El estudio sitúa el ámbito de justificación tradicional de la institución del indulto en la idea de soberanía y en dos de sus atributos esenciales: la gracia y la justicia. Ambas nociones están en oposición en el contexto penal por el carácter esencialmente inmotivado de la gracia, que, al igual que la misma noción de soberanía sobre la que se asienta, parece estar en abierto conflicto con exigencias básicas del Estado de derecho. El estudio aborda también la ambigua noción de excepcionalidad, que puede ser entendida como extraordinariedad o como excepción, para analizar la noción de generalidad en los indult os y para concluir defendiendo la necesidad y la posibilidad de una regulación legal limitativa, y especialmente restrictiva, del derecho de gracia.
The essay situates the field of traditional justification of pardon in the idea of sovereignty and in two essential attributes of that idea: mercy and justice. These two notions are in opposition in a criminal context due to the essentially motiveless character of mercy, which, as the notion of sovereignty that supports it, seems to be in open conflict with the most basic requirements of the rule of law. The study also deals with the ambiguous notion of exceptionality, which can be understood either as extraordinarity or as exception, in order to analyse the notion of generality in pardons and to conclude defending the need and the possibility of a limitative and specially restrictive legal regulation of the right of pardon.
GraciajusticiasoberaníaexcepcionalidadextraordinariedadexcepcióngeneralidadMercyjusticesovereigntyexcepcionalityextraordinarityexceptiongeneralitymagazine-editors Manuel Aragón Reyes, Universidad Autónoma de Madrid. César Aguado, Universidad Autónoma de Madrid. Francisco Balaguer Callejón, Universidad de Granada. Paloma Biglino Campos, Universidad de Valladolid. Francesc de Carreras Serra, Universidad Autónoma de Barcelona. Javier Corcuera Atienza, Universidad del País Vasco. Piedad García Escudero, Universidad Complutense, Madrid. Javier Jiménez Campo, Tribunal Constitucional. Manuel Medina Guerrero, Universidad de Sevilla. Juan Luis Requejo, Tribunal de Justicia de la Unión Europea. xml-html-producerComposiciones RALI, S.A.Cómo citar este artículo / Citation: Ruiz Miguel, A. (2018). Gracia y justicia: soberanía y excepcionalidad. Revista Española de Derecho Constitucional, 113, 13-35. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.113.01I. INTRODUCCIÓN
Este escrito es parte de un estudio más amplio sobre la justificación filosófico-jurídica del derecho de gracia, tanto en sus aspectos sustantivos como, de manera más indirecta, institucionales. Desde un enfoque eminentemente filosófico-jurídico, la pretensión central del estudio es plantear algunos problemas filosóficos generales y sustantivos sobre la justificación ético-política del derecho de gracia, lo que va más allá de la estricta figura del indulto para dar protagonismo a nociones como las de justicia, clemencia, equidad, etc. y a su relación con otras formas de indulgencia ejercidas por distintos actores jurídicos. De manera secundaria el estudio trata de extraer de la reflexión sustantiva algunas posibles derivaciones o sugerencias a propósito de la mejor atribución de competencias a unas u otras instituciones, donde se sitúa el debate sobre el lugar del indulto.
El estudio parte de una introducción que propone un análisis histórico de la prerrogativa de gracia, basada en la idea de soberanía, y del contraste entre las ideas de gracia y de justicia, que modernamente se identifican con las exigencias del Estado de derecho. Desechada la tradicional concepción puramente discrecional de la gracia, se analiza luego si tanto la justicia como la gracia pueden conservar todavía alguna justificación al amparo de tres rúbricas diferentes: la equidad, la clemencia y la utilidad pública. En la equidad la gracia se da la mano con la justicia o, más precisamente, con una forma de justicia indulgente que modera la justicia rigurosa. En la clemencia, entendida restrictivamente como compasión o misericordia, la gracia se presenta en contraste con la justicia y la igualdad, lo que resulta de difícil justificación salvo mediante una regulación legal específica de algunos supuestos, como la enfermedad incurable o la pena natural. Y, en fin, por la utilidad pública, que apela al interés general, la gracia puede justificarse como una excepción a la justicia en situaciones críticas, sea de naturaleza fundacional (justicia transicional y restaurativa), o sea por otros motivos de especial y grave necesidad. El presente escrito reproduce únicamente el apartado introductorio del estudio, limitándose a proponer en la conclusión una rápida síntesis de las tres rúbricas mencionadas (el desarrollo de las dos primeras rúbricas puede verse en Ruiz Miguel, 2017; 2018).
II. GRACIA, MERCED Y ARBITRIO
La legitimación primigenia y tradicional de la gracia gira en torno a la soberanía incluso con bastante anterioridad a la aparición de este concepto, que suele situarse ya en el siglo xvi, cuando Bodino configura «el poder de conceder gracia a los condenados por encima de las sentencias y contra el rigor de las leyes» como uno de los atributos de la soberanía (Bodino, 2006: IX, 80.). Con antecedentes más o menos directos y probables en el mundo antiguo —del Código de Hammurabi a la cultura hebrea y de la práctica de la Atenas democrática a la República romana—, parece que el perdón de los delitos se consolida como una institución regular y permanente propia de los monarcas occidentales, más o menos absolutos según los momentos, a partir del principado de Augusto. Ya en el siglo i, cuando Nerón dice de sí mismo «yo soy árbitro de la vida y la muerte de los pueblos», Séneca es el primero en teorizar la indulgencia como especialmente apropiada para el príncipe bajo el ejemplo y modelo de un poder similar al de los dioses.
En el desarrollo de la institución del perdón o remisión del delito, total o parcial, las monarquías absolutas acentuaron la justificación de la prerrogativa como gracia en cierto contraste con la justicia. Así se puede observar en la apretada conexión con la antigua noción de merced con la que nace y se despliega la institución de la gracia. Aunque el significado originario del latín merces fuera el de salario o recompensa, adquirió luego resonancias de agradecimiento y de favorecimiento gracioso, más o menos acentuadas en el merci del francés, la merced del español o la mercy del inglés, si bien es en esta última donde el término se ha mantenido más unido al derecho de gracia en el complejo significado de indulgencia y de clemencia, pero también de nuestra gracia como beneficio no debido y gracioso. En todo caso, esta última acepción de la gracia, que el Diccionario de la RAE define como «don o favor que se hace sin merecimiento particular» y «concesión gratuita», está estrechamente conectada con la discrecionalidad de quien en una posición de superioridad otorga alguna cosa libremente, a su arbitrio.
En el caso del perdón o indulto, ese doble rasgo de la discrecionalidad ejercida desde una posición de superioridad o poder acaso permite deshacer la aparente paradoja de que, históricamente, el ejercicio regio de la gracia no fuera siempre gratuito para el reo (aunque pudiera seguir siendo gracioso para el otorgante): así, en la monarquía absoluta castellana se distinguía entre el indulto «de gracia» y el indulto «al sacar», para el que el indultado debía pagar una suma de dinero en Tesorería de la Cámara real (Tomás y Valiente, 1992: 483). Pero la gracia no dejaba de estar al arbitrio del soberano por ser venal, seguramente a semejanza de la gracia divina, que se seguía predicando como libérrima a pesar de su venta mediante indulgencias por la Iglesia católica.
III. GRACIA CONTRA JUSTICIA
Si el peso central de la idea de gracia recae en la nota de arbitrio, la combinación de lo graciable con la soberanía da lugar a dos rasgos significativos: primero, lo graciable se contrapone a lo debido (esto es, a lo obligatorio o merecido) y, por tanto, a lo que es de justicia, de manera que la gracia termina distinguiéndose de la justicia sin perjuicio de ser un modo relativamente regular u ordinario de ejercicio del poder penal; segundo, la gracia, producto de la libre discreción o arbitrio del poderoso, puede ser arbitraria por no estar sometida a criterios preestablecidos, siendo así incontrolable en términos de racionalidad o de justicia. Veamos los dos rasgos.
En cuanto a la relación entre gracia y justicia, en unas monarquías absolutas poco efectivas en la persecución de los delitos la gracia pudo ser el régimen paradójicamente ordinario en contraposición a un sistema de justicia muy rigurosa que, apenas aplicada de manera regular, se ejercía sobre todo mediante castigos esporádicos y ejemplarizantes, muchas veces espantosos. Aunque en este modelo no faltan justificaciones de la gracia sea por razones de clemencia (en el sentido de misericordia o compasión), sea como corrección equitativa de una justicia excesivamente rigurosa, el vector histórico dominante de la prerrogativa de gracia está en ser un poder residual y excepcional que en último término se asienta en la «real gana» (el «car tel est notre plaisir» de los reyes franceses), esto es, en la absoluta discrecionalidad propia de un poder supremo y no sujeto a límites que, oscilando «entre la crueldad y el indulto», se legitimaba paradójicamente como paternal y benefactor a través del perdón graciable (Tomás y Valiente, 1992: 486). Ya Bodino, en el capítulo sobre «las recompensas y las penas» de su tratado sobre la República, advertía que: «Los príncipes avisados han acostumbrado a remitir las penas a los magistrados y a reservar los premios para sí, a fin de conquistar el amor de los súbditos y huir de su malquerencia» (Bodino, 2006: V.iv, 234), una idea que Montesquieu generalizaría como «distintiva de las monarquías», a las que caracterizaba por el principio del honor: «Los monarcas ganan tanto con la clemencia, va ésta siempre seguida de tanto amor, obtienen con ella tanta gloria, que casi siempre es una dicha el poder ejercerla» (Montesquieu, 1972: VI.xxi; 112).
En cuanto al segundo rasgo, la atribución de la gracia a una soberanía no limitada, a imagen de la divina, configuró su ejercicio como una prerrogativa graciable, que se podía ejercer por cualquier tipo de razón y, por tanto, confiriendo un poder residual último, incontrolado e incontrolable, capaz de dar pábulo lo mismo al capricho que a la justicia, a la tradición que a la compasión, a la superstición que a la vanagloria real, a la demagogia que a la paz social. Esta tensión última entre gracia y justicia la vio desnudamente Nietzsche, para quien la gracia es «el privilegio del más poderoso, mejor aún, su más-allá del derecho», y el «hermoso nombre» por el que la justicia se podría llegar a autosuprimir para, en señal de desprecio, dejar impunes a los «parásitos» de la sociedad (Nietzsche, 1972: II.10, 83).
Esa exención de todo control de la gracia no significa que el ejercicio de la potestad de indultar fuera siempre y necesariamente irracional, y todavía menos incongruente con los intereses de legitimación de la monarquía. Pero es evidente que se prestaba a abusos, como nos consta por las protestas del mismo rey Juan I de Castilla, que ya advertía que «de fazer los perdones de ligero se sigue tomar los omes osadía para fazer mal», así como por las severas cautelas del mismo Bodino, que anuncian la desconfianza de los ilustrados ante la institución. En todo caso, la exención de control, como residuo de la vieja soberanía ilimitada a veces formulado edulcoradamente como discrecionalidad, siguió caracterizando en gran medida a la institución del indulto también en el constitucionalismo liberal, donde en lo esencial pervivió como una figura de excepción. Y una figura de excepción en los dos sentidos principales de este término: por ser usado en situaciones extraordinarias y por situarse por encima de lo regulado, como excepción a las normas aplicables. Veámoslo por partes en los dos epígrafes siguientes.
IV. EXCEPCIONALIDAD, EXTRAORDINARIEDAD Y GENERALIDAD
En el primer aspecto de la excepcionalidad destaca la idea de lo extraordinario frente a lo ordinario o regular desde un punto de vista fáctico o social. Así, como contrapuesta a lo que es habitual o cotidiano, la institución de la gracia se podía usar, como todavía se usa, en situaciones excepcionales en el sentido de extraordinarias. El ejemplo más notorio son los indultos de carácter festivo o conmemorativo, que Las Partidas atribuían a alguna «gran alegría» del rey o el señor, «como por nacimiento de su hijo, o por victoria que hayan tenido sobre sus enemigos o por amor a Jesucristo, así como lo usan hacer el día del viernes santo de andulencias, o por otra razón semejante a estas».
Dentro de semejantes razones cabe incluir también la tradición de conmutar la pena al reo cuya ejecución a muerte fallaba (en ocasiones no por azar), que en Castilla decidía caso por caso el Consejo Real y que, en lo que tenía de superstición antes que de clemencia, recuerda a la costumbre romana de liberar al condenado a muerte que en su camino al cadalso se cruzaba fortuitamente con una virgen vestal (Markel, 2004: 1438). Este primer aspecto de la excepcionalidad es compatible no solo con la repetición regular de la gracia, según ocurre con los indultos con motivo de la Semana Santa (en España todavía vigentes), sino también con su alcance general, hasta el punto de que, con buen criterio, Tomás y Valiente clasificó este tipo de indultos conmemorativos y festivos como «generales». En efecto, de una parte, lo regular puede ser excepcional si, más allá de su repetibilidad, se trata de un hecho esporádico y espaciado, que rompe con lo cotidiano o rutinario, como ocurre con las fiestas. De otra parte, y de forma más importante, esa excepcionalidad no decae por el hecho de que este tipo de motivaciones conmemorativas se utilice, como ha solido ocurrir, como una medida general, esto es, para otorgar un alto número de indultos sin atención a particularidades, como lo captó bien Concepción Arenal (1893: 39): «En todas las gracias concedidas en masa, como amnistías o indultos generales, para consolidar situaciones políticas o celebrar faustos sucesos, se prescinde absolutamente de circunstancias individuales».
Un ejemplo contemporáneo llamativo lo ofrecen los 1443 indultos concedidos en España el 1 de diciembre del año 2000, que el Consejo de Ministros aprobó, según dijo el ministro de Justicia, en consideración a la petición del Papa con motivo de un año jubilar, al vigésimo segundo aniversario de la Constitución, al vigésimo quinto aniversario del reinado de Juan Carlos I y a la proximidad del fin del milenio. Otro ejemplo bien conocido, aunque menos llamativo que el citado, lo da el last-minute pardon (140 pardons o indultos totales y 36 conmutaciones de penas) con el que se despidió el presidente Bill Clinton de su último mandato, entre los que hubo algunos escandalosos, como al fugitivo bimillonario Marc Rich, cuya exmujer había sido una de las donantes de la campaña de Clinton (véase Haase 2002: 1288-1290).
Antes de pasar al segundo aspecto de la excepcionalidad merece la pena detenerse un poco más en la cuestión de la generalidad o particularidad de los indultos, que tiene gran trascendencia no solo porque hay sistemas que, como el español, prohíben los indultos generales, sino porque desde un punto de vista más amplio tales indultos o bien carecen de justificación en cuanto tales o si tuvieran justificación exigirían ser aprobados mediante una ley. Tiene interés, por tanto, comentar si, más allá de la mera formalidad de que dichos indultos se aprobaran mediante 1443 reales decretos distintos, no estamos ante una medida de gracia materialmente general.
Inicial y aparentemente, la noción relevante en esta cuestión es la de generalidad normativa, que ya Rousseau formuló muy claramente como requisito de la justicia de la ley, algo que él asociaba a la oscura idea de la voluntad general y que otros muchos autores posteriores han relacionado más bien con la igualdad:
Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley considera a los súbditos en conjunto, y las acciones como abstractas, jamás a un hombre en cuanto individuo ni a una acción como particular. Así, la ley bien puede establecer que habrá privilegios, pero no puede concederlos nominalmente a nadie; la ley puede hacer diversas clases de ciudadanos e incluso asignarles las cualidades que darán derecho a esas clases, pero no puede nombrar a tales o cuales como admisibles a ellas… (Rousseau, 1989: 43).
En realidad, a lo máximo que podría aspirar el requisito de la generalidad y abstracción de la ley es a constituir una condición necesaria pero en absoluto suficiente de una igualdad justa. Lo único que aquel requisito garantiza es que la ley trata formalmente igual a los sujetos de una misma clase, pero no que la igualdad obtenida mediante tal clasificación sea razonable o justa: las leyes que han discriminado abiertamente a negros y mujeres han cumplido siempre el requisito de la generalidad. Pero, más todavía, ni siquiera tal requisito es condición necesaria de la justicia de una norma o decisión, al menos si existen casos particulares que demandan un trato distintivo y específico, que es el presupuesto no solo de las discutidas leyes de caso único sino también de cualquier nombramiento de cargos y, en lo que nos concierne, de los indultos particulares.
Pero las definiciones rousseaunianas de generalidad y abstracción, que adoptan el criterio lógico de diferenciar entre descripciones de clase y descripciones nominativas o definidas, comportan la consecuencia de que mientras una norma puede ser individual o general y a la vez abstracta, ninguna prescripción concreta puede ser en realidad general, en la medida en que la especificación cerrada de la acción por fuerza produce una individualización específica de los sujetos. Es lo que ocurriría con una norma que dijera: «El presente año, los españoles mayores de dieciocho años deberán contribuir con un impuesto excepcional del 0,7 % de sus ingresos para ayuda humanitaria internacional».
Como los indultos generales son decisiones concretas que permiten individualizar a sus destinatarios, por numerosos que sean, aplicar el criterio de Rousseau significaría que, ad absurdum, todo indulto general tendría en realidad carácter particular, disolviendo la propia distinción. Por tanto, la conclusión debe ser que la distinción rousseauniana, basada en la utilización o no de una clasificación lógica, es inútil para diferenciar entre indultos generales y particulares y, plausiblemente, también poco útil para diferenciar entre normas generales y particulares.
Ante ello, aunque al coste de perder precisión definitoria —que en la propuesta de Rousseau es una precisión inadecuada y aparente—, la distinción más sensata entre ambas categorías de indulto debe tomar en cuenta no tanto la referencia a una clase de sujetos y acciones como el criterio de que la motivación o el sentido de la norma tenga a sus sujetos por indeterminables a simple vista o, por el contrario, los haya seleccionado con acepción de personas, o uti singuli. Veamos más despacio los dos lados de la dicotomía.
En el lado de la generalidad, la vaga cláusula del «a simple vista» es la única manera sensata que veo para calificar la indeterminabilidad de una descripción normativa en una época de ordenadores, donde es posible acceder a informaciones complejísimas a un golpe de clic. Por lo demás, reconozco que conforme a este criterio la generalidad normativa es un concepto claramente gradual en el doble sentido de que admite normas más generales que otras y de que puede suponer la existencia de una zona de penumbra o de indecisión entre normas generales y concretas, pero eso es lo que exige, me parece, la naturaleza de la cosa.
En el otro lado, el de la particularidad, se debe coincidir con Aguado Renedo (2001: 99) en que el número de personas afectadas no es lo relevante para diferenciar entre indultos particulares y generales. Sin embargo, considero la interpretación de Aguado de la condición uti singuli, como mera singularización de los destinatarios, demasiado laxa:
No debería existir problema en que aparezcan en el mismo acto formal (en el mismo Decreto, por ejemplo) todos los beneficiarios, pues, en tanto en cuanto estén singularizados los sujetos, se cumple con la condición del indulto individual: es una cuestión puramente práctica, a nuestro juicio, disponer tantos actos de indulto (tantos Decretos) como individuos se trate de beneficiar, todos ellos con el mismo contenido al tratarse de un indulto sobre circunstancias idénticas, o uno solo en el que se especifiquen los sujetos sobre los que recae (Aguado 2001: 99-100).
A mi modo de ver, en cambio, en ambos casos podemos estar ante un indulto general en la medida en que denominar a los indultados por su nombre y apellidos no signifique que se hayan tenido en cuenta las circunstancias específicas de cada caso necesarias en el indulto particular. En todo caso, debe observarse además que la acepción de personas —bien definida por la RAE como «acción de favorecer o inclinarse a unas personas más que a otras por algún motivo o afecto particular»— puede estar justificada o no según la motivación sea apropiada o, por el contrario, parcial, interesada o caprichosa.
De lo anterior se pueden extraer dos conclusiones a propósito de la distinción entre indultos generales y particulares. Primera, que parecen bien comprensibles y asumibles las razones para prohibir los indultos generales, al menos como prerrogativa del poder ejecutivo, por la evidente razón de que si es de justicia o de interés general rebajar o perdonar la pena en una clase de delitos, eso es algo que debería hacerse no a través de una decisión del poder ejecutivo sino de una ley del parlamento (bien reformando el Código Penal si es de justicia, bien con una ley ex profeso si la razón es la utilidad pública), mientras que otros motivos, como los conmemorativos y similares, no parecen admisibles en absoluto, ni siquiera para el legislador. Segunda, que los indultos particulares, aun cuando en algunos supuestos pudieran estar justificados, tendrían en todo caso como límite elemental que la acepción de personas no sea arbitraria, lo que impugna la razonabilidad del modelo de plena discrecionalidad sin control alguno de la gracia en muchos sistemas jurídicos.
En ese marco teórico, el debatido caso de los 1443 indultos del año 2000 parece incurrir en todas las tachas posibles en la materia. Hay quien ha mantenido que se no se trató de un indulto general, a pesar de reconocer que la medida benefició a 460 insumisos (de los que se condonó la pena a los treinta con condenas anteriores a 1995, mientras se redujo la pena en igual cuantía para los restantes). Junto a ese claro indulto general, el conjunto de los 1443 decretos respondió al tipo de motivación conmemorativa típica de los indultos generales justamente prohibidos por la Constitución española, con el agravante de unir lo peor de los dos mundos posibles: que en el totum revolutum de una múltiple medida de gracia constitucionalmente prohibida se disimulara la más que plausible falta de justificación de varios indultos particulares, como el del juez Gómez de Liaño por un delito de prevaricación judicial y el de un exalcalde condenado por corrupción urbanística. Por lo demás, una máxima de experiencia bien acreditada indica que la abundancia de razones en una excusa suele denunciar la falsedad de todas ellas, lo que en este caso viene fortalecido por la paupérrima calidad de los peregrinos motivos inventados por el gobierno.
V. EXCEPCIONALIDAD, EXCEPCIÓN Y LIMITACIÓN DE LA GRACIA
Queda pendiente de comentar el segundo sentido de la excepcionalidad, que alude a la excepción de la regla, entendida esta no como hábito o regularidad, sino como criterio normativo ideal. En ese segundo sentido es fácil ver cómo la prerrogativa de gracia, sea cual sea su frecuencia o su regularidad en los hechos, se sitúa siempre en cierto sentido al margen de lo regulado, como excepción a las normas idealmente aplicables. Esta idea de la gracia como posibilidad de excepcionar las reglas por quien está por encima de ellas es tan vieja como la visión tardoromana del príncipe como legibus solutus. Fue una idea mantenida como esencial por Bodino y ha permanecido vigente hasta hoy, pretendidamente como la mejor representación teórica de la soberanía, debido a la influencia de la crítica de la democracia liberal de Carl Schmitt, revitalizada más tarde desde otros presupuestos ideológicos por autores como Jacques Derrida o Giorgio Agamben. Vale la pena hacer un breve repaso de este tipo de posiciones teóricas como visión de una tensión extrema entre la prerrogativa de gracia y el Estado de derecho con objeto de poner de manifiesto los supuestos conceptuales y ontológicos de tal visión y de defender su posible superación mediante una apropiada regulación constitucional de tal prerrogativa.
Derrida, en oposición a la idea de Jankélévitch de la imperdonabilidad de ciertos crímenes, defendió la «pureza» del perdón incondicionado (esto es, según él, incluso frente al verdugo no arrepentido) por parte de la propia víctima con la alegación de que «la lógica de la ética hiperbólica» avala que el perdón solo adquiere verdadero sentido cuando abarca a lo imperdonable. Lo relevante aquí es que tal perdón, que «no es, no debería ser, ni normal, ni normativo, ni normalizante», sino «permanecer excepcional» (Derrida 2000: 108), parece tener rasgos esenciales comunes, si no valorativamente sí ontológicamente, con el «derecho regio de gracia». La gracia, en cuanto ejercicio de «soberanía todopoderosa», «sitúa el derecho al perdón por encima de las leyes» y —bajo el amparo de la oportuna cita a la definición schmittiana de la soberanía como decisión sobre el estado de excepción— pone a «la excepción de lo jurídico-político en el interior de lo jurídico-político» (Derrida 2015: 27): como «excepción absoluta que es el derecho de gracia», este «derecho por encima del Derecho» sitúa la excepción en el soberano, «en la cima o fundamento de lo jurídico-político».
Pero ha sido Giorgio Agamben quien ha avanzado toda una teoría de la excepción como componente esencial no solo de la soberanía sino de la idea misma de norma jurídica que parece comprometer cualquier posibilidad de poner límites a la arbitrariedad mediante el derecho. Agamben parte de la afirmación de Schmitt de que el soberano se coloca fuera del orden jurídico «sin dejar por ello de pertenecer a él» para agudizarla en paradojas que caracterizarían a la soberanía como las siguientes: «“El soberano está, al mismo tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico”. [...] “La ley está fuera de sí misma”, o bien, “Yo, el soberano, que estoy fuera de la ley, declaro que no hay un afuera de la ley”» (Agamben 1995: 27).
En ese marco, la excepción no es para Agamben una sustracción a la regla, y menos todavía su mera negación, sino el elemento constitutivo de la regla y de la propia vigencia del orden jurídico-político. Más allá de Schmitt, que utilizó el estado de excepción como idea límite para caracterizar conceptualmente al soberano, Agamben convierte en empírica la tesis de «que el estado de excepción, como estructura política fundamental, ocupa cada vez más el primer plano en nuestro tiempo y tiende, en último término, a convertirse en la regla» (Agamben, 1995: 32-33).
Con ello, tras reafirmar la idea schmittiana de que lo definitorio de lo jurídico-político es la excepción y no la norma o la normalidad, Agamben puede concluir que «el estado de excepción efectivo en que vivimos”, del que “no es posible retornar al Estado de Derecho», es una «máquina que está conduciendo a Occidente a la guerra civil mundial» (Agamben 2003: 126-127). Y aunque no se refiere expresa y directamente a la gracia, su concepción deja entrever a esta figura, en cuanto esencialmente ingobernable mediante reglas, como una clara manifestación más del poder sin ley que caracterizaría hoy a nuestros sistemas jurídicos (en interpretación coincidente, véase Sarat, 2005: 71-79).
Sin poder profundizar aquí en el debate último sobre la soberanía y sobre la clave de bóveda de toda la construcción anterior —que no es otra que el valor esencial atribuido a la excepción—, me limitaré a unos comentarios sobre la gracia bajo el presupuesto de que el liberalismo político no es infundado, que la soberanía puede autolimitarse y que el ideal y la práctica del Estado de derecho siguen vigentes a pesar de los pesares. Sin duda, la atribución tradicional de la prerrogativa de gracia al soberano puede generar las tensiones típicas de la relación entre regla y decisión excepcional. Y, precisamente, esa es la razón esencial por la que la gracia se puede encontrar en grave tensión, si no en contradicción, con las exigencias del Estado de derecho. Los diversos puntos de fricción son bien conocidos y bastará mencionarlos: entre los valores importantes de los sistemas liberal-democráticos, es repetida la colisión con la seguridad jurídica (en especial, aunque no solo, con el principio de cosa juzgada) y con la igualdad en la aplicación de la ley; y entre los principios del Estado de derecho el que más sufre es la división de poderes, tanto en la vertiente legislativa como en la judicial: por la primera, la gracia necesariamente invade la soberanía del legislador, cuyas normas (generales) resultan anuladas o inaplicadas por decisiones del jefe del Estado o del Gobierno; y por la segunda, la misma invasión se produce en la esfera de actuación del poder judicial cuando lo juzgado puede ser desatendido, sin previsión legal previa ni intervención judicial oportuna, en vía de ejecución (y a veces, como en los sistemas anglosajones, incluso antes del proceso).
Naturalmente, que la propia constitución autorice expresamente la gracia no elimina el contraste sustantivo con los principios subyacentes del sistema constitucional: a modo de ejemplo, es claro que, desde un punto de vista jurídico, la afirmación del art. 117.3 de la Constitución española —según el cual «El ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes […]»— debe entenderse excepcionada por la competencia que el art. 62.i atribuye al rey (en realidad ejercida por el Gobierno) de «ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales», pero la excepción no desmiente sino que más bien confirma el alcance sustantivo del monopolio del poder judicial en la función de juzgar. Y que prácticamente en todos los sistemas constitucionales suceda lo mismo solo refleja el mal de muchos.
La tensión entre el derecho de gracia y el modelo ideal del Estado de derecho insta a defender, ante todo, la «necesidad» —es decir, el deber moral— de establecer mecanismos jurídicos, constitucionales o legales, que reduzcan y en el límite ideal eliminen los riesgos de arbitrariedad de la prerrogativa de gracia. Pero frente al esencialismo de la soberanía de teorías como las de Schmitt, Derrida o Agamben también se debe defender la «posibilidad»de tales mecanismos.
Se trata de mecanismos que, aunque seguramente de manera solo incipiente, ya han sido experimentados en la práctica. Entre los mecanismos procedimentales pueden citarse la intervención de comités, los informes judiciales vinculantes, la prohibición o restricción de indultos generales, o los posibles controles judiciales a posteriori (Novak, 2016) —en este capítulo cabe prescindir, por irracional, del sistema de limitar a priori el número o la ocasión de indultos otorgables, como pretendió Juan II de Castilla—. Pero también es posible establecer limitaciones de carácter material, que tienen un ilustre antecedente en Kant, un pensador por lo demás paradójicamente tan complaciente con la idea de la soberanía ilimitada del Estado encarnada en el monarca que se negó a admitir todo derecho de resistencia. Pero Kant desconfiaba del derecho de gracia hasta el punto de considerarlo «el más equívoco de los derechos del soberano, pues si bien prueba la magnificencia de su grandeza, permite, sin embargo, obrar injustamente en alto grado» (Kant 1989: I.49.E.II, 174); por ello, seguramente recuperando las limitaciones del primitivo derecho germánico, mantiene que el soberano no puede ejercer tal derecho en lo que respecta a los delitos de los súbditos entre sí, «porque aquí la impunidad (impunitas criminis) es la suma injusticia contra ellos», sino solo en los crímenes contra el propio soberano o de lesa majestad. Entre tales limitaciones materiales, es perfectamente posible excluir de la gracia ciertos tipos de delitos, desde luego a los imprescriptibles, pero también a otros caracterizados por su carácter odioso: a modo de ejemplo, los contrarios a la libertad sexual, los de violencia machista o aquellos en los que deben desalentarse las oportunidades de impunidad, como los relacionados con la corrupción. Desde luego, también es «posible», como ya ha ocurrido históricamente, excluir todo derecho de indulto, confiando la válvula de seguridad ante posibles errores o deficiencias del sistema penal a diferentes procedimientos previstos en la ley, en muchos casos ya existentes (juicios de revisión judicial, libertad condicional bajo supervisión judicial, etc.). Si tal desarrollo es, además de posible, también «deseable» debe ser analizado en relación con las tres razones fundamentales tradicionalmente alegadas para justificar la gracia: la equidad, la clemencia y la utilidad pública.
VI. CONCLUSIONES
Sintetizo brevemente las conclusiones a propósito de esos tres puntos del estudio más amplio pendiente de publicación, al que remito para una justificación detallada. En lo que se refiere a la equidad, entendida al modo aristótelico como interpretación indulgente de la ley cuya generalización produce injusticia, su lugar más apropiado no es la decisión graciosa del Gobierno, sino, en principio, la interpretación judicial dentro del juicio penal. Una equidad judicial intralegal, es decir, conforme con el sistema jurídico penal, puede y debe ir más allá de un legalismo estricto para mitigar el rigor de reglas supraincluyentes desfavorables al reo o para ampliar el alcance de reglas infraincluyentes favorables. No obstante, he introducido cautelarmente la cláusula «en principio» porque la equidad judicial puede no ser la solución última y óptima frente a la legislación deficiente por supra o infrainclusión. La interpretación equitativa judicial puede servir de llamada de atención a propósito de algunas imperfecciones de la ley, pero es el legislador quien mejor puede reajustarla para afinar los criterios relevantes, evitar las oscilaciones y variaciones típicas de la interpretación casuística y, en fin, ir garantizando un mayor grado de igualdad en la aplicación de la ley. En cambio, el expediente alternativo de confiar a la prerrogativa ejecutiva del indulto la corrección equitativa, agrava claramente el posible daño al principio de igualdad porque al modo de proceder caso por caso, similar al judicial, le añade una discrecionalidad incontrolada.
La motivación de la gracia en la clemencia, estrictamente entendida como compasión, plantea en cambio el clásico dilema entre la justicia y la misericordia, que tiene dos dimensiones. Por la primera, si somos indulgentes por clemencia, abandonamos el campo de la justicia y hacemos algo injusto en la medida en que no imponemos el castigo merecido (por eso la clemencia se configura como un acto no debido por parte de quien la concede y al que el receptor no tiene derecho, que es precisamente el rasgo tradicional de la prerrogativa de gracia que permanece esencialmente inalterado en la actual institución del indulto). En una segunda dimensión, además, en la medida en que la clemencia se ejerza sin sujeción a reglas, como típicamente ocurre en los indultos del gobierno o en la concedida ocasionalmente por los jueces, el Estado no actúa racionalmente sino de forma caprichosa y desigualitaria. Y, a la inversa, si el Estado tiene una buena razón para ser indulgente por compasión en un determinado caso, debería actuar igual en todos los casos similares: «Once a reason always a reason»(Murphy, 1988: 180-181).
Objeciones como las anteriores ponen de manifiesto que la única sede apropiada para la clemencia es la previsión específica del legislador, como ya ocurre ante circunstancias como la edad avanzada o la enfermedad grave e incurable del transgresor. De tal modo, una regulación legal atenta a la clemencia y una aplicación judicial coherente constituyen la única manera en la que el Estado puede intentar eludir el trato racionalmente inexplicable que Anselmo de Canterbury atribuía al dios que salva a algunos malos mientras condena a otros. Es cierto que en el proceso de intentar ser clemente de manera coherente con todos los casos relevantemente iguales en vez de serlo cuando le parezca oportuno, la clemencia terminaría desapareciendo como graciosa en aras de la justicia. Pero un mundo en el que la clemencia se hubiera convertido de esta manera en justicia, seguramente sería un mundo preferible al nuestro.
La última razón alegable en favor del derecho de gracia es la utilidad pública. Dejando aparte su utilización indebida como mera fachada para encubrir indultos o amnistías por inconfesables intereses parciales, pueden distinguirse dos tipos de supuestos en los que la utilidad pública podría justificar el uso del derecho de gracia, ambos marcados por producirse en circunstancias críticas: de un lado, los supuestos habitualmente denominados de «justicia transicional», cuyo paradigma son las transiciones democráticas, y, de otro lado, los basados en otras razones de necesidad o acusada conveniencia, que agrupan situaciones de distinta naturaleza, como el hacinamiento de las prisiones, el intercambio de espías o prisioneros entre Estados, la liberación de presos ante un secuestro con rehenes o a cambio de su futura colaboración y otros similares.
Desde el punto de vista de la regulación institucional, el ideal sería que la prerrogativa de gracia se redujera constitucionalmente a genuinos motivos de utilidad pública, confiriendo al parlamento la competencia para aprobar amnistías e indultos generales mediante leyes específicas y al gobierno la de los indultos particulares. En un segundo paso, la regulación legal de la prerrogativa debería limitar los indultos particulares a aquellas situaciones excepcionales de necesidad cuya urgencia o circunstancias específicas hagan imposible, inaceptable o inconveniente la generalización de la medida. El indulto particular debería alcanzar también a un supuesto que en algunos sistemas jurídicos, entre ellos el español, no es hoy legalmente resoluble: la liberación de personas procesadas pero no condenadas. Last but not least, dicha regulación debería romper con la poco virtuosa tradición de la plena discrecionalidad de la gracia sometiendo la competencia de indultar del gobierno a alguna forma de control judicial previo (Hierro Sánchez-Pescador, 2017: apdo. 9).
En una palabra, el derecho de gracia, nacido como ilimitado, necesita límites, y en su manifestación mediante el indulto, límites severos.
A su vez, el estudio forma parte de un proyecto de investigación sobre el indulto (DER2013-45562-P de la Secretaría de Estado de Investigación del Gobierno de España), dirigido por el profesor Fernando Molina.Mi especial agradecimiento a Eva Carracedo, Enrique Peñaranda y Francisco J. Laporta. Asimismo, me he beneficiado del excelente texto preparado para este mismo proyecto de investigación por Liborio L. Hierro, «Sobre el indulto. Razones y sinrazones», que cito con referencia a sus apartados. También agradezco los comentarios de los dos evaluadores anónimos de la REDC, que he tenido en cuenta en el apartado II y en la nota 19.
Véase Herrero Bernabé (2012: 688ss.), que en gran parte sigue muy de cerca, sin apenas citarlo, a Dorado (1911: ap. V).
Con quien al parecer comienza la llamada indulgentia principis —véase Dorado Montero (1911: 417) y Herrero Bernabé (2012: 690-692)—, si bien algún autor ha retrasado los orígenes absolutistas de la gracia hasta el emperador Constantino, el primero en usar la prerrogativa del perdón como exhibición de un poder por encima de la ley —véase Tasioulas (2003: 102)—. Por su parte, Hannah Arendt señala como probable origen de la prerrogativa de conmutar la pena de muerte de las monarquías occidentales «el principio romano de ahorrar la vida del vencido (parcere subiectis)», desconocido por los griegos (Arendt, 1983: 259).
La frase de Nerón es citada por Séneca en De clementia: apdo. I.2; véanse también los apdos. I.5.7, I.7.1 y I.26.5. Si la clemencia se identifica con las ideas de compasión y misericordia, como propongo en mi estudio, Séneca, a pesar del título de su escrito, teoriza la indulgencia más que la clemencia porque su justificación tiene mucha más relación con la idea aristotélica de equidad, entendida como corrección de la justicia rigurosa en nombre de una justicia indulgente que con la idea de compasión.
Véase Ferguson (2012: 22). Curiosamente, la «merced»del castellano, que comenzó identificándose con el perdón regio, terminó por intercambiar su significado con el del término «gracia», que en un principio se entendió más bien como don gracioso (así, el título 32, ley 3, de Las Partidas de Alfonso X [1265] dice lo siguiente: «Misericordia y merced y gracia, aunque algunos hombres piensan que son una cosa, sin embargo diferencias hay entre ellas, pues misericordia es propiamente cuando el rey se mueve por piedad de sí mismo a perdonar a alguno la pena que debía tener doliéndose de él, viéndole cuitado o malandante, o por piedad que tiene de sus hijos o de su compañía. Y merced es perdón que el rey hace a otro por merecimiento de servicio que le hizo aquel a quien perdona o aquellos de quienes descendió, y es como manera de galardón. Y gracia no es perdón, mas es don que hace el rey a alguno que con derecho se podría excusar de hacerlo si quisiese. Y comoquiera que los reyes deben ser firmes en mandar cumplir la justicia, sin embargo pueden y deben usar a veces de estas tres bondades de misericordia y de merced y de gracia»). En contraste, el actual Diccionario de la RAE recoge como primera acepción la de «premio o galardón que se da por el trabajo» y como última (la séptima, con la advertencia de anticuada) la de «misericordia, perdón».
Me sugiere esta comparación Ricœur (1999: 63). Por lo demás, la analogía Dios-Estado en el doble juego de la legislación y la misericordia viene destacada por Carl Schmitt en su Teología política (1975: 67).
Foucault (1978: 36 y ss., 80 y ss., 38 y ss., 82 y ss.); Espanha (1993: 229-232); Tomás y Valiente (1992: 203, 217-218, 330-331 y 486-487); Hay (1975); y en debate sobre este último, Langbein (1983) y Linebaugh (1985)
Ordenamiento de las Cortes de Briviesca (1387), cit. por Herrero Bernabé (2012: 699-700).
«El príncipe soberano no puede conceder gracia de la pena establecida por la ley de Dios, del mismo modo que no puede dispensar de una ley a la que él mismo está sujeto. [...] Las gracias otorgadas para tales crímenes traen como consecuencia las pestes, las hambres, las guerras y la ruina de las repúblicas» (Bodino, 2006: I.x, 81). «De cien crímenes, sólo dos comparecen ante la justicia y únicamente la mitad se comprueba. Pues bien, si se perdona el crimen probado, ¿qué pena servirá de ejemplo a los malvados?» (ibid., p. 82).
Zagrebelsky (1974: apdos. I.6-I.11); Aguado Renedo (2001: apdo. I.2); Novak (2016), y, para el caso español, Requejo Pagés (2001: 85 y ss.).
Las Partidas (1265), título 32, ley 1. Una ocasión similar, como el matrimonio del príncipe o del rey, sigue al parecer todavía vigente en Bélgica: véase Walker (1995: 33).
Véase Tomás y Valiente (1992: 458); corroborando la vigencia de la práctica, Foucault (1978: 58) destaca que juristas ilustrados como Blackstone se opusieron a ella considerándola «falsa compasión».
No solo en el caso quizá más conocido de la cofradía malagueña de Nuestro Padre Jesús el Rico, que propone el indulto en atención a una tradición basada en una pragmática de Carlos III, pues todavía en la Semana Santa de 2016 el Gobierno aprobó hasta trece indultos solicitados por cofradías de diversas ciudades con ese motivo tradicional (véase la Referencia del Consejo de Ministros de 18 de marzo de 2016, que puede buscarse en www.lamoncloa.gob.es).
Este tipo de indultos se han justificado como legales por ministros y altos cargos de los últimos gobiernos con el doble argumento de que la ley permite solicitar el indulto a cualquier persona (vid. art. 19 de la todavía vigente ley española de indulto: Ley de 18 de junio de 1870, estableciendo reglas para el ejercicio de la gracia de indulto) y de que siempre se siguen los procedimientos establecidos (Badules, 2016: 209-212).
Tomás y Valiente (1992: 480). Cabe observar que este tipo de indultos, en la medida en que se configuran como una tradición respetada, no son tan extraordinarios o excepcionales como los que se producen de forma plenamente esporádica, pero su recurrencia ocasional, distante y escasa (un viernes al año, cada matrimonio real, etc.) permite seguir calificándolos como excepcionales respecto del régimen penal ordinario.
Sobre los motivos alegados por el Gobierno hay varias versiones, si bien todas convergentes en el carácter conmemorativo del indulto: la más contenida es la de una comparecencia del ministro de Justicia ante la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados, que alegó solo el fin del milenio y la petición papal (véasae García Mahamut, 2004: 19); pero los motivos se expandieron ante la prensa, como se refleja en el texto: véase Pérez Francesch y Domínguez García (2002: 52) y Hierro Sánchez-Pescador (2017: apdo. 9).
En efecto, el art. 62.i de la Constitución atribuye al rey la facultad de «ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales». No obstante, aunque es cuestión doctrinalmente debatida, esta prohibición no parece excluir que el Parlamento pueda acordar amnistías a través de una ley: véase sobre ello Aguado Renedo (2001: 74 y ss.; para una amplia referencia a la división doctrinal, p. 78, nota 97) y García Mahamut (2004: 85 y ss.).
La diferencia entre una referencia nominativa, o con nombre propio, y una descripción definida es que esta última acude a una paráfrasis que remite a un nombre propio: por ejemplo, «el rey contemporáneo hijo y biznieto de rey cuyo abuelo no fue rey» en vez de «Felipe VI» (el texto clásico sobre ello es Russell, 1905).
Véase Pérez Francesch y Domínguez García (2002: 52 y nota 41). No obstante, de manera no coherente, páginas antes estos autores parecen aceptar los sensatos criterios de Enrique Linde Paniagua de que «el indulto particular no puede ser utilizado “masivamente” de tal manera que se convierta en un indulto general», o de Blanca Lozano de que la aprobación de diversos decretos singulares que respondan a una misma motivación política podría ser una “farsa” de carácter inconstitucional (véase ibid., p. 43, remitiendo a Linde, 1998: 15; y Lozano, 1991: 1047).
Véase, también críticamente, Hierro Sánchez-Pescador (2017, apdo. 9), así como Javier Pradera, «Patente de corso», El País, 6 de diciembre de 2000. En el caso del indulto a Gómez de Liaño al menos, como también ocurrió en otro famoso caso de un conductor kamikaze, el Gobierno utilizó la modalidad del indulto parcial, el cual, a diferencia del total —según la interpretación del Tribunal Supremo de los arts. 11 y 12 de la Ley española de Indulto, originariamente de 1870—, puede ser concedido aun cuando el informe del tribunal sentenciador no sea favorable (véase STS 5997/2013 [Roj], de 20 de noviembre, FD 4, que resolvió, precisamente, el caso del kamikaze).
El propio Derrida califica esta posición —apenas hace falta decir que paradójicamente, por no ser más severo— como «una aporía formalmente vacía y tajante pero implacablemente exigente» (Derrida, 2015: 23-29; las citas textuales del texto en pp. 28 y 29); sobre la «pureza» e «incondicionalidad» de tal perdón, véanse las pp. 26 y 62, así como Derrida 2000: 110 y 113. El escrito de Jankélévitch al que se refiere Derrida es «Pardonner?» (2015).
«Soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción» es como Schmitt comienza su Teología política (1975: 35).
Véase Derrida (2000: 120). Por lo que yo puedo entender, la relación en Derrida entre el perdón puro e incondicional y el derecho de gracia parece ser ontológica, procediendo de que ambos se presentan como excepción absoluta a la ley: «No hay perdón, si lo hay, sino de lo im-perdonable», pues «el perdón, si es que lo hay, no es posible, no existe como posible si no es exceptuándose de la ley de lo posible, im-posibilitándose», idea que Derrida termina por oscurecer hasta el delirio cuando añade que se trata de «un im-posible que no es ni negativo ni no negativo, ni tampoco dialéctico» (Derrida 2015: 66-67). Ideológicamente, en cambio, el perdón «puro» y el derecho de gracia parecen disociarse no solo por la condición ya mencionada en el texto de que únicamente la víctima puede perdonar, sino también por esta afirmación de Derrida al final de la entrevista de Wieviorka: «Lo que hace al “te perdono” a veces insoportable u odioso, hasta obsceno, es la afirmación de soberanía [...] Con lo que sueño, aquello que intento pensar como la “pureza” de un perdón digno de ese nombre, sería un perdón sin poder: incondicional, pero sin soberanía» (Derrida, 2000; 133; en este texto no tengo claro si se utiliza la noción de soberanía en el sentido político habitual o en un sentido metafórico, también aplicable a las meras relaciones individuales).
Para una consideración más benevolente que la mía sobre el sentido de la aportación de Derrida en este tema, remito a Valcárcel (2010: 90 y ss.), cuya conclusión, con todo, no deja de ser crítica con «rebuscadas formulaciones como que “solo se puede perdonar lo imperdonable”. Suena bien —continúa Valcárcel—, pero no dice nada. Como mucho, traspone a la filosofía del lenguaje poético, cargado quizá de sentido, pero con poca referencia» (ibid., pp. 126-127).
Según Agamben, la excepción, definitoria de la soberanía, se caracteriza «por la suspensión de la validez del orden jurídico, dejando, pues, que éste se retire de la excepción, que la abandone. No es la excepción la que se sustrae a la regla, sino que es la regla la que, suspendiéndose, da lugar a la excepción y, sólo de este modo, se constituye como regla, manteniéndose en relación con aquélla. [...] En la excepción soberana se trata, en efecto, no tanto de neutralizar o controlar un exceso, sino, sobre todo, de crear o definir el espacio mismo en que el orden jurídico-político puede tener valor» (Agamben, 1995: 31; véase también Agamben, 2003: 55).
Frente a lo que pudiera parecer, no se está afirmando aquí solo la vieja cantinela de que la excepción confirma la regla, sino más bien que la regla exige la excepción.
Compárense los dos siguientes textos: «La excepción es más interesante que el caso normal. Lo normal nada prueba; la excepción, todo; no solo confirma la regla, sino que ésta vive de aquélla» (Schmitt, 1975: 45); «son siempre la excepción y la situación extremas las que definen el carácter que le es propio a una institución jurídica» (Agamben, 2003: 116).
En Agamben —seguramente a diferencia de Schmitt, que limita su tesis al afirmar que «no toda facultad extraordinaria, ni una medida cualquiera de policía o un decreto de necesidad son ya, por sí, un estado excepcional. Hace falta que la facultad sea ilimitada en principio: se requiere la suspensión total del orden jurídico vigente» (Schmitt, 1975: 42)— hay claras conexiones implícitas con el tema de la gracia no solo en su teorización sobre la regla y la excepción, sin duda deudora del decisionismo schmittiano, sino sobre todo en su tesis de que el residuo irreductible de la soberanía está en la vitae necisque potestas romana (el imperium privatum que el padre adquiría cuando reconocía al hijo varón libre recién nacido levantándole del suelo), poder que se terminaría extendiendo al imperium del magistrado y que me parece inevitable conectar con el vitae necisque gentibus arbiter de Nerón aludido al comienzo de este texto. Cabe añadir que en Agamben «el fundamento primero del poder político es una vida a la que se puede dar muerte absolutamente» y que ese fundamento remite a la figura del homo sacer, el individuo que, habiendo sido consagrado a los dioses, ya no puede ser sacrificado a ellos pero puede ser matado por cualquiera sin consecuencia alguna (Agamben, 1995: 93 y ss., 113-115).
En referencia a Schmitt, en clave democrático-deliberativa y feminista, son dignas de mención las críticas generales de Williams (2012: 251-261).
Para una contundente argumentación liberal-democrática contra la discrecionalidad de la gracia, incluso por razones de compasión, véase Markel (2004: 1425 y ss.). En cambio, para una defensa del indulto como poder discrecional del Ejecutivo, véase Rapaport (2000: 1533).
Sobre esa y alguna otra diferencia, como el carácter contractualista del indulto, entre sistemas anglosajones y europeo-continentales, véase Zagrebelsky (1974: 175-176).
Según Concepción Arenal, un documento de 1447 de este rey decía: «Que todos los perdones que Nos hobiéremos de hacer en cada año se guarden para el Viernes Santo de la Cruz, y que nuestro confesor, a quien Nos mandásemos, reciba las relaciones de ellos, y la Semana Santa de cada año nos haga cumplida relación de cada perdón que nos fuera suplicado que hagamos y de la condición y calidad dél, para que Nos tomemos un número cierto de los que a nuestra merced pluguiese de perdonar, tanto que no pasen de veinte perdones cada año; y que aquéllos se despachen por aquel año, no más; y que los perdones que en otra manera se hicieren no valan, ni sean guardados ni cumplidos […]» (Arenal, 1893: 93-94).
Véase Herrero Bernabé (2012: 695), que menciona también cómo en el Fuero Juzgo (siglo VII) la «merced» solo era posible por delitos contra la Corona o el Estado y la tierra, no para delitos ordinarios (ibid., p. 696).
Kant (1989: I.49.E.II, 174). Aunque de manera menos perentoria que Kant, también Bodino, temeroso de que el abuso de la gracia anulara la finalidad disuasoria de las penas, distinguió entre la gracia por los delitos contra el soberano, de la que dice que «ninguna es más hermosa», y el perdón por las injurias a otros, sobre el que censura:«“¿Qué puede esperarse del príncipe que venga cruelmente sus injurias y perdona las ajenas…?» (Bodino, 2006: I.x, 82).
La Asamblea constituyente francesa, en su Código Penal de 1791, abolió «el uso de todo acto que tienda a impedir o suspender el ejercicio de la justicia criminal, el uso de decretos de gracia, de remisión, de abolición, de perdón y de conmutación de penas», si bien se siguieron aprobando amnistías; también durante la I República española, las Cortes constituyentes aprobaron una ley en agosto de 1873 que abolió los indultos, salvo para la pena de muerte, aunque duró poco más de cinco meses (Dorado Montero, 1911: 403 y 420-422).
Sobre la noción de supra e infrainclusión, Tussman y TenBroek (1949) y Schauer (1991: 32-33)
BibliografíaAgambenG.1995ValenciaPre-TextosAgambenG.2003ValenciaPre-TextosAguado RenedoC.2001MadridCivitasArenalC.1893MadridLa España ModernaArendtH.1983[1974]BarcelonaPaidós1993Badules IglesiasD.2016MadridLibros.comBodinoJ.2006[1576]MadridTecnosDerridaJ.2000ParísEd. du SeuilDerridaJ.2015MadridAvariganiDorado MonteroP.1911Amnistía e indulto399467MadridLibería General de Victoriano SuárezEspanhaA. M.1993[1988]MadridCECFergusonR. A.2012The Place of Mercy in Legal DiscourseSaratA.1982CambridgeCambridge University PressFoucaultM.1978[1975]MadridSiglo XXIGarcía MahamutR.2004MadridMarcial PonsHaaseP. J.2002Oh My Darling Clemency: Existing or Possible Limitations on the Use of the Presidential Pardon Power3912871307HayD.1975Property, Authority and the Criminal LawHayD.et al.1763New YorkPantheonHerrero BernabéI.2012Antecedentes históricos del indulto10687709Hierro Sánchez-PescadorL.2017[inéditoJankélévitchV.1971Pardonner?963ParisÉditions du SeuilKantI.1989[1797]MadridTecnosLangbeinJ. H.1983Albion’s Fatal Flaws9896120Linde PaniaguaE.1998La clemencia (amnistía e indulto) a la luz de la jurisprudencia de los tribunales Supremo y Constitucional y del Código Penal de 19951823520LinebaughP.1985(Marxist) Social History and (Conservative) Legal History: A Reply to Professor Langbein60212243LozanoB.1991El indulto y la amnistía ante la Constitución10271053MadridCivitasMarkelD.2004Against Mercy8814211480Montesquieu1972[1748]MadridTecnosMurphyJ. G.1988Mercy and legal justiceMurphyJ. G.HamptonJean162186CambridgeCambridge University PressNietzscheF.1972[1887]MadridAlianzaNovakA.2016New YorkRoutledgeAbingdonPérez FranceschJ. L.Domínguez GarcíaF.2002El indulto como acto del Gobierno: una perspectiva constitucional. (Especial: Análisis del «caso Liaño»)532573RapaportE.2000Retribution and Redemption in the Operation of Executive Clemency7415011535Requejo PagésJ. L.2001Amnistía e indulto en el constitucionalismo histórico español281106RicœurP.1999MadridArrecifeRousseauJ. J.1989[1762]MadridAlianzaRuiz MiguelA.2017Gracia y justicia: el lugar de la equidad797798Ruiz MiguelA.2018Gracia y justicia: el lugar de la clemencia (en torno a la pena natural)2115RussellB.1905On Denoting144474493SaratA.2005PrincetonOxfordPrinceton University PressSaratA.2012Cambridge, etc.Cambridge University PressSchauerF.1991OxfordClarendon PressSchmittC.1975[1922]Teología política3393MadridDoncelSéneca2007Sobre la clemenciaEd. bilingüe de Carmen CodoñerCodoñerCarmenMadridTecnosTasioulasJ.2003Mercy103101132Tomás y ValienteF.1992El Derecho penal de la monarquía absoluta (siglos XVI, XVII y XVIII)t. IMadridCECTussmanJ.TenbroekJ.1949The Equal Protection of the Laws373341381ValcárcelA.2010BarcelonaHerderWalkerN.1995The Quiddity of Mercy702737WilliamsS. H.2012A Feminist View of Mercy, Judgment, and the «Exception» in the Context of Transitional JusticeSaratA.247290CambridgeCambridge University PressZagrebelskyG.1974MilánGiuffré