RESUMEN

La lectura de algún trabajo reciente me ha sugerido una serie de consideraciones desde la perspectiva del Derecho Constitucional. Llama la atención que, buscando la eficacia de los derechos sociales, no se defienda el ordenamiento estatal que los hizo posibles. La sola mención de la naturaleza financiera de todos los derechos, y en especial de los aquí estudiados, basta para poner de relieve la necesidad del cambio de paradigma respecto de los derechos sociales. Una construcción teórica que subraye su carácter personal podría contribuir a la superación de la indefinición presente y a vincularlos al principio de responsabilidad que, sin haber sido objeto de estudio, debe ocupar una posición prevalente en toda propuesta para la superación de la presente crisis, económica, pero también de fundamentación, de valores e institucional.

Palabras clave: Derechos sociales; crisis;

ABSTRACT

The reading of some recent work suggests a number of considerations from the perspective of constitutional law. It is curious that in the search for effective social rights, the corroboration of the state system in making these rights possible is not defended. The mere mention of the financial nature of all rights, especially of those studied here, is enough to highlight the need to change the paradigm. From the perspective of social rights, an adequate theoretical construct that highlights its personal character could contribute both to overcoming the present uncertainty and to linking these rights to the principle of responsibility. This principle, without having been studied, should occupy an important place in proposals to overcome the present economic crisis, which is also a crisis of values.

Keywords: Social rights; crisis;

Cómo citar este artículo / Citation: Sánchez Ferriz, R. (2016). Sobre la crisis de los derechos sociales. Interés práctico de un cambio de paradigma. Revista de Estudios Políticos, 172, 137-165. doi: http://dx.doi.org/10.18042/cepc/rep.172.05

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SUMARIO

  1. Resumen
  2. Abstract
  3. I. PRESENTACIÓN
  4. II. LA TRANSVERSALIDAD IDEOLÓGICA DEL ESTADO SOCIAL, PATRIMONIO COMÚN DE CORRIENTES DE PENSAMIENTO ENCONTRADAS
    1. 1. En su origen y desarrollo
    2. 2. Concurrencia ideológica, también, en la gestación de la crisis
    3. 3. ¿Es la concurrencia de intereses el cemento que amalgama posiciones encontradas?
    4. 4. Las razones de esta reflexión
  5. III. POSIBLES ERRORES O EQUÍVOCOS, MUY EXTENDIDOS, POR DEFECTO Y POR EXCESO
    1. 1. Errores, o equívocos, por defecto: ausencia de algunos elementos necesarios en la construcción teórica de los derechos sociales
    2. 2. Errores, también, por exceso: el recurso a referentes externos al propio Estado en el que han de ser realidad los derechos sociales y al fraude terminológico (inocente)
      1. A) Invocación del ordenamiento internacional (de imposible aplicación en esta cuestión)
      2. B) Reivindicación del propio ordenamiento
  6. IV. UNA PROPUESTA TEÓRICA CON INDISCUTIBLES EFECTOS PRÁCTICOS
    1. 1. Reconducción de las cuestiones al orden constitucional
    2. 2. El Estado tridimensional español
    3. 3. Interpretación de los derechos sociales como derechos personales y sus directas consecuencias
      1. A) Su exigibilidad aun sin ser fundamentales stricto sensu
      2. B) La responsabilidad como principio hasta ahora ignorado por las normas y la mentalidad ciudadana (a) y por los responsables políticos (b)
  7. V. Para concluir con alguna interpelación
  8. Notas
  9. Bibliografía

I. PRESENTACIÓN [Subir]

En las últimas décadas, y por lo que respecta a España en la última de modo especial, la invocación de los derechos sociales ha sido una constante, no tanto como lógica exigencia ciudadana, que también, sino como oferta electoral en aumento imparable en la que los partidos políticos han competido en busca de votantes a los que nunca se les dijo que los derechos sociales tenían un alto precio (económico y, además, en términos de libertad). Sin embargo, ya mucho antes, en realidad poco después de la Gran Guerra, las referencias a la crisis del Estado social no fueron menos llamativas en el campo doctrinal, advirtiendo que la sobrecarga del Estado podría llevar a un callejón sin salida que ahora se nos ha planteado en forma de crisis económica, hasta tal punto sobrecogedora, que corremos el riesgo de ignorar otros muchos aspectos del gravísimo problema que nos acucia. Pues ni el origen es solo económico ni la solución, por consiguiente, puede venir tan solo de medidas económicas, sino de la idea de Estado que, como fórmula suprema de convivencia, alcanzó en el siglo xx su más depurada expresión constitucional en las formas democráticas, antes conocidas como democracias occidentales por contraposición a las soviéticas. Nadie puso en duda el fracaso del modelo de la Europa oriental al caer el Muro de Berlín. Tampoco, y como contrapartida, nadie pone hoy en duda el sistema social europeo que se ha desarrollado (y deformado) en los países democráticos que, por lo demás, son cuna de las diferentes formas de democracia (desde la clásica, y participativa, de Grecia hasta la revolucionaria francesa, pasando por la parlamentaria inglesa que ha inspirado a los países de nuestro entorno cultural hasta hoy).

En esta difícil tesitura no emprendemos esta reflexión para aventurar soluciones a las que pueden apuntar diversas ciencias, ni para hacer una lectura ideológica que nos llevaría a desvelar los absurdos de un capitalismo salvaje… La pretensión es mucho más simple, la de recordar que tal vez el camino andado no está exento de errores. Y considero errado el camino, no porque lo sea, que también, sino por haberlo transitado en forma muy parcial al haber querido vincular el Estado social a la esencia de la constitución democrática (casi exclusivamente a tal condición), subestimando por el contrario su naturaleza jurídica, la condición de Estado de derecho que, también, estableció la Constitución vigente.

Ni nuestra Constitución ni las europeas que le precedieron y en las que se inspira acogen la dimensión social del Estado para la construcción de una Arcadia feliz; sino para que la democracia, suficientemente experimentada en sus aspectos formales (a través de la proclamación de la libertad y la igualdad como pilares del Estado), asumiera un pilar más al que los otros dos habían de tender: el de la dignidad del ser humano. A esa triple lectura, desde la perspectiva de la fundamentación, obedeció la formulación de los derechos sociales. Tal formulación, sin perjuicio de precedentes filosóficos, éticos y morales entre los que no es menor la doctrina social de la Iglesia y, por supuesto, las formulaciones del primer comunismo, tiene una dimensión absolutamente nueva respecto de tantas teorías, y experiencias, que trataron de remediar los desafíos de la pobreza y de las miserias colectivas a las que se había de enfrentar la población en forma tan natural (¿resignada?) como la vida; aunque, como advirtiera Tocqueville (Tocqueville, A. (2003). Democracia y pobreza (Memorias sobre el pauperismo). Madrid: Trotta. 2003), con estilos de «pobreza» diversos. Pero la que debería tenerse clara es la novedad que supone el establecimiento del Estado social[1] respecto de las formas precedentes de protección social; pues es el propio Estado el que muta su naturaleza y su estructura al adoptar su nueva veste social; en contrapartida, ese Estado, su supervivencia (y este es otro aspecto minusvalorado por la doctrina[2]), es una condición sine qua non del mantenimiento de los derechos sociales para los que no tiene sentido buscar soporte allende las fronteras como, sin embargo, parece preferirse en recientes publicaciones.

Quedan apuntados en esta presentación algunos, pocos, problemas; no son novedosos ni en absoluto podrían explicar por sí solos un fenómeno tan extraordinariamente complejo cual es el objeto de esta reflexión. Pero, desde la convicción de que han sido aspectos ignorados, o ninguneados, en los amplios análisis que del Estado social y su crisis se han hecho, creo que con su mención se pueden aportar ideas y ofrecer perspectivas complementarias de las que sí han sido objeto de consideración (y a veces en exceso) desde enfoques diversos.

II. LA TRANSVERSALIDAD IDEOLÓGICA DEL ESTADO SOCIAL, PATRIMONIO COMÚN DE CORRIENTES DE PENSAMIENTO ENCONTRADAS [Subir]

Las conquistas sociales, y su asunción por parte del Estado, no son obra de una sola ideología, pues en tal fin concurrió, aunque tal vez con intereses bien distintos, el progresismo y el conservadurismo. Ello fue así en su origen y una mirada retrospectiva nos permite concluir que también lo ha sido en su práctica; pero aún cabe afirmar más si observamos las últimas décadas: también hay concurrencia en culpas y responsabilidad en la reciente incursión en serios riesgos de orden económico a los que tanto liberales como socialistas (y sus terceras vías) han conducido a las sociedades más desarrolladas.

1. En su origen y desarrollo [Subir]

Por lo que se refiere al inicio de su normativización, hay unanimidad en atribuir a Bismarck la primera legislación de previsión social. Pero si nos centramos en el periodo de entreguerras en que el fenómeno se llega a constitucionalizar, basta acudir a un agudo observador (Mirkine-Guetzévich, B. (1933). Les nouvelles tendances du Droit Constitutionnel. Paris: M. Girard.Mirkine-Guetzévich, 1933: 74 y ss.) que, revisando todas las constituciones entonces vigentes, en la búsqueda de las nuevas tendencias constitucionales, y observando la Constitución alemana, concluía que son los socialdemócratas germánicos quienes han protegido la República de los asaltos del bolchevismo:

El derecho al trabajo, a una existencia humana digna, derecho proclamado por la revolución de 1848 e inscrito en la Constitución de la segunda República (del mismo año) se encuentra hoy más explícitamente desarrollado en la Constitución de Weimar.

Pero obsérvese cómo continúa su reflexión:

Incluso en los países donde el Poder constituyente ha sido confiado a elementos más moderados y más alejados de la doctrina socialista, se ve afirmar en el texto de las constituciones la existencia de derechos «sociales». A mayor abundamiento, la constitución que establece más plenamente el carácter social de las libertades individuales, y que llega hasta limitar los derechos de propiedad agraria, es una Constitución monárquica: la del Reino serbio-croata-esloveno (art. 43).

Y aun sin salir del ámbito político constitucional de la decisiva aportación de la Constitución de Weimar (primera que constitucionaliza los derechos sociales en Europa), nos recuerda Burgaya (Burgaya, J. (2013). El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y la encrucijada del modelo social europeo en tiempos de crisis. Barcelona: Octaedro.2013: 22) la presencia en su Parlamento de más de 100 diputados del partido Zentrum, cuya ideología y programa asumía la doctrina social de la Iglesia. Por último, aunque es discutible el sentido con que se utiliza la idea democrática por Mirkine, vale la pena transcribirla por cuanto refleja bien el momento histórico y es el resultado de una observación comparada de los regímenes europeos del momento:

Nos hallamos, pues, en presencia de un hecho curioso: la introducción de elementos sociales en las Declaraciones de derechos no está en modo alguno en razón directa con la proposición más o menos grande del sentido democrático de un país determinado. La aparición de los elementos sociales no es únicamente el resultado de la participación de los socialistas nuevos en la obra de las Asambleas Constituyentes (Mirkine-Guetzévich, B. (1933). Les nouvelles tendances du Droit Constitutionnel. Paris: M. Girard.Mirkine-Guetzévich, 1933: 76).

2. Concurrencia ideológica, también, en la gestación de la crisis [Subir]

También, según se ha apuntado ya, derecha e izquierda han concurrido en los errores económicos que han conducido a la crisis. Resulta baladí recordar la abierta oposición a las políticas sociales por parte de minoritarios grupos de derecha… no es el caso. Más llamativa es la contribución desde la izquierda al mismo resultado final: Blair es caso paradigmático, representando la introducción de las llamadas terceras vías con las que se recreó un nuevo laborismo que, lejos de contraponerse a las políticas monetaristas de Margaret Theacher, las continuaron y alentaron, desindustrializando el Reino Unido y centrando su desarrollo económico en las sofisticadas actividades financieras que se conocen como «economía de casino». Y, sobre ello, apostilla Burgaya (Burgaya, J. (2013). El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y la encrucijada del modelo social europeo en tiempos de crisis. Barcelona: Octaedro.2013: 157) que el entorno de asesores de Blair procedía del viejo partido comunista que recalaron en la London School of Economics. Este modelo de la tercera vía se aplicó en América por Clinton desde 1993 hasta 2000; como en el caso de Blair, practicó la triangulación política (como superación de la intervención partidista), y su política más destacada fue la profundización en la desregulación financiera y bancaria que provocó la burbuja inmobiliaria y financiera con los resultados nefastos de todos conocidos. Esa llamada tercera vía inspiró también las políticas aplicadas en Alemania con Schroeder y en España con Rodríguez Zapatero. Como técnica pudo dar resultado si no se hubiera ignorado una parte importante de su construcción teórica: la incorporación de la ciudadanía con participación activa (propia, por lo demás, de un Estado social bien entendido) y con gran sentido de la responsabilidad entendida en su doble faz: como propia del ciudadano y como exigencia hacia los gobernantes[3]. Pero no fue así.

Llegada la crisis y la ineludible contracción económica con tan indeseables efectos para las familias, y especialmente para los perceptores de ayudas tan esenciales como las de la dependencia, tampoco han diferido las políticas de ajuste entre las practicadas por la derecha y por la izquierda. En parte, por los condicionamientos derivados de la pertenencia a la Unión Europea y, en parte, porque la alternativa no era más halagüeña ni posible; ello tal vez permite explicar, para el caso español, el rápido y formalmente reprochable (Carrillo, M. (2013). L’impacte de la crisi sobre els drets de l’ámbit social. Revista Catalana de Dret Públic, (46), 47-72.Carrillo, 2013: 47-72) acuerdo para llevar a cabo la reforma constitucional del art. 135 que ni era necesaria ni suficiente para justificar tan inmediato e inesperado acuerdo con el que, sin duda, se escenificaba, hacia el interior y hacia el exterior, que era la única solución posible y, por consiguiente, ineludible cualquiera que fuera la ideología que ocupara el poder. A partir de ahí, toda crítica, o intento de aportar ideas y soluciones, toda preocupación sobre la indefinición del futuro, culmina en una nueva concurrencia de las más encontradas ideologías: la necesidad de mantener el Estado social, cualesquiera sean las diferencias de enfoque y de medidas a adoptar, que obviamente, estas sí, difieren en función de las ideologías.

3. ¿Es la concurrencia de intereses el cemento que amalgama posiciones encontradas? [Subir]

Así parece; pues:

[…] al proporcionar seguridad en caso de enfermedad, invalidez, vejez y desempleo a la gran mayoría de la población, y garantizar, por otra, la estabilidad social y política a la minoría dominante que la necesita en mayor medida por tener mucho más que conservar, pienso que la permanencia del Estado social puede darse por segura… (Sotelo, I. (2010). El Estado social. Antecedentes, origen, desarrollo y declive. Madrid: Trotta.Sotelo, 2010: 407).

Ello apuntaba ya en las diferentes fases de su desarrollo, tan plurales como su origen a que se acaba de aludir. En efecto, ya hace casi un siglo, Azcárate (nada sospechoso de conservadurismo), en su discurso de toma de posesión de la presidencia del Ateneo de Madrid, en 1933, utilizaba expresiones semejantes a las trascritas (Azcárate, G. (1933). Estudios sociales. Madrid: Sobrinos de la sucesora de M. Minuesa de los Ríos.Azcárate, 1933: 31 y ss.). La reacción frente al individualismo es general, refería Duguit, porque sus componentes abstractos y alejados de la realidad acaban llevándonos a afirmaciones gratuitas[4]. Y ya en los años ochenta, cuando las contradicciones del Estado de bienestar eran irreversibles, sin que, no obstante, se pudiera atisbar su desaparición, la convergencia de intereses seguía siendo la principal razón de su continuidad; pues las instituciones del Estado social se conciben a la vez como medio y resultado de luchas en torno a la distribución de poder en el interior de los dominios sociales y estatales (Offe, C. (1990). Contradic ciones del Estado del Bienestar. Madrid: Alianza Universidad.Offe, 1990: 34). Es lógico, por tanto, que tan largo proceso concluya hoy en una nueva coincidencia de todas las fuerzas políticas que siguen apostando por la continuidad; y, como no podía ser de otro modo, también es unánime la doctrina en la convicción de que deben mantenerse constitucionalizados (y por consiguiente en el máximo nivel normativo) los derechos sociales. Ya se ha dicho, y habré de volver sobre ello: los derechos sociales típicos del Estado social no pueden analizarse al margen del propio Estado que, al incorporarlos, se transformó radicalmente, uniéndose así la suerte y el futuro de ambos. Nadie apuesta por la desaparición del Estado social (no, al menos, en forma abierta). Y no ya por razones humanitarias y de solidaridad, que ya sería por sí misma suficiente razón. Es la propia dinámica partidista e institucional la que por instinto de conservación mantendrá el sistema.

No se concibe otro futuro que la prolongación indefinida de lo ya conseguido: el capitalismo como único modo de producción y la democracia representativa como única forma de organización política. El mundo que viene será tan diferente como se quiera pero en lo fundamental permanecerá… Aparente contradicción que se fundamenta en que la innovación social ocurre dentro de la continuidad institucional. Alexis de Tocqueville puso de relieve que los cambios revolucionarios se insertan en la continuidad de las instituciones (Sotelo, I. (2010). El Estado social. Antecedentes, origen, desarrollo y declive. Madrid: Trotta.Sotelo, 2010: 399).

Si es así, vale la pena hacer un esfuerzo para proponer la continuidad[5] en el marco de la constitución vigente, sin perjuicio de las reformas que necesite; pero, siendo ello esencial, se requieren análisis que permitan, de una parte, identificar los elementos del orden constitucional que no se han respetado suficientemente y, de otra, recuperar la interpretación de la naturaleza de nuestro Estado en la forma equilibrada de los tres elementos (el jurídico, el social y el democrático) en que fue diseñado y sobre cuya interrelación sigue estando vigente el espléndido estudio de Garrorena (Garrorena Morales, A. (1984). El Estado español como estado social y político de derecho. Madrid: Tecnos.1984).

4. Las razones de esta reflexión [Subir]

Algunas lecturas recientes me han sugerido la oportunidad de plasmar estas consideraciones que tal vez no son novedosas pero tratan de reconducir los problemas de los derechos sociales al punto en que la doctrina constitucionalista los había situado[6]. Dando por sentada dicha construcción y no teniendo por tanto que reproducirla en los escasos límites de esta reflexión, me propongo tan solo llamar la atención sobre algunas propuestas que, a fuer de querer reivindicar la importancia de los derechos prestacionales y bajo el impacto de una crisis lacerante, ofrecen perspectivas políticas (ideológicas) y/o filosóficas que, apartándose del enfoque jurídico constitucional que construyó el régimen democrático vigente, dudo que puedan contribuir a una mejora del mismo.

Aun siendo el Capítulo III del Título I de la Constitución la «Cenicienta» de nuestra Declaración de derechos, su desarrollo legislativo y jurisprudencial llegó a situarnos en un nivel de políticas sociales (con sus correspondientes derechos) envidiable para nuestro entorno europeo, como evidencia el sistema sanitario español (por poner solo el ejemplo más significativo y conocido por quienes hayan tenido que hacer uso de otro sistema sanitario incluso en la propia Europa). Por ello, habría que seguir profundizando en las construcciones jurídicas (sin perjuicio de otras aportaciones también valiosas que contribuyen a la cabal comprensión de lo sucedido en la primera década del siglo xxi [7]); de ahí que considere inapropiado tratar de fundamentar los derechos sociales y su mantenimiento en la «felicidad», en la «irreversibilidad» o en otras ideas aparentemente muy novedosas que a mi juicio acaban engrosando el «inocente» (Galbraith, J. K. (2004). La economía del fraude inocente. Barcelona: Crítica. Galbraith) fraude del lenguaje en el que todo es susceptible de mezclarse y confundirse: crisis, derechos sociales, corrupción… Y lo preocupante es que, ante cada propuesta, se diría que se pretende un nuevo comienzo, una mirada novedosa y salvadora, cuando lo que se debe aplicar es el ordenamiento jurídico a los problemas que han ido surgiendo y, por consiguiente, no dejar de exigir responsabilidades donde las haya. Creo que la importancia y el papel de los derechos sociales son obvios por formar parte de la naturaleza y estructura del Estado constituido en 1978, pero algunos de sus elementos esenciales, como el de la responsabilidad, no se han considerado suficientemente; ni los derechos en general, ni especialmente los sociales, se consolidan en la realidad sin referentes a los deberes y las responsabilidades «del otro» pero también de los propios titulares; aspectos que, siempre descuidados, siguen ausentes en las referidas propuestas recientes.

En efecto, una multiplicidad de enfoques con predominio de los politológicos (en general de mayor resonancia que los áridos textos formalistas de mayor rigor jurídico) afronta los problemas de los derechos sociales sin referencias a la responsabilidad. Tal vez por ello, se observa cierta imprecisión que se refuerza al ocuparse de la raíz y naturaleza jurídica de los derechos sociales en lo que, a menudo, se advierte una gran carga de voluntarismo a costa de violentar la estructura que el constituyente quiso dar al Título I de la Constitución. Por ello, me permitiré hablar de errores que, aun no siéndolo de carácter dogmático (según la concreta posición de cada autor), pueden serlo de enfoque cara a una comprensión de los derechos sociales pero, fundamentalmente, de su sostenibilidad.

III. POSIBLES ERRORES O EQUÍVOCOS, MUY EXTENDIDOS, POR DEFECTO Y POR EXCESO [Subir]

Sin duda en el origen de la presente situación de crisis han concurrido buen número de errores generalizados hasta el punto de haberse aceptado con la mayor naturalidad por parte de los gobernantes y de la ciudadanía. En los cometidos «desde arriba» apenas he de entrar por ser de sobra conocidos a través de los medios: si en la reciente prosperidad se hacía gala de la generosidad de los gobernantes (o de quienes esperaban seguir siéndolo a través de sucesivas elecciones), en los momentos de estrechez también los medios nos informan de las supuestas causas (¿un gobierno de derechas o el despilfarro del de izquierdas o, más bien, un generalizado despilfarro cualquiera que haya sido el signo político de los gobernantes?), de las consecuencias (recortes y desempleo desbocado) y de los «daños colaterales» entre los que la corrupción no es el menor. Ello es bien sabido y cuenta con suficientes y recientes análisis a los que remito[8]. Pero no creo que se haya planteado la posible concurrencia de responsabilidades ciudadanas que podrían explicar la condescendencia con la corrupción y cierta complacencia en el revuelo de las promesas electorales.

1. Errores, o equívocos, por defecto: ausencia de algunos elementos necesarios en la construcción teórica de los derechos sociales [Subir]

Es lógica la dificultad argumental de los análisis dogmáticos cuando se emprenden en el calor de los acontecimientos, precisamente, para tratar de salir al paso de recortes y pérdidas de calidad de vida de todos conocidas; esta es una materia proclive al forzamiento de las doctrinas tradicionales sobre los derechos pero, como advierte Escobar Roca (Escobar Roca, G. (2012). Derechos Sociales y tutela antidiscriminatoria. Pamplona, Aranzadi.2012: 67), no todo forzamiento es legítimo y, por ello, releer la Constitución es un buen camino que ha de recorrerse. Pues lo que no cabe es ignorar la integración de todos sus elementos ni menos arrinconarla y construir en el vacío (o a lo sumo en los documentos internacionales que, no en vano, dieron soporte a las primeras formulaciones de los derechos humanos y por supuesto también hoy pueden dar soporte a doctrinas que han de suplir la inexistencia de constitución democrática). Pero es que este no es nuestro caso, pues sí contamos con la Constitución de 1978 y con buen número de preceptos hasta ahora más inactuados o ignorados que aplicados. Ahí es donde podríamos situar la ausencia de consideración doctrinal que algunos lamentan con razón[9]. Ciertamente, contrasta la bibliografía sobre el más nimio aspecto del derecho civil con la ausencia de estudios sobre los derechos sociales. Y no cabe argüir que ello se justifique en la gratuidad de los derechos clásicos frente al alto coste de los derechos sociales. Entre la literatura político jurídica reciente a que me estoy remitiendo vale la pena la consulta de Holmes y Sunstein (Holmes, S. y Sunstein, C. R. (2011). El costo de los derechos. Por qué la libertad depende de los impuestos. Madrid: Siglo XXI.2011), quienes desmienten tal lugar común demostrando con abundante argumentación que todos los derechos tienen su coste en la medida en que no existirían de no existir toda la compleja estructura estatal:

En ausencia de una autoridad política que esté dispuesta a intervenir y sea capaz de hacerlo, los derechos no pasan de ser una promesa hueca y, por el momento, no gravan ningún tesoro público.

Por ello, no tiene sentido que se reclame un Estado mínimo (Holmes, S. y Sunstein, C. R. (2011). El costo de los derechos. Por qué la libertad depende de los impuestos. Madrid: Siglo XXI.Holmes y Sunstein, 2011: 37) y cabría añadir que tampoco tiene sentido la reivindicación de los derechos sociales al margen y a despecho del Estado. Cabe, por tanto, coincidir con quien subraya la llamativa ausencia de estudios sobre derechos sociales (Pisarello, G. (2007). Los derechos sociales y sus garantías: elementos para una reconstrucción. Madrid: Trotta.Pisarello, 2007) si se comparan con los dedicados a los derechos civiles (siempre, claro, que hagamos abstracción de los muchos siglos de historia que estos acumulan frente a la bisoñez de aquellos). Solo que tal ausencia de atención doctrinal ya era previa a la crisis y no parece que entonces sorprendiera mucho. Sin embargo, a juicio de quien ahora escribe, más llamativa debió resultar en la hora de la «normalidad» constitucional, en la hora del imparable progreso económico en la que un marco normativo espléndido como el contenido en el Título I, con su broche de oro del art. 53, bien hubiera merecido un esfuerzo de clarificación y sistematización. Y, ello no obstante, no se llevó a cabo, como si en materia de derechos bastara con su disfrute sin necesidad de indagar sobre sus categorías y sus sujetos, sobre su significación, su legitimación y su sostenibilidad, en la medida en que se aplicaran con responsabilidad. Pues en los estudios realizados en los años de largueza y liberalidad a lo sumo se invocó la solidaridad interclasista. Pero la solidaridad entonces debió alcanzar también su faceta temporal, la solidaridad intergeneracional que nos hubiera llevado a fomentar la inquietud por nuestros sucesores; aspecto que, sin embargo, sí se ha explorado mucho en el campo de los riesgos medioambientales pero no en otros de carácter estrictamente económico y social, cuya eficiencia debió considerarse absolutamente ajena a toda posibilidad de despilfarro. Acaso, debimos preguntarnos, ¿no tiene ni puede tener límites la progresión económica a través del endeudamiento? O, dicho de otro modo, ¿acaso alguien en su sano juicio pudo pensar que era sostenible un endeudamiento sin límites? Sin embargo, el realismo político marca rígidos límites a esta posibilidad (necesidad) de raciocinio que difícilmente asume ningún partido político; pues:

[…] en democracias en las que los gobiernos dependen de sus electores no cabe exigir grandes sacrificios para salvar generaciones que aún no han nacido. El día a día, todo lo más cuatro años de legislatura, es la dimensión temporal que alcanza la política […] (Sotelo, I. (2010). El Estado social. Antecedentes, origen, desarrollo y declive. Madrid: Trotta.Sotelo, 2010: 404).

Subrayo, pues, la falta de atención al tratamiento constitucional de los derechos sociales en la forma en que el constituyente los incluyó en el texto fundamental. O, lo que es lo mismo, la desviación conceptual de los mismos cuando se propone una lectura maximalista sin caer en la cuenta de que, en última instancia, la efectividad de estos derechos no depende tanto de su formulación jurídica aislada sino del adecuado funcionamiento estatal (en todas las escalas de la Administración), de la justa distribución de medios, de la responsabilidad en su uso y concesión y, sobre todo, de los controles al efecto dispuestos.

Otro desacierto cabe señalar en lo que podríamos llamar la reducción (y reconducción) de un texto complejo como es el Título I de la Constitución, a la «euforia» de los Derechos fundamentales[10]. En tal categoría se han querido subsumir otras también contenidas en el texto constitucional, y en particular la de los derechos sociales, tratando de superar la inicial limitación del art. 53.3 sobre su justiciabilidad que, desde luego a estas alturas, ya no se ve negaba en absoluto por la literalidad de tal precepto[11]. Ello, por lo demás, ya fue reivindicado, con distintos enfoques, en tiempo y circunstancias de mayor sosiego y reflexión (Abramovich, V. y Courtis, C. (2002). Los derechos sociales como derechos exigibles. Madrid: Trotta. Abramovich y Courtis, 2002, y mucho antes Cascajo Castro, J. L. (1990). La protección jurisdiccional de los derechos sociales. Madrid: Tecnos.Cascajo Castro, 1990). Los intentos de reforzar los derechos sociales de dicho Cap. III del Tít. I de la Constitución, aproximándolos a su exigibilidad ante la jurisdicción, se extrapolan (por ejemplo en Agudo Zamora, M. (2007). Estado social y felicidad. La exigibilidad de los derechos sociales en el Constitucionalismo actual. Alcorcón: Laberinto.Agudo Zamora, 2007), y tal vez se extralimitan, ahora con la crisis económica, forzando más si cabe la invocación de los derechos fundamentales. En este sentido, se establecen criterios teóricos (aunque no siempre coherentes) para aplicar a tales derechos una suerte de contenido esencial aunque no se le reconozca con este nombre. Se habla de contenido mínimo, o básico… o expresamente se les bautiza como derechos fundamentales (Escobar Roca, G. (2012). Derechos Sociales y tutela antidiscriminatoria. Pamplona, Aranzadi.Escobar Roca, 2012) que, humanamente lo son, nadie lo va a negar. Pero la cuestión no es esa. La cuestión es saber en qué medida tal propósito de categorizar los derechos sociales como fundamentales, de lograrse, garantizaría más su efectividad que de haber emprendido una reflexión constitucional más amplia, atendiendo al Título I, que contiene la inmensa mayoría de los derechos constitucionales que ya, por serlo, se hallan reconocidos en el máximo nivel normativo; pues en estos derechos más que en otras categorías se requiere de una visión global, como ya he dicho, del sistema estatal y todas sus estructuras; no solo, por tanto, debió atenderse a los contenidos, significación y estructura del Título I de la Constitución, también, a la configuración del Estado (art. 1.1 CE), a los deberes de sus órganos constitucionales, a los de todo funcionario (especialmente de todo representante democrático) y, por último, a los deberes de todo ciudadano incluso en la hora del disfrute de los derechos (art. 9.1 CE).

Hasta aquí queda someramente referida la principal deficiencia por defecto, la falta de análisis sistemático desde el marco constitucional; pues ha faltado la consideración de algunos elementos de orden constitucional como los que se acaban de aludir; el empeño en reforzar algunos concretos derechos ha llevado a olvidar referentes tan elementales como la responsabilidad (de ciudadanos y de cargos públicos), la eficiencia en la administración de los recursos (y la atribución de responsabilidades, si aquella no concurre) y la consiguiente sostenibilidad del sistema como una forma más de solidaridad. En conclusión, todas las ausencias detectadas se reconducen al principal error por defecto, a la falta de atención a uno de los tres elementos del Estado, tan decisivo como el social y el democrático y, en última instancia, garantía de aquellos, su condición de Estado de derecho[12].

2. Errores, también, por exceso: el recurso a referentes externos al propio Estado en el que han de ser realidad los derechos sociales y al fraude terminológico (inocente) [Subir]

En efecto, junto al trascendental error por defecto que se acaba de aludir, se observa hoy en la literatura jurídico política una serie de recursos terminológicos y referenciales que más bien representan excesos innecesarios, o, en palabras de Galbraith, fraudes inocentes[13].

Ya con la crisis, tal como antes se ha apuntado, se han estudiado (y lamentado) sus efectos[14]; pero solo en forma excepcional se recuerda lo que ahora estoy tratando de subrayar, que ni debe establecerse esta crisis quam tabula rasa de todo lo anterior ni tiene sentido que, pareciendo que todo comienza de nuevo, se ofrezcan tantas medidas aparentemente novedosas. Así, incluso refiriéndose a la reforma constitucional del art. 135, afirma Carrillo que «l’Estat ja disposava de l’habilitació jurídica necessària per intervenir sobre el sistema econòmic i financer, sense necessitat de la reforma de l’art. 135 CE» (2013: 53). Lo mismo cabría decir de reformas legislativas que supuestamente pretenden evitar el despilfarro en el futuro como si el ordenamiento no contara ya con medios para depurar responsabilidades por lo acaecido en el inmediato pasado. La superinflación de teorías y formulaciones conceptuales que parecen aportar mucho innovando supuestamente el ordenamiento se antojan, sin embargo, un modo de ignorar los grandes y clásicos principios que, de haber sido obsoletos, no volverían a formularse en estas nuevas y confusas fórmulas. Por ello no se acaba de entender su reformulación en terminología que roza la deformación gramatical, a fuer de querer ser novedosos. Ejemplos bien significados serían el uso (o abuso) al que durante años estamos asistiendo con la invocación de gobernanza, empoderamiento…, o, ahora también, transparencia. ¿Qué hemos de entender ante esta nueva moda? Si los principios tradicionales no sirven, ¿qué sentido tiene que se reformulen sus mismos fines con otra terminología? Si sirven, ¿por qué no se aplican siendo que todos ellos están contenidos en los textos constitucionales democráticos de la segunda postguerra de la que la CE es la última y más lograda manifestación?

Es como si la ideología consumista hubiera alcanzado al mundo de los estudiosos en el que, hartos del tradicional uniforme, adquieren categorías que, antes de ser aplicadas, son sustituidas por otras nuevas que la difusa y nunca determinada cantera[15] (que denominan global, multinivel….) de fuentes jurídicas va proporcionando por doquier… Como si la certeza, la completitud, la sistematicidad y la claridad con que los viejos ordenamientos nos proporcionaron y garantizaron el imperio de la ley, ya no fueran sino estorbos y obstáculos en la nueva concepción social y jurídica en la que la libertad e igualdad se pretenden fundamentar sobre tal acumulación de teorías, ideas, aportaciones de los más variopintos orígenes jurídicos. Y, con ello, pudiera acabar ocurriendo que la predicción de las resoluciones fuera tan incierta que, ahora sí, la igualdad quedara realizada como la propia del estado natural de Hobbes, pues todos seríamos iguales ante la inseguridad jurídica, como en tal supuesto estado natural ocurría. Se diría que predomina una especie de método de aluvión, de acumulación de ideas frente al de clarificar y distinguir conceptos; pues, por ejemplo y para volver a la cuestión, no se lleva a cabo una distinción clara entre lo que propiamente son derechos sociales (que, aun en época de crisis, han de ser mantenidos y, si cabe, fortalecidos) y multitud de subvenciones de todo orden y consistencia que bien podrían ser revisadas o incluso suspendidas al menos con carácter temporal[16]. Y no se halla referencia alguna en la bibliografía reciente que he consultado.

A) Invocación del ordenamiento internacional (de imposible aplicación en esta cuestión) [Subir]

Llama, asimismo, la atención que se invoquen tantos documentos internacionales que reconocen derechos, o teorías y doctrinas esgrimidas por tribunales internacionales (obviamente para un caso y ordenamiento concreto que tal vez quede bastante alejado de otros condicionamientos y realidades). Sin perjuicio de su valor cultural y de la labor que históricamente han desempeñado en la democratización de regímenes como el nuestro en momentos de transición, la invocación de la normativa internacional dudo que pueda suplir o siquiera mejorar nuestro estándar constitucional en tema de derechos sociales que, por fuerza, se sitúan en un concreto presupuesto estatal[17]. Guazzarotti, también recientemente, nos ha recordado la doble filosofía de los documentos internacionales «generales» respecto de los que específicamente reconocen derechos sociales (siempre como documentos separados, como es el caso del Pacto de 1966 o la Carta Social Europea). En efecto, y pese a la teoría de la indivisibilidad de los derechos, ahora formalizada en la Carta de Niza, ningún tribunal internacional (siquiera el TEDH) ha podido llevar a cabo la jurisprudencia progresiva, salvo en algún caso muy aislado (Guazzarotti, A. (2013). «I diritti social nella giurisprudenza della Corte Europea dei diritti dell’uomo». Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico, (1), 9-46.Guazzarotti, 2013: 17 y ss.) que han desarrollado los tribunales constitucionales «estatales» (Guazzarotti, A. (2013). «I diritti social nella giurisprudenza della Corte Europea dei diritti dell’uomo». Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico, (1), 9-46.Guazzarotti, 2013: 14) que han podido sacar partido de los derechos fundamentales extendiendo su protección a sus aspectos sociales como respecto al Tribunal italiano ya puso de relieve Modugno en 1995. En el mismo sentido, las más avanzadas decisiones del TEDH derivan de la aplicación de los principios de proporcionalidad y de no discriminación. Pero lo paradójico, como subraya (ibid.: 2013: 16), es que si no hubiera habido un reconocimiento europeo de los derechos de segunda generación, el TEDH hubiera podido trabajar mejor a partir de los de primera generación, extendiendo sus efectos hasta tales derechos sociales.

Por ello no se comprende bien este empeño cuando lo que se cree aportar con las invocaciones internacionales ya se contenía en nuestro ordenamiento con suficiente normatividad (baste pensar en el desarrollo de los principios constitucionalizados en el art. 9.3…). ¿No sería más lógico apelar a ello y, por consiguiente, denunciar su incumplimiento y exigir, donde proceda y, siempre que proceda, responsabilidades?… Tal vez sea el miedo a descubrir lo extendido de las responsabilidades y la endeblez con que las reguló la Constitución hasta el punto de no mencionarlas apenas.

B) Reivindicación del propio ordenamiento [Subir]

Además, la dimensión económica de los derechos sociales no casa bien con las lecturas internacionales. Por ello, Ignacio Sotelo insiste en la importancia y necesidad de que la dimensión social del Estado no quede separada de la económica como, sin embargo, recientemente está ocurriendo por la fuerza de la globalización que, de algún modo, comporta el fin de la modernidad: la modernidad finaliza con la transformación del Estado hasta separar lo social de lo económico: «La política social sigue enmarcada en un territorio mientras que la economía campea libremente por todo el planeta…» (Sotelo, I. (2010). El Estado social. Antecedentes, origen, desarrollo y declive. Madrid: Trotta.Sotelo, 2010: 293). De ahí que no han de extrañar los efectos negativos que ello tiene sobre los salarios y las prestaciones sociales:

[…] así como existe un mercado mundial de capitales, se configura un mercado mundial de trabajo que tiende a unificar los salarios. Y ante hechos tan tozudos a la larga el Estado será por completo impotente (Sotelo, I. (2010). El Estado social. Antecedentes, origen, desarrollo y declive. Madrid: Trotta.Sotelo, 2010: 311).

Lo fundamental, pues, «es no perder de vista algo tan obvio como que el futuro del Estado social está directamente ligado al que tenga el Estado nacional democrático de derecho» (Sotelo, I. (2010). El Estado social. Antecedentes, origen, desarrollo y declive. Madrid: Trotta.Sotelo, 2010: 268); de ahí que «cuestión clave en la política social es el papel que desempeñe el Estado en un mundo globalizado…» (Sotelo, I. (2010). El Estado social. Antecedentes, origen, desarrollo y declive. Madrid: Trotta.Sotelo, 2010: 318).

IV. UNA PROPUESTA TEÓRICA CON INDISCUTIBLES EFECTOS PRÁCTICOS [Subir]

En esta breve reflexión no cabe sino apuntar ideas muy elementales para una obligada relectura constitucional. Su complemento, aquí imposible de desarrollar, halla en las diferentes ramas jurídicas reglas y normas sobradas para su realización práctica en el marco de la Constitución.

1. Reconducción de las cuestiones al orden constitucional [Subir]

Por más que todos tenemos la convicción de que asistimos a un cambio de ciclo en el que aún no se atisban las nuevas formas, también existe unanimidad (tácita) sobre el continuismo del marco constitucional. Es decir, que cualquiera que sea la explicación del inmediato pasado el referente inexcusable ha de ser el ordenamiento constitucional; no ya porque la Constitución sea la norma suprema, que también, sino, además, porque bajo su manto se han alcanzado las más altas cotas de democracia, de desarrollo jurídico y, según se acaba de decir, de progreso social. Sería suicida abandonar el rico bagaje jurídico y político del presente régimen constitucional para sustituirlo por lo aún no experimentado. Y, si ello es así, dudo que los análisis que se están realizando desde las más diversas perspectivas puedan ofrecer algún elemento de utilidad cara a la continuidad institucional si no se llevan a cabo en el marco constitucional y con una lectura sistemática que, lejos de abundar en uno solo de los tres calificativos del Estado (como se suele hacer en función de la posición ideológica), trate de integrar su significado aun cuando la convivencia de los mismos comporte limitaciones en la expansión de los restantes.

2. El Estado tridimensional español [Subir]

La formulación de tal triple condición la contiene la Constitución española en su artículo 1 en que se lee: «España se constituye en un Estado social y democrático de derecho…». Hasta tal punto importa la comprensión de dicha fórmula que puede afirmarse que toda la interpretación del texto constitucional gira sobre ella. Tal como sostuvo desde el principio Garrorena, la única interpretación posible del art. 1.1 de la Constitución es la integral; es decir, la que comporta interrelación e interdependencia entre los tres calificativos del Estado, de suerte que ellos se complementan pero también contrarrestan, recíprocamente, los eventuales excesos de la aplicación de uno solo de ellos. Por ello, en la cuestión que ahora nos ocupa tal complementariedad ha de hacerse realidad en sus dos frentes: si el excesivo formalismo desembocó en la inoperancia del Estado liberal respecto de la realidad social, no menos disfuncional puede resultar, como reverso, la defensa de los elementos sociales a ultranza sin consideración de las garantías formales que el Estado ha de procurar. Ni que decir tiene, por último, que el carácter «democrático» del Estado también ha de quedar matizado por su naturaleza social y jurídica (de Derecho[18]) si no se quiere repetir experiencias de la primera fase revolucionaria francesa; ello sin perjuicio de que el Estado social, para ser tal y diferenciarse del simple Estado de bienestar, haya de reforzar sus elementos democráticos. En el mismo sentido, muta y se vuelve mucho más compleja la significación del Estado de derecho; pues, si es cierto que el Estado social lo es también de derecho, esta segunda acepción ya no comporta, solo, como en el Estado liberal, el imperio de la Ley (y de la Constitución si se quiere) con el consiguiente sometimiento de toda actividad pública a las normas y a su aplicación judicial. Comporta, también, una completa renovación del Derecho llevada a cabo por todos los órganos estatales y consiguientemente por la Administración en la realización día a día de la idea social del Derecho[19]. Y ni que decir tiene que tal complejidad organizativa aumenta los riesgos de despilfarro y corrupción.

Por consiguiente, no es fácil el control, pero la dimensión jurídica del Estado ha de realizarlo a toda costa. En consecuencia, no podemos considerar suficientes los análisis de la crisis y de la maltrecha situación de los derechos sociales sin referencias a las técnicas y medios jurídicos que, predispuestos en la Constitución, no han sido capaces de detener el deterioro político e institucional o, sencillamente, no se han puesto en marcha. Y, por tanto, resulta muy llamativo todo lo ocurrido: lejos de poner en marcha el aparato jurídico del Estado para clarificar y depurar, cuando proceda, responsabilidades, se sacan a la calle puntuales exigencias, quejas sonoras en domicilios privados de algunos significados políticos o se mantienen y prolongan reuniones en plazas públicas por tiempo superior a lo común (con perjuicios para viandantes y comerciantes tan víctimas de la situación general como los propios «asentados») so pretexto de renovar los criterios y reglas democráticos. Por ello se echan de menos las referencias a ese (aparentemente) fallido Estado de derecho en algunos de los estudios más recientes; pero más curioso aún es que tampoco se observa interés alguno por parte de las fuerzas políticas que parecen compartir esta especie de omertá o, si son muy minoritarias, optan por actuaciones antisistema. En cambio, sí se destacan las reivindicaciones, no solo de los derechos sociales, sino también de nuevas formas democráticas no bien fundamentadas en el texto constitucional.

Ello confirma nuestra tesis: se ha desarrollado el carácter social y el democrático del Estado en detrimento del que también debió evolucionar con aquellos, el jurídico (inherente, por lo demás, como demostró Aragón Reyes, M. (1989). Constitución y democracia. Tecnos: Madrid.Aragón Reyes, 1989) que, sobre verse aquejado de obsolescencia en algún aspecto (baste pensar en los ritmos temporales que la legislación impone a la actuación de la Justicia), es minusvalorado y, en ocasiones, objeto de descrédito.

3. Interpretación de los derechos sociales como derechos personales y sus directas consecuencias [Subir]

En la referida propuesta de reconducción de las cuestiones aquí planteadas al marco constitucional, tal vez una de las tareas más necesarias de cuantas ha de emprender la literatura jurídica sea la de cribar entre las múltiples funciones del Estado social cuáles concretamente constituyen derechos sociales vinculados a aquella parte de la ciudadanía que en cada momento se hace acreedora de los derechos sociales en atención a sus particulares circunstancias de necesidad. Se ha aludido antes al intento de ciertas construcciones de aplicar la doctrina del contenido esencial del art. 53.1 CE a las prestaciones sociales para determinar lo que sea contenido irreversible y lo que no[20].

Considero de mayor utilidad la determinación de los derechos sociales o prestacionales propiamente dichos y su priorización respecto de tantas otras finalidades a que se destina el presupuesto (de muy dudosa licitud cuando no alcanza al sostenimiento de las necesidades de las personas). Llama la atención, en este sentido, la falta de establecimiento de un claro orden de prioridades por quienes ejercen el poder en las horas de mayor dificultad. Pero no menos llamativa es la falta de atención doctrinal a este mismo aspecto. La propuesta, en realidad, comporta el decantamiento por una opción teórica que ciertamente pudiera romper con los niveles de desenvolvimiento del Estado social que (también entre nosotros) llegó a la idea de universalización de las medidas. Pero aunque así fuera, al menos en forma temporal y hasta vencer los más disfuncionales efectos de la presente situación, es conveniente y necesario retomar la que fue históricamente primera formulación de los derechos sociales, la que los consideró «derechos del hombre situado». Pues por tales deben entenderse los destinados a la persona que se halla en una determinada situación económica y social, para la que, si procede, se pueden y deben disponer medidas de discriminación positiva como con claridad lo establece el art. 9.2 de la Constitución que se dirige a individuos (y a los grupos en que se integran), pero no a todos sino, justamente, a los necesitados de que se promuevan condiciones (especiales, o específicas) y para los que habrán de removerse obstáculos… Y desde esta perspectiva es ocioso preguntarse si tiene lógica que se pretenda defender in totum el sistema del actual Estado social, sin una abierta defensa de los derechos sociales y de su carácter personal, a base de construcciones que tratan de afianzar su condición jurídica sin revisión alguna de formulaciones estatales que extienden la idea de menesteriosidad a todo tipo de organismos (sindicatos, partidos, organizaciones empresariales, entes culturales de todo tipo y consistencia…) que, sin duda con mayores posibilidades que los individuos, compiten con ellos en la distribución de un maltrecho presupuesto.

Por consiguiente, ha de insistirse, aun tratándose de una propuesta teórica, se formula desde la convicción de que cierto cambio de paradigmas, aparentemente teóricos, podría aportar alguna solución a los problemas reales; y, en concreto, la consideración del carácter personal de los derechos sociales no solo permitiría la aludida criba y priorización del gasto; también reportaría el efecto práctico de su mejor defensa y exigibilidad, y, por último, una más fácil identificación en términos de responsabilidad.

A) Su exigibilidad aun sin ser fundamentales stricto sensu [Subir]

También ha quedado expuesta con anterioridad la, a mi juicio, errada vinculación de la exigibilidad o carácter justiciable de los derechos sociales a su consideración como derechos fundamentales. Por ello, procede ahora algún intento de clarificación. En primer lugar, no cabe duda de que algún derecho social es en sí mismo fundamental porque así lo ha establecido abiertamente la Constitución como sucede con el derecho a la educación ubicado en su Secc. 1ª del Cap. II del Título I. En segundo lugar, no cabe duda que algunos derechos sociales, en la medida en que se hallen en concretas circunstancias de auxilio directo de alguno fundamental adquieren la fuerza de este (tal vez el ejemplo más claro sea el derecho a la salud y su estrecha vinculación en determinadas ocasiones al derecho a la vida). En tercer lugar, no parece que todas las invocaciones se utilicen con rigor, ni con la pretensión de forzar el sistema constitucional de los derechos. En este sentido, cabe reprochar que se pretenda cambiar la naturaleza y estructura de los derechos sociales en general con el propósito de asimilarlos a los que la Constitución establece propiamente como fundamentales; pero no el que, en la coherencia del discurso, se aluda a la fundamentalidad para adjetivar la relevancia del objeto de estudio, con lo que obviamente hemos de estar de acuerdo. Pues, en efecto, lo que se debe reforzar es el Estado de derecho que en absoluto se limita a la defensa de los Derechos Fundamentales sino a la defensa y respeto de todo el orden jurídico.

Por tanto, el que los derechos sociales no gocen del mismo régimen jurídico de los fundamentales no los hace más vulnerables ni susceptibles de arbitrariedad. El ordenamiento jurídico, hay que repetirlo una vez más, no puede reconducirse todo él a la magia de los derechos fundamentales. Y bastará para ilustrar esta idea poner el ejemplo del derecho más denostado por algunos de quienes sostienen la naturaleza fundamental de los derechos prestacionales (en especial, el referido a la vivienda). Me refiero al derecho de propiedad que sin ser, según la Constitución, un derecho fundamental, y sin que nadie haya reivindicado tal carácter para el mismo, no deja de contar con toda la protección del ordenamiento jurídico y, a decir de Holmes y Sunstein (Holmes, S. y Sunstein, C. R. (2011). El costo de los derechos. Por qué la libertad depende de los impuestos. Madrid: Siglo XXI.2011), con bastante más dedicación presupuestaria que otros muchos derechos. Lo que, una vez más, viene a poner de relieve la inconsecuencia de defender derechos sin la defensa del propio sistema estatal o, incluso, en detrimento del mismo.

B) La responsabilidad como principio hasta ahora ignorado por las normas y la mentalidad ciudadana (a) y por los responsables políticos (b) [Subir]

a) No negaremos la evidencia: el abuso del derecho constituye infracción y es (o puede ser) objeto de sanción; la enumeración de normas de carácter administrativo que contienen preceptos sancionadores sería inacabable, comenzando por la norma de cabecera del régimen de relaciones entre el ciudadano y las Administraciones públicas (Ley 30/92, que en sus arts. 127 y sgtes. establece los principios de la potestad sancionadora y del procedimiento de tal naturaleza). Pero no es esa la cuestión ahora ni es el enfoque apropiado desde el Derecho Constitucional.

He afirmado que el principio de responsabilidad ha sido ignorado por las normas y que no ha calado en la mentalidad de la ciudadanía desde una perspectiva más amplia que en buena medida afecta a la particular relación que entre sociedad y Estado se mantiene en el mundo latino y, por consiguiente entre nosotros. Pues, junto a la interpretación integrada de los tres calificativos del Estado, la reconducción al marco constitucional exige la reflexión más allá de la norma escrita. Es generalmente aceptado que la Constitución no puede ni debe ser tratada como una norma más; en ella los valores y las técnicas jurídicas se imbrican dificultando la simple aplicación de las reglas de interpretación normativa y menos aún de las pautas de interpretación legalista del derecho positivo (De Cabo, C. (1986). La crisis del Estado Social. Barcelona: PPU. De Cabo, 1986: 16). La presencia de los valores en el texto fundamental engarza con los fines del Estado y, por consiguiente, con el carácter y la naturaleza social del Estado que, de este modo, se sitúa en el epicentro de toda actuación estatal y de su interpretación en perspectiva constitucional. Y desde esta amplia perspectiva, no cabe duda que en el sistema educativo no se ha incluido contenido alguno que a las nuevas generaciones permitiera entender el mundo en que han crecido y especialmente fomentar lo que Álvarez denomina lealtad preventiva por antonomasia[21]; ni cabe ignorar que entre los estudiosos de los derechos constitucionales no prolifera el interés por el estudio de los deberes constitucionales, y en especial de las responsabilidades ontológicamente vinculadas a todos los derechos. Entre otras razones porque la Constitución, a diferencia de otras europeas, no se detiene en ello. Y, sin embargo, es innegable que:

[…] la cultura de los derechos siempre es una cultura de responsabilidades. Los permisos legales siempre implican obligaciones legales y los derechos siempre restringen, incluso cuando permiten […] (Holmes, S. y Sunstein, C. R. (2011). El costo de los derechos. Por qué la libertad depende de los impuestos. Madrid: Siglo XXI.Holmes y Sunstein, 2011: 179).

En definitiva, se diría que en la situación presente (apareciendo en forma tan inesperada) se ha hecho penosa realidad la primera de las disfunciones psicológicas del Estado social: la despreocupación del ciudadano respecto de sus propias incidencias personales y familiares, al confiar en el bienestar que el Estado le facilita, a través de subsidios, pensiones, asistencia sanitaria, becas de estudios, etc., y, por consiguiente, también en el ciudadano ha aflorado su situación de mayor debilidad que le dificulta la reacción. Y, sin embargo, bien pudo preverse y evitarse en parte, pues no pocas voces la habían puesto de relieve[22].

b) La responsabilidad como principio ignorado por los responsables políticos, ¿tácita amnistía, generalizada, para todo ejercicio de despilfarro flagrante?

En nuestra más reciente experiencia, en plena prosperidad económica, las referencias a valores, a la responsabilidad y el esfuerzo, no han gozado de gran predicamento, como si pertenecieran a un mundo ya superado. Y, sin embargo, seguían vigentes, no solo en la propia idiosincrasia de todo sistema democrático, de derechos y libertades. También en las doctrinas de gran reputación en esos años se apelaba a la necesidad de integración responsable de la ciudadanía. Por ello, llama la atención que de la teoría de Giddens (gurú de la tercera vía de Tony Blair) no se compartiera con la ciudadanía información y formación sobre la responsabilidad que la misma había de asumir. Burgaya (Burgaya, J. (2013). El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y la encrucijada del modelo social europeo en tiempos de crisis. Barcelona: Octaedro.2013: 151) sintetiza el pensamiento de Giddens en este sentido al decir que «creó un marco de valores referenciales relacionados con la libertad y la independencia personales pero también con un nuevo sentido comunitario basado en el concepto de ciudadanía responsable…». Situando la tercera vía «más allá de la derecha y de la izquierda» consideraba que:

[…] las viejas adhesiones ideológicas, e incluso el concepto de ciudadanía, se habían diluido en la sociedad contemporánea y que por ello era necesario replantear el Estado de bienestar y dar más responsabilidad a los individuos.

Ni qué decir tiene que la dinámica partidista y electoral, de todos conocida, sin más objetivo que la obtención del voto, no hubiera permitido que el principio de responsabilidad, por más que anejo a toda formulación de derechos, pudiera invocarse en algún programa electoral. Y el problema es que, andando por la senda de la autosatisfacción sin referencias a responsabilidades se llega a mutar, no ya las reglas tradicionales de la convivencia en lo que se ha considerado el mundo democrático, que también:

No se trata solo de recuperar políticas económicas de tipo keynesiano para hacer frente al paro y recuperar el camino del crecimiento, sino de recuperar la hegemonía de los valores que representa el modelo social europeo, cuyo abandono o dejadez ha generado sociedades mucho más desestructuradas (Burgaya, J. (2013). El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y la encrucijada del modelo social europeo en tiempos de crisis. Barcelona: Octaedro.Burgaya, 2013: 238).

La cuestión ha ido más allá de lo debido incurriendo en fraudes terminológicos (no muy inocentes) hasta olvidar la significación ética de todo sistema constitucional e, incluso, de la misma economía:

La economía se convirtió durante años en un gran casino de juego donde la especulación no solo era bien considerada sino recomendada y donde detrás de modelos matemáticos complejos que creían haber dominado la incertidumbre, no había sino un enorme montaje piramidal […] (Burgaya, J. (2013). El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y la encrucijada del modelo social europeo en tiempos de crisis. Barcelona: Octaedro.Burgaya, 2013: 175).

Lo que tendría que haber sido un elemento instrumental para la condición humana, proveer la satisfacción de necesidades, se convirtió en una finalidad en sí misma:

En el ámbito individual se dejó de reprobar la codicia y los comportamientos poco éticos en nombre de que toda práctica que condujera a la riqueza tenía que tener prioridad sobre cualquier otro comportamiento humano… Se obvió la observación primordial de Keynes de que la economía tiene que ser fundamentalmente una ciencia moral, una actividad que se preocupe de la satisfacción material del mayor número de personas, para que estas se puedan dedicar a las dimensiones humanas realmente importantes (Burgaya, J. (2013). El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y la encrucijada del modelo social europeo en tiempos de crisis. Barcelona: Octaedro.Burgaya, 2013: 242).

Todo ello con la consiguiente repercusión en el ámbito de las libertades y la capacidad de defensa del individuo y de la colectividad. Y en el camino va quedando nada menos que el Estado, la organización que la postmodernidad se empeña en denostar sin ser capaz de ofrecer una alternativa que pueda asumir el liderazgo y desempeñar las funciones que han llevado a las sociedades en el último siglo a sus más altas cotas de progreso y de libertad. Su debilitamiento tampoco distingue ideologías que, a fuer de perseguir intereses particulares, han acabado por diluir el marco político estatal al que se pone en jaque desde instancias externas, incluso privadas, sin que la sociedad manifieste capacidad de ser una alternativa:

No se constata una autorregulación del conjunto de la sociedad como alternativa a la legislación del Estado. No es la sociedad la que se autorregula sino los sistemas… No estamos ante esa sociedad idealizada, esa sociedad civil de las primeras concepciones liberales que establecieron la separación entre Estado y sociedad (Esteve Pardo, J. (2013). La nueva relación entre Estado y sociedad. Aproximación al trasfondo de la crisis. Madrid: Marcial Pons.Esteve Pardo, 2013: 125).

V. Para concluir con alguna interpelación [Subir]

Con estas reflexiones, más que criticar los enfoques aludidos, pretendo complementarlos en busca de un análisis de la situación que, por ser más completo, acabe demostrando que no ha fallado tanto el sistema constitucional como su desconocimiento, el descuido en su respeto y aplicación. Y, en el presente, la no exigencia de responsabilidades siquiera de orden político (no necesariamente de orden civil ni mucho menos penal) no deja de comportar, también, la subestimación del orden constitucional; lo que, por más que se intenten nuevas teorías y se reformen leyes, no parece augurar mejores aplicaciones del ordenamiento pro futuro. Pues la cuestión no es huir hacia adelante sin antes determinar errores políticos sobre los que se ha echado un manto de silencio.

¿A nadie llama la atención el hecho de que puedan seguir ejerciendo responsabilidades públicas buen número de políticos (y no de un solo partido) que solo unos años antes han contribuido a una penosa situación en la que los índices de pobreza se han disparado progresivamente haciendo de nuestro Estado social un fiasco…?

Su superación exige la reintegración de una ciudadanía desgajada de sus representantes y, en tal labor, más que la huida hacia adelante, se exige gestos de ejemplaridad que los partidos políticos no pueden seguir desconociendo; pues, en última instancia, de ello depende la restauración de la legitimidad perdida. Sin embargo, resulta llamativa la permanencia de actitudes y erradas interpretaciones que no han hallado (o no suficientemente) el reproche ciudadano. Deberían los sociólogos analizar el porqué de la escasa exigencia ciudadana para con los representantes políticos y, muy especialmente, para con los casos de corrupción (o supuesta corrupción, en la medida en que la lentitud de la justicia española no permite despejar la duda).

Puede que en la memoria aún viva de las generaciones «activas» quepa hallar algún indicio para el análisis: medio siglo de progreso económico generalizado e imparable parece avalar una actitud tan orteguiana como la de la permanente satisfacción más allá de las expectativas iniciales. Nadie niega la mediocridad de la clase política pero, pese a todo, el balance siempre ha sido positivo en términos de capacidad adquisitiva para quienes conocieron los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Ahora bien, aun si ello pudiera constituir alguna forma de explicación de nuestra endeble exigencia, el mismo método puede abrirnos un nuevo frente, inquietante, hacia el futuro más inmediato: pues las más jóvenes generaciones, que con tan graves dificultades tratan de incorporarse a la vida activa, no cuentan con referentes que el paso del tiempo ha ido superando, siempre en forma de progreso (que sí concurre en quienes vivieron la segunda parte del siglo xx). Todo lo contrario: la memoria más reciente en las generaciones jóvenes es de sobreabundancia sin más referentes previos, de confiado discurrir vital en el que todas las necesidades quedan cubiertas. ¿Quién podrá explicar a millones de jóvenes que aquello fue un espejismo o, a lo sumo, un período feliz que no puede ser permanente? Y, sobre todo, ¿cómo se explicará cualquier otra salida que no sea apostar por la «repetición» de tan satisfactoria experiencia?

Evidentemente ningún estudio, por serio y coherente que pretenda ser, solucionará los problemas ni responderá las cuestiones que se acaban de plantear. Pero, al menos, sí puede reconducir nuestra andadura a un marco constitucional que nos ofrece, junto a la libertad y seguridad jurídica, la solidaridad; pero también exige la responsabilidad sobre la que las fuerzas políticas parecen tejer algo más que un estado de total amnistía. En realidad, de amnesia.

Notas [Subir]

[1] Por Estado social hemos de entender, con el profesor García Pelayo, no solo una configuración histórica concreta, sino también un concepto claro y distinto, frente a otras estructuras estatales; cualquiera que sea el contenido de lo social, su actualización tiene que ir unida a un proceso democrático más complejo, ciertamente, que el de la simple democracia política… Solo bajo este supuesto tendremos un criterio válido para distinguir el Estado social de conceptos próximos, como el Estado de bienestar, el Estado asistencial, el Estado providencia, etc., que aluden a una función pero no a una configuración del Estado desde la que han de analizarse también los derechos sociales, García Pelayo (García Pelayo, M. (1982). Las transformaciones del Estado contemporáneo. Madrid: Alianza Editorial.1982: 48).
[2] Con alguna excepción notable cual es la de Sotelo (Sotelo, I. (2010). El Estado social. Antecedentes, origen, desarrollo y declive. Madrid: Trotta.2010), que insiste en la importancia de la vinculación entre los derechos sociales y el mantenimiento del Estado nación, hoy sin embargo tan vituperado. Entre tantas citas posibles, en la página 69 se lee: «Solo en un Estado fuerte, capaz de imponer la legalidad, puede florecer la libertad, condición básica de que crezca la ilustración…» y en la 268: «Lo fundamental es no perder de vista algo tan obvio como que el futuro del Estado social está directamente ligado al que tenga el Estado nacional democrático de derecho».
[3] El nuevo contrato social, propugnado desde la tercera vía, debía contemplar lo que Giddens llama empowerment = hacer más transparente el Estado y reconciliar los conceptos de autonomía e interdependencia en la vida social… hay que promover colectividades, participación, pero también «la vinculación del ejercicio de los derechos con el de las responsabilidades» (Burgaya, J. (2013). El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y la encrucijada del modelo social europeo en tiempos de crisis. Barcelona: Octaedro.Burgaya, 2013: 159). Sobre ello volveré en el epígr. IV.
[4] «El hombre natural, aislado, nacido libre e independiente de otras personas, con derechos de libertad… es una abstracción sin realidad. De hecho, el hombre nace como miembro de una colectividad; siempre ha vivido en sociedad y no puede vivir de otro modo… el hombre natural no es el ser aislado y libre de los filósofos del siglo xviii; es el individuo considerado con sus lazos de la solidaridad social…», Duguit (1911: 5 y ss.).
[5] En realidad, la reintegración o restauración en el marco constitucional, por cuanto la evolución de su desarrollo, entendemos que lo ha desbordado y en ocasiones ignorado, dando lugar a interpretaciones que poco o nada contribuyen a la recuperación del sistema.
[6] Junto al enfoque propiamente constitucional los administrativistas han desarrollado ampliamente el estudio de los derechos sociales a medida que el Capítulo III se fue desarrollando (y aplicando básicamente por las CC.AA.). A tales consolidaciones doctrinales vino a sumarse el encendido debate surgido en torno a la introducción de Cartas de derechos en los Estatutos, del que bastará recordar el sostenido entre Díez Picazo y Caamaño en la REDC (núms. 78, 79 y 81). De dicho debate me ocupé en aquellos años de reformas estatutarias. En todo caso, la STC 31/2010 (en parte anunciada por la 247/2007, de 12 dic.) revisó algunos de aquellos planteamientos.
[7] En este sentido creo que las aportaciones de Sotelo (Sotelo, I. (2010). El Estado social. Antecedentes, origen, desarrollo y declive. Madrid: Trotta.2010) y Burgaya (Burgaya, J. (2013). El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y la encrucijada del modelo social europeo en tiempos de crisis. Barcelona: Octaedro.2013) son excelentes y un imprescindible punto de partida a la hora de analizar la crisis actual, como creo que ya se ha advertido en lo hasta aquí afirmado.
[8] Una lectura de las diversas teorías económicas aplicadas desde la Gran Guerra se ha llevado a cabo recientemente en forma admirablemente clara por Burgaya (Burgaya, J. (2013). El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y la encrucijada del modelo social europeo en tiempos de crisis. Barcelona: Octaedro.2013). El análisis de la crisis actual me parece impecable por su objetividad y claridad. Una síntesis, clarificadora sobre nuestro caso, puede verse en Carrillo (Carrillo, M. (2013). L’impacte de la crisi sobre els drets de l’ámbit social. Revista Catalana de Dret Públic, (46), 47-72.2013) o en Balaguer (Balaguer Callejón, F. (2013). Una interpretación constitucional de la crisis económica. Revista de Derecho Constitucional Europeo, (19), 449-454.2013).
[9] Aunque mucho más grave me parece la invisibilidad de la persona en las búsquedas referidas a la crisis actual cuando son las personas, justamente, quienes la sufren. Presno comienza su trabajo con estas palabras: la «crisis económica» es, por emplear una terminología propia de la comunicación en las redes sociales, un tema popular (trending topic) desde hace ya varios años; por mencionar un ejemplo: incluso con la restricción que supone buscar entre comillas y en castellano esas dos palabras, en Google se obtienen 21.000.000 de resultados. Si añadimos a ese entrecomillado la palabra personas entonces los resultados, a fecha 9 de noviembre de 2012, se reducen a 4.540 y si lo incluido es persona vulnerable nos encontramos con que no existen resultados (Presno Linera, M. Á. (2012). Crisis económicas y atención a las personas y grupos vulnerables. Oviedo: Procuradora General del Principado de Asturias, Universidad de Oviedo, Área de Derecho Constitucional. Presno Linera, 2012: 7).
[10] Sanchez Ferriz (Sánchez Ferriz, R. (2005). «Ordenación sistemática de los derechos y libertades en la Constitución». En Libro homenaje al profesor Gumersindo Trujillo (pp. 745-772). Valencia: Tirant lo Blanch.2005: 745 y ss.). Llama la atención la tendencia de nuestros estudios universitarios a la asimilación y/o emulación del reciente constitucionalismo iberoamericano a despecho de estudios comparados con países de nuestro entorno en los que podría hallarse otro tipo de análisis sobre la sistemática de los derechos. Por todos, Ceccherini y Caielli (Ceccherini, E. y Caielli, M. (2011). I diritti fondamentali. En E. Palici di Suni (cur.). Diritto Costituzionale dei Paesi dell’Unione Europea (pp. 235-278). Padova: Cedam.2011), Nania y Ridola (Nania, R. y Ridola, P. (cur.) (2001). I diritti Costituzionali. Torino: Giapichelli.2001) o Mahon (Mahon, P. (2015). Droit Constitutionnel. Bâle, Neuchâtel: Helbing Lichtenhalhn.2015).
[11] Sin perjuicio de su efecto limitador inicial, hoy podríamos decir que este es un precepto obsoleto, o que ha agotado toda su normatividad limitadora al haber hallado el Capítulo III un amplísimo desarrollo, tanto en leyes estatales como autonómicas; puesto que todos los principios rectores, y en especial los tres derechos expresamente mencionados en el Cap. III, habían alcanzado amplio desarrollo legal, poco después del inicio de la vigencia constitucional. Así, baste pensar en la Ley General de Sanidad de 1985 que, desarrollando el art. 43 CE, daba cumplimiento, respecto de los derechos del mismo derivados, a la exigencia requerida por el párrafo 3 del art. 53 CE.
[12] No en vano, en la presente crisis institucional la Administración de Justicia sufre tanto o más que el resto de instituciones. Y, en términos parecidos a lo afirmado sobre la consideración de los derechos en los tiempos de sosiego, no debería sorprender la actual situación de la Justicia cuando en décadas precedentes se ha rehuido la decisión de situarla, en medios, consideración, y absoluto respeto a su independencia, en el lugar que le corresponde.
[13] La idea del fraude inocente fue utilizada por Galbraith en forma premonitoria que, lamentablemente, adquirió realismo en el estallido de la crisis en Norteamérica en el verano de 2007 en la que se puso de relieve cómo el uso terminológico de eufemismos en el mundo económico so pretexto de modernidad o de novedosas construcciones teóricas en ocasiones encubre un fraude, el engaño de quienes entran en el sistema esperando participar en beneficios de lo que, en realidad, no es sino un fraude piramidal o, a lo sumo, una economía «de casino» que difícilmente podrá sostener en el tiempo un Estado social (Galbraith, J. K. (2004). La economía del fraude inocente. Barcelona: Crítica. Galbraith, Galbraith, J. K. (2004). La economía del fraude inocente. Barcelona: Crítica. 2004).
[14] Un importante esfuerzo expositivo, con rigor jurídico, se observa en varios libros coordinados por Presno Linera (Presno Linera, M. Á. (2011). Autonomía personal, cuidados paliativos y derecho a la vida. Oviedo: Procuradora General del Principado de Asturias, Universidad de Oviedo, Área de Derecho Constitucional. 2011 y Presno Linera, M. Á. (2012). Crisis económicas y atención a las personas y grupos vulnerables. Oviedo: Procuradora General del Principado de Asturias, Universidad de Oviedo, Área de Derecho Constitucional. 2012).
[15] Llama la atención sobre estos riesgos Escobar Roca (Escobar Roca, G. (2012). Derechos Sociales y tutela antidiscriminatoria. Pamplona, Aranzadi.2012: 68 y ss.) con crítica abierta a quienes, so pretexto de renovar la dogmática, se apartan del enfoque constitucional.
[16] Tal vez la revisión ha de alcanzar al tipo de Estado social totalizador en que nos habíamos instalado, pues «no se trata solo de exclusivas demandas socio-económicas más o menos elementales u obvias (v. gr., la erradicación de la pobreza), sino de demandas y exigencias socio-culturales que tienen sus raíces tanto en la esfera cultural (v. gr., la protección a las bellas artes) como en la esfera política (v. gr., la democracia)» (Montoro Romero, R. (1985). Crisis de legitimación y crisis económica en el Estado social de bienestar. Revista de Estudios Políticos, (48), 177-196. Montoro Romero, 1985: 194).
[17] Decía Forsthoff (Forsthoff, E. (1975). El Estado de la sociedad industrial. Madrid: IEP.1975: 84) que la Constitución no es un supermercado donde se puedan satisfacer todos los deseos; solo que «el Estado es siempre algo más, por no decir algo distinto que las declaraciones normativas y conceptuales contenidas en su Constitución».
[18] Condición esta perfectamente explicada por Aragón Reyes, ya en 1989, como inherente a la democrática.
[19] Con la descentralización, y fundamentalmente cuando es de carácter político como ocurre en el caso de nuestro Estado de las Autonomías, los actores de las políticas sociales aumentan y se multiplican para contribuir todos ellos al logro de los mencionados fines típicos del Estado social. Pero con ello también se torna más compleja la dimensión jurídica y garantista del Estado de derecho que ha de procurar técnicas de control y de interrelación de las diversas partes del Estado y de sus respectivas actuaciones.
[20] En especial, Ponce Sole (Ponce Sole, J. (2013). El derecho a la (ir) reversibilidad limitada de los derechos sociales de los ciudadanos. Las líneas rojas constitucionales a los recortes y la sostenibilidad social. Madrid: INAP.2013). Aunque el planteamiento también puede encontrarse, entre otros, en Escobar Roca (Escobar Roca, G. (2012). Derechos Sociales y tutela antidiscriminatoria. Pamplona, Aranzadi.2012).
[21] «El contenido activo de las normas de lealtad de los arts. 27.2 y 27.6 CE, más que constituir una quiebra de las exigencias del principio democrático, constituye un presupuesto para el adecuado ejercicio de su función» (Álvarez Álvarez, L. (2008). La lealtad constitucional en la Constitución española de 1978. Madrid: CEPC.Álvarez Álvarez, Sotelo, I. (2010). El Estado social. Antecedentes, origen, desarrollo y declive. Madrid: Trotta.2008: 236).
[22] Entre nosotros baste con recordar la advertencia que, ya en el año 1930 hiciera Ortega y Gasset, en el Epílogo a La rebelión de las masas, sobre la proliferación de la figura del «señorito satisfecho» que, desconociendo la historia, cree que todas las disponibilidades de que goza se deben a su propio mérito. Y en las últimas décadas, más allá de los reproches al despilfarro realizados desde la derecha, también desde la izquierda se ha advertido de los efectos disfuncionales de tal despreocupación; por todos, García Cotarelo (García Cotarelo, R. (1990). En torno a la teoría de la democracia. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.1990).

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