«El odio es nuestra mayor defensa frente al enemigo […]. Con odio no hay nada a lo que un hombre no se atreva, no hay límites a lo que pueda soportar». Lo escribía en la década de 1970 el escritor y político nacionalista serbio Dobrica Ćosić, tiempo después primer presidente de la República Federal de Yugoslavia en 1992-1993, aunque lo hacía en una novela ambientada en la Primera Guerra Mundial.
Quizá podría comenzarse el comentario de este volumen señalando lo que este no es ni pretende ser. Para empezar, no se trata de una obra de síntesis. Al contrario que los de M. Kitchen, J. Casanova o el más reciente de I. Kershaw, por citar solo algunas de las más conocidas, no busca proveer de un gran fresco general de aquella «era de los extremos», de las catástrofes o de «descenso a los infiernos». Tampoco proyecta una mirada de largo espectro a través de grandes cuestiones transversales como el enfrentamiento entre bolchevismo y nazismo, las persistencias del Antiguo Régimen o lo que pudo tener el período de «guerra civil europea», al modo como lo hicieron autores como E. Nolte, A. J. Mayer o E. Traverso; ni un gran estudio comparado de los diferentes proyectos y regímenes políticos a la manera de G. Luebbert.
Ahora bien, nada de todo eso supone un demérito. La dimensión que se privilegia, la de las políticas de la violencia y los discursos del odio, atraviesa aquellos dos decenios y resulta crucial para entenderlos. Al dejar fuera las dos guerras mundiales, el concepto reducido del período de entreguerras da sustantividad propia a los años que discurrieron entre una y otra y puede ayudar a evitar miradas teleológicas. Por su parte, no es un libro centrado exclusivamente en Europa, sino que hay referencias a otros países como México y encontramos todo un capítulo consagrado a los Estados Unidos. Y por último, el volumen y sus textos resultan coherentes entre sí y lo son con la trayectoria anterior del equipo de investigación que lo sustenta. Su trabajo, coordinado por Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío, se ha materializado en publicaciones de indudable impacto y que han suscitado no pocos debates. En varias de ellas, como los trabajos colectivos
Aunque hablando de una obra coral eso tiene siempre algo de arriesgado, el argumento vertebral del volumen es claro. El mundo que transitó entre las dos guerras mundialesse se vio atravesado por proyectos, ideologías y movimientos políticos y sociales que impugnaban las democracias liberales. Eran de muy distintos tipos y objetivos pero tenían en común su radicalidad y alimentar y hacer amplio uso de prácticas violentas y de odios excluyentes, y su resultado sería amenazar y a menudo derribar los regímenes políticos pluralistas de 1919. La introducción del libro, a cargo de sus dos directores, despliega ese eje argumental. La experiencia de la Primera Guerra Mundial, se nos explica, supuso para las sociedades occidentales la «brutalización» de sus prácticas sociales y políticas y nutrió corrientes ideológicas y culturas políticas contrarias a la «modernidad liberal». En unos casos eso suponía reverdecer las que legaba el siglo
Como es lógico, el mayor desarrollo de esas tesis se encuentra en los capítulos que firman los coordinadores. Son por lo demás los que por contenido, debates abordados y ámbito europeo parecen más ambiciosos. En el primero, el más largo del volumen, F. Del Rey detalla la influencia de la Gran Guerra en los movimientos «revolucionarios» de las dos décadas siguientes. Haciendo uso de los clásicos términos de G. L. Mosse, el capítulo sostiene que los discursos, representaciones y prácticas bélicas permearon los años de posguerra y que esa «brutalización» de la política se tradujo en la extensión de la «pasión revolucionaria» y en la forja de «culturas de guerra» basadas en el radicalismo, la deshumanización del enemigo y la legitimación de la violencia. Esos serían los rasgos, según este argumento, de los tres grandes actores de aquel drama de violencia, a saber: el bolchevismo, el fascismo y el modernismo reaccionario. Por su parte, en el capítulo que cierra el libro, M. Álvarez Tardío aporta un ejercicio comparado en el que repasa para aceptar la relación entre debilidad institucional y violencia política. En su argumentación, los regímenes que habían logrado asentar sus democracias liberales antes de la Gran Guerra fueron capaces después de superar el desafío del radicalismo político violento, mientras que donde las instituciones y los consensos democráticos eran más débiles —como Alemania, Italia y la España republicana—, los Estados no pudieron mantener el monopolio en el uso de la fuerza y sus regímenes democráticos fueron derribados.
Los restantes seis capítulos del libro aportan estudios de algunas de las dimensiones y manifestaciones de lo dicho. Lo hacen además con trabajos amplios, como los dos anteriores, pues de hecho la mayoría ocupan en torno a medio centenar de páginas y ninguno está por debajo de las cuarenta. En casi todos los casos se trata de cuestiones sobre las que quienes los firman son especialistas para el ámbito español, que se aúpan aquí sobre ese conocimiento previo y acometen el nada desdeñable esfuerzo de ampliar el foco para abordarlas desde una perspectiva comparada y/o europea. Así, S. Souto aporta un detallado análisis comparado del papel desempeñado por las organizaciones juveniles marxistas de Alemania, Austria, Gran Bretaña y España en la vida política de esos países, en sus partidos obreros y en los grupos paramilitares. No es cuestión baladí, puesto que los activistas más jóvenes fueron los responsables de buena parte del radicalismo del período y los actores de muchas de sus prácticas violentas. Por lo mismo, J. A. Parejo se centra en las juventudes fascistas alemanas, austríacas y españolas para describir la expansión del fascismo y de su violencia y subrayar que atrajo a gentes de todos los estratos sociales y que se nutrió del temor real a la amenaza comunista. R. Villa dirige su mirada a la violencia en los procesos electorales y encuentra que fue menor en los regímenes democráticos más estables, mientras que registró mayores cotas allí donde el régimen político se enfrentaba a una «oposición sistémica importante», a poderosos partidos y sindicatos partidarios de su derrocamiento —incluso violento— y a lealtades relativas por parte de las fuerzas políticas llamadas a sostenerlo (Alemania, Austria, Portugal y la Segunda República española). Por su parte, el capítulo firmado por J. De la Cueva aborda la violencia «antirreligiosa» que apareció en países que van desde el México de las guerras cristeras hasta la España de 1936, pasando por la guerra civil rusa y, en menor medida, las finesa y griega. El texto, bien informado sobre los casos tratados y sobre los antecedentes del fenómeno, es otro ejercicio comparado que pretende explicar por qué el anticlericalismo violento fue tan disímil en los diferentes países.
Por último, a esos capítulos el libro añade dos estudios de caso nacionales. El de J. Casquete sobre la violencia callejera nazi en el distrito berlinés de Kreuzberg, en 1929-1933, refleja una investigación de primera mano que por ejemplo acaba de materializarse en la monografía
Como también suele suceder en los volúmenes colectivos, los diferentes capítulos tienen registros, objetivos, despliegue de erudición y valor no siempre similares. De igual modo, al tratar temáticas tan amplias y en ámbitos geográficos transnacionales, es inevitable que puedan echarse en falta aquí o allá datos y referencias o que no convenzan por igual todos los enfoques y argumentos. A la luz de otras fuentes o enfoques, siempre cabría hacer matizaciones. Por poner algún botón de muestra, podría discutirse lo que las violencias anticlericales e iconoclastas tenían de «liquidación revolucionaria de la religión» —y no del orden social, político y simbólico que sus instituciones reproducían—, el énfasis en la amenaza comunista como origen de la fascinación por el fascismo o la escasa atención prestada a los muy diversos contextos y a los condicionamientos sociales implicados en las violencias electorales. De igual modo, no está claro que el concepto un tanto normativo de violencia que se defiende en el último capítulo sea más útil que el que desarrollara con buenos resultados la sociología histórica de Ch. Tilly o M. Mann y que en ese mismo texto se refuta. Sería asimismo posible contrastar los autores en cuyos argumentos se apoyan algunos capítulos —por ejemplo Linz, Huntington, Nolte o Payne— con otros más actuales y citados en la literatura historiográfica de referencia. Y metidos en harina bibliográfica, está claro que, hablando de tantos y tan diferentes contextos y temas, resultaría fútil ponerse a detectar carencias; pero alguna de las ausencias es llamativa, como la de los títulos de quien en nuestra historiografía más ha escrito sobre violencia política, culturas de guerra o paramilitarización de la política en los años treinta (E. González Calleja) o la de los trabajos más punteros que han abordado recientemente la salida y legados de la Gran Guerra, los conflictos y violencias que prolongó o inauguró su final o la paramilitarización de las sociedades de posguerra (por ejemplo, B. Cabanes o R. Gerwarth).
Claro que eso mismo apunta a comentarios sobre alguna cuestión más central del libro. En primer lugar, es difícil negar que, en efecto, la Primera Guerra Mundial, de un modo u otro, «hizo que muchos europeos banalizaran la muerte en masa» y que «proyectó sobre la vida cotidiana y la política en tiempos de paz sus valores y códigos de actuación», por ejemplo mediante la extendida «utilización del odio en las relaciones políticas y la deshumanización del adversario» (p. 30). Sin embargo, eso no lleva necesariamente a aceptar la tesis de la «brutalización», que de hecho buena parte de la más sólida literatura lleva ya unos años cuestionando en tanto que demasiado genérica, metafórica e incluso engañosa. Para el citado Gerwarth, por ejemplo, en su reciente
En segundo lugar, el énfasis en lo que la Primera Guerra Mundial tuvo de parteaguas histórico es irrebatible. Sin embargo, llevado al extremo, el carácter matricial de esa guerra puede hacer olvidar que la genealogía de sus violencias y de las que le sucedieron resulta más compleja. Por un lado, algunas de ellas y de los dispositivos represivos que alumbró el período posterior ya habían sido ensayados por las potencias occidentales en sus guerras imperialistas en África, Asia o el oeste norteamericano. Por otro, aunque no sea lo que en este volumen se privilegia, no parece posible soslayar del análisis de las violencias de entreguerras cuestiones propias de la historia social y económica como los efectos de la crisis desatada en 1929 y del capitalismo en una fase de acelerada transformación, lo que Ch. Maier llamó hace tiempo corporativización de las sociedades y economías europeas, o los enormes retos políticos y crisis de legitimidad que implicó para los Estados liberales decimonónicos la irrupción de las masas en la vida política. Y en tercer lugar, aunque vinculado a lo anterior, estaría la cuestión de qué es causa de qué. En distintos puntos del libro puede leerse que el odio y la violencia producen ideologías radicales y en otros se sugiere que estas los utilizan y alimentan. A su vez no queda claro si la novedad de las violencias del período está en esas novedosas ideologías «totalizantes» o en las nuevas capacidades tecnológicas y organizativas de los Estados de cara a implementar proyectos de ingeniería social. Y por último, como se señala al final del volumen, la clave explicativa de la ausencia o abundancia de violencia en ese período parece estar en la existencia o no de instituciones fuertes, sólidos consensos procedimentales y capacidad de integración en las reglas del juego (p. 472), pero cabría preguntarse hasta qué punto eso puede ser una suerte de variable independiente y si no influyen a su vez en todo eso la credibilidad de las instituciones liberales, la legitimidad que obtienen los proyectos alternativos e incluso las condiciones sociales y económicas de cada país en cada momento.
Es evidente que no se puede exigir a ningún trabajo resolver puzles de ese tenor. En realidad, nada de lo apuntado en los párrafos previos obsta para saludar la aparición de una obra como esta. Se trata de un trabajo ambicioso que, entre otros méritos, rompe con el iberocentrismo de nuestra historiografía, recoge una serie de textos amplios y trabajados en el seno de un proyecto de investigación coherente y entre los que prima la mirada comparada. Con todo ello,