RESUMEN

El presente artículo identifica tres factores o principios implícitos que actúan de forma desapercibida y naturalizada en las democracias formalmente igualitarias y que explican cómo, pese a la existencia de políticas de igualdad, persiste la discriminación por razón de sexo. Estos tres factores son el universalismo homogeneizante, el tratamiento de la diferencia como alteridad y la consideración de los derechos de las mujeres como específicos. La última parte del artículo ilustra sus efectos en un ejemplo concreto —la gestión de la crisis española— y permite demostrar cómo el rápido incremento que ha sufrido la brecha de género durante la misma, no es consecuencia de la crisis, sino de dichos principios implícitos al tratamiento de la diferencia sexual.

Palabras clave: Género; diferencia; desigualdad; democracia; políticas públicas;

ABSTRACT

This article identifies how three factors or implicit principles act in an unnoticed and naturalised way in formally gender equal democracies, and how their action explains the persistence of gender-based discrimination despite the existence of gender equality policies. These three factors are: homogenizing universalism; treating difference as otherness; and considering women’s rights as specific. The last part of the article illustrates the effects of these factors through a concrete example — the management of the Spanish crisis — and thus demonstrates that the rapid increase in the gender gap during this period wasn’t a consequence of the crisis itself, but of these implicit principles when dealing with sexual difference.

Keywords: Gender; difference; inequality; democracy; public policies;

Cómo citar este artículo / Citation: Nuño Gómez, L. (2016). El tratamiento de la diferencia sexual en las democracias formalmente igualitarias. Revista de Estudios Políticos, 174, 113-141. doi: http://dx.doi.org/10.18042/cepc/rep.174.04

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SUMARIO

  1. Resumen
  2. Abstract
  3. I. UNIVERSALISMO, IGUALDAD Y DIFERENCIA
    1. 1. Universalismo homogeneizante, androcentrismo y discriminación por igualación
    2. 2. El tratamiento y la construcción política de la diferencia
    3. 3. Propuestas para una resignificación de la desigualdad y la diferencia
      1. Políticas de la identidad y universalismo interactivo
      2. Políticas redistributivas
  4. II. DERECHOS UNIVERSALES Y DERECHOS ESPECÍFICOS: LOS DERECHOS DE LAS MUJERES
  5. III. EL TRATAMIENTO DE LA DIFERENCIA SEXUAL Y LA DESIGUALDAD EN EL CASO ESPAÑOL
    1. 1. Impacto de las políticas pretendidamente neutras: cuando lo neutro no es neutral
    2. 2. El tratamiento de los derechos de las mujeres y las políticas de igualdad de género
  6. IV. Conclusiones
  7. Notas
  8. Bibliografía

El punto de vista masculino domina la sociedad en forma de patrón objetivo, un punto de vista que, puesto que domina en el mundo, no parece en absoluto ser un punto de vista.

MacKinnon (MacKinnon, C. A. (1995). Hacia una teoría feminista del Estado. Madrid: Cátedra.1995: 427-428).

Han transcurrido más de tres decenios desde la proclamación de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW) y quince años desde la adopción del Protocolo Facultativo, anexo a la misma, que permite sancionar incumplimientos por parte de los Estados firmantes. En su artículo segundo la CEDAW establece que «los Estados Partes […] convienen en seguir, por todos los medios apropiados y sin dilaciones, una política encaminada a eliminar la discriminación contra la mujer». Sin embargo, según los datos del último Informe Anual del Foro Económico Mundial[2], ni un solo país —del más de un centenar que han ratificado la citada convención— ha conseguido atender tal requerimiento. En todos se constata una asimetría diferencial entre mujeres y hombres en el acceso al mercado laboral, la educación, la sanidad y la representación política. Asimetría que, en el caso español, se ha incrementado sustancialmente, condicionando de forma decisiva la capacidad de participación de las mujeres en la definición de su propia agenda[3].

La ausencia de políticas familiares y de gestión social del cuidado, la deficitaria aplicación de la perspectiva de género o del impacto de género, antes de la crisis, conducían a que el Estado español fuera uno de los países de la Unión europea con mayor desigualdad de género en el empleo[4]. Un contexto que, como veremos, se ha visto agravado durante la crisis por una pretendida gestión «neutra» de la misma y una atención periférica hacia las políticas de igualdad.

Autorizados órganos internacionales coinciden en señalar el rápido incremento de la desigualdad entre mujeres y hombres en nuestro país durante el último quinquenio. Hay un dato especialmente preocupante: en junio de 2015 el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas —en su informe relativo a la discriminación de las mujeres[5]— señaló que los logros obtenidos en la materia durante los últimos cuatro decenios están en «riesgo de regresión» y calificó de «nivel intolerablemente alto»[6] la prevalencia de la violencia de género, cuyo origen es —precisamente— la desigualdad de género.

Así mismo, los sucesivos informes anuales del Foro Económico Mundial sobre brecha de género han demostrado que, en los últimos cuatro años (2010-2014), España ha retrocedido dieciocho puestos en el ranking mundial relativo a la brecha de género, pasando de ser el undécimo país con menor desigualdad entre mujeres y hombres a ocupar la vigesimonovena posición. Conviene advertir que, desde que el Foro realiza el informe sobre gender gap, la peor clasificación había sido la de los años 2007 y 2008 (en los que ocupó el decimoséptimo lugar) y, por tanto, la vigesimonovena posición obtenida en el año 2014 representa un retroceso cuyas causas conviene analizar con detenimiento[7].

En el citado informe se constata un tímido avance que permite aventurar que, según las propias estimaciones del Foro, las desigualdades de género en el ámbito laboral —por ejemplo— pueden empezar a desaparecer, a escala mundial, en torno al año 3000. No es el caso de España, pues si en el ranking global ocupa la vigesimonovena posición en el indicador sobre «participación y oportunidades económicas»[8] retrocede 55 puestos más, ocupando la posición 84.

Con estos datos, conviene hacer el esfuerzo de volver sobre los principios implícitos que operan en el tratamiento de la igualdad con el fin de determinar por qué, pese a la apariencia de un compromiso público y político con la eliminación de la discriminación de género, persiste o se incrementa la misma. Una apariencia que parece compartir la opinión pública española y que, a su vez, provoca espejismos igualitarios y «neomachismos» varios.

El presente artículo pretende abordar cómo la involución observada no es ajena al enfoque supuestamente «neutro» de las políticas públicas ni a los elementos comunes, de carácter transnacional y metapolítico, que actúan como baluartes interculturales de la injusticia de género. Con tal finalidad se analizarán, en primer lugar, los factores discriminatorios o principios implícitos de carácter excluyente en el tratamiento de la igualdad en las democracias formalmente igualitarias; así como las alternativas propuestas desde la teoría política feminista (atendiendo a los posibles elementos problemáticos que pudieran derivarse de algunos enfoques). En segundo lugar, se testará y aplicará dicho enfoque al caso específico español y, en concreto, a la gestión de la crisis económica, con la pretensión de identificar posibles causas que expliquen el rápido incremento sufrido por la brecha de género durante los últimos años.

I. UNIVERSALISMO, IGUALDAD Y DIFERENCIA[Subir]

1. Universalismo homogeneizante, androcentrismo y discriminación por igualación[Subir]

El proceso histórico-político que acompañó la universalización de la ciudadanía explica el primer elemento discriminatorio que se pretende identificar. Conviene recordar que, originariamente, los derechos políticos se reconocieron solo a aquellos miembros de la comunidad con supuesta capacidad o interés para intervenir en su devenir. En unas comunidades políticas consideradas «comunidades de propietarios», el estatus socioeconómico y la posesión de propiedades fueron determinantes; aunque no faltaron tampoco los oportunos filtros en función de rasgos culturales, religiosos o biológicos. Entre estos últimos, el sexo fue concluyente durante siglos y garantizó —formalmente— el monopolio masculino en la representación y participación política.

La exclusión de todas las mujeres, independientemente de su estatus, rentas o cualquier otro factor, se legitimó en función de la teoría de la complementariedad de los sexos, según la cual las mujeres eran lo opuesto y oportunamente complementario a los varones. Estos últimos, autoconsiderados sujeto de la razón, fueron portadores de un estatuto de individualidad ética y derechos asociados al mismo. Por el contrario, las mujeres, en tanto heterodesignadas[9] como lo opuesto, vieron negada tal condición.

La persistente vindicación de los movimientos sufragistas del xix logró irracionalizar la exclusión naturalista y, durante el primer tercio del siglo xx, el constitucionalismo europeo y anglosajón reconoció la igualdad formal de las mujeres «con» los hombres, pero no «entre» ambos. Aspecto esencial en la medida en que, como ha insistido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en reiteradas ocasiones, supuso un reconocimiento que termina implicando discriminación por igualación[10]. Pero la apertura fundacional al universo de los «iguales» se gestionó no solo igualando «con» sino condonando o ignorando el peso de la «marca» o de la inhabilitación previa (asociada al sexo, al estatus o al criterio de exclusión originario). Como señala Marcuse —parafraseando el «como si» kantiano—, el mecanismo fue hacer «como si no»: como si no se fuera pobre, negro o mujer; por lo general, respetando este orden.

El tratamiento del «como si no» no solo eludió la opresión, la estigmatización y la heterodesignación previa sino que, en la medida en que negó el componente identitario objeto de la exclusión (como el sexo o el estatus), proyectó un concepto genérico, ficticio y abstracto de ciudadanía. De forma tal que el reconocimiento de la igualdad formal implicó una homologación o asimilación identitaria de los grupos históricamente excluidos que no cuestionó la supremacía de la identidad hegemónica, ni reconceptualizó el sujeto de la norma ni distribuyó los espacios de poder o decisión[11]. Como es sabido, pese al reconocimiento de la igualdad formal, una tipología concreta de varón —perteneciente a la mayoría étnica y religiosa, proveedor, padre de familia pero disponible para el mercado a tiempo completo, sin diversidad funcional y heterosexual— seguirá siendo el estándar universal del «ciudadano» o «administrado» y, por tanto, el paradigma y referente identitario del desarrollo normativo (Balaguer, M. L. (2005). Mujer y Constitución. Madrid: Cátedra.Balaguer, 2005, y Facio, A. (1992). Cuando el género suena cambios trae: metodología para el análisis de género del fenómeno legal. San José (Costa Rica): Ilanud. Disponible en: http://unpan1.un.org/intradoc/groups/public/documents/icap/unpan030200.pdf.Facio, 1992, entre otras).

Pese a que, en palabras de Javier de Lucas, «el sofisma de la neutralidad» (De Lucas, J. (2003). Multiculturalismo, un debate falsificado. Aula Intercultural. Disponible en: https://www.fuhem.es/media/ecosocial/file/Boletin%20ECOS/ECOS%20CDV/Boletin_8/Lucas_multiculturalismo.pdf.2003: 2) dejó intacta la desigualdad constitutiva, el reconocimiento de la igualdad formal con los varones fue una innovación normativa que alteró sustancialmente la vida de las mujeres y su condición social. Por ejemplo, su incorporación al trabajo asalariado permitió una independencia económica que contribuyó a su autonomía personal y política. Pero, en la medida en que el marco regulador de las relaciones laborales responde al patrón identitario de «trabajador plenamente disponible para el mercado» y la orientación de las políticas públicas y la socialización refuerzan el rol del cuidado entre las mujeres, se mantiene un sincretismo en las reglas del juego que tiene como consecuencia un poder desigual en el mercado y una relación asimétrica en la sociedad. Un sencillo ejemplo que permite dimensionar «el gran cambio» y «el gran estancamiento» que supuso el universalismo homogeneizante.

La cuestión a la que nos enfrentamos es grave en su ser paradójico. Provoca que, en la actualidad, convivan políticas de igualdad formalmente antidiscriminatorias pero materialmente asimilacionistas[12]. Un sincretismo que provoca que sistemas normativos declarados igualitarios partan de una perspectiva unilateral, androcéntrica y ciega a las diferencias donde los intereses y necesidades de las mujeres —de contemplarse— se consideran derechos subordinados al orden hegemónico y vinculados a la esfera de lo social (Showstack, A. (1991). Equality and difference: the emergence of a new concept of citizenship. En D. Mcllean y S. Sayers (comps.). Socialism and Democracy (pp. 87-105). London: Macmillan.Showstack, 1991).

Con objeto de corregir el sesgo androcéntrico del universalismo homogeneizante, la IV Conferencia Mundial de Mujeres (celebrada en Beijing en el año 1995) incorporó el mainstreaming o la transversalidad de la perspectiva de género[13] como mecanismo de actuación en el ámbito de las políticas públicas. Sin embargo, veinte años después, sigue ausente en la inmensa mayoría de las políticas públicas y el marco normativo de las democracias formalmente igualitarias parte de un enfoque androcéntrico y asimilacionista en lo que la socialización y los mandatos sociales reproducen las diferencias de género[14].

2. El tratamiento y la construcción política de la diferencia[Subir]

El segundo elemento implícito de carácter discriminatorio, que se deriva del anterior, es el tratamiento de la diferencia como anomalía o particularismo. Aunque la diferencia es un concepto relacional, implica diversidad de alguien respecto a alguien (que son mutuamente diferentes entre sí respecto a determinadas características o atributos)[15], las divergencias con el modelo hegemónico no solo no se contemplaron en la norma sino que la diferencia se construyó como discrepancia respeto al estándar o la norma[16]. Frente al canon objetivo, neutral, abstracto y «normal», la diversidad fue considerada subjetividad y particularismo. «Lo diferente» se erigió, cultural, política y normativamente, como anomalía y especificidad no universalizable. Un tratamiento que permitió mantener las relaciones de dominación-subordinación vigentes.

De hecho, la consideración de las diversas «marcas» o anomalías no son estáticas ni casuales, sino que se revelan política o socialmente significativas solo respecto a atributos o características determinantes en un orden social y político concreto. Así, algunas diferencias no se construyeron nunca como anomalía excluyente (como el color del pelo o de los ojos), otras fueron rebajando la carga de estigma (como el color de la piel o el origen familiar) y otras permanecen en el tiempo.

A su vez, el imaginario cultural esencializó mediante procesos irreflexivos las identidades no inscritas en el patrón universal, proyectando sobre ellas atributos, características, comportamientos o roles unívocos y compartidos (por ejemplo sobre la población de etnia gitana-romaní, migrante, homosexual o sobre las mujeres). En la medida que la heterodesignación identitaria no es un proceso autodefinido o autorregulado por cada cual, la supuesta esencia de las identidades no hegemónicas no salió bien parada de esta práctica. En el caso de «la mujer», construida como alteridad y por oposición al varón (es decir, al patrón de lo humano), las implicaciones políticas y personales, como veremos, fueron determinantes.

Conviene recordar que la teoría de la complementariedad entre mujeres y hombres, como se ya se apuntó con anterioridad, se construyó sobre el conocido dualismo sexualizado según el cual la concepción de lo humano y lo valorado socialmente respondían precisamente a las características y atributos proyectados sobre los varones (fortaleza, razón, autonomía y cultura), mientras lo femenino sería lo oportunamente opuesto y complementario (fragilidad, irracionalidad, dependencia y naturaleza).

Aunque afortunadamente la teoría de la complementariedad no representa ya un argumento legítimo en las democracias formalmente igualitarias para excluir a las mujeres de los derechos de ciudadanía, sigue teniendo un peso esencial y esencializador en la socialización y en la construcción de las identidades sexuadas.

3. Propuestas para una resignificación de la desigualdad y la diferencia[Subir]

Si bien es cierto que el reconocimiento de la igualdad formal representó una novedad normativa histórica, el sofisma en su concepción —en el sentido apuntado por De Lucas— no eliminó la desigualdad constitutiva. Con objeto de atender la misma, en la década de los años setenta, la teoría política feminista introdujo un cambio cualitativo respecto al discurso precedente, interpelando la supuesta neutralidad del universalismo homogeneizante y evidenciando la dimensión política de la construcción de la diferencia.

Nuevas herramientas analíticas, como la identificación del patriarcado como el sistema ideológico-cultural origen de la opresión o la resignificación de lo personal como político (Millet K. (1977). Sexual Politics. London: Virago.Millet, 1977), permitieron abordar con mayor precisión las tres dimensiones históricas de la desigualdad de género: la económica, la cultural y la política. Sin embargo, el proceso crítico-reflexivo que acompañó el debate posterior priorizó y disoció las dos primeras (económica o cultural), subordinando el análisis de los aspectos asociados a la dimensión política (como el poder, la participación política, la influencia y la capacidad de interlocución). Pero, como señala Nancy Fraser, concentrar la atención únicamente en la dimensión económico-distributiva o en la cultural-identitaria no solo pone parcelas a la pretensión igualitaria sino que, en la medida en que se ignora la forzosa interdependencia entre estas tres dimensiones, tiene —como veremos— algunas consecuencias ineludibles en el tratamiento de la igualdad.

Políticas de la identidad y universalismo interactivo[Subir]

Las políticas del reconocimiento cuestionaron los patrones androcéntricos y patriarcales de carácter cultural e identitario del universalismo homogeneizante. Desde esta perspectiva, la igualdad vendría de la mano del reconocimiento y la valorización de la diferencia cultural. Pero si bien esta era y es una tarea necesaria, en la medida que se parte de un estándar identitario y operan también mecanismos ficticios de igualación intragrupo, se corre el riesgo de alimentar esencialismos y reproducir la uniformidad o el reduccionismo del universalismo racionalista.

No podemos ignorar que la identidad grupal se construye sobre un rasgo concreto —asumido como esencial y políticamente relevante— que nuclea al grupo en una relación dialéctica con otras identidades con las que se definen claras fronteras. En aras de ofrecer cohesión interna, el discurso hegemónico de las identidades no hegemónicas encubre posibles fracturas o divergencias internas, ignorando que la identidad individual se construye en un proceso complejo y subjetivo donde operan un conjunto variable de rasgos e interrelaciones.

La primera perversión a la que el modelo ha de enfrentarse es, pues, que las diferentes identidades no son estructuras homogéneas, isomorfas, puras, rígidas o estáticas. Por ello, una dimensión estrictamente cultural que no tenga en cuenta la movilidad o las múltiples diferencias intragrupo puede terminar estereotipando o esencializando las diferentes identidades; obliterando la capacidad de autodefinición e ignorando la diversidad existente. En resumidas cuentas, no parece buena solución sustituir la ceguera del universalismo homogeneizante por la de un particularismo que, a su vez, ignore las fracturas indentitarias intragrupo porque las identidades son construcciones colectivas que aterrizan en cada persona de forma múltiple y combinada. Ninguna persona tiene una sola identidad ni universal ni grupalmente; entre otras cuestiones porque la diferencia sexual[17] o el contexto socioeconómico fractura cualquier posible intento de homogeneización.

Por ello, frente a la dimensión unívoca de una identidad cultural rígida y esencializada, incapaz de explicar todas las relaciones intragrupo, la posición social que cada persona ocupa en la comunidad o la multiplicidad identitaria existente, es preciso apostar por la posibilidad de una autodesignación flexible. Así, como retomando las tesis de Benhabib (Benhabib, S. (1992). Situating the Self: Gender, Community, and Postmodernism in Contemporary Ethics. Cambridge: Polity Press.1992)[18], es preciso apostar por canales complejos de designación, por un universalismo interactivo que reconozca «la pluralidad de modos del ser humano». Un marco de interpretación que huya de ficticios intentos de homogeneización —ya sean estos universalistas o culturales— y permita reconocer un «otro concreto»[19] o «un sujeto verosímil»[20] que contemple las especificidades de cada cual[21].

Pero este no es el único elemento problemático de las políticas de la identidad o del reconocimiento. En ocasiones, la dimensión cultural se inscribe en un relativismo posmoderno que renuncia a la posibilidad de consensuar un marco ético emancipador y un sistema de valores de validez universal. Y ello no suele ser, como ocurría con la heterodesignación identitaria, un contexto favorable para la igualdad de género o el empoderamiento de las mujeres.

Las diferentes cosmovisiones culturales comparten procesos irreflexivos, no sometidos a una revisión ético-crítica, que proyectan una sobrecarga identitaria sobre las mujeres y tienden a reforzar visiones esencializadas en torno a la complementariedad y la jerarquía sexual (Le Doeuff, M. (1993). El estudio y la rueca. Buenos Aires: Altaya.Le Doeuff, 1993). No en vano, como señala Amelia Valcárcel, «la sumisión y la posición subalterna de las mujeres… constituyen el insumo normativo principal de cualquier tribu humana» (Valcárcel, A. (2007). Dios y nosotras. En V. Camps y A. Valcárcel. Hablemos de Dios (pp. 223-246). Madrid: Taurus.2007: 241)[22] y ello tiene como consecuencia que, a las discriminaciones externas, se sumen distintas formas de opresión internas que se asumen como reivindicaciones propias de reconocimiento del grupo de pertenencia. En el caso de las identidades reactivas inscritas en los monoteísmos religiosos se producen enquistaciones identitarias de carácter regresivo[23] que sacralizan la jerarquía sexual y la teoría de la complementariedad, refuerzan el mandato punitivo-moralizador sobre las mujeres y llegan a interpretar el concepto ilustrado de los derechos humanos como una imposición cultural del imperialismo occidental[24].

Por ello, frente a estas implicaciones problemáticas que pudiera derivarse de las políticas del reconocimiento, parece ineludible apostar por una concepción intercultural que permita consensuar unos mínimos éticos de convivencia que hagan compatibles el respeto a los derechos humanos, las diferentes singularidades identitarias y la equifonía de mujeres y hombres en la interlocución.

Políticas redistributivas[Subir]

Ahora bien, si la dimensión cultural tiene implicaciones problemáticas, la redistributiva también las tiene respecto al empoderamiento y la emancipación de las mujeres. El enfoque de la redistribución atiende a la cobertura de ciertos bienes, servicios, rentas monetarias, subsidios o salarios de sustitución considerados básicos en cada comunidad. Conviene advertir que dicho enfoque debe entenderse más como una distribución de derechos o prestaciones que como una redistribución que altere la titularidad real de los privilegios, los beneficios o la riqueza y que ponga en cuestión el statu quo de la jerarquía sexual o social.

Aclarado este aspecto, la política redistributiva (o distributiva) suele combinar una orientación universalista, destinada a la desmercantilización de determinados servicios y a la protección o emancipación respecto al mercado de las personas en situación en vulnerabilidad[25], pero también una puede tener una dimensión asistencialista —normalmente sometida a comprobación de recursos— que contempla prestaciones de carácter familiar o individual. Ambas tienen un impacto muy diferente en términos de políticas de igualdad en la medida en que el enfoque asistencialista termina reforzando una dependencia que opera, normalmente, en el eje dominación-subordinación dentro de las políticas de dominación (Bourdieu, P. (2000). La dominación masculina. Barcelona: Anagrama.Bourdieu, 2000). En consecuencia, tiene implicaciones determinantes en las políticas de reconocimiento y un efecto estigmatizador de la población objeto de protección, máxime si son prestaciones monetarias de carácter no contributivo[26].

En conclusión, si bien es cierto que las políticas de reconocimiento y las redistributivas pueden reducir la asimetría económica o cultural existente, no lo es menos que su impacto depende de la orientación que tengan y, de forma aislada, son incapaces de establecer un marco de actuación que permita erradicar las desigualdades de género y la jerarquía sexual. Por ello, es preciso adoptar un enfoque holístico que integre en el análisis ambas dimensiones y que contemple, a su vez, aspectos como la presencia, la representación y la simetría/asimetría en los procesos de toma de decisión[27].

II. DERECHOS UNIVERSALES Y DERECHOS ESPECÍFICOS: LOS DERECHOS DE LAS MUJERES[Subir]

El tercer criterio o elemento que conviene incorporar al análisis, que se deriva de los anteriormente expuestos, son las implicaciones simbólicas y políticas que supone considerar los derechos de las mujeres como específicos.

Desde hace unas décadas asistimos a una novedosa orientación en las políticas de igualdad que pretende compensar el sesgo del universalismo homogeneizante recogiendo la existencia de situaciones que no responden al supuesto patrón universal neutral. Un abanico de normas adaptadas a las diferentes «marcas» o «cuerpos marcados»[28] (en función del sexo atribuido, la identidad sexual, la diversidad funcional o sexual, la edad, el indigenismo, la negritud, la autoctonía, etc.) intenta contrarrestar el desajuste entre la diversidad existente y un universalismo ciego a las diferencias. Pero, pese al avance normativo que suponen, en la medida en que no interpelan la ficción del sujeto neutral objeto de la norma general son incapaces, por sí mismas, de neutralizar el impacto del androcentrismo económico, político y judicial imperante en las democracias formalmente igualitarias. De forma tal que lo que tejen las específicas, lo destejen las universales.

Para el caso que nos ocupa, el tratamiento de la igualdad puede abordarse desde la aparente objetividad del modelo y la mirada unívoca de una supuesta neutralidad genérica homogeneizante (provocando discriminación por indiferenciación) o mediante la «marca», es decir, como derechos específicos destinados a la protección de las minorías que atienden a un punto de vista alternativo o ampliado del supuesto patrón objetivo.

Por ejemplo, la Conferencia de Naciones Unidas sobre Derechos Humanos —celebrada en Viena en el año 1993— reconoció, por vez primera de forma explícita en una norma internacional, que los derechos de las mujeres debían tener la consideración de derechos humanos, incluyendo la protección de los mismos como «derechos humanos relacionados con la mujer»[29]. Desde esta memorable conquista es posible considerar la violencia de género como una vulneración de los derechos humanos. Ahora bien, son derechos «con apellido»: «de la mujer». Por ello, como plantea Marcela Lagarde, en ausencia de una revisión dogmática de la supuesta neutralidad del derecho, reciben un tratamiento secundario, subsidiario y subalterno respecto al marco interpretativo general (Lagarde, M. (1997). Identidades de Género y Derechos Humanos. La Construcción de las Humanas. VII Curso de Verano. Educación, Democracia y Nueva Ciudadanía. México: Universidad Autónoma de Aguascalientes.Lagarde, 1997).

La subsidiariedad en la consideración de los derechos específicos se ve acompañada y agravada por la consideración de las identidades que discrepan con la norma como «colectivos» o «minorías». Como en el caso de pertenecer al sexo femenino, rasgo que lejos de caracterizar a un «grupo» identifica a más de la mitad de la población.

Así, frente a la universalidad de la norma general, los derechos de las mujeres se presentan como un «particularismo» que puede reproducir el esencialismo y la concepción de feminidad como una identidad homogénea, reforzar la diferencia, favorecer el «estigma de la desviación» (Minow, M. (1990). Making all the difference. Ithaca: Cornell University Press.Minow, 1990) y, consecuentemente, están sometidos a cierta deslegitimación frente a lo que se interpreta como una norma periférica o incluso un trato privilegiado[30].

No es infrecuente que esta última cuestión genere recelos e inspire sentimientos de rechazo. No podemos ignorar que las políticas de igualdad pueden considerarse un «juego de suma cero» donde el poder que gana cualquier colectivo subordinado lo pierde aquel que ejercía el dominio sobre este (Thurow, L. C. (1988). La sociedad de suma cero. Barcelona: Orbis.Thurow, 1988). Una redistribución del poder que puede provocar resistencias entre estos últimos ante una merma de privilegios o prerrogativas que se interpreta como pérdida de derechos[31].

A su vez, como ocurría con la neutralidad genérica del patrón único, los derechos específicos parten de un diseño identitario homogéneo que ignora la diversidad existente. «La mujer» es un mero constructo cultural. Poco tienen en común el grado o tipo de discriminación que sufren las mujeres en función de variables como la clase social, la ruralidad, la edad, el nivel de estudios, la etnicidad, el estatus migratorio, la orientación sexual, la salud, etc.[32].

Con la finalidad de atender dicha complejidad, durante la década de los años ochenta, la teoría política feminista visibilizó la doble discriminación de la que eran objeto las mujeres afroamericanas. La intersección de ambos elementos pasó a ampliarse, con posterioridad, con el enfoque de la discriminación múltiple; es decir, aquella que se produce cuando convergen dos o más factores de exclusión. Un contexto donde el sumatorio de pluses de especificidad no solo sofistica la opresión[33], sino que tiende a invisibilizarse tanto en la orientación general de las políticas públicas como en las específicas de igualdad.

Como mecanismo corrector de tales prácticas, el enfoque de la interseccionalidad o de la discriminación múltiple pasó a recogerse en diversos instrumentos internacionales (como la Declaración de Beijing de 1995[34] o la de Durban de 2001[35]) o, en el ámbito de la Unión Europea, la Directiva de igualdad racial[36]. Pero conviene advertir que, desafortunadamente, la interseccionalidad tiene todavía un tratamiento muy residual en el diseño e implementación de las políticas públicas.

Sin duda, la incidencia que puedan tener estos instrumentos internacionales depende también de la capacidad de las jurisprudencias nacionales para interpretar el ordenamiento jurídico conforme a los mismos; práctica poco habitual. En este sentido, resulta interesante destacar que la jurisprudencia norteamericana lleva décadas aplicando el denominado «sex-plus», según el cual la pertenencia al sexo femenino representa un factor añadido a la raza, la etnia o cualquier otro factor discriminatorio. No obstante, conviene advertir que su aplicación es discrecional, encontrándose condicionada tanto por la flexibilidad del propio sistema procesal (que puede admitir una demanda solo si atiende a un solo factor, como la raza o el sexo) como por las resistencias existentes frente a lo que pudiera implicar una supergarantía en demandas por discriminación doble o múltiple[37].

Además de estas consideraciones de carácter procesal, el problema de fondo en el tratamiento de la discriminación múltiple reside en la amplitud del enfoque y el compromiso político con el que se pretende abordar tal realidad. Por ejemplo, si se ha de operar con un nuevo criterio de interpretación jurídica del artículo 14 de la Constitución Española (CE) como una lista abierta e interseccional de los factores contemplados en la Declaración Universal de Derechos Humanos y los Pactos o Convenciones Internacionales y si, además, está previsto activar políticas de igualdad interseccionales destinadas a lo que se pudiera entender como «grupos diana» (mujeres migrantes, mayores o con diversidad funcional) o «contextos diana» (como representa, por ejemplo, la intersección entre ruralidad y violencia de género).

III. EL TRATAMIENTO DE LA DIFERENCIA SEXUAL Y LA DESIGUALDAD EN EL CASO ESPAÑOL[Subir]

El impacto de la crisis y la gestión de la misma han profundizado las desigualdades sociales[38], incrementando la población objeto de exclusión. La población española se enfrenta a la compleja situación que supone la reducción de sus salarios directos (a través de las rentas del trabajo) o diferidos (aquellos que se derivan de prestaciones o servicios públicos) y al incremento de impuestos lineales no sometidos a comprobación de recursos[39].

Es conocido el impacto que la crisis y la gestión de la misma han tenido en términos de clase social, en determinados grupos de edad (como es el caso del desempleo entre las y los jóvenes), en función del estatus migratorio o entre las personas dependientes. Ahora bien, como apuntan todos los informes internacionales, una rápida evaluación de daños permite afirmar que la regresión ha sido mayor entre las mujeres[40], máxime cuando los criterios anteriormente mencionados (condiciones migratorias, edad o dependencia) interseccionan con el sexo como factor multiplicador de la discriminación. Frente a la estrategia de triple «R» (políticas de redistribución, reconocimiento y representación), la crisis española se ha gestionado desde otra triple R (recortes, reformas laborales y reacción patriarcal) que conduce, inevitablemente a la reversibilidad o la regresión apuntada por autorizados órganos internacionales (Nuño, L. (2014). La igualdad no daba igual. Revista Digital con la A, 31. Disponible en: http://conlaa.com/.Nuño, 2014).

El recorte que ha sufrido la financiación de algunos servicios públicos (como la educación, la sanidad o la atención a la dependencia) ha afectado a la población con menos recursos económicos, mayoritariamente integrada por mujeres[41]. Por ello, como señala Rubery, la evolución de la crisis permite hablar de un escenario inicial de «he-cession» (provocado por una mayor destrucción de empleo masculino durante la etapa inicial) a un contexto posterior caracterizado por la «she-austerity», en el que las políticas de ajuste fiscal han afectado en mayor medida a las mujeres (Rubery, J. (2014). From Women and Reccesion to Women and Austerity: A Framwork for Analysis. En M. Karamessini y J. Rubery (comps.). Women and Austerity. The Economic Crisis and the Future for Gender Equality (pp. 17-36). London: Routledge.Rubery, 2014)[42].

Frente a tal evidencia, la receta aplicada ha partido de la supuesta neutralidad de las políticas de ajuste presupuestario en términos de impacto de género y la consideración de las políticas de igualdad como asuntos periféricos y negociables[43]. Como cabría esperar, este tratamiento ha incrementado de forma preocupante la desigualdad de género y el gender gap.

1. Impacto de las políticas pretendidamente neutras: cuando lo neutro no es neutral[Subir]

La aplicación de la transversalidad de la perspectiva de género forma parte de las obligaciones del Ejecutivo español desde la aprobación de la Ley 30/2003, sobre impacto de género[44] y de la Ley Orgánica 3/2007, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres. En concreto, la primera establece la obligación de que el procedimiento de elaboración de proyectos de leyes y reglamentos venga acompañado de «un informe sobre el impacto por razón de género de las medidas que se establecen en el mismo»[45] y la Ley de igualdad recoge en su artículo 15 que «el principio de igualdad de trato y oportunidades entre mujeres y hombres informará, con carácter transversal, la actuación de todos los Poderes Públicos».

Pese a ello, el impacto de género apenas se evalúa, incluyéndose en las leyes y disposiciones la cómoda fórmula de impacto neutro o nulo; lo que claramente contradice la propia definición de la perspectiva de género que entiende que las políticas públicas nunca son neutras y, por tanto, tampoco las disposiciones que las establecen o desarrollan. Un desarrollo normativo que reproduce los efectos del universalismo homogeneizante señalado con anterioridad[46].

Poco ayuda un proceso poswestfalianista[47] en el que la soberanía económica de los Estados se encuentra cada vez más cuestionada y que, en España, se evidenció en 2011 con la reforma del artículo 135 CE que constitucionalizó la estabilidad presupuestaria. Máxime si las políticas de ajuste se centran, como ha ocurrido, en reducir la inversión destinada a la financiación de servicios públicos esenciales y posponen los compromisos adquiridos relativos a la gestión social del cuidado (como la atención a las personas en situación de dependencia[48] y la ampliación de la oferta pública de escuelas infantiles[49] o del permiso de paternidad[50]).

La crisis y, sobre todo, la gestión de la misma están obligando a que el cuidado descuidado por las instituciones se traslade y se asuma por las mujeres en el ámbito familiar, incrementando la distancia de género previamente existente en lo relativo a la división sexual del trabajo[51].

En el caso español, antes de la crisis, la orientación de la gestión social del cuidado ya se inscribía en el denominado modelo de bienestar mediterráneo; un enfoque que familiariza y feminiza el cuidado y, con ello, refuerza la desigualdad de género[52]. Pero el recorte presupuestario sufrido en la gestión social del cuidado ha desplazado todavía más su gestión (tanto en términos de trabajo como de coste) hacia la malla de solidaridad familiar, tejida mayoritariamente por mujeres. En la medida en que la crisis ha estrangulado la economía familiar, limitando su capacidad para externalizar el cuidado, se ha producido un incremento de su familiarización en detrimento de su mercantilización. Un contexto que afecta mayoritariamente a las mujeres, tanto a aquellas que asumen su gestión en el ámbito familiar de forma no remunerada como al colectivo de empleadas domésticas que han perdido los ingresos que percibían por dicha actividad[53].

Con estos mimbres, poco han ayudado las sucesivas reformas laborales acometidas desde el inicio de la crisis[54] que no solo han precarizado el empleo, en general, sino que han tenido un impacto diferencial en la empleabilidad femenina[55], pese a ser aprobadas, todas ellas, con la práctica habitual de declarar un impacto de género nulo.

Durante los primeros años de la crisis, la rápida destrucción de empleo en la construcción y la industria afectó, fundamentalmente, al empleo masculino («he-cession»), proceso que tuvo un claro impacto en el efecto del «trabajador añadido»[56] y en la reducción de la brecha de género. Sin embargo, la destrucción de empleo posterior se centró en sectores feminizados, por lo que esta tendencia se revirtió.

En la actualidad, todos los datos disponibles permiten afirmar que se está produciendo una progresiva feminización del paro de larga duración, un incremento de la distancia de género en la actividad económica y el desempleo[57] y una mayor precarización del empleo de las mujeres (que se constata en el incremento de la brecha de género en los salarios y en una paulatina feminización del empleo temporal, informal, a tiempo parcial o de los denominados mini jobs).

A su vez, la inferioridad salarial que caracteriza al empleo femenino determina las condiciones de la prestación por desempleo o jubilación. Así, la proporción de mujeres que tiene derecho a cobrar estas no solo es menor a la de los hombres, sino que —en caso de percibirse— conlleva una remuneración inferior. Todo lo cual provoca que la pobreza y la exclusión social tengan, cada vez más, un rostro femenino.

Un proceso de feminización de la pobreza que será imposible detener si el incumplimiento de la legislación existente en lo relativo a la medición del impacto de género[58] y la transversalidad de la perspectiva de género sigue siendo la pauta general. Y si, como colofón, la interseccionalidad brilla por su ausencia y son las políticas de igualdad las que, en mayor medida, sufren el ajuste presupuestario.

2. El tratamiento de los derechos de las mujeres y las políticas de igualdad de género[Subir]

El tratamiento de los derechos de las mujeres y de las políticas de igualdad han respondido al patrón anteriormente señalado. Las mujeres son consideradas como un colectivo, la orientación de las políticas parte del patrón universal y las de igualdad de género tienen la consideración de subsidiarias, secundarias o periféricas. Enfoque que explica que estas últimas hayan sido una de las que, en mayor medida, han sufrido el ajuste presupuestario y que muchas instituciones públicas especializadas en la materia hayan desaparecido o hayan sido absorbidas por organismos de carácter generalista.

Desde el inicio de la crisis, las partidas presupuestarias destinadas a financiar las políticas de igualdad y la lucha contra la violencia de género se han reducido casi en una tercera parte (31,9 %)[59] y, según los Presupuestos Generales del Estado (PGE) del año 2016, se dedicará a estos fines tan solo el 0,01 % del monto global de los gastos consolidados.

Si bien es cierto que la partida presupuestaria destinada a «actuaciones para la prevención integral de la Violencia de Género» observa un ligero incremento respecto a los presupuestos de 2015 (en concreto del 6,3 %), no lo es menos que, incluso teniendo en cuenta este dato, la inversión pública se ha reducido sustancialmente respecto a los presupuestos del año 2009[60]. Ahora bien, sin duda, la partida más damnificada ha sido la destinada a «igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres», cuyo presupuesto se ha visto reducido casi a la mitad[61].

Idéntico ajuste han sufrido las subvenciones previstas para posibilitar la actividad del tejido asociativo feminista[62], que no solo se han reducido a la mitad sino que el sistema de adjudicación ha socavado su objeto y finalidad[63]. A su vez, desde el inicio de la crisis, los organismos más relevantes del feminismo institucional (como el histórico Instituto de la Mujer o el Ministerio de Igualdad) han sido absorbidos por otras instituciones no especializadas en políticas de igualdad de género. El primero, tras tres décadas de funcionamiento, pasó a denominarse Instituto de la Mujer y para la Igualdad de Oportunidades y atiende a todas las formas de discriminación, no solo a la originada por la jerarquía sexual. El Ministerio de Igualdad se ha integrado en el macroministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, asumiendo (además de las múltiples formas de discriminación) todos los aspectos relacionados con las políticas sociales y sanitarias.

Esta dinámica de absorción-disolución de los organismos especializados difumina la relevancia política y los recursos destinados a la lucha contra la desigualdad de género, resta especialización a la intervención institucional e impide una correcta aplicación y seguimiento de la medición del impacto de género. Conviene advertir que, pese a que ambas instituciones tienen encomendada la lucha contra las múltiples formas de discriminación, no se aprecia una orientación en las políticas de igualdad que incorpore la discriminación múltiple y la interseccionalidad.

Ahora bien, el desmantelamiento del feminismo institucional ha afectado también al ámbito local. La reforma de la Ley de Bases de Régimen Local[64] ha eliminado las competencias municipales en materia de servicios sociales e igualdad; trasladando la cobertura asistencial a unos gobiernos autonómicos asfixiados económicamente por el Plan de estabilización presupuestaria. Dicha reforma ha provocado el cierre de cientos de centros de mujeres y casas de acogida, así que lejos de atender la intersección que supone la ruralidad y la violencia de género, ha dejado a las víctimas que residen en el ámbito rural, que solo tenían acceso a los servicios de proximidad municipal, abandonadas a su suerte.

Los diferentes informes internacionales sobre los derechos de las mujeres recogen, a su vez, tres aspectos que merecen especial mención. En primer lugar, el efecto perjudicial que tiene la eliminación de la polémica asignatura «Educación para la ciudadanía» en las estrategias de lucha contra la violencia de género y la promoción de la igualdad de oportunidades. Por lo que recomienda al Estado español su inmediata restitución.

En segundo lugar, sancionan la reciente modificación del marco legal para la interrupción voluntaria del embarazo, exhortando al Estado español para que «abandone todos los intentos de limitar el acceso actual de las mujeres y las niñas al aborto seguro y legal», «retrotraiga una reforma, incompatible con las normas internacionales de derechos humanos»[65] y «establezca disposiciones adecuadas de tutela pública para que las niñas menores de 16 años puedan someterse a un aborto sin el consentimiento de sus padres»[66].

Por último, tanto el Comité de la CEDAW como el del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas muestran su preocupación ante el «riesgo de regresión» no solo por las políticas de austeridad sino por la influencia de «la cultura de machismo y la influencia social de las instituciones religiosas patriarcales»[67].

El escenario de regresión de las políticas de igualdad no es ajeno, tampoco, al rechazo que generan las políticas de igualdad de género y las implicaciones del «juego de suma cero», al que se hacía mención con anterioridad. Las resistencias observadas se explican porque la evolución en materia de igualdad ha sido un proceso más veloz que el observado en nuestro entorno más inmediato. Cuando España se incorporó a la Europa comunitaria no hacía ni una década que había abandonado la dictadura franquista y, partiendo de las antípodas del pensamiento igualitario, no eran pocas las tareas pendientes para cumplir las exigencias de la legislación europea en la materia. Como el avance ha sido más rápido, la reacción frente a las políticas de igualdad ha sido también más intensa y concurrida.

Susan Faludi insistía, hace décadas, en el espejismo óptico que supone considerar que la evolución de los derechos y libertades de las mujeres es un proceso lineal en constante avance. La historia demuestra que pese a los indiscutibles avances, hay constantes retrocesos, como así apuntan los informes internacionales referidos al caso español.

IV. Conclusiones[Subir]

No es posible explicar las causas de la desigualdad sexual sin tener cuenta el impacto del pretendido enfoque neutro de las políticas públicas, las implicaciones de la construcción de la diferencia como anomalía y las consecuencias de la consideración periférica de las políticas de igualdad. Como se defiende a lo largo del presente artículo, el enfoque neutro no es tal: es androcéntrico y, por tanto, parcial. La consideración de la diversidad como alteridad excluye simbólica y materialmente a las identidades no hegemónicas. La posición subsidiaria de las políticas de igualdad termina traduciéndose en que la atención y financiación que recaban corre el riesgo de posponerse o arrinconarse en función de los diferentes ciclos políticos o económicos.

Como se ha podido demostrar, estos elementos estructurales siguen presentes en las políticas públicas, en general y, en concreto, en la gestión de la crisis económica española. Así, el rápido incremento de la brecha de género en nuestro país desde el inicio de la crisis no responde estrictamente a factores económicos, sino a la presencia de dichos principios implícitos que operan en el tratamiento de la igualdad.

Por ello, aunque el reconocimiento de la igualdad formal es, probablemente, la innovación normativa más importante del siglo xx, su propia concepción arrastra inequidad, lo que explica que no siempre se acompañe de la esperada reducción de la desigualdad sexual. El problema es que en lo relativo al tratamiento de la diferencia sexual nos enfrentamos a un ser paradójico donde convive, en el sentido apuntado por Averroes, una doble verdad: la igualdad de género forma parte y no forma parte de la agenda política. Así, si bien es cierto que nunca antes habíamos tenido tanta producción normativa orientada a eliminar la discriminación por razón de sexo, no lo es menos que los instrumentos necesarios para su aplicación —como la perspectiva de género, la medición del impacto de género o la interseccionalidad— siguen ausentes en el diseño, implementación y evaluación de las políticas públicas.

Tal y como se conciben, las políticas de igualdad son incapaces de contrarrestar, por si solas, la inequidad que generan dichos principios implícitos. Por ello es preciso apostar por políticas redistributivas de carácter universalista que alteren el statu quo de la jerarquía sexual y, a su vez, por políticas identitarias que partan de un universalismo interactivo que —en palabras de Benhabib— reconozca un «otro concreto» frente al «otro generalizado». Un enfoque que debe contemplar la inequívoca retroalimentación entre ambas dimensiones y su capacidad para determinar aspectos como la autonomía de las mujeres y la igualdad de género.

Estos son requisitos necesarios, pero no suficientes. Las políticas redistributivas y las identitarias pueden reducir la asimetría económica o cultural existente, pero de forma aislada tampoco serán capaces de erradicar las desigualdades de género si, retomando las tesis de Nancy Fraser, no se toma en consideración la potencia transformadora de las políticas de la representación, de la igualdad de rango en la interlocución o la decisión y del poder como eje central de las políticas de igualdad.

Por ello, es preciso intervenir desde una estrategia tridimensional que incorpore de forma conjunta las políticas de redistribución, reconocimiento y representación. Para, desde este enfoque poliédrico, abordar los compromisos adquiridos en relación a la medición del impacto de género, la plena incorporación de la perspectiva de género o el mainstreaming como eje central y transversal de las políticas públicas, la asimetría en la división sexual del trabajo y los permisos parentales, la interseccionalidad de las múltiples formas de discriminación, la revisión del sexismo y el androcentrismo en la educación, la comunicación y la socialización y, en última instancia, equilibrar el poder, la influencia y la autoridad que mujeres y hombres tienen en la sociedad. Mientras estas tareas sigan pendientes, las políticas de igualdad seguirán instaladas en esa doble verdad y la brecha de género no desaparecerá.

Notas[Subir]

[1]

Este trabajo ha sido realizado en el marco del Proyecto de Investigación «Configuración y continuidad de las respuestas normativas a la crisis» (I+D DER2013-42600-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad y dirigido por Enrique Álvarez Conde. Quiero agradecer a Ana de Miguel la generosidad de compartir su tiempo y saberes en la minuciosa revisión del artículo.

[2]

Informe sobre la brecha de género relativo al año 2014, hecho público en 2015. El índice sobre brecha de género o gender gap evalúa la magnitud de la discriminación y diferencia entre mujeres y hombres en cuatro áreas clave: oportunidades-participación económica, educación, sanidad y participación política. En la actualidad, incluye información sobre casi el 95 % de la población mundial.

[3]

Para un análisis sobre la formación de la agenda pública desde la perspectiva de género se puede consultar Carrillo, E., Tamayo, M. y Nuño, L. (2013). La formación de la agenda pública. Análisis comparado de las demandas de hombres y mujeres hacia el sistema político en España. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Carrillo et al., 2013.

[4]

Según la Encuesta Fuerza de Trabajo (LFS) de Eurostat, referida al año 2006, España era el cuarto país de la Unión Europea con mayor desigualdad de género en la ocupación (tras Italia, Grecia y Malta); el segundo con respecto al desempleo (tras Grecia); el tercero en eventualidad (tras Chipre y Finlandia) y se encontraba por encima de la media con respecto a la segregación sectorial y ocupacional.

[5]

Informe del Grupo de Trabajo sobre la Cuestión de la Discriminación contra la Mujer en la Legislación y en la Práctica: Misión en España. Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas (A/HRC/29/40Add.3), presentado en junio de 2015. En la misma línea se pronunció el informe del Comité de la CEDAW, de agosto de 2015 (CEDAW /C/ESP/CO/7-8).

[6]

A/HRC/29/40Add.3, párrafo 99.

[7]

Del año 2013 al 2014 se ganó una posición en el ranking mundial debido al repunte observado en el indicador relativo a la «participación política».

[8]

Distancia de género observada en la empleabilidad, los salarios y el empleo cualificado.

[9]

En el sentido apuntado por Simone de Beavouir, Amelia Valcárcel o Mª Luisa Femenías, entre otras. La heterodesignación hace referencia a la designación patriarcal heterónoma que construye la identidad genérica femenina como la alteridad, como lo «Otro» (De Beauvoir, S. (1999). El segundo sexo. Madrid: Cátedra.De Beauvoir, 1999). Así, según Femenías, «como se ha repetido ad nauseam, los varones se autoinstituyeron históricamente en la «norma», o en el universal, de la condición humana y, consecuentemente, heterodesignaron a las mujeres como sus complementarias inferiores» (Femenías, M. L. (2008). El juego de las identidades: ciudadanía y exclusión. Revista Labrys, études féministes, 13. Disponible en: http://www.labrys.net.br/labrys13/. 2008: 315).

[10]

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) reconoció, en el caso Thlimmenos contra Grecia, la discriminación por indiferenciación (ST 6 de abril de 2000). El demandante vio negado el acceso a la función pública al tener antecedentes penales por negarse a llevar uniforme militar. Thlimmenos justificó su negativa por motivos confesionales. El tribunal sostuvo la no existencia de justificación objetiva y razonable para no tratar al demandante de modo «distinto y diferenciado» ya que ello implicaría violación de la libertad religiosa. A su vez, en diciembre de 2009, tras nueve años de litigios, dicho tribunal concedió a María Luisa Muñoz Díaz (conocida con el sobrenombre de «La Nena») el derecho a percibir la prestación por viudedad (solicitud previamente denegada por el Estado español al considerar que el matrimonio por el rito gitano no tiene validez civil y, por tanto, no genera tal derecho). El TEDH se apoyó en el artículo 14 del Convenio Europeo de Derechos Humanos para estimar que la resolución del Estado español constituía discriminación por igualación de una minoría nacional.

[11]

El desarrollo normativo posterior del derecho antidiscriminatorio (en el sentido apuntado por Barrere, M. A. (2001). Problemas del Derecho antidiscriminatorio: subordinación versus discriminación y acción positiva versus igualdad de oportunidades. Revista Vasca de Administración Pública. Herri-Arduralaritzako Euskal Aldizkaria, 60, 145-166.Barrere, 2001), incorporó la prohibición de discriminación como una protección complementaria a la igualdad formal.

[12]

El asimilacionismo representa un proceso de uniformidad cultural que provoca que las identidades no hegemónicas adopten los valores o las normas de la identidad hegemónica. Como señala Tamar Pitch, la igualdad entre mujeres y varones fue entendida como «asimilación a los modelos masculinos» (Pitch, T. (2010). Sexo y género de y en el derecho: el feminismo jurídico. Anales de la Cátedra Francisco Suárez, 44, 435-459.2010: 436).

[13]

Enfoque posteriormente asumido, en el ámbito de la Unión Europea, en el Tratado de Ámsterdam (1997), la Agenda Social Europea (Lisboa, 2001) y la Agenda Social Renovada 2008-2011. Para un estudio sobre el mainstreaming y los diferentes marcos interpretativos en Europa se puede consultar Bustelo y Lombardo (Bustelo, M. y Lombardo, E. (2005). Mainstreaming de género y análisis de los diferentes «marcos interpretativos» de las políticas de igualdad en Europa: el proyecto MAGEEQ. Aequalitas: Revista Jurídica de Igualdad de Oportunidades entre Mujeres y Hombres, 17, 15-26.2005).

[14]

Para un estudio más destallado sobre la cuestión se puede consultar De Miguel, A. (2015). Neoliberalismo sexual: el mito de la libre elección. Madrid: Cátedra.De Miguel, 2015.

[15]

Para el caso que nos ocupa tiene un carácter simétrico, de forma tal que «las mujeres son tan diferentes de los varones como los varones son diferentes de las mujeres» (Pitch, T. (2013). La diferencia y las desigualdades en la diferencia. En P. Laurenzo y R. Durán (comps.). Diversidad cultural, Género y Derecho (pp. 241-268). Valencia: Tirant lo Blanch.2013: 250).

[16]

Como señala Femenías, «el par norma/defecto» en la ordenación profunda de la sociedad tiene como consecuencia que quienes ocupan posiciones hegemónicas se autoinstituyen como norma, para desde ahí señalar como no-norma todo lo que no responde a sus señas identitarias (Femenías, M. L. (2013). Voces y cuerpos de mujeres marcados en la era de la globalización. Identidad, transformación y vulnerabilidad. En P. Laurenzo y R. Durán (comps.). Diversidad cultural, género y derecho (pp. 311-323). Valencia: Tirant lo Blanch.2013: 314).

[17]

Como señala Tamar Pitch, «la interrelación de la diversidad cultural con el género es objetivamente ineludible; hombres y mujeres son sujetos culturales genéricamente diferenciados: no se reza, no se ama, no se come, no se vive de la misma manera, aunque hombres y mujeres compartan las mismas creencias, los mismos alimentos y las mismas cosas» (Pitch, T. (2013). La diferencia y las desigualdades en la diferencia. En P. Laurenzo y R. Durán (comps.). Diversidad cultural, Género y Derecho (pp. 241-268). Valencia: Tirant lo Blanch.2013: 169).

[18]

En obras posteriores se referirá a este término como «iteraciones democráticas» (Benhabib, S. (2006). Another Cosmopolitanism. Sovereignty, Hospitality, and Democratic Iterations. New York - London: Oxford University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1093/acprof:oso/9780195183221.001.0001.Benhabib, 2006).

[19]

Como señala Benhabib: «El punto de vista del «otro concreto», en contraste, requiere que veamos a todos y cada uno de los seres como un individuo con una constitución afectivo-emocional, una historia concreta, una identidad tanto colectiva como individual» (Benhabib, S. (2007). Feminismo y posmodernidad: una difícil alianza. En C. Amorós y A. de Miguel (comps.). Teoría feminista: de la Ilustración a la globalización (vol. 2, pp. 319-342). Madrid: Minerva Ediciones.2007: 191).

[20]

En el sentido acuñado por Amorós y De Miguel (Amorós, C. y De Miguel, A. (1997). Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado y postmodernidad. Madrid: Cátedra.1997: 19-85).

[21]

Frente a la dimensión problemática de la identidad, han surgido otras propuestas como la de Marisol de la Cadena, que propone «desestabilizar» la noción de identidad entronizada en posiciones ontologizadas y rígidas y evolucionar hacia otras flexibles que permitan la resignificación (De la Cadena, M. (2006). Ideologías de mestizaje y Nación. Conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.De la Cadena, 2006). Amartya Sen o Martha Nussbaum, a su vez, proponen incorporar el enfoque de las «capacidades fundamentales» que responde a un concepto de libertad asociada a la autonomía personal y que permite que cada persona pueda desarrollarse de acuerdo a su compleja singularidad (Sen, A. K. (1982). Choice, Welfare and Measurement. Oxford: Basil Blackwell.Sen, 1982, y Nussbaum, M. (2002). Las mujeres y el desarrollo humano: el enfoque de las capacidades. Barcelona: Herder.Nussbaum, 2002).

[22]

Como de forma contundente ha demostrado, entre otras, De Lucas, J. (2003). Multiculturalismo, un debate falsificado. Aula Intercultural. Disponible en: https://www.fuhem.es/media/ecosocial/file/Boletin%20ECOS/ECOS%20CDV/Boletin_8/Lucas_multiculturalismo.pdf.Mead, 1982.

[23]

En el sentido apuntado por Femenías, según la cual «la apelación a una «identidad» resulta apropiada para denunciar diversos modos de exclusión real; pero, en otras, solo reclaman identidad quienes defienden su inmovilidad contra las dinámicas y las dialécticas más progresistas. Por lo general, tales grupos identitarios suelen controlar más a sus mujeres que a sus varones, alegando un origen natural, religioso o tradicional como fundamento configurador de tales rasgos o marcas identitarias. Cuando esto sucede, se desvincula la «identidad» de otros factores que vamos a denominar epocales, provocando así lo que se ha denominado enquistaciones identitarias» (Femenías, M. L. (2008). El juego de las identidades: ciudadanía y exclusión. Revista Labrys, études féministes, 13. Disponible en: http://www.labrys.net.br/labrys13/. 2008: 10).

[24]

Celia Amorós (Amorós, C. (2009). Vetas sobre Ilustración: reflexiones sobre Feminismo e Islam. Madrid: Catedra.2009) impugna esta interpretación etnocéntrica evidenciando la existencia de procesos crítico-reflexivo de interpelación de la legitimidad tradicional o «vetas de ilustración» (según su propia acepción) en el islam en figuras como Averroes o Qasi Amin y, a su vez, interpela el enfoque del multiculturalismo que parte de un relativismo y de una deificación cultural que implica, en el mejor de los casos, un respeto meramente pasivo que «iguala por abajo».

[25]

Por desmercantilización (de-commodification) se entiende el acceso de la ciudadanía a determinados servicios públicos, lo que permite que se emancipen respecto al mercado. La desmercantilización mide el grado de desarrollo de los distintos Estados de bienestar (Esping Andersen, G. (1993). Los tres mundos del Estado del bienestar. Valencia: Edicions Alfons el Magnanim.Esping Andersen, 1993).

[26]

Para un análisis sobre la tensión entre ciudadanía social y civil, contrato versus caridad y sobre la dependencia y las políticas sociales desde la perspectiva de género, consúltese Fraser, N. y Gordon, L. (1992). Contract versus charity: why is there no social citizenship in de United States? Socialist Review, 22 (3), 45-68.Fraser y Gordon, 1992.

[27]

Como señala Alda Facio, el androcentrismo no es ajeno al déficit de mujeres en los espacio de decisión. Así, «la parcialidad a favor de los hombres que reflejan las leyes es producto del androcentrismo de todo el sistema jurídico, que a su vez es producto de una tradición milenaria que dictaminaba que solo los hombres podían ser ciudadanos y, por ende, solo ellos podían dictar y aplicar las leyes que regularían la vida en sociedad. Esta exclusión de la mujer de los órganos que crean y aplican la ley garantizó que las necesidades sentidas por el hombre/varón serían fundamentales y principales en todo el quehacer jurídico, al tiempo que desatendió las necesidades de las mujeres» (Showstack, A. (1991). Equality and difference: the emergence of a new concept of citizenship. En D. Mcllean y S. Sayers (comps.). Socialism and Democracy (pp. 87-105). London: Macmillan.1992: 54). Para un análisis sobre la presencia de mujeres en órganos de representación política y su impacto en los procesos de decisión, véanse Lovenduski, J. (2003). Westminster Women: the politics of Presence. Political Studies, 51, 84-102. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1111/1467-9248.00414.Lovenduski, 2003, Diz, I. y Lois, M. (2006). ¿Qué sabemos sobre la presencia política de las mujeres y la toma de decisiones? Claves para un marco de análisis. Revista de Ciencia Política de la Universidad de Chile, 46, 37-60.Diz y Lois, 2006 y Phillips, A. (1995). The Politics of Presence. Oxford: Clarendon.Phillips, 1995.

[28]

En lingüística el término «marcado» se refiere a «una relación asimétrica entre dos categorías que son opuestas y complementarias entre sí. Por ejemplo, los términos «hombre» y «mujer» sirven para contrastar los miembros masculinos y femeninos de la especie humana, pero el término «hombre» o el masculino genérico puede usarse para definir o contrastar frente a otro «par» a la «especie humana» en general (los hombres frente a los animales, por ejemplo). En este tipo de oposiciones, el concepto más general es el «no marcado», mientras el complementario representa el término «marcado» del par» (Langland, E. (1993). A feminist perspective in the academy: the difference it makes. Chicago: University of Chicago Press.Langland, 1993: 110).

[29]

Aunque el artículo 18 de la Declaración y Programa de Acción de Viena comienza declarando que «los derechos humanos de la mujer y de la niña son parte inalienable, integrante e indivisible de los derechos humanos universales», un párrafo después se refiere a los mismos, en dos ocasiones, como «derechos humanos relacionados con la mujer», es decir, específicos. Fórmula que la citada Declaración repite en numerosas ocasiones tanto en el prólogo como en la introducción, así como en el título del capítulo tercero o en los artículos 40, 42, 44 y 81.

[30]

Como señala Mackinnon, «el punto de vista de un sistema total se presenta como particular solo cuando hace frente, de una forma que no puede obviar, una exigencia desde otro punto de vista… Es la razón de que cuando la ley se pone de parte de los impotentes, como ha hecho en ocasiones, se diga que entra en algo que no es ley, que es política u opinión personal, y quede deslegitimada» (MacKinnon, C. A. (1995). Hacia una teoría feminista del Estado. Madrid: Cátedra.1995:431).

[31]

Así, como apunta Evangelina García Prince: «A menudo las iniciativas organizacionales a favor de la igualdad son descalificadas como parte de las complejas y diversas formas de resistencia a que dan lugar, especialmente entre quienes sienten, consciente o inconscientemente, el advenimiento del fin de los privilegios de género y sienten estas iniciativas como una amenaza personal» (García Prince, E. (2005). El espejismo de la igualdad: el peso de las mujeres y de lo femenino en las iniciativas de cambio institucional. Revista Otras Miradas, 6 (1), 24-30.2005: 27-28).

[32]

Lo que no implica que el género no actúe como elemento de opresión común o que deba traducirse en una fractura irreconciliable entre los distintos enfoques que atienden dichos factores discriminatorios. Un interesante análisis sobre la cuestión puede encontrase en De Miguel, A. (2014). La dialéctica de la Teoría Feminista: lo que nos une, lo que nos separa, lo que nos hace avanzar. Daimon. Revista Internacional de Filosofía, 63, 191-204. Disponible en: http://dx.doi.org/10.6018/daimon/199711.De Miguel, 2014.

[33]

Un contexto de discriminación agravada que no se explica solo por la suma de cada factor de manera aislada. Kimberlé Crenshaw pone como ejemplo el caso de las mujeres negras y plantea cuatro posibles escenarios: pueden ser discriminadas como las mujeres blancas, como los hombres negros, como la suma de ambos factores o, finalmente, pueden sufrir un modo específico y agravado de discriminación por ser mujeres negras (Crenshaw, K. W. (2008). Mapping the Margins: Intersectionality, Identity Politics, and Violence Against Women of Color. En A. Bailey y C. Cuomo (comps.). The Feminist Philosophy Reader (pp. 279-309). New York: McGraw-Hill.Crenshaw, 2008).

[34]

El párrafo 32 de la Declaración de Beijing (IV Conferencia Mundial de Mujeres de Naciones Unidas, 1995).

[35]

Conferencia de Naciones Unidas contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las formas conexas de intolerancia. Artículos 2, 69 y 70 de la Declaración de Durban (Sudáfrica).

[36]

Según se recoge en el Considerando 14 de la Directiva 2000/43/CE: «la aplicación del principio de igualdad de trato con independencia del origen racial o étnico, la Comunidad, en virtud del apartado 2 del artículo 3 del Tratado CE, debe proponerse la eliminación de las desigualdades y fomentar la igualdad entre hombres y mujeres, máxime considerando que, a menudo, las mujeres son víctimas de discriminaciones múltiples».

[37]

Para un análisis del tratamiento procesal del «sex-plus» en la jurisprudencia norteamericana se puede consultar Rey (Rey, F. (2008). La discriminación múltiple, una realidad antigua, un concepto nuevo. Revista española de Derecho Constitucional, 84, 251-283.2008).

[38]

Según el coeficiente 20/20 de medición de la desigualdad, en España, en el año 2007 el 20 % de la población con mayores ingresos percibía —como promedio— una cantidad 5,5 veces superior a la que recibía el 20 % con menor renta. En el año 2014 dicho ratio ascendió hasta 6,8. El rápido crecimiento de la desigualdad también se constata en el incremento del coeficiente Gini, que ha pasado de 31,9 en 2007 a 34,7 en 2014.

[39]

Como el impuesto sobre el valor añadido (IVA) o el impuesto de bienes inmuebles (IBI).

[40]

Entre otros, la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, el Comité de la CEDAW o el Foro Económico Mundial.

[41]

Además de plantear dudas sobre su posible constitucionalidad. Como señala Álvarez Conde: «La sanidad y la educación no pueden gestionarse de forma competitiva, únicamente guiadas por el discurso económico, porque son al mismo tiempo actividades económicas y bienes públicos esenciales que responden a una serie de principios constitucionales y, por ello mismo, incuestionables o absolutamente fundamentales» (2013: 83-126).

[42]

Sobre esta cuestión se puede consultar también los trabajos de Castaño, C. (2015). Las mujeres en la Gran Recesión. Madrid: Cátedra.Castaño, 2015, Bettio, F. y Verashchagina, A. (2014). Women and men in the Great European Recession. En M. Karamessini y J. Rubery (comps.).Women and Austerity: The Economic Crisis and the Future for Gender Equality (pp. 57-81). New York: Routledge.Bettio y Verashchagina 2014, Nuño, L. (2013). Situación y pronóstico de la desigualdad de género en España. Revista Gaceta Sindical: Reflexión y Debate, 20, 179-200.Nuño, 2013, y Ruiz García, S. (2014). Austerity Policy from a Feminist Perspective. The Spanish Case. Berlin: Friedrich Ebert Stiftung. Disponible en: http://library.fes.de/pdf-files/id/10701.pdfRuiz García, 2014.

[43]

Aunque no es objeto de análisis en el presente artículo, conviene advertir que acreditados informes apuntan a que el descenso del gender gap contribuye al crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB). Cálculos para el caso español estiman que, si no existieran desigualdades de género, el PIB per cápita en el año 2014 se hubiera incrementado de 22.780 euros a 26.869,5 euros per cápita (Cuberes, D. y Teignier, M. (2014). Gender Inequality and Economic Growth: A Critical Review. Journal of International Development, 26 (2), 260-276. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1002/jid.2983.Cuberes y Teignier, 2014).

[44]

Ley 30/2003, de 13 de octubre, sobre medidas para incorporar la valoración del impacto de género en las disposiciones normativas que elabore el Gobierno. Aprobada como desarrollo del programa de acción comunitaria sobre la estrategia a seguir en materia de igualdad entre hombres y mujeres (2001-2005) y los compromisos adquiridos en el Tratado de Ámsterdam y en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

[45]

Artículos 1 y 2 de la Ley 30/2003, de 13 de octubre, sobre medidas para incorporar la valoración del impacto de género en las disposiciones normativas que elabore el Gobierno.

[46]

Como señala el informe de la Comisión de la CEDAW, relativo al Estado español, de 24 de julio de 2015, se «observa con preocupación que no se han llevado a cabo estudios y evaluaciones para controlar el impacto de género de la crisis financiera», párrafo 8 CEDAW/C/ESP/CO/7-8.

[47]

Según el cual la globalización y los intereses de las corporaciones transnacionales han puesto en cuestión el concepto de soberanía nacional y el Estado-nación como límite territorial de la acción política.

[48]

Los Presupuestos Generales del Estado de 2016 amplían en un 6,4 % la partida destinada a la dependencia y en un 55 % las personas beneficiarias; por lo que se reduce sustancialmente la ratio por persona (cuyo promedio asciende a tres euros por persona y día). Fuente: Plataforma Impacto de Género Ya.

[49]

Lo que explica que solo la tercera parte de las niñas y niños con edades comprendidas entre los cero y los tres años estuviera escolarizado durante el curso 2014-2015.

[50]

Ampliados a «cuatro semanas ininterrumpidas» en la Ley 9/2009, de 6 de octubre, de ampliación de la duración del permiso de paternidad en los casos de nacimiento, adopción o acogida. Los Presupuestos Generales del Estado de 2016 han suspendido, por quinto año consecutivo, la aplicación del mencionado precepto.

[51]

Un diagnóstico sobre la división sexual del trabajo en el Estado español en el periodo previo a la crisis se puede consultar en Nuño, L. (2010). El empleo femenino en España y en la Unión Europea. Revista Papeles de Estudios de Mujeres, Feministas y de Género, 0, 205-232.Nuño, 2010. Para un análisis de las políticas de igualdad también se puede consultar en Astelarra, 2005.

[52]

Según Flaquer (Flaquer, L. (2000). Las políticas familiares en una perspectiva comparada. Barcelona: Fundación La Caixa.2000), atendiendo a la distribución de la gestión social del cuidado y a la orientación de las políticas públicas, el entorno europeo podría clasificarse en tres grandes grupos: países que optan tanto por el reequilibrio de la asimetría público-privado como de las relaciones de género; países que orientan sus políticas públicas a la compensación de las tareas del cuidado, reequilibrando la relación público-privado, pero afianzando la división sexual del trabajo y un tercer grupo (al que pertenece el modelo mediterráneo) que opta por una regulación restrictiva, sin asumir costes directos; todo lo cual promociona el desequilibrio entre el trabajo productivo y reproductivo y la asimetría de las relaciones de género.

[53]

Actividad en muchos casos de carácter informal, por lo que no tienen derecho a prestación por desempleo.

[54]

Real Decreto Ley 10/2010, de 16 de junio, de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral, Ley 35/2010, de 17 de septiembre, de medidas urgentes para la reforma del mercado de trabajo y Real Decreto Ley 3/2012, de 10 de febrero, de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral.

[55]

La presencia de las mujeres en el empleo eventual o en la jornada a tiempo parcial es mayoritaria y, por ello, medidas como el contrato indefinido por un periodo de prueba de un año, la regulación de las horas extra en el trabajo a tiempo parcial o la movilidad geográfica, profesional y funcional afecta, en mayor medida, a su empleabilidad. La posibilidad de descuelgue de los convenios (muchos de los cuales introducían mejoras en aspectos relacionados con la conciliación de la vida familiar y laboral) y la eliminación de la bonificación empresarial por maternidad no aventura tampoco un pronóstico positivo.

[56]

Que explica la incorporación de algunas mujeres al mercado laboral (previamente inactivas) con objeto de compensar la reducción o desaparición de la renta familiar aportada por el varón sustentador.

[57]

La tímida creación de empleo está afectando, en mayor medida, a los varones desempleados. Según las Encuestas de Población Activa (EPA) referidas al año 2015, solo el 35 % de los nuevos empleos fueron ocupados por mujeres. Fuente: Instituto Nacional de Estadística.

[58]

No en vano el Grupo de Trabajo del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas mostró su preocupación por este hecho, recomendando al Gobierno español que «realice una evaluación transparente e inclusiva del impacto de las medidas de austeridad fiscal en los derechos humanos, en particular desde una perspectiva de género» (apartado 107.i).

[59]

Cálculo realizado teniendo en cuenta la partida 232B, destinada a la financiación de la «Igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres», y la 232C, para «Actuaciones para la prevención integral de la violencia de género». Período de referencia: 2009-2016.

[60]

La partida 232C tenía asignada en los PGE de 2009 un monto total de 28.321.180 euros, cantidad que se incrementó a 31.577.000 euros durante el año siguiente. Por ello, pese a una ligera subida observada en 2016 (25.228.180 euros), la asignación sigue siendo inferior a la del 2010. A este recorte habría que sumar el que se ha aplicado a las transferencias a las comunidades autónomas para asistencia a víctimas de violencia de género que se ha reducido en tres cuartas partes respecto al ejercicio anterior (pasando de los 4.180.000 previstos en 2015 a 1.000.000 euros en 2016).

[61]

El monto total de la partida 232B en los PGE del año 2009 fue de 37.697.000 euros, mientras que en 2016 tan solo ascendió a 19.741.840 euros, observando una pérdida patrimonial durante dicho periodo de un 47,6 %.

[62]

Financiadas con cargo al Fondo Social Europeo y gestionadas por el Instituto de la Mujer y para la Igualdad de Oportunidades.

[63]

En el año 2015, entre las organizaciones que mayor aportación recibieron se encuentran la Asociación Española Contra el Cáncer, la Federación de Scouts de España o la Confederación Estatal de Personas Sordas, ninguna de las cuales puede considerarse una asociación de mujeres o feminista.

[64]

Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases del Régimen Local.

[65]

Entre otras, la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo de 1994 de El Cairo.

[66]

A/HRC/29/40Add.3, párrafo 110, Conclusiones.

[67]

No en vano, el grupo de trabajo del citado Consejo recoge literalmente en el borrador del informe oficial la «inusual» asistencia del representante de la Conferencia Episcopal a las reuniones mantenidas con el Gobierno previstas para tratar la discriminación contra las mujeres en el Estado español. Término que, en la versión final (publicada un mes después), matizan y sustituyen por «excepcional». A/HRC/29/40Add.3, párrafo 99, Conclusiones.

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