RESUMEN

La Federal se constituyó como una utopía política y social durante el Sexenio Revolucionario. Los republicanos promovieron conscientemente su proyecto como utopía al entender que su labor era crear un futuro posible al que debía dirigirse su acción. La parte política de la utopía era una federación surgida del pacto entre cantones independientes, formados y elegidos espontáneamente por el pueblo. La utopía social era una federación de productores agrícolas e industriales. El resultado fue la República imaginada que les llevó a la revolución permanente, hasta su fracasada puesta en práctica en 1873.

Palabras clave: Utopía; republicanismo; federalismo; revolución; Sexenio Revolucionario; socialismo utópico.

ABSTRACT

La Federal was built as a political and social utopia during the Revolutionary Sexennium. Republicans consciously promoted their project as utopian, by understanding that their job was to create a possible future to which their action should be directed. The political part of utopia was a federation emerging from the pact between independent cantons, formed and chosen spontaneously by the people. Social utopia was a federation of agricultural and industrial producers. The result was the imagined Republic that led to the permanent revolution, until its failed implementation in 1873.

Keywords: Utopia; Republicanism; Federalism; Revolution; Revolutionary Sexennium; Utopic socialism.

Cómo citar este artículo / Citation: Vilches, J. (2018). La Federal como utopía. La construcción de la República imaginada en el Sexenio Revolucionario (1868-‍1874). Revista de Estudios Políticos, 180, 49-‍75. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.180.02

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SUMARIO

  1. Resumen
  2. Abstract
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. EL MOMENTO UTÓPICO
  5. III. LA CONSOLIDACIÓN DE LA UTOPÍA FEDERAL
  6. IV. HURTO Y SACRALIZACIÓN DE LA REVOLUCIÓN
  7. V. 1873: LLEGÓ LA UTOPÍA
  8. VI. CONCLUSIÓN
  9. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

La Federal, nombre que los federales dieron a su República imaginada durante el Sexenio Revolucionario, no cuenta con un estudio concreto que explique su construcción y componentes como proyecto político y social que apareció con una enorme fuerza desde finales de 1868 a la República de 1873, y que obtuvo una gran repercusión política, social y cultural. Jover Zamora ( ‍Jover Zamora, J. M. (1991). Realidad y mito de la Primera República. Del Gran Miedo meridional a la utopía de Galdós. Madrid: Espasa-Calpe.1991) estudió su imagen en la Restauración a través de la literatura. También se ha calificado a La Federal como «último mito burgués» ( ‍Ferrando Badía, J. (1973). Historia político-parlamentaria de la República de 1873. Madrid: Cuadernos para el Diálogo.Ferrando Badía, 1973;  ‍Morales Muñoz, M. (1993). Entre la Internacional y el mito de La Federal. Los obreros españoles durante el sexenio democrático (1868-‍1874). Bulletin d’Histoire Contempororaine de l’Espagne, 17-‍18, 125-‍134.Morales Muñoz, 1993). Estos tres abordaron La Federal no como utopía, sino como mito en el sentido de Georges Sorel; esto es, de relato manipulado o inventado para conseguir una reacción popular, o, como apuntó Ernst Cassirer, de narración de un episodio ajeno al racionalismo, la realidad y la ciencia, que conforma una cultura. El mito en el siglo xix, fundado en una reinterpretación de la historia y de su función, se incorporó al discurso romántico sobre el ser del individuo y de la nación.

Por el contrario, la utopía en el siglo xix se entendía, al menos, en un doble sentido. Por un lado, se mantuvo la tradición de la utopía literaria ( ‍Trousson, R. (1995). Historia de la literatura utópica. Viajes a países inexistentes. Barcelona: Península.Trousson, 1995), vista como una construcción imaginaria, propia de un relato poético o narrativo en el que se diseñaba una sociedad perfecta, con independencia del tiempo y del lugar, y que representaba a través de figuras una cierta crítica a la sociedad de su tiempo ( ‍González Blanco, A. (2008). Utopía/idealismo. Algunas reflexiones a propósito de la literatura utópica. En F. Carmona y J. M. García Cano (coord.). La utopía en la Literatura y en la Historia (pp. 161-‍178). Murcia: Universidad de Murcia. Servicio de Publicaciones.González Blanco, 2008). Por otro lado, recobró importancia la utopía política como efecto de la Revolución francesa ( ‍Soboul, A. (1976): Ilustración, crítica social y utopía durante el siglo xviii francés y Utopía y Revolución Francesa. En J. Droz (coord.). Historia general del socialismo. De los orígenes a 1875 (pp. 138-‍345). Barcelona: Destino.Soboul, 1976;  ‍Baczko, B. (1978). Lumières de l’utopie. Paris: Payot.Baczko, 1978;  ‍Gombin, R. (1981). Utopía e Ilustración en Francia. En R. García Cotarelo (comp.). Las utopías en el mundo occidental (pp. 155-‍168). Santander: Universidad Internacional Menéndez Pelayo.Gombin, 1981;  ‍Hincker, F. (1987). L’effet d’utopie de la Révolution française. Matériaux pour l’histoire de notre temps, 9, 2-‍7. Disponible en: https://doi.org/10.3406/mat.1987.403999.Hincker, 1987), y que se empeñaba en mostrar un perfecto orden político, social y económico situado en el futuro, alternativo al de su presente, localizado en un territorio concreto, que requería una cierta movilización social y que justificaba una acción política. Este segundo caso podía tener una connotación negativa cuando se utilizaba como sinónimo de dislate, o positiva al referirse a la meta marcada por un movimiento político.

En este trabajo se pretende identificar y explicar a La Federal como una utopía política con componente social; es decir, que los federales predicaron de forma consciente una utopía, concebida como un proyecto completo de transformación alternativo a uno existente que, calificado por ellos de espurio y equivocado, era el causante de todos los problemas. La Federal como utopía era presentada como una organización perfecta, definitiva y humanitaria, demostrada por la historia y la razón, que precisaba de un alto grado de movilización, proselitismo y sacrificio, justificando incluso la acción colectiva violenta. La identificación de La Federal como utopía se hará por estas características: dualista, revolucionaria, dialéctica, idealista, pesimista, optimista y oportuna.

El dualismo se refiere a que la utopía del xix consistía en el enfrentamiento entre de dos mundos. Por un lado, la realidad, el «mundo existente», que era entendido como negativo, dañino, injusto e ilegítimo ( ‍Polak, F. L. (1971). Cambio y tarea persistente de la utopía. En A. Neusüss (comp.). Utopía (pp. 169-‍189). Barcelona: Barral Editores.Polak, 1971). La alternativa era un «deber ser» al que Tillich califica como la «verdad» de la utopía: la capacidad para desvelar el verdadero sentido del hombre y de la vida social, que no podía ser otro que el logro de la felicidad y la armonía. Maravall hacía hincapié en la importancia de la «conciencia progresiva» en el planteamiento de las fórmulas políticas porque el contraste con la realidad marcaba el desarrollo social ( ‍Maravall, J. A. (1966). Antiguos y modernos. La idea de progreso en el desarrollo inicial de una sociedad. Madrid: Sociedad de Estudios y Publicaciones.Maravall, 1966: 8). Ese mundo alternativo, que contradecía al existente, tenía una organización racional al servicio de las emociones, y estaba sujeta a un principio supuestamente científico cuyo desarrollo concitaba buenos sentimientos. Esto procedía de la combinación «clásico-racionalista» y «romántico-sentimental» que, según Brinton, funcionó antes de la Revolución francesa para rechazar el Antiguo Régimen y buscar la forma de moldear la sociedad de acuerdo a los dictados de la razón y el sentimiento ( ‍Brinton, C. (1966). Las ideas y los hombres. Madrid: Aguilar.Brinton, 1966: 341).

La utopía suponía, como escribió Maravall, un planteamiento revolucionario, porque era preciso derribar lo existente para llevar a cabo el cambio radical utópico ( ‍Maravall, J. A. (1982). Utopía y reformismo en la España de los Austrias. Madrid: Siglo xxi.Maravall, 1982: 56). En ningún caso la utopía se planteó como una reforma, sino como una revolución, debido a que el utópico rechazaba el reformismo porque lo entendía como una componenda con el régimen, y optaba siempre por la ruptura. La mayor parte de los utópicos sacralizaron la revolución, o la justificaron. Esto supuso que el momento álgido de las utopías de masas, no las librescas, es el inmediatamente anterior y posterior a un hecho revolucionario. Las utopías crecían con el momento revolucionario; esto es, cuando se producía una quiebra del orden y se planteaban de nuevo las bases de lo político ( ‍Manuel, F. E. y Manuel, F. P. (1981). El pensamiento utópico en el mundo occidental. III. La utopía revolucionaria y el crepúsculo de las utopías (siglos xix-xx). Madrid: Taurus.Manuel y Manuel, 1981;  ‍Goodwin, B. y Taylor, K. (1982). The politics of utopia. A study in theory and practice. Hutchinson.Goodwin y Taylor, 1982;  ‍Blanco Martínez, R. (1999). Utopía y utopismo en el pensamiento occidental. Madrid: Akal.Blanco Martínez, 1999). En ese proceso de transformación, según Polak, la utopía bordeaba lo imposible y dejaba volar el «pensamiento libre», formando parte del «imaginario social» según Ricoeur. En este sentido, la fórmula utópica era capaz de abordar y resolver cualquier problema político, social, económico o cultural porque era global, omnicomprensiva. El radicalismo de la utopía era «rico en fantasía», escribió Polak, hasta el punto de que era tomado por loco o anárquico. Esta característica imaginativa (o creativa) aparecía en un clima político y social de quiebra o revolución, siempre acompañado de una conciencia de crisis, desgaste o fraude de lo presente y, por tanto, de oportunidad para un proyecto radical alternativo.

El pensamiento utópico cobraba fuerza en momentos de inestabilidad política debido a una crisis de régimen, a una quiebra y revolución, o a un proceso constituyente ( ‍Servier, J. (1969). Historia de la utopía. Caracas: Monte Ávila.Servier, 1969: 229). La posibilidad de creación fundada en la destrucción de lo caído, se presentaba como la solución verdadera y popular a los problemas que habían propiciado el hundimiento del régimen anterior. La distancia entre la nueva oligarquía que se hacía con el poder —que define la situación como «realidad»— y el grupo que defendía una utopía se saldaba con un ciclo de protestas o una nueva revolución, o podía dar lugar a los «activistas utópicos», que recurrían al terror ( ‍Tillich, P. (1982). Crítica y justificación de la utopía. En F. E. Manuel (comp.). Utopías y pensamiento utópico (pp. 351-‍365). Madrid: Espasa-Calpe. Tillich, 1982).

El pensamiento utópico forma parte de la filosofía política, y se desarrolló en el xix, según John Bury ( ‍Bury, J. (2008). La idea del progreso. Madrid: Alianza Editorial.Bury, 2008), sobre la idea de progreso que surgió en la Ilustración —aunque tuviera raíces ya en la Antigüedad ( ‍Nisbet, R. (1981). Historia de la idea de progreso. Barcelona: Gedisa.Nisbet, 1981;  ‍Kumar, K. (1991). Utopianism. Buckingham: Open University Press.Kumar, 1991)—. La utopía abordaba el planteamiento de la mejor forma de gobierno de los hombres. Los utópicos manejaban una sencilla filosofía de la historia que, a su entender, marcaba que cuando una utopía se ejecutaba en la sociedad, como la «humanitaria-liberal» que describía Karl Mannheim, el espíritu utópico del hombre se disponía a crear otra utopía ( ‍Mannheim, K. (1966). Ideología y utopía: introducción a la sociología del conocimiento. Madrid: Aguilar. Mannheim, 1966). El presente exigía siempre una nueva crítica social y nuevas transformaciones, lo que señala dos características esenciales del pensamiento utópico: la sincronización y la metamorfosis. «La utopía aspira a un cambio en la marcha de la historia», señala Polak, «pero no a una superación de la historia». Desde esta perspectiva, la utopía es progreso continuo, y el pensamiento utópico una aspiración a una mejora infinita de la especie humana, tal como lo difundieron los hombres de la Ilustración y de la Revolución francesa ( ‍Baczko, B. (1978). Lumières de l’utopie. Paris: Payot.Bazcko, 1978: 192-‍210).

La utopía del siglo xix era idealista, vagamente hegeliana: la propagación de las ideas en el presente conformaba la realidad en el futuro. Los utópicos consideraban que las creencias eran las que movían a los hombres a apoyar o derribar instituciones y, por tanto, a pasar de una etapa de la evolución a otra. La elección de dichas ideas no era arbitraria. El utópico tomaba las consecuencias o los males provocados por un régimen, aunque fuera en apariencia, y les daba una unidad explicativa, un origen único. A esa unicidad viciada y corrompida le oponía valores universales —libertad, justicia, solidaridad, igualdad— que podían plasmarse en la realidad a través de pactos o contratos basados en la voluntad popular. Ese contractualismo de raíz roussoniana podía derivar en lo que Jacob L. Talmon llamó «mesianismo político»: la dictadura de una minoría en nombre del pueblo, sosteniendo nominalmente dichos principios universales para lograr la utopía.

El utopista señalaba con la misma precisión lo negativo del presente como las bondades del porvenir. No era un profeta, sino que al diagnóstico apocalíptico le seguía una propuesta salvadora ( ‍García Cotarelo, R. (1981). La utopía como motivo del pensamiento político. En R. García Cotarelo (comp.). Las utopías en el mundo occidental (pp. 195-‍212). Santander: Universidad Internacional Menéndez Pelayo.García Cotarelo, 1981;  ‍Brinton, C. (1982). Utopía y democracia. En F. E. Manuel (comp.). Utopías y pensamiento utópico (pp. 83-‍102). Madrid: Espasa-Calpe.Brinton, 1982). Arrastraba un pesimismo existencial, que se confundía con la labor crítica del presente, y un optimismo volitivo; es decir, «la esperanza», en expresión de Ernst Bloch, del advenimiento de un mundo mejor que requería voluntad. Ese optimismo era la labor constructiva: la proyección y diseño del futuro. El utopista proyectaba un mundo al que dirigir las acciones y las esperanzas para acercar el presente al futuro. Esto obligaba a un compromiso y a un sacrificio, a una movilización social animada por la idea de que las instituciones («el régimen») no solo no daban soluciones a los problemas, sino que no tenían voluntad de hacerlo. Los utopistas veían en su labor un servicio a la comunidad, a la historia, que necesitaba de la voluntad del individuo, de una fe y de la acción colectiva.

En definitiva, el propósito de este trabajo es identificar y analizar La Federal como una utopía política y social propia del siglo xix a través de la aplicación del modelo analítico expuesto, que permita entender su estilo discursivo y su acción colectiva, así como su fracaso. El seguimiento del modelo se hará en tres fases: el momento utópico (1868-‍1871), la consolidación (1871 y 1872) y la realización (1873).

II. EL MOMENTO UTÓPICO[Subir]

El momento utópico se produjo entre el éxito de la revolución de 1868, en septiembre, y la promulgación de la Constitución en junio de 1869. Durante ese tiempo los republicanos construyeron La Federal. Quedó fijada como la fórmula de la democracia en las reuniones del partido en octubre y noviembre del 68, la definieron Pi y Margall y Emilio Castelar en las Cortes, y la elevaron a proyecto realizable las asambleas federales que se celebraron entre mayo y julio del 69. Aquellos meses pueden considerarse el momento utópico porque se había derribado un régimen, casi un orden político y social completo, y se creía firmemente en la capacidad para crear uno nuevo, como si se tratara de empezar otra era.

La fórmula federal fue aprobada en las reuniones del Partido Demócrata en Madrid, en octubre y noviembre de 1868. En ausencia de otras figuras del partido, fueron Nicolás Salmerón y José María Orense quienes marcaron el debate. En la reunión del día 11 de octubre Salmerón apuntó que era prematuro para el país una república federal porque antes había que consolidar los derechos y cambiar las costumbres de la gente, pero que, aun así, «él trabajaría incesantemente por la república federativa» (La Discusión, 13-‍10-1868: 1 y 2). Orense señaló que quería una federación como la de Estados Unidos o la de Suiza, donde existían «cantones o estados independientes entre sí», unidos por un «consejo federal». Y concluía: «¿Pues qué inconveniente hay en hacer ese ensayo en España?» (La Discusión, 18-10-1868: 1 y 2). Salmerón defendió la federación como una descentralización política, administrativa y económica, bajo una Constitución y unos códigos civil, mercantil y penal. Sin embargo, no la veía realizable en el momento, sino en el futuro, cuando se asentaran los derechos individuales, el orden institucional fuera un hecho, y las provincias funcionaran como «Estados independientes» gracias a la descentralización ( ‍Salmerón, N. (1870). La forma de gobierno. Discurso pronunciado en la reunión demócrata de 18 de octubre de 1868. En M. Calavia y J. Calderón Llanes. La Interinidad. Escritos políticos (pp. 7-‍30). Madrid: Imprenta de los Señores Rosas.Salmerón, 1870). Salmerón era consciente de la dificultad, pero defendió el federalismo como la seña de identidad de su partido. Esos planteamientos convencieron a la asamblea, y se aprobó por aclamación. En la prensa madrileña se refleja la aceptación de La Federal en los comités demócratas de provincias, y la aparición de periódicos federales en todas las provincias. Como escribió Jover Zamora, nunca antes una idea se había propagado con tanta celeridad.

La Federal era predicada como la verdadera aspiración de la revolución que la conciliación de progresistas, unionistas y demócratas había hurtado, y su principio, el federativo, como un axioma científico concluido por la razón y la historia. Era la voluntad popular, y el sino de los tiempos. La idea era que solamente bajo La Federal era posible cumplir los deseos que impulsaron la revolución de septiembre: los derechos individuales, la bajada de impuestos, el fin de las quintas, la solución a la cuestión social o la abolición de la esclavitud. Su utopía armonizaba los principios de autoridad y representación, de orden y libertad, de unidad en la variedad. La bondad del principio federativo era tal, y su capacidad para llegar a la paz universal y perpetua tan evidente, que todos coincidían en que la federación de España sería el preludio de la Federación Ibérica, luego Latina, para más tarde constituir los Estados Unidos de Europa. La Federal era, en conclusión, la «Santa Alianza de los Pueblos» (La República Ibérica, 1-‍12-1869: 1), que colocaría a España «moral e intelectualmente al frente de la Europa; será su faro, su estrella polar» ( ‍Orense, J. M. (1869). Ventajas de la República federal. Madrid: Oficinas de La Igualdad. Orense, 1869: 42).

El republicano Juan Pedro Barcelona, ya en la Restauración, escribió que los propagandistas federales, como si fueran evangelizadores, haciendo buena la raíz cristiana del romanticismo revolucionario, llegaban hasta las más «apartadas comarcas» a llevar la «buena nueva» ( ‍Barcelona, J. P. (1883). El partido federal. En Proyecto de pacto o constitución federal del Estado aragonés. Zaragoza.Barcelona, 1883: 123). Los predicadores de La Federal la presentaban como un «lábaro santo», ese «suntuoso alcázar de la libertad, de la igualdad y de la justicia» por el que sus seguidores, decía un federal, están «confiados y ganosos de reivindicar […] los verdaderos derechos del hombre» ( ‍Fernández Herrero, M. (1870b). El federalismo. Organización, resoluciones y conducta del partido. Madrid: Imprenta de la viuda e hijos de M. Álvarez.Fernández Herrero, 1870b: 8 y 11).

El estilo era religioso. Las referencias a Dios, Cristo y el cristianismo eran frecuentes. Ya lo había hecho Castelar en el prólogo a «La república democrática, federal universal» de Garrido —que tuvo numerosas ediciones entre 1854 y 1870— al decir que creer en Dios le había llevado a creer en la democracia. José María Orense, para hablar de la expulsión de los Borbones y del proyecto republicano, decía que la «justicia del pueblo es como la de Dios: tardía para segura» ( ‍Orense, J. M. (1869). Ventajas de la República federal. Madrid: Oficinas de La Igualdad. Orense, 1869: 31). Castelar pronunció su famoso discurso sobre el Dios del Sinaí en el debate sobre la libertad religiosa. Esa mención estaba muy relacionada con la base cristiana de la cultura liberal y el milenarismo, en cuanto a proselitismo, evangelización, idea del mal y del bien, del pecado y el sacrificio, la política iluminada por la moral, la defensa de la fe, la patrística y los libros sagrados, y, finalmente, del paraíso prometido. Roque Barcia fue quien más uso el lenguaje y las figuras religiosas. En diciembre de 1868 publicó «El Evangelio del pueblo», escrito a modo de homilía, en el que relacionaba la monarquía con el «principio despótico» para organizar «el mal» contra el dictado de Dios, que era la felicidad del hombre, algo que solo se podía cumplir en el ejercicio de todos sus derechos naturales. En consecuencia, la forma política adecuada a los designios de Dios era la república, por lo que: «¿Queréis un demonio? Idos con las castas antiguas. ¿Queréis un mundo, una armonía, un bien, un Dios, una naturaleza, una humanidad? Venid con nosotros» ( ‍Barcia, R. (1868). El evangelio del pueblo. Madrid: Imprenta de Manuel Galiano.Barcia, 1868: 37).

Entre aquellas reuniones y la aprobación de la Constitución de 1869, fueron Francisco Pi y Margall y Emilio Castelar quienes mejor definieron La Federal. El primero dio una argumentación filosófica, histórica, administrativa y económica en el prólogo de la publicación en España, a mediados de octubre de 1868, de «el principio federativo» de Proudhon. La federación, según explicaba, era una forma de gobierno basada en el pacto sinalagmático, conmutativo, limitado y concreto, que combinaba el principio de autoridad con la garantía de los derechos individuales. Era una fórmula que, fundada en el acuerdo entre iguales, parecía resolver satisfactoriamente los problemas políticos y sociales, y poner las bases de la kantiana «paz perpetua». El pacto también servía para resolver la cuestión social y los problemas económicos, ya que cabían confederaciones para cada sector: comercio, industria, agricultura, transporte o finanzas ( ‍Pi y Margall, F. (1971) [1868]. Prólogo a P. J. Proudhon. En El principio federativo. Madrid: Aguilar. Pi y Margall, 1971: 3-‍13). La suma de ambos «federalismos» era la solución a un caos histórico y presente. La Federal permitiría, por tanto, el renacimiento social, la paz interior y exterior, la unión ibérica, el desenvolvimiento de la cultura y costumbres provinciales, la economía de gastos y la eliminación de los ejércitos. Pi y Margall defendió La Federal a conciencia de que se trataba de una utopía. Sostuvo que lo importante era introducir en la mentalidad del pueblo las aspiraciones federales para ir avanzando hacia la forma de gobierno perfecta: la federación. Así lo decía en el prólogo a Proudhon: «¿Qué importa que haya más o menos verdad, más o menos exageración en el resto? Lo que convenía era sentar el principio, determinarlo, desenvolverlo, examinar sus condiciones de vida, hacerlo sensible, palpable, vivificarlo en la conciencia de los pueblos».

José María Orense inició en enero de 1869 la publicación seriada de su folleto «Ventajas de la república federal» en el diario La Igualdad. Orense aseguraba que su propuesta respondía al grito de septiembre del 68, «Abajo lo existente», porque recogía todo tipo de demandas: el fin de la empleomanía, de los impuestos de consumo, de las malas costumbres o del caciquismo. Incluso planteaba que para acabar con el militarismo y los pronunciamientos había que licenciar voluntariamente a todos los soldados, y «formar un ejército del pueblo»; una idea que fue una constante, y un problema para el orden hasta 1873. La federación, decía Orense, era fuente de riqueza, paz y felicidad. Denunciaba a los «falsos profetas», en un lenguaje religioso, quienes tras prometer democracia la habían traicionado, por lo que «la nación poco a poco les saluda con el grito de ¡Viva la República federal!» ( ‍Orense, J. M. (1869). Ventajas de la República federal. Madrid: Oficinas de La Igualdad. Orense, 1869: 18, 22 y 34).

La minoría republicana organizó su trabajo en las Cortes constituyentes, repartiéndose las tareas y los tipos de discursos. Así, Emilio Castelar, otro de las grandes propagandistas de la utopía, explicó en el Parlamento cómo sería la Constitución federal. La imaginaba fundada en principios universales, deseables en un régimen representativo de la época, como los derechos individuales garantizados, un poder judicial «más independiente», un legislativo con «menos oligarquía» y «más amplio», y un ejecutivo «reducido a ser la fórmula de la voluntad general». A esto añadió instituciones nuevas, una única asamblea federal, un Gobierno de la federación y un tribunal que dirimiera los conflictos entre Estados federados; pero tras el enunciado no concretó nada (DSCC, 7-‍4-1869: 888-‍903; 11-‍5-1870: 7882-‍7892).

La Federal se presentaba así con una argumentación basada en una filosofía de la historia, ejemplificada por la marcha de España, un mecanismo para su consecución (el pacto), y una capacidad para resolver todos los problemas, incluso satisfacer los localismos. Orense escribió que la República federal era «el gobierno del pueblo por el pueblo; o más claro, el gobierno de las provincias por las provincias mismas» ( ‍Orense, J. M. (1869). Ventajas de la República federal. Madrid: Oficinas de La Igualdad. Orense, 1869: 51). La Federal gustó tanto en provincias que los republicanos catalanes constituyeron el Pacto de Tortosa, en el que se comprometían a hacer propaganda de la federación para que fuera haciéndose corriente entre los españoles, y a levantarse en armas si los derechos individuales eran conculcados. Los federales se creían el pueblo, sujeto de los derechos, y si las instituciones los impedían, ejercerían el tradicional «derecho de insurrección». El promotor de aquel pacto fue Valentí Almirall, pimargalliano entonces, que había publicado «Bases para la Constitución Federal de la Nación Española y para la del Estado de Cataluña. Observaciones sobre el modo de plantear la Confederación» (1868). A ese pacto le siguieron los de otras cuatro regiones españolas entre el 12 y el 29 de junio de 1869.

El proceso culminó el 30 de julio con un pacto nacional firmado en Madrid y presidido por Pi y Margall. El partido republicano se dio una estructura federal según los «antiguos reinos hispánicos», pero no llegaron a un acuerdo sobre qué se entendía por federalismo. El Consejo Federal publicó un manifiesto en el que decía que la República federal era la forma conveniente por la orografía, la historia y las «razas de España». Era la naturaleza, decía, la que mostraba que la unidad en la variedad creaba «la vida y la belleza».

III. LA CONSOLIDACIÓN DE LA UTOPÍA FEDERAL[Subir]

Los utopistas de La Federal eran idealistas; esto es, eran conscientes de la imposibilidad de su realización inmediata, pero consideraban que era preciso hacer publicidad de las ideas para ir creando la mentalidad, y preparar su advenimiento. Castelar iniciaba su Historia del movimiento republicano en Europa (1873) asegurando que toda transformación en la sociedad procede de un cambio previo en las ideas, y que, por tanto, era preciso moldear estas a través de la propaganda, la educación y la acción política. Para que esto funcionara debían transmitir la idea de que el principio federal era la fórmula definitiva y perfecta de organización humana según la filosofía y la historia, y que su adopción paulatina por toda la humanidad era cuestión de tiempo. Era la llegada inevitable del paraíso, y oponerse a él era ir contra la razón y la marcha del género humano y, por tanto, contra la felicidad del hombre.

Esta argumentación tenía una enorme carga emotiva y referencias a la Providencia. El discurso hacia un llamamiento al pueblo, elogiándolo, y desvelando lo que a su entender era el futuro. «He aquí la gran ciencia, la gran moral, la gran política de los principios federales [que son] la verdadera consagración de todos los derechos posibles», escribía Roque Barcia. Era la llave del progreso de la humanidad, de la «fraternidad universal» que de abajo arriba conseguiría la federación de todos los países y, con ello, la paz, la felicidad y la prosperidad. «¡Españoles, no lo dudéis! Otro mundo viene» ( ‍Barcia, R. (1869). La Federación española. Madrid: Imprenta de Manuel Álvarez. Barcia, 1869: 47-‍48). Esa realidad alternativa la tradujo a una «Constitución de los Estados Unidos de España», dictada por un pacto voluntario «como soberanos que somos para ser laboriosos, justos, buenos y libres» ( ‍Barcia, R. (1870b). La revolución por dentro, o sea la república federal explicada por ella misma. Madrid: Imprenta de la viuda e hijos de M. Álvarez.Barcia, 1870b: 6). No eran profetas, como se dijo al principio, sino utopistas, porque consideraban la necesidad del compromiso y la movilización, de la conquista del poder para encauzar ese futuro de armonía. Francisco Córdova y López, federal intransigente, obrerista, derivaba La Federal de la lógica del iusnaturalismo, cuyo desarrollo libre y espontáneo, desde la familia, el municipio, la provincia y el cantón, promovería el «bienestar intelectual, moral y material» (La Ilustración Republicana Federal, 16-‍7-1871: 70).

Ese idealismo, el propósito de inculcar una idea como principio del ser y del conocer, conducía a que La Federal se presentara como la solución a todos los problemas. Los folletos y libros que los republicanos federales publicaron durante el Sexenio democrático coincidían en el relato de las dificultades que de todo tipo existían en la situación española y, a continuación, aseguraban que tendrían solución aplicando el principio federativo. Esto precisaba, y así lo decían todos los federales, una gran movilización. El proselitismo era necesario. No solo debía corresponder a representar la voluntad popular y la sacralización de la revolución, sino que debía ser una demostración de que La Federal era la señal segura del futuro. Fueron frecuentes los mensajes patrióticos y movilizadores, emocionales, usando las técnicas milenaristas y románticas. La fe implicaba el sacrificio, y precisaba de la evangelización para cambiar el mundo: «Sembremos con los ojos puestos en este grande ideal; sembremos cuanto podamos. No nos curemos de qué tiempo ni qué generación recogerá esta siembra» ( ‍Castelar, E. (1876) [1872]. Recuerdos de Italia. Madrid: Oficinas de La Ilustración española y americana.Castelar, 1876, II: XV).

Los discursos eran retóricos y vagos, pero conseguían el objetivo de la movilización. Las alocuciones y llamamientos se rellenaban con figuras históricas y bíblicas, promesas y grandes valores humanos, tanto en lo político como en lo social. La Federal, así, por su idealismo, enseguida fue entendida como una utopía.

El federalismo arraigó en el republicanismo español por la influencia de los republicanos franceses e italianos, la interpretación de Kant y Hegel, así como por la recepción del krausismo ( ‍Trujillo, G. (1967). Introducción al federalismo español. Ideología y fórmulas constitucionales. Madrid: Cuadernos para el Diálogo. Trujillo, 1967;  ‍Elorza, A. y Trías, J. (1975). Federalismo y reforma social en España (1840-‍1870). Madrid: Seminario y Ediciones.Elorza y Trías, 1975;  ‍Jutglar, A. (1975). Pi y Margall y el federalismo español. Madrid: Taurus.Jutglar, 1975;  ‍Piqueras Arenas, J. A. (2014). El federalismo. La libertad protegida. La convivencia pactada. Madrid: Cátedra.Piqueras Arenas, 2014;  ‍Cagiao, J. (2014). Tres maneras de entender el federalismo. Pi y Margall, Salmerón y Almirall. La teoría de la federación en la España del siglo xix. Madrid: Biblioteca Nueva.Cagiao, 2014). En las décadas de 1830 y 1840 tuvo lugar en Francia una reinterpretación de la Revolución francesa fundada en el jacobinismo, la justificación del Terror como respuesta a la amenaza exterior y contrarrevolucionaria, y la conversión del pueblo en el sujeto protagonista. Esto último permitía ligar la idea republicana con las aspiraciones populares, entre ellas el paliar la cuestión social. En este caso, el influjo de la revolución de 1848, especialmente de Fourier y Blanc, fue importante, porque supuso el vínculo entre el republicanismo y el obrerismo fundado en el mutualismo, el cooperativismo y la intervención del Estado en el establecimiento de garantías, como el derecho de asociación y de trabajo.

Por otro lado, el Risorgimento alimentó el imaginario republicano porque suponía la demostración de la ley del progreso pasada por Turgot y Condorcet: la Revolución francesa había abierto una nueva etapa de la evolución de la humanidad, que en el ámbito político conllevaba la caída de las monarquías absolutas en favor de regímenes liberales ( ‍Kumar, K. (1987). Utopia and Anti-Utopia in Modern Times. Oxford: Basil Blackwell.Kumar, 1987:43-46). Aplicado al caso italiano, los demócratas españoles asumieron los planteamientos de Carlo Cattaneo y Giuseppe Ferrari, ya que veían en el federalismo una fórmula para impedir la arbitrariedad del poder, encarnada en el trono, y asegurar así la libertad política de la nación. A esto se añadía un aspecto historicista: la federación italiana suponía respetar su pasado de distintos reinos sin dividir a la nación, creando armonía y paz ( ‍Peyrou, F. (2015). The Harmonic Utopia of Spanish Republicanism (1840-‍1873). Utopian Studies, 26 (2), 347-‍365. Disponible en: https://doi.org/10.5325/utopianstudies.26.2.0349.Peyrou, 2015). Era la fórmula federal de «la unidad en la variedad» ( ‍Ridolfi, M. (2011). El republicanismo en el siglo xix. Recorridos y perspectivas de investigación en la Europa meridional, Historia y Política, 25, 29-‍63.Ridolfi, 2011).

Detrás de este planteamiento, que repitieron demócratas españoles como Emilio Castelar y Fernando Garrido, estaba la idea kantiana de la unidad de Europa fundada en naciones soberanas, sobre los principios de libertad e igualdad. La «paz perpetua» propuesta por Kant se basaba en una lucha contra la soberanía de los príncipes, cuyas ambiciones, decía, generaban las guerras. La «integración civil de la especie humana» era posible y coincidía con el objetivo de la Naturaleza, que sustituía así a la Providencia ( ‍Negro, D. (2008). Kant y los temas característicos de su época. En M. Ayuso. El pensamiento político de la Ilustración ante los problemas actuales (pp. 167-‍197). Santiago de Chile: Editorial Fundación de Ciencias Humanas.Negro, 2008). Ahora bien, era preciso constituir una «liga de pueblos» o «federación de paz» para el respeto de los tratados y la constitución de una ciudadanía mundial. Era una federación expansiva, liberadora y democratizadora, al modo de lo que luego fue Estados Unidos, por lo que en el caso español la primera federación sería con Portugal, y luego con el resto de países latinos para llegar a los Estados Unidos de Europa y, finalmente, a la Federación Universal. Los demócratas españoles, en consecuencia, manejaban los dos sentidos de la federación política; esto es, la descentralización dentro de un Estado, y la unidad entre Estados nacionales. En este doble sentido lo usaron durante el reinado isabelino Fernando Garrido en La república democrática, federal universal (1854), Pi y Margall en La reacción y la revolución (1854), o Emilio Castelar en La fórmula del progreso (1858), y con anterioridad, aunque sin trascendencia, Xaudaró y Fábregas en 1832 y el periódico El Huracán (1840-‍1841).

La influencia lejana del idealismo de Hegel y la paz universal y federal de Kant se completaba, como se indicó más arriba, con la ley del progreso según Turgot y Condorcet, el contractualismo de Rousseau, el federalismo de Cattaeno y Ferrari, incluso con la benthamiana felicidad general, y, sobre todo, con el principio federativo de Proudhon y la idea armónica de Krause. Pi y Margall asumió de Proudhon el pacto federal como solución práctica al propósito de una federación política, pero también socioeconómica con la fórmula de «federación agrícola-industrial» que emancipaba a los trabajadores de las relaciones con el propietario ( ‍Trías Vejarano, J. (1968). Pi y Margall. Pensamiento social. Madrid: Editorial Ciencia Nueva.Trías Vejarano, 1968: 31-‍34). El krausismo proporcionó al federalismo la aspiración moral típica de las utopías. La federación aparecía entonces, con la asunción de las ideas de Krause pasadas por Julián Sanz del Río, como el instrumento para la armonía universal en la variedad, respetando los grandes principios universales —paz, justicia, trabajo, libertad— y concebido como estadio final de la humanidad ( ‍Capellán de Miguel, G. (2006). La España armónica. El proyecto del krausismo español para una sociedad en conflicto. Madrid: Biblioteca Nueva.Capellán, 2006;  ‍Cagiao, J. (2014). Tres maneras de entender el federalismo. Pi y Margall, Salmerón y Almirall. La teoría de la federación en la España del siglo xix. Madrid: Biblioteca Nueva.Cagiao, 2014: 108-‍160).

La aparición del federalismo en la vida política española más allá de los gabinetes de los escritores o de alguna publicación, supuso su inclusión dentro de las fórmulas utópicas. Sin embargo, los federales en lugar de rechazarlo lo asumieron con su acepción positiva siguiendo su concepción de la filosofía de la historia. Los republicanos consideraban que era su obligación defender la utopía; así lo escribía Fernando Garrido en el prólogo a la quinta edición de La república democrática, federal universal, publicada en 1868:

Los utopistas de ayer somos los conservadores de hoy; los que nos condenaron nos aplauden; los que llamaron utopías a nuestros regeneradores principios reconocen hoy en ellos las bases fundamentales de la regeneración política y social de la patria; y los sucesos, a que el mundo asiste asombrado, prueban una vez más que los partidos radicales predican las ideas de progreso y los conservadores las realizan ( ‍Garrido, F. (1868). La república democrática, federal universal. Nociones elementales de los principios democráticos, dedicadas a las clases productoras. Barcelona, Establecimiento Tipográfico-Editorial de Manero.Garrido, 1868:24).

En cuanto el federalismo se vinculó con hechos violentos, como los levantamientos de diciembre de 1868 y octubre de 1869 avalados por el «derecho de insurrección», y sus defensores lo presentaban con un lenguaje agresivo, el significado de «utopía federal» fue negativo para muchos. El periódico El Pueblo, dirigido por el republicano unitario y diputado Eugenio García Ruiz, fue uno de los más críticos con el federalismo, al que tachaba de fomentar la «anarquía» y la «desmembración» del país. El progresista La Iberia calificaba al federalismo de «utopía», de «sueño irrealizable dadas nuestras costumbres, nuestros usos y la vida moral de nuestro pueblo». El también progresista La Nación llamaba «utopistas» a los federales queriendo decir «ilusos» (La Iberia, 1 y 3-‍8-1869 y 5-‍9-1869; El Pueblo, 16-‍10-1869; La Discusión, 1-‍12-1869). La prensa neocatólica, como El Pensamiento, tildaba al proyecto federalista ya en enero de 1869 como una «utopía» que suponía el «rompimiento de la unidad nacional». Incluso un periódico progresista como El Imparcial equiparaba «utopía federal» con «disparate» (El Imparcial, 19-‍1-1869: 1).

A esto contestaban los federales, como Ángel Sánchez Pérez desde las páginas del Gil Blas, denunciando con sorna el uso etimológico de «utopía» como «locura». Sistemáticamente, decía, las reivindicaciones republicanas eran tildadas de utópicas: «¿Defendemos los derechos ilegislables?, y nos contestan: Utopías. ¿Pedimos el sufragio universal? Utopías. ¿Hablamos de república? Utopías» (Gil Blas, 18-‍4-1869: 1-‍2).

Lo mismo ocurría, añadía Sánchez Pérez, cuando pedían la libertad de cultos, la abolición de la pena de muerte y de la esclavitud, o el establecimiento de la edad electoral a los 20 años. Pero las conquistas de la revolución, el devenir de la historia, concluía, les iba dando la razón, lo que no les evitaba que siguieran llamándoles «locos» al oír sus propuestas. «Yo, después de maduras reflexiones, he venido a caer en la cuenta de que utopía significa locura, si no por su valor etimológico, por el uso admitido y corriente, y comprendo que, en efecto, los republicanos somos locos de atar».

Castelar declaró en las Cortes que su tarea era propagar ideas nuevas porque vivían en el «seno de la filosofía», por lo que «somos un poco utópicos, lo confieso, pero, señores, nada más que un poco» (DSCC, 7-IV-1869: 903). Fernando Garrido insistía en la utopía como «precursora» que indicaba el camino del progreso a la «ciencia social». Por eso:

Utopista me llamaron por ser partidario de utopías; utopista me quedo y acepto el título con todas las consecuencias y responsabilidades que lleva consigo. Cuando tantos aspiran al título de salvadores de la religión, del trono, de la propiedad, etc., etc., y a mí me echan encima, como un San-Benito (sic.), como una marca de reprobación el de utopista, o soñador de imposibles, después de meditarlo maduramente me decido a quedarme con él, prefiriéndole a todos esos otros ( ‍Garrido, F. (1864). Historia de las asociaciones obreras en Europa, o las clases trabajadoras regeneradas por la asociación. Barcelona: Salvador Manero.Garrido, 1864, I: 22).

Los federales insistían en que su utopía estaba respaldada por la historia, por lo que la connotación negativa no dejaba de ser una típica argucia conservadora, o de aquel que no quería ver la marcha inexorable de los tiempos. Así, Pi y Margall decía el 20 de mayo de 1869 en las Cortes que «nosotros prevemos a dónde vais, sin que vosotros mismos queráis marchar hasta ese punto, y por consiguiente nosotros somos los prácticos y vosotros los soñadores, los que andáis tras una utopía, tras lo que no se puede realizar».

IV. HURTO Y SACRALIZACIÓN DE LA REVOLUCIÓN[Subir]

Al igual que en otros procesos revolucionarios europeos, el grupo más radical se arrogó la verdadera voz del pueblo, de sus intereses y su porvenir, tildó al resto de «traidores», e intentó por la fuerza imponer su proyecto salvador. Desde el manifiesto del Gobierno provisional, del 12 de noviembre de 1868, los republicanos dijeron que la revolución se les había «hurtado». El deseo del pueblo, decían, era la democracia, pero la pretensión gubernamental de imponer una monarquía contradecía esa voluntad y, por tanto, traicionaba a la revolución. El Comité Nacional del partido republicano, en el que estaban Orense, Figueras, Castelar, Barcia y otros, publicó un manifiesto el 5 de enero de 1869 en el que aseguraba que «el gobierno no ha hecho más que contrariar dictatorialmente la revolución para imponer al país lo que el país rechaza» ( ‍Vera y González, E. de (1886). Pi y Margall y la política contemporánea. Barcelona: La Academia.Vera, 1886, I: 943).

La conclusión era que la revolución democrática había sido abortada por los monárquicos, quienes detentaban el poder. Estanislao Figueras, jefe de la minoría republicana en las Cortes constituyentes, dijo en el debate sobre el proyecto constitucional que el texto tenía «poca democracia real y positiva». En seguida, los republicanos se arrogaron la representación del pueblo y de su ímpetu revolucionario. Los federales consideraban que el movimiento no había terminado con el derrocamiento de los Borbones y la reunión de unas Cortes constituyentes elegidas por sufragio universal. La revolución no finalizaría hasta que se estableciera La Federal, y esta, según declaró Pi y Margall el 20 de mayo de 1869, «no saldrá nunca sino de las bayonetas del pueblo. Creer que puede salir de la Asamblea, es una locura, es un delirio». Castelar dijo en la instalación del Comité Republicano en Madrid, el 13 de noviembre de 1868, que «decretar un nuevo rey, es decretar una nueva revolución» para instalar la república «después de un prolongado combate». Sin embargo, añadía, «decretar hoy la república es decretar la paz» ( ‍Castelar, E. (1870). Cuestiones políticas y sociales. Madrid: Imprenta San Martín y Jubera.Castelar, 1870, III: 257). El mismo Orense había escrito que la «única tarea que resta a los republicanos es atacar a cuantos quieran venir aquí a ser reyes […]. Guerra, no solo a los destronados», sino a Montpensier, a los Saboya, Braganza, y a Espartero rey ( ‍Orense, J. M. (1869). Ventajas de la República federal. Madrid: Oficinas de La Igualdad. Orense, 1869: 38). Barcia amenazaba con la guerra civil si se desoía al pueblo y se buscaba un rey para la revolución: «¿Queréis para vuestro país un noventa y tres, un Maximiliano y un Méjico? Pues traed un monarca» ( ‍Barcia, R. (1868). El evangelio del pueblo. Madrid: Imprenta de Manuel Galiano.Barcia, 1868: 56).

El espíritu de revolución frustrada e inconclusa fue alentado por los diputados de la minoría en Cortes y la prensa. Era precisa otra revolución para concluir la de septiembre de 1868 y establecer La Federal. La sacralización de la revolución como partera de una nueva era la asumieron los federales. Barcia escribía: «La revolución es necesaria para hacer posible que seamos justos, buenos, trabajadores, libres, ricos y venturosos. La revolución es la gran caridad» ( ‍Barcia, R. (1868). El evangelio del pueblo. Madrid: Imprenta de Manuel Galiano.Barcia, 1868: 40). Paul y Angulo reunió en la redacción de El Combate a buena parte de los diputados intransigentes, propagandistas de la consecución de La Federal a través de una revolución. Ya en su prospecto decían que la «propaganda difunde las ideas, y el combate las realiza» (El Combate, 1-‍11-1870: 1). Poco a poco se fue deslizando la idea de que aquellos republicanos que pregonaban el logro de la utopía a través de las vías parlamentarias y la legalidad eran traidores o colaboracionistas, más dañinos, podrá leerse en El Combate, que los monárquicos.

Los federales de Cádiz y de Málaga se levantaron en armas en diciembre de 1868 y enero de 1869. Las milicias republicanas gaditanas, lideradas por Fermín Salvochea, se alzaron en armas cuando supieron que el Gobierno pretendía reorganizar el cuerpo. El armamento del pueblo era considerado un derecho natural que salvaguardaba la revolución. El Gobierno monárquico, aseguraban, les había robado la democracia, y se levantaron para imponer la República federal. La lucha duró tres días, del 6 al 8 de diciembre. Las milicias malagueñas, con Romualdo Lafuente al frente, hicieron lo mismo contra las tropas gubernamentales el 31 de diciembre. Al grito de «¡República federal!» la lucha terminó el 2 de enero.

Los pactos federales realizados entre mayo y julio de 1869 establecieron la legitimidad del «derecho de insurrección» si el Gobierno vulneraba, a su entender, los derechos individuales. En realidad, era una fórmula para llamar a la revolución en el momento oportuno. Así lo hicieron en septiembre de 1869. La excusa fue una circular de Sagasta, ministro de la Gobernación, a los gobernadores provinciales ordenándoles que impidieran manifestaciones contrarias a la Constitución. Los motivos del escrito eran el levantamiento carlista de julio de 1869, y el asesinato en Tarragona de la autoridad gubernamental a manos de los federales en una concentración que pedía La Federal. La circular de Sagasta fue entendida como un recorte de los derechos individuales y 40 000 milicianos federales se levantaron en armas contra el Gobierno.

Los líderes republicanos, ya en la Restauración, se acusaron mutuamente de esa insurrección. Sin embargo, los federales Nicolás Estévanez y Francisco Rispá Perpiñá confesaron años después que en julio de 1869 se formó un Centro de Acción Revolucionaria presidido por Blas Pierrad, que funcionó al margen de la dirección federal y de la minoría republicana, como en 1873 ( ‍Estévanez, N. (1975). Mis memorias. Madrid: Tebas.Estévanez, 1975: 189;  ‍Rispa Perpiñá, F. (1932). Cincuenta años de conspirador. Memorias político-revolucionarias (1853-‍1903). Madrid: Librería Vilella.Rispa Perpiñá, 1932: 276).

Salvochea, que ya había liderado el alzamiento de diciembre de 1868, organizó el de octubre de 1869 en algunas plazas andaluzas, junto a Paul y Angulo y Rafael Guillén. Fijaron proclamas en Cádiz que decían: «Probemos al país entero lo que son las provincias andaluzas cuando la libertad está a punto de sucumbir. Nuevos espartanos, preferid la muerte a la vergüenza al grito de ¡Viva la República federal!» ( ‍Fernández Herrero, M. (1870a). Historia de las Germanías de Valencia, y breve reseña del levantamiento republicano de 1869, precedido de un prólogo de Roque Barcia. Madrid: Imprenta M. Álvarez. Fernández Herrero, 1870a: 253).

Los muertos en aquel alzamiento fueron considerados por los propagandistas republicanos como «mártires del federalismo». La defensa de la revolución no se abandonó por ese fracaso, sino que se mantuvo en las publicaciones periódicas y folletos que se publicaron en los años siguientes, con la misma argumentación y el mismo sentido esencialista. La «traición» a la revolución democrática se había producido en octubre y noviembre del 68, con la Constitución monárquica de 1869, y la elección de rey de 1870 ( ‍Barcia, R. (1870a). Manifiesto a la nación. Madrid: Imprenta de la viuda e hijos de M. Álvarez.Barcia, 1870a). En ese tiempo se había formado la facción «intransigente» del federalismo que todo lo fiaba a la revolución, y que despreciaba la vía electoral y parlamentaria ( ‍Hennesy, C. A. M. (1966). La República federal en España: Pi y Margall y el movimiento republicano federal, 1868-‍1874. Madrid: Aguilar.Hennesy, 1966). Los intransigentes fundaron clubes en Madrid y en provincias, y tenían su propia prensa. Sus planteamientos eran pimargallianos: La Federal sería el resultado de una revolución y se establecería de abajo arriba.

La idea de la revolución era tan poderosa en el cumplimiento de La Federal que cuando Pi y Margall condenó la insurrección del 11 de octubre de 1872 en El Ferrol, los federales intransigentes intentaron su cese de la dirección del partido y lo llamaron «dictador». Pi dijo que la revolución quedaba deslegitimada si los derechos individuales estaban garantizados, y que, al ser así con el Gobierno radical de Ruiz Zorrilla, no había motivo para el levantamiento. Esto contradecía la propaganda que los pimargallianos habían hecho desde octubre de 1868, como se vio. La alianza con el Partido Radical de Ruiz Zorrilla, Martos y Rivero desde mediados de 1872 por parte del Directorio republicano —Pi, Castelar y Figueras— y la minoría del Congreso había provocado que los federales intransigentes tomaran a sus líderes por «traidores» a la revolución, y tejieran una red de clubes y comités clandestinos, cuyo único objetivo era preparar y ordenar el momento revolucionario. Hubo levantamientos menores en Andalucía, Cataluña y la costa levantina, y se planeó otro para noviembre de 1872. Los intransigentes crearon un Consejo Provisional de la Federación Española, que hizo circular el 25 de octubre de 1872 un manifiesto en el que combinaba la revolución política con la social, utilizando conceptos propios del socialismo ( ‍Vera y González, E. de (1886). Pi y Margall y la política contemporánea. Barcelona: La Academia.Vera, 1886, II: 341-‍346). El discurso revolucionario había tomado ya altas cotas demagógicas, como muestra una carta del intransigente García López publicada en el periódico El Tribuno del Pueblo, en la que identificaba su actuación como «esa revolución-Mesías que destruirá las injusticias, consagrará los derechos, asentando al individuo y a la sociedad en sus naturales y legítimas condiciones de existencia» ( ‍Vera y González, E. de (1886). Pi y Margall y la política contemporánea. Barcelona: La Academia.Vera, 1886, II: 354).

El refuerzo de la revolución social se produjo como consecuencia de la irrupción de La Internacional en España. Los bakuninistas entraron antes y mejor en las sociedades obreras, y consiguieron la adhesión al socialismo según las ideas de la anarquista Alianza Internacional. El congreso de Barcelona de junio de 1870 dejó clara la distancia entre la Federación de la Región Española de la AIT, que se declaró separada de la política y de los partidos, y los republicanos federales. Los federales creyeron que la opinión de los representantes de la AIT no coincidía con la de los obreros, a quienes creían aún vinculados al proyecto de La Federal (La Federación Española, 1-‍7-1870: 55). No obstante, el socialismo asociativo de Pi y Margall y Fernando Garrido, el paternalismo obrerista de Castelar o el krausista de Salmerón quedaban cortos ante la fuerza interpretativa y los objetivos del anarquismo, que para el caso español cuadraban bien con la desafección hacia política alimentada por los republicanos tras la revolución del 68. Los federales intentaron un acercamiento señalando que la cuestión social no tenía solución sin un cambio en el orden político, pero fue en vano (El Combate, 13-‍12-1870: 1-‍2). La tibia defensa de La Internacional en las Cortes tras los sucesos de la Comuna no consiguió la vuelta de las bases socialistas al republicanismo, ganadas durante el reinado de Isabel II gracias a la adopción de un discurso obrerista.

La Revolución francesa de 1848 había dado protagonismo a la cuestión social y a los socialistas. La quiebra de la Monarquía de Julio y la proclamación de la República creó el momento revolucionario adecuado para que aflorasen las asociaciones y proyectos socialistas en Francia. A partir de entonces, la cuestión social formó parte de la vida política y del discurso democrático. Fueron los años del llamado «socialismo utópico». La crítica a las consecuencias de la industrialización iba acompañada de la defensa del principio asociativo como elemento de socorro mutuo, de recuperación de valores «gremiales» como la solidaridad y el trabajo bien hecho, así como de la constitución de cooperativas de productores. Ante la «explotación» del régimen burgués, los socialistas utópicos señalaban la formación de una organización alternativa, constituida por asociaciones de trabajadores, unidas bajo el principio federativo. Louis Blanc, además, propuso la intervención del Estado en la producción, lo que reforzaba el impulso reformista proveniente de Gran Bretaña, donde el obrerismo y el cartismo habían conseguido una legislación social y laboral favorable a sus intereses ( ‍Cole, G. D. H. (1964). Historia del pensamiento socialista. I. Los precursores (1789-‍1850). II. Marxismo y anarquismo (1850-‍1890). México-Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Cole, 1964: I y II;  ‍Bedarida, F. (1984). El socialismo en Gran Bretaña hasta 1848. En J. Droz (coord.). Historia general del socialismo. De los orígenes a 1875 (pp. 351-‍450). Barcelona: Destino.Bedarida, 1984;  ‍González Amuchástegui, J. (1989). Louis Blanc y los orígenes del socialismo democrático. Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas. González Amuchástegui, 1989). Finalmente, la fundación de la AIT en Londres, en 1864, consolidó la relevancia de la cuestión social y empezó el influjo del lenguaje y propuestas socialistas entre los liberales y conservadores. No en vano, el liberalismo social inglés, representado por John Stuart Mill, inició una rectificación de los principios del orden burgués, al tiempo que nacía la socialdemocracia alemana de Lasalle.

Una parte del republicanismo francés, en consecuencia, se tiñó de socialismo durante el Segundo Imperio, lo que influyó notablemente entre los demócratas españoles. Aparte de Sixto Cámara, muerto en 1859, el obrerismo ya era evidente en la década de 1860. Los debates en el Partido Demócrata español durante esos años muestran que, aunque una parte rechazara la consecuencia de las doctrinas socialistas en cuanto a que eliminaban las libertades individuales, ya habían asumido la retórica y parte del discurso, aunque solo fuera como estrategia de movilización. Los demócratas difundieron ideas socialistas desde tres planteamientos. Sixto Cámara, Fernando Garrido y Francisco Pi y Margall defendieron el mutualismo y la federación de asociaciones de productores agrícolas e industriales. Era un tipo de contractualismo fundado en el pacto federativo, tomado de Fourier y Proudhon, básicamente, y que solo era posible en la forma republicana ( ‍Elorza, A. (1970). Socialismo utópico español. Madrid: Alianza Editorial.Elorza, 1970;  ‍Maluquer, J. (1975). Estudio preliminar a Fernando Garrido. En La federación y el socialismo (pp. 7-‍42). Barcelona: Labor, 2.ª ed. corregida y aumentada.Maluquer, 1975;  ‍Miguel González, R. (2008). La república obrera. Cultura política popular republicana y movimiento obrero en España entre 1834 y 1873. En VV. AA. La escarapela tricolor. El republicanismo en la España contemporánea (pp. 21-‍54). Santander: Universidad de Cantabria.Román Miguel, 2008;  ‍Pro, J. (2015). Thinking of a Utopian Future. Fourierism in Nineteenth-Century Spain. Utopian Studies, 26 (2), 329-‍348. Disponible en: https://doi.org/10.5325/utopianstudies.26.2.0329.Pro, 2015).

Los individualistas del Partido Demócrata, entre los que estaban Castelar, Figueras y Orense, adoptaron un discurso obrerista, en gran parte copiado del republicanismo francés de Lamennais. Era una retórica paternalista, más dedicada al elogio del «pueblo trabajador» para alistarlo en el republicanismo, con referencias cristianas, y una descripción dickensiana de las consecuencias del capitalismo. Esta retórica emotiva contribuyó también en la construcción y expansión de La Federal como utopía. La solución que proponían era propia del liberalismo social de Stuart Mill: un Estado garantista de las libertades y derechos sobre la base de la igualdad, cuyo libre desarrollo rebajaría los perjuicios sociales de la industrialización. La fórmula del progreso, según explicaba Castelar, era eso: una democracia con forma de república que atendiera la cuestión social.

Los krausistas, la tercera vía de difusión, hablaban de la intervención del Estado. En su defensa estaban Nicolás Salmerón, Eduardo Benot o Francisco de Paula Canalejas ( ‍Capellán de Miguel, G. (2007). Liberalismo armónico. La teoría política del primer krausismo español (1860-‍1868). Historia y Política, 17, 89-‍120.Capellán, 2007). Una de las claves era la instrucción, la extensión de la educación; de ahí la preocupación por la formación de los obreros como medio de cambiar sus costumbres y mejorar su estatus. La propuesta encajaba bien con las sociedades burguesas dedicadas a paliar la situación de los más desfavorecidos. Otra de las claves era la legislación social y obrera para proteger a las mujeres y a los niños, que redujera la peligrosidad del trabajo, o que mejorara su higiene. Para que eso fuera posible no proponían un cambio de Gobierno, sino de forma de Estado, decían, porque solamente con una república sin ataduras con los privilegiados o la Iglesia podría llevar a cabo una transformación de tal envergadura. El objetivo era la armonía social y la felicidad de la mayoría, lo que también contribuyó a apuntalar La Federal como utopía.

Los federales recordaban que La Federal tenía una parte política y otra económica: la «federación agrícola-industrial» en sentido proudhoniano ( ‍Rodríguez Solís, E. (1869). Reseña histórica de las monarquías españolas, con un prólogo de Roque Barcia. Barcelona: Establecimiento Tipográfico-Editorial de Manero.Rodríguez Solís, 1869: 13). Los intransigentes adoptaron buena parte del discurso socialista desde 1871 y lo trasladaron a sus publicaciones, como La Federación Española o La Enciclopedia Social Federal. Rodríguez Solís, director de La Ilustración Republicana Federal, dedicó en cada número de su revista una pieza a la cuestión social, a la huelga, al socialismo o La Internacional, y comenzó a publicar artículos del socialista Sixto Cámara. El llamamiento a los trabajadores que publicó Paul y Angulo, por ejemplo, estaba inspirado en el manifiesto de La Internacional a los trabajadores del 24 de diciembre de 1869 (El Combate, 1-‍11-1870: 1). Expresiones típicas del internacionalismo, como «la lucha es de los oprimidos contra los opresores», se hicieron frecuentes (La Ilustración Republicana Federal, 30-‍8-1872: 375-‍376). Llegaron a decir que deseaban que La Internacional se instalara en todo el país (La Federación Española, 13-‍5-1870: 10-‍11). Estas coincidencias provocaron cierta complicidad y favorecieron las relaciones entre federales intransigentes e internacionalistas, como muestran las actas del Consejo Federal de la Internacional ( ‍Seco Serrano, C. (1969). Estudio preliminar a Actas de los Consejos y Comisión Federal de la Región Española (1870-‍1874). Barcelona: Universidad de Barcelona.Seco Serrano, 1969;  ‍Morales Muñoz, M. (1993). Entre la Internacional y el mito de La Federal. Los obreros españoles durante el sexenio democrático (1868-‍1874). Bulletin d’Histoire Contempororaine de l’Espagne, 17-‍18, 125-‍134.Morales Muñoz, 1993).

El enconamiento de los federales intransigentes, cantonalistas, contra los benevolentes, parlamentaristas, fue creciendo en tan solo dos años. A finales de 1872, el lenguaje empleado por los primeros era muy violento, y constantes los llamamientos a la revolución. Córdova López y Rispá Perpiñá sacaron la segunda época de El Combate entre 1871 y finales de 1872 con dicho objetivo y expresiones. Los enemigos eran tanto los monárquicos como los republicanos tibios. Esto se traducía en que su funcionamiento organizativo estaba separado, y que menudearon las conspiraciones y los conatos revolucionarios, como muestran las memorias de Estévanez o Rispá. La sacralización de la revolución como el único medio posible de establecer la utopía llegó incluso cuando se proclamó la República, el 11 de febrero de 1873; es más, los intransigentes creyeron que era el momento preciso o prometido. El cantonalismo no fue otra cosa que llevar a la práctica La Federal. Por fin las ideas pregonadas daban su fruto, y la caída de la monarquía daba la razón a la argumentación republicana: era el destino y ellos sus fautores.

V. 1873: LLEGÓ LA UTOPÍA[Subir]

La realización de la utopía estaba al alcance de la mano. Los federales intransigentes o cantonalistas difundieron en 1873 un relato que unía varios elementos: la posesión de la verdad histórica y filosófica, el victimismo de un pueblo siempre engañado y la legitimidad de estar guiado por un fin próspero y armonioso. Se arrogaron definitivamente la voz del pueblo y del destino porque parecía que el fracaso de la monarquía de Amadeo de Saboya les daba la razón. Sus agentes fueron el grupo parlamentario intransigente, que contó desde junio con 58 diputados, además de la Junta de Salvación Pública que montaron en Madrid para organizar la revolución cantonal. En provincias se nutrían de los clubes federales y la milicia, y contaban con sus propios periódicos. Tras las elecciones de mayo de 1873, la conexión entre todos estos ámbitos fue muy fuerte: los diputados eran portavoces de las reclamaciones de La Federal, al tiempo que formaban parte de la Junta de Salvación y que acudían a las provincias para levantar el cantón, para lo cual se contaba con los notables locales de los clubes y los cargos públicos.

El 12 de febrero la Diputación provincial de Barcelona proclamó el Estado catalán, que se disolvió por orden de Pi y Margall, declaración que repitió el 8 de marzo. En esta ocasión tuvo que viajar hasta Barcelona el presidente de la República, el catalán Figueras, para convencerles de que depusieran su actitud, lo que consiguió el 12 de marzo. El conflicto del 23 de abril entre el Gobierno y la Asamblea Nacional, con mayoría del Partido Radical, se saldó con la disolución de la Cámara. Esto animó la impaciencia de los intransigentes, que, libres de obstáculos y agudizado su victimismo, exigieron la inmediata proclamación de La Federal.

Las elecciones de mayo de 1873, dirigidas por Pi y Margall, ministro de la Gobernación, tuvieron una abstención según los autores entre el 50 % y el 70 %, y mayor aún fue en las municipales de julio. A esas alturas, el voto estaba desautorizado como instrumento para determinar las instituciones o designar al Gobierno. Los intransigentes consiguieron 58 diputados. Su ideario era el mismo que en 1868: la sacralización de la revolución y la búsqueda de La Federal política y social a través de un Gobierno de convención que estableciera el pacto pimargalliano originario, de abajo arriba. El resto de republicanos había variado ya su discurso. Mientras Castelar y Salmerón seguían hablando de federalismo, pero como mera descentralización, al viejo estilo del Partido Demócrata, Pi y Margall defendía una federación política, determinada por el Ejecutivo con las Cortes, no por los Estados. En consecuencia, la utopía federal quedó en manos solo de los intransigentes ( ‍Vilches, J. (2015). Contra la utopía. El origen del republicanismo conservador en España (1870-‍1880). Historia contemporánea, 51, 577-‍607. Disponible en: https://doi.org/10.1387/hc.14726.Vilches, 2015).

Orense lideró al grupo parlamentario intransigente, que reprobó al Gobierno, y consiguió la proclamación de la República federal el 8 de junio antes de que se iniciara el debate constitucional. Al mismo tiempo se constituyó en Madrid un Comité de Salud Pública que funcionó como directorio revolucionario. En ella estaban Roque Barcia y el general Contreras. El primero se había convertido en el mejor portavoz de la utopía, con su tono mesiánico y sus promesas. El segundo era el sable, junto al general Blas Pierrad. El 11 de junio, Contreras y la milicia federal tomaron el Ministerio de la Guerra. Bajo presión, la Asamblea, en sesión secreta, acordó que Pi formara un ministerio y suspendiera las garantías constitucionales. Los diputados intransigentes ya tenían su motivo para poner en marcha el «derecho de insurrección».

El levantamiento del cantón de Cartagena, el 12 de julio, marca el punto en el que la utopía se convierte en realidad. En el primer número de El Cantón Murciano se podía leer, desde un lejano idealismo hegeliano y kantiano, la idea de progreso y la sacralización de la revolución, que el levantamiento haría que España pusiera la primera piedra de la «Federación Europea» para cerrar la puerta a los «eternos enemigos de la humanidad», a través de una «guerra de vida o muerte entre el presente y el pasado, entre las nuevas y las viejas ideas» (El Cantón Murciano, 22-‍7-1873: 2).

La insurrección de Cartagena inició el cantonalismo. Seis días después, Pi y Margall dimitía y era sustituido por Salmerón. Su nombramiento supuso el levantamiento de cantones en muchos lugares. Los manifiestos y justificaciones tuvieron un alto contenido retórico, moralizante y emocional, apelando a valores universales como la justicia y la paz ( ‍Lacomba, J. A. (2001). Cantonalismo y federalismo en Andalucía. El manifiesto de los federales de Andalucía. Revista de estudios regionales, 59, 267-‍276.Lacomba, 2001). Unos, como los de Sevilla y la propia Cartagena, se dedicaron a la expansión territorial, y otros se hundieron por conflictos internos o se disolvieron en cuanto llegó la tropa gubernamental, como Valencia, Málaga o Cádiz. Cartagena se convirtió en la realización de la utopía política y social de La Federal. Allí llegó el Directorio Provisional de la Federación Española con la pretensión de instaurar el régimen que habían estado pregonando desde 1868. El manifiesto del general Contreras así lo expresaba: «Nunca la vigorosa voz de la Patria que con paso enérgico y seguro marcha a la prosperidad, reclamó de vuestro apoyo la fuerza que a todos nos ha de conducir a nuestra definitiva felicidad» (El Cantón Murciano, 22-‍7-1873: 1).

Los cantonales emprendieron la revolución porque creyeron que era el único mecanismo posible para romper la traición o el error del destino, y acelerar el advenimiento del paraíso. La Federal seguía siendo para ellos la fórmula política más democrática y popular, la única capaz de salvaguardar los derechos del hombre. En lo social, decían, impondría la justicia para que cesara «la explotación del débil por el fuerte» (El Cantón Murciano, 16-‍8-1873: 1). Los cantonales siguieron con su discurso socializante, pero no consiguieron atraer oficialmente a la AIT, quien consideraba que La Federal era una solución burguesa, aunque sí hubo colaboración a nivel local y personal ( ‍Pérez Roldán, C. (2001). El partido republicano federal, 1868-‍1874. Madrid: Endymion.Pérez Roldán, 2001: 240). En septiembre de 1873, el general Pavía redujo los últimos focos cantonales en Andalucía, y solo resistió Cartagena. Este no es sitio para referir las incursiones terrestres y marítimas de los cartageneros para exigir dinero a otras ciudades, ni la resistencia de la ciudad al ejército republicano. Sin embargo, el cantonalismo supuso la realización de la utopía, de La Federal, con todo su idealismo, ánimo de transformación completa, optimismo volitivo, pesimismo existencial, y sacralización de la revolución que la llevaron a triunfar y a fracasar en tan poco tiempo.

VI. CONCLUSIÓN[Subir]

La Federal fue una utopía que se construyó y desarrolló con rapidez y fuerza gracias a lo que he denominado «momento utópico»; es decir, la quiebra de un régimen y la apertura de un proceso de construcción colectiva abierto a todo tipo de propuestas organizativas. El derrumbe efectivo de la monarquía isabelina y la ilusión generada por la posibilidad de construir un orden nuevo, así como las facilidades para los medios de organización y propaganda, fueron la base sobre la que se produjo la explosión de La Federal como utopía. La Federal habría surgido en un momento revolucionario, donde la situación social y cultural estaba preparada y las circunstancias favorecían los planteamientos alternativos.

La utopía federal fue política y social, ya que se presentaba como una sociedad alternativa a la presente, fundada en la descentralización, las federaciones agrícola-industriales, y el asociacionismo mutualista y cooperativista. Los propagandistas de La Federal eran conscientes de que pregonaban para el futuro una sociedad perfecta, armónica y feliz, localizada en un espacio geográfico concreto, que necesitaba la movilización y el compromiso.

Los republicanos federales construyeron una utopía dualista; es decir, frente a una realidad marcada, a su entender, por la negación de los derechos individuales, del progreso, la razón y la historia, expusieron una realidad alternativa. La Federal era la «verdad» ante la mentira y la traición, incluso la lentitud que suponían la revolución del 68, e incluso después la labor de los republicanos en el Gobierno en 1873.

La condición de la sacralización de la revolución como elemento utópico se cumple. No solo elogiaron la revolución y le dieron el carácter de matrona de la historia en discursos, manifiestos, periódicos y ensayos, sino que la llevaron a cabo. La revolución se convirtió en la condición necesaria para realizar la «verdad» utópica, y salvar sus obstáculos. El principio federativo de abajo arriba que propagó Pi y Margall y que luego tomaron para sí los intransigentes dio armazón argumental a dicha sacralización y proporcionó un procedimiento para llevarla a cabo. Se trataba de una visión pesimista del presente, optimista del futuro, pero que precisaba de la ruptura y la confrontación, es decir, de la revolución, para precipitar la crisis total del régimen presente. Eso fue lo que hicieron los federales durante el sexenio: levantarse en armas, de forma coordinada o aislada, en diciembre de 1868, octubre de 1869, marzo de 1870, en varias ocasiones en 1872, e incluso durante la República de 1873.

Desde octubre de 1868, los federales dieron un sentido a los problemas de su tiempo, con un claro tono pesimista, que confirmaba siempre sus denuncias. La revolución había sido hurtada, el pueblo engañado, y el desorden y el desgobierno, la infelicidad y la injusticia, eran las consecuencias. Al tiempo presentaban una esperanza, La Federal, que devolvía al optimismo frente a un presente negativo, pero que requería compromiso y movilización. La actividad de los federales durante el sexenio se caracterizó por ser la más frenética de todos los grupos, en todos los ámbitos de sociabilidad y propaganda, incluidas las barricadas y manifestaciones.

Los federales presentaron su utopía como la consecuencia de un planteamiento filosófico de la historia, una mecánica de los procesos de las sociedades que era una fórmula tan salvadora como inevitable. Sus enemigos solo la podían retrasar por maldad o ignorancia. Los propagandistas de La Federal señalaron una interpretación de la historia de España, Europa y América, una historia de la libertad y la democracia marcada por la ley del progreso, el idealismo kantiano, la dialéctica hegeliana y el republicanismo francés de mediados del xix. Conseguida una realidad como la democracia, los republicanos pedían pasar a lo que creían que era el estadio siguiente de la evolución humana, lo que exigía una nueva crítica social y transformaciones. Así fue La Federal: la insatisfacción por la democracia recién nacida en 1868.

Los republicanos entendieron el idealismo como integrante del pensamiento utópico; es decir, como la prédica de ideas que, aun sabiéndose irrealizables en el momento, servían para conformar la realidad o ir acostumbrando a los españoles a esos planteamientos. La realización de esas ideas en la sociedad, tras su propagación y extensión, se efectuaba a través de un contrato social. En el caso español, ese contractualismo se traducía en La Federal para lograr la justicia, la paz, la felicidad y la armonía. Todos estos valores universales y sus principios solo eran posibles en su utopía. El lenguaje que utilizaron los federales, como utopistas, era mesiánico, apocalíptico, de características religiosas, para el proselitismo, la creación de identidad colectiva y la movilización, porque la utopía, como La Federal, se convirtió en una fe.

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