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SUMARIO

  1. Notas

Más de un cuarto de siglo después de su edición original en 1990, ve la luz ahora en español una de las obras más emblemáticas de uno de los grandes renovadores de la historiografía de las últimas décadas y, por especificarlo mejor, de uno de los estudiosos más originales y perspicaces del fenómeno fascista. Porque sin Soldados caídos, de George L. Mosse, nuestra capacidad para abordar esa gran pregunta entre las preguntas de la historia del siglo xx (¿cómo sucumbió la sociedad europea del periodo de entreguerras, con particular intensidad y dramático final en Alemania e Italia, a la pesadilla del fascismo?) quedaría por fuerza mutilada; careceríamos de claves interpretativas fundamentales para el acceso a su comprensión. Las aportaciones de Mosse a este debate resultan ampliamente conocidas a estas alturas, pero la iniciativa de la publicación de su libro por parte de Prensas Universitarias de Zaragoza, en magnífica traducción enriquecida por un clarificador e informado estudio preliminar, ambos obra de Ángel Alcalde, no puede ser sino aplaudida en la medida que pone al alcance de la comunidad científica hispana un trabajo esencial para comprender el fascismo en general y el nacionalsocialismo en particular, el caso histórico en el que con mayor autoridad y al que más esfuerzo dedicó Mosse a lo largo de su dilatado y fructífero quehacer intelectual.

En sus líneas maestras, el libro pivota alrededor de los símbolos, los mitos y las liturgias en sus expresiones escritas (poemas, canciones, libros de memorias de guerra), visuales (ceremonias conmemorativas, fotografía, cine, teatro, postales…) y arquitectónico-artísticas (cementerios y monumentos), todos ellos en tanto en cuanto están al servicio de la glorificación del soldado caído en las guerras modernas. El despliegue argumental tirando de este hilo, la exaltación de los caídos por la patria, y con estos ingredientes, que son los de la historia cultural, avanza en tres grandes bloques.

El primero indaga el origen de la mitificación de la experiencia bélica en las guerras de la Revolución Francesa (1792-1799) y en las guerras alemanas de liberación contra Napoleón (1813-1814). Entonces se sientan los cimientos de lo que gracias a Mosse se conoce como el «mito de la experiencia de guerra», mito que tiene su eje en el culto al soldado caído en defensa de la patria y que estriba en contemplar la guerra como un evento significativo y vivificador, tanto para el individuo como para la nación. Hasta entonces solo reyes, estadistas y militares del más alto rango eran dignos de quedar grabados en el recuerdo de sus países; sus huestes, nutridas de mercenarios y de soldados de leva, permanecían en el anonimato cuando caían en batalla[1]. Desde ahora las muertes en guerra de los soldados-ciudadanos (la «nacionalización de la muerte») fueron resignificadas como un sacrificio, las pérdidas humanas reinterpretadas como una oportunidad de ganar acceso al altar de la patria y ser merecedor del reconocimiento público como mártires que habían dado la vida por la nación. Dos «símbolos tangibles de muerte» emergieron paulatinamente durante el siglo xix, ambos al servicio del culto a los caídos: los cementerios militares, concebidos ahora como santuarios para el culto nacional en los que, de forma inaugural ya desde 1793 con el Hessendenkmal en Fráncfort del Meno, los nombres de los soldados caídos aparecían listados sin considerar su rango militar, y los monumentos de guerra erigidos en plazas públicas y cementerios civiles para honrarles, como un recordatorio de que los que un día habían estado seguían hoy presentes, y de que su modelo de generosidad era digno de émula. Quedaba así balizado el camino para situaciones de emergencia nacional: ofrendar la vida en la bandeja de la patria.

El estudio de los antecedentes históricos del mito de la experiencia de guerra está concebido como un prolegómeno conducente al capítulo central del libro, el que versa sobre la Primera Guerra Mundial, que significa la apoteosis del mito. Sus 13 millones de víctimas expusieron a toda la población de los países beligerantes a la muerte de masas, en particular en los que centran la atención de Mosse, Francia y, sobre todo, Alemania. «La Primera Guerra Mundial —sostiene Mosse— dio al mito de la experiencia de guerra su mayor expresión y atractivo, en su intento de distraer la memoria personal de los horrores para conducirla hacia el alto significado y gloria de la guerra» (p. 84). En especial (pero no solo) en las naciones derrotadas el dolor de la pérdida de vidas y el sufrimiento causado fue revertido glorificando la contienda, embelleciendo la experiencia bélica hasta convertirla en una oportunidad para la regeneración personal y nacional, en una escuela de aprendizaje de valores (masculinos, militares) como el arrojo, la virilidad o el sacrificio por una causa, la de la patria, que trascendía al individuo. En Alemania, este mito contribuyó a superar el horror de la guerra y, al mismo tiempo, a alimentar la utopía racial que el ultranacionalismo nazi proyectó durante la posguerra como modo de superar la humillación infligida por las potencias vencedoras en el Tratado de Versalles y de hacer frente al enemigo interior, el «judeo-bolchevismo». La camaradería supuestamente vivida en las trincheras, un experimento de fraternidad para con el compañero-compatriota con independencia de su origen social o geográfico sobre quien se proyectaba una lealtad primaria, fue elevada a la categoría de epítome de la sociedad futura (concebida en el caso alemán por los nazis como una Volksgemeinschaft, como una «comunidad nacional») y ofreció, en lo inmediato, una promesa de relaciones significativas, un nuevo sentido de la vida en una sociedad que avanzaba precipitada e irremisiblemente hacia la impersonalización generalizada. Quienes se arrogaron la misión de fabricar el mito y, con él, contribuyeron sobremanera al culto al soldado caído, fueron jóvenes varones pertenecientes a la élite de los países beligerantes, sobre todo de los perdedores y, con particular ahínco, en Alemania. Fueron individuos de esa extracción social y de querencias nacionalistas (porque la izquierda rehusó mitificar la guerra; el pacifismo apenas consiguió hacerse oír en una era en la que el fervor patriótico se enseñoreó de las sociedades europeas) quienes escribieron libros de memorias de guerra, poemas y canciones, que tanta aceptación habrían de tener tras la contienda. Estas manifestaciones de, digamos, la alta cultura (Ernst Jünger y su Tempestades de acero representa la cima en Alemania de esta literatura glorificadora) vinieron reforzadas por otros artefactos culturales más banales, como obras de literatura barata, postales fotográficas (un medio de comunicación, pero también un recuerdo), juegos, juguetes o, en otro plano distinto pero orientado al mismo fin, el turismo a los campos de batalla. Son los nutrientes de lo que Mosse denomina «proceso de trivialización» de la experiencia de guerra, una avenida inexplorada en el momento en que Mosse empezó a dar a conocer los resultados de sus investigaciones en artículos académicos previos a la publicación del libro y que ha inspirado investigaciones posteriores: «Trivializar —escribe Mosse— era un modo de sobrellevar la guerra, sin exaltarla ni glorificarla, pero haciéndola familiar, una manera de filtrarla y dominarla que estaba al alcance de muchos» (p. 170).

Hay un hilo de continuidad entre las actitudes de los soldados durante la contienda y las actitudes de los soldados desmovilizados (compartidas por los jóvenes que no tuvieron la oportunidad por razones de edad de acudir al frente, pero se dejaron seducir por el mito de la experiencia de guerra), entre la popularidad del mito durante y tras la Primera Guerra Mundial y la (parafraseando a Bertolt Brecht) (i)rresistible ascensión del fascismo; de los lodos del mito de guerra, el barro del fascismo y el desastre consiguiente de la Segunda Guerra Mundial.

Si el bloque anterior aborda la apoteosis del mito, el tercero y último gira alrededor de la idea de «brutalización» de la vida cotidiana en la posguerra, ahora entendida como una secuela que condicionó la vida política, social y cultural de los años siguientes y que nutrió las filas de los movimientos fascistas que proliferaron por toda Europa: «La consecuencia del proceso de brutalización en el periodo de entreguerras fue excitar a los hombres, lanzarlos a la acción contra el enemigo político; insensibilizar a hombres y mujeres frente al espectáculo de la crueldad humana y la pérdida de vidas» (p. 205). La deshumanización de un contrincante concebido, ya no como un adversario al que persuadir a través del diálogo y con quien alcanzar compromisos, sino como un enemigo al que «destruir hasta la raíz» (p. 206), condujo a una generalización de la violencia política en países como Alemania, aunque no en el mismo grado en Inglaterra y Francia, países que consiguieron domeñar su expansión. Ahora bien, apostilla Mosse: ningún país europeo consiguió sustraerse a la pandemia de la brutalización y la difusión de la violencia como modo de hacer avanzar proyectos concretos de sociedad. Tampoco España, caso que nuestro autor apenas aborda si no es para traer a colación su Guerra Civil y los voluntarios de las Brigadas Internacionales. Su mitificación subsiguiente entre las izquierdas europeas fue un caso singular (y muy minoritario), porque en general fueron las derechas las que explotaron el potencial emocional y movilizador del mito de la experiencia de guerra. Una brutalización de la vida cotidiana vivida durante su preámbulo republicano, por cierto, que no cabe atribuir a la exaltación de una guerra, la Primera, en la que España no participó, sino más bien al encanallamiento político entre enemigos políticos en el marco de una democracia precaria. En Alemania por ejemplo, las cifras de la violencia política son el indicador más inequívoco de la brutalización de la vida cotidiana. Entre 1919 y 1923, de la mano de los Freikorps, la derecha ultranacionalista fue responsable de 324 asesinatos, por 22 atribuidos a las izquierdas; en la fase final de la República de Weimar, entre 1929 y enero de 1933, se asistió (era la terminología de la época) a una suerte de «guerra civil latente», con varios cientos de muertos víctimas de actos de violencia política (a día de hoy solo contamos con estimaciones), por no hablar de los altercados que se producían a diario entre los sectores más combativos del momento, en especial nazis y comunistas. Los nazis convirtieron a sus correligionarios muertos, en auténticos mártires a los que rendir culto y exaltar como vanguardia que fueron de la palingenesia de la nación.

Dicha brutalización de la vida cotidiana, la capilaridad de la violencia en las sociedades europeas, es, pues, el concepto nuclear que articula el tercer y último bloque del libro. Brutalización física, computable en muertos y heridos en el periodo de entreguerras, víctimas luego elevadas a la enésima potencia con la progresiva e imparable persecución y aniquilación de categorías sociales enteras (judíos, discapacitados físicos y psíquicos, homosexuales, etc.), en Alemania primero y después en los países que, de una forma u otra, sometió durante la Segunda Guerra Mundial.

Este proceso de encanallamiento de la vida cotidiana inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial encontró su reflejo en el lenguaje. Mosse se hace eco de algo que ya hizo notar Victor Klemperer en sus diarios y en su libro LTI. Apuntes de un filólogo (orig. 1947), y antes aún Erika Mann en su Zehn Millionen Kinder (orig. 1938). Términos como «fanático» y derivados fueron mutados de su entonces ya corriente connotación negativa a ser una virtud; de ahí que fuese habitual entre los nazis referirse a sí mismos como «fanáticos nacionalsocialistas». Otros términos como kämpferisch (combativo) fueron asimismo revestidos de una pátina noble.

Para ser clásica, una obra ha de seguir inspirando la comprensión del pasado, pero también del presente. Soldados caídos de Mosse lo es. Ha incorporado a nuestro vocabulario nociones como las del mito de la experiencia de guerra y de brutalización de la vida cotidiana, de uso tan ubicuo que incluso muchos especialistas familiarizados con el estudio del fascismo tendrán dificultades en trazar el origen de su popularización. Abrió o inspiró, y lo sigue haciendo todavía hoy, nuevas sendas investigadoras inéditas o poco exploradas para comprender la emergencia y auge del fascismo en Europa, como son el estudio de los voluntarios o las trivializaciones culturales como modo de perpetuar esa memoria, por poner dos ejemplos. Pero también, decíamos, es virtud de un clásico inspirar el estudio de nuestras sociedades presentes. Acaba su obra Mosse diciendo que «el mito de la experiencia de guerra […] está atado al culto de la nación: si este se encuentra en suspensión, como lo estuvo tras la Segunda Guerra Mundial en la Europa occidental y central, el mito se debilita fatalmente, pero si la religión cívica del nacionalismo vuelve de nuevo a ascender, el mito lo acompañará una vez más» (p. 279). Un historiador del fenómeno nacionalista radical en el País Vasco, Gaizka Fernández Soldevilla, se ha referido a los «mitos que matan» aplicados al imaginario bélico de ETA que se retrotrae a la Guerra Civil española para explicar la reproducción del terrorismo[2]. Mosse hoy (ayer), entre nosotros.

A un clásico no se le puede exigir respuesta a todas las cuestiones que dicta la agenda particular de los reseñadores, menos aún un cuarto de siglo después. Mosse se refiere repetidamente al nacionalismo como una «religión cívica» que, sin distorsiones insalvables (aunque Mosse no utiliza la expresión en este libro, y en su obra completa recurrió indistintamente y sin mayores matices a nociones como religión «cívica», «laica», «secular» o «civil») podríamos asimilar a la noción de «religión política». No nos ocupa ahora el adjetivo, sino el sustantivo. Porque Mosse reconoce la matriz cristiana que sirve de bebedero a la liturgia exaltadora de los soldados (o de los «soldados políticos» nazis de las SA muertos en el «periodo de lucha»), pero en ningún momento se detiene a identificar los préstamos, una vez secularizados, que hacen desde los revolucionarios franceses de finales del siglo xviii hasta los fascistas de las décadas de 1920 y 1930.

Notas[Subir]

[1]

Sin embargo, en monumentos conmemorativos de victorias sí que figuraban estos soldados rasos, según demuestra Reinhart Koselleck, un autor que trabajó antes que Mosse el tema de las representaciones memorialísticas de los caídos y que, sorprendentemente, nuestro autor no cita en todo su libro. A partir de la Revolución Francesa, sostiene Koselleck, se abrió una «democratización de la muerte», pasando a ser recordados todos los caídos con independencia de sus rangos y funcionales militares. Véase Modernidad y culto a la muerte y memoria nacional, Madrid, CEPC, 2011: cap. 5 (el texto original es de 1979).

[2]

La voluntad del gudari. Génesis y metástasis de la violencia de ETA, Madrid, Tecnos, 2016: cap. I.