aún, distorsionan sin freno sus ejes y matices, lo que le impide reivindicar siquiera un lejano parentesco o aire de familia con aquella». De hecho, «la derecha observaba ante el porvenir inmediato de la nación un panorama sin grandes escollos ni problemas, en un contexto ya por entero distinto al imperante».

La promoción del sistema democrático desde el interior del declinante régimen era fruto de un hecho: «El beau vieux temps del franquismo ya no volvería y habría que conservar en el advenido el mayor número de valores del antiguo». De hecho, se recuerda cómo «las Fuerzas Armadas, bien que ulceradas, frustrarían las esperanzas de la derecha más integrista», como se constata lo siguiente: «En el seno de la UCD el componente de más grosor franquista no llevó la iniciativa... pero tampoco implicó una rémora o lastre». Fue de nuevo una época de influencia estabilizadora proveniente de los grupos conexos con la herencia de El Debate, ahora por vía del diario Ya y el Grupo Tácito. Varias derechas son analizadas, en particular el proceso de reconversión y convergencia en el Partido Popular, planteando aquí el autor la seria cuestión sobre sus fundamentos y justificaciones. Ante un discurso predominantemente basado en el formato economicista, y vista la muy limitada base teórica de las derechas, se alude a la necesidad de rearme intelectual. Ello tras mencionar el fracasado proyecto de importación de la Nouvelle Droite, pura extravagancia paganizante sin posible salida, que llegó a cautivar —a su modo— a Manuel Fraga, sobre el que el autor deja caer adjetivaciones como «volcánica personalidad» y «escritor torrencial», algo paralelo —junto a su inteligencia— a ciertas desmesuras del personaje. Sugiriendo en las últimas páginas del libro una relectura de Menéndez Pelayo —alguien que fue diputado del Partido Conservador— por parte de las derechas. Sobre la propuesta aludida, cabría recordar que ya hubo un interesado antecedente vinculado a la polémica Laín-Calvo Serer; algo solo materializado finalmente en un más o menos interesado y superficial menendezpelayismo de citas, pronto abandonado por vestimentas liberales en consonancia con los tiempos. Y de nuevo con don Marcelino abandonado en su polvoriento y poco frecuentado sitial en las estanterías de las no muy extensas derechas interesadas en él. No habiendo faltado voluntaristas intentos —de menguada capacidad de traslación— de los formatos argumentales anglosajones. Al fin una derecha, de nuevo, sin otro discurso que el recordatorio de posibles éxitos económicos, ante la que nos sitúa el autor de tan oportuna obra.