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SUMARIO

  1. Notas
  2. Bibliografía

I

Tomás-Ramón Fernández, burgalés como Manuel Alonso Martínez y Luis Díez-Picazo, está en el parnaso del pensamiento jurídico desde, digamos, hace cincuenta años, cuando a finales de los sesenta del pasado siglo comenzó a asomarse. Y a asuntos de teoría general del derecho —en singular, de la arbitrariedad— lleva dedicando su atención una parte importante de ese larguísimo lapso de tiempo. A comienzos de los noventa, y en una circunstancia española muy determinada, empezó ocupándose, cómo no —el oficio obliga—, De la arbitrariedad de la Administración, publicando un libro con ese título que lleva nada menos que cinco ediciones. Pero nuestro autor no ignoró que idéntico escrutinio —porque la representación popular no es una vacuna para esa enfermedad— debía aplicarse al mismísimo Parlamento y en 1998 sacó una monografía con el título De la arbitrariedad del legislador. En fin, no hubo que esperar mucho (2004) para que viera la luz el libro dedicado a someter a la misma crítica al tercero de los poderes: Del arbitrio y de la arbitrariedad judicial.

Todo ello resulta muy conocido. La novedad está en el libro al que se refiere este breve comentario.

II

Como es igualmente sabido, la voz «historia de los conceptos» —Begriffsgeschichte— es una contribución de los científicos político-sociales alemanes de las últimas décadas y muy en particular del inolvidado Reinhart Koselleck (Koselleck, R. (1975). Geschichte, Historie. En O. Brunner et al. Geschichtliche Grundbegriffe: historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland — Band 2 (E-G) (pp. 593-‍717). Stuttgart: Ernst Klett Verlag.1975). En cierto sentido, se trata del contrapunto —o, mejor, la variante— a lo que en Francia fue la histoire des mentalités. El propio padre de la criatura explicó las cosas recordando que los conceptos, aunque se reflejan en una palabra —por ejemplo, democracia o soberanía—, van mucho más allá y, por supuesto, tienen un contenido que, lejos de la inmutabilidad, cambia —en su alcance y en los juicios de valor que están implícitos— en el espacio y sobre todo con el tiempo

Como es notorio, se trata de una rama del conocimiento en las ciencias sociales (o, si se quiere, un método) que, partiendo en efecto de que las palabras son por así decir solo un recipiente, recuerda que toda reflexión histórica debe comenzar con la comprensión de valores y prácticas culturales que, como es un lugar común desde el Romanticismo, no son únicos ni inmutables. La obra cumbre de esa manera de pensar es, por supuesto, el gigantesco diccionario Geschichtliche Grundbegriffe: historisches Lexikon zurpolitisch-sozialen Sprache in Deutschland, publicado entre 1971 y 1992 y uno de cuyos editores fue precisamente el propio Koselleck, del que hay que recordar que falleció en 2006.

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Esto es, en efecto, un libro que forma parte de la «historia de los conceptos» y que en concreto pone el foco en esa figura tan inicua y aun odiosa como es la arbitrariedad. Que desde antiguo se conozcan otras obras del autor sobre la misma materia no es motivo para tenerlo por carente de contenido innovador y prescindir de su lectura. Antes al contrario.

Para justificar lo que se acaba de afirmar resulta indispensable empezar por exponer su contenido, en cinco apartados, a saber:

  • El apartado 1 se ocupa de «El uso actual de la palabra en el lenguaje cotidiano» y ocupa las páginas 11 a 23. El punto de arranque no puede tener más solera: «El adjetivo arbitrario lleva circulando por el mundo veinticinco siglos si se toma como referencia la aparición primera del sustantivo matriz, arbiter, en el texto de las XII tablas, el más antiguo e importante monumento jurídico de nuestra cultura». Se repasan las palabras correspondientes en todas las lenguas occidentales, con cita nada menos que del Tesoro del gran Covarrubias, de 1611. Y, haciendo una especial referencia al lenguaje periodístico, se concluye que estamos ante una voz que no solo se repite por doquier sino que además arrastra una reputación verdaderamente infame: definir algo o alguien como de arbitrario es acusarlo de lo peor. Los textos constitucionales europeos más recientes —el nuestro de 1978 y el suizo de 1999— han recogido la palabra como sinónimo de lo más malo y menos defendible de las conductas de los gobernantes.

  • El apartado 2, páginas 25 a 64, lleva el expresivo título «Una larga historia: De las doce tablas al reino de la ley».

Luego de analizar, de la mano sobre todo de Fuenteseca, «La jurisprudencia romana», se explica con detalle lo que significaron «Arbitrio y albedrío en el lenguaje político medieval» (entendiendo por tal, cómo no, las Siete Partidas) para pasar luego a exponer el «Apogeo y crisis del arbitrium iudicis en la Justicia del Antiguo Régimen», con Jerónimo Castillo de Bobadilla (1704) como pensador de referencia. Pero no todo se queda en España: «Un período crucial: la Revolución puritana» pone el reflector en las guerras civiles inglesas del siglo xvii —especialmente intelectuales, pudiera decirse, con el juez Coke y John Locke en los papeles estelares— para situar ahí el origen de la carga peyorativa que la voz arrastra.

Más tarde llega el turno de «La revolución francesa y el reino de la Ley», para acabar volviendo a España con «El lenguaje constitucional de Cádiz», donde nos encontramos con aquellos de los nuestros que en aquella sazón fueron los más grandes: Dou, Quintana y, por supuesto, Argüelles.

Son, en definitiva, las dos revoluciones modernas —la inglesa de 1688 y la francesa de 1789—, para terminar en la española de 1812.

  • Del apartado 3, «Del reino de la ley a la soberanía del derecho», páginas 65 a 81, lo más relevante es probablemente esta última palabra, porque se trata sobre todo de despersonalizar el poder: ni rey ni tampoco Parlamento. En ese contexto juegan un papel importante, primero, los estudiosos franceses de la Tercera República, con Maurice Hauriou y Leon Duguit a la cabeza, y, segundo, los juristas alemanes inmediatamente posteriores a 1945, y en particular Bachof, con su famoso discurso rectoral de Tübingen dedicado a los jueces como encarnación viva del Estado («constitucional») resultante de la Ley Fundamental de Bonn.

  • El apartado 4, «El presente», páginas 83 a 140, constituye en efecto una foto del momento actual y se inicia con una exposición, de tono celebrativo, de «la proscripción expresa del ejercicio arbitrario del poder en el constitucionalismo reciente: el ejemplo de los Derechos Suizo y Español», donde —sin olvidar por supuesto a G. Leibholz y su famosa obra de 1928— se reivindica el protagonismo de Eduardo García de Enterría en lo que es la parte más señera del importantísimo, aunque abigarrado, art. 9.3 de nuestra Constitución. No falta en ese contexto una referencia a la doctrina penal sobre el delito de prevaricación (desde 1995 definido precisamente en relación con la arbitrariedad, no con la injusticia) ni tampoco a la voluntariosa jurisprudencia contenciosa sobre los límites de la discrecionalidad del planificador urbanístico, asunto especialmente caro a nuestro autor.

  • El rubro del apartado 5 y último, «Continuará», páginas 141 a 143, resulta una vez más muy explícito, en cuanto alerta contra la autocomplacencia: «Los Tribunales, que son los que tienen la última palabra en cuanto depositarios del Derecho, parecen haber interiorizado esta nueva cultura, pero como ya he dicho en otras ocasiones, sería ingenuo suponer por eso que estamos al final de la Historia. La Historia continuará. Mientras haya sobre la tierra gobernantes y gobernados el Poder y el Derecho seguirán en conflicto», aunque, eso sí, el mensaje último es de esperanza: «[…] estamos en el buen camino».

Hasta aquí, en esencia, el contenido del libro: 143 páginas en total.

III

A quien estas líneas suscribe no se le puede pedir, cuando está escribiendo sobre un libro de Tomás Ramón-Fernández, que lo haga con distancia: los vínculos entre ambos, intelectuales y aun personales, son muy estrechos y además de conocimiento general. Pero creo que no dejo de ser objetivo si afirmo que estamos ante algo singular, no solo porque los juristas españoles no suelen prodigarse con la historia de los conceptos, sino también y sobre todo porque es un libro singularmente bueno. Y de alcance mucho más amplio de lo que su nombre indica: en cierto sentido, se trata de una auténtica síntesis de la Historia del Derecho, tanto en el tiempo —desde Roma, nada menos— como en el espacio, porque es todo Occidente, y no solo España, quien se ve recogido. Para explicarlo con la dicotomía aristotélica de la materia y la forma, pudiera decirse que, en lo primero, lo material, el despliegue argumental del trabajo se encuentra atravesado por la pugna escolástica, nunca del todo resuelta, entre la voluntad y la razón como polos opuestos y fuentes últimas del derecho y aun del actuar humano en cualesquiera manifestaciones. Mientras que, en lo segundo, lo relativo a las formas, la cosa se estructura sobre la división bipolar e irreductible entre los cometidos de dos sujetos, el creador del derecho —el autor de normas generales, para entendernos— y su aplicador en los casos concretos.

Libro, así pues, de historia de los conceptos: de los conceptos jurídicos y, en singular, del de arbitrariedad. Empresa ciertamente ardua, porque, en efecto,los condicionantes culturales, geográficos y cronológicos de las palabras son tan inesquivables que a veces no caemos en la cuenta cuando las empleamos. Pero el autor sabe estar por encima de las dificultades.

Y libro también original. Queda acreditado por lo que se acaba de explicar sobre el contenido que haría mal quien, pensando que no se añade nada a lo ya publicado desde hace más de veinte años por el propio Tomás Ramón-Fernández sobre la arbitrariedad, caiga en la fácil tentación de pensar que puede ahorrarse la lectura. Haría muy mal, sí, porque estamos ante un trabajo nuevo —y no solo de mera síntesis o, todo lo más, complemento— desde el punto de vista de los argumentos y su presentación.

IV

Suelen decir los franceses que el tono acaba siendo tan importante como el objeto mismo: C´est le ton qui fait la chanson. En ese sentido, no sorprenderá a nadie que se recuerde que nuestro hombre (el discípulo más inmediato del maestro de todos, el igualmente inolvidado García de Enterría) es un creyente en el derecho, incluso diríase un entusiasta. Más aún: un verdadero «judicialista», en el sentido de seguir teniendo fe en los dogmas del pensamiento por así decir ortodoxo: las normas parlamentarias en cuanto expresión representativa y su aplicación judicial como algo que, aun sin ser exactamente mecánico (la famosa «boca que pronuncia las palabras de la ley» del escritor de Burdeos), conduce a una única solución correcta, que, además, se lleva a la práctica al punto y sin que nadie rechiste. En definitiva, el designio perfecto de la mezcla de democracia y positivismo legalista en el que nos hemos educado.

El gran Freud distinguía, dentro de los móviles del pensamiento, entre el principio de placer y, ay, el principio de realidad

Son los dos principios que rigen el funcionamiento mental. El principio de realidad forma un par con el de placer, al que —sin eliminarlo— modifica. Sigue queriéndose buscar satisfacción, aunque ya no por los caminos más cortos.

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, el roce con lo cual suele finalmente conducir al escepticismo de cualquiera. Basta leer los medios de comunicación de un solo día —no hace falta ser abogado en ejercicio para caerse del guindo— para que ese mundo tan arcangélico se derrumbe con estrépito. Es un hecho que los jueces, al menos en los niveles más altos, son objeto de libérrima designación por los políticos —típico ejemplo de acto de nudo poder— y también que, además, a la hora de resolver suelen mostrarse, con las excepciones que confirman la regla, gente agradecida, que reconoce a quién le debe el cargo. Resulta igualmente evidente (sobre todo en el ámbito precisamente del urbanismo) que lo fáctico —o sea, los hechos consumados— goza de una fuerza normativa que va mucho más allá de leyes, sentencias y en general papel alguno, por importante que sea su membrete. Y, por supuesto, lo jurídico (o, si se quiere decir en términos subjetivos, el gremio de los juristas) ocupa hoy, en el mundo economizado, ideologizado, mediatizado y tecnificado en que vivimos, un papel que, por emplear el calificativo menos ofensivo, podemos llamar «marginal». Pero además sucede que hemos terminado dándonos cuenta, todos menos la corporación de los que nos dedicamos a esto, de que la razón (o sus derivados; lo racional o lo razonable) no es lo que explica el modo de pensar de los humanos, que más bien se rige por algo tan subjetivo como las emociones o los sentimientos. Hasta los economistas han terminado cayendo en la cuenta, de puro elemental que es

Como explica Arias Maldonado (

Arias Maldonado, M. (2016). La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo  xxi . Madrid: Página Indómita.

2016
): «Se ha hecho visible un giro afectivo en las ciencias sociales y las humanidades. Como consecuencia de los avances en el estudio del cerebro, se otorga un papel cada vez mayor a los afectos en nuestros procesos de percepción, cognición y decisión. Y, si bien las noticias que suministran los distintos saberes humanos no son definitivas, las neurociencias parecen indicar que nuestra soberanía individual es menor de lo que creíamos». Lo cual nos lleva a una serie de preguntas en cascada: «Así pues, ¿somos individuos políticamente racionales o más bien ciudadanos sentimentales? ¿Pueden explicarse los problemas de la democracia contemporánea como un efecto del peso de las emociones en el proceso político y la vida social? ¿O hay que rescatar a los afectos de su descrédito tradicional e integrarlos en una concepción más realista del ser humano?».

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En la cabeza del autor parecen haber hecho mella esas realidades, sin duda muy enojosas desde el punto de vista de los principios de lo establecido. Eso explica que, por ejemplo, en ningún lugar defienda el principio de unidad de solución justa, que ni tan siquiera menciona: quizá Nieto García (Nieto García, A. (2000). El arbitrio judicial. Barcelona: Ariel.2000) le haya acabado convenciendo. Y, en cuanto a las afirmaciones explícitas, más de lo mismo: en la página 68 se termina afirmando, por referencia a la crisis de la representación, que, una vez que se impuso (felizmente) el sufragio universal, «ya no fue posible seguir defendiendo la Ley como expresión de la voluntad general porque se hizo evidente para todos que era simplemente el resultado de la convergencia ocasional de intereses heterogéneos cuyos representantes en la Asamblea decidían unirse momentáneamente para satisfacerlos imponiendo así el resto de la Cámara legislativa la soberanía del número». Y, cuando luego viene la hora de llevar a la práctica lo así aprobado, hay, guste o no, «un arbitrio inevitable, esto es, un espacio que la Ley, que no puede preverlo todo de antemano, deja libre» (página 55). En resumidas cuentas, lo condenable no es que al cabo se imponga la voluntad de quien en teoría no es más que el aplicador del derecho, porque eso es algo que finalmente va a suceder siempre. Lo único que hay que evitar es que las decisiones se adopten —es lo que se dice en página 85— «por la sola voluntad del gobernante», que es otra cosa. O de los jueces de turno —que, por principio, no son más fiables que cualquiera— añado yo ahora. Nuestro autor, en resolución, parece haber pasado a «transigir» con la realidad a fuerza de haber tenido, como todo el mundo, que rozarse con ella.

V

No pueden terminarse estas líneas sin hacer una mención explícita a lo que es lo más importante del libro y, en general, a todos los trabajos del autor sobre este asunto: la nobleza del empeño, que no es sino el de embridar a los poderosos. Por doquier (no solo en España) seguimos viendo, en los meses de agosto y septiembre de 2017 en que estas líneas se escriben, gobernantes que actúan según su antojo más grosero (y en no pocas ocasiones con el aplauso de los suyos o al menos sin su oposición): en Venezuela o en Cataluña, por poner solo dos ejemplos.

En 1512, cuando la conquista de América se estaba desarrollando con los modos poco versallescos con que suelen tener lugar ese tipo de cosas, fue precisamente en Burgos donde se dictaron unas leyes que pretendían que todo se hiciese mejor y de manera más respetuosa con «los indios», como se les decía entonces. Hoy, cinco siglos más tarde, continúa haciendo falta poner los puntos sobre las íes. Empeño no fácil en lo intelectual y en lo personal, porque ya se sabe que talento y valor son atributos escasos si se les considera de manera aislada y más aún si se les quiere tener juntos. Se conoce que en la ciudad cabeza de Castilla debe haber una especial propensión para que sea allí donde nazca la gente que se embarca en ese tipo de tareas.

Notas[Subir]

[1]

Tomás-Ramón Fernández: Arbitrario, Arbitraire, Arbitry. Pasado y presente de un adjetivo imprescindible en el discurso jurídico, Madrid, Iustel, 2016, 143 págs.

[2]

Como es notorio, se trata de una rama del conocimiento en las ciencias sociales (o, si se quiere, un método) que, partiendo en efecto de que las palabras son por así decir solo un recipiente, recuerda que toda reflexión histórica debe comenzar con la comprensión de valores y prácticas culturales que, como es un lugar común desde el Romanticismo, no son únicos ni inmutables. La obra cumbre de esa manera de pensar es, por supuesto, el gigantesco diccionario Geschichtliche Grundbegriffe: historisches Lexikon zurpolitisch-sozialen Sprache in Deutschland, publicado entre 1971 y 1992 y uno de cuyos editores fue precisamente el propio Koselleck, del que hay que recordar que falleció en 2006.

[3]

Son los dos principios que rigen el funcionamiento mental. El principio de realidad forma un par con el de placer, al que —sin eliminarlo— modifica. Sigue queriéndose buscar satisfacción, aunque ya no por los caminos más cortos.

[4]

Como explica Arias Maldonado (Arias Maldonado, M. (2016). La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo  xxi . Madrid: Página Indómita. 2016): «Se ha hecho visible un giro afectivo en las ciencias sociales y las humanidades. Como consecuencia de los avances en el estudio del cerebro, se otorga un papel cada vez mayor a los afectos en nuestros procesos de percepción, cognición y decisión. Y, si bien las noticias que suministran los distintos saberes humanos no son definitivas, las neurociencias parecen indicar que nuestra soberanía individual es menor de lo que creíamos». Lo cual nos lleva a una serie de preguntas en cascada: «Así pues, ¿somos individuos políticamente racionales o más bien ciudadanos sentimentales? ¿Pueden explicarse los problemas de la democracia contemporánea como un efecto del peso de las emociones en el proceso político y la vida social? ¿O hay que rescatar a los afectos de su descrédito tradicional e integrarlos en una concepción más realista del ser humano?».

Bibliografía[Subir]

[1] 

Arias Maldonado, M. (2016). La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo  xxi . Madrid: Página Indómita.

[2] 

Freud, S. (1976). Obras Completas. Vol.18 (1920-‍22). Más allá del principio de placer. Buenos Aires: Amorrortu.

[3] 

Freud, S. (2010). Psicología de las masas. Madrid: Alianza.

[4] 

Koselleck, R. (1975). Geschichte, Historie. En O. Brunner et al. Geschichtliche Grundbegriffe: historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland — Band 2 (E-G) (pp. 593-‍717). Stuttgart: Ernst Klett Verlag.

[5] 

Nieto García, A. (2000). El arbitrio judicial. Barcelona: Ariel.