RESUMEN

La generalización de las comunicaciones electrónicas, junto a otras muchas transformaciones, ha facilitado enormemente tanto la comunicación interpersonal como la participación en el debate público a cualquier ciudadano. Como resultado, el pluralismo se ha visto indudablemente enriquecido, así como las posibilidades de recibir información y ser miembro activo de la comunidad política. Otras consecuencias de esta transformación, sin embargo, presentan algunas aristas. Así, esta ampliación del espacio público ha limitado también los espacios de estricta privacidad, incluyendo aquellos ámbitos donde históricamente la expresión de todo tipo de ideas y opiniones quedaban en la intimidad, que cada día son los menos. Las redes sociales amplifican notablemente este efecto y, como consecuencia, es preciso analizar cómo trasladamos los clásicos límites expresivos a ese nuevo entorno en el que las fronteras entre lo público y lo privado se diluyen. Este es el objetivo del presente trabajo, a partir del estudio de los conflictos que, esencialmente en el ámbito bien de las afecciones al honor o a la intimidad de otras personas, bien de la emisión de opiniones incitadoras a la violencia, odio o discriminación, ya se están produciendo y que reflejan los problemas de nuestro derecho para adaptar con solvencia los equilibrios tradicionales a la nueva realidad.

Palabras clave: Internet; libertades expresivas; pluralismo; redes sociales; discurso del odio;

ABSTRACT

The massive use of electronic communications by citizens, along with many other changes, has facilitated both interpersonal communication and participation in the public debate. As a result, diversity has undoubtedly been enriched, along with access to information and thus the possibility of being an active member of the political community. Other consequences of this transformation, however, present some risks and potential downsides. The extension of the domain of communicative public space has also limited citizens’ privacy, reducing those areas in which, historically, the expression of all kinds of ideas and opinions was possible. Social networks amplify this effect and, therefore, it is necessary to understand how the classic limits to expression are applied in this new environment, which blurs the public and private spheres of communication. This is the main objective of this paper, which also studies conflicts related to privacy issues and the circulation of statements intended to incite violence, discrimination or hatred that have appeared in recent years. The paper thus reflects on the struggles of Law to balance the complex relationship between the individual right to freedom of speech and the social expression of limits to this right.

Keywords: Internet; freedom of speech; pluralism; social networks; hate speech;

Cómo citar este artículo / Citation: Boix Palop, A. (2016). La construcción de los límites a la libertad de expresión en las redes sociales. Revista de Estudios Políticos, 173, 55-112. doi: http://dx.doi.org/10.18042/cepc/rep.173.02

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SUMARIO

  1. Resumen
  2. Abstract
  3. I. Los límites a la libertad de expresión en Internet y en las redes sociales
    1. 1. Comunicación y expresión digital y redes sociales: una acelerada aproximación a sus novedades y riesgos
    2. 2. Un punto de partida: los límites a la expresión en las redes no han de ser diferentes, en lo sustancial, a los límites generales a la expresión admitidos constitucionalmente para otros canales
  4. II. La actualización de los límites penales a la expresión en las redes sociales
    1. 1. Discurso del odio o enaltecimiento del terrorismo en las redes
    2. 2. La represión de la expresión atentatoria contra los derechos de la personalidad
    3. 3. La posible responsabilidad penal de las redes sociales o sus responsables en tanto que intermediadores
  5. III. Límites civiles a la expresión y responsabilidad del prestador de servicios o de la red social donde se produzcan
  6. IV. ¿Hacia un control administrativo de la expresión en las redes?
    1. 1. Formas indirectas de control administrativo sobre los contenidos publicados en las redes sociales
    2. 2. La disciplina administrativa respecto de ciertos contenidos y mensajes publicados en las redes sociales
  7. V. Algunas conclusiones sobre las insuficiencias de la respuesta represiva en este contexto y la construcción de los nuevos límites
  8. Notas
  9. Bibliografía

I. Los límites a la libertad de expresión en Internet y en las redes sociales [Subir]

1. Comunicación y expresión digital y redes sociales: una acelerada aproximación a sus novedades y riesgos [Subir]

Reviste pocas dudas a día de hoy que Internet y la comunicación en red tienen un potencial enorme, con efectos no solo democráticos y políticos, sino también personales, en la medida en que amplían de forma notabilísima las posibilidades de acción y relación social, especialmente a partir de la aparición de plataformas de todo tipo, de una tipología muy variable, que facilitan e incentivan un contacto constante con otras personas[2]. Las reflexiones al respecto, desde las primeras aportaciones que de forma sistemática recopiló Castells antes del cambio de milenio en un momento entonces incipiente del desarrollo de Internet, han sido muchas, son a estas alturas muy conocidas y no tiene por ello sentido reiterarlas una vez más (Castells, M. (1997-1998). La era de la información: economía, sociedad y cultura. Madrid: Alianza, 3 vols.Castells, 1997-1998)[3]. Asimismo, y como es también evidente, este potencial convive necesariamente con ciertos riesgos. Algunos tienen que ver con la propia capacidad intrusiva de la tecnología y sus consecuencias sociales y de todo tipo respecto de la construcción de nuestra identidad en unos entornos donde la noción de privacidad queda transformada por las posibilidades y peligros de una exposición que puede ser constante y que, además, deja muchas huellas y trazos quizá indelebles[4]. Otros, con el uso que pueden hacer ciertos sujetos (desde los Estados a compañías transnacionales con capacidad económica y tecnológica suficiente para ello) de las inmensas posibilidades de recopilar información sobre todos nosotros, ya sea por medios legales, ya ilegalmente, disponibles actualmente; tal y como algunos escándalos recientes han permitido visualizar[5].

Por último, en esta acelerada tipología, aparecen otro tipo de riesgos, que son los que nos interesan a nosotros, relacionados con las consecuencias puramente expresivas y en términos de pluralismo de este incremento de la capacidad de los sujetos de interrelacionarse de forma mucho más sencilla y masiva, pero, también, mucho más expuesta al escrutinio público y a la indelebilidad de los mensajes emitidos, que se almacenan y quedan (¿o no?[6]) no solo en la memoria colectiva sino en la memoria digital de servidores y redes. Así, la aparición y consolidación de Internet como canal de comunicación al alcance de todos los ciudadanos y la generalización de las redes sociales, con una descomunal capacidad de penetración en todas las capas de la población facilitada por un uso extraordinariamente sencillo y al alcance de cualquier teléfono móvil, nos han aportado posibilidades hasta hace pocos años insospechadas: podemos recibir, siquiera sea potencialmente, información de casi cualquier punto del planeta emitida por millones de personas; de forma simétrica, somos también emisores con capacidad para que la expresión de nuestras ideas y opiniones, e incluso de meros exabruptos, llegue a toda la población a golpe de click [7].

Lo cual nos sitúa, básicamente, ante dos grandes novedades con consecuencias jurídicas. Por una parte, la capacidad nociva y la peligrosidad de la emisión de determinados contenidos que estén efectivamente vinculadas a sus posibilidades de expansión y difusión se incrementa notablemente si esta difusión pasa a ser, de veras, concreta y efectiva y no una mera posibilidad teórica en la práctica imposible de materializar. Por otra, y hasta cierto punto en conexión con la primera, determinados comentarios que históricamente quedaban en un ámbito, si no privado, sí restringido (amigos, familiares…), propio de las relaciones de familiaridad distendidas que se tienen en esos entornos cercanos, a día de hoy tienen también un alcance mucho mayor. Ambos elementos están en el centro de los nuevos problemas a los que se enfrenta el derecho a la hora de disciplinar la expresión en las redes sociales en la medida en que nos sitúan frente a una reevaluación sobre cómo nuestras sociedades se enfrentan a los discursos tenidos por «peligrosos» y sobre la conveniencia de limitar el derecho a emitirlos y transmitirlos, así como nos obligan a reflexionar de nuevo sobre los verdaderos límites de la efectiva «publicidad» y en qué consiste la participación en el debate público, diferente de la relación interpersonal con el propio entorno y que no aflora más allá de este.

2. Un punto de partida: los límites a la expresión en las redes no han de ser diferentes, en lo sustancial, a los límites generales a la expresión admitidos constitucionalmente para otros canales [Subir]

A la hora de desarrollar el análisis que pretendemos realizar sobre esta cuestión, eso sí, partimos de una serie de planteamientos jurídicos básicos que, aunque bastante obvios, conviene dejar claros desde un principio. En primer lugar, no parece a estas alturas necesario reiterar la importancia del pluralismo en nuestras sociedades como fundamento mismo de la esencia democrática de los regímenes en que vivimos[8]. En la medida en que muchas de las situaciones conflictivas que vamos a estudiar tienen que ver con peligros derivados de esa capacidad de maximización de la expresión, así como de su difusión, que tienen las redes sociales, es esencial contemplar siempre que estos no son sino el inevitable envés de la gran capacidad para fomentar ese mismo pluralismo que esas herramientas poseen. De manera que no puede desatenderse nunca que la cercenación o imposición de excesivos controles y restricciones afecta indefectiblemente a ambas caras de la moneda. El recuerdo de la importancia del pluralismo como elemento democrático esencial y la convicción de que las posibilidades que las comunicaciones electrónicas, Internet y las redes sociales, aportan a la consecución del mismo son cuando menos tan grandes como sus supuestos riesgos nos van a llevar por sistema a ser prudentes a la hora de analizar el papel que han de desarrollar los poderes públicos en esta materia, especialmente en una vertiente activa y limitadora. Esta tesis, por lo demás, es perfectamente coherente con los criterios interpretativos más clásicos en materia de derechos fundamentales y libertades públicas, que como es sabido preconizan una visión de los mismos favorecedora de su extensión y obligan a restringir posibles límites a los mismos cuando estos no tengan una base constitucional suficiente.

Exactamente por esta misma razón es por lo que, como hemos tenido ocasión de comentar en otras ocasiones, partimos de la base de que la comunicación por Internet no requiere de una actuación activa de ordenación o fomento a cargo de los poderes públicos. Las necesidades de una actuación ex ante ordenadora del fenómeno de las redes sociales equivalente a la que se realiza en otros ámbitos de la comunicación se antoja, así, y por lo general, superflua. La propia estructura de la red y las dinámicas comunicativas que genera, incluyendo las empresariales vinculadas a las redes sociales, hacen, por ejemplo, totalmente innecesario y absurdo un reparto de espacios o una protección de cuotas para minorías, a diferencia de lo que ocurre en el sector audiovisual (Mitra, S. (2000). The death of media regulations in the age of the Internet. N. Y. U. Journal of Legislation and Public Policy, 4, 415.Mitra, 2000: 416-419; Boix Palop, A. (2006). Del equilibrio entre intereses individuales y colectivos. Derecho y garantía pública de la ajustada conciliación de los mismos. En A. Boix Palop y G. López García (eds.). La autoría en la era digital: industria cultural y medios de comunicación. Valencia: Tirant lo Blanch.Boix Palop, 2006: 94-105). Algo más de sentido puede tener una vigilancia en términos de defensa de la competencia del mercado de la comunicación o la información por Internet cuando este sea susceptible de control o de poder padecer prácticas desleales (normalmente apoyadas en gigantes de la comunicación en materia de redes) desde una perspectiva de defensa de la competencia (Rallo Lombarte, A. (2000). Pluralismo informativo y Constitución. Valencia: Tirant lo Blanch.Rallo Lombarte, 2000: 193 y 230; Laguna de Paz, J. (2000). La concentración en los medios de comunicación social. En El Derecho administrativo en el umbral del siglo XXI. Homenaje al Profesor Dr. D. Ramón Martín Mateo (pp. 2825-2851). Valencia: Tirant lo Blanch.Laguna de Paz, 2000: 2825-2851; Boix Palop, A. (2002). Libertad de expresión y pluralismo en la Red. Revista Española de Derecho Constitucional, 65, 133-180.Boix Palop, 2002: 171-177) (aunque la arquitectura en red potencia los monopolios naturales y puede requerir de ciertas medidas contra los mismos si se abusa de esta posición, también es cierto que los pocos costes de entrada al sector facilitan constantemente la innovación y la competencia[9]) y de protección de los ciudadanos en tanto que consumidores de estos espacios, a fin de protegerlos en sus derechos (pero esta última cuestión tiene pocas implicaciones expresivas). Asimismo, en la interacción entre las informaciones que circulan por las redes y la propiedad y control sobre estas (o sobre los mecanismos de búsqueda e indexación de los contenidos de las mismas), las exigencias de neutralidad pueden necesitar de apoyo por parte del derecho, imponiendo ciertas cargas o restricciones a los operadores privados, por mucho que estos consideren que el acceso segmentado o dar preferencia a unos consumidores sobre otros, o incluso a ciertos contenidos pueda tener todo el sentido económico del mundo (Belli, L. (2003). Network Neutrality and Human Rights. Background paper. París: CERSA, PRES Sorbonne University.Belli, 2003; Fuertes López, M. (2014). En defensa de la neutralidad de la red. Revista Vasca de Administración Pública, 99-100, 1397-1412.Fuertes López, 2014), que garanticen una cierta equidad o neutralidad en la gestión del canal que haga posible que el potencial de fomento del pluralismo horizontal que suponen las redes no sea puesto en cuestión[10].

Como puede verse, no son ninguno de ellos aspectos centrales en la regulación y decantación de los límites expresivos a la comunicación en las redes sociales. De forma coherente con el mandato constitucional del art. 20 de nuestra Constitución española (CE), que configura un modelo de garantías expresivas donde priman las libertades y el papel del Estado es por ello esencialmente reactivo (actúa con posterioridad a la acción conflictiva, no antes tutelándola u orientándola) y represivo (contra los excesos, sin que el Estado lleve a cabo labores preventivas que serían incompatibles con, por ejemplo, la prohibición de la censura previa de contenidos), las cuestiones esenciales que hemos de estudiar son las que tienen que ver con la efectiva represión de los hipotéticos excesos expresivos en las redes sociales.

La segunda asunción que anunciábamos como punto de partida de estas reflexiones es que, junto a la conveniencia de centrarnos en las efectivas posibilidades de represión de posibles excesos y en la delimitación de los mismos, hay que tener en cuenta que estos límites que nos van a indicar cuándo una determinada expresión de ideas u opiniones en la red ha ido más allá de lo admisible han de ser sustancialmente los mismos que los que enmarcan la expresión que se desarrolla fuera de las redes sociales. Y ello porque no hay base jurídica alguna para pretender aplicar un nivel diferente (ya sea mayor, ya sea menor) de exigencia al fijado por los estándares tradicionalmente definidos respecto de la expresión de opiniones, ideas o informaciones por otras vías, como he tenido ocasión de argumentar a partir de las previsiones constitucionales contenidas en el art. 20 CE, que en todos los casos configuran una respuesta pública ante estos supuestos (y posibles) excesos que ha de tratar de ser absolutamente neutra, también, con respecto al canal por el cual se realiza la comunicación (Boix Palop, A. (2002). Libertad de expresión y pluralismo en la Red. Revista Española de Derecho Constitucional, 65, 133-180.Boix Palop, 2002).

La expresión en Internet y las redes sociales es, sencillamente, una forma más de expresión donde el canal empleado puede suponer ciertos matices, como veremos, pero no altera en lo sustancial la posición constitucional ni el análisis jurídico de los intereses en conflicto. Su mayor capacidad de penetración, multiplicada cuando nos referimos a redes sociales que difunden y rebotan de usuario en usuario todo tipo de contenidos, es simplemente la concreción de sus particulares bondades como mecanismo para ser un eficaz instrumento comunicativo al servicio del pluralismo. Los contenidos de un mensaje disidente, por mucho que este pueda molestar u ofender, si históricamente habían sido tenidos como constitucionalmente admisibles, no deberían pues poder dejar de serlo (constitucionalmente admisibles) por el simple hecho de que, gracias a las redes, exista ahora el «riesgo» de que puedan ser más conocidos o difundidos. Porque ese supuesto «riesgo», en puridad, no es tal sino, antes al contrario, el efecto deseado por un ordenamiento jurídico que considera no solo deseable sino directamente necesario que este tipo de mensajes tenga derecho a tener su espacio y a participar, siquiera sea para ser conocido y poder ser mejor refutado, del debate público (muy extensamente, estas razones se desarrollan cuidadosamente en mi trabajo, ya citado, Boix Palop, A. (2002). Libertad de expresión y pluralismo en la Red. Revista Española de Derecho Constitucional, 65, 133-180.Boix Palop, 2002: 145-157).

Sentadas estas bases, eso sí, ello no significa que en ocasiones la comunicación en Internet y los problemas asociados a la misma que a veces se generan en las redes sociales no se puedan desarrollar de unas determinadas formas que pueden alterar algunas de las dinámicas tradicionales que ha empleado el derecho para enmarcar y dar respuesta a las controversias respecto de supuestos excesos expresivos (reglas de tipo procedimental, o pautas y procedimientos jurídicos de determinación de autoría, etc.). Por esta razón no creemos que sea preciso detenernos en la explicación de los límites entre unos derechos (expresivos, art. 20 CE) y otros (de la personalidad u otros derechos que puedan limitarlos, art. 18 CE) en sus conflictos más o menos usuales[11]: es bastante obvio que las injurias o calumnias, por ejemplo, no son sustancialmente diferentes en un caso y otro y que, como mucho, puede alterarse únicamente la percepción social respecto de la importancia de una misma ofensa a partir del canal en que sea realizada o, en ocasiones, la eficacia en la propagación de las mismas. No es esta, sin embargo, a nuestro juicio, una diferencia mayor ni, sobre todo, una que no pueda resolverse empleando los mecanismos de evaluación tradicional de que el derecho se ha dotado para estos supuestos cuando se desarrollan por otros canales (así, si la propagación efectiva de una injuria se entiende como elemento para valorar su efectivo carácter lesivo o la gravedad del mismo, este mismo elemento habrá de ser tenido en cuenta también cuando se produce en las redes sociales, simplemente, trasladando esta evaluación al nuevo medio en que nos encontramos, de manera que, por ejemplo, no será lo mismo que se haya realizado en un grupo de Whatsapp o en un muro de Facebook cerrado que en un muro de una red social en abierto o en Twitter, de igual manera que tampoco será lo mismo que la cuenta emisora tenga 200 seguidores que 200.000)[12]. Es decir, puede ocurrir, en efecto, que una expresión realizada en redes sociales logre de facto mayor publicidad y provoque más daño que si se hubiera realizado por otras vías, pero el juicio sobre su carácter antijurídico o la intensidad del desvalor se verán alterados por esta razón solo en la medida en que pudieran ser predicados del mismo mensaje si esa mayor difusión la hubiera logrado por otros medios. En definitiva, nada en la expresión en Internet o en redes sociales, en sí misma considerada, debiera hacernos considerar a un mensaje intrínsecamente peor que si es comunicado por otros canales[13].

Ahora bien, establecidas estas dos bases, sentados estos dos puntos de partida, ello no significa que la respuesta represiva a la expresión realizada en las redes sociales que consideramos no amparada constitucionalmente haya de ser siempre la misma que la que se produce cuando nos enfrentamos a contenidos transmitidos empleando medios de comunicación o canales tradicionales. Antes al contrario, algunas de sus características tanto tecnológicas como económicas, e incluso sociales, introducen no pocas novedades en estos procesos que tienen consecuencias para el derecho y que le obligan a afinar su respuesta. Así, la construcción del espacio de expresión en las redes sociales se concreta en la aplicación de las reglas generales a la expresión realizada en las mismas, con las matizaciones que puedan ser precisas y que están todavía, poco a poco, dubitativamente apareciendo. En materia penal, y por el momento, resulta llamativo constatar cómo las redes sociales están llevando a nuestro derecho a una rebaja de los umbrales de admisibilidad en la expresión, en ocasiones derivada de reformas legislativas que se producen tras la constatación de que estos nuevos medios de expresión parecen estar generando nuevos riesgos sociales frente a los que urgiría una respuesta más severa. En materia civil, la generalización de las redes sociales, sobre todo, nos sitúa en un contexto donde hay una presencia constante de intermediarios que facilitan la difusión de estos contenidos, lo que está obligando a redefinir y concretar las reglas generales sobre la situación de quienes están en esa posición, que ahora ya no serán solo los medios de comunicación tradicionales, pero que además y sobre todo, no tienen ya la misma relación que los medios de comunicación tenían con quienes se expresaban a través de ellos. Por último, este nuevo contexto está reforzando el papel de las Administraciones públicas en la delimitación de las efectivas posibilidades expresivas de los ciudadanos, un papel que resulta en principio llamativo en las sociedades liberales occidentales y que parece claramente contraintuitivo, pero cada vez más presente por cuanto cierta labor en materia de protección de datos o de los consumidores de estas redes incide sobre las posibilidades expresivas y los mensajes que se consideran lícitos y, además, porque empiezan a detectarse también acciones de represión de la expresión de origen directamente administrativo (si bien, es cierto, todavía con carácter muy excepcional).

II. La actualización de los límites penales a la expresión en las redes sociales [Subir]

Los límites penales de la expresión al uso a la hora de definir el ámbito de la expresión pública constitucionalmente admisible se dividen entre los que protegen ciertos derechos de la personalidad de otros ciudadanos (art. 18 CE, honor, intimidad y propia imagen) y los que vedan en abstracto la expresión de ciertas ideas por considerarse socialmente peligrosas (aspecto este que las sociedades liberales siempre han mirado con desconfianza pero que en los últimos tiempos parece ser asumido como posible y compatible con un régimen liberal con mayor naturalidad), tales como la incitación al odio racial o religioso, que en tiempos recientes se solapan cada vez más con los tipos de apología de ciertos delitos (terrorismo, esencialmente), en la medida en que se han ampliado legal e interpretativamente de forma considerable. De modo que, a la vista del actual entramado regulador represivo, pudiera acabar pareciendo, en no pocas ocasiones, que es posible llegar a castigar la mera emisión de ideas cercanas a los supuestos ideales en nombre de los cuales ciertas organizaciones llevan a cabo sus acciones terroristas, algo que históricamente no era el caso en los Estados de derecho inspirados en un constitucionalismo de corte liberal[14]. Por su mayor relevancia social dada su muy notable afección al pluralismo, tiene sentido comenzar por estos últimos.

1. Discurso del odio o enaltecimiento del terrorismo en las redes [Subir]

La aparición de límites, crecientes, al hate speech (discurso del odio)es un fenómeno que, como es sabido, ha contado siempre con un más fácil caldo de cultivo en Europa, donde tras la experiencia del nazismo suele decirse que se considera necesario establecer algún tipo de regulación respecto de estas manifestaciones expresivas como expresión de un modelo de democracia más «militante» (Revenga Sánchez, M. (2015). Discursos del odio y modelos de democracia. El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, 50, 32-35.Revenga Sánchez, 2015; Carrillo Donaire, J. A. (2016). Libertad de expresión, discurso del odio y libertad religiosa: la construcción de la tolerancia en la era postsecular. En Regulación y autorregulación de contenidos audiovisuales. Cizur Menor: Aranzadi (en prensa).Carrillo Donaire, 2016). Estas restricciones son a veces más abiertas, como ha sido el caso de la tradición constitucional alemana o, en ocasiones, se daban únicamente bajo la cobertura de penar la mera apología o limitándose a prohibir las apelaciones directas a la comisión de actos violentos contra ciertos grupos y personas, pero el caso es que la tendencia es a incrementar estas posibilidades represivas. Así, cada vez más, se logra por medio de diversos procedimientos que se castigue también la emisión de expresiones que se considera que objetivamente puedan ser aptas para lograr este efecto de «movilización» aunque no sean estrictamente supuestos de apología, en ordenamientos como el español, con la inclusión de los delitos ya referidos de enaltecimiento o directamente con todas las reformas que se suceden desde 1995 en el art. 510 del Código Penal que los contiene y que ha tipificado conductas de incitación al odio racial o por razones discriminatorias de todo tipo[15]. Sin embargo, y como puede trazarse con relativa facilidad, aunque en Europa se da el fenómeno de forma muy aguda[16], no es perceptible esta evolución únicamente en nuestro continente: en los Estados Unidos de América, por poner un ejemplo paradigmático de país con una supuesta tradición de respeto a la libre expresión de ideas y opiniones por muy cuestionables que fueran en este plano, es cada vez más patente el empleo de técnicas jurídicas para considerar que ciertas manifestaciones expresivas caen de lleno dentro de la «actividad terrorista» y que puedan ser así efectivamete perseguidas, como, de hecho, lo están siendo[17]. También son cada vez más las voces que reclaman la asunción con normalidad de las ideas europeas que tienden a vedar el hate speech en ciertos casos (Waldron, J. (2014). The harm in hate speech. Cambridge (MA): Harvard University Press.Waldron, 2014). Esta corriente general solo encuentra de momento cierto freno cuando nos las habemos con la pretensión de castigar las críticas a los dogmas religiosos, pues este tipo de declaraciones, siempre que no sean incitadoras al odio, por lo general, sí están siendo consideradas amparadas por los ordenamientos occidentales[18]. Y ello a pesar de la legislación de algunos países como Turquía o España, que siguen manteniendo en sus ordenamientos delitos que penan simplemente, como es nuestro caso, la mera «mofa o escarnio» del dogma (Mira Benavent, J. (2014). Demonios, exorcistas y Derecho penal: del caso Grandies al artículo 525 del Código penal español. En T. S. Vives Antón, J. C. Carbonell Mateu y J. L. González Cussac (coords.). Crímenes y castigos: miradas al Derecho penal a través del arte y la cultura (pp. 549-686). Valencia: Tirant lo Blanch.Mira Benavent, 2014), claramente en contradicción con estas tesis (sobre esta contradicción con los postulados de las sociedades liberales abiertas, Vázquez Alonso, V. (2016). Libertad de expresión y religión en la cultural liberal de la moralidad cristiana al miedo postsecular. Boletín Mexicano de Derecho Comparado, 146, 305-341.Vázquez Alonso, 2016). Es cierto, no obstante, que probablemente ha sido precisamente la nada frecuente aplicación del tipo, pues los jueces no suelen condenar por el mismo, lo que ha impedido hasta la fecha su confrontación ante el TEDH, y lo que explica por ello (junto a la ausencia de voluntad de derogación del legislador español) la pervicencia de este tipo penal en el art. 525 del Código Penal español.

Esta evolución es general, en ningún caso una reacción singularizada contra la expresión en las redes sociales de ideas y opiniones de esta índole. Se cumple así la regla y premisa de partida en la que nos basábamos que establecía la necesidad de dar un tratamiento igualitario a la expresión en las redes frente a la que se lleva a cabo fuera de ellas. Sin embargo, y aunque el tratamiento sea el mismo en un caso y en otro, esta involución represiva sí incide muy particularmente sobre la expresión realizada en Internet y, muy particularmente, en las redes digitales. De una parte, porque no puede desconocerse que esta reacción de incremento de la sensibilidad punitiva del sistema en que estamos inmersos, básicamente operada por medio de un incremento en la reactividad de las instancias que persiguen de oficio estos delitos, ha tenido mucho que ver con la percepción social de que la comunicación digital y, por ende, las redes sociales, facilitan la «propagación» de estos discursos e incrementan su capacidad de penetración, haciéndolos más peligrosos (Rodríguez-Izquierdo Serrano, M. (2015). El discurso del odio a través de Internet. En Revenga Sánchez (ed.). Libertad de expresión y discursos del odio (pp. 149-186). Alcalá de Henares: Universidad de Alcalá.Rodríguez-Izquierdo Serrano, 2015). Nos enfrentamos aquí, de manera muy clara, a la contradicción ínsita a la reacción restrictiva frente a cualquier expresión que desagrade socialmente a que nos referíamos antes: si la expresión en sí misma desagrada y ofende pero históricamente no nos había parecido suficientemente grave por sus efectos como para ser tenida por delictiva y confiábamos en que aceptar y tolerar su difusión era socialmente mejor que establecer una censura estatal sobre la misma por los evidentes riesgos de someter a tutela el free flow of news, pero también de ideas y opiniones, el hecho de que las redes faciliten ahora que esa misma expresión pueda llegar mucho más lejos y alcanzar a muchas más personas no debiera ser una mala noticia en sí misma, sino más bien una buena, en la medida en que se incrementan las posibilidades de que sea conocida y rebatida por un mayor número de personas. Réplicas que, a su vez, tienen también a su disposición en la actualidad más y mejores medios para alcanzar eficazmente en su refutación de las mismas a más gente, contribuyendo así a mejorar el debate público y la construcción de la opinión pública libre en una sociedad democrática, antes que a generar riesgos sociales[19].

Sin embargo, la percepción dominante en la actualidad, en contradicción evidente con los postulados liberales de nuestro sistema en cuestiones expresivas, no es esta sino, más bien, la contraria. Se considera que el carácter en ocasiones cerrado o semipúblico de las redes sociales dificulta que este debate se desarrolle correctamente, en tanto que segmenta a la opinión pública y este elemento (que curiosamente, en cambio, no es valorado a la hora de determinar si estaríamos ante expresiones de odio racial o religioso, por ejemplo, no tanto públicas como, más bien, realizadas en una comunidad más o menos cerrada y limitada, lo que serviría a efectos de restringir la aplicación de ciertas figuras delictivas) se toma como argumento explicativo de la necesidad de impedir que ciertos contenidos se difundan en las redes, pues supuestamente en esos entornos más bien cerrados los ciudadanos acaban por recibir solo ciertos inputs, solo cierto tipo de opiniones, impidiéndose el contraste e incrementándose con ello los riesgos sociales de extensión de este discurso y de «fanatización» de sus destinatarios.

Como es evidente, esta evolución de la percepción social tiene mucho que ver con determinados fenómenos terroristas, de tipo político, aunque en ocasiones mezclado con reivindicaciones que se pretenden religiosas, que usan también estos medios, como no puede ser menos en una sociedad que los emplea para todo tipo de actuaciones, para la captación de terroristas. En sociedades, como la estadounidense, traumatizada por el recuerdo de los atentados del 11-S de 2001 en Nueva York y el Pentágono, ha sido fácil emplear el terrorismo como coartada para introducir numerosas restricciones y crecientes controles a la expresión en las redes (básicamente la posibilidad de acceder a todos estos contenidos indiscriminadamente para su almacenamiento y control), como ya hemos referido, en un contexto de recortes en las garantías derivados de la tristemente famosa Patriot Act. Algo para lo que, además, se cuenta con la ayuda y el apoyo de las propias empresas del sector, de las propias redes sociales (algo sobre lo que volveremos en breve) que son las primeras interesadas en presentar a sus usuarios entornos lo menos «contaminados» posible, por razones de imagen y de mercado, de contenidos que choquen o hieran en este plano, particularmente sensible. También en Europa, donde a pesar de atentados como los del 11-M de 2004 en Madrid o del 7-J de 2005 en Londres no se había producido inicialmente una reacción en exceso restrictiva, los tiempos han cambiado. Tanto la presión de la opinión pública y política como la de las regulaciones contraterroristas que vienen de los Estados Unidos han modificado el contexto en que se aplican unas reglas (por ejemplo, las referidas a la apología o enaltecimiento del terrorismo) que, claramente, a día de hoy son interpretadas de modo mucho más restrictivo que antaño en casi todo el continente y, por supuesto, también en España. Además, y recientemente, tras los atentados de París en varias oleadas a lo largo de 2015[20], abiertamente reivindicados por extremistas religiosos vinculados al autodenominado Estado Islámico de Siria y Levante (ISIS), esta presión jurídica se ha incrementado, provocando un escrutinio cada vez más atento de las redes sociales y otros foros y modos de relación digital que son empleados para la radicalización, fanatización y reclutamiento de posibles futuros terroristas. Hasta qué punto esta reacción tenga sentido y sea eficaz es muy cuestionable[21], como también lo es su compatibilidad con los principios liberales que rigen en nuestra sociedad, pero en la medida en que suele aplicar mecanismos de coerción estatal no públicos y que no recurren al derecho penal plantean menos problemas[22]. Así pues, podría decirse, en definitiva, que las redes sociales (o, más bien, cierto histerismo público asociado a la expresión que se lleva a cabo en las mismas) están en parte en la génesis de esta visión más restrictiva que poco a poco se está imponiendo en nuestras sociedades. Pero es que, por otro lado, es justamente en las redes sociales donde más visibles son los efectos de este endurecimiento de la reacción estatal frente a los discursos del odio, dado que es precisamente en ellas donde resulta más sencillo encontrar expresiones agresivas y disparatadas de usuarios que, sin ser muy conscientes del escrutinio público al que se somete en la actualidad a este tipo de comportamientos, incurren en excesos expresivos que tradicionalmente no habrían trascendido socialmente, y menos aún jurídicamente, por haber sido desarrollados en una esfera privada o reservada. Que, por supuesto, estos usuarios no coincidan con los que efectivamente se fanatizan y radicalizan, que suelen ser tanto más prudentes cuanto más peligrosos, no parece ser una razón de peso suficiente para aligerar el creciente fardo de preocupación social con el que carga la reputación de la expresión en las redes sociales.

Ahora bien, precisamente por esta razón, justamente por el hecho de que se aplica sobre las mismas este mayor escrutinio respecto de este tipo de discursos, las redes sociales son también un privilegiado observatorio no solo de ciertas patologías sociales (más trágicas que peligrosas) sino, también, de las insuficiencias y peligros de la represión jurídica, y particularmente penal, frente a este tipo de situaciones. El derecho penal no es bueno para reprimir la expresión en estos planos por muchas razones que teóricamente están más que desarrolladas (Vives Antón, T. S. (2001). Apología del delito, principio de ofensividad y libertad de expresión. En López Guerra (coord.). Estudios de Derecho Constitucional: homenaje al profesor D. Joaquín García Morillo (pp. 279-294). Valencia: Tirant lo Blanch.Vives Antón, 2001), pero las redes sociales permiten a diario contrastar este bagaje teórico crítico con la realidad. Así, la predicada inocuidad de la mayor parte de expresiones ofensivas o vejatorias hacia colectivos o grupos (que no superarían el umbral requerido por el principio de ofensividad, por mucho que haya quien considera que puedan ayudar a crear caldos de cultivo generales), es bastante manifiesta cuando analizamos cada acción individual en este sentido en las redes (lo que, como es obvio, e incluso en el caso de que consideráramos que la emisión de este tipo de expresiones globalmente consideradas es nociva, desconsejaría un tratamiento penal singularizado de solo algunas de ellas, que por sí mismas no tendrían relevancia). También se hace fácilmente patente cuando analizamos cómo se aplica a la expresión en las redes sociales este tipo de restricciones, por esta misma razón, la inevitable y absurda arbitrariedad de actuar solo contra algunos (de entre los que puedan emitir contenidos de cierto tipo, pues acaba siendo imposible actuar contra todos) que, además, lleva necesariamente a diferenciaciones entre contenidos expresivos sustancialmente idénticos de imposible generalización y que acaban haciendo depender el procesamiento e incluso la condena de alguien de cuestiones tan contingentes como la casualidad o denuncia pública de quien cuenta con suficiente capacidad de movilización, la relevancia social o política del emisor del contenido o, directamente, de la sensibilidad de aplicadores (policías, fiscales, jueces…), lo que conduce a arbitrariedades sin cuento… y sin demasiado sentido que reflejan de forma patente todas las insuficiencias y peligros del «derecho de la policía expresiva del enemigo». Así, e inevitablemente, los contenidos y colectivos socialmente mejor considerados gozarán de cierta carta blanca y manga ancha, mientras que aquellos que expresan opiniones críticas o disidentes, incluso cuando lo son de forma humorística, pueden verse con mucha mayor facilidad en situaciones comprometidas. Basta un rápido repaso a las acciones penales más significativas de los últimos tiempos para comprobar que, en efecto, esto es lo que viene ocurriendo[23].

Resulta llamativo, además, que venga ocurriendo cuando en las propias redes sociales, por ejemplo, la propia Policía Nacional, que tiene una cuenta en Twitter muy popular y desenfadada con varios millones de seguidores, expresa con cierta naturalidad y sentido común lo que podríamos considerar que es una posición liberal (y que sería por ello tradicionalmente compatible con el entendimiento clásico en la materia que aplicábamos, de siempre, fuera de las redes sociales):

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Es decir, que la mera expresión del deseo genérico de que un cierto colectivo padezca alguna desgracia o agresión (seguidores de un club de fútbol, habitantes de una región de España, miembros de una comunidad religiosa…) realizada en abstracto, sin incitación concreta a la acción y sin pretender convencer a nadie de que, efectivamente, coloque una bomba contra nadie, sería una expresión lamentable de estupidez pero no tendría sentido asimilarla a un delito por muchas razones: su inocuidad social, la normalidad con la que estos comportamientos se suceden (por lamentables que sean), los enormes costes (económicos y sociales) que supondría la persecución de todos y cada uno de estos casos e incluso el riesgo, siempre cierto, de que por esta vía se persiga a la disidencia por sus ideas políticas mientras que expresiones estrictamente equivalentes se tengan por perfectamente admisibles y no sean perseguidas.

De hecho, este riesgo se ha concretado no pocas veces en los últimos años, y ha sido una constante de la actuación de la Policía (a pesar de su sensata declaración de intenciones) y de la Fiscalía, que como órganos estatales y dependientes del Gobierno de España han demostrado una selectiva tendencia a perseguir ciertos comportamientos expresivos dependiendo de los colectivos respecto de los que iban dirigidos los deseos expresados de exterminio o las ideas de fondo latentes en el mismo. Así, y en flagrante contradicción con la idea que transmitía la Policía en su mensaje, oleadas de afirmaciones agresivas del estilo de las señaladas («hay que matarlos a todos», «hay que poner una bomba en…», «qué bien que mueran los…») no han merecido nunca reproche si los colectivos señalados son, por ejemplo, los habitantes de ciertas regiones de España, pero sorprendentemente sí lo merecen cuando los destinatarios son la clase política:

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Este usuario de Twitter, por ejemplo, ha visto cómo se le detenía por mensajes de este estilo, concretados finalmente en un procesamiento en el que se le piden de 7 a 10 años de cárcel[24]. Como puede fácilmente entenderse, es muy llamativo que, a partir de una identificación tan abstracta («fills de putes feixistes»), y por mucho que resulte evidente del contexto que se refiere a la clase política conservadora española, se entienda que hay una apología del terrorismo en este caso. Y eso por no mencionar la de mensajes estrictamente equivalentes que podemos encontrar en otras direcciones. Sin embargo, las actuaciones policiales se realizan a partir de la reactividad que provocan ciertos eventos (en este caso, como se ha comentado, el asesinato de la presidenta de la Diputación de León, que condujo a la detención de una decena de tuiteros por expresiones equivalentes a esta) y siempre con una determinada orientación que nada tiene que ver con el efectivo riesgo social asociado a estos mensajes. ¿O acaso plantea riesgo alguno lo que pueda decir en una red social un adolescente con apenas dos centenares de «seguidores», que además están compuestos por su grupo de amigos y que, por ende, permite augurar que los mismos no van a tener mayor difusión? Actuaciones como esta son un ejemplo paradigmático de la inadecuación de la respuesta penal ante afirmaciones de este tipo y de cómo es inevitable que respuestas penales de esta índole se acaben convirtiendo en correa de transmisión de la ideología dominante para coartar a ciertos grupos sociales frente a otros. Si no fuera así, por ejemplo, en coherencia con pedir hasta diez años de cárcel por apología del terrorismo a quien expresa un deseo genérico en las redes sociales ante una limitada audiencia de conocidos y amigos de asesinar a la clase política «fascista», la Policía y la Fiscalía deberían actuar con idéntico aparataje y diligencia (detenciones, procesamiento, peticiones de cárcel de una decena de años de cárcel…) frente a quien expresara un deseo semejante frente a la clase política progresista y más todavía si se hace con nombres y apellidos y más todavía si se hace en una radio de ámbito nacional y con decenas de miles de oyentes. Pero, como es bien sabido, esto dista de ser el caso[25] (y, además, muy probablemente, es bueno que sea así[26]). Por muy estúpidas, desagradables y, si se quiere, incluso no amparadas por el derecho que puedan entenderse estas manifestaciones, es innecesario emplear la represión penal contra ellas. La estupidez en la vida, y también en las redes sociales, es consustancial a los seres humanos y hay un cierto «derecho a ser idiota» siempre y cuando no se dañe a nadie más que a uno mismo con ello. «Derecho» que, por lo demás, suele manifestarse sobre todo en nuestra vida privada, personal y familiar, como también era el caso, en el fondo, en el supuesto analizado, a pesar de la mayor reactividad por parte del Estado.

Esta mayor reactividad, con todo, suele ser contenida por los jueces, que hasta la fecha, y sensatamente, son reacios a condenar por este tipo de manifestaciones. Aunque lo cierto es que la afirmación puede ser matizada pues, como hemos señalado, se detecta en los últimos años un incremento cierto del empleo de la respuesta penal frente a algunas de estas manifestaciones expresivas, si bien de manera totalmente asistemática. Un ejemplo paradigmático de lo que señalamos, y que probablemente junto con el ya expresado permiten, por la crudeza extrema del anterior y lo significativo de este, entender cómo es la respuesta en España frente a los mensajes en redes sociales que se consideran de incitación al odio y al terrorismo, es el procesamiento del líder de un grupo de música en la Audiencia Nacional por unos tuits que se consideraron vejatorios para las víctimas del terrorismo y, como consecuencia de ello, delito de enaltecimiento del mismo. La Audiencia Nacional finalmente absuelve al músico, en medio de una gran polémica mediática, por entender que los mensajes propagados en las redes sociales en su cuenta, en los que celebraba el asesinato de Carrero Blanco por la banda terrorista ETA o hacía mofa de otras víctimas como Ortega Lara, no podía entenderse probado que hubieran sido escritos por este[27]. Pero no hay tanta deferencia cuando los comentarios son hechos, aunque sea en un mismo sentido (es llamativo en ocasiones hasta qué punto se pueden repetir patrones, incluyendo la atención que presta nuestra Fiscalía a quienes manifiestan alegría por el asesinato a manos de ETA del primer presidente del Gobierno de la dictadura franquista), por un ciudadano anónimo, que ve cómo la expresión de ese tipo de comentarios se concreta en una condena a 18 meses de cárcel en la misma Audiencia Nacional[28]. El problema de estas actuaciones, de nuevo, y más allá de su desproporción, es que nos ponen ante los ojos todos los problemas del derecho penal del enemigo: arbitrariedad en la persecución, doble rasero, violación de garantías, excesos represivos innecesarios… Estos ejemplos obligan a reflexionar sobre la inconveniencia de respuestas punitivas fragmentarias, que parecen ir solo en una dirección (no se conocen procesamientos por jalear las actuaciones de los GAL o los asesinatos de jóvenes antifascistas, por mucho que es extraordinariamente sencillo encontrar también mensajes de este tipo en las redes) y que además tienden sistemáticamente a mezclar el enaltecimiento del terrorismo y su apología con expresiones en redes sociales de usuarios que las emplean para relacionarse con conocidos y amigos y que, por ello, podría entenderse también que forman parte del ámbito privado.

Lo que pone de manifiesto la persecución de ciertos comentarios en las redes sociales, tanto en España como en los países de nuestro entorno, es el verdadero carácter de la persecución de estos delitos de opinión, que sistemáticamente son empleados solo contra las minorías (así, por ejemplo, en países como Pakistán, Arabia Saudí, Kuwait… son ya habituales las condenas por blasfemia en Twitter o Facebook[29]) y además incluso obligan a las autoridades a desarrollar una serie de tareas, como la de juzgar ciertas manifestaciones expresivas políticas o humorísticas, que es mucho más sensato dejar que lleve a cabo la sociedad por sí misma. Esta dinámica represiva que nos parece sistemáticamente aberrante cuando se produce en sociedades lejanas y respecto de expresiones de disidencia social y política que entendemos bien porque no formamos parte del grupo dominante que las reprime, en cambio, nos cuesta mucho más identificarla como peligrosa y gravemente limitadora del pluralismo cuando somos nosotros los que conformamos el grupo dominante y son nuestras ideas las que, empleando estos medios, combaten manifestaciones que se alejan de nuestra normalidad y que, por ello, podemos llegar a entender, estas sí, como gravemente erradas y nocivas.

Como es lógico, este rasgo se intensifica en momentos o frente a situaciones de gran emotividad social, y por ello los conflictos en las redes sociales españolas en Twitter suelen tener como protagonista a la banda terrorista ETA. Pero algo semejante ocurre en cualquier sociedad en situaciones homologables, planteándose problemas muy similares. Así, frente a los atentados islamistas sufridos por la redacción de la revista Charlie Hebdo el pasado 7 de enero de 2015, y en medio de una oleada de encendidas defensas de la libertad de expresión y de los valores que representaba esa publicación, vehiculada por etiquetas sociales como #JeSuisCharlie, nuestras sociedades compatibilizaron esa reacción con la condena por apología del terrorismo al humorista francés Dieudonné por publicar en Facebook y Twitter una frase como «Je me sens Charlie Coulibaly» (en referencia no solo a la revista sino también al responsable de la matanza sucedida dos días después en un supermercado parisino, relacionada con el primer atentado, y a los que se ponía en el mismo plano por razones que pueden compartirse o no pero que han de tenerse como perfectamente legítimas para iniciar un debate político)[30]. Que un contenido como este pueda conllevar una condena penal a su autor en un contexto que, a la vez, está glorificando las virtudes de la defensa a ultranza, en términos voltairianos, de la libertad de expresión no deja de reflejar una grotesca paradoja sobre el funcionamiento de nuestros aparatos represivos de la expresión disidente.

Y no solo ello, sino que como las redes sociales son un canal de expresión y de emoción compartida que permite participar de la misma de modo muy sencillo a muchos ciudadanos, que ante cualquier situación transmiten a través de las mismas todo tipo de expresiones, desde la imagen que a día de hoy todos asociamos a las matanzas de París la noche del 13 de noviembre de 2015 como símbolo de la paz y que su autor difundió por sus cuentas en las redes a muchos más ejemplos de reflexión, crítica y creatividad de ciudadanos anónimos. ¿Tiene sentido controlarlos y enjuiciarlos respecto de su corrección y pertinencia ideológica? ¿Es posible recurrir al humor en estos casos? La inherente pluralidad a la expresión en las redes sociales, su carácter desarticulado, el hecho de recibir influencias y congregar mensajes de cientos de miles de personas muy diversas, obligan a ser particularmente comprensivos con los códigos expresivos empleados, que pueden ser muy diversos, tanto como lo son los participantes. De modo que es peligroso juzgar con un entendimiento muy estrecho de lo que es la expresión «correcta» y de cuáles son las intenciones subyacentes a cada mensaje las manifestaciones plurales que se congregan en las redes. No hacerlo así lleva a más paradojas sangrantes, cuando no trágicas, que muestran los límites a la acción de quienes aspiran a controlar la expresión en las redes por medio de un dirigismo estatal exacerbado que acaba derrapando. Así, como un estudiante francés de Nantes descubrió, y por paradójico que resulte, la misma portada de Charlie Hebdo que estaba siendo aclamada como símbolo de la libertad de expresión y de la conveniencia de que un régimen democrático pudiera aceptar como legítimas todo tipo de críticas a colectivos e ideas, podía considerarse delictiva si simplemente era colgada en su muro de Facebook con unos pequeños retoques[31]:

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Esta incomprensión respecto del humor y el tipo de reflexiones tan enriquecedoras para el pluralismo que tienen en las redes sociales un ámbito muy natural de expresión nos lleva al ejemplo quizás más paradigmático que hemos vivido recientemente en España sobre los efectos de la criminalización en Twitter de ciertas expresiones, el conocido «caso Zapata». Este caso condensa a la perfección, en un solo supuesto, todos los problemas de acudir a estas vías para disciplinar contenidos expresivos u opinativos por medio del derecho penal, así como hasta qué punto estas contradicciones se agravan cuando son realizados en las redes sociales. En este caso, varios tuits, necesariamente descontextualizados (pues por un lado había pasado ya mucho tiempo cuando le son achacados a su autor[32]; por otro la propia dinámica de las redes sociales, y particularmente de Twitter, dificulta el entendimiento de los mismos si no se analizan globalmente y en relación a los de otros usuarios con los que se está interactuando; al margen de que los códigos expresivos de las redes sociales tienen unas particularidades propias que han de ser tenidas en cuenta, como que muchas veces no se expresa exactamente lo que uno piensa, sino que se transmiten frases de otras personas o reflexiones hipotéticas para criticarlas, ridiculizarlas o reflexionar sobre ellas), que en su momento no generaron ningún problema, pasan a ser objeto de atención mediática solo cuando su autor es elegido concejal en el Ayuntamiento de Madrid. Y pasan a ser no solo objeto de atención mediática sino incluso de controversia jurídica, pues la Fiscalía, contra la opinión del instructor, considera que los mensajes en cuestión, donde hay una serie de reflexiones sobre los límites del humor poniendo como ejemplo chistes antisemitas, constituyen un delito de incitación al odio racial[33]. Que manifestaciones expresivas de esta índole, humorísticas, irónicas, autoparódicas, con la vocación expresa de chocar y de pretender explorar los límites de «lo políticamente correcto» para reflexionar sobre ellos… puedan ser reprimidas (y, de hecho, lo estén siendo a día de hoy en España) da una idea muy acabada sobre la naturaleza y gravedad del problema de comprensión de algunos de nuestros operadores jurídicos tanto sobre la realidad de lo que ocurre en las redes y su significación como sobre el valor del pluralismo y las libertades expresivas en una sociedad democrática.

En definitiva, en Twitter y Facebook, sobre todo, pero también en el resto de redes sociales, podemos encontrar expresión de ideas que pueden resultar molestas, desagradables o chocantes, pero no parece que debiéramos escandalizarnos en exceso por ello ni, sobre todo, recurrir a la vía penal para su represión. Esta criminalización de ciertos contenidos expresivos y opinativos no logra sus objetivos de evitar la aparición de estos mensajes (finalidad de prevención general), que se siguen produciendo, y que solo pueden ser proscritos por medio de una acción social destinada a convencer. Algo para lo que las redes sociales, lejos de ser perjudiciales, son muy beneficiosas, en la medida en que permiten una reacción colectiva de crítica y reflexión. Y ello por no reiterar que la propia dinámica empresarial de las mismas ya hace que, de por sí, los contenidos más conflictivos suelan ser retirados sin que sea necesaria la intervención de las autoridades. Globalmente, de hecho, parece que los riesgos para el pluralismo derivados de que las redes se conviertan en un canal de difusión privilegiada de expresiones y opiniones son, más bien, los que pasan por las posibilidades de silenciamiento que las mismas otorgan a ciertos sujetos, pocos, respecto de las opiniones de muchos otros antes que por los de que la opinión disidente se descontrole en las mismas. Paradójicamente, a este riesgo se le presta poca atención porque allí donde se desconfía de su capacidad para imponer las opiniones de la abrumadora mayoría social contraria a la violencia y al terrorismo sí se entiende, por el contrario, que la propia presión social y política de los usuarios será más que suficiente para garantizar los suficientes espacios de expresión a las minorías.

2. La represión de la expresión atentatoria contra los derechos de la personalidad [Subir]

En todo caso, nada de ello significa que no pueda haber, más allá de los contenidos políticos y opinativos, usos de las redes sociales que sí merezcan reproche penal, como pueden ser las amenazas directas de un individuo a otro (que pueden canalizarse por las redes exactamente igual que se canalizan por otros medios, pero con la ventaja para su persecución de que en este caso dejan un rastro muy evidente) o con atentados clásicos a derechos de la personalidad (honor, intimidad, propia imagen), que sustancialmente no han visto alterados sus perfiles aunque la generalización de las redes sociales sí haya supuesto ciertos cambios en la manera en que estas agresiones puedan producirse y que sin duda hemos de tener en cuenta (Lloria García, P. (2013). Delitos y redes sociales: los nuevos atentados a la intimidad, el honor y la integridad moral (especial referencia al «sexting»). La ley penal, 105, 3.Lloria García, 2013).

Internet y las redes sociales pueden ser canal para la comisión de muchos delitos, como ha sido largamente estudiado por la doctrina penal[34]. No todos ellos, ni siquiera la mayoría, tienen que ver con el acotamiento de los límites a las libertades expresivas en la red. Los más significativos desde el plano del pluralismo, de hecho, son los ya analizados. El otro gran grupo de restricciones que también inciden en moldear esos límites son los que ponen en relación las expresiones que se vierten en las redes sociales con los derechos de la personalidad (Morales Prats, F. (2001). Internet: riesgos para la intimidad. Cuadernos de Derecho Judicial, 10, 63-82.Morales Prat, 2011). Así como en el caso de la emisión de juicios y opiniones que puedan considerarse chocantes o, en su caso, nocivas, el problema que han puesto de manifiesto las redes sociales no es sino un supuesto problema, esto es, y como hemos señalado, la intensificación de una característica de la libre expresión y del pluralismo que, simplemente, las redes ayudan a visualizar con mayor claridad, incidiendo con nueva luz sobre las contradicciones y sombras de nuestro modelo de garantías y libertades, algo semejante puede decirse de los conflictos que surgen en este ámbito en materia de honor, intimidad o propia imagen, pues la cuestión de fondo tampoco ha variado sustancialmente. En estos casos, sin embargo, la dinámica social y expresiva propia de las redes sociales sí ha intensificado algunos elementos que, teniéndose por relevantes desde siempre, ahora se hacen más presentes.

Así, por ejemplo, y en materia de honor, el tratamiento penal de las injurias y calumnias que se puedan producir por medio de las redes sociales obliga simplemente a reevaluar dos elementos que ya el Código Penal estimaba esenciales para pautar la respuesta punitiva cuando se producían por otros canales: por un lado, la consideración social de la gravedad de la ofensa (el artículo 208 CP clásicamente establece, así, que solamente serán constitutivas de delito las injurias que, por su naturaleza, efectos y circunstancias, fueran «tenidas en el concepto público» por graves); por otro, el mayor reproche que supone que estas se hagan con publicidad (tanto el artículo 206 CP para las calumnias como el 209 CP para las injurias incrementan la pena si son realizadas con publicidad; de hecho, la pena por estos delitos es siempre multa menos en el caso del 206 CP, único caso en que la pena puede llegar a ser de prisión). Ambos elementos están, a su vez, hasta cierto punto relacionados, por cuanto socialmente es obvio que las injurias y calumnias realizadas con publicidad son tenidas por más graves (de ahí que así lo considere también el Código Penal) y generan por ello una mayor reacción por parte de los afectados, elemento esencial en estos delitos de tipo privado (Muñoz Machado, S. (2001). La regulación de la Red. Poder y Derecho en Internet. Madrid: Taurus.Muñoz Machado, 1998).

A partir de este bosquejo muy general ha de indicarse que es detectable un cierto relajamiento en la consideración social de lo que es objetivamente injurioso en las redes sociales, consecuencia del uso social actual y, sobre todo, consecuencia de que en el fondo estas pautas de consideración social están trasladando a un plano más público formas de expresión y de relacionarse habitualmente conectadas con la esfera privada, pero lo hacen portando consigo algunas de las reglas propias de esta. Por esta razón es detectable ese menor nivel de reproche, quizás coherente con lo que ocurre en todas las esferas donde la interacción personal alcanza ciertos niveles de publicidad, con la animosidad que ello a veces supone, lo que obliga a tomársela con cierta filosofía. Es, por ejemplo, y quizás sirva el paralelismo, el caso del ejercicio de funciones públicas y muy en particular de la tradicional relativización que del honor de los políticos han predicado siempre nuestros tribunales a la hora de enjuiciar las críticas que reciben (García Ferrer, J. J. (1998). El político: su honor y su vida privada. Madrid: Edisofer.García Ferrer, 1998; Catalá Bas, A. (2014). Los derechos de la personalidad de los personajes públicos en el espacio público. En A. Boix Palop y J. M. Vidal Beltrán (coords.). La nueva regulación del audiovisual: medios, derechos y libertades. Cizur Menor: Aranzadi.Catalá Bas, 2014)[35]. Por supuesto, hay razones de incentivo de la crítica política y su no represión en esta mayor tolerancia tradicional, pero también las hay asociadas a la evidencia de que, si no se aceptara esa mayor tolerancia, la publicidad de las cuitas políticas y personales ínsita al debate público obligaría a una catarata de condenas por cualquier desbordamiento expresivo, por lo demás muy comunes. De esta evolución social las propias sentencias son el mejor reflejo, en la medida en que la misma se filtra en las decisiones de los jueces, cada vez menos tendentes a condenar por estos delitos a partir de la literalidad de ciertas expresiones y partidarios de atender al contexto. No abundan por ello tanto como parece que debería ser el caso las condenas por injurias en redes sociales a pesar de los contenidos objetivamente muy ofensivos que en ocasiones contienen, dado que esa percepción social de poca gravedad lleva a que la litigiosidad sea menor de la esperable y a que, en todo caso, pueda siempre acudirse a que ciertas expresiones, visto lo visto, ya no serían tenidas por graves «en el concepto propio de las redes sociales». Por supuesto, no se está queriendo decir con ello que esta gravedad no exista nunca o sea imposible, sino simplemente dejar constancia de esa relativización.

En esta línea, hay que señalar también que es altamente positivo que la idea de gravedad asociada a la publicidad, tal y como está expresada en la actualidad en el Código Penal (de forma muy genérica), pueda ser modulada muy fácilmente por el juez, lo que permite adaptar la respuesta punitiva que merecen ciertos mensajes en las redes sociales a su efectiva capacidad de dañar y de hacerlo de forma pública. No es lo mismo, a estos efectos, como puede comprender cualquiera que conozca el funcionamiento de las redes, un perfil de Facebook cerrado que uno abierto, como tampoco lo es uno de una persona con muy escasos amigos en la red que uno que tenga una actividad incesante y volcada hacia el exterior. Tampoco debería ser considerada equivalente una cuenta de Twitter con varias decenas de seguidores, por mucho que pueda ser potencialmente vista por todo el mundo, que una con decenas de miles. Y en ningún caso parece sensato equiparar la capacidad de penetración de las mismas, o de un blog, por muy populares que puedan llegar a ser, a la que tienen los medios de comunicación social tradicionales de cierta envergadura. Es por ello, en definitiva, muy positivo que, en casos de desbordamientos efectivamente injuriosos, los jueces puedan valorar también estos aspectos a fin de no entender siempre y necesariamente que la publicación de un comentario de esa naturaleza en una red social es algo que, por definición, ha sido hecho «con publicidad».

En todo caso, el debate sobre los límites de la libertad de expresión y la no cobertura del insulto o la calumnia por la libertad de expresión, sustancialmente, no se ven modificados por las redes sociales y, más allá de estas cuestiones de modulación, no plantean excesivos problemas específicos. Como ocurría antes con estas manifestaciones por otros canales, las deficiencias de la respuesta jurídica de nuestro ordenamiento tienen más que ver con los incentivos a emplear el cauce penal para obtener condenas cuando muchas de estas controversias podrían ser mejor resueltas en sede civil.

Más transformada por la generalización de las redes sociales y las enormes facilidades que conllevan para el intercambio de información y, también, de material audiovisual, ha sido la respuesta de nuestro ordenamiento a los peligros para la propia imagen y la privacidad. En primer lugar, porque aparecen nuevos riesgos que afectan al control de la propia imagen a cargo del propio sujeto, una propia imagen que antes era más sencilla de gestionar y ahora requiere de cierto cuidado. De otra, porque las posibilidades de difusión masiva hacen que ciertos comportamientos que históricamente podían no tenerse por lesivos (asociados al uso que se hiciera con el material lícitamente obtenido con la imagen o sobre la intimidad de otras personas) ahora adquieren otra dimensión al no requerir de darles publicidad de forma masiva y por medio de los medios de comunicación para, violando los derechos a la intimidad del otro, poder acabar resultando muy lesivos como resultas de su mera compartición por canales como Whatsapp y demás grupos que, aunque no públicos y reducidos, pueden ser suficientes para llegar a todo el entorno próximo de una persona (Lloria García, P. (2013). Delitos y redes sociales: los nuevos atentados a la intimidad, el honor y la integridad moral (especial referencia al «sexting»). La ley penal, 105, 3.Lloria García, 2013; Comes Raga, I. (2013). La protección penal de la intimidad a través de la difusión inconsentida del sexting ajeno. La Ley penal, 195, 2.Comes Raga, 2013).

Es extraordinariamente interesante, en este sentido, que esta evolución social haya hecho necesaria la modificación del Código Penal para poder penar la conducta de reenvío a través de redes sociales, e incluso grupos privados, de imágenes o vídeos obtenidos lícitamente por medio de la adición de un nuevo tipo en el art. 197.4 bis CP (Martínez Otero, J. M. (2013). La difusión del sexting sin consentimiento del protagonista: un análisis jurídico. Derecom, 18, 2.Martínez Otero, 2013 y Martínez Otero, J. M. (2014). El nuevo tipo delictivo del artículo 197.4 bis: la difusión no autorizada de imágenes íntimas obtenidas con consentimiento. Diario La Ley, 8234, 2.2014). La modificación surge a raíz de un conocido caso donde una antigua pareja difunde imágenes por vía telefónica de una concejal de un pequeño pueblo manchego, logrando por esta vía que las mismas lleguen a prácticamente todos sus conocidos, familiares y amigos. Como es obvio, una conducta así puede darse también en redes sociales abiertas, y de hecho se da, pero más interesante es su penalización cuando se da su difusión en redes sociales tipo Whatsapp o Telegram, destinadas a la comunicación en grupo o bilaterales.

El resto de conductas problemáticas, en sus perfiles en las redes digitales, ya estaban penadas con anterioridad y, simplemente, su aplicación ha sido adaptada a lo que puede ocurrir en las redes. Lo cierto, por lo demás, es que este tipo de agresiones son más fáciles en la actualidad, dado que Internet y las redes sociales han puesto a disposición de todos los ciudadanos la posibilidad de difundir malévolamente intimidades o contenidos privados de otros sujetos que, al menos, pueden tener gran penetración en su esfera de conocidos y amistades. Con todo, la mayor parte de las conductas de esta índole se realizan fuera de las redes sociales públicas, como consecuencia de las políticas de privacidad que se implementan en ellas y que se activan ante la denuncia de cualquier usuario. Así, las «venganzas sexuales» consistentes en publicar material audiovisual íntimo de antiguas parejas, conducta relativamente habitual y muy problemática, suelen ser más habituales en blogs o páginas webs privadas, o en plataformas específicamente destinadas a ello[36], antes que en redes sociales que restringen estos contenidos en cuanto tienen conocimiento de ello. La otra cara de la moneda es la extraordinaria trazabilidad de estas conductas, que garantiza la fácil obtención de pruebas para su posterior persecución, así como el control privado, no público, que estas compañías realizan sobre lo publicado por sus usuarios, de modo que ante cualquier denuncia el contenido conflictivo es rápidamente retirado.

3. La posible responsabilidad penal de las redes sociales o sus responsables en tanto que intermediadores [Subir]

En todo caso, el papel muy relevante de las plataformas que son las redes sociales, a la hora de disciplinar la difusión de ciertos contenidos, se pone de manifiesto sobre todo en la responsabilidad en que incurren por su labor de intermediación. Una responsabilidad que va más allá de la que las redes sociales asumen libremente, comprometiéndose a determinadas políticas de privacidad y a la retirada de ciertos contenidos para proteger a sus usuarios y a terceros, y que es exigida por el Estado, en ciertas ocasiones, como consecuencia de ciertos excesos expresivos por parte de sus usuarios que el ordenamiento considera que, en ciertos casos, pueden engendrar responsabilidad de los gestores de las plataformas. Tanto a efectos penales como civiles, resulta esencial entender cuál es su papel en este terreno, poco a poco asentado a partir de la introducción de normas jurídicas específicas en materia de responsabilidad por la emisión de contenidos informativos u opinativos en Internet. Ha sido cuestionada la conveniencia de limitar jurídicamente las responsabilidades de los diversos actores intervinientes en la misma. Estos actores, en un primer momento proveedores de acceso a Internet y empresas encargadas de proveer de hosting a terceros y, en un momento posterior, también respecto de negocios de Internet basados en agregar contenidos producidos por terceros o facilitar el intercambio de opiniones e informaciones como son las redes sociales, ¿han de ser responsables de los contenidos lesivos, penalmente reprochables, que puedan haber introducido sus usuarios?

Se presenta aquí un caso donde la dinámica de la comunicación en Internet y redes digitales es, por las propias características técnicas de cómo se realiza, sustancialmente diferente y en el que, por ello, una traslación mimética de las reglas tradicionales daría resultados contrarios a lo que es el sentido que esas mismas reglas tradicionales pretendían. No conviene perder de vista, que la tradicional regla de la responsabilidad penal en cascada (art. 30 del Código Penal) no ha sido nunca tanto un sistema de determinación de una responsabilidad subsidiaria a la del autor de una intromisión ilegítima como, antes al contrario, un mecanismo que establecía cortafuegos en materia de responsabilidad. En ausencia de un precepto como el referido art. 30 CP, en efecto, directores, editores o impresores de un medio de comunicación habrían podido ser siempre entendidos como colaboradores necesarios (y por ello responsables) de las intromisiones ilegítimas realizadas empleando como soporte el medio de comunicación del que son responsables. Por el contrario, la regla vigente genera un corte de la responsabilidad siempre que esté identificado el autor o, en caso contrario, un modelo en cascada de búsqueda de un responsable (director, si existe; editor, si no; impresor, si el editor no es conocido) pero, y esta apreciación es importante y conviene no perderla de vista, solo uno en cada caso (y he ahí la exclusión de las reglas al uso en materia de responsabilidad penal, que se ven excepcionadas en este caso pues, más allá de las discusiones sobre si podrían ser o no autores materiales los otros sujetos, sin duda serían cómplices o cooperadores necesarios). En el fondo, el art. 30 CP está estableciendo un mecanismo de salvaguarda que protege la expresión de informaciones y opiniones al excluir la responsabilidad penal (que en condiciones normales, si se aplicaran los normales mecanismos de atribución, como hemos señalado, sí se daría) con la finalidad de no desincentivar la publicación de informaciones que puedan entrañar riesgos de veracidad o prueba, o de opiniones comprometidas, estrictamente equivalente a exenciones semejantes a lo largo de la historia cuando, en contextos más liberales, se ha tratado de incentivar el pluralismo (Mira Benavent, J. (1995). Los límites penales a la libertad de expresión en los comienzos del régimen constitucional español. Valencia: Tirant lo Blanch.Mira Benavent, 1995). Es un modo, en definitiva, de no hacer criminalmente responsable a quienes puedan dar soporte a estas manifestaciones empresarialmente o como proyecto de comunicación (o a quienes imprimen estos medios), y ello con la intención de fomentar el pluralismo.

En consideración a la importancia social que tiene la existencia de estas plataformas se las «protege» de las consecuencias punitivas adversas que podrían padecer en condiciones normales por su descuido o falta de atención (o incluso cuando fueran conscientes del carácter ilícito de lo publicado) en aras a no desincentivar, por temor a esas sanciones, la aparición de canales nuevos de comunicación, incluso en el caso de que puedan cometer ilícitos. La sociedad entiende, para garantizar un equilibrio entre la conveniencia de no silenciar ciertas posibilidades expresivas y la necesidad de castigar a quienes se excedan y compensar a las víctimas, que basta con un sistema que garantice lo más posible (responsabilidad solidaria de actor y medio) la reparación pero que, en cambio, limite las posibilidades de persecución penal al agente más directamente responsable de la acción punible. De este modo, se logra una reparación suficiente, un castigo adecuado pero, a la vez, no se corre el riesgo de silenciar a los medios de comunicación por obligarlos a un exceso de prudencia. Este equilibrio, logrado para los medios de comunicación, ¿ha de ser trasladado a las empresas que hacen negocio ofreciendo plataformas de intermediación para la emisión de opiniones e informaciones como son las redes sociales?

Aunque las redes sociales pueden ser tenidas como proyectos empresariales de una tipología ligeramente diferente a los servicios de hosting, más interesados en el negocio que en la difusión y fomento del pluralismo, tendencialmente se les había venido aplicando, sin reflexionar excesivamente al respecto, la misma regla que a los servidores y otros proveedores de servicio de Internet, inspirada en las reglas civiles específicas en materia de responsabilidad ya introducidas para estos servidores y que no solo excluían la responsabilidad penal, como hace el mecanismo del art. 30 CP para medios de comunicación tradicionales, sino también, casi siempre, como veremos a continuación, incluso la responsabilidad civil que se pudiera derivar de estos excesos. Este estado de cosas, con todo, ha variado recientemente en la muy importante Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso Delfi AS contra Estonia, de 10 de octubre de 2013, que ha resuelto que a los portales de noticias y otros agregadores no se les aplica respecto de los posibles comentarios difamatorios que puedan aparecer la exclusión de responsabilidad propia de las reglas civiles contenidas en la directiva de servicios, que solo obligan a reaccionar borrando los mismos tras un previo aviso, sino un estándar de diligencia mayor (Orenes Ruiz, J. C. (2014). La responsabilidad de los medios digitales, a propósito de la sentencia Delfi contra Estonia. Actualidad jurídica Aranzadi, 877, 2.Orenes Ruiz, 2014). Es decir, que podría haber supuestos de responsabilidad penal del gestor de las redes cuando no demuestre diligencia respecto del control de comentarios delictivos de sus usuarios. La aplicación de esta doctrina al modelo español de responsabilidad en cascada no solo no es incompatible, sino, antes al contrario, fácilmente cohonestable. Si entendemos que las redes sociales ofrecen un servicio equivalente al de un agregador de noticias antes que al de un servicio de la sociedad de la información de tipo comercial a sus usuarios, cosa que todavía puede ser objeto de discusión pero no es descabellada, el estándar de diligencia pasaría a ser mayor para las redes, y de facto más parecido al de un medio de comunicación tradicional, obligando a los responsables de las redes a una mayor cautela o, al menos, a extremar su preocupación identificando a sus usuarios y eliminando comentarios denunciados que sean efectivamente delictivos, pues, caso de que estos no fueran identificables o los comentarios no fueran retirados diligentemente, la responsabilidad sobre posibles comentarios delictivos sí podría recaer en esos casos sobre la red social. Con todo, los casos de responsabilidad penal de las propias redes sociales, aun entendiendo que a las mismas se les pueda aplicar la misma doctrina que Delfi permite predicar para los medios digitales, están llamados a ser los menos. La verdadera batalla se plantea respecto de la posible responsabilidad civil por contenidos aportados por terceros y usuarios. Y ahí, de forma coherente con la necesidad de fomentar el pluralismo y no poner límites rígidos, las reglas han flexibilizado el modelo de responsabilidad solidaria civil de los medios para, por el contrario, excluir la responsabilidad de alojadores y agregadores como norma general.

III. Límites civiles a la expresión y responsabilidad del prestador de servicios o de la red social donde se produzcan [Subir]

La lógica de exclusión de responsabilidad como regla general es la que encontramos, como hemos dicho, para las consecuencias civiles y que, aunque matizada para hacerla menos automática, se encuentra ya totalmente asentada en nuestro ordenamiento jurídico con las exclusiones de responsabilidad que la Ley 34/2002 de Servicios de la Sociedad de la Información y de Comercio Electrónico (LSSI) contiene respecto de las responsabilidades por contenidos expresivos no amparados por la norma (Teruel Lozano, G. M. (2010). El legislador y los riesgos para la libertad de expresión en Internet: notas sobre las garantías constitucionales de la libertad de expresión en la LSSICE y en la Disposición final segunda del Proyecto de Ley de Economía Sostenible. En L. Cotino Hueso (ed.). Libertades de expresión e información en Internet y las redes sociales: ejercicio, amenazas y garantías. Valencia: Publicacions de la Universitat de Valènci. Disponible en http://www.uv.es/cotino/elibertades2010.pdf.Teruel Lozano, 2010). Más allá de la evidente necesidad, por razones empresariales obvias, de garantizar que quienes dan soporte técnico (servidores, operadoras…) no puedan ser en ningún caso tenidos por responsables (art. 14.1 LSSI), la lógica de protección se extiende, atendiendo a las característica de Internet, a quienes gestionan sitios web en los que se admiten participaciones de terceros (art. 16 LSSI, responsabilidad de servicios de alojamiento o de mantenimiento de datos, entendidos en sentido amplio) y a quienes faciliten enlaces a contenidos o instrumentos de búsqueda (art. 17 LSSI). Parece razonable entender, pues, que las redes sociales quedan cubiertas sustancialmente por lo que establecen estos preceptos y, muy particularmente, por lo que señala el referido art. 16 LSSI. Hay, por lo demás, una lógica empresarial coincidente en que así sea, pues el carácter masivo de las interacciones y las relaciones de la red social con sus usuarios es muy diferente al de un medio de comunicación tradicional respecto de quienes publican en él. Sin esta regla de exclusión, sencillamente, muchas de las posibilidades de negocio, pero también de expresión, asociadas a las redes sociales, simplemente, no existirían, y de forma consiguiente el pluralismo se resentiría gravemente.

En todos estos casos, y resulta muy interesante, además, la expansión del entorno protegido por la norma, se prevé expresamente en la Ley la no responsabilidad por esos contenidos de terceros, alojados, enlazados o redireccionados, siempre que no se tenga «conocimiento efectivo de que la actividad o la información (en cuestión) es ilícita o lesiona bienes o derechos de un tercero susceptible de indemnización». La norma, pues, establece un mecanismo sustancialmente equivalente a efectos prácticos, aunque con ciertos matices, al de la responsabilidad en cascada del art. 30 CP siempre y cuando se logre demostrar, y ésa será la clave de la exclusión, que no se tenía ni podía tener conocimiento efectivo del ilícito (Peguera Poch, M. (2007). Solo sé que no sé nada (efectivamente): la apreciación del conocimiento efectivo y otros problemas en la aplicación judicial de la LSSI. Revista de Internet, Derecho y Política, 5, 1.Peguera Poch, 2007). Al igual que ocurre en ese caso, hay una clara vocación de limitar las responsabilidades para tratar de fomentar el pluralismo eliminando cargas que podrían ser excesivas y desincentivadoras. La diferencia es que, obviamente, la comunicación en Internet, más generalizada y masiva, requiere de una exención mayor, que abarca incluso la responsabildiad civil, para poder permitir el funcionamiento en condiciones de seguridad jurídica de estas plataformas, que solo responderán en caso de negligencia por su parte a la hora de controlar ex post las derivas expresivas.

Es decir, tanto por el hecho de que también limita la responsabilidad civil como por otros elementos, no podemos perder de vista que el traslado tiene esa misma función pero no es estrictamente mimético. Se trata de adaptar esta misma pauta al entorno digital, donde los automatismos y menores controles podrían generar el efecto silenciador si la regla incluyera una responsabilidad civil equivalente, pero, por otro lado, se incorporan algunos requisitos, pues la exclusión solo opera cuando no haya culpa o negligencia (a diferencia de la exclusión de responsabilidad penal por aplicación de la «cascada» del art. 30 CP). Por ello, en atención a los menores controles (autoría más difusa) y posibilidades de mayor repercusión (efecto red), así como por la existencia de la posibilidad técnica de la «retirada» del contenido o enlace comprometido, la norma en este caso excluye la responsabilidad (y en eso es mucho más exigente que el precedente penal que venimos tomando como referencia) si se entiende que la difusión del contenido o enlace ilícito lo ha sido de forma inconsciente y, además, siempre y cuando se pueda predicar la inexistencia de una relación de dirección, autoridad o control de uno y otro sujeto implicado. A estos efectos, además, la propia ley da una definición legal de lo que sea esa conciencia de haber cometido la infracción, ese «conocimiento efectivo», que depende de una serie de elementos que puedan hacer fehaciente el conocimiento por parte del sujeto, si no de la ilegalidad, sí al menos de la existencia de un posible conflicto[37] (frente al que, en su caso, se habría decido seguir adelante arrostrando con ello el riesgo de incurrir en responsabilidad caso de que se verifique que efectivamente el contenido o enlace en efecto no tenga cobertura por el ordenamiento jurídico). En definitiva, que la norma parece haber hecho una sensata traslación al mundo digital de esa necesidad de cortar la posible exigencia de responsabilidad en todo caso que puede derivar en un peligroso efecto silenciador, razón por la cual nuestros ordenamientos jurídicos tratan de establecer cortafuegos (en nuestro caso, los arts. 16 y 17 LSSI) para conjugar ese riesgo socialmente nada deseable.

Junto a estas reglas, absolutamente esenciales, la LSSI contiene alguna más que completa el modelo de atribución de responsabilidades (así como limitaciones y algunas prohibiciones) en una misma línea globalmente coherente con lo que pueden ser las exigencias de un modelo de libertad de expresión como el de nuestra Constitución, más allá de su excesiva preocupación por regular las comunicaciones más comerciales y un desinterés por el resto (Teruel Lozano, G. M. (2010). El legislador y los riesgos para la libertad de expresión en Internet: notas sobre las garantías constitucionales de la libertad de expresión en la LSSICE y en la Disposición final segunda del Proyecto de Ley de Economía Sostenible. En L. Cotino Hueso (ed.). Libertades de expresión e información en Internet y las redes sociales: ejercicio, amenazas y garantías. Valencia: Publicacions de la Universitat de Valènci. Disponible en http://www.uv.es/cotino/elibertades2010.pdf.Teruel Lozano, 2010: 70-71). Globalmente se puede señalar, con todo, que, en este aspecto, el punto de equilibrio alcanzado por el derecho español parece satisfactorio desde la perspectiva de proteger y no cercenar las posibilidades comunicativas que abre Internet con regulaciones en exceso sesgadas a favor del control. Más allá de casos en que estas reglas puedan haber sido aplicadas de manera quizás muy severa (algo por lo demás inevitable en momentos de asentamiento normativo de las mismas y su interpretación) conviene entender y valorar el espacio de seguridad jurídica que reportan y las importantes consecuencias que para la defensa del pluralismo tienen, al igual que esa es la función, a la hora de la verdad, del referido art. 30 CP. La consecuencia evidente, como es obvio, es que una vez asentadas estas normas conviene ser muy vigilantes respecto de su aplicación y asimismo exigentes en su reconocimiento y expansión a cualquier manifestación expresiva frente a pretensiones limitadoras que, por ejemplo, son habituales respecto de la labor de agregadores o buscadores (¿es responsable Google genéricamente de contenidos enlazados?) o por cuestiones de propiedad intelectual (¿debe YouTube ser proactivo en la revisión y retirada de vídeos que puedan infringir derechos de autor?) pero que no parece que a partir de una lectura estricta y favorable a la libertad de expresión de la regulación, en consonancia con las pautas de interpretación constitucional al uso (favor libertatis), deban ser las que hayan de aceptarse menos en los supuestos, por ahora excepcionales, de responsabilidad, ya sea penal, ya sea civil por no actuar teniendo conocimiento efectivo. No parece que, de momento, la lógica en materia de responsabilidad para las redes sociales esté siendo, más bien, esta nueva visión más exigente y solo si expresamente hubiera un cambio en este sentido nos encontraríamos en ese panorama. Puede criticarse un excesivo laxismo sin duda relacionado con las exigencias de estas grandes empresas que gestionan las redes sociales y que necesitan de este régimen jurídico para hacer negocio. Pero no parece, de momento, que del mismo se están derivando excesivos problemas, por lo que hay que entender que la regulación parece haber logrado un equilibrio más o menos satisfactorio.

Un segundo elemento muy relevante de la definición de los límites a las libertades de expresión en las redes sociales tiene que ver, por su parte, con la aplicación de las reglas civiles en materia de intimidad, propia imagen y honor de la vetusta Ley Orgánica 1/1980, evidentemente poco adaptada a la actividad de las mismas, y más pendiente de la acción de los medios de comunicación clásicos o de la revelación de secretos tradicional, respecto de la que convendría una cierta actualización, por cuanto está provocando una absoluta coincidencia de los límites expresados en la misma con los límites penales, condenando a la norma a la irrelevancia. Sería muy necesario, como ya se ha dicho, replantear la conveniencia de una doble gradación respecto de estos ilícitos, eliminando casi todos los que tienen a día de hoy castigo penal y remozando la norma civil para adaptarla a las necesidades del mundo digital, convirtiéndola en un conjunto de reglas sencillas que sean capaces de delimitar los límites de la efectiva capacidad de expresión civilmente admisible por no violar derechos. En caso contrario, de no acometer esta reforma, continuaremos teniendo un régimen civil de retirada de contenidos e indemnización por los daños producidos lento e ineficaz, que será sistemáticamente preterido en favor de la vía penal, con los costes indirectos que ello genera… o por soluciones de tipo administrativo directamente ofrecidas por los poderes públicos.

En efecto, una consecuencia interesante de la constatación de la incapacidad del derecho privado para disciplinar correctamente ciertos aspectos conflictivos de la expresión en las redes sociales (pero no tan peligrosos como para merecer reproche penal) es que la Administración ha ido, poco a poco, adquiriendo un inusitado protagonismo, desplazando a los propios ciudadanos, a la hora de identificar algunos contenidos que, sin ser delictivos, se entiende que no han de ser difundidos en las mismas. Ello ha ocurrido con la determinación de algunas políticas de privacidad impuestas a algunas redes sociales, que estas han aceptado poner en marcha por medio de políticas de autorregulación, pero también se extiende al control de algunos contenidos (ya hemos hecho referencia al caso de la anorexia y la bulimia) y más recientemente se está incluso extendiendo a cierta fiscalización que, con orígenes en algunas normas administrativas sobre control de contenidos audiovisuales, ha ido normalizando la intervención pública a la hora de determinar la corrección de algunos de los mensajes que se difunden por las redes sociales: normas de polícía administrativa sobre contenidos, labores de protección de datos que pueden derivar en la tutela y restricción de ciertas expresiones y, en conexión con esta última posibilidad, el control y decisión última sobre la aplicación del derecho al olvido en las redes sociales.

IV. ¿Hacia un control administrativo de la expresión en las redes? [Subir]

1. Formas indirectas de control administrativo sobre los contenidos publicados en las redes sociales [Subir]

Como acabamos de señalar, una de las novedades más interesantes jurídicamente de la delimitación de la expresión en las comunicaciones electrónicas y, por ende, en las redes sociales, es la sorprendente aparición, por vías indirectas, de la Administración con un papel muy preponderante en la definición o delimitación de los posibles derechos en conflicto. Y ello en materia de protección de la intimidad frente a terceros e, incluso, frente a uno mismo, con consecuencias para el pluralismo a las que nos referiremos brevemente, siquiera sea de modo telegráfico, para completar este cuadro. Estas intervenciones han sido jurídicamente insólitas en nuestro pasado más reciente. Lo han sido, al menos, desde la aprobación de la Constitución española de 1978 que, por buenas razones, trató de desapoderar a Gobierno y administraciones públicas en todo lo relativo a la Policía y control de contenidos expresivos.

Sin embargo, recientemente, las redes sociales (y especialmente aquellas más empleadas por menores) se están convirtiendo en un terreno abonado a la experimentación sobre nuevas formas de paternalismo jurídico que llevan al Estado (de nuevo, por cierto, vía Administración Pública antes que vía legislador) a establecer controles e incluso sanciones a partir de reglamentos y códigos de conducta (López Jiménez, D. (2009). La protección de datos de carácter personal en el ámbito de las redes sociales electrónicas. Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad de Alcalá de Henares, 2, 237-274.López Jiménez, 2009) y que alteran la conclusión de contratos entre partes libremente acordados (Boix Palop, A. (2010). ¿Una red donde todos somos menores de edad? En torno al sorprendente papel de las Administraciones públicas como tutores y garantes de algunos derechos fundamentales en nuestra actividad en Internet. En L. Cotino Hueso (ed.). Libertades de expresión e información en Internet y las redes sociales: ejercicio, amenazas y garantías (pp. 419-429). Valencia: Publicacions de la Universitat de València. Disponible en http://www.uv.es/cotino/elibertades2010.pdf.Boix Palop, 2010). Estas regulaciones, como decimos, por mucho que sean manifestaciones de autorregulación, lo son más bien de una «autorregulación regulada» (Darnaculleta Gardella, M. (2005). Autorregulación y Derecho público: la autorregulación regulada. Madrid: Marcial Pons.Darnaculleta Gardella, 2005) esto es, de una autorregulación impuesta de manera bastante clara, tanto en la necesidad de ponerla en marcha como en no pocos de sus contenidos, por las Administraciones públicas (Díaz Buck, A. V. (2013). La autorregulación en redes sociales como forma de garantizar los derechos de intimidad, privacidad y protección de datos personales. Derecom, 13.Díaz Buck, 2013). Esta política, en nuestro país, ha sido particularmente intensa en aras a tratar de proteger a los menores de edad, para los que estas regulaciones han sido muy exigentes (De Miguel Molina, M. y Oltra Gutiérrez, J. V. (2011). La autorregulación europea de las redes sociales: análisis de las políticas de uso de la imagen de menores en España. En L. Cotino Hueso (coord.). Libertades de expresión e información en Internet y las redes sociales: ejercicio, amenazas y garantías. Valencia: Publicacions de la Universitat de València. Disponible en http://www.uv.es/cotino/elibertades2010.pdf, pp. 476-485.De Miguel Molina y Oltra Gutiérrez, 2011), incluso cuando se trata de menores que, aun siendo menores de edad, tienen ya edad más que suficiente para consentir civilmente conociendo las implicaciones de sus actos. En definitiva, tenemos aquí una primera vía de «administrativización» del control de contenidos que, por mucho que parezca discreta y no excesivamente importante, ya supone un cambio cualitativo al mostrar una inusitada actuación previa por parte de la Administración en labores de policía expresiva.

Lo cual nos lleva, a continuación, al peculiar fenómeno de que en Internet se considere cada vez más normal el control a cargo de autoridades administrativas de ciertos contenidos, en sus diversas variantes y por diversas razones. En primer lugar hay que hacer referencia a cómo, indirectamente, la Agencia Española de Protección de Datos se arroga este tipo de capacidad, pudiendo conminar a eliminar contenidos bajo amenaza de cuantiosas sanciones y con una capacidad de actuación crecientemente expandida, ya sea con instrumentos de orientación o de soft law no desdeñables, ya con medidas como el apercibimiento (Marzal Raga, C. R. (2014a). La nueva sanción de apercibimiento en materia de protección de datos. Valencia: Tirant lo Blanch.Marzal Raga, 2014a), que nos dibujan cada vez más una Administración con una capacidad de indirizzo ciertamente notable y que de resultas de ello se convierte en un inopinado actor en materia de control de contenidos y de arbitrio sobre las libertades expresivas. Con particular incidencia, además, en unas redes sociales que emplean imágenes y vídeos que son considerados datos de carácter personal y que por esta razón permiten acceder a la tutela de la Administración para exigir su retirada por medio del derecho de oposición, como ha demostrado Marzal Raga (Marzal Raga, C. R. (2014b). Imagen audiovisual y autodeterminación informativa en los medios de comunicación. En A. Boix Palop y J. M. Vidal Beltrán (coords.). La nueva regulación del audiovisual: medios, derechos y libertades (pp. 305-325). Cizur Menor: Aranzadi.2014b). Las ventajas de esta tutela administrativa no pueden negarse, frente a una tutela civil costosa (que requiere de asistencia letrada), lenta y por ello cara, además de ineficaz. De modo que para quien no desee iniciar la vía penal, que en estos delitos privados también resulta costosa y que siempre puede acabar en una absolución por la nimiedad del daño, convirtiendo todos estos esfuerzos en inútiles, esta herramienta de tutela pública puede ser una alternativa interesante por expeditiva y eficaz. Cuestión diferente es si tiene sentido una arquitectura de control de los excesos expresivos en redes sociales asociados a imágenes, vídeos u otros contenidos que contengan datos de carácter personal que oblige a desplegar tantos esfuerzos administrativos y si ello no puede acabar engendrando nuevos riesgos para el pluralismo.

Asimismo llamativo es el activismo administrativo, también con claras consecuencias para el pluralismo y la libertad de expresión e información (Cotino Hueso, L. (2010b). La colisión del derecho a la protección de datos personales y las libertades informativas en la red: pautas generales y particulares de solución. En L. Cotino Hueso (ed.). Libertades de expresión e información en Internet y las redes sociales: ejercicio, amenazas y garantías. Valencia: Publicacions de la Universitat de València. Disponible en http://www.uv.es/cotino/elibertades2010.pdf.Cotino Hueso, 2010b), e incluso para la conformación en la esfera pública de una cierta memoria colectiva, en relación con el llamado «derecho al olvido»[38]. De todos es conocido, dada la inusitada repercusión y expectación que han generado el llamado «caso Google» y la Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 13 de mayo de 2014 que lo resuelve (Boix Palop, A. (2015). El equilibrio entre los derechos del artículo 18 de la Constitución, el «derecho al olvido» y las libertades informativas tras la Sentencia Google. Revista General de Derecho Administrativo, 38, 3.Boix Palop, 2015), que la Agencia de Protección de Datos se considera legitimada para impetrar a Google (señeramente, pero como es obvio, si se puede hacer con ese buscador eso significa que jurídicamente la Agencia estaría legitimada para hacer lo propio con todos los prestadores de servicios equivalentes y también con las redes sociales) a que elimine determinados enlaces a contenidos que aparecen en la red (del mismo modo que se puede también dirigir directamente a otras páginas, no buscadores, donde estén efectivamente alojados para que se proceda a su eliminación). Con ser esta última posibilidad notable y jurídicamente problemática en ocasiones, lo es mucho más en un contexto en el que no se actúe contra el contenido en sí (e incluso se pueda considerar legítimo, por ejemplo, según es doctrina de la Agencia de Protección de Datos) por corresponderse con una noticia publicada en la web (o en la hemeroteca, incluso aunque no sea contenido estrictamente informativo como puede ser un anuncio) pero, en cambio, sí se obligue al buscador a desindexar la referencia a la misma. O, en su caso, a la red social (Cotino Hueso, L. (2014). La STJUE del caso Google de 2014. Algunos «olvidos» y otras tendencia negativas respecto de las libertades informativas en Internet. Ponencia presentada en el Seminari de la Facultat de Dret de València. Disponible en http://www.uv.es/seminaridret/sesiones2014/google/ponenciacotino.pdf. Cotino Hueso, 2014). Se trata, como puede verse, de un juego de equilibrios sumamente singular donde se ve con claridad ese elemento de actuación pretoriana a cargo de la Administración que, gracias a la invocación del «derecho al olvido», podrá revisar las decisiones que sobre esta eliminación o no de ciertos enlaces adopten los buscadores o redes sociales tras la solicitud de los afectados (Boix Palop, A. (2015). El equilibrio entre los derechos del artículo 18 de la Constitución, el «derecho al olvido» y las libertades informativas tras la Sentencia Google. Revista General de Derecho Administrativo, 38, 3.Boix Palop, 2015).

Ello deja en manos de, en primer lugar, estas empresas y, en segundo lugar, la Administración las decisiones sobre la conveniencia social de «olvidar» (o, al menos, de recordar más o menos fácilmente con ayuda de la moderna tecnología de la que en la actualidad disponemos y diseñada para ello) o no ciertos eventos del pasado. Genera, por muchas razones, un enorme vértigo pensar en las implicaciones de aceptar la premisa, por mucho que sus defensores se apresuren siempre a matizarla (explicando que se hace con función tuitiva y que no supone reescribir la historia sino solo «dificultar» el acceso a ciertas partes de la misma). Pero, sin entrar ahora en esa discusión (véase Martínez Martínez, R. (2014). El derecho al olvido. Eldiario.es, Agenda Pública, 9/9/2014. Disponible en: http://www.eldiario.es/agendapublica/impacto_social/Olvido_0_282422332.html.Martínez Martínez, 2014), es importante simplemente resaltar el efecto de que, con este desplazamiento de los mecanismos de composición de la historia y memoria colectivas, que pasan de la sociedad y sus dinámicas dispersas y desordenadas, caóticas y quizás en ocasiones dañinas e injustas a partir de la interacción de sus diversas partes (todas ellas, que incluyen las fuentes primarias, profesionales, oficiales o ciudadanas y los motores de búsqueda e instrumentos equivalente) con un Estado, encarnado en la Administración Pública, que aspira a ser menos dañino e injusto, a aquilatar mejor lo que conviene «saber» (o, mejor, tener a mano, a golpe de click) y lo que en cambio ha perdido vigencia, relevancia, interés… lo que estamos haciendo es trasladar al Estado un impresionante poder que hasta la fecha nadie había dudado nunca que estaba en manos de los ciudadanos, de la sociedad. No está claro que sea un buen negocio o que los riesgos que de ello se deriven no sean, a la hora de la verdad, mucho mayores. Pero sí parece evidente, en todo caso, que estamos hablando de un modelo de control vertical, realizado desde arriba, y muy diferente del modelo a partir del cual una sociedad va construyendo por sí misma, de forma desconcentrada y horizontal (algo a lo que ayudan mucho las redes sociales), sus mecanismos de recuerdo y olvido o de asignación de una importancia mayor o menor a los hechos del pasado.

Por último, no conviene perder de vista un segundo elemento de la polémica, referido a la forma en que puede afectar una decisión sobre «olvido», según cuál sea su resolución, a la propia arquitectura y entendimiento de las relaciones entre libertades expresivas y derechos de la personalidad. Téngase en cuenta, de hecho, que en paralelo a la resolución del caso Google, el Parlamento Europeo ha perfilado un nuevo Reglamento europeo de protección de datos que trata de dar una solución de tipo legislativo a esta cuestión (Boix Palop, A. (2015). El equilibrio entre los derechos del artículo 18 de la Constitución, el «derecho al olvido» y las libertades informativas tras la Sentencia Google. Revista General de Derecho Administrativo, 38, 3.Boix Palop, 2015). En su texto se aplica la lógica de la protección de datos personales (es decir, el reconocimiento de una serie de derechos —acceso, rectificación, cancelación y oposición—) a toda información que en Internet esté publicada sobre una persona física, lo que, aunque el artículo introduce ciertos límites a ese derecho de borrado, sin duda significa realizar una peculiar contorsión de la lógica constitucional tradicional respecto de las relaciones entre libertades expresivas y derechos de la personalidad (estas primaban sobre aquellos cuando las informaciones eran veraces y de interés público y además los derechos de la personalidad eran un límite a su ejercicio, no un presupuesto liberador del mismo)[39]. Lo cual significa muy probablemente modificar las relaciones de los ciudadanos respecto de los medios de difusión y los contenidos que les afecten a muchos niveles, que a día de hoy aún ni sospechamos siquiera. Y, también, que esa capacidad de petición de retirada puede operar respecto de cualquier contenido publicado en una red social, por cualquier usuario, que refleje datos, información o la enlace sobre nosotros y que entendamos inexacta o desactualizada. Teniendo en cuenta que la decisión última sobre si se puede o no ejercer este derecho al olvido va a depender en gran medida de las autoridades en materia de protección de datos, se trata, de nuevo, de una evolución que abunda a la postre en la tendencia de apoderar extraordinariamente a la Administración y al poder público y desapoderar a los ciudadanos. Y ello a pesar de que, aparentemente, el juego en primera instancia es entre agentes privados, donde van a tener un gran protagonismo empresas como Google (o las propias redes sociales) que van a recibir muchas de estas peticiones y deben decidir si atenderlas o no. Pero, en la práctica, y la propia puesta en marcha del protocolo de actuación de Google ya da muchas pistas sobre ello al asumir no pocas de las indicaciones de las diversas agencias europeas de protección de datos sobre cómo interpretar el fallo del TJUE (si bien no todas, Cotino Hueso, L. (2014). La STJUE del caso Google de 2014. Algunos «olvidos» y otras tendencia negativas respecto de las libertades informativas en Internet. Ponencia presentada en el Seminari de la Facultat de Dret de València. Disponible en http://www.uv.es/seminaridret/sesiones2014/google/ponenciacotino.pdf. Cotino Hueso, 2014), la capacidad de predeterminación y de revisión de estos órganos administrativos está llamada a ser clave también. El hecho de que, además, ciertas multinacionales vayan a ser también protagonistas también muy destacadas de este control de contenidos no quita gravedad al papel que se arroga la Administración (más bien, permite simplemente adicionar inquietudes).

2. La disciplina administrativa respecto de ciertos contenidos y mensajes publicados en las redes sociales [Subir]

Por último, es necesario hacer referencia a una novedad de nuestro derecho público surgida en tiempos recientes, y con mucha incidencia en la expresión y difusión de ciertos contenidos en las redes sociales, como es la aparición de prohibiciones basadas en ilícitos administrativos que se justifican en la posibilidad de establecer límites a la expresión perfectamente constitucionales derivados de la cláusula de orden público del art. 10 CEDH que, en su integración constitucional, habilitaría para proscribir y penar la emisión de contenidos que puedan suponer un riesgo para ese valor tan evanescente por definición (y caro a los poderes públicos) como es el «orden público». Así, la recientemente aprobada Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana, más conocida como «ley mordaza» (Bilbao Ubillos, J. M. (2015). La llamada ley mordaza: la Ley Orgánica 472015 de protección de la seguridad ciudadana. Teoría y realidad constitucional, 36, 217-260.Bilbao Ubillos, 2015; Macià Gómez, R. I. (2015). Apuntes sobre la llamada «Ley Mordaza». Diario La Ley, 8649, 1.Macià Gómez, 2015), que sustituye a la norma en vigor desde 1992, contiene previsiones tales como la prohibición de publicar y compartir imágenes que puedan comprometer la seguridad de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado (art. 36.23 de la Ley, configurada como infracción grave) o, directamente, el hecho de pasar a considerar como infracción leve las faltas de respeto a sus miembros que no constituyan infracción penal (art. 37.4). Estas medidas se endurecen en parte, precisamente, como respuesta a la apertura que las redes sociales han supuesto a todos los ciudadanos, permitiendo su participación, por ejemplo, a la hora de documentar gráficamente actuaciones policiales con contenido noticioso. La ubicuidad de los ciudadanos y la posibilidad de compartir estos contenidos se produce, sobre todo, en las redes sociales y no es por ello extraño que, precisamente, los primeros casos de aplicación de estas normas (que muestran a las claras sus perfiles más problemáticos) hayan tenido lugar a partir de comentarios y documentos compartidos en redes como Faceboook[40].

Se trataría, con todo, se nos dirá, de supuestos excepcionales previstos para la represión de conductas muy concretas y que además están tipificados únicamente para supuestos donde hay riesgo para la seguridad y orden públicos. Sin embargo, ello no parece una razón de peso para quebrar el tradicional reparto sobre los contenidos expresivos, que reprimía estas conductas por medio de la actuación de los jueces y tribunales. Los riesgos para la libertad de expresión y el pluralismo, al operar de este modo, son evidentes y permiten intuir una paulatina extensión futura de estas posibilidades de intervención administrativa sobre los contenidos en las redes sociales apelando a diversos títulos jurídicos que justificarían estas intromisiones. De hecho, esta evolución sería plenamente coherente, por ejemplo, con la convicción demostrada por las autoridades europeas del audiovisual, en España entusiásticamente secundadas por el Consell de l’Audiovisual de Catalunya, de que disponen de capacidad para disciplinar los contenidos audiovisuales que se difunden por Internet con poderes equivalentes a los que les son propios (Barata i Mir, J. (2006). Democracia y audiovisual. Fundamentos normativos de la reforma del régimen español. Madrid: Marcial Pons.Barata i Mir, 2006, in extenso) cuando ejercen sus funciones de control sobre los contenidos emitidos por los licenciatarios de los servicios de radio y televisión por ondas, obviando el hecho de que Internet es un medio de suyo más libre, plural, abierto… y no sometido a ese control administrativo, lo que probablemente debiera reconducir la fiscalización sobre el mismo a unos controles más en la línea de lo que ha sido la convicción tradicional, con base en el art. 20.5 CE, de que solo una autoridad judicial podía tomar este tipo de decisiones. No debe olvidarse, además, que el art. 20.2 CE establece también la prohibición de la censura previa, de modo que hay quien entiende que, por definición, y de la combinación de ambos artículos, se deduce un importante mandato al legislador en el sentido de no ceder excesivos espacios a la Administración en el control de contenidos expresivos (Betancor Rodríguez, A. (2007). ¿Están justificadas las autoridades administrativas de control de contenidos de las emisiones? La experiencia norteamericana. Revista Catalana de Dret Públic, Escola d’Administració Pública de Catalunya, 34, 31-82.Betancor Rodríguez, 2007). Esta posible extensión, que permitiría controlar los contenidos audiovisuales que se comparten/difunden por medio de las redes sociales (y no olvidemos que cada vez más los grandes operadores tienen perfiles en las redes desde donde promocionan y enlazan sus productos y aspiran a captar audiencia) nos situaría ya de lleno en una quiebra absoluta de los equilibrios tradicionales en punto a quién controla los excesos expresivos, añadiendo a otros entes, además del juez, con capacidad para realizar esta labor. Se trata de una posibilidad ciertamente peligrosa desde la perspectiva proliberal que este trabajo viene defendiendo y que colocaría al Estado en una posición muy ventajosa en sus intentos de disciplinar la expresión de los ciudadanos en las redes (Boix Palop, A. (2011c). El cambio de prisma en la regulación del audiovisual: la sorprendente continuidad latente en el paso del servicio público a la liberalización. En B. Belando Garín y G. Montiel Roig (coords.). Contenidos y mercado en la regulación de la Comunicación Audiovisual. El nuevo marco normativo de la Ley 7/2010 General de Comunicación Audiovisual. Valencia: Tirant lo Blanch.Boix Palop, 2011c: 218-222; Teruel Lozano, G. M. (2014). Libertad de expresión y censura en Internet. Estudios de Deusto, 62 (2), 41-72. Disponible en: http://dx.doi.org/10.18543/ed-62(2)-2014pp41-72.Teruel Lozano, 2014).

La conclusión, en definitiva, al menos en este punto, no puede ser sino clara y particularmente inquietante. Con diversas razones de tipo técnico (que no viene al caso ahora discutir o cuestionar, por razones de espacio y de orientación de este trabajo) podemos constatar ya a estas alturas la aparición y consolidación respecto de las formas de comunicación en Internet de mecanismos e instancias de control antes inexistentes respecto de contenidos o informaciones que, cuando lo son en otros formatos, nadie tenía (ni tiene) dudas de que solo podían ser cuestionadas, en su caso, por la autoridad judicial. Que las distintas formas de disciplina de la expresión (sea por razón de protección de datos, o de control de derechos de autor[41] o incluso de la expresión audiovisual per se) a cargo del poder ejecutivo van en aumento es, pues, una evidencia que habría que comenzar a resaltar y cuestionar. Esta tendencia, además, es particularmente visible respecto de la expresión de ideas y opiniones, la compartición de informaciones o la difusión de material audiovisual en las redes sociales, y ello a pesar del carácter no totalmente público, sino a caballo entre esa esfera y un ámbito más restringido y familiar o cercano a la actividad más privada que los usuarios de las mismas suelen desarrollar. Es habitual esgrimir para justificar esta creciente tendencia la necesidad de un mayor control de lo que sucede en las redes para el que el derecho penal no estaría preparado, como consecuencia de las propias dimensiones del fenómeno, y que el derecho privado no se estima tampoco capaz de asegurar suficientemente. En tales situaciones, el recurso a la Administración pública y su capacidad para allegar medios a aquellas situaciones que requieran de cierta firmeza ejecutiva es un cómodo expediente. Lo que dista de estar claro es que sea, no obstante, la mejor solución por mucho que parezca la más sencilla.

Las razones por las que el constitucionalismo liberal clásico (y particularmente el constituyente español en 1978, tras la experiencia de cuatro décadas de censura y férreo control de la información, que durante todos esos años se filtraba al debate público solo a través de los canales que la dictadura franquista determinaba, verticalmente) estableció la imposibilidad, como regla general, de que sean el gobierno o la Administración quienes controlen las manifestaciones expresivas no parece necesario que sean muy remachadas en este punto. Los evidentes riesgos para el pluralismo que se derivan de dar cada vez más poderes en estos ámbitos al poder ejecutivo, tampoco. Conviene, por ello, situar en su correcto contexto (a la luz de la explicación que dábamos también al principio de este trabajo) esta tendencia que da cada vez más potestades a la Administración de control de contenidos: estamos frente a una deriva que socava las mismas bases del constitucionalismo democrático y participativo.

Frente a tales pretensiones, conviene recordar que la expresión en Internet no es, lo reiteramos una vez más, sino simple y ordinaria expresión de ideas y opiniones, pero más potente y por ello no más peligrosa sino, antes al contrario, más beneficiosa para la sociedad. Las reglas con las que se conciben y combaten, en su caso, estos flujos, han de ser por esta razón las mismas que con cualquier expresión ordinaria. Y ello implica actuar, como ordinariamente, a partir del principio favor libertatis, no restringir derechos de los ciudadanos cuando difunden información o manifiestan opiniones en las redes sociales que sí tendrían derecho a emitir si lo hicieran por otros medios o si fueran emitidas en medios de comunicación tradicionales, así como luchar por impedir que la Administración, en sus diversas variantes y por las diversas razones técnicas habitualmente afectadas (y por mucho que con posibilidad siempre de un ulterior recurso ante un juez) se pueda convertir en árbitro que determine lo que es adecuado o no que aparezca en la esfera pública y en el debate ciudadano. Esa función la realizan la Constitución y las leyes que la desarrollan, interpretadas por los jueces y tribunales según señala nuestro ordenamiento jurídico y es extraordinariamente importante para el pluralismo que así siga siendo.

V. Algunas conclusiones sobre las insuficiencias de la respuesta represiva en este contexto y la construcción de los nuevos límites [Subir]

Los límites a la expresión que realizamos en Internet por medio de las redes sociales están todavía, a día de hoy, en construcción. La concreta manera en que acaben siendo decantados finalmente dependerá de una confluencia de elementos que, de momento, todavía no sabemos cómo cristalizará. Sin embargo, ya es posible identificar algunas tendencias que apuntan en direcciones no del todo coherentes con las bases constitucionales a partir de las cuales hemos construido el esquema de intervención pública sobre la expresión de ideas y opiniones en una sociedad democrática. La exagerada percepción de riesgos asociados a la generalización de la comunicación en red y la multiplicación de emisores y receptores ha permitido que se haya aceptado socialmente tanto un incremento de las posibilidades de represión del pensamiento disidente, rebajando la sensibilidad de los mecanismos de represión penal en estos casos, como la aparición de procedimientos directos e indirectos de control administrativo de la expresión que habían desaparecido, en principio, con la Constitución española de 1978. El hecho de que no se controle a medios de comunicación sino a usuarios individuales, y que estos controles no sean particularmente molestos para las propias redes sociales que dan soporte a estos intercambios, ni limiten su negocio en demasía, hace que la reacción frente a estas restricciones sea más complicada. Ello no obstante, no conviene subestimar la gravedad de las mismas, máxime si tenemos en cuenta que las redes sociales están llamadas a ser en un futuro ya muy próximo un espacio cada vez más privilegiado para el intercambio de informaciones y opiniones. El debate público, que en una sociedad pluralista debería estar lo más desligado de controles por parte de los poderes públicos que fuera posible, se va a producir cada vez más en las redes sociales (o, como mínimo, también en las redes sociales) y conviene protegerlo, pues de su salud depende en gran parte la buena forma de nuestras democracias.

A efectos de lograr emplear las redes sociales como un agente dinamizador del pluralismo conviene perfilar límites a la expresión que se realiza en las mismas que actualicen, adaptadas al nuevo entorno social y tecnológico, los principios constitucionales que informan nuestro sistema. Ello requiere, como hemos tratado de demostrar, dejar al derecho penal para aquellas manifestaciones que sean realmente graves y supongan riesgos sociales ciertos y obvios, por mor del cumplimiento del principio de intervención mínima y del de ofensividad, pero también porque, sencillamente, no es realista pretender ordenar la expresión en las redes sociales y «civilizarla» a golpe de sentencia penal. Es preciso también, en paralelo, fortalecer y aclarar las reglas que determinan los ilícitos civiles, a fin de convertir esta vía en el mecanismo idóneo para solventar los problemas que puedan surgir entre particulares, lo que requiere, por último, acabar de acotar las reglas sobre responsabilidad (esencialmente civil) de las propias redes sociales a base de perfilar cada vez mejor cuál es el estándar de «efectivo conocimiento» de una violación cometida empleando sus plataformas que, caso de ser ignorado, deriva en responsabilidad.

Un modelo que funcionara correctamente a partir de estos criterios no abusaría del recurso a la fiscalización administrativa y permitiría que fueran los propios ciudadanos quienes solucionaran sus problemas empleando el derecho privado y sin recurrir a excesivos paternalismos. Y, sobre todo, se replantearía la interposición de instancias administrativas para posibilitar la eliminación o «invisibilización» de contenidos a partir de decisiones adoptadas por autoridades de protección de datos e, incluso, potencialmente, de autoridades de control del audiovisual, dado que el esquema constitucional, en principio, determina que corresponde a los jueces precisar el alcance preciso de las garantías y libertades expresivas y, en su caso, reprimir posibles excesos. Esta mayor contención evitaría que asistiéramos, como es el caso en la actualidad, a una excesiva persecución por parte de las autoridades públicas de ciertos contenidos cuya expresión, en el fondo, no es sino muestra de la vitalidad y buen estado de salud de una democracia donde la libertad permite hacer florecer la discrepancia e, incluso, los contenidos o comentarios que una mayoría social pueden juzgar como francamente desagradables o directamente estúpidos. La protección de estas manifestaciones, que muchos dirán que abundan en las redes sociales, es no solo una obligación constitucional sino, también, una buena idea.

Notas [Subir]

[1]

El presente trabajo se enmarca en las labores de investigación llevadas a cabo en el seno del Proyecto de I+D+i «Pluralismo y contenidos en la nueva regulación española de los mercados audiovisuales» (DER2012-37122), financiado por el Subprograma de Proyectos de Investigación Fundamental no Orientada del Ministerio de Economía y Competitividad.

[2]

Así, las llamadas «redes sociales», término que engloba de manera muy general muy diversos tipos de aplicaciones informáticas donde los usuarios registrados tienen la posibilidad de entrar en contacto con otros muchos, en ocasiones previamente conocidos, en otras no. Sobre la tipología y funcionamiento de las «redes sociales» hay ya una abundante bibliografía, de entre la que se pueden señalar a efectos de lograr una introducción al tema trabajos como el de Casella (Casella, M. (2015). The Social Networks: an Introduction: Amazon.2015) para lograr tanto una cierta comprensión general del fenómeno como un análisis de las redes sociales más relevantes y sus diferentes tipologías; o el de Bruggeman (Bruggeman, J. (2013). Social Networks. An introduction. Londres: Routledge. 2013), mucho más técnico, con una detenida exposición sobre los fundamentos de su funcionamiento, claramente ejemplificado con los modelos de más éxito (en esta misma línea, Prell, C. (2011). Social Network Analysis: History, Theory and Methodology. SAGE.Prell, 2011). Un tratamiento muy interesante, desde una óptica española, sobre estas redes y su importancia creciente en términos no solo de comunicación interpersonal sino periodística, puede encontrarse en López García (López García, G. (2015). Periodismo digital. Redes, audiencias y modelos de negocio. Madrid: Comunicación Social Ediciones.2015), donde además hay una descripción en castellano bastante atinada de cuáles son las características más significativas de cada una de estas plataformas y aplicaciones informáticas. A nuestros efectos, las redes sociales que más interés suscitan son precisamente las que comparten, junto a esta finalidad esencial de puesta en contacto de unas personas con otras, la vocación de servir como vehículo de expresión y transmisión de ideas u opiniones, en la medida en que plantean más problemas jurídicos en relación a la acotación de los límites expresivos constitucionales. Es el caso, notoriamente, de redes como Facebook (o equivalentes como Tuenti, MySpace…) o Twitter, cada una con sus peculiaridades. Otras redes semejantes pero destinadas a compartir fotos (Instagram, por mencionar la más conocida) o vídeos (Youtube o Google Videos, por ejemplo, no fueron construidas inicialmente como redes sociales, pero han evolucionado de modo similar y a nuestros efectos plantean problemas equivalentes) han generado, hasta la fecha, menos atención porque los problemas expresivos específicos de los materiales audiovisuales, más centrados en consideraciones de propiedad intelectual, han sido menos tratados desde esta óptica, pero han de ser igualmente tenidos en cuenta. Otro tipo de redes sociales, en la medida en que destinadas al intercambio de opiniones, informaciones y todo tipo de contenidos por medio de un canal privado (o semiprivado, si son grupos amplios con muchos participantes) como Whatsapp, Line, Telegram o equivalentes, han generado, también, menos problemas estrictamente expresivos y más conflictos centrados en la privacidad, pero, de nuevo, hay elementos comunes que hemos de atender. Por último, y por concluir una acelerada tipología, hemos de recordar también aquellas redes sin vocación expresiva y sin visibilidad para quienes no son parte de las mismas, que emplean estos sistemas para facilitar el contacto entre los usuarios normalmente con finalidades muy específicas (las más importantes cuantitativamente por número de usuarios son las que se dedican a las redes de relaciones profesionales, ya sean generalistas, de entre las que la más conocida es LinkedIn, ya para profesiones concretas; y las que sirven de plataforma para entablar contacto para buscar pareja o simplemente facilitar la identificación de personas interesadas en mantener relaciones sexuales, sector en el que hay una infinidad de redes y modelos de aplicaciones informáticas multiplataforma siempre en constante expansión e innovación, desde Meetic a Match pasando por Badoo, Tinder y tantas otras). Este tipo de redes plantean menos problemas en su dimensión externa, pero, por el contrario, pueden también generar conflictos asimilables, como tendremos ocasión de comprobar, cuando hay desbordamientos expresivos que afloran más allá del ámbito de la privacidad.

[3]

Aunque Manuel Castells ha vuelto sobre el tema y lo ha desarrollado temáticamente en los quince años que han seguido a esta obra, que puede caracterizarse como seminal, muchas de sus reflexiones posteriores, ya sea aplicadas a la sociedad de la información, ya sea a la cultura, a las redes, a los movimientos políticos… (véase, en este sentido, por ejemplo, López García, G. (2003). Internet, E-Communication and Public Opinion: Anti-War movement in the Internet and from the Internet in Spain. Actas del Congreso Towards New Media Paradigms.López García, 2003) se encuentran en su germen ya en esta primera aportación de vocación descriptiva y sociológicamente muy completa. A nuestros efectos el primero de los volúmenes, dedicado a la descripción de las sociedades en red, es una acabada síntesis de las características y magnitudes de las transformaciones operadas que a día de hoy sigue siendo útil (y aceptada canónicamente) para ubicar el contexto de transformación en que nos situamos como consecuencia de los cambios tecnológicos operados.

[4]

Se trata de una consecuencia directa de la forma en que los seres humanos nos relacionamos con los demás que nos hace tender a la sociabilidad en determinadas condiciones, lo que puede ser fácilmente explotado a estos efectos (véase la explicación general del fenómeno en Lieberman, M. D. (2013). Social: Why our brains are wired to connect. Oxford: OUP.Lieberman, 2013), pero que tiene unas repercusiones potencialmente perniciosas nada desdeñables que entre nosotros han sido estudiadas y sistematizadas por el fantástico trabajo de Rendueles (Rendueles, C. (2013). Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital. Madrid: Capitán Swing.2013).

[5]

Entre las revelaciones más significativas que Wikileaks ha realizado empleando el material recopilado por Edward Snowden, antiguo empleado de una contrata que trabajaba en estos dominios para la CIA y la NSA (esto es, para los servicios de espionaje y de seguridad de los Estados Unidos de América), destacan las pruebas que mostraban cómo las grandes empresas tecnológicas aportaban al gobierno de los Estados Unidos toda la información que este requería sobre los usuarios de sus plataformas y redes sociales, corriendo con todos los gastos (Pétiniaud, L. (2014). Cartographie de l’affaire Snowden. Hérodote, 152-153, 35-42. Disponible en: http://dx.doi.org/10.3917/her.152.0035.Pétiniaud, 2014;Rotenberg, M. (2014). On international privacy. Harvard International Review, 35 (4), 24-28. Rotenberg, 2014) y, además, con la complicidad de los Estados europeos, que han hecho caso omiso a sus obligaciones de protección de los ciudadanos respecto de estas injerencias que se deducen tanto de sus propias normas constitucionales como de compromisos adquiridos en tratados como el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (Salamanca Aguado, E. (2014). El respeto a la vida privada y a la protección de datos personales en el contexto de la vigilancia masiva de comunicaciones. Revista del Instituto Español de Estudios Estratégicos, 4, 6.Salamanca Aguado, 2014).

[6]

Volveremos sobre esta cuestión, pero una de las más interesantes novedades sobre la disciplina que desde el derecho se está imponiendo a la expresión en las redes sociales es la capacidad que se concede, de forma creciente, a los poderes públicos para decidir sobre la perdurabilidad de la huella digital de lo expresado y, en consecuencia, sobre la facilitación o no de los procesos de «olvido» (Boix Palop, A. (2015). El equilibrio entre los derechos del artículo 18 de la Constitución, el «derecho al olvido» y las libertades informativas tras la Sentencia Google. Revista General de Derecho Administrativo, 38, 3.Boix Palop, 2015).

[7]

Por esta razón, la solución a muchos de los problemas que plantean las consecuencias de la libertad de expresión en la red tienden a ser transnacionales (Muñoz Machado, S. (2001). La regulación de la Red. Poder y Derecho en Internet. Madrid: Taurus.Muñoz Machado, 2001: 235-244;Boix Palop, A. (2003). La LSSI y las diversas concepciones sobre la eficacia extraterritorial de las limitaciones a la libre expresión derivadas de la cláusula de orden público. Revista Electrónica de la Facultad de Derecho de la Universidad de Valencia, 2. Disponible en: www.uv.es/revista-dret. Boix Palop, 2003) o, en su defecto, a parecerse mucho en todos los países de nuestro entorno cultural o económico. Ello no obstante, las manifestaciones problemáticas que vamos a tener ocasión de estudiar suelen requerir de una intervención pública que necesita de un cierto control por parte de las autoridades nacionales sobre los sujetos emisores, como vamos a tener ocasión de comprobar a lo largo de estas páginas. En ausencia de la misma, la capacidad para disciplinar y, en su caso, castigar, estas manifestaciones expresivas es extraordinariamente compleja (piénsese, a modo de paradigmático ejemplo, en la incapacidad de los Estados occidentales para actuar sobre los participantes en las redes sociales propias de los activistas del llamado Estado Islámico de Siria y Levante —ISIS— cuando están fuera del efectivo alcance de las autoridades nacionales europeas).

[8]

Aunque quizá sí tenga algo más de sentido recordar que, en las actuales coordenadas evolutivas de nuestro modelo representativo, en el que cada vez se hacen más evidentes las efectivas dificultades para establecer mecanismos de participación totalmente inclusivos, las aspiraciones de una sociedad liberal requieren probablemente de un esfuerzo por el pluralismo si cabe más decidido a la hora de entender las libertades y sus garantías (De Miguel Bárcena, J. (2005). La democracia representativa bajo el régimen de la gobernanza liberal. Anuario da Facultade de Dereito da Universidade da Coruña, 9, 125-138.De Miguel Bárcena, 2005; García Guitián, E. (2009). Una visión pluralista de los conceptos de libertad. Revista de Occidente, 338-339, 68-88.García Guitián, 2009).

[9]

Las redes sociales, en la medida en que no dejan de ser enormes plataformas de intermediación comunicativa, están sometidas a ciertas dinámicas económicas más generales, que afectan a todos los negocios construidos con una estructura de red y, por ello, con cierta tendencia al monopolio natural. Como es sabido, esta tendencia era tradicionalmente tenida como un elemento que justificaba una intensa regulación para evitar que este riesgo se concretara, pero lo cierto es que en las últimas décadas los entornos con un desarrollo tecnológico notable han tendido a permitir aligerar la regulación y confiar en que la rebaja de costes inducida por aquel minimice estos riesgos (Prosser, T. (1997). Law and the regulators. Oxford: Clarendon Press.Prosser, 1997). La adaptación de esta reflexión económica a los entornos donde la intermediación y los efectos de red se producen en negocios de base digital está todavía por hacer totalmente, pero en general ciertas intuiciones compartidas conducen a evaluar de modo menos dramático estos riesgos. Quizás quien mejor ha desarrollado las razones por las que estos intermediarios tienden por razones estructurales a no poder imponer monopolísticamente un gran poder de mercado sea el reciente premio Nobel Jean Tirole en sus trabajos sobre las dinámicas y estructura de lo que él conceptualiza como two-sided economy y los platform markets, que reflejan perfectamente los modelos de negocio de compañías como Facebook o Google, que ofrecen servicios de intercomunicación o de facilitación de información a los usuarios a cambio de la posibilidad de que estos puedan dedicar parte de su tiempo y atención a ver anuncios de compañías que usan estas redes como soporte para su publicidad. A partir de las dinámicas que este tipo de negocios generan, su tesis es que la capacidad de imponer pautas anticompetitivas no es excesiva, lo que eliminaría alguno de los riesgos que tradicionalmente justificaban una intensa regulación de los monopolios naturales (Rochet, J. C. y Tirole, J. (2002). Platform Competition in Two-Sided Markets. Disponible en http://core.ac.uk/download/files/153/6634993.pdf.Rochet y Tirole, 2002, Rochet, J. C. y Tirole, J. (2004). Two-Sided Markets: A Progress Report. Disponible en https://www.jstor.org/stable/25046265?seq=1#page_scan_tab_contents.2004 y Rochet, J. C. y Tirole, J. (2005). Two-Sided Markets: An Overview. Disponible en http://web.mit.edu/14.271/www/rochet_tirole.pdf.2005).

[10]

La importancia de esta cuestión no parece, sin embargo, ser comprendida por la Unión Europea, cuyo Parlamento aceptó el pasado septiembre, a propuesta de la Comisión y tras un intenso lobby por parte de las empresas de telecomunicaciones, enmendar la Directiva 2002/22/CE sobre servicio universal en el sentido de abrir la puerta a derogaciones de este principio. En nuestra doctrina, la cuestión ha pasado inadvertida, con contadas excepciones que sí han alertado sobre la importancia de la neutralidad en la red (Fuertes López, M. (2014). En defensa de la neutralidad de la red. Revista Vasca de Administración Pública, 99-100, 1397-1412.Fuertes López, 2014) y la reacción, por el momento, a la decisión europea ha sido, sobre todo, en blogs y medios digitales. Por ejemplo, véase aquí el comentario muy crítico de Enrique Dans: http://www.enriquedans.com/2015/10/el-parlamento-europeo-mata-la-neutralidad-de-la-red.html (fecha de la última consulta: 15 de enero de 2016).

[11]

Por lo demás, los estudios sobre el particular son muchos y de gran calidad, construidos a partir de la jurisprudencia que sobre estas materias ha ido dictando el Tribunal Constitucional (Pardo Falcón, J. (1993). Los derechos del artículo 18 de la Constitución española en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, Revista Española de Derecho Constitucional, 34, 141-178.Pardo Falcón, 1993; Bastida Freijedo, F. J. y Villaverde Menéndez, I. (1998). Libertades de expresión e información y medios de comunicación: prontuario de jurisprudencia constitucional. Cizur Menor: Aranzadi.Bastida Freijedo y Villaverde Menéndez, 1998), matizada y enriquecida posteriormente por las aportaciones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Bastida Freijedo, F. J. (2002). La libertad de información en la doctrina del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas. En La democracia constitucional: estudios en homenaje al profesor Rubio Llorente (pp. 573-592). Madrid: Congreso de los Diputados.Bastida Freijedo, 2002).

[12]

Razón por la cual podemos seguir acudiendo a estudios clásicos (Muñoz Machado, S. (1988). Libertad de prensa y procesos por difamación. Madrid: Ariel.Muñoz Machado, 1998) para identificar los perfiles de estas acciones, incluyendo muy particularmente todo lo referido a la reflexión sobre la importancia de su efectiva propagación.

[13]

A pesar de ello, muchas de las controversias iniciales sobre la regulación de la expresión en Internet pretendieron prohibir en las redes manifestaciones lícitas en el mundo offline. Véanse las discusiones en torno a la reforma legislativa que pretendió regular los contenidos que afectaban a la «decencia» en Internet en los Estados Unidos, finalmente abandonada (para una explicación completa del proceso y la controversia judicial, Fayos Gardó, A. (1997). El nuevo mercado de las ideas (sobre la sentencia del Tribunal Supremo norteamericano del caso Internet). Revista de Administración Pública, 144, 231-244.Fayos Gardó, 1997, con mucho detalle) o las acaecidas hace ya también casi dos décadas con los diversos procesos judiciales iniciados en Francia contra la venta de ciertos objetos y simbología nazi por Internet que puede consultarse en Cotino Hueso y De la Torre Forcadell (Cotino Hueso, L. y De la Torre Forcadell, S. (2002). El caso de los contenidos nazis en Yahoo ante la jurisdicción francesa: un nuevo ejemplo de la problemática de los derechos fundamentales y la territorialidad en Internet. Actas del XV Seminario de Derecho en Informática. Cizur Menor: Aranzadi.2002).

[14]

Véanse, sobre esta cuestión, tanto la exposición sobre la incorporación a nuestro arsenal punitivo del delito de enaltecimiento (Cuerda Arnau, M. L. (2007). El nuevo delito político: apología, enaltecimiento y opinión. Estudios de Derecho Judicial, 128, 89-122.Cuerda Arnau, 2007) como las críticas a una interpretación expansiva de estos instrumentos que habitualmente ha realizado la doctrina penal, siempre partidaria de una interpretación restrictiva que atienda de forma estricta a la efectiva existencia de una conducta suficiente como para superar el umbral mínimo que exige el principio de ofensividad (Vives Antón, T. S. (2001). Apología del delito, principio de ofensividad y libertad de expresión. En López Guerra (coord.). Estudios de Derecho Constitucional: homenaje al profesor D. Joaquín García Morillo (pp. 279-294). Valencia: Tirant lo Blanch.Vives Antón, 2001). La tendencia a la introducción de este tipo de ilícitos penales y, muy particularmente, su interpretación expansiva, se enmarcan en un modelo de respuesta penal casi unánimemente condenado e impropio de sociedades abiertas y que respetan e incentivan el pluralismo político como es el establecimiento de reglas más estrictas y restrictivas para las conductas asociadas a quienes son considerados como el «enemigo» o emiten opiniones y difunden ideas que son, a su vez, tenidas por «enemigas» (Sánchez-Ostiz Gutiérrez, P. (2006). La tipificación de conductas de apología del delito y el Derecho penal del enemigo. En M. Cancio Melià y C. Gómez-Jara Díez (coords.). Derecho penal del enemigo: el discurso penal de la exclusión (pp. 893-916). Madrid: Edisofer.Sánchez-Ostiz Gutiérrez, 2006). No tenemos aquí espacio para reiterar y desarrollar estas críticas, pero sí conviene apuntar que, como tendremos ocasión de comprobar, la expresión en las redes sociales es un privilegiado observatorio que permite comprobar hasta qué punto las mismas están fundadas, en la medida en que se manifiesta una patente desigualdad en la respuesta punitiva del Estado frente a unos comportamientos y otros estrictamente equivalentes. Algo que daría, sin duda, la razón a quienes ponen de relieve los riesgos ínsitos a establecer este tipo de medidas de criminalización de la disidencia meramente expresada.

[15]

Sobre la evaluación, crítica, de las reformas recientes del precepto, que han ido ampliando su capacidad de punir conductas, véase Teruel Lozano (Teruel Lozano, G. M. (2015a). La libertad de expresión frente a los delitos de negacionismo y de provocación al odio y a la violencia: sombras sin luces en la reforma del código penal. InDret, 4.2015a). Como es sabido, estos delitos no han sido considerados inconstitucionales por violar las libertades expresivas, a diferencia de lo que entendió el Tribunal Constitucional respecto de la mera negación del genocidio (anulando el inciso «y nieguen» que convertía esta acción en conducta típica en el antiguo 607.2 CP por medio de la Sentencia del Tribunal Constitucional (STC) 235/2007). Esta decisión del Tribunal Constitucional fue más restrictiva que lo expresado unos años antes por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), que en el caso Garaudy contra Francia (2003) había establecido la posibilidad de que una criminalización del negacionismo fuera acorde con el CEDH. Sin embargo, la evolución posterior del TEDH se alinea con la STC 235/2007, y así en Perincek contra Suiza (2013) se establece que para que la prohibición sea compatible con el tratado es necesario que las manifestaciones puedan considerarse como una incitación al odio, a la violencia o a la intolerancia (razón por la cual no ampara la condena a un conferenciante turco). Sobre las dificultades para justificar la criminalización de este tipo de manifestaciones puramente negacionistas a partir de la lógica del CEDH y una interpretación coherente de la jurisprudencia del TEDH hay mucha bibliografía (Bilbao Ubillos, J. M. (2008). La negación del holocausto en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos: la endeble justificación de tipos penales contrarios a la libertad de expresión. Revista de Derecho Político, 71-72, 19-56. Disponible en: http://dx.doi.org/10.5944/rdp.71-72.2008.9038.Bilbao Ubillos, 2008), entre la que destaca sobremanera el reciente e ingente trabajo de Teruel Lozano (Teruel Lozano, G. M. (2015b). La lucha del Derecho contra el negacionismo: una peligrosa frontera. Estudio constitucional de los límites penales la libertad de expresión en un ordenamiento abierto y personalista. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.2015b) con muchísima información sobre las distintas estrategias adoptadas en esta materia por diversos países europeos y los riesgos que pueden suponer para el pluralismo.

[16]

La tendencia que hemos señalado en España forma parte de una dinámica más global, de la que hay constantes manifestaciones. Por ejemplo, la más reciente de ellas en Francia, donde su Conseil Constitutionnel ha validado, por Decisión de 8 de enero de 2016, la constitucionalidad de la norma conocida en Francia como loi Gayssot de 1990, que estableció el carácter delictivo del negacionismo en Francia por primera vez y que no pasó, en su día, por este análisis de constitucionalidad. La norma en estos momentos sanciona en Francia la negación de cualquier crimen contra la humanidad, y lo hace simplemente por el hecho de que éstos sean negados, lo que por mucho que luego sea matizado por los tribunales a la hora de su aplicación, puede resultar conflictivo con la doctrina referida del TEDH. De hecho, el órgano de control francés de la constitucionalidad argumenta de forma tortuosa la compatibilidad de la norma francesa con esa interpretación dejando ver este flanco. La decisión, sea entendida como correcta jurídicamente por esta razón o no, es muy interesante como elemento de esa evolución del derecho europeo que comentábamos y, por lo demás, se inserta de forma muy obvia en el actual clima de opinión existente en Francia tras la ola de atentados islamistas de 2015.

[17]

Véanse, por ejemplo, en Carrillo (Carrillo Donaire, J. A. (2016). Libertad de expresión, discurso del odio y libertad religiosa: la construcción de la tolerancia en la era postsecular. En Regulación y autorregulación de contenidos audiovisuales. Cizur Menor: Aranzadi (en prensa).2016) las reflexiones en torno a la Sentencia Holder contra Humanitarian Law Project (2010) del Tribunal Supremo Federal de los Estados Unidos donde se falla a favor del gobierno en un caso que utiliza la amplia definición de terrorismo y acciones relacionadas con el terrorismo para vetar ciertas ayudas a actividades de organizaciones humanitarias que realizan proyectos en relación con el Partido Comunista del Kurdistán (PKK), considerado una organización terrorista en los Estados Unidos y aplicando para ello la tristemente famosa Patriot Act que tantas restricciones a numerosos derechos y garantías fundamentales introdujo con posterioridad a los atentados del 11-S.

[18]

La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos también avala numerosas manifestaciones expresivas críticas con dogmas religiosos que se entiende que son legítimas expresiones de la libertad de expresión, por virulentas que puedan ser, como puede comprobarse en las sentencias de asuntos como Müslüm Gündüz contra Turquía (2003), Paturel contra Francia (2005), Giniewski contra Francia (2006) o Aydin Tatlav contra Turquía (2006).

[19]

De algún modo, estaríamos ante una reactualización de las conocidas tesis que ya John Stuart Mill realizara en Stuart Mill, J. (1859). On Liberty (ed. Harvard Classics, vol. 26). Disponible en: http://www.constitution.org/jsm/liberty.htm.1859 en su famoso ensayo On Liberty, defendiendo al principio de su capítulo segundo la conveniencia de no prohibir nunca las opiniones, incluso las equivocadas o las que contradicen lo que opina todo el resto de la humanidad por los beneficios que la expresión de las mismas reporta: «If all mankind minus one, were of one opinion, and only one person were of the contrary opinion, mankind would be no more justified in silencing that one person, than he, if he had the power, would be justified in silencing mankind. Were an opinion a personal possession of no value except to the owner; if to be obstructed in the enjoyment of it were simply a private injury, it would make some difference whether the injury was inflicted only on a few persons or on many. But the peculiar evil of silencing the expression of an opinion is, that it is robbing the human race; posterity as well as the existing generation; those who dissent from the opinion, still more than those who hold it. If the opinion is right, they are deprived of the opportunity of exchanging error for truth: if wrong, they lose, what is almost as great a benefit, the clearer perception and livelier impression of truth, produced by its collision with error». De alguna manera, toda la doctrina liberal sobre la protección de la libertad de expresión en las sociedades liberales reposa sobre esta convicción. La conveniencia de que, en el «mercado de las ideas», corresponda a las opiniones correctas y sensatas la carga de ir poco a poco erradicando a quienes se equivocan o defienden posiciones dañinas para la sociedad, en lugar de dejar esta tarea en un omnímodo poder público muy propenso a equivocarse o actuar en su propio beneficio en este y otros ámbitos (Salvador Coderch, P. (1990). Difamación y libertad de expresión. En P. Salvador Coderch (coord.). El mercado de las ideas. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Salvador Coderch, 1990), es a día de hoy todavía una de las bases compartidas por casi todas las democracias occidentales liberales y pluralistas.

[20]

Matanza de Charlie Hebdo el 7 de enero de 2015, así como los asesinatos que se derivaron de la huida de los miembros de la célula que los llevó a cabo; ola de atentados de la noche del 13 de noviembre de 2015 en diversas cafeterías y en la sala de conciertos Bataclan. Sobre las consecuencias de estos atentados en cuestiones de tolerancia y discurso del odio religioso, Martínez Torrón (Martínez-Torrón, J. (2015). La tragedia de «Charlie Hebdo»: algunas claves para un análisis jurídico. El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, 50, 22-31.2015).

[21]

El derecho no está acostumbrado a combatir estas manifestaciones como lo que son: expresiones de violencia y exclusión originadas en la propia normalidad de las sociedades occidentales y que, por ello, tienen mucho más que ver con lo que somos todos y lo que son las sociedades europeas que con esos supuestos «enemigos» externos contra los que empleamos el aparato punitivo del Estado en las reacciones habituales para combatir el fenómeno. Por ello, frente a las reacciones de control y represión que tienen como objetivo protegernos frente al «otro», conviene reflexionar sobre cómo nos protegemos frente a nosotros mismos. ¿Cómo deviene un joven europeo normal uno de los protagonistas de sucesos como los del Bataclan? A este respecto, más que un trabajo científico al uso, es muy recomendable la lectura de la novela Métamorphoses, que François Vallejo publicó en 2012 (reeditada por Viviane Hamy en 2015), que ayuda a entender hasta qué punto ciertos hechos no son solo ejercicio exógeno de la violencia, sino agresiones que en ocasiones tienen su origen en nuestras propias comunidades.

[22]

La presión informal sobre las redes sociales (y sobre los proveedores de acceso a Internet), que a fin de cuentas son vehículo de transmisión ineluctable para que estas informaciones y opiniones puedan difundirse, suele ser muy eficaz. En un mundo donde, además, la capacidad de detección de ciertos contenidos es enorme a partir de búsquedas automatizadas, redes como Facebook o Twitter pueden aplicar, como de hecho hacen, todo tipo de políticas de control de los contenidos que comparten por medio de las mismas sus usuarios. Políticas, además, que cuentan con la ayuda de la propia comunidad para identificar y detectar contenidos conflictivos, por medio de la denuncia ante los propios gestores de la red de los mismos y que, por lo general, resultan extraordinariamente eficaces (incluso, en ocasiones, excesivamente eficaces, por cuanto el block & report —bloqueo y denuncia— de un usuario suele llevar por defecto a la eliminación del contenido y posible suspensión, siquiera sea temporal, de la cuenta por manifestaciones en ocasiones nimias dado que estas empresas, por razones de imagen y de política comercial, prefieren pecar, por lo general, de «prudentes»). De hecho, estas políticas, al ser aplicadas por empresas privadas que facilitan un espacio para el encuentro y el intercambio de información a partir de unas reglas voluntaria y libremente aceptadas por sus usuarios por medio de la aceptación libre de unas condiciones reguladas por el derecho privado, pueden ser, como de hecho lo son, mucho más restrictivas que las reglas en materia de libertades expresivas que enmarcan nuestros derechos. Lo cual puede suponer, y posteriormente nos ocuparemos de ello, un problema desde la perspectiva de la libertad de expresión, que queda crecientemente supeditada a la visión sobre ciertos aspectos del mundo y de la vida que tienen empresas privadas, que pueden ser mucho más restrictivas y conservadoras, por razones de mercado, de lo que son las reglas que han disciplinado desde hace dos siglos en las sociedades occidentales, al menos como principio, la libertad de expresión (son recurrentes, por ejemplo, las polémicas derivadas del tratamiento que redes como Facebook o Instagram, frente a otras más permisivas como Twitter, dan a la desnudez, particularmente femenina, que en ocasiones ha llevado a eliminar o bloquear contenidos tanto claramente artísticos como, por ejemplo, asociados a la información sobre cuestiones de indudable interés público como la prevención del cáncer de mama). Por supuesto, esta capacidad privada puede ser también empleada, si hay acuerdo con las autoridades, tanto para controlar a quienes difunden ciertos contenidos como para, llegado el caso, bloquearlos a voluntad. Ello explica, por ejemplo, la facilidad con la que las administraciones públicas españolas han logrado que se bloqueen en todos los sitios web mainstream y redes sociales masivas los contenidos asociados a enfermedades como la anorexia y la bulimia, por mucho que resulta evidente que entra dentro de los márgenes de la libertad de expresión contemplada en el art. 20 CE dar consejos sobre dieta, por extremos que sean, en las redes sociales. Ocurre, sin embargo, que la libertad de expresión efectiva en las redes sociales no es tanto la que enmarca la Constitución como la que marcan las empresas que las gestionan y estas, aunque en ocasiones puedan tener intereses económicos evidentes en no limitarla en exceso si se genera tráfico y hay comunidades numerosas interesadas en esos contenidos por muy errados que puedan estar y a pesar de los riesgos potenciales que siempre existen asociados a difundir información no rigurosa científicamente (piénsese, por ejemplo, en la homeopatía y otros tratamientos acientíficos que se difunden por las redes), sí que se ven en cambio compelidas a actuar cortando el acceso cuando son contenidos socialmente tenidos por muy claramente nocivos y la presión de las autoridades es grande.

[23]

Resulta interesante comprobar, para lo que es suficiente una realizar una búsqueda en CENDOJ por año, el incremento en los últimos años de las condenas por delitos expresivos de apología del terrorismo, tanto más sorprendente cuanto se ha producido coincidiendo con el fin de la actividad de la banda terrorista ETA. Así, frente a solo 5 condenas por este delito en 2011, en 2012 ya fueron 10, en 2013 subieron a 15, cifra que prácticamente se mantiene en 2014 con 14 para dispararse a lo largo de 2015 a ni más ni menos que 25 condenas. La mayor parte de las mismas, por lo demás, lo son por comentarios vertidos en redes sociales, lo que nos indica claramente que no se está castigando más porque se haya producido un incremento de la apología del terrorismo, sino que el fenómeno es más bien probablemente resultado tanto de una mayor sensibilidad a la hora de activar procedimientos (relacionada con el estrechamiento reciente de la concepción dominante respecto de la libertad de expresión en este campo), como sobre todo de una mayor prominencia de las referidas redes, que hacen más trazables estas afirmaciones y las sitúan en un terreno supuestamente más público, y así lo entienden nuestros jueces, cuando probablemente sus autores se estaban expresando de un modo equivalente a como antaño lo hacían en el ámbito privado.

[24]

Puede encontrarse información sobre esta detención en http://www.elmundo.es/comunidad-valenciana/2014/05/16/5375cc24268e3eb87a8b456b.html (última consulta: 15 de enero de 2016). La detención y posterior procesamiento de este tuitero se produce en un determinado contexto, posterior al asesinato (por cuestiones personales, no políticas) de la presidenta de la Diputación de León en mayo de 2014, asesinato que provocó numerosas detenciones y procesamientos de personas, normalmente jóvenes y absolutamente desvinculadas de este crimen, por la emisión de mensajes equivalentes.

[25]

Por referirnos solo al último ejemplo en el momento de escribir esta líneas, el 21 de enero de 2016 el conductor de un programa radiofónico de ámbito nacional expresó en antena cómo la visión de ciertos miembros de un concreto partido político, Podemos, a los que identificó con nombre y apellidos, le generaba el deseo de coger una escopeta y dispararles. Más allá de la condena, por ejemplo, por parte de la Asociación de la Prensa de Madrid (http://www.apmadrid.es/noticias/generales/la-apm-deplora-las-declaraciones-de-federico-jimenez-losantos-sobre-miembros-de-podemos?Itemid=209), este tipo de manifestaciones no se suele considerar en España que merezcan un reproche penal y son, de hecho, habituales, con mayor o menor fortuna, en el ámbito de lo que generosamente podríamos calificar como «crítica política». Llama la atención, en cambio, que expresiones estrictamente equivalentes sí lo merezcan, aunque solo en ciertos casos, cuando los protagonistas son anónimos ciudadanos que se expresan en las redes sociales.

[26]

Como, por otra parte, ha confirmado recientemente el TEDH al anular la condena a este mismo locutor de radio por expresiones tenidas por injuriosas en España y referidas a un prominente político al que se acusaba de tener una actitud moralmente reprobable respecto de matanzas terroristas (Jiménez Losantos contra España, junio 2016).

[27]

Los medios de comunicación dieron cuenta con amplitud del caso. Véase, por ejemplo, la noticia de la absolución en http://politica.elpais.com/politica/2015/10/04/actualidad/1443980757_097452.html (última consulta: 15 de enero de 2016). Con todo, la sentencia absolutoria se encuentra en estos momentos recurrida ante el Tribunal Supremo.

[28]

Y ello tras una conformidad, pues la Fiscalía pedía una pena muy superior, que además obliga a aceptar una inhabilitación por muchos años: http://politica.elpais.com/politica/2015/11/05/actualidad/1446754630_805499.html (última consulta: 15 de enero de 2016).

No se trata, además, de casos aislados. Hay una constante puesta a disposición de las autoridades judiciales de usuarios de las redes sociales que emiten opiniones de esta índole, el más reciente el procesamiento de una joven que hacía chistes sobre víctimas de ETA en su cuenta de Twitter (por lo demás, bastante ingenuos en su mal gusto, del tipo de «son la bomba») o enlazaba con comentarios no se sabe si irónicos vídeos o fotos, contextualizándolos en un «Gora ETA», a la que la Fiscalía solicita dos años de cárcel: http://www.20minutos.es/noticia/2650584/0/twitter-tuit-denuncia/eta-audiencia-nacional-condena/juicio-chistes-irene-villa/ (última consulta: 15 de enero de 2016).

[29]

La identidad de razón con nuestro art. 525 CP que denunciábamos antes (Mira Benavent, J. (2014). Demonios, exorcistas y Derecho penal: del caso Grandies al artículo 525 del Código penal español. En T. S. Vives Antón, J. C. Carbonell Mateu y J. L. González Cussac (coords.). Crímenes y castigos: miradas al Derecho penal a través del arte y la cultura (pp. 549-686). Valencia: Tirant lo Blanch.Mira, 2014) es evidente, así como con las expresiones de represión de la disidencia y el pensamiento minoritario. No lo son, en cambio, las condenas y su dureza, que causan por ello cíclicamente indignación en las sociedades europeas presuntamente libres de este tipo de mecanismos de coacción estatal. Véanse los casos del joven kuwatí condenado a 10 años de cárcel por blasfemar en Twitter (http://internacional.elpais.com/internacional/2012/ 06/04/actualidad/1338813447_059698.html, última consulta: 15 de enero de 2016) o el más extremo si cabe del pakistaní condenado a muerte por blasfemar en Facebook (http://www.taringa.net/posts/noticias/5847801/Creador-de-facebook-condenado-a-muerte-por-blasfemo-y-hereje.html, última consulta: 15 de enero de 2016).

[30]

La noticia de la condena obtuvo mucho eco mediático: http://www.lexpress.fr/actualite/societe/justice/je-me-sens-charlie-coulibaly-dieudonne-condamne-a-deux-mois-de-prison-avec-sursis_1662430.html, (última consulta: 15 de enero de 2016).

[31]

La Fiscalía francesa procesó a este estudiante de instituto, menor de edad, ni más ni menos que por apología del terrorismo (http://www.ouest-france.fr/pays-de-la-loire/nantes-44000/apologie-du-terrorisme-un-lyceen-nantais-poursuivi-pour-un-dessin-3119401, última consulta: 15 de enero de 2016).

[32]

Esta dimensión resulta interesante también. ¿A partir de qué momento ha de entenderse que comienzan a correr los plazos de prescripción por manifestaciones expresivas contenidas en redes sociales? ¿O puede considerarse que mientras estén disponibles, como es consustancial a las mismas, no lo hacen? En esta línea se han pronunciado ya algunos órganos, como la Junta Electoral Central, en supuestos semejantes (por ejemplo, obligando a retirar a un gobierno autonómico vídeos colgados en Twitter y Facebook que seguían disponibles en tiempo de campaña electoral aunque lo habían sido tiempo antes, aduciendo que esos contenidos se entendían mientras estuvieran disponibles como publicados en ese momento, y por ello vedados: Decisión en el Expediente 293/701 de la Junta Electoral Central de 2 de junio de 2016).

[33]

El «caso Zapata» no ha sido zanjado jurídicamente aún en el momento en que se escriben estas líneas. Tras sucesivos archivos por parte del juez instructor finalmente apoyado en estas tesis por la Fiscalía se han sucedido recursos de acusaciones populares de marcado cariz ideológico que han logrado que hasta en tres ocasiones la Sala encargada de revisar la acción del instructor reabra el caso hasta el punto de haber determinado, en julio de 2016, la necesaria apertura de juicio oral. Así pues, y al menos hasta este momento, frente a las razones que se acogían a las garantías constitucionales en materia de libertad de expresión y a la doctrina del TEDH sobre la admisibilidad de las conductas que hieren, desagradan o chocan, la Audiencia Nacional ha considerado definitivamente que en España, en 2016, ha de abrirse juicio oral para determinar si unos chistes antisemitas colgados por un usuario de una red social como ejemplificación de cuáles pueden ser o no los límites de la libertad de expresión en el seno de una discusión entre usuarios de Twitter han de ser merecedores de una condena penal en el marco, cada vez más generoso e interpretado expansivamente, de nuestro art. 510 CP (puede verse una noticia sobre el estadio actual del proceso en http://politica.elpais.com/politica/2016/07/11/actualidad/1468239108_060111.html, última consulta: 11 de julio de 2016). La criminalización del humor, incluso del humor de mal gusto, es socialmente muy criticable, pues cualquier chiste tiene siempre el efecto de mover a la reflexión (o, al menos, de poder hacerlo potencialmente). Esta propia naturaleza humorística de la reflexión conflictiva, unido al hecho de que el contexto permitía identificar claramente que ni su autor es antisemita ni parecía claramente avalar el chiste, sino más bien al contrario, dan al caso un cariz más perturbador. Además, resulta particularmente inquietante que esta criminalización pueda llegar a fructificar solo frente a ciertas personas cuando hay conductas equivalentes o mucho más graves todos los días no perseguidas.

[34]

Véase la inicial categorización de Rodríguez Morullo, Lascuraín Sánchez y Alonso Gallo (Rodríguez Morullo, G., Lascuraín Sánchez, J. A. y Alonso Gallo, J. (2001). Derecho Penal e Internet. En J. Fernández Ordóñez, A. Cremades García e R. Illescas Ortiz (coords.). Régimen jurídico de Internet (pp. 257-310). Madrid: La Ley.2001). Sobre los nuevos riesgos asociados a la difusión de ciertas informaciones y nuevos delitos que pueden aparecer, Suárez-Mira Rodríguez (Suárez-Mira Rodríguez, C. (2010). Internet y Derecho penal. En J. J. Fernández Rodríguez y D. Sansó-Rubert Pascual (eds.). Internet, un nuevo horizonte para la seguridad y la defensa (pp. 103-124). Santiago de Compostela: Universidade de Santiago de Compostela.2010). Por último, sobre delitos con particular incidencia en redes sociales, y muy principalmente aquellos que pueden tener como víctimas a menores de edad (García González, J. (2015). Oportunidad criminal, Internet y redes sociales: especial referencia a los menores de edad como usuarios más vulnerables. Indret: Revista para el Análisis del Derecho, 4, 26.García González, 2015).

[35]

La lista de sentencias de nuestros Tribunales Supremo y Constitucional al respecto es larga y constante y basta remitirnos al completo trabajo de García Ferrer (García Ferrer, J. J. (1998). El político: su honor y su vida privada. Madrid: Edisofer.1998). En cuanto al modelo de crítica política que resulta admisible, y por ponerlo en un contexto reciente, la STC 79/2014 ha admitido como amparado por la libertad de expresión que un periodista haga crítica política de un modo que el Tribunal califica de «hiriente y descarnado», pero admisible, en unas manifestaciones que incluían apelaciones tales como cuestionarse si un determinado político era «terrorista» o «mero brazo político de los terroristas». Este tipo de afirmaciones permiten entender bien la laxitud con la que el juicio social de gravedad se ventila en los entornos donde las relaciones personales entre los diversos actores y los comentarios sobre su personalidad, aspectos que normalmente quedan en el ámbito de la privacidad, forman parte de la esfera pública, como ocurre en el caso de la política. Y permiten comprobar también hasta qué punto nuestro Tribunal Constitucional, probablemente con razón, entiende que estos excesos expresivos no han de ser merecedores de reproche penal, como tampoco lo hace el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, tal y como la recentísima sentencia de junio de 2016 en el caso Jiménez Losantos contra España ha permitido comprobar una vez más.

Por el contrario, parece que esta consideración no es compartida siempre por la Fiscalía. Así ocurre, significativamente, cuando la figura pública analizada es el Jefe del Estado y, muy señaladamente, cuando afirmaciones de este estilo son vertidas en las redes sociales. Por mencionar el ejemplo más reciente, una concejal alicantina ha sido condenada en Sentencia de 24 de enero de 2016 de la Audiencia Nacional por varias críticas a la familia real y a la figura del anterior Jefe del Estado, al que calificaba además en su blog y en las redes de «borracho» o de «asesino de animales» por su conocida afición cinegética. La Fiscalía, con el exceso de celo que también ha demostrado en ocasiones para defender el honor de la familia real frente a publicaciones en papel (recuérdese la condena a unos dibujantes por una portada humorística en la revista El Jueves que conllevó incluso el secuestro judicial de la publicación), pidió hasta dos años de cárcel para esta concejal por estas expresiones en las redes sociales por un delito de injurias y calumnias contra la Corona (http://www.elmundo.es/comunidad-valenciana/2015/09/11/55f2d14e46163f942d8b458d.html; última consulta: 15 de enero de 2016) y finalmente la condena ha quedado en 6.000 euros de multa (el juez, significativamente, y aun condenando, rebaja el ardor punitivo de la Fiscalía y zanja la cuestión con una indemnización que bien podría haberse establecido en vía civil: http://www.elmundo.es/comunidad-valenciana/2016/01/25/56a6085d22601dc5028b457c.html; última visita: 25 de enero de 2016). Es dudoso, por cierto, que una condena de estas afirmaciones pueda superar el escrutinio del TEDH, al menos si atendemos a su posición expresada en el caso Otegi Mondragón contra España en su Sentencia de 15 de marzo de 2011. El TEDH declara contraria al CEDH la previa condena a Arnaldo Otegi (avalada por el Tribunal Constitucional) por haber criticado al Jefe del Estado en tanto que responsable máximo de un régimen impuesto por medio de la «tortura y la violencia» (afirmación esta, sin duda, mucho más grave que imputar a alguien la cualidad de «borracho» o de «asesino de animales»).

Por otra parte, como destaca Catalá Bas (Catalá Bas, A. (2014). Los derechos de la personalidad de los personajes públicos en el espacio público. En A. Boix Palop y J. M. Vidal Beltrán (coords.). La nueva regulación del audiovisual: medios, derechos y libertades. Cizur Menor: Aranzadi.2014), esta relativización se manifiesta no solo respecto de la protección del honor de políticos y personajes públicos, sino también respecto de su intimidad, tal y como significativamente, por ejemplo, refleja la evolución de las múltiples sentencias del TEDH que analiza y, muy particularmente, las SSTEDH Von Hannover.

[36]

Plataformas que, por lo demás, no pueden estar radicadas en países occidentales con una legislación protectora de la privacidad, como el creador de los sitios web dedicados a las «venganzas sexuales» YouGotPosted.com y ChangeMyReputation.com ha podido comprobar tras ser condenado por un tribunal californiano a 18 años de cárcel por crear y mantener estas páginas web con ánimo de lucro radicadas en los Estados Unidos (https://www.unocero.com/2015/04/07/a-la-carcel-18-anos-por-crear-sitio-web-pornografico-de-venganza/; fecha de última consulta: 15 de enero de 2016).

[37]

A estos efectos, ambos preceptos, tanto el 16 como el 17 LSSI, tienen una dicción idéntica: «Se entenderá que el prestador de servicios tiene el conocimiento efectivo a que se refiere el párrafo a) cuando un órgano competente haya declarado la ilicitud de los datos, ordenado su retirada o que se imposibilite el acceso a los mismos, o se hubiera declarado la existencia de la lesión, y el prestador conociera la correspondiente resolución, sin perjuicio de los procedimientos de detección y retirada de contenidos que los prestadores apliquen en virtud de acuerdos voluntarios y de otros medios de conocimiento efectivo que pudieran establecerse».

[38]

Sobre los muchos trabajos que han aparecido en torno al llamado «derecho al olvido» en la red recientemente, vale la pena consultar el excelente primer repaso de Brotons Molina (Brotons Molina, O. (2013). Caso Google: tratamiento de datos y derecho al olvido. Análisis de las conclusiones del abogado general C-131/12. Revista Aranzadi de Derecho y Nuevas Tecnologías, 33, 107-126.2013) a partir de las Conclusiones del abogado general. El trabajo cita toda la bibliografía relevante española referenciada hasta la fecha en derecho español sobre esta cuestión. A efectos bibliográficos deben añadirse, además, otros trabajos sobre el particular como los de Simón Castellano (Simón Castellano, P. (2013). El carácter relativo del derecho al olvido en la red y su relación con otros derechos, garantías e intereses legítimos. En L. Corredoira Alfonso y L. Cotino Hueso (coords.). Libertad de expresión e información en Internet. Amenazas y protección de los derechos personales. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.2013), Orza Linares (Orza Linares, R. M. (2013). El derecho al olvido en Internet: algunos intentos para su regulación legal. En L. Corredoira Alfonso y L. Cotino Hueso (coords.). Libertad de expresión e información en Internet. Amenazas y protección de los derechos personales. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.2013), Burguera Ameave y Corbacho López (Burguera Ameave, L. y Corbacho López, Á. (2013). El derecho al olvido de los políticos en las campañas electorales. En L. Corredoira Alfonso y L. Cotino Hueso (coords.). Libertad de expresión e información en Internet. Amenazas y protección de los derechos personales. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.2013) y Cernada Badía (Cernada Badía, R. (2013). El derecho al olvido judicial en la red. En L. Corredoira Alfonso y L. Cotino Hueso (coords.). Libertad de expresión e información en Internet. Amenazas y protección de los derechos personales. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.2013). Ya con posterioridad a la sentencia, y al margen de los trabajos de Cotino Hueso (Cotino Hueso, L. (2014). La STJUE del caso Google de 2014. Algunos «olvidos» y otras tendencia negativas respecto de las libertades informativas en Internet. Ponencia presentada en el Seminari de la Facultat de Dret de València. Disponible en http://www.uv.es/seminaridret/sesiones2014/google/ponenciacotino.pdf. 2014) y Boix Palop (Boix Palop, A. (2015). El equilibrio entre los derechos del artículo 18 de la Constitución, el «derecho al olvido» y las libertades informativas tras la Sentencia Google. Revista General de Derecho Administrativo, 38, 3.2015a) ya citados, han aparecido excelentes monografías sobre la aplicación del derecho al olvido y su ordenación tras las pautas marcadas por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea como las de Rallo Lombarte (Rallo Lombarte, A. (2014). El derecho al olvido en Internet: Google versus España. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.2014) y Simón Castellano (Simón Castellano, P. (2015). El reconocimiento del derecho al olvido digital en España y en la UE. Barcelona: Bosch.2015).

[39]

La lectura del art. 17 del nuevo Reglamento UE 2016/679, de 27 de abril de 2016, deja claro que la lógica que lo enhebra presupone la existencia de un derecho al borrado activado por parte del sujeto afectado siempre y cuando se den ciertas circunstancias listadas en el precepto, entre las que se encuentra la posibilidad de que el sujeto afectado lo pida para que la autoridad en materia de protección de datos evalúe su adecuación a las normas en la materia. Esta peculiar fórmula, máxime si se entiende que ha de ser ejecutada a la luz de la manera en que se entiende el ejercicio de los derechos de acceso, rectificación, cancelación y oposición en el ámbito de la protección de datos, podría incluso llegar a concluir que toda información publicada sin consentimiento y sin cobertura legal podría ser cancelada. El Reglamento no llega a tanto, aunque su lógica subyacente es esa, y establece una peculiar excepción a la lógica de la protección de datos según la cual la autoridad (administrativa, por supuesto) deberá valorar y ponderar la función que cumple a día de hoy el hecho de que ese dato esté accesible. No parece un sistema coherente con los principios constitucionales en materia de libertades expresivas (ni con el art. 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos).

[40]

Así, por ejemplo, se han producido ya sanciones muy dudosas, generadas precisamente a partir de informaciones o comentarios surgidos en las redes sociales, que dan idea de hasta qué punto estas normas, definidas además de un modo que necesariamente obligan a su aplicación por parte de la Administración con altas dosis de discrecionalidad a la hora de interpretar cómo se han de aplicar, tienen capacidad para producir controles efectivos desde la Administración pública a la expresión en las redes sociales. Véase, por ejemplo, el caso del Ayuntamiento de Petrer, donde su alcalde, a petición de la Policía local, sanciona a una vecina que comparte en Facebook la foto de un vehículo policial estacionado en una plaza reservada a minusválidos próxima a un área recreativa (http://www.diarioinformacion.com/sociedad/2015/08/14/multa-800--subir- foto/1665816.html; fecha de última consulta: 15 de enero de 2015). O el caso de un joven canario, sancionado también con aplicación de la «ley mordaza» por llamar «escaqueados» a los policías de su localidad en una publicación en su muro de Facebook. Compárense, significativamente, los diferentes efectos que se generan sobre las posibilidades expresivas derivadas de aplicar estas normas de tipo administrativo, que permiten disciplinar muy severamente la expresión en las redes sociales, de lo que habría sido el marco jurídico aplicable a una información equivalente publicada en un medio de comunicación o de una crítica hecha en uno de ellos, si se hubieran ponderado los derechos de los arts. 18 CE y 20 CE aplicando la doctrina del Tribunal Constitucional en la materia.

[41]

Véase al respecto el análisis de las facultades de actuación de la Comisión Sinde y sus efectivas capacidades de control de contenidos, que pueden afectar a muchos de los compartidos en redes sociales, contenido en Boix Palop (Boix Palop, A. (2016). Los derechos de autor en el ámbito comunicativo. En E. Guichot Reina (coord.). Derecho de la comunicación. Madrid: Iustel.2016).

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