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SUMARIO

  1. 1. Repensar la Ilustración en y para el siglo XXI
  2. 2. Crónica sentimental de la vida de Rousseau
  3. 3. De los sentimientos subjetivos a la voluntad general

1. Repensar la Ilustración en y para el siglo XXI [Subir]

Roberto R. Aramayo es bien conocido en los medios filosóficos hispanoamericanos por sus excelentes introducciones y ediciones de algunos de los clásicos de la filosofía (Kant, Schopenhauer, Cassirer, Voltaire, Diderot, Rousseau…). La colección de filosofía que, dirigida por Manuel Cruz, está distribuyendo en 2015 el periódico El País, le ha ofrecido la oportunidad de dar un paso importante. Además de hacer una magnífica introducción al pensamiento de Rousseau, Aramayo ha añadido interesantes aportaciones a algunos de los temas políticos y morales de nuestro tiempo. Para ello se apoya en las ideas del filósofo ginebrino, cuyo renacimiento como pensador político preconiza. Llama la atención que, pasada la moda de la postmodernidad, Aramayo reivindique de nuevo la modernidad, e incluso muchos de los ideales ilustrados. Sobre todo, llama la atención que para ello retorne a Rousseau, más que a Kant. Para la mayoría de los filósofos morales y políticos hispano- parlantes, Kant ha sido el canon principal del pensamiento ilustrado. Aramayo ha sido uno de estos filósofos «kant-ilustrados», un gran estudioso de Kant. Sus ediciones de obras de Kant y sobre Kant, así como su actividad en pro de los estudios kantianos a través de sociedades científicas, congresos, revistas y artículos, así lo acreditan. Entiendo que este libro suyo sobre Rousseau marca un giro en su trayectoria filosófica y quiero dar noticia de ello.

En efecto, esta obra aporta una nueva perspectiva y reflexiones notables sobre Rousseau, Diderot, Kant, la Enciclopedia y la Revolución Francesa. La toma de La Bastilla el 14 de julio de 1789 tendría un cierto paralelismo con la situación que viven actualmente algunos países mediterráneos como Grecia, Portugal, España, Italia o la propia Francia, que cristalizó en 2012 en el movimiento de los indignados y en el 15M español. Comentando El contrato social de Rousseau (1762), Aramayo afirma que en dicha obra «el pacto social entre ricos y pobres queda sellado de una manera que resulta de una pasmosa actualidad cuando la crisis económica socava los pilares del Estado de bienestar europeo y se rinde a la lógica implacable de unos beneficios tan desmesurados como injustificables» (p. 80). Al final retoma algunas de las propuestas más radicales de Rousseau, incluyendo un cierto retorno a la naturaleza, pero sin dejar de ser ciudadanos. Sobre todo, a lo largo de todo el libro reivindica la política como una actividad que constituye al ser humano y le lleva a ser tal como es, conforme al subtítulo de su libro.

A Rousseau le gustaba denominarse «ciudadano de Ginebra» a pesar de que en 1728, a los 16 años de edad, perdió su ciudadanía original por haberse convertido transitoriamente al catolicismo. Luego ocurrió que la rica ciudad calvinista y la muy católica París condenaron y prohibieron dos de sus principales obras, Emilio y El Contrato Social, llegando incluso a ser quemadas públicamente en la capital francesa. Eso contribuyó a incrementar el prestigio de Rousseau y le convirtió en uno de los mayores inspiradores intelectuales de la Revolución Francesa. Sin embargo, no llegó a vivirla, porque murió de apoplejía en París el 2 de julio de 1778. Según Aramayo, el sentimiento revolucionario que sembró Rousseau en su época ha resurgido a partir de 2010 entre los indignados europeos. Las políticas económicas y financieras a escala global están suscitando una rebelión creciente en buena parte del mundo. Incluso algunas ideas de Rousseau sobre economía pueden ser actuales en un debate así.

En suma: mediante una obra breve y de lectura fácil y grata, Aramayo nos ofrece algunas de las claves de la razón práctica contemporánea, reinterpretando la Modernidad y la Ilustración rousseauniana. A mi modo de ver, esta relectura es lo más notable del libro que estoy comentando. Aporta nuevas ideas al pensamiento ilustrado de inspiración rousseauniana, pero sin renunciar a Diderot, a Kant ni a Schopenhauer, como era de esperar en un autor como Aramayo, muy buen conocedor de la obra de estos tres filósofos, así como de Cassirer. Sobre todo, esas aportaciones pretenden repensar la Ilustración para el siglo XXI. No se trata solo de hacer historia de la filosofía, sino de actualizar la Ilustración.

2. Crónica sentimental de la vida de Rousseau [Subir]

La primera parte del libro tiene un comienzo insólito: Aramayo no expone tanto las ideas de Rousseau cuanto sus sentimientos. Su guía principal son tres libros publicados póstumamente: las Confesiones, las Ensoñaciones del paseante solitario y los Diálogos. Cabe decir que esas sesenta primeras páginas son realmente deliciosas para el lector, por la finura intelectual y el cariño con el que relata las desdichas del joven Rousseau. Éste siempre se sintió culpable de la muerte de su madre nueve días después de su nacimiento; luego halló una madre adoptiva en su tía Susana, quien le transmitió la afición al canto y a la música; no en vano se ganó la vida copiando partituras, compuso una ópera, inventó un nuevo sistema de notaciones musicales, escribió cuatrocientos ar- tículos sobre música para la Enciclopedia de Diderot e incluso utilizó el código musical italiano para descifrar la correspondencia secreta de la embajada francesa en Venecia, haciéndose pasar por secretario, cuando había sido contratado como un simple lacayo (pp. 25 y 26). Aramayo también comenta con gracia y elegancia las aficiones eróticas de Rousseau: una azotaina que la señorita Lambercier le propinó a los ocho años determinó «sus gustos, sus deseos y sus pasiones para el resto de su vida» (p. 30). El propio Rousseau no se privó de escribir que «estar sobre las rodillas de un ama dominante era para mí el más dulce de los favores» (ibíd.). También reconoció que mantuvo relaciones incestuosas imaginarias con la señora de Warens mientras ésta compartía lecho con otro lacayo (p. 32). Alternó con prostitutas durante su estancia veneciana, se casó en París con Thérèse Levasseur y tuvo una hija con ella, a la que llevó al hospicio nada más nacida; justificó esa acción en base a las costumbres de la época y la volvió a realizar con cuatro hijos más, apelando incluso a las tesis platónicas sobre la educación a cargo del Estado para justificarse moralmente (p. 39); calumnió de adolescente a una cocinera atribuyéndole el robo de una cinta y sintió remordimientos por ello durante toda su vida…

El comportamiento de Rousseau no parece nada ejemplar para un pensador moral, y mucho menos para un ciudadano de Ginebra que quisiese adecuarse a la condición calvinista de dicha ciudad. Pero como comenta Aramayo: «supo rentabilizar los remordimientos de su conciencia y la culpa se convirtió en acicate para escribir obras como las Confesiones o el Emilio» (p. 41). Dicho de otra manera: su vigor como pensador moral procede de sus vicios, lo cual no le impidió elaborar una filosofía política basada en una moralidad natural. Las pasiones suponen peligros, pero pueden ser el motor del pensamiento filosófico. En su caso, lo que caracterizó su pensamiento «fue convertir sentimientos como el amor de sí o la piedad en ejes de su doctrina política» (p. 47), pero sobre todo «imprimir un giro afectivo a todos y cada uno de sus escritos» (ibíd.). Concluye Aramayo: «de alguna manera, era consciente de que los cambios profundos y radicales que experimenta la humanidad parten de un resorte sentimental» (p. 47). O como dice Rousseau en las Confesiones: «sentir antes de pensar, es el común destino de los humanos; yo lo experimenté más que ningún otro» (p. 49). Todavía más: «no puedo equivocarme sobre lo que he sentido, ni sobre lo que mis sentimientos me han llevado a hacer» (p. 50). Esta última afirmación, que aparece al comienzo del libro VII de las Confesiones, es quizá la más notable, puesto que atribuye una dimensión alética a los sentimientos que cada cual siente, y no a lo que pueda decir o pensar luego.

Todo ello le llevó a contraponer su «siento luego existo» (p. 50) al cartesiano «pienso luego existo», sugiriendo así una nueva concepción del sujeto moderno, que llevó a la Ilustración de inspiración rousseauniana por una vía muy distinta a la del pietismo kantiano. Rousseau proyectó escribir un libro titulado «La moral sensitiva, o el materialismo del sabio», pero no llegó a hacerlo. Su intención era mostrar que «la mayoría de los hombres, en el transcurso de su vida, parecen transformarse y trocarse en hombres diferentes» (p. 51). Su teoría moral, conforme a sus propios postulados filo-pasionales, quedó finalmente expuesta a una dama, Sofía d’Houdetot, por medio de una correspondencia conocida como Cartas morales. Sus teorías morales eran universales, pero eran presentadas a una persona concreta, con la que mantenía una cierta relación sentimental, no solo intelectual. Los sentimientos morales son previos a los pensamientos morales, y por supuesto a los dogmas y a las normas.

Así se desarrolla el giro afectivo rousseauniano (p. 57), sobre el cual merece la pena detenerse, debido a que aporta una dirección novedosa a la filosofía ilustrada, que apenas se ha desarrollado, opacada por el rigorismo kantiano. Aramayo deja claro desde el principio que Rousseau «no fue ni mucho menos el único ilustrado que reparó en el papel de las pasiones y del sentimiento, pero sí el que lo convirtió en un principio básico de su pensamiento, con la compasión y el amor hacia uno mismo como elemento vertebrador de su sistema, e incluso de su propia vida, de su obra y de su absolutamente idiosincrático estilo narrativo» (ibíd.). Sin negar la racionalidad en política y en moral, la cual deviene una especie de objetivo a lograr, el filósofo ginebrino afirmó la existencia de algo previo a la razón, los sentimientos, los cuales están sometidos al juez de la conciencia moral, indisociable a su vez de la conciencia política.

Interpretando la propuesta rousseauniana, diré que aporta un nuevo concepto de verdad, que no se refiere al ser, sino al sentir. En otros términos: no solo hay que orientarse hacia el mundo exterior y decir las cosas tal y como son, sino ante todo al mundo interior, expresando las cosas como las sentimos. Ello implica ser veraces y reconocer nuestros errores, como el propio Rousseau hizo en sus Confesiones, pero sin renunciar por ello a las emociones y, en particular, a nuestras com-pasiones. En lugar de pensarnos como un dechado de virtudes, que actúa conforme a los imperativos kantianos del deber, se trata de ser como somos, y en particular como sentimos, pensando y actuando en conciencia. Ello implica ser conscientes de nuestros vicios, nuestras culpas y nuestras responsabilidades, que han de ser mostradas (y criticadas), en lugar de ocultadas. En las Cartas morales Rousseau dejó escrito que «existir equivale a sentir» (p. 52), lo cual implica una concepción singular de la existencia. Añadió a continuación que «nuestra sensibilidad es incontestablemente anterior a nuestra propia razón» (ibíd.). Afirmó asimismo que «los actos de la conciencia no son juicios, sino sentimientos» (ibíd.), idea muy alejada e incluso contrapuesta a las tesis kantianas.

Sin embargo, Aramayo intenta establecer un puente entre Rousseau y Kant, al recordar que en la Crítica de la razón práctica la ley moral es un sentimiento moral, que difumina nuestro amor propio. Difiero de él en este punto, porque Kant no solo habla de leyes, sino ante todo de imperativos universales, noción esta que difícilmente cabe trasladar al ámbito de los sentimientos. Una cosa es que, según Rousseau, la moralidad humana tenga su base en dos grandes sentimientos morales, el amor hacia uno mismo y la compasión, los cuales son universales, y otra cosa es que dichos sentimientos adopten forma imperativa: el autodesprecio y la impiedad son perfectamente posibles en el ser humano, de modo que existe un hiato importante entre la concepción moral de Kant y la de Rousseau. Por otra parte, puede ser cierto que los juicios morales generen sentimientos morales, como dijo Kant, pero la inversa no es cierta: abundan los sentimientos morales que no generan juicios, sino acciones, a través de las cuales se expresan dichos sentimientos. Una moralidad basada en sentimientos difícilmente puede ser reducida a una moralidad basada en principios imperativos universales.

Diré pues que las Cartas morales y las Confesiones de Rousseau no aportan una teoría moral marcada por la idealidad y la universalidad, sino por la materialidad y la singularidad, como dejó claro en el subtítulo de su «moral sensitiva» y en el relato de sus propias pasiones. En todo caso, Rousseau encarna un personaje opuesto al De nobis ipsi silemus kantiano, puesto que emprendió una exploración personal e introspectiva de los conflictos y contradicciones morales que tuvo a lo largo de su vida. Esa complejidad sentimental, que Aramayo subraya, es la que le dio fuerza para construir un sistema filosófico-político que cristalizó en las nociones de voluntad general y contrato social, sin olvidar las exigencias educativas para que tales nociones se plasmen en un Estado.

3. De los sentimientos subjetivos a la voluntad general [Subir]

Dicho de otra manera: no hay que desdeñar las componentes sentimentales de nuestras convicciones políticas, aunque dicha complejidad afectiva haya de pasar por el duro tamiz de la conciencia moral y de la conciencia ciudadana. Esta se plasma en el concepto de voluntad general, posiblemente la mayor aportación de Rousseau a la filosofía política. La expresión procede de Diderot (p. 66), pero fue Rousseau quien la desarrolló y la convirtió en el núcleo de su concepción republicana. El cuerpo político «es un ser moral que tiene una voluntad; y esta voluntad general es la fuente de las leyes, al mismo tiempo que la regla de lo justo e injusto» (ibíd.). En el Manuscrito de Ginebra, comentando las teorías de Diderot sobre el derecho natural y la voluntad general, Rousseau da un paso decisivo: «es del orden social establecido entre nosotros de donde extraemos las ideas de cuanto nos imaginamos y solo comenzamos a devenir hombres tras ser ciudadanos» (p. 68). Es cierto que los hombres abandonan el estado natural al hacerse sociables, volviéndose desdichados y malvados, pero el remedio está en el mal, como escribió Rousseau: «esforcémonos por extraer del mal mismo el remedio que debe curarlo» (p. 69).

Ello le llevó a proponer dos definiciones de voluntad general sobre las que convendría meditar a fondo en esta segunda década del siglo xx, según Aramayo. En el Manuscrito de Ginebra la define como algo que está presente en cada individuo como «un acto puro del entendimiento que razona en el silencio de las pasiones sobre lo que el hombre puede exigir a su semejante, y lo que su semejante tiene derecho a exigir de él» (ibíd.). Ponerse en el lugar del otro, por tanto, es la base de la moralidad, siempre que ese paso lo dé el entendimiento, en ausencia de pasiones. Años después, en El Contrato Social, aportó una segunda definición, distinguiendo entre la voluntad de todos y la voluntad general: «con frecuencia hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general; esta solo mira al interés común, la otra mira al interés privado, y no es más que una suma de voluntades particulares; pero quitad de estas mismas voluntades los más y los menos que se destruyen entre sí, y queda por suma de las diferencias la voluntad general» (ibíd.). Aramayo no profundiza luego en esta segunda definición, pero sí la propone para el debate en el mundo actual, casi dos siglos y medio después de la muerte de Rousseau. Para ello vuelve a citarle, en este caso un pasaje de su Discurso sobre la economía política, obra a la que atribuye no poco interés para el mundo contemporáneo: «si los políticos estuviesen menos cegados por su ambición, sentirían que el mayor resorte de la autoridad pública está en el corazón de los ciudadanos» (p. 75).

Digámoslo así: no se trata de ser ciudadanos, sino de sentirse ciudadanos. Hay que unirse para contener a los ambiciosos y preservar los derechos de los débiles, pero ello en base a sentimientos de solidaridad y empatía, así como de indignación por la injusticia. Hay una clase de leyes «que no se graban sobre el mármol, sino en el corazón de los ciudadanos» (p. 83), cuya base son los sentimientos morales de dichos ciudadanos, no la legislación positiva. Son las leyes del corazón las que mantienen «la verdadera constitución del Estado» (ibíd.), mientras que las otras leyes envejecen y caducan. La sociabilidad del hombre tiene un fundamento sentimental, previo al racional, sin perjuicio de que este sea el que dé expresión y articule la voluntad general. Reducir la política a cálculo y decisión racional, olvidando esa componente afectiva previa, aleja a los políticos de los ciudadanos.

Algo así es lo que está ocurriendo en muchos países europeos y por eso conviene releer a Rousseau. Este libro de Aramayo, siendo breve, es apasionado, intenso y directo. Autor académicamente prestigiado, irrumpe ahora en el foro público expresando sus sentimientos morales, que están a la base de sus convicciones políticas. Considero que Aramayo entra así en su etapa de madurez como pensador, de la que cabe esperar grandes logros, dada su larga y prestigiosa trayectoria académica. La presentación que hace de Rousseau es muy precisa académicamente, pero también apasionada, y políticamente comprometida. Habrá que prestar una atención especial a sus próximas publicaciones.