RESUMEN

La sociedad cada día demanda poder participar más activamente en la conformación de su devenir político y prueba de ello es el incremento paulatino de las iniciativas legislativas populares presentadas tanto en el ámbito nacional como en el autonómico y europeo. Este escenario se produce a pesar de que su regulación podría considerarse como desincentivadora ya que existe un común recelo a su formulación jurídica porque pone en cuestión la coherencia y compatibilidad de la democracia representativa con la directa, de manera que la mera posibilidad de incentivar o reconfigurar este instituto, expone la fragilidad del Parlamento. En este artículo se pretende analizar la iniciativa legislativa popular en relación a su engarce con la posición actual del Parlamento.

Palabras clave: Parlamento; iniciativa legislativa popular; participación directa;

ABSTRACT

Society is every day demanding more active participation in shaping its own political future. Proof of this is the gradual increase in the number of popular legislative initiatives presented at the regional, national and European levels. This new scenario occurs even though its regulation could be seen as a discentive. There is a common mistrust of this legal formulation because it calls into question the coherence and consistency of representative democracy in comparison with direct democratic alternatives.The mere possibility of encouraging or reconfiguring this institution therefore exposes the fragility of Parliament. This article aims to analyze the citizen’s legislative initiative in relation to its engagement with the current state of Parliament.

Keywords: Parliament; legislative citizen initiative; direct participation;

Como citar este artículo / Citation: Burguera Ameave, L. (2016). Centralidad parlamentaria e iniciativa ciudadana en el proceso legislativo. Revista de Estudios Políticos, 171, 105-136. doi: http://dx.doi.org/10.18042/cepc/rep.171.04

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SUMARIO

  1. Resumen
  2. Abstract
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. ALGUNAS CUESTIONES EN TORNO AL MARCO TEÓRICO
    1. 1. Una cuestión irresoluble: ¿Es posible conciliar el sistema representativo y el sistema de participación política directa?
    2. 2. El protagonismo parlamentario y sus rectificaciones
    3. 3. El Parlamento actual ante los nuevos desafíos: ¿ocaso u oportunidad?
  5. III. LA REGULACIÓN DE LA INICIATIVA LEGISLATIVA POPULAR COMO CONTRAPESO A LA CENTRALIDAD PARLAMENTARIA
    1. 1. Ámbito europeo: La Iniciativa Ciudadana Europea
    2. 2. Ámbito nacional: La iniciativa Legislativa popular
    3. 3. Ámbito autonómico: La conversión del modelo nacional al autonómico
  6. IV. A MODO DE CONCLUSIÓN
  7. Notas
  8. Bibliografía

Desde el momento en que alguien dice de los negocios del Estado: ¿a mí qué me importa?, se debe saber que el Estado está perdido.

J. J. Rousseau[1]

I. INTRODUCCIÓN [Subir]

Recientemente estamos asistiendo a un aumento progresivo de las reivindicaciones y demandas ciudadanas en favor de una mayor intervención en la política activa residenciada en la efectiva utilización de las herramientas de participación directa puestas a nuestra disposición: el referéndum y la iniciativa legislativa popular.

De estos dos instrumentos, ha sido fundamentalmente el referéndum la figura que ha centrado la mayor parte de los estudios sobre la participación directa ciudadana, de ahí que en este trabajo nos ciñamos únicamente a la iniciativa legislativa popular pero no desde una perspectiva general sino en relación con un problema concreto: su engarce (o conexión) con la posición actual del Parlamento.

Este interés se debe primordialmente a dos causas cercanas en el tiempo. Por un lado, el incremento paulatino de las iniciativas presentadas tanto en el ámbito nacional[2] como en el autonómico (todo ello a pesar de que la regulación de esta figura podría considerarse como desincentivadora). Y por otro, debido a la reciente puesta en marcha de la iniciativa ciudadana europea, enmarcada dentro del proceso de reestructuración institucional de la Unión iniciado tras la aprobación del Tratado de Lisboa (2007). De nuevo, cuando se ha querido reconfigurar el papel institucional del Parlamento se ha articulado este instrumento jurídico que permite abrir un espacio directo al ciudadano que parece escapar de su control.

En definitiva, lo que nos planteamos es lo que podríamos denominar «paradoja de la racionalidad parlamentaria» y es que, aunque se regula y controla la autonomía parlamentaria para delimitar su espacio en el complejo equilibrio de poderes, asoma a veces su centralidad. En lo que al objeto de este estudio se refiere, esta maniobra se consigue gracias a que se le permite un amplio margen de discrecionalidad en el desarrollo legislativo de la iniciativa legislativa popular (situación especialmente evidente en el ámbito nacional y autonómico).

En el fondo, todo sistema parlamentario se resiste a la pérdida de la centralidad de su órgano esencial: el Parlamento. No debe extrañar, pues, que cuando se habilita el instituto de la Iniciativa Legislativa Popular, que es un instrumento de participación ciudadana directa en el proceso legislativo, se haga de forma cicatera dejando en manos del Parlamento su aceptación, desarrollo y control porque la opción principal está hecha de manera que todo el sistema pivota sobre la democracia representativa, y se deja como «complemento» o «apéndice» los instrumentos de democracia directa. Quizá todo ello no sería percibido como particularmente gravoso por parte de la ciudadanía si, a su vez, el Parlamento no hubiera quedado relegado a mera instancia formalizadora de la adopción de decisiones gubernamentales o de partido.

Este trabajo pretende ofrecer un análisis sobre el origen, desarrollo e implementación actual del instrumento de la iniciativa legislativa ciudadana, apreciando que es posible arbitrarla de forma más eficaz sin que ello suponga un menoscabo del poder simbólico de primer orden que ostenta el Parlamento como expresión de la soberanía popular.

II. ALGUNAS CUESTIONES EN TORNO AL MARCO TEÓRICO [Subir]

Hace casi setenta años afirmaba Sánchez Sánchez Agesta, L. (1948). El derecho constitucional en Inglaterra, Estados Unidos, Francia, URSS y Portugal. Granada.Agesta (1948: 13):

La comprensión de la obra del artesano o el artista y la naturaleza de su oficio exigen presenciar su modo de trabajo, seguir sus manipulaciones y procedimientos. Y así también la obra de los pueblos ha de ser comprendida por la observación atenta de sus actos, de sus desazones y de sus esperanzas. Todo presente exige ser comprendido en el pasado que lo formó, en la siembra que lo germinó y hasta en los estímulos que pudieron provocar las reacciones de su naturaleza. La historia es en cierto sentido la teoría del orden en formación […].

Un orden que se desdibuja y recompone en una evolución ni progresiva ni lineal sino sinuosa y plagada de modelos teóricos elásticos donde cabe casi todo. Es el caso de las construcciones teórico-jurídicas que tratan de dar forma y articular la intervención directa del pueblo en los asuntos públicos. De ahí que, a nuestro juicio, resulte interesante reparar en el proceso ideológico que determina la génesis de la participación directa de la ciudadanía en el procedimiento legislativo. Brevemente expondré algunas consideraciones reseñables en su evolución dentro del marco teórico imperante en su construcción y devenir como fue el del Estado liberal constitucional.

1. Una cuestión irresoluble: ¿Es posible conciliar el sistema representativo y el sistema de participación política directa? [Subir]

La primera vez que aparece la noción de representación es como consecuencia de la discusión sobre la necesidad de una Constitución acaecida en Francia en el siglo xviii. En concreto, es al hilo del debate sobre el principio de soberanía nacional cuando se comienza a teorizar también sobre la participación directa del pueblo en el proceso legislativo. Ciertamente la tesis roussoniana que recuerda al pueblo la necesidad de no desprenderse por completo del poder legislativo es un buen ejemplo de ello.

Para Rousseau, J. J. (1978). El contrato social. Madrid: Aguilar.Rousseau (1978, III, 15: 99-100) la soberanía no puede estar representada, por la misma razón por la que no puede ser enajenada; consiste esencialmente en la voluntad general, y la voluntad no se representa. De ahí que toda ley, como declaración de la voluntad general no ratificada por el pueblo en persona, sea nula. Tal es su empeño en denostar la representación como instrumento a través del cual se puedan articular los intereses de la ciudadanía que llega a afirmar que: «[…] desde el momento en que un pueblo nombra representantes, ya no es libre, ya no existe» (ibíd.: 101). Rousseau considera la representación como una forma de alienación del poder soberano que esclaviza al ciudadano. Esta percepción, basada en su experiencia, sublima el poder legislativo (del que llega a afirmar que «para dar leyes a los hombres, harían falta dioses» [Rousseau, J. J. (1978). El contrato social. Madrid: Aguilar.idem, 1978 II, 7: 42][3]), de forma que debe buscar una solución práctica al problema del legislador, sobre todo, para adecuar su teoría al funcionamiento de los grandes Estados. Y la encuentra en la figura de la delegación (sometida al mandato imperativo), que permite al legislador elaborar leyes que luego el pueblo debe finalmente aprobar, en una suerte de democracia semidirecta.

Una fórmula que en ningún caso conectaba, todavía, la democracia con el sistema representativo porque Rousseau, como sus coetáneos, desconfiaba de la democracia y lo hacía, incluso, con fina ironía: «Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres» (Rousseau, J. J. (1978). El contrato social. Madrid: Aguilar.idem, 1978, III, 4: 71). En realidad, la idea de la democracia nunca gozó de especial consideración; muy al contrario, si se hacía referencia a ella (escasamente) era para denostarla. Una percepción que se encontraba en clara sintonía con la deliberada ausencia de esta noción en autores clásicos como Polibio o Cicerón, que, al hacer mención de la mejor forma de gobierno, lo identificaba con el gobierno mixto. Es también el caso de Aristóteles, quien no se muestra proclive al género democrático puro, sino a una democracia próxima a la oligarquía o una oligarquía vecina a la democracia (Touchard, J. (2010). Historia de las ideas políticas. Madrid: Tecnos.Touchard, 2010: 48). Pero hay que aclarar de inmediato que, desde el siglo iv a. C. hasta el xviii, ya con la revolución a la vista, se entendía por democracia autogobierno popular directo, en el que, por tanto, el pueblo concentraba en sí todos los poderes (legislativo, ejecutivo y judicial). De ahí su inconveniencia y la ironía del ginebrino. Pero ese gobierno mixto de los clásicos incorporaba mucha más participación ciudadana que las actuales democracias representativas.

Sin embargo, Rousseau, igual que Montesquieu, percibe como viable un régimen democrático (directo) en el Estado federal siempre que se den determinadas condiciones, tal y como veremos a continuación.

Montesquieu, en su obra El espíritu de las Leyes, señala que el poder del pueblo debe circunscribirse a «aquello que puede hacer bien», que no es sino la elección de representantes. Entiende igualmente que la democracia solo es posible en repúblicas pequeñas, las cuales, sin embargo, para poder resistir militarmente a los Estados mayores y más poderosos, pueden buscar el remedio en la federación de pequeños Estados de manera que puedan resistir militarmente a aquellos, sin necesitar de la forma monárquica. Utilizada la expresión «República» en este sentido, encontramos en los textos de Jefferson[4] y Madison buenos ejemplos. El propio Jefferson, en las anotaciones en las que da cuenta de sus conversaciones con Washington, destaca cómo ambos pretendían preservar la «pureza» del legislativo y su independencia del ejecutivo restringiendo la administración a las formas y principios republicanos e impidiendo una interpretación monárquica de la Constitución que pudiera someterla, en la práctica, a todos los principios y corrupciones del modelo inglés. A su juicio, la única vía de subsistencia de las pequeñas democracias era la federación; nacía así una relación o conexión determinante entre democracia directa y federalismo.

Así pues, en el contexto ideográfico ilustrado no se percibía como la forma política más idónea para los territorios extensos y con grandes masas de población. En este ambiente, la idea de la representación se concebía como un concepto antagónico tanto al despotismo monárquico como a la democracia. Como apunta Torres del Torres del Moral, A. (2004). Estudio preliminar, bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Madrid: CEPC.Moral (2004: LX): «[…] en el artículo Representantes […] inserto en el tomo XIV de la Enciclopedia, se denomina precisamente Estado aristocrático a este sistema representativo». En realidad, en la Enciclopedia no se menciona a la democracia al hacer referencia a la clasificación de las formas de gobierno que se oponían al poder absoluto y, además, el sistema representativo y la democracia aparecen como conceptos mutuamente excluyentes.

Hay que esperar a que Condorcet publique en 1787 la IV Carta de las que escribe a un burgués de New Haven para que, como señala Torres del Torres del Moral, A. (2004). Estudio preliminar, bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Madrid: CEPC.Moral (2004: LX), aparezca por primera vez el concepto de democracia representativa. Y lo va a hacer al referirse a las causas por las que se extinguieron las repúblicas antiguas, que no lograron articular los medios que permitieran a la vez la paz y la igualdad.

Más tarde, se observa en Condorcet una modulación de su pensamiento debido a la marcha de los acontecimientos revolucionarios, aproximándose a los postulados de Rousseau, ya que trata de buscar una vía intermedia entre lo que considera más necesario (la intervención directa del pueblo) y lo que cree más viable (sistema representativo). Este paso se percibe en él cuando, a raíz de la aprobación de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, acepta ya sin reservas que el pueblo, además de por medio de sus representantes, tiene derecho a concurrir por sí mismo a la formación de la ley (Torres del Moral, A. (2004). Estudio preliminar, bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Madrid: CEPC.Torres del Moral, 2004: LVII). A partir de entonces, para este autor, el problema constitucional por excelencia, según Torres del Moral (ibíd.), consistirá en conciliar ambos sistemas; o, si se permite la expresión, «introducir en un sistema representativo todo lo que se pueda de gobierno directo». Además, como buen ilustrado, confiaba en el progreso humano, de modo que le permitía prever un futuro en el que fuera posible la ratificación popular no solo de la Constitución y de las Declaraciones de derechos sino también de las leyes: «Yo propongo, por esta vez, limitar dicho derecho individual tan solo a los artículos de la Constitución; pero lo hago con la esperanza de que los progresos de la razón y el efecto que necesariamente producirán en los espíritus unas instituciones más legales y justas permitirán más adelante extender este mismo derecho a otras leyes hasta alcanzar a todas»[5]. Finalmente, en 1790, llegará a distinguir, bien que incidentalmente, entre democracia representativa y democracia inmediata[6] (hoy en día denominada directa) dando así un paso definitivo en la configuración de los futuros instrumentos para canalizarla.

A pesar de ello, y en términos generales, estas ideas no comienzan a cristalizar hasta unos años más tarde, cuando emerge por primera vez el referendo popular en la Constitución jacobina de 1793. Antes, ya la Constitución de 1791 se había alejado de los postulados influyentes de la teoría de la representación de Sieyès que, más tarde, habría de desembocar en su apuesta decidida por un gobierno representativo de base democrática[7].

El referendo, por tanto, tendrá cierto predicamento hasta que la experiencia del «terror jacobino» y la etapa de Napoleón hagan que caiga en el olvido durante aproximadamente cincuenta años. De esta etapa, resulta interesante destacar el artículo 29 de la Declaración de Derechos que precedía al Acte Constitutionnel de 1793, porque reconocía «el derecho igual de todo ciudadano a participar en la formación de la ley y en la designación de sus mandatarios o agentes». Como señala Acosta Sánchez, J. (1997). Del mandato imperativo al control de la representación política. Contexto de los artículos 66 y 67 de la Constitución Española. En VV.AA. Estudios de derecho público en homenaje a Juan José Ruiz-Rico. Madrid: Tecnos.Acosta (1997: 984), se trataba de implantar, por primera vez, el principio de inmediación democrática (que repudiaba la representación) entre la «voluntad general» y la legislación, para lo cual se ofrecía en los artículos 56 a 60 del Acte un procedimiento de aprobación facultativa de la misma por las «Asambleas primarias» (especie de referéndum legislativo no obligatorio). En realidad, lo que se pretendía era la aprobación directa de las leyes por el pueblo o, al menos, contar con su asentimiento, reduciendo al mínimo el valor de la representación. De este modo se conjugaba la participación directa del pueblo con la indispensable deliberación en la elaboración de la ley.

Tras la revolución de 1848, con Luis Bonaparte al frente de Francia, vuelve a aparecer la discusión a raíz del restablecimiento de la figura del referéndum, cuyo más significativo exponente fue Rittinghausen y su obra La legislation directe par le peuple (1850)[8].

En realidad, en esta etapa postrevolucionaria se comienza a formalizar la participación directa, incorporando, examinando y juzgando estos instrumentos ya no solo como herramientas contaminadas por connotaciones revolucionarias, sino como postulados teóricos compatibles con la representación asociados, a su vez, a problemas técnicos que permitan su efectiva implantación.

Merece la pena detenerse, aunque sea brevemente, en lo acontecido en Francia a partir de 1874 cuando, como señala Aguiar Luque, L. (1977). Democracia directa y Estado Constitucional. Madrid: Edersa.Aguiar (1977: 73), la oligarquía republicana de tradición parlamentaria, que Luis Napoleón había marginado, toma el poder. A partir de ese momento se aprueba una ley constitucional (1875) que deja claro en su primer artículo que el poder legislativo se ejerce exclusivamente por dos Asambleas: la Cámara de los Diputados y el Senado. Como destaca este autor, dicha ley no solo «proclama la hegemonía de las Cámaras sino que destierra cualquier posibilidad de ejercicio del ‘appel au peuple’ con las connotaciones bonapartistas que contenía dicha institución» (ibíd.: 73-74). Estas reminiscencias pesan más en los ánimos de los teóricos que la experiencia positiva de la participación política en Suiza. Por ello, pese a los sucesivos intentos por introducir figuras como el referéndum en 1905, 1909 y 1914, todos ellos quedan desestimados por considerarse incompatibles con la ley de 1875, considerada como ley constitucional (ibíd.).

Ante tales circunstancias, dos textos escritos en distintas épocas deben ser destacados porque marcarán, de forma estimable, el debate científico en torno a estas figuras. En primer lugar, Esmein con su obra Élements de droit constitutionel, de 1894, en la que, al tratar de observar la aplicación de la participación directa en el marco jurídico de la III República, no ve más que objeciones y expresa su opinión contraria. Frente a esta postura, Hauriou, con escasa argumentación y atención sobre la materia, incide fundamentalmente en la diferencia semántica entre referendo y plebiscito. Por su parte, Duguit, asumiendo las diferencias de Esmein sobre gobierno directo y sistema representativo, y partiendo de una fuerte crítica a Montesquieu, postula el referendo como instrumento compatible con el sistema representativo (ibíd.: 75-76). No obstante, habrá que esperar al constitucionalismo de entreguerras (y en especial a la Constitución de Weimar de 1919 y a la austríaca de 1920) para ver efectivamente cómo estas instituciones o resquicios de democracia directa aparecen regulados y tienen un fuerte impulso.

Una segunda obra influirá de forma notable en el devenir de la teoría constitucional de la época sobre esta materia. Se trata del artículo «Considérations théoriques sur la question de la combinación du Referendum avec le parlamentarisme», publicado por Carré de Malberg en la Revue de Droit Public en 1931. En ella, este autor parte de dos razones importantes que justifican la inclusión del referéndum como complemento de la ley como expresión de la voluntad general: la falta de instrucción de la comunidad y su incapacidad para gestionar sus propios intereses. Así, pues, desde un nivel teórico que postula su aceptación, su funcionamiento práctico modula su posición como complemento necesario para contrarrestar la temida hegemonía parlamentaria. Como destaca Aguiar Luque, L. (1977). Democracia directa y Estado Constitucional. Madrid: Edersa.Aguiar (ibíd.: 77-78), el referéndum es planteado por este autor como un contrapeso a la actuación de las cámaras; con ello, «Carré abre el camino para convertir el referéndum en instrumento del tradicionalismo antiparlamentario», posición que devino mayoritaria dentro de la doctrina[9] que, en términos generales, se va a mostrar favorable a recurrir correctivamente a las técnicas de democracia directa dentro de la democracia parlamentaria.

En realidad la constitucionalización de los instrumentos de participación directa no obedecerá a un creciente interés por articular vías de participación política ciudadana sino que aparecen de modo indirecto al tratar de restar protagonismo al Parlamento[10]. De ahí que no resulte extraño observar, tal y como destaca Torres del Moral, cómo incluso el movimiento obrero se negó a hacer de la participación directa su reivindicación básica, siendo rechazada por el socialismo francés (quizá debido a la experiencia bonapartista), aunque finalmente aceptada por el alemán[11].

2. El protagonismo parlamentario y sus rectificaciones [Subir]

En el periodo de entreguerras, el constitucionalismo demoliberal padeció una profunda crisis que, a juicio de Garrorena Morales, A. (2013). Derecho Constitucional. Teoría de la Constitución y sistema de fuentes. Madrid: CEPC.Garrorena (2013: 63), afectó tanto a los aspectos políticos del sistema (donde el descrédito de las instituciones democráticas, incluido el Parlamento, había llegado a altos niveles) como a los propios presupuestos económicos del modelo, que se demostró incapaz de contener las nuevas demandas sociales.

En este contexto, la incorporación de los partidos políticos con su lógica elitista de la representación acabó por diseñar una mecánica parlamentaria alejada de la calle a la vez que provocó una constante inestabilidad gubernamental. De ahí que, como destaca Garrorena, «[…] se creyera que la salida a esta crisis debía consistir en buscar medidas correctoras orientadas a contrarrestar lo que Hugo Preuss llamó entonces el “absolutismo del Parlamento”, causa visible de la inestabilidad del sistema» (ibíd.: 64).

Por eso se trató de frenar el protagonismo parlamentario en favor de un reequilibrio de fuerzas que proporcionase una mayor esfera de autonomía a los Gobiernos. Esta tarea se va a llevar a cabo partiendo de una valoración crítica del régimen liberal-representativo e introduciendo elementos contradictorios, pero determinantes en la configuración parlamentaria de entonces:

  1. Las formas de democracia directa: en especial, el instituto del referéndum.

  2. La idea de justicia constitucional reforzada con la aparición y el protagonismo del Tribunal Constitucional (con capacidad para declarar la nulidad de leyes aprobadas en el Parlamento).

  3. La «racionalización» de los instrumentos de control del Parlamento sobre el Gobierno (la moción de censura), así como la incorporación de figuras (presidente de la República) que conformaban una nueva relación de fuerzas entre poderes.

Un ejemplo de este nuevo diseño constitucional lo encontramos en la Constitución de Weimar de 1919, en la que se trataba de estructurar políticamente una incipiente democracia de masas, articulando diferentes instrumentos de participación política directa en un ámbito geográficamente extenso y bajo el marco de un régimen parlamentario moderno. Para ello, tal y como apunta Touchard, J. (2010). Historia de las ideas políticas. Madrid: Tecnos.Aguiar (1977: 93), se sigue el modelo de la Constitución Helvética de 1876, que conforma un amplio abanico de procedimientos de participación directa y en la que se configura de modo implícito (artículo 73.3) la iniciativa legislativa popular. De este modo, se ha dicho con razón que «[…] la función parlamentaria por excelencia, la legislativa, se ve superada por la decisión sin intermediarios del titular de la soberanía en forma de referendos aprobatorios o abrogatorios de una ley, sobre todo si el referendo puede ser convocado por una iniciativa legislativa popular» (Torres del Moral, A. (1997). Cortes Generales y centralidad política. En VVAA., Estudios de Derecho Público. Homenaje a Juan José Ruiz-Rico. Tomo II. Madrid: Tecnos.Torres del Moral, 1997: 1068).

En este objetivo se emplearon autores como Kelsen o Preuss pero, sobre todo, Mirkine-Guetzévich, que acuñó en 1931 la expresión «parlamentarismo racionalizado». Este autor, desde una perspectiva eminentemente práctica, se inserta dentro de la corriente constitucional favorable a la inclusión de las formas de participación directa de los ciudadanos (especialmente el referéndum) como instrumento de ruptura de lo que Aguiar Luque, L. (1977). Democracia directa y Estado Constitucional. Madrid: Edersa.Aguiar (1977: 71) denomina «circuito cerrado Gobierno-Parlamento, característico de la crisis del parlamentarismo». De esta forma, el pueblo se une a la nueva estructura del sistema político a través de las siguientes fórmulas enunciadas por Mirkine Guetzevitch, B. (1931). Les nouvelles tendences du Droit Constitutionnel. París.Mirkine (1931: 139): revocación del jefe del Estado por votación popular; disolución de las cámaras por referéndum (iniciado a instancias del jefe del Estado); disolución de las cámaras por iniciativa popular (seguida de referéndum) y disolución de las cámaras como consecuencia de la votación popular del texto de una ley.

Esta intervención directa del pueblo en las decisiones políticas estrecha aún más el cerco al Parlamento y lo desplaza del centro del sistema político, de modo que, como sostiene Torres del Torres del Moral, A. (1997). Cortes Generales y centralidad política. En VVAA., Estudios de Derecho Público. Homenaje a Juan José Ruiz-Rico. Tomo II. Madrid: Tecnos.Moral (1997: 1063), es el miedo a que los Parlamentos democráticos emergentes elegidos por sufragio universal pudieran llevar al «desgobierno», lo que originó la necesidad de «[…] “racionalizarlos” esto es, debilitarlos, frenarlos, controlarlos, para asegurar la estabilidad gubernamental. Como parlamentarismo “frenado” califica Loewenstein al de la V República Francesa, y como parlamentarismo “controlado” al de la República Federal de Alemania».

Nos encontramos ante etiquetas variadas que muestran que, en el fondo, lo que se pretendía era la adecuación o coherencia técnica del sistema parlamentario con el nuevo perfil que adoptaba el régimen liberal que estaba dando un paso decisivo hacia el Estado social. Como señala Santamaría, J. (1972). Participación política y democracia directa. En Estudios de Ciencia Política y Sociología. Homenaje al profesor Carlos Ollero. Madrid.Santamaría (1972: 766 y 775), no cabe sustraerse a la idea de que tanto el referéndum como la iniciativa legislativa popular eran ideados y conformados como soluciones técnicas que trataban de perfeccionar el esquema de funcionamiento parlamentario liberal pero sin renunciar a él.

Por tanto, no hay una recepción plena de estas figuras, sino unos correctivos de las deficiencias de la democracia representativa. Así se observa, por ejemplo, en Max Weber, que en su obra Economía y sociedad apuesta por el referéndum como instrumento utilizable frente a los Parlamentos corrompidos[12]; o también el caso de Carré de Malberg, que en sus ya citadas «Consideraciones teóricas sobre la cuestión de la compatibilidad del referéndum con el parlamentarismo» se mostró favorable a recurrir correctivamente a las técnicas de democracia directa dentro de la democracia parlamentaria (Garrorena Morales, A. (2013). Derecho Constitucional. Teoría de la Constitución y sistema de fuentes. Madrid: CEPC.Garrorena Morales, 2013: 66).

Sin embargo, esta posición no ahuyentaba del todo las dudas que podía suscitar la aplicación práctica de estos instrumentos de participación. Por ello no resulta extraño que estas herramientas de democracia directa también fueran contempladas como antiparlamentarias, antipartidistas e instrumentos al servicio de la personalización del poder; se veía en ellas instituciones de fácil manipulación antidemocrática, «bonapartistas», idea que quedó reforzada poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando las asumió el totalitarismo. Dicho de otro modo, como consecuencia de las experiencias vividas durante aquella época, estas instituciones de participación directa pasaron de ser concebidas como revolucionarias a simbolizar un instrumento reaccionario que afianzaba todo gobierno con aspiraciones totalitarias.

Fuese por este motivo o por otros, lo cierto es que, al echar la vista atrás, nos damos cuenta de que la elasticidad de los modelos ideales ha operado fundamentalmente sobre la democracia representativa pero no sobre la directa, ya que salvo alguna excepción notable, como Suiza, ha permanecido identificada con figuras con escaso desarrollo legislativo innovador.

3. El Parlamento actual ante los nuevos desafíos: ¿ocaso u oportunidad? [Subir]

Ciertamente en la actualidad la participación directa de la ciudadanía en el proceso legislativo se inicia y finaliza con la mera proposición de una ley, ya que una vez que consigue entrar ésta en sede parlamentaria comienza a operar la representación (y sus consiguientes problemas en la democracia actual) como elemento corrector y modificador de esa participación directa.

Kelsen, en su obra Esencia y valor de la democracia, se planteaba la necesidad de reformar el parlamentarismo en el sentido de intensificar sus elementos democráticos. Ante esta tarea, y siendo consciente de que por razones técnicas era imposible dejar que el pueblo tuviera directamente asignadas las funciones legislativas, entendió que además del referéndum debía incentivarse la institución de la iniciativa popular. Para este autor, dicho instrumento, que consiste en que «un determinado mínimo de ciudadanos políticamente capaces puedan presentar un proyecto de ley, a cuya toma en consideración se halle obligado el Parlamento», permite la «relativa injerencia» del pueblo en la formación de la voluntad estatal (Kelsen, H. (1977). Esencia y valor de la democracia. Barcelona: Labor.1977: 65).

Ahora bien, esta posibilidad debe quedar circunscrita a la oportunidad de establecer y facilitar el proceso de aspiración popular materializado a través de la propuesta de una ley articulada, sobre la base de unas líneas generales, sin que quepa descender a un proyecto elaborado. Esta limitada oportunidad se justifica bajo la idea de que los electores no pueden dar instrucciones obligatorias a sus representantes (sería tanto como revitalizar de modo indirecto el mandato imperativo), de tal forma que esta institución queda reducida a «[…] la posibilidad de que en el seno del pueblo se manifiesten inspiraciones a las cuales ajuste el Parlamento su actividad legislativa» (ibíd.: 66).

En tales circunstancias, si apelamos a una mayor participación ciudadana en el proceso legislativo pero, de entrada, ceñimos su actividad y protagonismo a la mera capacidad de proponer una iniciativa legislativa, en el fondo no logramos avanzar eficazmente en nuestro propósito, ya que siempre encontraremos el límite implícito de hasta qué punto la elaboración y determinación del contenido detallado de la ley, e incluso su defensa, constituyen una reedición de los viejos cuadernos de instrucciones.

Este viejo problema puede percibirse como un muro de contención entre el ideal de la democracia participativa y su configuración real. Si nos resignamos ante esta circunstancia, no lograremos acortar la distancia existente entre el pueblo como sujeto de imputación de la voluntad política y el pueblo legitimado para participar activamente en la configuración de esta.

En este orden de cosas, conciliar la idea de la libertad con la de pertenencia de cada individuo a una entidad colectiva superior es retomar la vieja discusión de qué supone ser ciudadano hoy. Cuestión que está en íntima relación con la distinción expuesta por Constant entre la libertad de los antiguos y la de los modernos que, en esencia, se debe a la diferenciación del ámbito público y privado del individuo puesta en conexión con su voluntad de participar en los asuntos que afectan al conjunto de la sociedad.

Desde un tiempo a esta parte los ciudadanos están participando más a través de la iniciativa legislativa popular, pero quizá esto no sea sostenible en el tiempo si la ciudadanía percibe que sus esfuerzos por poner en marcha el procedimiento no sirven de nada, puesto que lo que inicialmente proponen y lo que finalmente se aprueba no son textos similares. Así pues, ¿por qué no exigir un respeto genérico a su contenido?

Hacer referencia al contenido de la iniciativa y a su eventual observancia supone retomar una parte de los viejos debates sobre la idea de representación, ya que, como señala García Guitián, E. (2003). Problemas de la representación política. En Arteta, A., García Guitián, E. y Maiz, R. (eds.). Teoría política: poder, moral, democracia. Madrid: Alianza Editorial.García Guitián (2003: 396), «otra de las cuestiones siempre presentes a la hora de analizar la representación es la de determinar qué se representa (su dimensión sustantiva) y cómo exigir responsabilidades por lo realizado».

Entre el mandato imperativo y la libertad absoluta del representante hay toda una gama intermedia de posicionamientos señalados por Pitkin. De hecho, esta autora considera que una de las cuestiones no resueltas es la controversia entre el mandato y la independencia en la relación representante-representado. Controversia suscitada por el propio concepto de representación que, formulado como actividad, debe lograr que el representante actúe de tal modo que, a pesar de ser independiente y sus votantes tener capacidad de acción y de juicio, no se plantee ningún conflicto entre ellos (Fenichel Pitkin, H. (1985). El concepto de representación. Madrid: CEPC.1985: 157-183).

En estas circunstancias, consideramos que el factor tiempo puede constituir un elemento clave, puesto que si una vez propuesta y aceptada la iniciativa por el Parlamento, entra en juego la representación concebida como actividad, ¿quedaría de algún modo vinculado el representante con los representados para «defender» su causa durante toda una legislatura? Evidentemente no, ni siquiera aunque las líneas generales de la iniciativa estuvieran incluidas en el programa electoral.

Así pues, hemos de buscar un mecanismo que, aun admitiendo las mejoras técnicas y las modificaciones oportunas que se realicen durante la tramitación parlamentaria, no traicione el espíritu de la iniciativa. Lo cual supone, en cierta medida, incurrir en una «revitalización del mandato imperativo» y ¿qué ocurre cuando ese mandato queda expresamente prohibido por la Constitución?

En realidad, la prohibición del mandato imperativo constitucionalizada en gran parte de los países de Occidente implica la asunción de una arcaica forma de entenderlo, que responde casi a una mitificación que ha pretendido preservar al Parlamento como lugar central y autónomo de la deliberación. Aceptar «instrucciones» suponía debilitarlo, pero lo cierto es que a día de hoy, y tal y como señala Acosta Sánchez, J. (1997). Del mandato imperativo al control de la representación política. Contexto de los artículos 66 y 67 de la Constitución Española. En VV.AA. Estudios de derecho público en homenaje a Juan José Ruiz-Rico. Madrid: Tecnos.Acosta (1997: 991), la impropiedad de su prohibición constitucional se debe fundamentalmente a: «[…] lo inconveniente que es que una Constitución prohíba lo imposible o lo inevitable». Por eso no resulta extraño escuchar hacer mención al «pseudo-mandato imperativo» de los partidos políticos que en la práctica opera en las democracias actuales.

De ahí que, aunque nuestra Constitución, como también otras de nuestro entorno, hayan seguido la inercia constitucional de su prohibición expresa, esa prohibición ha obedecido principalmente a un objetivo: preservar la independencia de criterio y actuación del diputado frente a las posibles injerencias del partido o grupos de interés, pero ¿acaso no quedaba también blindado de forma indirecta el diputado ante las demandas que los propios ciudadanos pudieran formularle directamente?

Este sería el caso de las iniciativas legislativas populares que, en el supuesto de querer ir más allá de la mera formulación de una propuesta «exigiendo» el respeto a su contenido esencial, no debieran concebirse como una «injerencia» en la autonomía parlamentaria materializada a través de un pseudomandato imperativo.

Ante dicha percepción, y para adecuar y ajustar esta institución a los nuevos tiempos, por qué no plantear una reforma constitucional del artículo 67 CE, valorando propuestas como la que en su día propugnó Jean Foyer para el análogo artículo 27 de la Constitución francesa: «Los miembros de las Cortes Generales no representan a ningún partido ni grupo» (Foyer, J. (1992). Le Député dans la société française. París: Editorial Económica.1992: 40)[13].

Considero interesante iniciar la tarea de replantearnos, y tal vez reformular este concepto histórico, de modo que seamos capaces de desvelar las contradicciones entre los valores y principios latentes que propugna y su funcionalidad en relación a la iniciativa legislativa popular actual. A mi juicio, la asunción del mandato representativo como la mejor de las opciones posibles se ha ido consolidando como una ficción jurídica construida con base en un antimodelo: el mandato imperativo. Había que desterrar la posibilidad de que el representante no fuera sino un mero portavoz de las voluntades de sus representados, fragmentando de este modo la voluntad de la nación que debía ser una[14].

En realidad, este antimodelo, construido bajo los planteamientos del pensamiento liberal, no solo centraba su atención en el sujeto (el titular de la soberanía), sino también sobre su objeto, ya que, según Burke, el Parlamento era una asamblea deliberante de una nación con un interés que representaba el interés de la totalidad. De ahí que el Parlamento no pudiera entenderse como «un congreso de embajadores que defiende intereses contrapuestos y hostiles» (Burke, E. (1984). Textos políticos. México: FCE.1984: 313), idea que también compartirá Madison al aglutinar los intereses bajo demandas colectivas que provengan de facciones o grupos y que él tratará de contrarrestar. Además, la interrelación del sujeto con el objeto de la representación nos conduce a otro problema, a mi juicio mucho más determinante, señalado por Burdeau: si se aceptaba la vinculación de los representantes respecto de las instrucciones de los representados tendríamos que admitir que una voluntad anterior puede condicionar la formación de la voluntad nacional (Burdeau, G. (1970). Traité de science politique, T.V. Les régimenes politiques. París: Librairie Générale de Droit et de Jurisprudence.1970: 98).

Pero ¿por qué no revisar el antimodelo? La construcción teórica del mandato imperativo se sirvió de un ideal reactivo frente a experiencias negativas previas. Algo por otro lado común en la evolución de la teoría política ya que, como señala el propio Dahl (Dahl, R. (2000). La democracia y sus críticos. Barcelona: Paidós.2000: 10-11), si hoy en día existe consenso sobre la benevolencia del modelo democrático vigente es porque las alternativas (fuertemente condicionadas por experiencias del pasado) han sido rechazadas.

Y de nuevo nos encontramos ante una dificultad considerable: replantearnos el mandato imperativo significa también poner en cuestión la centralidad parlamentaria. Una centralidad que se sedimentó en el Estado liberal y que encontró su apoyo indirecto en la percepción y garantía de la libertad en Montesquieu y Rousseau. Si para Montesquieu la libertad es concebida como un valor político fundamental, su consabido pragmatismo le hizo percibir la ley como único criterio garante de la misma, que no podía estar en manos del pueblo, sino en manos de unos representantes[15]. También Rousseau, aunque partiendo de una noción de libertad distinta, y por tanto connatural al ser humano, esboza un orden legítimo que respeta dicha libertad sobre la base de un pacto social del que emerge una voluntad general soberana cuya máxima expresión es la ley[16]. De una u otra forma, el poder legislativo queda sublimado y había que garantizar su independencia.

Si el mandato imperativo convierte al representante en mero transmisor de instrucciones de sus representados, al prohibirlo atribuyeron a los elegidos la representación del interés general, defendiendo su autonomía. Y no solo la de los representantes sino también la parlamentaria, ya que el parlamentarismo concibe al Parlamento como un cuerpo deliberativo encargado de definir el interés general o la voluntad de la nación a resultas de un consenso mayoritario surgido de la discusión[17]. Es, por tanto, el lugar de decisión política por excelencia e introducir injerencias «externas» debilita su centralidad en el complicado equilibrio de poderes.

Si comenzamos el epígrafe con Sánchez Agesta, L. (1979). El pensamiento político del despotismo ilustrado. Sevilla: Publicaciones de la Universidad de Sevilla.Sánchez Agesta (1979: 330), también querría concluirlo con él, ya que este autor considera que:

[…] lo que el Contrato social tiene de símbolo de una nueva etapa de pensamiento político, no es tanto el que difunda o fundamente determinadas orientaciones como la forma de enfrentarse a los problemas políticos. Las instituciones no se aceptan como buenas por el solo hecho de que existan y fueran las instituciones de las generaciones pasadas desde una fecha que se pierden en el tiempo, sino que se pregunta y se quiere responder por una justificación racional y actual del orden político […]. Por eso no importan tanto las ideas concretas como esta atmósfera en que se respira el sentimiento de caducidad de un orden y la necesidad de trazar «ex ovo» los nuevos principios y la nueva estructura del que le ha de suceder. Y aún más precisamente el sentimiento de que las instituciones, los poderes y los derechos se han de justificar y regular por la razón humana. Tal es lo que el siglo xviii legó a los siglos venideros […].

III. LA REGULACIÓN DE LA INICIATIVA LEGISLATIVA POPULAR COMO CONTRAPESO A LA CENTRALIDAD PARLAMENTARIA [Subir]

1. Ámbito europeo: La Iniciativa Ciudadana Europea [Subir]

Europa siempre ha sentido la necesidad de reforzar la idea de la consecución de una verdadera democracia transnacional como parte de su proceso de construcción, y para ello no ha dejado de trabajar articulando mecanismos que reequilibraran las fuerzas entre las distintas instituciones que la integran.

Íntimamente relacionada con esta preocupación, a ella se ha unido la necesidad de elaboración de una noción de ciudadanía europea que superase el vínculo de la nacionalidad como principal criterio de adscripción. Esta limitación sustentada bajo principiosterritoriales constriñe un concepto que necesita crear un vínculo supranacional que simbolice un verdadero proceso de integración.

En realidad, estas dos inquietudes, que están en la base de las constantes llamadas de atención sobre el problema del déficit democrático de las instituciones europeas y su progresiva deslegitimación, sacan a relucir la dificultad señalada por Sánchez-Cuenca, I. (1999). El déficit democrático de la Unión Europea. En Llamazares, I. y Reinares, F. (eds.). Aspectos políticos y sociales de la integración europea. Valencia: Tirant lo Blanch.Sánchez-Cuenca (1999: 93-94) de cuál deba ser el modo de enfocarlo. Podemos hacerlo poniendo toda nuestra atención sobre la ausencia de un demos, un pueblo, en el que las distintas ciudadanías europeas se reconozcan, o bien entender que el problema se debe a un deficiente diseño institucional que impide una mayor participación ciudadana en la toma de decisiones. Es evidente que, aunque complementarias, estas dos vías de análisis requieren de un esfuerzo teórico y práctico notablemente dispar, así que en este trabajo nos centraremos únicamente en la segunda perspectiva.

Lo cierto es que desde hace años hemos insistido en ese enfoque nacional meramente agregativo, por eso no resulta extraño observar cómo el proceso de conformación de la ciudadanía europea ha resultado ser ejemplo y síntoma de la propia evolución política de la UE.

De ahí que, hoy en día, se insista en que para lograr un concepto de ciudadanía europea verdaderamente inclusivo que supere la idea de ciudadanía «post-nacional» es preciso articular efectivos instrumentos de participación política basados en dinámicas transnacionales que queden supeditados a unas condiciones estructurales de participación que trasciendan el ámbito nacional. Se trata de desterrar, por tanto, la implícita influencia de la «lógica de los Estados», que delimita y condiciona de manera determinante cualquier intento de participación activa ciudadana. En esta tarea se debe construir una dinámica propia que evite lo que en su día ya señaló Fraile Ortiz, M. (2003). El significado de la ciudadanía europea. Madrid: CEPC.Fraile Ortiz (2003: 22), y es que siga prevaleciendo el diseño instrumental del concepto de ciudadanía al servicio de la legitimación de todo el proceso de construcción de Europa, de manera que finalmente quede desprovisto de apoyo social efectivo[18].

En esta senda, el Tratado de Lisboa ha dispuesto que todo ciudadano tenga derecho a participar en la vida democrática de la Unión mediante la figura de la iniciativa ciudadana europea.

En concreto, el marco legislativo en el que se inscribe la iniciativa ciudadana europea es el artículo 11.4 del Tratado de la Unión Europea, que la contempla como un derecho cuyo ejercicio, procedimientos y requisitos han sido desarrollados a través del Reglamento (UE) nº 211/2011 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 16 de febrero de 2011, y del Reglamento de Ejecución (UE) nº 1179/2011 de la Comisión, de 17 de noviembre de 2011, por el que se establecen especificaciones técnicas para sistemas de recogida de apoyos a través de páginas web.

En realidad nos encontramos ante la posibilidad de que un grupo de ciudadanos formule una propuesta a la Comisión Europea para que ésta, en el ámbito de sus competencias, plantee un texto legislativo al Parlamento y al Consejo. En este sentido, ya de inicio podríamos establecer dos consideraciones. La primera es que, tal y como estipula el artículo 2 del Reglamento (UE) nº 211/2011 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 16 de febrero de 2011, no existe una obligación formal de presentar la propuesta tal y como fue formulada, por tanto, no queda vinculada la Comisión al contenido de la iniciativa como así parece evidenciarlo la ambigua expresión empleada de «propuesta adecuada». En directa relación con esta cuestión, las limitaciones materiales son evidentes, pues solo cabe plantear una iniciativa en el ámbito de las atribuciones de la Comisión.

De todo ello se deduce que nos encontramos ante un instrumento articulado a través de la necesaria intermediación de la Comisión. Por tanto, es notorio que, pese a los constantes esfuerzos por delimitar el monopolio de la iniciativa legislativa por parte de la Comisión (Gómez Sánchez, Y. (2013). La iniciativa ciudadana en la Unión Europea. Panorama Social. (17), 59.Gómez Sánchez, 2013: 65), este instituto de participación ha quedado en sus manos, situación que solo se nos antoja comprensible si no cuestionamos las específicas competencias que tiene la Comisión en orden a la propuesta legislativa.

No obstante, si existe un escenario político donde el reequilibrio de poderes y su diseño institucional muestra claramente una pugna por recuperar cierto protagonismo parlamentario, ese es el europeo. El déficit democrático que se achaca a la formulación y toma de decisiones en el seno de la UE ha hecho que muchos apuesten por configurar una gobernanza cercana al sistema parlamentario tradicional.

En este contexto, y dentro del debate suscitado en torno a la consecución de un mayor protagonismo parlamentario en el seno de la UE, surge la iniciativa ciudadana europea como parámetro de su posición institucional. Sirva como muestra su configuración procedimental al plantear otro importante problema, y es que, suponiendo que la iniciativa ciudadana europea pudiera residenciarse en sede parlamentaria, a día de hoy su regulación parece incidir en los aspectos esencialistas de la nacionalidad, una circunstancia que podría socavar el carácter transnacional del Parlamento Europeo.

Ejemplos de esta percepción los encontramos en el propio Reglamento mencionado cuando regula la condición de «firmante» y «organizador» y establece unas condiciones ligadas a la nacionalidad (art. 3) y no a la residencia, que trata de matizar al exigir que, para garantizar la representación del «interés de la unión», el comité esté integrado por siete o más ciudadanos que provengan de diferentes Estados de la UE. En este sentido, se han presentado objeciones sobre cómo articular ese «interés general», ya que la exigencia de que sean los ciudadanos de tan solo siete Estados miembros los necesarios para su conformación suscitó cierto debate (Bilbao, J. M. y Vintró, J. (2011). Participación ciudadana y procedimiento legislativo: de la experiencia española a la iniciativa ciudadana europea. Madrid: CEPC.Bilbao y Vintró, 2011: 64-65) antes de su concreción reglamentaria (entre otras cuestiones se discutió sobre la ausencia de criterios geográficos en su determinación), a la vez que no ha evitado las críticas sobre la posibilidad de que este instrumento quede en manos de colectivos muy bien organizados (o incluso grupos de presión) con respaldo económico suficiente para llevarlo a cabo.

También otro aspecto procedimental asociado a la nacionalidad se evidencia cuando se determina que sea una autoridad nacional la que certifique el sistema de recogida de firmas (art. 6) y verifique las declaraciones de apoyo (art. 8) que, en todo caso, requieren de un número mínimo en función del Estado (art. 7 y anexo I) y que si son recabadas por la vía electrónica, se someterán a la normativa de protección de datos de cada país (art. 12)[19]. Esta última exigencia también difiere en función de los países miembros, ya que el tipo de datos personales que se nos van a exigir a la hora de cumplimentar los formularios de declaración de apoyo a una propuesta van a depender de la legislación nacional de cada Estado (anexo III). En este ámbito, hubiera sido deseable que se creara para el proceso de verificación una «firma electrónica europea».

Por tanto, creo que nos encontramos ante una herramienta de participación ciudadana directa que podría haber reforzado más la idea de ciudadanía europea como sujeto político con entidad propia no tan estrechamente vinculada a la nacionalidad.

Una oportunidad, desaprovechada, que no resta importancia al significativo paso que se ha dado en la construcción de la europeización horizontal ya que se ha apostado por esta vía «indirecta» que consiste, básicamente, en el rediseño institucional que introduce la iniciativa ciudadana en el proceso legislativo y que permite «desde arriba» edificar y articular una ciudadanía europea. Buena prueba de ello son las numerosas iniciativas que se han presentado desde que este instrumento de participación entró en vigor[20].

Precisamente, y en cumplimiento del art. 22 del Reglamento, la Comisión ha elaborado, recientemente, un informe en el que hace balance de su implementación, destacando que, pese a su plena y satisfactoria aplicación, resulta necesario mejorar algunos aspectos técnicos y de naturaleza política (entre otros: la falta de personalidad jurídica de los comités de ciudadanos, la necesaria simplificación y unificación de los procesos de recogida y verificación de firmas, la ausencia de un plazo específico para presentar ante la Comisión la iniciativa que ha obtenido apoyos suficientes, etc.)[21]. En esta línea, también cabe destacar los estudios y conclusiones sobre esta materia elaborados por el Parlamento Europeo, el Defensor del Pueblo Europeo y el Comité Económico y Social Europeo (a través de los «Días de la ICE»)[22].

De todos ellos se extrae la conclusión de su incierta valoración a largo plazo, pero, de lo que no cabe duda es que, tal y como está formulada en la actualidad, constituye una vía de intervención de la ciudadanía que abre nuevos y complementarios cauces a la democracia representativa y que podría suponer una estrategia intermedia entre las dos postuladas por Beck (estrategia de la parlamentarización y estrategia que apuesta por nuevos modelos de democracia) para la democratización de Europa. Y aunque este autor tan solo hace referencia a los referendos, estimo aplicable a la iniciativa su reflexión sobre si a través de este instrumento se puede salvar la distancia existente entre las instituciones y los ciudadanos europeos y si los procesos deliberativos desencadenados por su implementación pueden mejorar la integración de Europa «desde abajo», desplegando todo su «potencial creador de comunidad» (Beck, U. y Grande, E. (2006). La Europa cosmopolita. Sociedad y política en la segunda modernidad. Barcelona: Paidós.2006: 320-323).

Queda por ver si el debate suscitado en torno a la puesta en marcha de la iniciativa ciudadana europea puede significar o no una oportunidad para reconfigurar el papel institucional del Parlamento Europeo dentro del difícil reequilibrio de poderes que hay en el seno de la UE. Habrá que esperar.

2. Ámbito nacional: La iniciativa Legislativa popular [Subir]

En el ámbito nacional, el reconocimiento constitucional de la iniciativa legislativa popular surge por primera vez dentro del contexto europeo del primer constitucionalismo de entreguerras, de ahí que nuestro antecedente más cercano sea la Constitución de 1931, en cuyo artículo 66 se regulan de forma conjunta la figura del referéndum y de la iniciativa legislativa popular[23].

En este precepto se hacía una remisión expresa a una futura ley para su desarrollo normativo, con una intención dilatoria que evidenciaba la percepción de esta institución como un instrumento al servicio de la personalización del poder y de fácil manipulación antidemocrática.

En realidad la iniciativa legislativa popular, ya entonces, se configuró como un instrumento de corrección del Parlamento que se instalaba dentro de la corriente constitucionalista imperante en ese momento, que solo contemplaba como plausible la democracia representativa. Asimismo, la centralidad parlamentaria era evidente y, aunque se arbitraban mecanismos que debían contrarrestar ese protagonismo, el necesario desarrollo normativo de esta figura dejaba en sus manos cualquier intento de apertura hacia este instituto de democracia directa.

Esta concepción recelosa se repitió en el proceso constituyente de 1977-1978[24], y aunque el texto elaborado por la Ponencia de las Cortes era más receptivo de las instituciones de democracia directa, una vez llegado al Congreso se debatió sobre la forma de articular la democracia representativa y la directa con una intención reductora de esta última. Buena prueba de ello fueron los debates en el Congreso en torno a la conformación del texto definitivo del artículo 92 CE relativo al referéndum, en los que se acordó potenciar la participación electoral y, en función de ello, a unos partidos políticos recién creados o reconstruidos —muy débiles, por tanto, pero muy necesarios para el asentamiento del régimen democrático— y menguar una participación directa que podía ser utilizada como indeseable alternativa[25].

Al respecto, Cruz Villalón, P. (1980). El referéndum consultivo como modelo de racionalización constitucional. Revista de Estudios Políticos, (13), 145-168.Pedro Cruz (1980: 167-168) realiza una aguda descripción del proceso de racionalización de los constituyentes respecto de las manifestaciones directas de la voluntad popular, cuando afirma que, debido a la proclamación del art. 23.1 CE, se optó por mantener formalmente el referéndum y la iniciativa popular, haciéndolas, al mismo tiempo, imposibles e inoperantes. En el fondo, desvela este autor, «el propósito constitucional básico de este modelo de racionalización, la consolidación de la posición institucional de los partidos políticos, loable de por sí, es dudoso que haya acertado en el mismo». Idea, por otra parte, que parte de un antagonismo (o partidos o instrumentos de democracia directa) que a día de hoy, y a mi juicio, no tienen por qué mostrarse incompatibles.

En este contexto, la regulación actual de la iniciativa legislativa popular en el ámbito nacional obedece a lo estipulado de forma limitativa por el artículo 87.3 CE que ha sido desarrollado posteriormente por la Ley Orgánica 3/1984, de 26 de marzo, reguladora de la Iniciativa Legislativa Popular, y la Ley Orgánica 4/2006, de 26 de mayo que modificó el preámbulo y el artículo 7 de la Ley Orgánica 3/1984, así como la reciente Ley Orgánica 3/2015, de 30 de marzo, que modificó el artículo 13.2.

Aunque se ha escrito mucho sobre esta figura[26], quisiera incidir brevemente en aquellos aspectos que determinan y condicionan su relación con la posición institucional del Parlamento.

En primer lugar, en el ámbito material, las limitaciones no son solo las contempladas en el artículo 87.3 de la CE, reproducidas a su vez en el ar-tículo 2 de la ley, sino que esta añade dos más: el art. 134.1 CE relativo a los presupuestos generales y el art. 131.2 CE sobre la planificación económica general[27]. Precisión innecesaria, por lo demás, porque estas materias están excluidas por la propia Constitución, arts. 134.1 y 131.2 respectivamente, que otorgan el monopolio de la iniciativa al gobierno. Esta falta de sistemática del texto fundamental es bien expresiva de la precipitación y falta de estudio con la que fueron aprobadas estas rectificaciones del texto inicial. Dígase lo mismo respecto de la reforma constitucional, cuya iniciativa queda reservada por el artículo 166 de la norma suprema a los órganos mencionados en los apartados primero y segundo del artículo 87, con lo que queda excluida la iniciativa popular regulada en el apartado tercero.

En este sentido, Presno Linera, M. A. (2000). Los partidos políticos y las distorsiones jurídicas de la democracia. Barcelona: Ariel.Presno Linera (2000: 36) llama la atención acerca de que: «[…] los ciudadanos integrados en el cuerpo electoral no puedan participar en la fase de iniciativa de una cuestión tan relevante para el sistema jurídico como es la reforma de la norma suprema del mismo». Esta significativa limitación, que no prejuzga nada sino que permite recabar la voluntad popular para iniciar un proceso, es fuente de polémica junto con otra importante exclusión: toda materia susceptible de ser regulada por ley orgánica. Una cuestión que incide de un modo directo o indirecto en la solicitud de reforma de multitud de leyes que afectan a nuestros derechos y libertades fundamentales, y que son objeto de demandas sociales de mejora. Asimismo, se da la situación paradójica de que, en atención a esta imposibilidad material, tampoco los ciudadanos pueden «proponer» la reforma de la propia ley reguladora de este instituto.

La justificación dada en el mismo preámbulo de la ley (la de ser campos normativos «particularmente delicados» que debido a las «enseñanzas históricas» no pueden ser encomendados a este instrumento de participación directa), que ha seguido la inercia de la regulación formulada en nuestro Derecho histórico y en el Derecho comparado de nuestro entorno (por ejemplo, Italia), hace que nos planteemos con suspicacia por qué el Parlamento no permite abrir este cauce directo de participación ciudadana en los asuntos que más directamente les puede afectar.

Y la respuesta parece sencilla, y es que la regulación actual y restrictiva de esta iniciativa está diseñada para que sean los partidos políticos los que canalicen y articulen las demandas sociales; de esta forma se refuerza de manera indirecta a la democracia representativa, y en consecuencia al propio Parlamento. En el fondo, se otorga gran protagonismo a los partidos políticos porque existe una gran desconfianza por parte del legislador hacia la figura que estudiamos. De modo que, como señala Presno Linera, M. A. (2000). Los partidos políticos y las distorsiones jurídicas de la democracia. Barcelona: Ariel.Presno Linera (ibíd.: 38-39), «los partidos políticos han conseguido hacerse con el control total de los mecanismos jurídicos de interrelación entre el entramado social y la organización estatal, postergando cualquier fórmula externa y alternativa al propio sistema de partidos […]». Así, pues, ¿quién querría renunciar a ello?

Este escenario se acentúa más si uno atiende a los aspectos procedimentales de la ley. Y es que si observamos que es la Mesa del Congreso de los Diputados la que se va a ocupar de la admisión de la iniciativa popular (art. 5) y su posterior tramitación parlamentaria (art. 13), nada nos permite asegurar que la proposición de ley así tramitada mantenga su redacción y su propósito originario. Una cuestión que ha tratado de ser solventada con la introducción de la necesaria participación, en la tramitación parlamentaria, de una persona asignada por la Comisión Promotora (art. 13.2, modificado por la disposición final de la LO 3/2015, de 30 de marzo, por la que se reforma la LO 3/1984, de 26 de marzo). ¿Cuál es el problema? El problema es que su puesta en funcionamiento se ha diferido a la inclusión de esta posibilidad en los Reglamentos de las Cámaras, circunstancia que a día de hoy aún no ha ocurrido.

Este hecho nos lleva a plantearnos, en dos casos, la posible «inconstitucionalidad por omisión» que se ha discutido mucho y ante la que se ha mostrado reticente a su admisión el Tribunal Constitucional (por la complicada legitimación activa). En primer lugar, cuando la LO prevé la participación de un miembro de la comisión promotora nos preguntamos si en ausencia de la regulación reglamentaria cabe entender que la Cámara debe dirigirse a la comisión para que designe una persona que defienda el texto, atendiendo así al espíritu de la LO a la vez que colmando la laguna del reglamento. Asimismo, nada dice la LO ni tampoco el reglamento sobre si la comisión puede retirar la proposición de ley si se entiende que las enmiendas aprobadas por la Cámara desvirtúan su sentido; así, pues, ¿cómo colmar las lagunas? A este respecto, cabe recordar que ya la Ley 7/1984, de 27 de diciembre, reguladora de la iniciativa legislativa popular ante las Cortes de Aragón, en su artículo 12.3 («La Comisión Promotora podrá solicitar que se retire la Proposición de Ley durante su tramitación si entendiera que alguna enmienda aprobada e introducida en la proposición desvirtúa el objetivo de la iniciativa») tenía prevista esa posibilidad (que ha mantenido tras la reforma de esta ley por la ley 7/2014, de 25 de septiembre) por eso llama la atención que las leyes autonómicas sean más consideradas con este instrumento que la propia LO, pese a sus recientes modificaciones.

Como se puede observar, de nuevo, la implementación y desarrollo de esta figura queda en manos del Parlamento (esta vez incluso haciéndola depender de una futura reforma de los Reglamentos de las Cámaras), que parece no estar dispuesto a dejar «escapar de su control» cualquier atisbo de democracia directa puesto que esta circunstancia debilitaría su protagonismo en el procedimiento legislativo.

3. Ámbito autonómico: La conversión del modelo nacional al autonómico [Subir]

Transcurridos los años desde la aprobación de la Constitución de 1978, y una vez desarrollados los Estatutos de Autonomía que habilitan, en el ámbito de sus respectivas competencias[28], la iniciativa popular para presentar proposiciones de ley, observamos que se ha dado una cierta inercia legislativa hacia la reproducción del modelo estatal que solo ha sido cuestionado en algunas recientes modificaciones legislativas.

En general, podemos afirmar que las principales diferencias entre el desarrollo normativo llevado a cabo por las distintas comunidades autónomas se encuentran, fundamentalmente, en tres aspectos. El primero es el número de firmas exigido (y el criterio asignado para el ejercicio de su titularidad), en segundo lugar las materias de exclusión de esta figura y, por último, los plazos a seguir en los distintos trámites parlamentarios.

Brevemente, y respecto al primero, observamos que no existe un criterio único (por ejemplo, la ley extremeña hace mención a la exigencia de un 5 por ciento del censo[29]) pero, en general, el canon es un número total de firmas que varía de una comunidad a otra en proporción a su población[30]. Curiosamente, y contra lo que pudiera parecer, es más restrictiva la Comunidad de Madrid, que exige 50.000 firmas, que la Comunidad de La Rioja, que tan solo precisa 6.000. Este requerimiento legal disuade de su ejercicio ya de inicio, por lo que no es de extrañar que se estén proponiendo reformas en este sentido para tratar de paliar el desafecto ciudadano hacia esta institución. No obstante, cabría plantearse como propuesta para evitar esta disparidad, que el Estado fije un porcentaje común a todas las comunidades autónomas, en virtud de la efectiva garantía del ejercicio del derecho de participación de todos los españoles regulado en el artículo 23 CE.

Respecto a las materias excluidas de esta figura, merece la pena destacar que ha sido una de las cuestiones más controvertidas a tratar pero que, como señala Muro i Bas, X. (2007). Algunas cuestiones en torno a la iniciativa legislativa popular. Corts: Anuario de Derecho Parlamentario, (19), 361-393.Muro (2007: 396), podría sintetizarse en la fórmula empleada en la Ley catalana 1/2006, de 16 de febrero, de iniciativa legislativa popular, en su art. 1: «Pueden ser objeto de la iniciativa legislativa popular las materias sobre las que la Generalidad tiene reconocida su competencia y el Parlamento puede legislar, de acuerdo con la Constitución y el Estatuto de autonomía, a excepción de las materias que el Estatuto de autonomía reserva a la iniciativa legislativa exclusiva de los diputados, los grupos parlamentarios o el Gobierno, de los presupuestos de la Generalidad y de las materias tributarias». Este amplio margen de discrecionalidad otorgado a los parlamentos autonómicos deriva en una desigual atribución entre comunidades, que se sustenta en una cuestión de distribución de competencia entre las comunidades autónomas y el Estado, dejando al margen la verdadera función de este instituto: servir de cauce legislativo de las demandas e intereses sociales.

Por último, en relación a la tramitación parlamentaria, casi todas las comunidades autónomas siguen las pautas marcadas por la Ley Orgánica con mayor o menor dilación en el tiempo, pero por las novedades incorporadas y su decidida intención de dar un nuevo impulso a la iniciativa popular, merece la pena ser destacada la Ley 7/2014, de 25 de junio, de modificación de la Ley 1/2006, de 16 de febrero, de la iniciativa legislativa popular catalana[31]. En el preámbulo de esta ley, se hace hincapié en que: «[…] cuando se produce la comunicación de la comprobación y el recuento de las firmas, y la Mesa del Parlamento acepta a trámite la iniciativa y la publica en el Butlletí Oficial del Parlament de Catalunya, la titularidad de la iniciativa pasa a ser de la cámara. Desde ese momento, la comisión promotora pierde el control sobre ella y, por consiguiente, son el presidente y la Junta de Portavoces quienes deciden la conveniencia o no de debatir la iniciativa en el Pleno. Es decir, los promotores de la iniciativa quedan a la expectativa de los criterios de oportunidad de los órganos de gobierno parlamentarios, a diferencia de lo que puede suceder en las proposiciones de ley […]». De ahí que en esta ley se propongan medidas sugestivas como (art. 14): incluir la necesidad de fijar un plazo de cuatro meses, para que las iniciativas legislativas, una vez hayan finalizado los trámites parlamentarios pertinentes, sean incluidas automáticamente en el orden del día de la sesión plenaria y, de esta forma, no se deje su inclusión al arbitrio de los órganos de gobierno del Parlamento; reforzar la intervención de los promotores en el debate de totalidad, como también en la tramitación posterior de las iniciativas que superen este debate (especialmente en el trabajo de las comisiones legislativas), etc. En definitiva, se trataría de dar una mayor presencia en la tramitación parlamentaria a los promotores de la iniciativa.

Estos avances, pese a ser significativos, no escapan a la realidad de estar sujetos a la voluntad política de los representantes que se encuentran en las instituciones y que se resisten a cambiar un modelo caduco que sufre cierto descrédito ciudadano.

IV. A MODO DE CONCLUSIÓN [Subir]

Hoy en día, la participación directa ciudadana en la formación de la voluntad política institucionalizada se hace más necesaria que nunca. De ahí que no sea excesivo concebir a la iniciativa legislativa popular como un magnífico instrumento que puede potenciar la legitimidad social del Parlamento.

El problema es que existe un común recelo hacia este instrumento en su formulación jurídica porque pone en cuestión la coherencia y compatibilidad de la democracia representativa con la directa, de manera que la mera posibilidad de incentivar o reconfigurar este instituto expone la fragilidad del resto del «edificio constitucional», personificado, significativamente, en el Parlamento.

La centralidad parlamentaria se resiste a perder su hegemonía en el proceso legislativo, por ello es evidente que pese a los muchos intentos por «racionalizar» ese protagonismo, en el fondo nunca se ha logrado socavar los cimientos sobre los que se asienta y se basa su funcionamiento: los postulados de la democracia representativa liberal.

Los modelos complementarios y no alternativos de participación formulados desde diferentes ámbitos geográficos demuestran esas reticencias hacia la búsqueda de soluciones técnicas que permitan no alejar a los ciudadanos del proceso legislativo.

En definitiva, analizar la iniciativa legislativa popular supone replantearse el papel institucional del Parlamento en las actuales democracias occidentales.

Notas [Subir]

[1] Rousseau, J. J. (1978). El contrato social. Madrid: Aguilar.Rousseau (1978: III, 15, 99).
[2] Para apreciar esta evolución, basta con observar lo acontecido en las Cortes Generales: en la II Legislatura (1982-1986) se presentaron 3 iniciativas, en la III Legislatura (1986-1989) se presentaron 2 iniciativas, en la IV Legislatura (1989-1993) se presentaron 7 iniciativas, en la V Legislatura (1993-1996) se presentaron 6 iniciativas, en la VI Legislatura (1996-2000) se presentaron 11 iniciativas, en la VII Legislatura (2000-2004) se presentaron 13 iniciativas, en la VIII Legislatura (2004-2008) se presentaron 13 iniciativas, en la IX Legislatura (2008-2011) se presentaron 23 iniciativas y en la X legislatura (2011-) se han presentado 36. Datos obtenidos en: www.juntaelectoral.es, última consulta 17/12/2015.
[3] A juicio de Carl Schmitt, Rousseau entiende que es el legislador el que proyecta la ley sabia pero su sanción compete solamente a la voluntad general (decisión del pueblo), que se expresa a través de un plebiscito libre. Para este autor, esta afirmación puede entrar en contradicción con otra del propio Rousseau que afirma que los hombres son, en general, egoístas (solo piensan en su provecho particular). De ahí que entienda que Rousseau propugne como solución la idea de que el legislador dicte su ley sobre la base de una inspiración o mission divina que ha podido originar lo que Schmitt denomina como «dictadura soberana»: «el contenido de la actividad del legislador es el derecho, pero sin poder jurídico, esto es, un derecho sin poder; la dictadura es omnipotencia sin ley, poder ajurídico». En C. Schmitt, La dictadura. Madrid: Alianza, 1985, pp. 170-171.
[4] Referencia al poder de autogobierno: «todo hombre, y todo cuerpo de hombres sobre la tierra, posee derecho al autogobierno. Lo recibe de manos de la naturaleza con su ser […] Como todos los demás derechos naturales, este puede ser limitado o modificado en su ejercicio por su propio consentimiento, o por la ley de aquellos que delegan en ellos […]», en «Opinión sobre la cuestión de si el presidente debería vetar el proyecto de ley declarando que la sede del gobierno se trasladará al Potomac en el año 1790», 15 de julio de 1790, en Jefferson, Escritos oficiales, (Jefferson, T. (2014). Escritos políticos. Declaración de independencia, autobiografía, epistolario… Madrid: Tecnos.2014: 280).
[5] Condorcet, Sobre la necesidad de hacer ratificar la constitución por los ciudadanos, XV, 224. Recogido en Torres del Torres del Moral, A. (2004). Estudio preliminar, bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Madrid: CEPC.Moral (2004: LVIII).
[6] Condorcet, A los amigos de la libertad, artículo publicado en el Diario de la Sociedad de 1789, el 8 de agosto de 1790. Recogido en Torres del Torres del Moral, A. (2004). Estudio preliminar, bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Madrid: CEPC.Moral (2004: LXII).
[7] Idea contenida en uno de sus escritos de la etapa de Thermidor (1794-1795): Bases de l’ordre social.
[8] Para este autor, el sistema representativo, en manos de la burguesía, constituía el principal obstáculo para el progreso social, de ahí que planteara, siguiendo la estela de Buonarotti, la posibilidad de la legislación directa por el pueblo. Su planteamiento fue fuertemente criticado por Proudhon y Blanc. En este sentido resulta muy interesante consultar la obra de Santamaría, J. (1972). Participación política y democracia directa. En Estudios de Ciencia Política y Sociología. Homenaje al profesor Carlos Ollero. Madrid.Santamaría (1972: 759-763).
[9] Entre otros cabe destacar a Burdeau. En este sentido, véase G. Burdeau, Le régime parlamentaire dans las Constitutions européennes d’après-guerre. París: Les Éditions Internationales, 1932, p. 274.
[10] Frente a las corrientes antiparlamentarias instaladas entonces en la socialdemocracia europea, Karl Kautsky en 1893 escribió el libro Parlamentarismo y democracia, donde exponía la idea de que el parlamentarismo y el sistema de partidos, lejos de ser instrumentos favorables solo a la burguesía, constituían el único medio idóneo para el desarrollo de la socialdemocracia y de la concepción socialista: «Creemos haber demostrado suficientemente que en un gran Estado moderno el centro de gravedad de la actividad política radica necesariamente en el Parlamento […] La legislación directa por el pueblo solo puede plantearse hoy en día […] no como instrumento para eliminar el sistema de representación, sino como medio para configurarlo más democráticamente y someterlo así más al control del pueblo». Recogido en Kautsky, K.(1982). Parlamentarismo y democracia. Madrid: Ed. Nacional.Kautsky (1982: 193).
[11] En este sentido resulta significativa y representativa la idea de Jules Guesde, líder socialista francés, que dijo que entre el cólera, que es el régimen parlamentario, y la peste, que es el plebiscitario, no se elige: se dice que no a uno y a otro. Recogido en Torres del Moral, A. (1985). La participación política a través de las instituciones de democracia directa. Anuari de la Facultat de Dret. Estudi General de Lleida, 23-44.Torres del Moral (1985: 25).
[12] Y, como señala Santamaría, J. (1972). Participación política y democracia directa. En Estudios de Ciencia Política y Sociología. Homenaje al profesor Carlos Ollero. Madrid.Santamaría (1972: 770), la influencia de Weber sobre Preuss fue notable, de ahí que se incorporara la figura del referéndum en la Constitución de Weimar (artículos 72-76) bajo este punto de vista.
[13] Citado en Acosta Sánchez, J. (1997). Del mandato imperativo al control de la representación política. Contexto de los artículos 66 y 67 de la Constitución Española. En VV.AA. Estudios de derecho público en homenaje a Juan José Ruiz-Rico. Madrid: Tecnos.Acosta Sánchez (1997: 991).
[14] En realidad, tal y como expuso Lucas Verdú, el orden político representativo, que aglutinaría esa voluntad, respondería a los intereses de una clase burguesa en ascenso que pretendía asegurarse un puesto rector en la dinámica social. En P. Lucas Verdú, Curso de Derecho Político, volumen I, 1972, Madrid, p. 30. A lo que cabe añadir lo señalado por Aguiar Luque, L. (1977). Democracia directa y Estado Constitucional. Madrid: Edersa.Aguiar de Luque (1977: 5) y es que «las necesidades de tráfico mercantil de la clase burguesa imponían unidades políticas más amplias, de funcionamiento centralizado, que dificultaban la puesta en práctica del ideal democrático».
[15] Resulta paradójico que dentro de su pragmatismo metodológico llegue a la contradicción de concebir que el pueblo no está capacitado para decidir por sí mismo sobre los asuntos políticos y sí lo esté para elegir a sus representantes (Torres del Moral, A. (1977a). Ciencia y método en la obra de Montesquieu. Revista de la Facultad de Derecho. Universidad Complutense, 18 (50-51), 311-450.Torres del Moral, 1977a: 409-410).
[16] Otro problema distinto es cómo Rousseau falsea su modelo para tratar de «encontrar un legislador» que se ajuste a su teoría. En Torres del Torres del Moral, A. (1977b). Modelo y antimodelo en la teoría política de Rousseau. Madrid: Instituto de Estudios Políticos.Moral (1977b: 144-146).
[17] En este sentido, resulta de interés consultar: P. Vega García, La función legitimadora del Parlamento. En F. Pau Vall (coord.). Parlamento y Opinión Pública. Madrid: Tecnos, 1995, pp. 229-240.
[18] También resulta interesante consultar: M. Fraile Ortiz, La ciudadanía europea (entre paréntesis). Revista Fundamentos, 7: El Pueblo del Estado. Nacionalidad y Ciudadanía en el Estado Constitucional-Democrático, 2012, pp. 311-357.
[19] Esta cuestión puede plantear cuestiones controvertidas en el futuro. En este sentido véase Cotino Hueso, L. (2011). El Reglamento de la Iniciativa Ciudadana Europea de 2011. Su especial regulación de la recogida de apoyos vía internet y de la protección de datos de los ciudadanos. Revista de Derecho Político, 81, pp. 323-378.
[20] En este sentido resulta interesante observar la lista de las iniciativas sobre las que la Comisión ya ha hecho públicas sus conclusiones (de un total de 51 presentadas): «Uno de nosotros» (registro el 11/05/2012), que finalmente fue rechazada (28/05/2014), y «El derecho al agua y el saneamiento como derecho humano ¡El agua no es un bien comercial, sino un bien público!» (registro el 10/05/2012), que es la primera iniciativa ciudadana europea en tomarse en consideración por la Comisión. Está a la espera de respuesta de la Comisión la iniciativa «Stop Vivisection». Además existen otras que han conseguido pasar el trámite de la recogida de firmas pero que aún no han sido estudiadas por la Comisión: «Weed like to talk» (registro el 20/11/2013), «Iniciativa Europea a favor del Pluralismo en los Medios de Comunicación» (registro el 19/08/2013), «ACT 4 Growth» (registro el 10/06/2013).Todavía están en periodo de tramitación (en la fase de recogida de firmas) y por tanto abiertas: «A la escucha» (registro 09/02/2015), «Vite l’Europe sociale! Pour une coopération renforcée des États membres contre la pauvreté en Europe» (registro 19/12/2014) y «Por una Europa más justa, neutralicemos las sociedades pantalla» (registro 01/10/2014). Sin embargo, son numerosas las iniciativas retiradas por los propios organizadores: «MOVEUROPE», «NEW DEAL 4 EUROPE», «Turn me Off!», «Let me vote», etc., o las que no han alcanzado el número suficiente declaraciones de apoyo exigido: «European Free Vaping Initiative», «Single Communication Tariff Act», «30 km/h-por unas calles habitables!», etc. En http://ec.europa.eu/citizens-initiative/public/initiatives (última consulta 23/04/2015).
[21] Véase http://ec.europa.eu/transparency/regdoc/rep/1/2015/ES/1-2015-145-ES-F1-1.PDF.
[22] Véase respectivamente: http://www.europarl.europa.eu/RegData/etudes/IDAN/2015/536343/EPRS_IDA%282015%29536343_EN.pdf, OI/9/2013/TN y http://www.eesc.europa.eu/?i=portal.es.events-and-activities-eci-day-2014.
[23] Artículo 66: «El pueblo podrá atraer a su decisión mediante “referéndum” las leyes votadas por las Cortes. Bastará, para ello, que lo solicite el 15 por ciento del Cuerpo electoral. No serán objeto de este recurso la Constitución, las leyes complementarias de la misma, las de ratificación de Convenios internacionales inscritos en la Sociedad de las Naciones, los Estatutos regionales, ni las leyes tributarias. El pueblo podrá asimismo, ejerciendo el derecho de iniciativa, presentar a las Cortes una proposición de ley, siempre que lo pida, por lo menos, el 15 por ciento de los electores. Una ley especial regulará el procedimiento y las garantías del “referéndum” y de la iniciativa popular». Recogido en Padilla Serra, A. (1954). Constituciones y Leyes Fundamentales de España (1808-1947). Universidad de Granada, p. 172.
[24] Tanto el referéndum como la iniciativa legislativa popular eran percibidos como unos instrumentos que podían estar sometidos al populismo y a la manipulación de la ciudadanía, del mismo modo que su empleo frecuente se asociaba a los regímenes autoritarios. Una idea que debe quedar desmentida por los hechos, ya que al menos en España, en el caso de los referéndums, y tal y como señala Vírgala, el régimen franquista sólo convocó dos referéndums: uno para la ley de sucesión de 1947 y el otro para la Ley Orgánica del Estado de 1966. En Vírgala Foruria, E. (2013). Crisis de la representación y democracia directa en España. Revista Asamblea, 11-23.Vírgala Foruria (2013:19).
[25] A este respecto, fueron muy ilustrativas las palabras de Pérez Llorca en el debate en el pleno: «[…] En el fondo estamos aquí ante un problema valorativo de si vale más la pena que asentemos con nitidez el sistema parlamentario en toda su pureza […] si adjuntáramos al sistema parlamentario unos instrumentos de democracia directa o semidirecta, estaríamos haciendo un régimen híbrido […], extraordinariamente frágil […] hay que dejar que el sistema parlamentario funcione, se enraíce —cosa difícil— en el pueblo; y eso sí, dejar la puerta abierta para que, una vez solidificado, una vez consolidado el sistema parlamentario racionalizado que hemos consagrado o vamos a consagrar en la Constitución, entonces se le puedan adjuntar unas formas de actuación de democracia directa o semidirecta». Citado en Presno Linera, M. A. (2012). La participación ciudadana en el procedimiento legislativo como parte de la esencia y valor de la democracia. Asamblea: revista parlamentaria de la Asamblea de Madrid (27), 85-119.Presno Linera (2012: 92).
[26] Entre otros, cabe citar a: Biglino Campos, P. (1987). La iniciativa legislativa popular en el ordenamiento jurídico estatal. Revista Española de Derecho Constitucional, 19. pp. 75-130; Larios Paterna, Mª. J. (2002). La participación ciudadana en la elaboración de la ley. Madrid: Congreso de los Diputados; Aranda Álvarez, E. (2006). La nueva Ley de Iniciativa Legislativa Popular. Revista Española de Derecho Constitucional, 78, etc.
[27] Como señala Cuesta López, la inadmisión a trámite motivada por la incursión de la iniciativa en alguna de las limitaciones materiales (especialmente en materia tributaria y de carácter presupuestario) es la primera causa de su fracaso. En Cuesta López V. (2008). Participación directa e iniciativa legislativa del ciudadano en democracia constitucional. Thomson Cívitas, pp. 397-398.
[28] Véanse entre otras, STC 5/1981, STC 37/1981, STC 137/1986, etc., o la importante STC 76/1994, de 14 de marzo (sobre la iniciativa legislativa popular autonómica y la reforma de CE).
[29] Por no citar la Ley 3/2012, de 5 de julio, de modificación de la Ley 4/2001, de 4 de julio, reguladora de la Iniciativa Legislativa Popular y de los Ayuntamientos de Castilla y León, en cuyo artículo 2 se exige: «[…] las firmas de, al menos, el uno por ciento de los electores del censo autonómico vigente el día de la presentación de la iniciativa ante la Mesa de las Cortes, correspondientes a la mayoría de las circunscripciones electorales de la Comunidad que representen en cada una de ellas, como mínimo, el uno por ciento del respectivo censo provincial, y que reúnan los requisitos prescritos en el artículo anterior».
[30] La horquilla va desde las 30.000 firmas exigidas en el País Vasco (cuestión que está siendo actualmente debatida en el Parlamento —a instancias de los grupos parlamentarios EH Bildu, PSE y UPyD— para rebajar su número a 10.000 y ampliar este derecho a los extranjeros no inscritos en el censo electoral que se encuentren allí empadronados y dispongan de permiso de residencia) a las 5.000 (o al menos el 1 por ciento del censo autonómico) exigidas en Navarra tras la reforma del 2012 que rebajó su número inicial (7.000).
[31] En similar sentido se ha registrado una Proposición de ley de modificación de la Ley 5/1993, de 27 de diciembre, reguladora de la iniciativa legislativa popular de la Comunitat Valenciana, presentada por el Grupo Parlamentario Socialista (RE número 85.583), en BOC núm. 240, 13/05/2014.

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