El neopluralismo jurídico y la constitucionalización del derecho, entre otros fenómenos contemporáneos, han colocado al juez de tradición continental en un nuevo papel que dista mucho de aquel propuesto por la modernidad ilustrada y que se acerca, a grandes rasgos, al modelo de juez premoderno. El pluralismo jurídico convierte al juez en partícipe activo de la configuración de las soluciones que proporciona el derecho a cada caso concreto. El fenómeno de constitucionalización del derecho genera una realidad jurídica bidimensional que se compone, por una parte, del derecho patrio y, por la otra, de un derecho universal (al modo del ius commune medieval) basado en la doctrina y la jurisprudencia que es capaz de determinar el contenido y dar legitimidad al primero.
Among other contemporary phenomena, Legal new-pluralism and the constitutionalisation of law have placed the civil law judge in a new role. This position is very different from that proposed by the Enlightenment but is broadly similar to the model of premodern judge. Legal pluralism turns the judge an active participant in the configuration of the solutions provided by the law to each specific case. The phenomenon of constitutionalisation of law generates a two-dimensional legal reality composed, on the one hand, by the state law and, on the other hand, by a universal law (in the manner of medieval ius commune). This second dimension, grounded on the doctrine and jurisprudence, is able to determine the content and to provide legitimacy to the first one.
Juez constitucionalconstitucionalización del derechopluralismo jurídicofuentes del derechoneoconstitucionalismoderecho de la posmodernidadConstitutional judgeconstitutionalisation of lawlegal pluralismsources of lawneo-constitutionalism postmodern lawmagazine-editors Manuel Aragón Reyes, Universidad Autónoma de Madrid. César Aguado, Universidad Autónoma de Madrid. Francisco Balaguer Callejón, Universidad de Granada. Paloma Biglino Campos, Universidad de Valladolid. Francesc de Carreras Serra, Universidad Autónoma de Barcelona. Javier Corcuera Atienza, Universidad del País Vasco. Piedad García Escudero, Universidad Complutense, Madrid. Javier Jiménez Campo, Tribunal Constitucional. Manuel Medina Guerrero, Universidad de Sevilla. Juan Luis Requejo, Tribunal de Justicia de la Unión Europea. xml-html-producerComposiciones RALI, S.A.Cómo citar este artículo / Citation: Vial-Dumas, M. (2018). Los jueces y la ciencia del derecho en el nuevo orden constitucional, una comparación entre el mundo premoderno y la posmodernidad. Revista Española de Derecho Constitucional, 112, 177-204. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.112.06I. INTRODUCCIÓN
Hace tiempo que el discurso jurídico de la Ilustración se encuentra con problemas a la hora de explicar la nueva estructura del derecho y el papel que en ella cabe a los jueces. En cambio, llama la atención que algunas de las nuevas prácticas, que de alguna manera cuestionan el relato de la modernidad ilustrada, presentan importantes similitudes con el mundo que dicho relato pretendía cancelar. Esbozaremos aquí una comparación entre dichas maneras de entender el derecho en el mundo premoderno y en la posmodernidad y cómo esas concepciones afectan a la tarea y la posición del juez.
En particular me concentro en la tradición jurídica continental y sostengo respecto de ella que el discurso contemporáneo, sobre todo el impulsado por el neoconstitucionalismo, pone al juez frente a un derecho plural y bidimensional; esto determina toda la actividad jurisdiccional (y jurídica en general) asemejándola en algún grado, para bien o para mal, a la actividad del juez premoderno.
Por «premoderno» entiendo todo aquel universo cultural que se desarrolló hasta la época de la Ilustración. Como tradicionalmente se hace, el fin del siglo xviii el comienzo del xix me sirven de hito que marca el paso a la modernidad (ilustrada), aunque en los hechos el pensamiento premoderno perdure por mucho tiempo y el ilustrado venga gestándose desde antes. Intentaré describir algunos elementos esenciales del pensamiento jurídico premoderno, siendo para ello muy laxo en los distintos matices que cada época de la tradición jurídica occidental presenta. Soy consciente de que hablar de premodernidad pretendiendo abarcar con una sola palabra una tradición jurídica milenaria puede constituir un exceso metodológico; sin embargo, como se verá, me centraré en algunas concepciones sobre el derecho que son comunes y constantes en el mundo occidental, al menos desde el siglo xi. Para contraponer y distinguir me valgo de los relatos que refieren la realidad de cada momento, y no del estudio documental que, en su inmenso volumen, presenta tantos matices que sería imposible abordar en un trabajo tan breve. Por lo demás, ese testimonio de la praxis nunca encaja del todo con el relato, de modo que nos podemos encontrar con jueces que en pleno apogeo del relato de la modernidad piensan y actúan en un modo más propio de la época premoderna. De ahí que sea difícil dar ejemplos prácticos de una forma de entender el derecho y de otra, pues más que de una práctica se trata de una narración de lo que esa práctica debe o puede ser. Por estas razones, este no es un trabajo dirigido a especialistas de la historia del derecho, lo que intento es partir de ciertos consensos de ese colectivo para ponerlos en diálogo con el derecho constitucional y la teoría del derecho contemporánea.
La posmodernidad es, a efectos de este trabajo, una época que se define por contraposición a la modernidad. Por moderno, como se ha dicho, entiendo el período posterior a la Revolución hasta finales del siglo xx. Desde esa época en adelante ciertos pilares del relato de la Ilustración caen o son duramente cuestionados. Debo advertir que no abordo este período definiéndolo desde una perspectiva filosófica, es decir, no pretendo adherir a ninguna de las corrientes de pensamiento que se ha definido como posmoderna. La definición resulta simplemente del contraste de los discursos de la época actual con la anterior. En efecto, hay dos expresiones jurídicas que bien podrían marcar el fin de la modernidad en el plano jurídico y que nos servirán de muestra para abordar el problema; me refiero a aquellas que se relacionan con la aparición del neopluralismo jurídico y con la constitucionalización del derecho. Estos dos fenómenos, testimonios del giro ideológico y práctico de la concepción del derecho contemporáneo (por cierto, nada pacífica aún), ponen a la ciencia jurídica y a los jueces en una posición nueva y vieja a la vez, una posición que plantea muchas interrogantes, peligros y vías de acción.
II. EL NEOPLURALISMO JURÍDICO
A todo conocedor de la tradición jurídica occidental, la idea del pluralismo jurídico lo transporta a la experiencia jurídica medieval. Más allá de las múltiples particularidades de ese contexto histórico, el pluralismo jurídico medieval se caracterizó por ser fruto de un pluralismo político genuino. Con esto quiero decir que la sociedad medieval no divide el poder político en muchas partes para convertirlo en plural, sino que el poder nace ya fragmentado fruto de la desaparición de las organizaciones políticas más o menos extensas y efectivas que se produjo en la Antigüedad tardía y los primeros siglos medievales. De modo que, disueltos los poderes de gran extensión territorial o de amplias facultades respecto de las personas y el derecho, la reconstrucción de ese mundo pasa por la aparición de pequeños núcleos de poder que conviven dentro de una misma comunidad política. Esa comunidad no reconoce un poder total, una especie de leviatán que ostente la soberanía, dicho concepto no existe o apenas está en ciernes al final de la Edad Media. La base de la organización política medieval es la autonomía, que es siempre relativa a los otros entes autónomos, nunca absoluta, como lo es la soberanía. En otras palabras, en una sociedad donde no hay un ente que monopolice el poder en el ámbito de lo público es necesario que dichas esferas de autonomía se reconozcan mutuamente y puedan convivir y controlar hasta cierto punto el espacio que ocupan en dicha comunidad. Ese espacio no es un sitial dispuesto desde arriba, sino ganado en la vida política y solo existe si es reconocido por los demás órganos que componen esa sociedad corporativa.
Todo esto implica que el derecho no tenga un único origen. Siendo múltiples los focos de poder, son también plurales los ordenamientos jurídicos reconocidos. En este sentido, el mundo medieval era profundamente realista; quien lograba esa autonomía, esa personalidad política, adquiría facultades jurisdiccionales en el ámbito de esa autonomía. Un realista jurídico de hoy tal vez podría afirmar lo mismo de nuestra sociedad actual; sin embargo, en el mundo medieval no hacía falta decirlo, pues formaba parte de la concepción misma del derecho, del relato que le daba sentido. Hoy, en cambio, cuando un realista realiza una afirmación semejante, lo hace precisamente porque esa realidad no se condice con el relato. En otras palabras, en el mundo medieval no hay realistas jurídicos, porque todos lo son. En ese contexto, el derecho nace de forma natural de los hechos y de esos mismos hechos emerge el poder político, sea el de un dirigente, de un colectivo como los gremios, de la Iglesia o de la propia comunidad política. Todos estos grupos desarrollan verdaderos ordenamientos propios y autónomos que conviven en un mismo lugar y en un mismo tiempo. No hay, insisto, un poder político que deba autorizar ese poder o ese derecho; el Estado, donde existe, es en realidad uno más de esos cuerpos autónomos que reconocen a (y compiten con) sus congéneres.
Los ordenamientos que nos encontramos en el mundo premoderno tienen origen en la práctica de las comunidades políticas. Una ciudad, un grupo de asentamientos, un reino, por ejemplo, tiene costumbres que dan forma a una constitución política singular que normalmente, sobre todo a partir del siglo xiii, se escritura. Asimismo, tienen origen en la práctica de ciertos colectivos (paradigmáticamente el de los comerciantes, pero también de muchos otros) que establecen las reglas propias de su actividad de manera autónoma o en concurso con diversas autoridades. Por último, estos ordenamientos se originan también en el seno de un estamento que les da sentido, la nobleza, el clero, por ejemplo. Estos derechos no pretenden, como se ha dicho, regir la realidad en su totalidad, sino hasta allí donde llega la autonomía de esas localidades, territorios, gremios o colectivos. Son por tanto ordenamientos fragmentados, parciales, que admiten la pluralidad y que, como no puede ser de otra forma en una sociedad donde estas realidades conviven, presentan colisiones en sus fronteras.
Hay, en esta pluralidad de ordenamientos jurídicos, uno singular. Igual que los otros ordenamientos, este está sostenido por un grupo o una corporación que poco a poco logra un espacio político de autonomía. Su singularidad estriba en que ese colectivo que sustenta este ordenamiento no es un poder político local o una comunidad política determinada, sino el colectivo de los juristas. La ciencia jurídica, el ius commune o derecho común, es un ordenamiento que funda su potencia en la autoridad de los textos que le sirven de base y en la de sus cultores, los juristas. Es un derecho científico y universal, y su legitimidad estriba sobre todo en esos dos elementos. Esta particularidad supuso para este derecho un lugar señalado en el concierto de los ordenamientos jurídicos de la época, sobre todo desde el siglo xiii en adelante. Tanto es así que la multitud de ordenamientos existentes ha recibido la denominación genérica de derecho propios, mientras que el ius commune normalmente se analiza diferenciándolo de aquellos en cuanto tuvo influencia sobre la gran mayoría. En efecto, el ius commune entra en la vida jurídica medieval por vía de la autoridad de los «sabedores» del derecho, no por la costumbre, ni por el poder de ciertas autoridades (aunque el poder político y los juristas establezcan una estrecha relación). Esos expertos intervienen en la redacción de los textos que un señor, una comunidad política, un gremio, etc., procuran para la fijación de su derecho. Intervienen asimismo en la elaboración de los documentos notariales tan importantes para la consolidación de prácticas consuetudinarias. También intervienen, y esto es lo que más nos interesa, en sede jurisdiccional; allí también, de la mano del jurista, los ordenamientos particulares se encuentran con este que, en cambio, es o pretende ser universal. Volveremos más adelante sobre esto, por ahora nos interesa mostrar el parangón entre el pluralismo medieval y el contemporáneo.
El neopluralismo jurídico tiene dos manifestaciones bien diferenciadas. Por un lado, el derrumbe del ideal decimonónico de la codificación ha abierto paso a una legislación especial, fragmentada, siempre provisional, en constante sustitución. Las complejidades técnicas de la industria, el comercio y, más recientemente, la informática han urgido al Estado para proveer de verdaderos ordenamientos sectoriales que hoy parecen tener vida autónoma. El código, como sabemos, fue concebido por los juristas de la Ilustración como señal de unidad normativa y política del Estado nación, ley permanente válida para todos los tiempos y todos los hombres. Su inspiración filosófica fue el llamado iusnaturalismo racionalista, que entendía al derecho no ya como fruto de una tradición, sino como resultado de la deducción lógica de normas a partir de unas leyes naturales expresadas como axiomas. Frente a esta concepción del código moderno, el código de hoy parece más bien una reliquia, un hueso santo al que se recurre solo en última instancia.
Este fenómeno de descodificación, como ha sido denominado, se presentó sobre todo desde mediados del siglo xx y desde los años ochenta se ha debatido bastante sobre el particular. Hoy, algunos autores hablan de recodificación en la medida que el código recupera en algún sentido su valor como elemento de unidad del sistema al convertirse en norma supletoria y fuente de principios. Este nuevo papel del código, como un paraguas que dota de unidad al sistema y no ya como el continente del mismo, salva la conceptualización sistemática del derecho que podría verse comprometida con la descodificación. Sin embargo, según mi parecer, esa nueva puesta en valor del código no elimina el problema práctico respecto del juez que se ve enfrentado a múltiples normas de distinta naturaleza y que afectan a una misma cuestión; en definitiva, un panorama no muy distinto a aquel tan disperso del derecho del Antiguo Régimen. Esta manifestación de pluralismo jurídico es de carácter estatal y se ve complementada o agravada, según se mire, por el pluralismo que se mueve en dimensiones supra o infra estatales.
En efecto, la segunda manifestación del pluralismo jurídico posmoderno es la que proviene de fuentes y ordenamientos jurídicos completos y complejos que se desarrollan en paralelo al ordenamiento del estado. Es el caso, en primer lugar, de los ordenamientos infraestatales, como por ejemplo los ordenamientos autonómicos en España y otros estados europeos y americanos que reconocen regiones de derecho particular. En segundo término, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, observamos la proliferación de ordenamientos de carácter supraestatal. Estos ordenamientos no son solo los tratados internacionales, son también los ordenamientos que han creado los organismos internacionales como la Unión Europea o las Naciones Unidas, cuando han dado el paso de convertirse de tratados entre estados a instituciones autónomas.
Es evidente que, tras la experiencia aún viva del monismo jurídico estatal impuesto en la época del primer constitucionalismo, la forma de entrada de estas nuevas fuentes u ordenamientos en algún momento u otro tiene que pasar por el Estado. Para eso el propio Estado genera ficciones que sean asumibles y permitan mantener lo que podríamos denominar una apariencia de soberanía. Por eso los tratados y ordenamientos internacionales deben suscribirse y ratificarse, los tribunales internacionales deben ser reconocidos y su jurisdicción aceptada. Sin embargo, estas nuevas formas de producción normativa han ido configurándose como verdaderos ordenamientos paralelos, con principios y vida propia. El Estado mantiene una tutela sobre ellos, en algunos casos más formal que real, y mantiene la exclusiva de determinar la prelación de las fuentes. Este hecho que no parece muy llamativo es, no obstante, digno de atención. En épocas premodernas, sobre todo desde el siglo xiii o xiv, también en un contexto plural, los esfuerzos por determinar qué ordenamientos debían aplicarse con prioridad a otros son constantes. La dinámica que opera hoy en esta materia es, no obstante, la contraria. Cuando el rey establecía un orden de prelación determinado lo hacía porque poco a poco adquiría el poder de conseguirlo, se trataba de una conquista de esferas de poder del Estado frente a otros cuerpos sociales. Al final del recorrido, los reyes europeos y luego el Estado liberal lograron imponer la ley, es decir, la fuente monárquica de producción normativa por antonomasia, como la primera de las fuentes. En efecto, fue el Estado moderno el que acabó la tarea de las monarquías absolutas, pues fue este quien erigió la ley como la primera y virtualmente como la única fuente del derecho. A la decadencia de ese fenómeno, el del monismo estatal, es a lo que asistimos en la época posmoderna. De modo que hoy el Estado establece la prelación de fuentes no para conseguir el monopolio de la creación jurídica, sino para evitar perderlo.
Así pues, este pluralismo jurídico proviene de un movimiento de fragmentación del poder estatal que es generado, tolerado o padecido por el propio Estado. De ahí que tenga algunos rasgos comunes, pero también grandes diferencias con el pluralismo del mundo premoderno. La primera diferencia es que, como ya se advirtió, el movimiento del que nace el pluralismo jurídico medieval es una corriente hacia la integración de los distintos ordenamientos que se encuentran dispersos en un escenario medieval. A su vez, el monismo moderno es fruto del posterior sometimiento bajo un mismo poder de todos los poderes y ordenamientos jurídicos que formaban parte de un mismo contexto político. Como antes de la modernidad dicho contexto no era dominado por ningún poder que pudiera imponerse a los demás por completo, era necesaria la convivencia de las esferas de poder y, por supuesto, también de los derechos que les pertenecían. Fue de hecho la ruptura del equilibrio, es decir, que uno de los poderes pudiera imponerse sobre los demás, lo que abrió el camino hacia el monismo político y jurídico. El poder en cuestión fue el del Estado, es decir el del rey. Estos poderes, que se habían generado lentamente desde la alta Edad Media, terminaron por someterse poco a poco a uno que se colocó sobre los demás. El Estado constitucional no revirtió esta tendencia, al contrario, la consolidó.
Otra gran diferencia entre el pluralismo jurídico premoderno y el posmoderno es la supervivencia de la concepción ilustrada del derecho, en concreto de la actitud de los juristas ante la ley. La modernidad trajo consigo una revolución en las fuentes del derecho. Hasta ese momento la tradición, la costumbre, la ciencia jurídica e incluso textos que hoy a priori consideraríamos extrajurídicos (como las Sagradas Escrituras o escritos de los padres de la Iglesia) podían ser fuente del derecho. Sin embargo, el proyecto liberal de la burguesía suponía la reducción de las fuentes casi en exclusiva a la ley. Esa fuente, que antaño nunca fuera hegemónica, entonces se erigía prácticamente como la única. Y no solo eso, también sometía al juez a su aplicación estricta. Hasta entonces, como se verá más adelante, los jueces no estaban obligados a aplicar las leyes, la propia idea de aplicación como la entendemos hoy en cierta forma resulta extraña al pensamiento jurídico premoderno. De esa manera es posible controlar la producción del derecho, pues si se reduce a una la fuente y esa fuente es además elaborada plenamente desde el Estado, el derecho, antes una realidad compleja, quedaba sometido a una única voluntad, la del legislador. Esto supone que cuando hablamos de neopluralismo nos referimos a un neopluralismo legal en gran parte.
Lo más importante en este apartado, para concluir, es constatar cómo el pluralismo jurídico, sea en su versión medieval más amplia o en la posmoderna aún limitada y legalista, puede tener como consecuencia que el juez se trasforme en protagonista de la actividad jurídica. Este papel central puede tener dos razones, una práctica y otra ideológica. La razón es de orden práctico cuando se trata de armonizar los distintos ordenamientos, pues el arbitrio judicial aumenta considerablemente, tal vez de forma inevitable, al punto de compartir con el legislador el diseño de las soluciones para los casos que se le presenten. Este fenómeno se produjo ya en la Edad Media y en el Antiguo Régimen, precisamente inducido por el pluralismo jurídico al que ya hemos hecho referencia. Por otro lado, la razón que respalda este papel del juez puede ser también de índole ideológica. Los juristas medievales consideraban que era en sede judicial donde el derecho finalmente manifestaba su virtud, la de ser el arte de lo bueno y lo equitativo. Era impensable, en la mentalidad jurídica preilustrada, que la solución para los múltiples casos estuviera preestablecida en la ley. La justicia, por tanto, era inseparable del caso. En esa concepción se entendía que la justicia emanaba de la realidad para ser modelada por el juez, quien, en ese ejercicio, recurría a las razones que pudiera proporcionar la ciencia jurídica, la costumbre y las leyes para hallar el camino hacia la solución equitativa, este es el papel de la ley y las otras fuentes de derecho en el mundo premoderno. Si bien es fácil admitir que el nuevo papel del juez se encuentra respaldado por motivos prácticos, es más difícil en cambio admitir una razón ideológica. Dicha perspectiva, en definitiva, significa reconocer auctoritas a los jueces y juristas, al punto de convertirlos en fuentes animadas del derecho. La sociedad posmoderna, sin embargo, parece decantarse por otros derroteros menos proclives a reconocer a un sujeto o colectivo de sujetos una auctoritas sobre un asunto tan relevante. Pero, a pesar de ello, esto sucede, y en la nueva concepción denominada neoconstitucionalista los jueces parecen no estar obligados, al menos no siempre, a la aplicación de la ley. Resta averiguar si este fenómeno también está acompañado por un ordenamiento de las características del ius commune.
III. LA CONSTITUCIONALIZACIÓN DEL DERECHO
El primer constitucionalismo, como sabemos, puso el acento en dos asuntos fundamentales: la separación de poderes y la elaboración de catálogos de derechos que debían quedar consagrados en la Constitución. Tanto uno como el otro, sin embargo, presentaron problemas en la mayoría de los países en los que el constitucionalismo se asentó. El segundo, por el relativo retraso de su implantación en algunas tradiciones estatales y por las dificultades en la materialización de esos derechos. El primero, la separación de poderes, en teoría constituía un sistema de frenos que garantizaba la abolición del poder absoluto mediante la división y el equilibrio de los poderes. Pero en la práctica dejaba al judicial algo maltrecho y, como es sabido, no establecía casi ningún freno al poder legislativo, que se radicaba en el Parlamento y también en el poder ejecutivo. Al mismo tiempo un monismo jurídico, que reconocía la ley como la única o prácticamente la única fuente del derecho, se impuso a través de la Constitución y los códigos. De esa manera, la burguesía o en general las oligarquías que se sumaran a su proyecto político, asumían el control de la producción del derecho y de todo el derecho. De ahí que se repitiera tanto y de tantas formas la famosa afirmación de Montesquieu sobre los jueces como boca de la ley. Al poco andar, las teorías más restrictivas de la actividad judicial demostraron ser ineficaces o al menos poco realistas y su función fue desahogada en parte de las trabas de un formalismo tan rígido. No obstante, el relato de lo que debía ser el juez siguió estando, como es evidente, mucho más cerca de aquel aplicador mecánico que de su antecesor premoderno.
Si bien es cierto que, sobre todo en el último tiempo, la impronta del juez de la tradición continental ha ido cambiando, el observador de nuestra tradición jurídica aprecia aún las limitaciones impuestas por la modernidad en la configuración de su oficio. Esta es una historia conocida y también lo es el giro que esta tendencia experimentó, en todo Occidente, en especial desde la segunda mitad del siglo xx. Desde entonces, el fenómeno de la constitucionalización del derecho ha significado la introducción de un nuevo relato (o al menos la modificación sustancial del relato moderno) que coloca las piezas del sistema en una posición diferente y que da un nuevo sentido a la actividad del juez. No es mi objetivo abordar aquí las distintas concepciones y juicios que se debaten hoy en la doctrina sobre este fenómeno y, en particular, sobre el neoconstitucionalismo. A propósito de la supremacía de la constitución y todas las posturas que abordan el problema, solo me interesa constatar un hecho esencial y muy simple: desde mediados del siglo xx parece cada vez más plausible y más justificado que un juez restrinja la aplicación o deje de aplicar una norma porque esta se encuentra en oposición con los principios recogidos en la Constitución. En especial esto es así en los ordenamientos donde se ha instaurado el control difuso de constitucionalidad.
Esta estructura, que más adelante caracterizaré como bidimensional, pone en un llamativo paralelo el razonamiento jurídico pos y premoderno. Recordemos que, para los juristas medievales, los distintos ordenamientos que coexistían en una comunidad política y que agrupamos bajo el rótulo de derechos propios (iura propria) contenían un derecho práctico, surgido espontáneamente de la costumbre o de actos de un poder político fragmentado e incompleto. Eran derechos particulares, llenos de vacíos, pero también auténticos, representativos de la comunidad que los creaba. Y no pretendían ser exhaustivos, entre otras cosas porque, como ya señalamos, esos ordenamientos contienen razones para decidir qué es el derecho en sede judicial, no la solución cabal a todos los casos que puedan presentarse. Por otra parte, como hemos apuntado, la realidad jurídica medieval no se entiende sin el derecho común, un derecho científico, nacido en las universidades, de carácter universal (en cuanto su vigencia no está circunscrita a una comunidad o territorio determinado, como los derechos propios). Todos quienes estudiaban derecho en Europa y luego en el Nuevo Mundo lo hacían de la misma manera, es decir, cultivando los textos de derecho romano, los de derecho canónico y toda la ciencia que iba añadiéndose a esos textos, interpretándolos, dándoles contenido a través de glosas y comentarios. Pero el derecho común no era el derecho romano o el canónico, sino la opinión de los juristas a partir de los textos de derecho romano y canónico, era la ciencia jurídica, es decir, lo que lo juristas como colectivo de expertos dicen que es derecho. Este ordenamiento fue extendiéndose paulatinamente por todos los reinos europeos desde el siglo xi, pues, en tanto que científico, no estaba sujeto a las costumbres de una localidad o un colectivo en particular, su único límite (por lo demás bastante flexible) era el texto.
Así pues, en el mundo medieval encontramos, en la pluralidad de esos ordenamientos, uno que es científico y otros muchos que son más bien fruto de la costumbre o de pactos políticos. De ahí que distingamos dos planos o dimensiones: un plano universal y científico que ocupaba dicho derecho cultivado por los juristas y uno particular, plural y propio de la costumbre o acuerdos de una comunidad o colectivo: los derechos propios.
En ese contexto, y esta es una cuestión fundamental, el juez no está obligado a aplicar la ley. Las leyes, los ordenamientos en general, consuetudinarios o escritos, se presentan ante el juez como resúmenes de experiencia; eso es lo que contienen las fijaciones y recopilaciones que tiene el juez a su disposición para resolver las contiendas. En otras palabras, son una guía, un topos del que el jurista echa mano a la hora de solucionar los asuntos que son sometidos a su conocimiento. Por eso los textos antiguos tienen prestigio y las normas rara vez se derogan, antes bien, subsisten incluso en contradicción, pues en cada caso el juez puede valerse de una u otra según parezca más idónea para decidir lo justo en el caso concreto. De modo que es en la realidad donde está el derecho y las normas escritas o costumbres no son más que argumentos que auxilian al juez y que forman su razón para descubrirlo. Como señalamos antes, a este fenómeno de la argumentación tópica de los juristas contribuye el pluralismo jurídico, en la medida en que es frecuente que un mismo asunto tenga distintas soluciones «según la ley»; pero sobre todo contribuye la existencia de un ordenamiento, el ius commune, que actúa como una segunda dimensión respecto de los ordenamientos locales, territoriales o de un colectivo particular. Una segunda dimensión que en sede judicial puede ampliar, restringir o incluso cancelar la primera.
Evidentemente este ordenamiento científico influye en los demás, sobre todo en uno, en el que emana del rey. En efecto, el derecho producido por el rey comenzará a despuntar para ir poco a poco imponiéndose a los demás ordenamientos. Como apuntamos más arriba, se trata de la ley, la ley del reino o del Estado; su nueva posición que poco a poco se torna predominante es una expresión del absolutismo que verá alzarse a uno de los poderes sociales sobre los demás, sobre todo a partir del siglo xv. Por lo tanto, la creciente importancia del derecho del rey es el correlato del ascenso del Estado. El monismo jurídico que impulsa el absolutismo se irá instalando sobre la pluralidad de derechos propios, por una parte, y mediante la supresión o sustitución de la dimensión universal que constituye el derecho común, por la otra. El nuevo derecho estatal tendrá la vocación de reemplazar ambas dimensiones por una sola. Pero este es un proceso largo; el final del camino, si se puede hablar así, llegará sólo en el siglo xix.
Para alcanzar ese punto será fundamental el paso marcado por los propios juristas y, en particular, la nueva concepción del derecho promovida por el iusnaturalismo racionalista desde los siglos xvii y xviii. Como ya señalamos arriba, su pretensión era precisamente superar la pluralidad a partir de ese nuevo derecho universal que debía imponerse a los derechos particulares. Se trataba de materializar la verdadera universalidad que no depende ya, en su pensamiento, de la tradición jurídica (como el ius commune), sino de la pesquisa de un derecho natural descubierto a través de la razón. La idea era que los derechos propios, lastre de la antigua concepción del derecho, fueran eliminados por un derecho estatal, sistematizado y codificado; y que el derecho común fuera también reemplazado por esa nueva ordenación. Sin embargo, su manifestación práctica contradijo en parte este punto de partida. El derecho de la Ilustración se superpuso a los derechos locales para crear un derecho propio del Estado nación, pero no uno de alcance universal. De modo que se convirtió finalmente en un derecho propio (particular del Estado) pero a gran escala. La dimensión universal quedó vacía y el sistema se cerró sobre sí mismo para dar lugar a un derecho monodimensional propio del Estado nación.
El derecho común tenía, en cambio, su fuente de legitimidad en la auctoritas de los juristas y en los textos que estos estudiaban. No era un derecho legitimado por el poder, no era ese apoyo el que le daba validez. Que no sea legitimado o validado por el poder no quiere decir que fuera ajeno a él, al contrario, los monarcas europeos se rodearon de juristas para ir construyendo el edificio del Estado, pero, aunque hicieran uso de ese derecho o lo promovieran, el ius commune no tenía valor por ese respaldo, sino por sí mismo y sus cultores, es esto lo que le daba carácter universal. Evidentemente, para los hijos de la modernidad resulta difícil entender un derecho así, ajeno al poder, que se desenvuelve o por obra de la comunidad política o por obra del desarrollo científico de los juristas y, en ambos casos, relativamente ajeno al Estado. Es difícil porque el monismo jurídico del Estado moderno eliminó ese plano universal del derecho constituido por el ius commune y, con ello, la ciencia jurídica dejó de ser creadora privilegiada del derecho, o al menos dejó de ser reconocida como tal en el nivel del relato.
Desde este primer derecho moderno construido desde el iusnaturalismo racionalista era lógico que los jueces fueran relegados a un papel de aplicadores, de otra manera es imposible controlar la producción del derecho. La lógica a la que hago referencia es precisamente la que inspira todo el conjunto de postulados del iusnaturalismo racionalista. Como ya señalamos, desde la perspectiva de esta corriente de pensamiento, el derecho es fruto de una especulación filosófica que es capaz de determinar ciertos axiomas de los que se deducen normas jurídicas concretas. El derecho no se conoce en la realidad (como en el derecho anterior premoderno), sino a partir de esos principios. La justicia de las normas estriba en que son deducidas lógicamente de dichos principios. Mal podría mantenerse el ideal de justicia ilustrado si el juez no se limitase a ser un aplicador de las mismas, pues su función en dicho sistema es realizar el último acto deductivo de la cadena que acaba en la sentencia. Si el juez no se limita a aplicar, todo el sistema se rompe. En otras palabras, los esfuerzos teóricos de los juristas de la modernidad se centran en trasformar la ley, de una manifestación de potestas, en una plasmación de la equidad dotada, por ello, de auctoritas. El positivismo jurídico hizo su entrada una vez asentado este principio y prescindió de la referencia a lo natural de esos axiomas para hacer recaer la validez de las normas en la voluntad del soberano (nación, pueblo, rey y nación, etc.).
Así, desde el punto de vista teórico, tanto el iusnaturalismo racionalista como el positivismo predican la necesidad del juez aplicador y responden en definitiva a la misma lógica de sistema. Ya en el siglo xvii, en pleno absolutismo, algunos juristas se esforzaban por argumentar sobre el deber de obediencia del juez a la ley, una obediencia desconocida para el juez anterior. Desde el iusnaturalismo racionalista, el juez ocupa un lugar en el sistema que no le legitima para enjuiciar la ley, la ley es justa porque proviene de un legislador racional: el rey y, más tarde, el pueblo o la nación soberana. La concepción iusnaturalista será poco a poco sustituida por la positivista sin que esto genere grandes cambios en esta nueva realidad jurídica, pues el paso fundamental del derecho moderno es precisamente ese en el que ambas visiones coinciden: el que se da hacia una concepción sistemática del derecho (no casuista) y, en ese contexto, hacia el papel del juez como aplicador de las leyes controladas por el Estado que componen el sistema. Evidentemente la exclusión de un derecho natural como un ordenamiento que de alguna manera valida y limita al derecho positivo es importante, pero no crea, sino que refuerza la idea de que el juez está obligado a aplicar la ley. Por esto la codificación del derecho puede ser leída en clave iusnaturalista y positivista al mismo tiempo.
Desde el punto de vista político, el del programa ilustrado-burgués, tampoco conviene conceder al juez un ámbito de arbitrio muy grande; si el juez goza de esa libertad, entonces el derecho deja de ser patrimonio del Estado para convertirse en aquello que dicen los jueces que es el derecho. Eso, evidentemente, puede obstaculizar la implantación de todo el proyecto. Es verdad que un realista, a mi juicio con acierto, podría decir que el derecho siempre ha sido lo que dicen los jueces y actores principales que es el derecho, tanto en la época premoderna como en la moderna y contemporánea. No obstante, creo que es preciso reconocer que no es lo mismo que los jueces digan qué es el derecho cuando su actividad está motivada por un relato que reconoce y promueve ese hecho, que hacerlo bajo el signo de un relato que intenta proscribirlo. Pues si bien es cierto que el realismo jurídico intenta precisamente describir la realidad «a pesar» de los relatos que se hacen de ella, también lo es que la realidad no permanece indiferente a los relatos que la explican. El papel del juez, por mucho que desde una perspectiva realista sea una constante, no es el mismo en la época premoderna, en la moderna o en la posmoderna. En la primera, el relato que ilumina la actividad judicial es uno que promueve la centralidad y protagonismo de los jueces a la hora de definir qué es el derecho más allá de lo que la ley e incluso otras fuentes del derecho señalen. Se trata evidentemente de un derecho de marcado carácter jurisprudencial, entendiendo por jurisprudencia sus dos vertientes: lo que fallan los jueces y lo que opinan los juristas. El relato de la modernidad, en cambio, pretende definir qué es el derecho a través de la ley. Sabemos, pues, que finalmente en uno y otro caso es el juez quien define qué es el derecho, pero no es lo mismo viajar en un barco con billete que como polizón, aunque en ambos casos se viaje.
Sin embargo, desde la creación de instancias jurisdiccionales supraestatales, desde la globalización de la información al alcance de los juristas, desde el agotamiento de algunos aspectos del modelo del derecho ilustrado por causa de fenómenos como el de la descodificación, pero sobre todo desde el proceso de constitucionalización del derecho, esto ha cambiado.
La aplicación directa de la Constitución por parte de los jueces ha abierto tal vez la brecha definitiva en el pétreo ordenamiento jurídico planteado por la modernidad. Evidentemente esto no se ha producido en una abierta vulneración de los principios que lo rigen desde el siglo xix, sino indirectamente. La parte dogmática de las constituciones y su aplicación directa, que puede dejar sin aplicación normas de carácter inferior, no constituye por sí misma una ruptura del monopolio estatal de la producción del derecho. Sin embargo, como sabemos, las constituciones y en especial su capítulo dogmático son extremadamente abiertos en cuanto a su significación y alcances. Además, este es otro punto importante, son bastante coincidentes entre los distintos Estados. Pues bien, este hecho hace posible que por vía de interpretación se integre a la doctrina y la jurisprudencia creadora del derecho de una forma que, desde el relato, no era concebible hasta hace pocas décadas. No solo la doctrina y la jurisprudencia nacionales, sino aquella producida en todo el mundo que comparte ciertos elementos estructurales de sus ordenamientos jurídicos. En estos países de tradición común, en los que el diálogo doctrinal es relativamente fluido, no es posible negar que la doctrina y jurisprudencia internacionales sean una fuente relevante e incluso muy relevante a la hora de la aplicación y la determinación del derecho patrio.
Se trata, pues, de una doctrina dialogante e internacional. Y no solo eso, se trata de una doctrina científica del todo similar a la ciencia jurídica premoderna en al menos tres sentidos. En primer término, porque es elaborada por los expertos en derecho y sin un respaldo potestativo explícito, su fuente de validez está precisamente en la auctoritas de quienes la esgrimen. Esta fue la forma en que se expandió el derecho común medieval cuyo contenido, más allá del texto que se analizaba, era precisamente la opinión de los doctores en derecho. En segundo lugar, esta ciencia jurídica posmoderna también está de alguna manera atada a un texto poroso desde el cual se construye la doctrina. En el mundo premoderno ese texto fue el derecho romano y canónico, en el posmoderno es el texto de las constituciones y los tratados. Si bien, a diferencia de los textos medievales, el texto constitucional no es único en el escenario internacional, en lo que a garantías y derechos fundamentales se refiere, como ya se ha señalado, es bastante homogéneo entre los Estados, máxime si han ido suscribiendo tratados internacionales. De modo que otra vez la doctrina entra a ser artífice del derecho a través de un texto que la necesita, que no se basta a sí mismo, como era el caso de los textos de derecho romano y canónico y como son hoy los aparatos dogmáticos de las constituciones estatales y las declaraciones y tratados internacionales. Esta última característica permite afirmar el tercer aspecto en que estas dos realidades, la posmoderna y premoderna, pueden ser comparadas. En efecto, igual que la premoderna, la ciencia jurídica actual es universal. Dicha universalidad la entiendo al modo medieval, es decir, como fruto de la relativa independencia de la doctrina (de carácter transnacional) respecto de los ordenamientos propios de cada país y de sus fuentes de poder y legitimidad. Por eso no resulta extraño que este nuevo funcionamiento haya evocado en algunos juristas el recuerdo del antiguo ius commune.
Este escenario deja al juez de hoy en una posición similar a sus lejanos antecesores. Igual que aquellos, el juez de la posmodernidad puede concebir el derecho en dos planos, uno universal y otro particular. Como ya hemos señalado, en el derecho premoderno esa dualidad se plasmaba en el binomio derecho propio-derecho común. Uno particular, propio del desarrollo del devenir social y jurídico de una comunidad de usuarios; y otro universal y científico desarrollado por los juristas con independencia de los poderes políticos (aunque muchas veces los sabedores del derecho estuvieran, igual que hoy, al servicio de dichos poderes). Ante este ordenamiento que se desdobla y finalmente se convierte en dos ordenamientos conectados, el juez es el centro de la actividad jurídica, sobre todo en los casos que más interesan, allí donde hay conflicto entre las reglas de uno y otro.
Un ejemplo de la bidimensionalidad del derecho se puede encontrar en el debate sobre la posibilidad de echar mano al derecho constitucional comparado en la definición de contiendas internas. Ha sido una cuestión recurrente, en la tradición anglosajona y en la nuestra, la referida a la legitimidad de fundar sentencias en argumentos vertidos en sedes jurisdiccionales extranjeras. El objeto de este trabajo no es ese debate; no obstante, la existencia del mismo revela cómo los tribunales, de alguna manera u otra, a menudo someten a cuestionamiento el ordenamiento interno en virtud de consideraciones que tienen relación con un orden internacional (universal). Ese es el papel que cupo, durante buena parte de los siglos anteriores a la Ilustración, al derecho común. En efecto, si nos abstenemos de entrar en el debate sobre la justificación para aceptar este tipo de argumentos, veremos que finalmente el criterio para esa recepción (sea cual sea la justificación) es el prestigio. Cuando un juez argumenta sus decisiones en base a la jurisprudencia norteamericana en torno a la libertad personal, por ejemplo, el razonamiento no se funda ni en la concepción del derecho a la libertad que tienen los ciudadanos norteamericanos ni en su sistema jurídico, sino en la que tienen sus tribunales con más prestigio. No hay razones legales en el ordenamiento interno de la mayoría de los países para preferir la argumentación de un tribunal superior al de un tribunal inferior de un determinado país extranjero (como sí las hay en el caso del derecho interno) o para preferir los argumentos de la jurisprudencia de un país en vez de otro; sin embargo, como es notorio, eso sucede. En este punto, el recurso a la jurisprudencia extranjera o a la doctrina extranjera depende, como el recurso al derecho común en el mundo premoderno, de la auctoritas que ostenta quien es citado. De modo que, sea cual sea la justificación de esta operación, en términos prácticos el jurista que la acepta pone al juez frente a un derecho que no es monodimensional, sino bi o pluridimensional, como el derecho premoderno. Esa segunda dimensión universal puede limitar, ampliar o restringir la eficacia de la primera.
Esta dualidad no es, como venimos insistiendo, nada nuevo. Más bien al contrario, durante varios siglos fue lo característico del derecho occidental. Ahora, en perspectiva, la modernidad parece la excepción en un recorrido de mil años. Ciertamente los juristas premodernos no enfrentaban las fuentes del derecho de la misma forma en que lo hacen hoy los juristas y los jueces. Sin embargo, pueden observarse grandes similitudes, por ejemplo, respecto de las reglas que tuvieron en cuenta los primeros a la hora de definir cómo debían interactuar ambos planos del derecho. En particular podemos citar el ejemplo de la regla odia restringi. Se trata de una regla de interpretación dirigida al juez y su funcionamiento es muy sencillo. En alguna época (sobre todo entre los siglos xiv y xvi) normalmente se entendía que las reglas que gozaban de relativa preferencia eran las reglas del derecho propio. El derecho común tenía que servir como criterio de interpretación y límite de aquel. De esa forma, lo que en el derecho propio era contrario (odioso) al derecho común debía interpretarse de manera restrictiva; en cambio, si era favorable, de manera extensiva. Todo ello para vulnerar en la menor medida posible las reglas del derecho común.
La regla odia restringi decayó poco a poco en la medida que el derecho del Estado monárquico y absoluto se imponía sobre el resto de ordenamientos que coexistían en el marco del pluralismo jurídico premoderno. Con el derecho ilustrado y la hegemonía del poder estatal, la regla desapareció; de hecho fue proscrita expresamente en el Código Civil chileno y el de Luisiana. La modernidad apostó por una simplificación de la operación jurídica: la aplicación. Pero dicha simplificación ha terminado por ceder ante la renovada complejidad de los ordenamientos jurídicos que trae a la mente la más añeja tradición del derecho occidental. Hoy la relación que existe entre el nuevo derecho común de cuño constitucional y el derecho patrio (propio) es muy similar a la que proponía la regla odi restringi. En efecto, hace ya décadas, y esto es un acusado problema de la realidad jurídica contemporánea, que los jueces aplican e interpretan restrictivamente las normas legales que se oponen al texto constitucional. O lo que es igual, aplican restrictivamente o incluso no aplican las reglas estatales cuando se oponen a la doctrina universal, a la ciencia jurídica contemporánea. No solo lo hacen, sino que desde la propia doctrina neoconstitucionalista se promueve un tipo de razonamiento que es estructuralmente idéntico al que proponía la regla odia restringi. Luigi Ferrajoli señala que el modelo que él denomina Estado constitucional, que en su visión sustituye al estado legislativo, «altera el papel de la jurisdicción, que es aplicar la ley sólo si es constitucionalmente válida, y cuya interpretación y aplicación son siempre, por esto, también, un juicio sobre la ley misma que el juez tiene el deber de censurar como inválida mediante la denuncia de su inconstitucionalidad, cuando no sea posible interpretarla en sentido constitucional» (Ferrajoli, 2003: 18).
El mismo autor señala que este nuevo modelo, que como bien apunta Atria (2016: 67-76) coincide con el premoderno, también altera el papel de la ciencia jurídica. Ante esta posible divergencia entre el contenido de la ley y el de la Constitución (los juristas premodernos habrían dicho entre los textos de derecho común y los derechos propios) la ciencia jurídica adquiere un nuevo estatuto epistemológico, pues su papel no es meramente explicativo, «sino crítico y proyectivo en relación con su propio objeto» (Ferrajoli, 2003: 18).
IV. ALGUNAS CONSIDERACIONES FINALES
El afán de la modernidad por restringir el arbitrio judicial a un marco muy estrecho —para bien o para mal— ha terminado cediendo paulatinamente, sobre todo ante dos de las novedades más notables del derecho posmoderno: el neopluralismo jurídico y la constitucionalización del derecho. Estos dos fenómenos han renovado el escenario jurídico de nuestro tiempo. El neopluralismo supone una mutación en las funciones de la ley como fuente del derecho. Si la modernidad pretendió erigirla como única y sistemática, en el transcurso de la posmodernidad se ha desarticulado y desjerarquizado en múltiples ordenamientos especiales. Tanto es así que el neopluralismo jurídico por sí solo pone al juez en una posición central como operador jurídico, pues, sobre todo en casos de contradicción, es él quien en definitiva debe articular e integrar una pluralidad de ordenamientos. No obstante, este fenómeno por sí solo, si bien evoca el escenario jurídico premoderno, no basta para poner al juez en una situación similar, es necesario sumar a la ecuación el segundo fenómeno.
En efecto, la constitucionalización del derecho supone el desdoblamiento del ordenamiento jurídico en dos: un ordenamiento universal y otro particular (estatal) y a menudo plural que se ve determinado y limitado por el primero. En ese nuevo derecho bidimensional, la ciencia jurídica y la jurisprudencia parecen erigirse como dos de las principales fuentes del derecho. Igual que en el mundo premoderno, hoy el derecho parece independizarse poco a poco del poder político estatal al abrirse ostensiblemente a estas fuentes de creación de orden universal cuya legitimidad proviene, sobre todo, de la auctoritas de quienes las generan. En otras palabras, los jueces son cada vez más libres para adoptar decisiones guiadas por la doctrina y la jurisprudencia, incluso en contra de la letra de la ley, en la medida que esas fuentes se construyen sobre un texto abierto como es la Constitución. El juez de la modernidad, al menos al nivel del relato, vio restringida su actividad a un juicio, el que debe hacer de los hechos con el fin de aplicar la norma válida que corresponde. El juez posmoderno, igual que el premoderno, está llamado, al menos en algunos ámbitos, a realizar dos juicios, el juicio sobre los hechos y el juicio sobre las normas que pueden aplicarse a esos hechos; en ese segundo juicio se sirve de la dimensión universal del derecho posmoderno para ampliar, restringir o suprimir la dimensión legal.
Ante este fenómeno caben al menos dos posiciones que implican asumir diversas consecuencias. Es posible posicionarse críticamente ante este nuevo papel del juez y la nueva configuración del ordenamiento jurídico contemporáneo e intentar rescatar los valores de la modernidad. Cabe también la opción contraria, que, igual que la primera, pero por la vía inversa, ve en el desarrollo de esta nueva estructura un valor y una defensa de la democracia y los derechos fundamentales. No pretendo adoptar ninguna de ellas en este trabajo, solo me interesa constatar, a partir de las reflexiones y la comparación realizada, que es difícil la apuesta por un juez aplicador si no es en un escenario monolítico como el de la modernidad. En uno como el posmoderno, plural y bidimensional al modo premoderno, parece cada vez menos realizable.
Si es así, a todo jurista formado en los cánones del derecho premoderno le aquejan dudas. Aceptar que el juez posmoderno tiene estas facultades y se encuentra ante un derecho de esta naturaleza, sea por opción ideológica o por resignación pragmática, supone asumir los peligros contra los que reaccionó la modernidad, en primer lugar, y, en segundo, los que supone que las sociedades contemporáneas no sean comparables en muchos sentidos con las sociedades premodernas. Entre los primeros se encuentra la carencia de seguridad jurídica y la dispersión normativa. Esas fueron dos de las constantes razones prácticas que se esgrimieron en el momento del tránsito al derecho moderno, además de las teóricas que se siguen del pensamiento ilustrado. En cuanto a los segundos, es evidente que la sociedad contemporánea no obedece al mismo relato sobre las razones mismas de su existencia y ordenación que daban sustancia a las premodernas. Las sociedades contemporáneas no se conciben a sí mismas como fruto de un orden natural y no aceptan los mismos criterios de autoridad moral que sirvieron en su momento para justificar la labor y la posición de los jueces. En otras palabras, no hay una respuesta clara ante la pregunta de por qué un ciudadano juez es mejor que otro ciudadano no juez a la hora de encontrar una solución equitativa para un caso concreto que pueda suponer no aplicar la ley. Ese es un desajuste que se puede pagar caro tanto si se soluciona como si no, pues probablemente la solución pasa por reconocer en los jueces a una élite y aportar buenas razones para justificar esa posición, con todos los problemas que eso puede suponer. Evidentemente, para contrarrestar las consecuencias de este nuevo ámbito de arbitrio, la formación de los jueces es una cuestión de primer orden, pero lo es o debería serlo en cualquier sistema jurídico. Junto con esto, algunos como Ferrajoli proponen una solución premoderna a este problema, esto es, fortalecer la relación del juez con la doctrina y la jurisprudencia como fuente del derecho y así intentar evitar la arbitrariedad. Ese era el modo de los juristas del derecho común, pues la doctrina era en ese contexto probablemente la fuente del derecho más importante. La regla odia restringi no es más que un ejemplo de las sofisticadas operaciones jurídicas que llevaban a cabo los jueces premodernos y que ayudaban a orientar desde la doctrina su tarea y su razonamiento. El juez, en este sentido, no está solo cuando debe realizar el juicio a la ley, dispone de las orientaciones de la doctrina o del consenso de los especialistas y tribunales con auctoritas. La legitimidad de una decisión que contraría, restringe o amplía las disposiciones legales es sin duda, en los parámetros hoy vigentes en la mayoría de los ordenamientos occidentales, difícil de justificar, más aún cuando ese juicio a la ley no está respaldado por cierto consenso de la doctrina y la jurisprudencia; por eso, el juez debiese sentirse en cierta medida atado a ellas.
Probablemente estas medidas no son suficientes para satisfacer las preguntas y críticas que el relato moderno plantea a esta nueva configuración del orden jurídico. Si asumimos, no obstante, que se trata de una situación inevitable, parece ser una respuesta que morigera en alguna medida el impacto que desde el punto de vista práctico tiene este nuevo relato al enfrentarse al de la modernidad. Pero no acaba, y tal vez no sea posible hacerlo, con los peligros que el derecho moderno intentó abolir. Por eso es preciso no olvidar que hemos aprendido mucho del valor y los costos de la seguridad jurídica y de la sistematización de los ordenamientos jurídicos. Tampoco hay que olvidar lo que significa, sobre todo el precio que tuvo, el monismo jurídico que impuso el estado moderno.
Al respecto es muy interesante el ensayo de Grossi (2007b). También el muy reciente de Atria (2016), que realiza una estupenda defensa de ciertas conquistas del pensamiento moderno; nos referiremos a algunas de sus reflexiones más adelante.
Para una exposición de la construcción de la idea de posmodernidad desde una perspectiva teórica véase Anderson (1998).
Grossi (1997).
La bibliografía es inabarcable. Una descripción general en Ascheri (2000); Solidoro Maruotti (2011); Calasso (1954), y Grossi (1996). Para contrastar la noción de soberanía con la noción de autonomía, típicamente medieval, véase también Grossi (1997).
Dicha concepción del código formaba parte del planteamiento del iusnaturalismo racionalista, sobre todo las tesis elaboradas por Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716). Para una visión general véase la nota siguiente, en especial Guzmán Brito (1977: 53 y ss.) y Tarello (1976: 97 y ss.).
Sobre la codificación de la época moderna, sus antecedentes y sus alcances existe una bibliografía inabarcable. Cito aquí como referente a Guzmán Brito, tanto su texto de 2007 como el de 1977, en especial las pp. 53-90. Del mismo autor es imprescindible La codificación civil en Iberoamérica. Siglos XIX y XX (2000). Son también muy ilustrativas al respecto la recopilación de obras de Caroni (2012) o sus Lecciones de historia de la codificación (2013). También la visión general planteada por Petronio (2002); Ferrante (2002); Cazzetta (2011), y Bellomo (1999: 1-38). Más detallada es la obra de Tarello (1976).
La propuesta del término descodificación fue de Irti (1978). Su tesis encontró pronto crítica en Sacco (1983). Sobre la idea de recodificación se ha pronunciado el propio Irti (1992). Sobre este problema, entre otros, Hinestrosa (2014); Guzmán Brito (1993), y Figueroa Yáñez (2005).
Así también lo aprecian Bellomo (1999: 1-38) y Bravo Lira (1991).
En la tradición hispánica es de especial importancia el Ordenamiento de Alcalá de 1348, que estableció un orden de prelación de fuentes que fue luego retocado levemente por las Leyes de Toro de 1505. Una visión general de distintos territorios europeos en Solidoro Maruotti (2011: 137-191).
Una reconstrucción muy certera en Tarello (1976: 43-95).
Este es uno de los afanes de Jean Bodin, en su Les Six Livres de la République (París, 1576). Al definir la idea de soberanía (Lib. Cap. I, VIII) argumenta con tal de desligar al soberano de todas las ataduras a las que entonces se podía ver obligado. Para la construcción del aparato teórico del poder estatal por los propios juristas véase Pérez Collados (2014). La liberación de los controles jurisdiccionales por parte del poder regio nunca fue completa, véase la delimitación de estas cuestiones y una reflexión aguda sobre la manera de abordar la historia institucional premoderna y contemporánea en Garriga (2004); una panorámica sobre la formación del Estado, en Mateucci (1993) y Fioravanti (1993).
Para una visión general de las fuentes del derecho y su formación en el periodo medieval véase Cortese (1995) y Grossi (1996).
Un ensayo muy recomendable, claro y conciso sobre estas cuestiones y otras tratadas en este trabajo en Grossi (2007a: 93 y ss.).
Sobre la concepción casuista del derecho premoderno y su paso a la sistemática moderna véase la obra de Tau Anzoátegui (1992).
Sobre el razonamiento tópico de los juristas en el derecho premoderno y su decadencia en la modernidad véase Pérez Collados (2014: 1-24). También Tau Anzoátegui (1992); Carpintero (1982), y Bravo Lira (2006).
Véase un panorama general en Hespanha (2012: 452 y ss.).
Por esas limitaciones es que Merryman y Pérez-Perdomo (2007: 34-8) califican al juez de tradición continental (moderna) como funcionario frente al «juez héroe» de la tradición anglosajona. Sobre la formación del perfil de los jueces premodernos en la Edad media y en general de las profesiones jurídicas véase Brundage (2008), especialmente para nuestro tema las pp. 371-406.
Guastini (2003).
En este punto hay autores clásicos como Dworkin, Ferrajoli, Alexy o Zagrebelsky, entre otros, cuyos postulados no pretendo exponer aquí. Me remito a obras que analizan estos fenómenos y constituyen un punto de partida para su comprensión, por ejemplo: Comanducci (2010). Una obra de referencia: Carbonell (2003). También Carbonell (2007) y más recientemente Prieto Sanchís (2013).
En el caso del otro modelo clásico, es decir el de control concentrado en un solo tribunal, las reflexiones que siguen deben asumirse con muchos matices. Para respetar la extensión breve que debe tener este trabajo no entraré aquí en ese problema. Una exposición comparada de distintos modelos de justicia constitucional en Mezzetti (2009 y 2011).
Para una descripción de la interacción entre los derechos propios y el derecho común y sus principales características: Grossi (1996: 221 y ss.) y Calasso (1954).
Sobre el ius commune me remito a señalar algunas obras importantes y relativamente recientes que pueden servir al lector para introducirse en el tema Conte (2009), Constable et al. (2003); Cortese (1995); Grossi (1996); Berman (1983), y Calasso (1954).
Jurisprudencia y ciencia jurídica en un sentido medieval son la misma cosa, igual que doctrina. Sobre este asunto hoy véase infra nota 34.
No podía ser de otra manera, pues en definitiva la idea misma de ciencia, en la Edad Media, estaba ligada al texto. Sobre la ciencia medieval: Grant (1996: 18 y ss.).
Así lo ve también Atria (2016: 56-63) cuando opone el derecho moderno al premoderno.
La elección de las reglas y en último término la solución del caso está guiada por regulae iuris que actúan como verdaderos principios para el razonamiento del juez. De manera que el juez debe resolver los asuntos valiéndose de la aequitas scripta, es decir, esa experiencia acomulada en la legislación y la jurisprudencia, de modo que estas actúan como guía y a la vez como limitación de su actividad. Véase Meyers (1936: 118-120); Calasso (1967: 258); Grossi (1996: 179-185); Rodríguez Puerto (1988: 86-90), y Vallejo (1992).
El planteamiento del derecho universal, no obstante, no obvió el derecho anterior, de hecho lo aprovechó al punto de considerar, como hizo Leibniz, que a partir del derecho romano se había elaborado y debía elaborarse el derecho racional. Guzmán Brito (1977: 81-85). Véase nota 6.
No se impuso siempre; en España, por ejemplo, en materia civil los derechos propios mantuvieron en cierta forma su preponderancia frente al código hasta el día de hoy.
Los juristas fueron fundamentales en la construcción del Estado y en los conceptos fundamentales que lo sostienen; luego, será esa misma elaboración la que termine con la actividad tradicional del jurista, véase Pérez Collados (2014: 12-16). Véase también Von Caenegem (1987: 67-112).
Iglesias Garzón (2010: 223-234) y Pérez Collados (2014: 15).
Atria (2016) presenta una excelente visión del positivismo desde una perspectiva histórica y filosófica; por su minuciosidad y por su aparición reciente me remito a las reflexiones y la bibliografía que detalla.
Iglesias Garzón (2010: 223-234).
Este cambio también ha sido visto como la evolución natural del modelo de Estado legal de derecho (propio de la Ilustración) al Estado constitucional, García Pelayo (1991). Al contrario, Zagrebelsky (1995: 33) concibe el nuevo Estado constitucional como una alternativa al anterior. Véase también Marín Castán (2006).
A efectos de este trabajo uso la voz «doctrina» en un sentido amplio, como aquellas consideraciones, consensos o propuestas más o menos compartidas por el colectivo de los juristas; también la uso como sinónimo de ciencia jurídica. Ese es el sentido premoderno de la voz jurisprudencia que no uso aquí para no conducir a equívocos. Sobre una distinción de estos conceptos véase Núñez Vaquero (2013 y 2014). Aunque creo que en un sentido más restrictivo de los que yo entiendo por doctrina o ciencia jurídica, uno de los más conocidos defensores de tesis sobre su influencia es Luigi Ferrajoli (1999, 2001, 2003 y 2007). Algunas visiones críticas: Comanducci (2010) y Taruffo (2008).
Al respecto véanse las reflexiones sobre el particular de Zagrebelsky (2007) y, en el mismo volumen, Pisarello (2007). Véase también un ejemplo en García Jaramillo (2012).
No es casual que de un tiempo a esta parte se hable del nuevo ius commune europeo en muchos foros y en especial en materia constitucional, ni que ciertas tendencias del constitucionalismo hayan sido denominadas como ius constitutionale commune en el caso de América Latina (en particular consúltese el proyecto del Instituto Max Planck ICCAL). Bogdandy (2015). En el caso europeo, la tendencia, como sabemos, es similar, aunque con una estructura institucional con la que otras regiones no cuentan. Sobre el fenómeno desde hace ya varias décadas vienen discutiendo un sinnúmero de autores; para un temprano planteamiento del problema: Tomás y Valiente (1993); en un sentido sociológico, también Casanovas (1998); y más recientemente Smits (2002) y Requejo Pagés (2008).
Véase, entre otros, Jackson (2010) y Tushnet (1999).
La preponderancia de uno y otro pasó por distintos momentos, uno de los cuales, el de la supremacía del derecho propio limitado por el derecho común, se ve reflejado en esta regla. Para esta cuestión véase la tradicional exposición de Calasso (1954) y una perspectiva comparada y actualizada en Solidoro Maruotti (2011: 137-191).
La regla odia restringi fue formulada en el Liber Sextus promulgado por Bonifacio VIII en 1298 con la forma «odia restringi et favores convenit ampliari» (Decretalium Liber Sextus 5.5.13), es decir, que debe aplicarse restrictivamente el derecho propio cuando vulnere el derecho común y extensivamente cuando lo favorezca. Véase Bravo Lira (1992).
Art. 23 C.C. Chileno, Art. 20 C.C. de Luisiana (1825).
La ausencia o la proscripción de la regla odia restringi en los códigos es el resultado de un proceso de declive de dicha regla que es anterior a la codificación. En ese contexto, el derecho común, fuera del control del Estado y por lo tanto incómodo, se ganó la crítica abierta de muchos juristas. Finalmente los códigos modernos terminaran por extinguirla. Véase Bravo Lira (1992: 314-21).
Al respecto ya hemos citado a Atria (2016), cuya motivación para la exposición que realiza es precisamente esta nueva tendencia.
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