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SUMARIO

  1. Notas

Conocí a André Rufino cuando, en mis tiempos de magistrado del Tribunal Constitucional, fue a entrevistarme en el proceso de elaboración de la tesis doctoral que le dirigía Manuel Atienza sobre la deliberación en los tribunales constitucionales y que, después, dio lugar al libro que comento, dedicado, ya más concretamente, a la deliberación en el Tribunal Constitucional español y en el Supremo Tribunal Federal de Brasil. El trabajo de Rufino do Valehabía mereció, en 2015, el primer Premio Iberoamericano de Ensayo en Derecho Constitucional.

Como ya he dicho, aunque el título del libro es muy general (La deliberación en los tribunales constitucionales) su contenido se ciñe al estudio de dos casos: el español y el brasileño. Lo que realiza con un rigor y un detalle que, hasta ahora, no se había producido, pues carecíamos de una monografía solvente sobre esa cuestión. De ahí que el mayor interés del libro resida justamente en ello: en cubrir una laguna, pues tan importante como el estudio de las decisiones de los tribunales es el estudio del modo en que esas decisiones se producen. En el prólogo, Manuel Atienza dice que no se trata solo de un libro puramente descriptivo, pues el autor no se limita a ofrecer datos (y a reflejar opiniones de los jueces sobre la forma de deliberar), sino que va extrayendo conclusiones que trascienden esa mera descripción. Estoy de acuerdo con Atienza, aunque lo descriptivo sea, en mi opinión, lo que principalmente caracteriza a este libro y le presta un especial interés.

Un especial interés para cualquier constitucionalista, que, en mi caso, además, se acrecienta no solo por haber sido uno de los magistrados constitucionales españoles entrevistados en el libro

En el libro se recogen las entrevistas con ocho magistrados españoles y ocho brasileños. Sus nombres se citan, pero no se les identifica en las respuestas, en las que se guarda el anonimato, apareciendo en ellas como magistrados enumerados del uno al ocho en cada tribunal.

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, sino, sobre todo, porque me depara la oportunidad de comentar, a partir de mi experiencia profesional en el Tribunal Constitucional de 2004 a 2013, lo que sobre las deliberaciones de ese órgano se dice en el libro. Lo haré sin quebrantar, por supuesto, mi obligación de guardar el secreto de esas deliberaciones y por ello sin desvelar lo que no debo desvelar y sin referirme a casos o situaciones concretas. Como no debo extenderme mucho, me limitaré a glosar lo que se dice en algunas partes del libro: las partes que se refieren a las deliberaciones del Tribunal Constitucional español, no las que tratan de las deliberaciones del Supremo Tribunal brasileño, pues sobre estas no tengo el suficiente conocimiento para pronunciarme, salvo alguna referencia comparativa que sí haré.

A diferencia de lo que sucede en el Supremo Tribunal de Brasil (y en la Suprema Corte de Justicia de México, que igualmente desempeña funciones de tribunal constitucional), donde las deliberaciones son públicas (e incluso radiadas y televisadas), en España, y en general en el modelo europeo de justicia (no solo constitucional sino también ordinaria) la regla es la deliberación secreta. Además, como he dicho, los magistrados tenemos el deber legal de guardar ese secreto.

Yo siempre he pensado, y no he cambiado de opinión, que el nuestro es un sistema que preserva mejor el correcto ejercicio de la función jurisdiccional, en cuanto que la no publicidad de las deliberaciones contribuye positivamente a que el debate entre los magistrados se haga en términos de mayor libertad y, por ello, sirva para lograr consensos «razonables». Por otro lado, tengo dudas de que la incorporación en el proceso constitucional del amicus curiae (que es algo, me parece, por lo que se inclina Rufino) pueda contribuir a mejorar la deliberación y, por ello, la sentencia. No es este el momento de entrar en esa cuestión, pero sí de apuntar que, entre nosotros, esa institución quizás tendría más inconvenientes que ventajas.

Pasando a otro asunto tratado en el libro, el de los votos particulares, cuya emisión debe de ser anunciada en el Pleno y confirmada en el momento mismo de la votación de la sentencia, estoy de acuerdo con Rufino en que, además, en esos votos únicamente debieran defenderse argumentos previamente expuestos en la deliberación, sin añadir por sorpresa otros nuevos. La razón es obvia: si estos últimos se hubiesen conocido en el debate, los demás magistrados podrían haber cambiado, quizás, de opinión, o, en todo caso, les hubiera permitido reforzar la argumentación de la sentencia para hacer frente a dichas objeciones. Así lo entienden, además, todos los magistrados del Tribunal Constitucional que el autor ha entrevistado, como se refleja en el libro.

Sin embargo, la realidad es que, a veces, esa obligación puede no haberse cumplido, y ante ello el problema no es otro que su control. En teoría lo debiera de ejercer el presidente del Tribunal, al que deben enviarse los votos particulares redactados para que sea él el que, como hace con el texto de las sentencias, ordene su notificación y publicación. Lamentablemente, pudiera ocurrir que ese deber de envío al presidente no siempre se cumpla o que, cumpliéndose, aquel control no se hubiera ejercido. No cabe desconocer que tal control puede poner al presidente en una difícil situación (en la práctica, aunque no en la teoría), y que la capacidad real de ejercicio de ese control, como de otros poderes del presidente, depende de que su potestas se encuentre al mismo tiempo revestida de auctoritas, pero ello, podríamos decir, es «otro cantar» sobre el que no debo extenderme. Lo cierto, me parece, es que tal control lo considero necesario para garantizar el cumplimiento de la obligación a que antes me referí: la de que los votos particulares solo incluyan argumentos que se han expuesto en la deliberación. Y lo considero necesario porque no creo que tal obligación sea moral o de mera cortesía, sino que ha de concebirse como una auténtica obligación jurídica y por ello de cumplimiento sometido a control.

Quiero insistir ahora en una cuestión primordial, aunque sea algo sabido y que el libro subraya convenientemente: en el carácter colegiado del contenido de las decisiones del Tribunal, esto es, en la elaboración colegiada de las sentencias. No solo de las sentencias, como estudia Rufino, sino también de algunos autos de gran trascendencia que dicta el Pleno (entre ellos, pero no solo, los que inadmiten una cuestión de inconstitucionalidad por «manifiestamente infundada» o los que acuerdan el mantenimiento o levantamiento de la suspensión de normas autonómicas), que pueden ser tan ampliamente deliberados como las sentencias.

En la deliberación de las sentencias (y autos importantes) lo más común, salvo en asuntos de poca trascendencia constitucional o de mera aplicación de doctrina, es que el texto que al final se apruebe tenga incorporadas opiniones de otros magistrados distintos del ponente. Ha habido excepciones, desde luego, y en algunas, aunque pocas, sentencias importantes el texto final ha salido como el ponente lo presentó, en ocasiones por lo acertado de su argumentación, en otras porque, pese al debate, la mayoría no ha admitido enmiendas de la minoría. Pero, en fin, no ha sido esa la regla general, donde a tal grado ha llegado la colaboración de los demás magistrados en la elaboración del texto, que se han dado casos (no pocos) en que el ponente que ha sido derrotado, sin abandonar la ponencia (a lo que siempre tiene derecho), adaptándola a la opinión mayoritaria, ha formulado al final voto particular respecto de la misma. Pero sin llegar a ese extremo, lo más general, insisto, es que, al final, el texto que se vote sea diferente (al menos parcialmente) del que el ponente llevó a la deliberación.

Ni que decir tiene que ese modo, tan colegiado, de ejercicio de la jurisdicción constitucional, impone a los magistrados una carga de trabajo muy pesada, ya que no solo han de preparar de manera exhaustiva la defensa de sus ponencias en el Pleno

En la primera ronda de intervenciones de los magistrados, su principal obligación es «disparar sin piedad» contra el ponente.

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, sino que también, y con la misma intensidad, han de estudiarse las ponencias ajenas para poder pronunciarse sobre ellas en el debate.

Por lo que se refiere a la incidencia de supuestas adscripciones políticas de los magistrados en las deliberaciones del Tribunal y en el sentido de sus resoluciones, estoy muy de acuerdo con lo que dice Rufino do Vale (p. 61): «Las respuestas [de los magistrados entrevistados, y que se reproducen en el libro] contienen algunos indicios sobre las relaciones intersubjetivas internas y su posible influencia en las deliberaciones, pero no revelan datos mínimamente suficientes para conjeturar una posible formación de coaliciones en los momentos deliberativos que se producen en el tribunal. Esto dependerá de otras variables, cuya demostración empírica es muy difícil. Tampoco se podría partir de hipótesis de trabajo que tuvieran en cuenta la división del tribunal en grupos ideológicos, como suele hacer la prensa, por ejemplo, al separarlos, por un lado, en magistrados “conservadores» (que se suelen identificar con aquéllos que fueron propuestos por el Partido Popular-PP) y, por otro, en magistrados “progresistas» (normalmente los propuestos por el Partido Socialista Obrero Español-PSOE). Un mínimo conocimiento sobre lo que, de hecho, sucede en las deliberación interna del Tribunal Constitucional español puede demostrar claramente que las cosas son mucho más complejas que una división binaria como esta».

Sin embargo, en cuanto al hecho de que el texto que se vota es la redacción completa y definitiva de la sentencia, debo añadir alguna precisiones y algunos matices a lo que se expone en el libro. Es cierto, y Rufino así lo reconoce, que, a diferencia de lo que ha sucedido durante mucho tiempo en el Tribunal Supremo de que primero se votaba el fallo y después el ponente redactaba el texto de la sentencia, en el Tribunal Constitucional siempre ha sido de otra manera: primero se redacta, a propuesta siempre del ponente pero después con la participación activa de los demás magistrados del Pleno, el texto completo de la sentencia, que incluye tanto los antecedentes como la fundamentación jurídica y el fallo. Ese texto completo es el que ha de recibir aprobación del Tribunal y el que, al final, se vota. El Tribunal siempre tuvo muy claro, desde sus comienzos, que tan importante como el fallo es la fundamentación jurídica en que se apoya y que, por ello, es el texto completo y definitivo de la sentencia el que ha de ser sometido a votación.

Ese texto ya no puede sufrir variaciones después de haberse votado. Es decir, no hay una prolongación de la deliberación después de la votación, al contrario de lo que parece sugerir Rufino, cuando dice que (p. 67), una vez celebrada la votación, el presidente «proclama» el resultado y «designa» al magistrado al que «se le encomienda la tarea de redactar el texto definitivo de la resolución, que podrá ser el ponente, si la posición defendida en su texto gana la votación, u otro magistrado cuyo criterio discrepante haya conseguido captar la mayoría de los votos». Eso no es exactamente así, primero porque habitualmente no se somete a votación un texto que, a resultas del debate, se vea que no tiene mayoría para ser aprobado, y en los casos excepcionales en que, pese a ello, la votación se ha producido (más porque el ponente lo ha pedido que por iniciativa del propio presidente), si esa ponencia resulta derrotada, y su autor declinase entonces la ponencia (es su derecho, no su obligación, puesto que puede seguir siendo ponente y elaborar otro texto que no coincide con su criterio, cosa que ha sucedido en muchas ocasiones), entonces, simplemente, el presidente designa a otro ponente que se encarga de la redacción de un nuevo texto que tiene que volver otra vez al Pleno, necesariamente, para ser debatido.

Quizás lo que sucede es que Rufino no ha interpretado bien la información que los magistrados entrevistados le hemos suministrado y ha confundido la hipótesis anterior con otra bien distinta: el caso en que, una vez adoptado el texto definitivo de la sentencia y constatado que tiene el apoyo de la mayoría (o incluso de la unanimidad), el presidente no ha creído necesario retrasar la votación para que se incluyan algunos cambios menores, de muy escasa trascendencia (palabras aisladas, algún párrafo corto) que el ponente ha aceptado en el último momento de la deliberación; leídos por el ponente tales cambios, se procede a su votación. En ese supuesto, el hecho de que el ponente deba distribuir después ese texto a los demás magistrados para que comprueben, antes de firmar la sentencia, que dichos cambios van, efectivamente, en el texto final

Suele decirse entonces que se reparte el texto «con negritas», esto es, con dichos cambios en letra negrita para facilitar su comprobación.

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que se va a notificar y publicar

Sin perjuicio de que los servicios técnicos del Tribunal revisen alguna errata que puede haberse deslizado o verifiquen si la redacción (en algún punto) se atiene a las normas de estilo que tiene el Tribunal sobre citas o cuestiones adjetivas análogas.

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no cabe entenderlo, a mi juicio, como prolongación de la deliberación.

En tal sentido no creo que pueda decirse, como afirma Rufino (p. 86), que el proceso deliberativo se prolonga después de la votación definitiva. Cito sus propias palabras: «Tras la reunión del Pleno, puede producirse un intercambio de información y textos, pactos, encuentros entre magistrados (normalmente entre los integrantes de la mayoría vencedora) a fin de rematar la redacción del texto de la sentencia que después se publicará en la prensa oficial». El autor prosigue inmediatamente insistiendo en que «esas prácticas deliberativas posteriores a la sesión plenaria pueden darse, sobre todo, cuando el ponente y el redactor no son la misma persona, es decir, cuando el proyecto de sentencia del ponente haya sido vencido en los debates y la votación y se haya designado a otro magistrado para redactar el texto que reúna los argumentos y el criterio vencedor de la mayoría, o cuando la asuma el presidente del tribunal. En estos casos […] el redactor podrá tener que realizar todo el trabajo de construcción de un nuevo texto, lo que, en muchos casos, puede hacer necesario que se renueven los pactos entre los magistrados alrededor de dicho texto, con la participación de los letrados».

Esto, dicho así, puede provocar equívocos a un lector poco informado. Después de la votación definitiva no hay «pactos», «reuniones», etc. entre magistrados para reelaborar el texto. El error de Rufino, creo, se basa en una confusión: tales actividades claro que pudieran producirse (no necesariamente) en los casos en que, sometida a votación una ponencia, esta ha sido derrotada y el ponente (u otro que lo sustituye) ha de traer nuevamente al Pleno otro texto, pero eso es cosa bien distinta, y entonces no se trata de que haya una deliberación posterior a la votación definitiva en el Pleno, sino a la votación «intermedia» o «transitoria» de un texto que, al ser derrotado, tiene que ser sustituido por otro que nuevamente ha de volver al Pleno.

Paso a otro punto. En cuanto a las sentencias del Tribunal, estoy de acuerdo con el autor en que debieran ser menos extensas y menos profusas (entre otras cosas porque se abusa de la reproducción literal de doctrina anterior), con lo que ganarían en claridad y precisión. Yo añado que también, en mi opinión, debieran huir de los obiter dicta, que me parecen innecesarios y en algunos casos perturbadores.

Del mismo modo, a mi juicio, y creo que aquí coincido igualmente con el autor, las deliberaciones del Pleno se hacen quizás demasiado largas, entre otros motivos porque, salvo excepciones, todas transcurren por el procedimiento oral. Podrían acortarse, sin merma de su eficacia, si se impusiese (como algunos pretendimos) un procedimiento escrito anterior al momento de la deliberación del Pleno, de manera que, después de repartirse el proyecto del ponente, los demás magistrados debieran de formularle por escrito sus observaciones y, de ese modo, en la primera sesión del Pleno el ponente podría llevar un texto en el que hubiera incorporado las observaciones que hubiese atendido, o podría explicar por qué todas o algunas no las atiende Eso haría menos larga, desde luego, la deliberación. Es cierto que, a veces, algunos magistrados lo han hecho así, pero ni siempre ni todos, al menos durante los años que pasé en el Tribunal.

No coincido exactamente con Rufino en que sea común el intercambio oral (e informal) de opiniones entre magistrados, o entre grupos de magistrados, antes de que el ponente presente al Pleno su proyecto de sentencia. Se ha dado en algunos casos, muy pocos, pues lo general es lo que, creo que fielmente, dice el magistrado siete (p. 54 del libro): lo usual, salvo excepciones, es que esa tarea la realice en solitario el ponente, con el auxilio de uno o varios letrados. Eso es lo que he podido percibir, tanto por las noticias indirectas que tengo sobre otros periodos del Tribunal como por las directas durante mi estancia en el mismo. En cuanto a la colaboración de los letrados con los magistrados para elaborar los proyectos de sentencias que llevan al Pleno, colaboración que es, sin duda, de suma importancia, no creo que pueda extraerse una regla general: la extensión de esa colaboración depende del carácter y formación de cada magistrado.

En fin, hay algo que echo en falta en el libro: una referencia a las deliberaciones en las salas, que es un asunto bien interesante, no solo porque la menor importancia (casi siempre) de los asuntos que resuelven y su más reducida composición (seis magistrados en lugar de doce) haga que las deliberaciones en la sala sean más rápidas (sin merma de su eficacia) que las del Pleno, sino también porque se crea una especie de «espíritu de pertenencia» a cada sala de los magistrados que la componen, y ello hacen mucho más fácil el debate y el acuerdo sobre la decisiones que finalmente se adoptan.

De todos modos, no puedo evitar una reflexión general acerca de lo que el libro cuenta sobre las deliberaciones en el caso español, admitiendo que lo que cuenta no es otra cosa que lo que las personas del Tribunal entrevistadas (entre ellas yo) le han dicho. Lo que sucede es que, sin perjuicio de que lo que le hemos contado es así, por supuesto, lo es en términos generales, y a veces podría haber excepciones: no solo en cuanto a la participación «efectiva» (aunque lo sea formal) de todos los magistrados en el debate, sino, sobre todo, en cuanto a que ese debate lo sea siempre mediante una argumentación jurídica «racional». Ambas cosas dependerán, y ello es obvio, del carácter de cada uno de los magistrados, carácter que adquiere una especial importancia en el debate de los asuntos difíciles o, por usar otras palabras, de mayor trascendencia constitucional. Por otro lado, en el Tribunal siempre puede haber una parte de magistrados más activos, o más protagonistas, en las deliberaciones, de manera que de su auctoritas, de la fuerza de convicción de sus argumentaciones, puede depender, en muchas ocasiones, la orientación de las decisiones que se adopten.

Estoy hablando, y quiero subrayarlo, de manera hipotética, y admito que la constatación por un tercero de que ello ocurra o no es difícil de obtener, puesto que la noticia de si esas situaciones se han producido en las deliberaciones de nuestro Tribunal no la podemos, ni debemos, facilitar los que hemos formado parte de él como magistrados. El autor del libro carece, pues, de fuentes fiables para tratar de ello. Aunque me parece que no debiera de haber descartado esa hipótesis, de probable existencia en órganos jurisdiccionales colegiados y más aún cuando esos órganos ejercen la justicia constitucional.

No creo, sin embargo, que para combatir esa hipotética realidad (que no digo que se dé, sino que puede darse) fuese conveniente dotar de completa publicidad a las deliberaciones. Una publicidad, parcial, ya las tienen, por cierto, a través de los votos particulares. Mas no la veo necesaria, puesto que, muy probablemente, a lo que conduciría una completa publicidad (al estilo de México o Brasil) es a que las intervenciones de muchos magistrados se convirtiesen en monólogos que, en ocasiones, únicamente consistirían en la exposición de unos discursos previamente preparados, con o sin el auxilio de letrados, es decir, en una especie de representación para el público, un reparto de papeles incapaz de suscitar un auténtico debate, salvo que los acuerdos ya estén adoptados, por vías informales, antes de la deliberación, lo que la dejaría realmente sin sustancia.

Además, la persecución de la transparencia tiene sus límites, y en ciertas instituciones públicas una excesiva trasparencia puede llegar incluso a ser perjudicial, o más todavía, en el caso de la deliberación de los tribunales puede llegar a impedir el ejercicio eficaz de su función. Prefiero, pues, para España el sistema actual de deliberación reservada, que considero muy eficaz siempre que la designación de magistrados recaiga sin excepciones en juristas de «reconocida competencia», como la Constitución exige.

Aquí debo terminar el comentario de este libro, rogándole al lector que me disculpe por haberme sujetado al plano práctico, en el que me he mantenido, entre otras razones porque es en el que, principalmente, el libro se sitúa, lo que no resta, por supuesto, ni un ápice a su valor, como así lo apreciaron justamente los miembros del tribunal que lo juzgó como tesis y del tribunal que le concedió un merecido premio. Ya habrá otro lugar para entrar en discusiones teóricas sobre los modos de argumentación en la jurisdicción constitucional, pero esa es otra cuestión, y la base para esa discusión teórica ya no sería este libro, sino, dentro de España, algunos de los que han escrito determinados filósofos del derecho y determinados, aunque muy pocos, constitucionalistas.

Este libro ha pretendido hacer otra cosa: exponer el procedimiento de las deliberaciones, no su contenido, que por lo demás, en el caso del Tribunal Constitucional español, difícilmente puede conocerse dado su carácter secreto, incluso con la excepción de la apertura parcial que representan los votos particulares, que, cuando se producen, como apunté más atrás, transforman, pero solo parcialmente también, el modelo habitual, per curiam, de expresión de las sentencias, que pasa a serlo en seriatim, aunque limitadamente. En el Tribunal brasileño, cuyas sentencias sí lo son por completo en el modelo seriatim, aunque peculiar, quizás hubiera podido analizarse el contenido y no solo la forma de la deliberación. Pero ello, sin embargo, hubiera conducido al autor a enfrentarse con muchas dificultades, además de que hubiera privado al libro de una cierta unidad de tratamiento. La verdad es que comparar dos instituciones tan distintas, el Tribunal Constitucional español y el Supremo Tribunal Federal brasileño, con dos tipos tan antagónicos de deliberación y de formulación de las sentencias, plantea numerosos interrogantes sobre la capacidad y la utilidad, en esos casos, del comparatismo.

Reducido, creo que inevitablemente, a contar (y comentar, pues el autor no solo ha pretendido describir) el procedimiento de deliberación de las resoluciones constitucionales, este libro debe ser celebrado, sin duda alguna, como una aportación necesaria y de sumo interés en materia de justicia constitucional. Su lectura ayudará a conocer mejor al Tribunal Constitucional español y al Supremo Tribunal de Brasil, pues lo que hacen tiene mucho que ver con la manera en que lo hacen.

En tal sentido, hay que felicitar a Andrés Rufino por su excelente trabajo, justamente merecedor del premio iberoamericano que se le otorgó

Por un jurado presidido por Benigno Pendás, como director del Centro de Estudios Constitucionales, e integrado por reconocidos especialistas, entre otros Diego Valadés, como presidente del Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional, entidades que conjuntamente han instituido ese premio.

‍[6]
. En el elenco de monografías que sobre la justicia constitucional se han publicado en España, su libro se sitúa, sin duda, en un lugar destacado.

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[1]

Comentario a la monografía de André Rufino do Vale: La deliberación en los tribunales constitucionales, prólogo de Manuel Atienza, Madrid, CEPC, 2017, 254 pags.

[2]

En el libro se recogen las entrevistas con ocho magistrados españoles y ocho brasileños. Sus nombres se citan, pero no se les identifica en las respuestas, en las que se guarda el anonimato, apareciendo en ellas como magistrados enumerados del uno al ocho en cada tribunal.

[3]

En la primera ronda de intervenciones de los magistrados, su principal obligación es «disparar sin piedad» contra el ponente.

[4]

Suele decirse entonces que se reparte el texto «con negritas», esto es, con dichos cambios en letra negrita para facilitar su comprobación.

[5]

Sin perjuicio de que los servicios técnicos del Tribunal revisen alguna errata que puede haberse deslizado o verifiquen si la redacción (en algún punto) se atiene a las normas de estilo que tiene el Tribunal sobre citas o cuestiones adjetivas análogas.

[6]

Por un jurado presidido por Benigno Pendás, como director del Centro de Estudios Constitucionales, e integrado por reconocidos especialistas, entre otros Diego Valadés, como presidente del Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional, entidades que conjuntamente han instituido ese premio.