RESUMEN

La crisis de legitimidad que afecta al mecanismo de la representación política justifica un análisis crítico de los diferentes parámetros que legitiman la preeminencia de la representación sobre la participación real y efectiva de la ciudadanía en las instituciones decisorias del Estado. El presente artículo propone un análisis del rol y densidad normativa de la participación política en los diferentes modelos democráticos desarrollados por la ciencia política. Se pretenden alcanzar dos objetivos interrelacionados: a) reafirmar la insuficiencia de la representación política como motor único del sistema democrático; b) justificar doctrinalmente —con base en el análisis de las diferentes teorías que componen la llamada democracia participativa— la conveniencia de reforzar la participación política de los ciudadanos en las estructuras decisorias del Estado.

Palabras clave: Participación política; democracia representativa; democracia participativa;

ABSTRACT

A crisis of legitimacy concerning the mechanism of political representation justifies a critical analysis regarding the unsustainable superiority of political representation over the real and effective participation of citizens in State decision-making institutions. The current paper provides an analysis of the role and normative strength of political participation, within the context of the different democratic theoretical models developed by Political Science. The paper pursues two related goals: (a) to highlight the inadequacy of political representation as the unique motor of democratic systems; and (b) to justify the benefits — based on the different theories comprising participatory democratic theory — of reinforcing political participation of citizens within the State’s decision-making processes and institutions.

Keywords: Political participation; representative democracy; participatory democracy;

Cómo citar este artículo / Citation: Almagro Castro, D. (2016). La participación política en la teoría democrática: de la modernidad al siglo  xxi. Revista de Estudios Políticos, 174, 173-193. doi: http://dx.doi.org/10.18042/cepc/rep.174.06

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SUMARIO

  1. Resumen
  2. Abstract
  3. I. LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA EN LA MODERNIDAD: NOTAS INTRODUCTORIAS
  4. II. EL LOCUS DE LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA EN LOS DIFERENTES MODELOS DEMOCRÁTICOS
  5. III. DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA: DEFINIENDO LOS LÍMITES DE LA PARTICIPACIÓN EN EL SIGLO XXI
  6. IV. CONCLUSIONES
  7. Notas
  8. Bibliografía

I. LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA EN LA MODERNIDAD: NOTAS INTRODUCTORIAS[Subir]

Es bien sabido que fue en el marco del Estado liberal posterior a la Revolución francesa donde la participación política comenzó a perfilarse jurídicamente. La residenciación de la soberanía en la Nación supuso un cambio radical de paradigma: los derechos naturales del hombre únicamente podrían ser protegidos si los ciudadanos fuesen soberanos. El «imperium», en manos del legislador, tenía por objeto garantizar que nadie, sino en virtud de una ley producto de la voluntad general, pudiese sufrir restricciones en el ejercicio de sus derechos y libertades. Con ello se ponía fin a un modelo de sociedad estamental en el que la existencia de diversos centros de poder impedía la garantía de los derechos y las libertades individuales.

La consolidación del liberalismo como doctrina política trajo consigo un cambio de paradigma ideológico. La preocupación fundamental pasó a ser la conservación de la libertad entendida en su etimología moderna. Fue Benjamin Constant quien en su obra Escritos políticos acuñó la célebre expresión «libertad de los modernos» en contraposición a la «libertad de los antiguos». Este nuevo paradigma de libertad presupone un espacio de independencia del individuo en relación a los asuntos públicos. Mientras los antiguos reclamaban para sí una participación continua en los asuntos públicos como medio de legitimación del sistema político, los liberales modernos abogaron por limitar la participación a la selección y remoción de los representantes públicos a través de unas elecciones periódicas entendidas como garantía de control de la actuación de los representantes y de la contención de posibles abusos (Presno, M. A. (2003). El derecho de voto. Madrid: Tecnos.Presno, 2003: 35). Por primera vez en la historia los representantes elegidos por una fracción reducida del cuerpo electoral lo son de la Nación en su conjunto. La representación estamental de la Edad Media dio paso a la representación nacional y el mandato imperativo propio de aquella cedió su lugar al mandato representativo característico del Estado liberal.

La participación política —posibilitada por la titularidad del derecho de sufragio activo— requería cumplir los requisitos de idoneidad establecidos en la Constitución francesa de 1791. Primeramente, se exigía tener la condición de «ciudadano activo», una categoría atribuida tan solo a aquellos que cumpliesen las condiciones de la Sección II, núm. 2 del Título III («De los poderes públicos»), a saber: a) Tener nacionalidad francesa; b) Haber cumplido 25 años; c) Estar domiciliado en la ciudad o cantón por el tiempo determinado en la ley; d) Ser contribuyente; d) No ser criado; e) Estar inscrito en el registro de guardias nacionales propios de su domicilio y f) Haber prestado el juramento cívico.

Una vez obtenida la condición de ciudadano activo, la titularidad efectiva del derecho de sufragio activo estaba condicionada a la propiedad. Solo serían electores quienes acreditasen ser propietarios o usufructuarios de un bien de naturaleza contributiva. La participación relevante era aquella de carácter individual y centrada en la ampliación de la esfera de dominación social mediante la consolidación de la posición de poder personal. La participación política tenía, en los comienzos del Estado liberal, un carácter meramente funcional de la participación social (Sánchez, M. (1979). El principio de participación en la Constitución Española. Revista de Administración Pública, 89, 171-206.Sánchez, 1979: 172-173).

La restricción de la participación política —expresada jurídicamente a través del derecho de sufragio censitario— se basaba en el siguiente argumento: si la soberanía nacional es garante de los derechos naturales del hombre, la consecución de ese objetivo dependería de la articulación de la voluntad de la Nación exclusivamente por aquellos que demostrasen tener las capacidades necesarias. Es decir, los ciudadanos activos que además fuesen propietarios. Dicho en otros términos: electores serían tan solo los burgueses acomodados que disponían del «juicio adecuado» para la selección de los representantes de la Nación (Subirats, J. (2012). ¿Qué democracia tenemos?: ¿qué democracia queremos? Anales de la Cátedra Francisco Suárez, 46, 155-180.Subirats, 2012: 157).

La Constitución francesa de 1793 supuso una tentativa frustrada de transformación del sufragio censitario masculino en universal. Su objeto era la superación del gobierno meramente representativo que hiciera de Francia una verdadera democracia[1]. Dicha tentativa de universalización del sufragio desapareció con el advenimiento de la reacción termidoriana. El texto constitucional subsecuente instauró nuevamente el sufragio censitario de acuerdo a los intereses de la burguesía girondina.

La limitación de la participación política en los términos aquí vistos responde a la ideología dominante durante el siglo xix, la liberal, y al modelo de Estado asociado a ella. La libertad individual era entendida como un espacio de independencia y autonomía del individuo frente al poder estatal (libertad negativa). El objeto de la ley como expresión de la voluntad general no era otro que restringir al máximo la capacidad de intervención del aparato estatal en la esfera de independencia natural de cada individuo. La prevalencia de la libertad civil como esfera de autonomía individual tenía como reverso la relativización de la libertad política o de participación —es decir, la libertad positiva—, convirtiéndola en un mero instrumento de aquella.

La participación política del conjunto de los ciudadanos en los asuntos públicos para la conformación de los aparatos estatales no era fundamental. De ahí que la universalización del sufragio no fuese objeto de discusión. Bastaba un cuerpo de representantes elegidos mediante sufragio censitario. La representación no obedecía sin más al imperativo de una soberanía atribuida a una colectividad ideal o en razón del tamaño y la población de los Estados. En su articulación también tenía una indudable incidencia el imperativo político de mantener la idea de libertad de los «modernos» (Bastida, F. J. (1991). Elecciones y Estado democrático de derecho. Revista Española de Derecho Constitucional, 32, 115-134.Bastida, 1991: 121).

La transformación de la participación política en elemento legitimador de la organización y actividad estatal requirió de la superación del modelo de Estado liberal y de su conversión en Estado democrático. Una operación que tuvo por vértice la paulatina conversión del sufragio censitario en universal y la consecuente extensión de la participación política al conjunto de la ciudadanía (Pearce, J. (2006). ¿Hacia una política post-representativa?: la participación en el siglo xxi. Cuadernos de trabajo Hegoa, 40, 19-40.Pearce, 2006: 20). Esta mudanza de paradigma acabó por consolidar la democracia representativa como modelo democrático imperante y elevó la participación política a la condición de principio de legitimación del Estado democrático (Porras, J. A. y Vega, P. de (1996). Introducción: El debate sobre la crisis de la representación política. En J. A. Porras. El debate sobre la crisis de la representación política (pp. 9-30). Madrid: Tecnos.Porras y Vega, 1996: 11).

II. EL LOCUS DE LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA EN LOS DIFERENTES MODELOS DEMOCRÁTICOS[Subir]

No cabe dudar seriamente que la existencia de una verdadera democracia está condicionada a la participación real e influyente del conjunto de los ciudadanos en la formación de la voluntad política (Astarloa, F. (2002). La iniciativa legislativa popular en España. Teoría y Realidad Constitucional, 10-11, 273-321.Astarloa, 2002: 283; Salazar, O. (2006). La ciudadanía perpleja. Claves y dilemas del sistema electoral español. Madrid: Laberinto.Salazar, 2006: 24). Cualquier texto constitucional que se precie debe hacer de la participación política vector de legitimación del Estado democrático y del propio texto constitucional (Herrero, M. (2003). Legitimidad política y participación. Anuario Filosófico, 75-76, 111-134.Herrero, 2003: 111). Participación y democracia son conceptos simbióticos. No puede entenderse el uno sin el otro. Dicho con otras palabras: sin el reconocimiento y tutela de la participación no cabe hablar de democracia. Aquella es el fundamento funcional del orden democrático (Presno, M. A. (2003). El derecho de voto. Madrid: Tecnos.Presno, 2003: 45-46).

Es igualmente sabido que la democracia no es un concepto unívoco (Muñoz, B. (2003). Sobre algunas causas de la quiebra de la democracia participativa. Sociedad y Utopía: Revista de Ciencias Sociales, 21, 137-156.Muñoz, 2003: 138). Todo lo contrario. Son varios los modelos democráticos que a partir de la década de los años sesenta fueron desarrollándose por la ciencia política como alternativos al modelo hegemónico de democracia representativa. Huelga decir que la construcción científica de teorías democráticas alternativas a esta última ha traído consigo mutaciones que afectan a la definición, relevancia y límites de la participación política en la construcción jurídica y en el ejercicio del gobierno democrático.

La consolidación del gobierno democrático y de su principal exponente, la democracia representativa, se originó durante el periodo de entreguerras (Aranda, E. (2006). La nueva ley de iniciativa legislativa popular. Revista Española de Derecho Constitucional, 78, 187-218.Aranda, 2006: 189-190). Los debates que conformaron el ethos de la democracia moderna fueron dos. El primero, iniciado con Ostrogorski (1902) y al que seguirán Schmitt (1926), Kelsen (1929) y Schumpeter (Schumpeter, J. A. (1942). Capitalism, Socialism and Democracy. New York; London: Harper & Brothers.1942), tuvo por contenido la idoneidad de la democracia como forma de gobierno político de la sociedad. Tras la Segunda Guerra Mundial y una vez afirmada esta premisa original, el resultado fue la imposición del modelo de democracia competitivo-elitista de Schumpeter. Para el autor austriaco (Schumpeter, J. A. (1961). Capitalismo, socialismo e democracia. Rio de Janeiro: Fundo de Cultura.1961: 321) «el método democrático es un sistema institucional para la toma de decisiones políticas en el cual el individuo adquiere el poder de decidir mediante una lucha competitiva por los votos del elector». En este modelo democrático la participación ciudadana queda reducida a la selección de un cuerpo de representantes a través de elecciones periódicas (Miguel, L. F. (2002). A Democracia Domesticada: Bases Antidemocráticas do Pensamento Democrático Contemporâneo. Dados: Revista de Ciências Sociais, 45, (3), 483-511. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1590/S0011-52582002000300006.Miguel, 2002: 502).

La reducción de la participación a la esfera electoral se basó en dos acontecimientos paralelos: el desarrollo de la sociología política y la emergencia de los Estados totalitarios. La caída de la República de Weimar, caracterizada hasta la extenuación por una amplia participación de las masas fascistas y la sustitución de la democracia por regímenes totalitarios, acabó por asimilar el término participación a movimientos totalitarios. No sería entendida en modo alguno como principio elemental para la existencia de un régimen democrático. Los adeptos de la democracia elitista-competitiva, que iban abriéndose camino como modelo dominante, iban deslizando el mantra de que a mayor participación, menos democracia (Pateman, C. (1992). Participação e teoria democrática. Rio de Janeiro: Terra e Paz.Pateman, 1992: 10-11). Huelga decir que esta concepción de la democracia como mero procedimiento de elección de la élite gobernante es un ejercicio de reduccionismo inaceptable hoy día. Sería equivalente a negar la posibilidad de cualquier forma de ejercicio sustantivo de soberanía popular.

No quiere con ello negarse que la democracia inicialmente haya de ser entendida como un procedimiento para la toma de decisiones políticas de acuerdo a un conjunto de garantías establecidas normativamente (Bobbio, N (2007). El futuro de la democracia, 3ª ed. México: Fondo de Cultura Económica.Bobbio, 2007: 14). Normas cuya fundamentación ha de originarse en atención a los diversos modelos de pensamiento político democrático con incidencia en los mecanismos institucionales y las prácticas gubernamentales —liberalismo, republicanismo y autonomía— (Luchi, J. P. (2006). Para uma teoria deliberativa da democracia. Revista de Informação Legislativa, 172, 76-83.Luchi, 2006: 76 y ss; Viejo, R. et al. (2009). La participación ciudadana en la esfera pública: enfoques teórico-normativos y modelos de democracia. En M. Parés (ed.). Participación y calidad democrática. Evaluando las nuevas formas de democracia participativa (pp. 29-53). Barcelona: Ariel.Viejo et al., 2009: 39). El reconocimiento del pluralismo como valor superior del ordenamiento democrático incorpora diversos actores políticos al juego democrático con un ideal de organización del sistema político y de participación que obedece a objetivos y precisa, en consecuencia, de diseños institucionales diferentes.

Las coordenadas básicas de la democracia liberal representativa son las siguientes: la restricción de la participación ciudadana a la selección de los líderes políticos (Schumpeter, J. A. (1942). Capitalism, Socialism and Democracy. New York; London: Harper & Brothers.Schumpeter, 1942); el entendimiento de la apatía política como síntoma de estabilidad y normal funcionamiento del sistema (Downs, A. (1956). An Economy Theory of Democracy. New York: Harper.Downs, 1956); la contradicción entre movilización e instrumentalización (Huntington, S.P. y Harvard University, Center for International Affairs (1969). Political Order in Changing Societies. New Haven: Yale University Press.Huntington, 1968); el pluralismo entendido como disputa entre las élites partidarias (Dahl, R. (1971). Polyarchy: Participation and Oposition. New Haven: Yale University Press.Dahl, 1971); los sistemas electorales (Lijphart, A. (1984). Democracies. Patterns of Majoritarian and Consensus Government in Twenty-one Countries. New Haven: Yale University Press.Lijphart, 1984); y la minimización de la participación bajo el argumento de las escalas y la complejidad técnica de la agenda política (Bobbio, N (1986). El futuro de la democracia. México: Fondo de Cultura Económica.Bobbio, 1986)[2].

El proceso democrático se articula preferentemente mediante la forma de compromiso de intereses. Las reglas de conformación del acuerdo democrático que ha de garantizar la equidad de resultados son las representadas y garantizadas por los derechos fundamentales liberales (Habermas, J. (1997). Direito e democracia. Entre facticidade e validade (vol. II). Rio de Janeiro: Tempo Brasileiro.Habermas, 1997: 19). De este estado de cosas puede deducirse fácilmente que el autogobierno no es el eje central del pensamiento liberal al contrariar el principio básico de Estado mínimo. Favorecer la participación ciudadana implicaría atender las incesantes demandas sociales, alterándose la estructura mínima estatal y dando lugar a un Estado de naturaleza intervencionista contrario a la trinidad liberal: propiedad, seguridad y derechos naturales.

En la democracia de corte liberal representativa la participación política ha de supeditarse a la idea de libertad negativa. Tiene carácter voluntario e instrumental. Su expresión preferente es la participación electoral (González, A. (2013). Participación y sociedad civil. Más Poder Local, 14, 56-57.González, 2013: 46; Viejo et al., 2009: 41). Sus defensores se amparan en un argumento que acabó por constituirse en una suerte de mantra: el que una mayor participación ciudadanía implicaría, ante la exigencia de satisfacer continuamente las demandas sociales, la sobrecarga del sistema político (Sousa, B. de y Avritzer, L. (2004). Introducción: para ampliar el canon democrático. En B. de Sousa (coord.). Democratizar la democracia. Los caminos de la democracia participativa (pp. 35-74). México: Fondo de Cultura Económica.Sousa y Avritzer, 2004: 53-54). El resultado sería su desestabilización y disfuncionalidad (Pisarello, G. (2003). Constitución y gobernabilidad: razones de una democracia de baja intensidad. En J. R. Capella (ed.). Las sombras del constitucionalismo español (pp. 129-150). Madrid: Trotta.Pisarello, 2003: 130). Otro argumento para la restricción de los canales de participación ciudadana es la desconfianza de la capacidad ciudadana para la comprensión y entendimiento de la realidad política. El demos es un sujeto incapaz de asumir la responsabilidad en la gestión de los asuntos públicos (Muñoz, B. (2003). Sobre algunas causas de la quiebra de la democracia participativa. Sociedad y Utopía: Revista de Ciencias Sociales, 21, 137-156.Muñoz, 2003: 139). Partidos políticos y candidatos han de ser los principales protagonistas de la toma de decisiones políticas. Los primeros, canalizando la participación a través de la contienda electoral. Los segundos, asumiendo la representación en base a una presunción de competencia técnica (Pearce, J. (2006). ¿Hacia una política post-representativa?: la participación en el siglo xxi. Cuadernos de trabajo Hegoa, 40, 19-40.Pearce, 2006: 20).

La presunta idoneidad de la democracia representativa frente a otros modelos democráticos se basa en tres factores interrelacionados. En primer lugar, se afirma que el tamaño de las sociedades actuales imposibilita articular un modelo de democracia directa similar al establecido en el mundo clásico. La representación es el único medio eficaz de dirección política. Otro de los argumentos es la complejidad técnica de la agenda política, que exige un número cada vez mayor de personal especializado (Bobbio, 2007: 41-42). Este fenómeno trae aparejado el tercer argumento, el de la incapacidad de la ciudadanía para la adecuada comprensión de los problemas técnicos. La toma de decisiones exige la selección de un cuerpo de representantes que conformen una «élite» técnicamente capacitada para la adecuada satisfacción de los problemas políticos (Sermeño, Á. (2006). Democracia y participación política. Andamios, 2 (4), 7-33.Sermeño, 2006: 11).

La representación política sería el modelo idóneo para superar estas circunstancias y lograr un gobierno estable de los asuntos públicos, la tan deseada gobernabilidad. Los partidarios de la democracia representativa menosprecian la desafección que un mecanismo como la representación política provoca en la ciudadanía. Un grado moderado de apatía es síntoma de buen funcionamiento del sistema (Ovejero, F. (2012). Democracia real, realismo y participación. En A. Robles y R. Vargas-Machuca. La buena DEMOCRACIA. Claves de su calidad (pp. 53-86). Granada: Editorial Universidad de Granada.Ovejero, 2012: 57)[3]. La participación política ha de ser controlada si quieren evitarse los excesos que podrían provocar la saturación de la política y poner en peligro la estabilidad del sistema. Nada es más peligroso para la democracia, dirá Bobbio (Bobbio, N (2007). El futuro de la democracia, 3ª ed. México: Fondo de Cultura Económica.2007: 33), que el exceso de democracia.

El talón de Aquiles de este modelo democrático es la rendición de cuentas. La participación política se centra principalmente en la autorización otorgada por el cuerpo electoral a los representantes políticos. La accountability pasa a ser un factor secundario de legitimación del sistema democrático representativo. La única posibilidad real de exigir responsabilidades a los gobernantes se retrasa al periodo electoral sucesivo (Cruz, P. M. (2010). A democracia representativa e a democracia participativa. Revista Brasileira de Direitos Fundamentais e Justiça, 13, 202-224.Cruz, 2010: 210; Blas, P. (2006). La participación: estado de la cuestión. Cuadernos de Trabajo de Hegoa, 39, 1-44.Blas, 2006: 12).

La democracia participativa se presenta como modelo contrapuesto al representativo tanto en su fundamentación teórica cuanto en los mecanismos jurídicos e institucionales de ejercicio. Su eje axiológico se basa en un entendimiento antagónico de la libertad y la participación y sus efectos en la legitimidad y funcionamiento del sistema democrático. La libertad es entendida en sentido positivo, es decir, como espacio de no dominación. En este escenario la participación ha de ser entendida como derecho y valor sin el cual la democracia pierde su legitimidad (Dias, D. S. (2011). Soberania. A legitimidade do poder estatal e os novos rumos democráticos. Revista de Informação Legislativa, 192, 55-66.Dias, 2011: 60). La democracia participativa puede, como afirma Cruz (Cruz, P. M. (2010). A democracia representativa e a democracia participativa. Revista Brasileira de Direitos Fundamentais e Justiça, 13, 202-224.2010: 212) «[…] representar un estadio más avanzado del concepto de Democracia. Es la Democracia como valor social y no apenas como procedimiento».

Mientras la democracia representativa restringe básicamente la participación a la electoral, la filiación partidista y el asociacionismo civil, la democracia participativa persigue una mayor implicación ciudadana mediante el robustecimiento de los canales de participación directa y semidirecta. Otras posibilidades, que aquí nos limitaremos a nombrar, son el fortalecimiento del asociacionismo civil, las audiencias públicas y foros. Para la democracia participativa la soberanía popular es intransferible y el autogobierno es el pilar central de la legitimación del sistema político. No se trata tan solo de legitimar la acción del gobierno. Ha de hacerse efectivo el derecho a la autodeterminación. Su eje no gravita alrededor de la participación directa, es decir, en el acto final de adopción de las decisiones políticas. Se trata de lograr una participación influyente en los procesos decisorios que preceden a la toma de decisiones definitivas y de garantizar que la voluntad así surgida sea respetada en la práctica (Cruz, P. M. (2010). A democracia representativa e a democracia participativa. Revista Brasileira de Direitos Fundamentais e Justiça, 13, 202-224.Cruz, 2010: 214; Navarro, C. J. (2000). El sesgo participativo. Introducción a la teoría empírica de la democracia participativa. Papers: Revista de Sociología, 61, 11-37. Disponible en: http://dx.doi.org/10.5565/rev/papers/v61n0.1052.Navarro, 2000: 13).

La ciudadanía no es considerada un sujeto pasivo meramente receptor de políticas públicas y potencial amenaza para la estabilidad del sistema. Conoce la realidad que le afecta y tiene capacidad para decidir correctamente sobre los problemas que le conciernen con igual o mayor eficacia que los técnicos gubernamentales (Barber, B. (2003). Strong Democracy: Participatory Politics for the new age, 2ª ed. California: University of California Press.Barber, 2003: 147; Freitas, J. (2011). Direito Constitucional à Democracia. En J. Freitas, Juarez y A. Teixeira. Direito á democracia. Ensaios transdisciplinares (pp. 11-39). São Paulo: Conceito Editorial.Freitas, 2011: 4). Una mayor participación conlleva innegables beneficios sociológicos, tales como una mayor conciencia pública, el desarrollo de un espíritu social cooperativo y un incremento de la afección democrática hacia instituciones y procedimientos democráticos tenidos por mecanismos efectivos de solución de conflictos y problemas sociales. Un sistema político más participativo, afirman sus partidarios, contribuiría a paliar una desigualdad reforzada por aquellos modelos democráticos escasamente participativos (MacPherson, C. B (2009). La democracia liberal y su época. Madrid: Alianza Editorial.McPherson, 2009: 122; Cruz, P. M. (2010). A democracia representativa e a democracia participativa. Revista Brasileira de Direitos Fundamentais e Justiça, 13, 202-224.Cruz, 2010: 214-215).

La democracia participativa invierte el paradigma sobre el que se asienta el sistema democrático. Durante gran parte del siglo xx la democracia se entendió como una cuestión que por su importancia intrínseca no debía ser dejada en manos de los ciudadanos. El modelo democrático participativo, aún pendiente de mayor densidad normativa ante las resistencias del statu quo a la apertura del sistema, tiene por principio nuclear el inverso: la democracia es un concepto lo suficientemente importante como para ser dejado en manos de las élites dirigentes (Cruz, P. M. (2010). A democracia representativa e a democracia participativa. Revista Brasileira de Direitos Fundamentais e Justiça, 13, 202-224.Cruz, 2010: 214).

La crítica común al modelo de democracia participativa es su imposibilidad de articulación a nivel nacional. Se antoja más factible en el escenario local. La participación causal por ciudadanos iguales en el ejercicio del gobierno es una contradicción irresoluble. Solo una minoría puede ejercer una participación decisiva en la toma de decisiones colectivas, bien por ser elegidos, bien por poder comprar la influencia, bien por su brillantez. No cabe la igualdad de eficacia entre ciudadanos pretendidamente iguales. Si así fuese se produciría la impotencia causal de todos y cada uno de ellos (Przeworski, A (2012). Democracia y elecciones: en defensa del «electoralismo». En A. Przeworski y I. Sánchez-Cuenca. (2012). Democracia y socialdemocracia. Homenaje a José María Maravall (pp. 3-24). Madrid: CEPC.Przeworski, 2012: 11).

El modelo de democracia participativa presenta diversos enfoques que comparten un objetivo común: fortalecer la participación ciudadana. Formalmente son reconocidos bajo las categorías de democracia deliberativa, directa y radical (Viejo, R. et al. (2009). La participación ciudadana en la esfera pública: enfoques teórico-normativos y modelos de democracia. En M. Parés (ed.). Participación y calidad democrática. Evaluando las nuevas formas de democracia participativa (pp. 29-53). Barcelona: Ariel.Viejo et al., 2009: 44 y ss.). La participación política presenta matices conceptuales que por su relevancia merecen un análisis comparativo.

La democracia deliberativa considera la participación como conditio sine qua non de la legitimidad de las decisiones e instituciones democráticas. Participar es un término que va más allá de la participación meramente electoral. Los demócratas deliberativos, que tienen en la teoría de la justicia de Rawls y en la teoría discursiva de Habermas sus principales fuentes, buscan que los diferentes grupos sociales afectados por las decisiones colectivas participen como seres libres e iguales en la formación de la voluntad, a través de un discurso racional y argumentativo que tome en consideración el pluralismo ideológico propio de la democracia[4].

Dicho con otras palabras: los participantes deben poder llegar en condiciones libres e igualitarias a preferencias informadas, debiendo poder adquirir y ejercitar las habilidades requeridas para la participación en los centros de decisión estatales (Corrêa Da Costa, A. C. (2011). Teorias da democracia: uma taxonomia para tendências modernas. Revista da AJURIS, 121, 70-88.Corrêa da Costa, 2011: 73; Cunningham, F. (2009). Teorias da democracia. Uma introdução critica. São Paulo: Artmed.Cunningham, 2009: 195; Moreno, D. (2005). Una aproximación a la concepción deliberativa de la democracia. Teoría y Realidad Constitucional, 16, 313-341.Moreno, 2005: 315).

A diferencia del modelo representativo, donde la aceptación de las preferencias de la ciudadanía se somete a un procedimiento imparcial —la votación—, en la deliberación las partes esgrimen argumentos que dan lugar a una solución consensuada y legítima a través de la negociación (Elster, J. (2001). Introducción. En J. Elster. La democracia deliberativa (pp. 13-34). Barcelona: Gedisa.Elster, 2001: 18). La democracia deliberativa se caracteriza por ser un modelo democrático ideológicamente dinámico en el cual la ciudadanía ha de estar preparada para cuestionar y mudar valores y preferencias anteriormente tenidas por válidas (Gambetta, D. (2001). «¡Claro!»: Ensayo sobre el machismo discursivo. En J. Elster. La democracia deliberativa (pp. 35-64). Barcelona: Gedisa.Gambetta, 2001: 35-36). La participación sirve a la autodeterminación democrática un propósito mayor que al de registrar y votar por diversas preferencias preestablecidas. A través de la deliberación, la participación igualitaria tiene un efecto doblemente legitimador: a) las decisiones son aceptadas como vinculantes por haber sido producidas mediante deliberación de las partes vinculadas a ellas; b) las instituciones son aceptadas como sustancialmente democráticas (Kozicki, K. (2004). Democracia deliberativa: a recuperação do componente moral na esfera pública. Revista da Faculdade de Direito UFPR, 41, 43-57. Disponible en: http://dx.doi.org/10.5380/rfdufpr.v41i0.38317.Kozicky, 2004: 45 y ss.; Moreno, D. (2005). Una aproximación a la concepción deliberativa de la democracia. Teoría y Realidad Constitucional, 16, 313-341.Moreno, 2005: 317).

Un segundo modelo de democracia participativa es la democracia directa. La participación tiene por objeto la realización directa de la ley por la ciudadanía. Los partidos políticos no desempeñan el papel de instancias centrales de las decisiones políticas. Ese espacio es ocupado directamente por una ciudadana responsable del acto final de adopción de las decisiones políticas (Castellá, J. M. (2013). Democracia participativa en las instituciones representativas: apertura del parlamento a las instituciones. Cuadernos Manuel Giménez Abad, 5, 202-233.Castellá, 2013: 205). La crítica doctrinal a este modelo democrático se centra en la imposibilidad de su articulación práctica motivada por el tamaño, la diversidad de las sociedades actuales, la complejidad de la agenda política y la imprescindible rapidez en la toma de decisiones (Herrero, M. (2003). Legitimidad política y participación. Anuario Filosófico, 75-76, 111-134.Herrero, 2003: 111; Hernández, R. (2002). De la democracia representativa a la democracia participativa. Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, 6, 199-220.Hernández, 2002: 201).

El tercer modelo democrático participativo es el denominado pluralismo o democracia radical que tiene en Pateman, Mouffe, Laclau y Connolly a algunos de sus principales teóricos. Para la democracia radical el conflicto por la ocupación del poder es un hecho inevitable y consustancial a la sociedad democrática. El antagonismo es inherente a la naturaleza humana y su confrontación y superación requiere de la política. El modelo radical parte del reconocimiento del pluralismo antagónico que, gracias a ello, puede ser contenido a través de las reglas del juego democrático. Se rechazan la minimización o negación del conflicto, susceptible de ser resuelto mediante la adopción de decisiones colectivas con la apariencia de consenso propia de la democracia procedimental, y la reducción de la política al encuentro de un modelo ético propio del modelo deliberativo (Mouffe, C. (2012). La paradoja democrática, 2ª ed. Barcelona: Gedisa.Mouffe, 2012: 113).

La reducción de las desigualdades sociales y económicas es otro de los propósitos de la democracia radical. Las personas nacen en situación de desigualdad económica y social, circunstancias que limitan severamente las posibilidades de participación de los individuos en desventaja. Situar a la ciudadanía en condiciones de igualdad participativa mediante la reducción de las desigualdades es conditio sine qua non para poder hablar de democracia sustantiva. Las políticas públicas deben tener un enfoque redistributivo en función del reconocimiento del pluralismo social.

La participación persigue una finalidad más amplia que la mera resolución de los conflictos sociales a través de un «consenso» liberal institucionalmente predeterminado a favor de los grupos dominantes. Su ejercicio en las diversas esferas de la vida en sociedad —política, social, cultural, económica, profesional— persigue la emancipación a través de la radicalización y profundización democrática (Viejo, R. et al. (2009). La participación ciudadana en la esfera pública: enfoques teórico-normativos y modelos de democracia. En M. Parés (ed.). Participación y calidad democrática. Evaluando las nuevas formas de democracia participativa (pp. 29-53). Barcelona: Ariel.Viejo et al., 2009: 51).

Recapitulando, la participación política es objeto de diferentes enfoques y valoraciones en función del modelo democrático que se trate. La democracia liberal-representativa la considera un derecho a canalizar preferentemente mediante un sufragio periódico y en el que los actores principales son los partidos políticos. Otros institutos jurídicos de participación son reducidos a su mínima expresión ante posibles tendencias populistas o demagógicas favorecidas por el ejercicio directo de la democracia.

La democracia participativa presenta un amplio abanico de construcciones doctrinales que muestran importantes matices en su finalidad. La democracia directa procura acentuar la identidad entre gobernados y gobernantes al primar los instrumentos directos de intervención y decisión de los ciudadanos en los asuntos públicos. La participación tiene por objeto legitimar directamente la producción normativa. El efecto reflejo inmediato es la reducción del protagonismo de la representación política y de los partidos políticos. Para la democracia deliberativa, aparte de un derecho de selección de los representantes, la participación ha de ser ejercida en condiciones de igualdad y libertad por todos aquellos afectados por la norma. La participación tiene un efecto legitimador de las instituciones democráticas. Por último, la participación en la democracia radical tiene un efecto emancipador: la supresión de las desigualdades sociales que perpetúan el statu quo de dominación de las élites en el poder.

III. DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA: DEFINIENDO LOS LÍMITES DE LA PARTICIPACIÓN EN EL SIGLO XXI[Subir]

La participación política adquirió especial relevancia en la esfera comunitaria a partir de los años sesenta. Surgían nuevas reivindicaciones de grupos sociales diversos —principalmente estudiantes y trabajadores— que demandaban la ampliación del canon participativo en las diversas esferas sociales. Frente a quienes alertaban de los peligros del «exceso de democracia» para la estabilidad del sistema político, surgían plataformas sociales a favor de redefinir el contendido, el alcance y los límites de la participación en la teoría democrática (Mouffe, C. (1999). El retorno de lo político. Madrid: Ediciones Paidós Ibérica.Mouffe, 1999: 43).

Esta reivindicación está lejos de poder considerarse satisfactoriamente resuelta. La demanda en pro de mayores cotas de participación en las instituciones estatales se ha convertido en un tema recurrente de discusión en el ámbito de las ciencias sociales. La desafección política —expresada en niveles de abstención electoral preocupantes— y la creciente desconfianza ciudadana en las instituciones democráticas están removiendo los cimientos de la democracia representativa sin que por el momento se vislumbre una teoría alternativa que logre dejar satisfechos a los diversos operadores sociales y políticos afectados.

La pretensión de una mayor y más eficiente participación en las instituciones estatales precisa ser delimitada para no incurrir en idealizaciones sobre sus potencialidades. La participación política por sí misma no resuelve las deficiencias del sistema democrático. Es parte de un problema multifactorial que desborda las pretensiones de este artículo. El objetivo que aquí se pretende alcanzar —siguiendo la estela de Pateman— es contribuir a establecer el lugar que le corresponde en una teoría democrática moderna y viable (Pateman, C. (1992). Participação e teoria democrática. Rio de Janeiro: Terra e Paz.Pateman, 1992: 9).

El punto de partida de cualquier análisis a tal efecto debe comenzar con un replanteamiento de las características diferenciales de las democracias actuales. No hay como negar que los esquemas teóricos nucleares de la discusión y reflexión del derecho público, herederos del liberalismo clásico, han devenido manifiestamente insuficientes. Sociedad y política se interpenetran de forma tan compleja y profunda que imposibilitan la autonomía funcional característica de la época liberal (Sánchez, M. (1979). El principio de participación en la Constitución Española. Revista de Administración Pública, 89, 171-206.Sánchez, 1979: 172).

La hegemonía de la democracia liberal representativa trae consigo una paradoja que afecta al sistema en su conjunto y es que, a medida que la misma se expandió y se consolidó como modelo democrático, se han ido propagando prácticas escasamente democráticas. La participación, fundamentalmente electoral, viene alcanzando niveles preocupantes de abstencionismo que favorecen la desafección política de la ciudadanía. La representación política se muestra ineficiente para ofrecer respuestas adecuadas a las demandas sociales provenientes de sociedades plurales y complejas como las actuales (Rivero, Á. (2009). Representación política y participación. En R. del Águila (ed.). Manual de Ciencia Política, 6ª ed. (pp. 205-229). Madrid: Trotta.Rivero, 2009: 209).

Como se ha dicho en el apartado anterior, la participación política se ve reducida al ejercicio del derecho de sufragio que conforma el mecanismo de la representación. De su correcto funcionamiento se deriva la solvencia de la primera. Una afirmación que la evidente crisis de legitimidad que la representación política viene sufriendo coloca en tela de juicio. Si se da por válido este escenario, la pregunta que debemos intentar responder es si incrementar la participación puede ser parte de la solución al problema de legitimidad que atraviesa el sistema político (Colino, C. y Del Pino, E. (2008). Democracia participativa en el nivel local: debates y experiencias en Europa. Revista Catalana de Dret Public, 37, 247-283.Colino y Del Pino, 2008: 249).

La hostilidad de la democracia liberal representativa a la ampliación de los canales de participación política se basa en la consabida cuestión de las escalas. Hoy día no resulta trasladable la «experiencia democrática directa» de las antiguas ciudades-estado griegas. Una solución que para Sousa y Avritzer puede tacharse de simplista al ignorar el problema de las gramáticas sociales y dar una solución exclusivamente geográfica a las relaciones participación-representación. Es posible, afirman los autores, la construcción de sólidas complementariedades entre ambos modelos democráticos y las escalas local y nacional (Sousa, B. de y Avritzer, L. (2004). Introducción: para ampliar el canon democrático. En B. de Sousa (coord.). Democratizar la democracia. Los caminos de la democracia participativa (pp. 35-74). México: Fondo de Cultura Económica.Sousa y Avritzer, 2004: 67-68).

Las posiciones antagónicas de los defensores de la democracia liberal frente a los partidarios de la democracia participativa conducen al planteamiento de la siguiente reflexión en los términos empleados por Lucas (Lucas, P. (1994). Manual de derecho político (vol. I), 3ª ed. Madrid: Tecnos.1994: 238).

¿Es posible que una representación política frustre la participación auténtica y general de los ciudadanos? ¿Cabe que una representación política enajene del juego político a importantes sectores cívicos? Es decir, ¿puede darse una representación política sin participación ciudadana?

La respuesta a estas interrogantes dependerá según el propio autor de la adecuada conexión entre el Estado-aparato y el Estado-comunidad. La representación será participada cuando la articulación jurídica establecida por el Estado-aparato conecte eficientemente con la ciudadanía (Estado-comunidad). La participación será efectivamente representativa cuando el Estado-aparato sea eficaz en la recepción y solución de las demandas de aquel. De la conjunción de ambos factores surgirá un modelo de Estado próximo al ideal (Lucas, P. (1994). Manual de derecho político (vol. I), 3ª ed. Madrid: Tecnos.Lucas, 1994: 238-239).

Los interrogantes no acaban aquí. Si resultan fundadas las peticiones de una mayor participación política por parte de los teóricos de la democracia participativa, es conveniente plantear los siguientes interrogantes: ¿puede incrementarse el nivel de participación política sin decrecer su calidad? ¿Es posible promover el objetivo de la participación política a través de una ingeniería participativa que no comprometa otros valores democráticos?

Estas preguntas son susceptibles de una respuesta satisfactoria, según Zittel y Fuchs (Zittel, T. y Fuchs, D. (2006). Participatory Democracy and Political Participation. Taylor and Francisc e- Library.2006). Para ello han desarrollado un modelo teórico de democracia basado en la integración, la expansión y la eficiencia que por su interés merece ser objeto de análisis.

La «democratización integradora» está enfocada al análisis de las relaciones poliédricas entre los actores individuales y las instituciones. Desde un punto de vista clásico las instituciones son tenidas por órganos que configuran las metas y aspiraciones individuales. Si se pretende favorecer la participación política han de considerarse diversos factores. Primero, las personas no nacen siendo ciudadanas. Segundo, ha de entenderse la democracia como aptitud vital que requiere ser aprendida. Ello es posible configurando un armazón institucional que refuerce la educación de los futuros ciudadanos. La democracia es un valor que debe ser aprendido.

Instituciones y mecanismos eficientes de participación ciudadana refuerzan la influencia ciudadana en los procesos de toma de decisión. Ello no implica su participación constante en cualquier situación. El objetivo principal es fomentar la influencia real del ciudadano en la toma de decisiones políticas sin negar la necesidad de la representación en sociedades técnicamente complejas como las actuales[5]. La pluralidad inherente a la sociedad contemporánea, la necesaria integración para la supervivencia del Estado, la inexistencia de la libertad sin la distinción entre gobernantes y gobernados y la necesaria limitación del poder y responsabilidad de los gobernantes son razones teóricas que justifican per se la representación (Aragón, M. (2009). Estudios de Derecho Constitucional, 2ª ed. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Aragón, 2009: 471).

La participación política ha de estar vinculada a la existencia de un modelo democrático que tenga por objetivo principal el desarrollo de la noción de comunidad, de grupo social. La ciudadanía adquiriría un sentido de la responsabilidad pública que podría reconducir la apatía política fomentada por la imposibilidad de incidir eficientemente en la agenda política. La realidad institucional, en que la participación ciudadana se reduce básicamente a la elección de los representantes, trae consigo un inevitable proceso de distanciamiento y desafección política que termina por contaminar la idea de asuntos públicos e intereses comunes. Vivimos, según Zittel y Fuchs (Zittel, T. y Fuchs, D. (2006). Participatory Democracy and Political Participation. Taylor and Francisc e- Library.2006), en una democracia electoral.

La cuestión central pasa por determinar el grado de control político que posibilitaría la ansiada integración social. Una sociedad articulada e integrada incrementa sus aptitudes políticas al desarrollar un sentido de colectividad. Pero ¿cómo se logra implementar esta teoría? La respuesta que los teóricos de la democracia participativa ofrecen se apoya en los siguientes cinco puntos: 1) democratizar el centro de trabajo a través de políticas regulatorias; 2) recuperar el concepto de esfera de interés público y sociedad civil activa mediante la transferencia de recursos y la garantía de auténtica representación; 3) revitalizar la democracia local mediante mecanismos de ingeniería participativa garantes de un mayor espacio de decisión en las políticas locales; 4) estructurar la comunicación fortaleciendo la deliberación entre los diversos grupos sociales y la creación de vínculos de intereses colectivos; 5) hacer de internet un espacio de deliberación y formación de opinión autónomo y eficiente que permita fortalecer a la comunidad social. No requiere gran esfuerzo entender que esta propuesta procura contrarrestar los valores del individualismo e interés privado dominantes en la democracia liberal (Barber, B. (2003). Strong Democracy: Participatory Politics for the new age, 2ª ed. California: University of California Press.Barber, 2003: 17).

Una de las alternativas teóricas a la democracia liberal-representativa es la «strong democracy» de Barber. El autor estadounidense atribuye a la participación un carácter transformador multidimensional mediante la cual el conflicto es transformado en cooperación, la representación en un modelo próximo a la autolegislación a través de la participación deliberativa y el individuo pasa a ser ciudadano libre a través de la educación cívica adquirida mediante la participación institucional deliberativa (Freitas, J. (2011). Direito Constitucional à Democracia. En J. Freitas, Juarez y A. Teixeira. Direito á democracia. Ensaios transdisciplinares (pp. 11-39). São Paulo: Conceito Editorial.Freitas, 2011: 18). La participación es, por su potencial transformador de la sociedad, factor de legitimación del sistema democrático (Barber, B. (2003). Strong Democracy: Participatory Politics for the new age, 2ª ed. California: University of California Press.Barber, 2003: 132).

La «democratización expansiva» pretende resolver otra de las falacias legitimadas por los defensores de la democracia liberal-representativa, la de la apatía electoral como síntoma de normalidad del sistema. Se afirma que el individuo no tiene tiempo o energías que dedicar a la participación. La realidad es bien diferente. La insuficiencia de la configuración jurídica de los derechos de participación minimiza extremadamente la capacidad de influencia real del ciudadano en las políticas públicas, fomentando dicha apatía. La solución radica en incrementar el valor y la utilidad de la participación a través de la reconfiguración expansiva de los institutos e instituciones de participación política. Se trata, en definitiva, de rediseñar las instituciones de forma que permitan la participación ciudadana en el proceso de toma de decisiones. Cuando se habla de mecanismos de participación se piensa en una mayor eficiencia de la iniciativa legislativa popular y el referéndum.

Otro de los dilemas que pretende enfrentar la democracia expansiva y la «strong democracy» es como superar el impacto marginal del voto individual y las consecuencias que el mismo tiene en el necesario fortalecimiento de la participación política. La marginalidad del voto individual se basa en la restricción de los mecanismos de democracia directa a escala nacional. De ahí que aquellos partidarios de la democracia directa como núcleo de la democracia participativa sean al mismo tiempo adeptos de la democracia local (Zittel, T. y Fuchs, D. (2006). Participatory Democracy and Political Participation. Taylor and Francisc e- Library.Zittel y Fuchs, 2006).

Para parte de la doctrina la clave pasa por reforzar la participación en la esfera local a través de los institutos de democracia directa. Hoy día las competencias locales de autodeterminación colectiva son manifiestamente reducidas. La respuesta es la descentralización competencial en favor de la esfera local. Solo así se logrará el objetivo de hacer de la participación un vehículo de transformación de la ciudadanía (Zittel, T. y Fuchs, D. (2006). Participatory Democracy and Political Participation. Taylor and Francisc e- Library.Zittel y Fuchs, 2006).

Nos adentramos en el último de los pilares de esta propuesta alternativa a la democracia representativa, la «democracia eficientemente orientada». Los adeptos de la representación justifican la apatía electoral en la desproporción entre costes y beneficios para el ciudadano. La democracia eficientemente orientada propone una solución que consiste en la inversión de los factores de la ecuación: en vez de incrementar los beneficios, la solución estriba en disminuir los costes.

Las nuevas tecnologías son consideradas por no pocos autores como una herramienta posibilitadora del incremento de la participación política (García, F. M. (2007). Participación y democracia electrónicas en el Estado representativo. En L. Cotino (coord.). Democracia, participación y voto a través de las nuevas tecnologías (pp. 3-24). Granada: Comares.García, 2007: 8). Con todo, no debe caerse en la tentación de negar los riesgos que su implantación conlleva. El profesor Pérez Luño habla de riesgos políticos, jurídicos y morales. En cuanto a los primeros, la tecnología puede crear una estructura vertical en las relaciones sociopolíticas que desemboquen en la despersonalización del ciudadano y la consiguiente alienación política. La teledemocracia podría llegar a acabar con las estructuras asociativas intermedias entre el Estado y la sociedad, como, por ejemplo, sindicatos y partidos políticos. Los riesgos jurídicos pueden suponer la continua exposición del proceso deliberativo de las Cámaras a aquella, produciendo un empobrecimiento del debate público y una pérdida de calidad de las leyes. No deben descartarse posibles violaciones del derecho a la intimidad derivadas de manipulaciones informáticas. Por último, los riesgos morales apuntan a una posible atomización ética provocada por un vacío de valores comunitarios y solidarios (Pérez, A. E. (2004). ¿Ciberciudadani@ o ciudadaní@.com? Barcelona: Gedisa.Pérez, 2004: 84 y ss.; Ribas do Nascimento, V. (2012). Neoconstitucionalismo e ciberdemocracia. Desafios para implementação da cibercidadania na perspectiva de Pérez Luño. Revista de Informação legislativa, 194, 89-105.Ribas do Nascimento, 2012: 102-103).

IV. CONCLUSIONES[Subir]

La conversión del Estado liberal en democrático tuvo en la ampliación de la participación política al conjunto de los ciudadanos uno de sus paradigmas esenciales. De ser un factor secundario para la legitimidad de la incipiente democracia pasó a ser conditio sine qua non de la misma. Su inclusión entre los principios fundamentales y su reconocimiento como derecho fundamental en la práctica totalidad de las Constituciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial es buena prueba de ello. No obstante, su concreción normativa iba a depender del modelo de democracia que terminó por hacerse hegemónico: la liberal de corte representativo.

Varias décadas más tarde, los fundamentos politológicos, históricos y sociológicos en que se apoya aquella continúan reduciendo la participación política a poco más que la selección cuatrienal de los representantes. La ciudadanía no dispone ni de mecanismos de control periódico de la labor de los dirigentes ni de la posibilidad de interactuar eficientemente en y con las instituciones decisorias del Estado. Deficiencias que tienen incidencia directa en la crisis de legitimidad que viene afectando a un buen número de democracias occidentales.

En este contexto cargado de incertidumbre, diferentes autores vienen desarrollando propuestas alternativas que buscan dar mayor densidad normativa a la participación política. Su solvencia intelectual justifica la apertura de un debate político reflexivo y prolongado sobre la conveniencia de implantar nuevas fórmulas participativas que contribuyan a paliar esta crisis en la democracia. La recuperación de la credibilidad en las instituciones y el consecuente perfeccionamiento de la democracia del siglo xxi exigen repensar y redefinir el modelo de interacción entre ciudadanía y operadores políticos en el marco de las instituciones decisorias del Estado. Representación y participación han de ser considerados ejes complementarios de un nuevo modelo democrático que haga del ciudadano algo más que un mero votante.

Notas[Subir]

[1]

Art. 29 de la Constitución francesa de 1793: cada ciudadano tiene el mismo derecho para concurrir a la formación de la ley y al nombramiento de sus mandatarios y agentes.

[2]

Cf. Sousa y Avritzer (Sousa, B. de y Avritzer, L. (2004). Introducción: para ampliar el canon democrático. En B. de Sousa (coord.). Democratizar la democracia. Los caminos de la democracia participativa (pp. 35-74). México: Fondo de Cultura Económica.2004: 35 y ss).

[3]

En sentido contrario, Bonavides (Bonavides, P. (2008). Teoria Constitucional da democracia participativa, 3ª ed. São Paulo: Malheiros Editores.2008: 23) considera que un bajo grado de participación da un barniz de legitimidad a la farsa de un sistema desproporcionadamente representativo y es la causa principal del divorcio entre el pueblo y las instituciones de gobierno.

[4]

La piedra angular de las teorías de Rawls y Habermas es el logro de democracias liberales estables institucionalmente. Para Rawls, una sociedad bien ordenada será aquella en la cual la justicia sea el elemento nuclear del orden y la estabilidad democrática. Una justicia que se proyecta en unas instituciones básicas regidas a través de los llamados principios de justicia logrados a través del consenso sobrepuesto en una hipotética situación de equidad denominada posición original. Para Habermas, la estabilidad democrática se alcanzará a través de la creación de una forma de gobierno integrada mediante la percepción racional de su legitimidad.

[5]

Rubio (Rubio, F. (2012). La forma del poder. Estudios sobre la Constitución, 3ª ed. Madrid: CEPC.2012: 648) niega la crítica irreflexiva que minusvalora el valor de la representación democrática al afirmar que: «El espejismo dogmático conduce, de una parte, a centrar la crítica en el protagonismo de los partidos y, en relación con él, en la sujeción a estos de los representantes elegidos en sus listas; de la otra, a quebrar toda conexión entre representantes y representados, liberando a estos de culpa por los defectos que lamentan, obra exclusiva, se piensa, de «los políticos». Una diabolización tan absurda y tan falsa como la divinización que estos tienden a hacer de sí mismos. Seguramente su dosis de altruismo no es mayor que la del resto de los mortales y seguramente actúan las más de las veces movidos por apetitos, no necesariamente innobles, de poder y gloria, o por una codicia económica que, en nuestras sociedades, es indigna solo por los medios que utiliza, no por su fin. Pero seguramente también desempeñan una función social cuya necesidad ha de ser reconocida tanto al menos como la hoy tan celebrada de los empresarios. Si no cabe pensar, como antes se ha dicho, que los hombres de nuestra época consagren mucho tiempo ni dediquen muchos esfuerzos a la cosa pública y menos aún que hagan depender de su participación en ella su propia realización personal, algún reconocimiento deben a quienes hacen de ello profesión».

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