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SUMARIO

  1. Notas

I

En muchos países, y España no es una excepción, se vuelve a apelar al pueblo como sujeto enfrentado al Parlamento que es la institución central y nuclear de la única democracia posible, la representativa. Nos enfrentamos así —como ya ocurriera en Weimar en los años veinte y treinta de la pasada centuria— a la contraposición entre democracia representativa y democracia de la identidad. Para la cabal comprensión de esta dicotomía que, realmente, se remonta a los orígenes mismos del constitucionalismo, es preciso revisitar el gran laboratorio constitucional que fue Weimar y los distintos conceptos de democracia que allí se manejaron.

En El concepto de lo político y en su Teoría de la Constitución —ambas de 1928—, Carl Schmitt expuso con meridiana claridad la existencia de dos modelos antinómicos de democracia: la de identidad, que se construye a través de la decisión, y la representativa, que se articula a través del acuerdo. Ahora bien, para el jurista de Plettenberg, la primera es superior o más pura en tanto que es la única que permite expresar el verdadero ser del pueblo encarnado en un líder. Solamente ella puede alcanzar el verdadero fin de la política: la unidad del Estado frente a un pluralismo que él consideraba disgregador y disolvente. Innecesario es recordar los servicios prestados por Schmitt a la causa del nacional-socialismo alemán —oportunamente subrayados por Manuel Aragón en su magistral estudio preliminar a los textos de aquel sobre el parlamentarismo—, baste con señalar que la democracia de la identidad (directa o plebiscitaria, o como quiera que se denomine) ignora que la democracia constitucional tiene como punto de partida el pluralismo y que el acuerdo o compromiso es inseparable de ella. En todo caso, la negación del pluralismo conduce inevitablemente al antiparlamentarismo. Por ello, en el contexto de la democracia de la identidad, directa o plebiscitaria, el Parlamento no solo no tiene cabida, sino que es —como el mismo Schmitt reconoció— un trasto inútil.

En aquel confuso y dramático contexto histórico, frente a las críticas a los partidos políticos formuladas por Triepel en 1927 y al ensalzamiento de la democracia de la identidad llevado a cabo por Schmitt, Kelsen publicó en 1929 la segunda edición de Esencia y valor de la democracia, donde expuso y defendió, con tanta rotundidad como rigor, que la democracia constitucional es una democracia de partidos, es decir, que no cabe más democracia que la representativa. En ella no se decide, sino que se acuerda. La decisión responde a la lógica del poder. El acuerdo a la lógica de la política democrática. La democracia es ante todo transacción, pacto o compromiso y, desde esta óptica, el Parlamento ocupa un lugar central en la arquitectura del Estado democrático en la medida en que es el lugar en el que las diversas fuerzas políticas pueden y deben alcanzar acuerdos.

En la Europa actual, casi un siglo después de aquello, la democracia representativa se ve nuevamente amenazada por un enemigo, el populismo, que se vale de los mismos seudorrazonamientos y falacias que se emplearon en los años treinta de la pasada centuria para denostar la institución parlamentaria. Las tesis de Schmitt, lamentablemente, han resurgido con fuerza. Por lo que se refiere a nuestro país baste señalar dos ejemplos que, aun de desigual valor, resultan muy significativos. El denominado «derecho a decidir» introducido en el debate político por el lehendakari Ibarretxe y que ha jugado un papel fundamental en la dinámica independentista catalana es un concepto de indiscutible raigambre schmittiana. No se trata solo de un eufemismo para aludir al derecho de autodeterminación o de secesión. Subyace en él la idea de que la voluntad popular traducida en una decisión carece de límites y debe prevalecer sobre cualquier norma jurídica; idea que es incompatible con una concepción de la democracia como acuerdo o compromiso y como sistema que protege a las minorías. En última instancia, la aceptación del derecho a decidir supondría admitir que puede haber democracia sin derecho. Otro ejemplo lo encontramos en la crítica al funcionamiento interno de los partidos en clave representativa. En la defensa incondicionada de los procedimientos de elección directa de los dirigentes partidarios —prescindiendo de las indiscutibles ventajas que ofrecen los filtros representativos— está implícita también la tesis de Schmitt sobre la superioridad de la democracia directa sobre la representativa.

Pero el problema no se limita ni circunscribe a nuestro país. Cabe sostener —sin intención hiperbólica alguna— que el populismo ha logrado abatir ya al que fuera —después de las Cortes de León— una de las primeras asambleas parlamentarias de la historia: el Parlamento británico. Ciertamente, los venerables muros de Westminster siguen en pie, pero los principios políticos y los presupuestos ideológicos del parlamentarismo han sufrido en el Reino Unido un golpe devastador. A pesar de que tres de cada cuatro parlamentarios británicos eran partidarios de que el Reino Unido continuara en la Unión Europea, el Gobierno de Su Majestad está negociando la salida. La decisión populista se ha impuesto —de momento— al acuerdo parlamentario.

Este peligroso y confuso contexto histórico y político que vive Occidente —cuna de la libertad política— fragmentado por el Brexit y por la victoria de Trump, en el que la marea populista crece, y en el que el antiparlamentarismo recibe apoyos desde la izquierda y desde la derecha, otorga un valor singular y especial al libro que Ignacio Astarloa acaba de publicar con el título El Parlamento moderno. Importancia, descrédito y cambio.

II

El libro de Ignacio Astarloa contiene un estudio detallado, riguroso, exhaustivo, de la institución parlamentaria, de sus orígenes, evolución, problemas, perspectivas de futuro, elaborado desde un profundo conocimiento de la teoría y de la praxis parlamentaria tanto de nuestro país como de otros. Como advierte Muñoz Machado —en el prólogo de la obra—, muy pocas personas podrían haber afrontado con éxito esta empresa. Astarloa, que a su condición de letrado de las Cortes Generales une la de haber sido miembro del Congreso de los Diputados en varias legislaturas, es una de esas pocas personas, y a mi juicio, el resultado no podía ser más brillante. Nos encontramos ante un libro denso y rico en su contenido, pero ameno y de ágil lectura. El libro se sitúa en la senda reformista por la que transitan autores como Piedad García Escudero, Benigno Pendás, Elviro Aranda o José Tudela, que han realizado también, recientemente, meritorias contribuciones sobre los retos y desafíos del parlamentarismo en España. En el caso de Ignacio Astarloa, esta contribución académica se enmarca dentro de una trayectoria personal y una ejecutoria política que se caracteriza por su inquebrantable compromiso con la democracia constitucional.

En todo caso, el libro de Ignacio Astarloa no es solo —lo que ya sería mucho— una descripción lúcida y realista de lo que el Parlamento ha sido, de lo que actualmente es, de los problemas a los que se enfrenta, de la forma en que estos pueden ser afrontados y, en definitiva, de las eventuales reformas que contribuirían a la mejora de la institución, sino que es también, ante todo y sobre todo, una defensa del Parlamento y del parlamentarismo. En esta obra, Astarloa defiende el Parlamento, la democracia representativa y, en suma, una concepción no decisionista de la política, liberal —kelseniana, en definitiva—, para la que la democracia es acuerdo o compromiso. Y esta defensa es hoy más necesaria que nunca, dada la marea populista que amenaza con inundarnos. Por todo ello, con el objetivo de subrayar el carácter «militante» del libro que tengo el honor de comentar y parafraseando el título de la conocida obra de Kelsen, he considerado oportuno titular este comentario «Esencia y valor del parlamentarismo». El libro de Astarloa se sitúa en la órbita kelseniana de defensa de la democracia representativa. Ese es el hilo conductor de la obra. «No resulta posible encontrar en la Historia otro ejemplo de un orden político de mayor libertad y progreso para más personas» (p. 28). Astarloa ha escrito un libro que demuestra que el Parlamento es hoy necesario, y seguirá siéndolo en el futuro, para garantizar la convivencia democrática y la libertad de los ciudadanos. En el libro se expone y se demuestra, con argumentos sólidos y coherentes, que no es cierto que cualquier tiempo pasado fuera mejor, y que, al contrario, el Parlamento ha experimentado en los dos últimos siglos un progreso notable, aunque quede todavía, como bien dice, un largo camino por recorrer.

III

La obra está estructurada en ocho capítulos. Tras una sugerente introducción, el capítulo segundo tiene por objeto desterrar algunos tópicos sobre el Parlamento, en general, y el español, en particular. Astarloa advierte, por un lado, de que es absolutamente falso que los Parlamentos del pasado tuvieran un papel más central en el respectivo régimen político que el que actualmente ocupan. Por otro lado, subraya que tampoco es cierto que los problemas de nuestro Parlamento sean más graves que los de otros países de nuestro entorno.

La finalidad del capítulo es mostrar que «no hubo un modelo teórico ideal ni hubo coincidencia en el diseño de un modelo homogéneo originario que pudiera considerarse el modelo canónico de referencia» (p. 39). Es más, el desarrollo del parlamentarismo desde su momento fundacional ha variado notablemente de país a país. El autor nos ofrece una panorámica histórica de la evolución de los sistemas británico, francés, italiano, alemán y español para confirmarlo. De la misma forma que no hubo un modelo canónico teórico, tampoco existió, en parte alguna, la añorada edad de oro del parlamentarismo sobre la que algunos fantasean. En primer lugar, lo que la realidad y la historia del parlamentarismo nos muestra es que los Parlamentos decimonónicos eran clubes de notables «por lo demás bastante selectivos en la admisión de socios» (p. 73). Hasta la consolidación definitiva del sufragio universal y la incorporación al proceso político no solo de todos los hombres, sino también de todas las mujeres, el ámbito de la representación estaba muy reducido. En segundo lugar, en aquella supuesta edad de oro, recuerda Astarloa, el Gobierno dominaba el calendario parlamentario y ostentaba facultades de suspensión y disolución, el monarca tenía derecho de veto y las facultades legislativas del Parlamento se veían reducidas por la distinción entre ley formal y material, el uso frecuente de reglamentos independientes, de ordenanzas de necesidad y de la delegación legislativa. En tercer lugar, la idílica imagen de una discusión primariamente orientada a encontrar un punto de acuerdo entre posiciones originalmente encontradas, y en la que los instrumentos del debate eran puras razones, nunca se correspondió con realidad alguna.

Aquellos Parlamentos decimonónicos carecían de los medios necesarios para intervenir eficazmente en el proceso de toma de decisiones públicas. Basta con repasar los larguísimos períodos en los que los Parlamentos estuvieron sin reunirse o con dedicar un rato a leer los diarios de sesiones para comprobar cómo las Cámaras tenían carencias tanto en su organización como en su funcionamiento que hoy nos parecerían inauditas. El Pleno era el órgano universal y el método fundamental de trabajo era la sesión plenaria. Sesiones en las que se hablaba y discutía mucho y no se decidía nada: «Se trataba de una acumulación de palabras que ocultaba su irrelevancia. Suele decirse hoy que los parlamentos adoptan acuerdos sin debatir. Mirando al pasado cabría concluir lo contrario, que debatían y debatían sin adoptar acuerdos. Como se atribuye a un ministro de la época: que hablen todo lo que quieran y me dejen a mi gobernar» (p. 79).

Sería preciso incurrir en un formidable ejercicio de falsificación de la realidad y de la historia para considerar aquellas asambleas mejores que los Parlamentos del presente. En todo caso, Astarloa nos recuerda también en este capítulo cómo en todo momento y lugar los Parlamentos nunca han sido considerados a la altura de las esperanzas puestos en ellos. Pero lo cierto es que «en estos doscientos años los Parlamentos han evolucionado para bien» (p. 91). Han mejorado su función representativa y legitimadora, con elecciones periódicas garantizadas constitucionalmente y con garantía de una competencia libre e igual e integrando a todos mediante el sufragio universal. Han sustituido el enfrentamiento radical y fuertemente apasionado por el disenso organizado, y en ocasiones, por la negociación y el consenso. En el caso de España esto resulta evidente. Nadie puede dudar que el Parlamento actual es mucho mejor que los anteriores, pero es que además es plenamente homologable al resto de los existentes en los países con democracias consolidadas y avanzadas. El meritorio estudio de derecho parlamentario comparado realizado por Astarloa en este capítulo así lo confirma.

IV

El capítulo tercero contiene un completo y acertado diagnóstico de los problemas del Parlamento de nuestro tiempo. Diagnóstico que resulta fundamental para poder prescribir después el tratamiento adecuado y necesario. Se examinan, por un lado, los problemas heredados que vienen de atrás y, por otro, se analizan los nuevos desafíos surgidos de las específicas circunstancias políticas, económicas, sociales y tecnológicas de siglo xxi.

Entre los primeros cabe destacar el permanente riesgo de la dictadura de la mayoría, lo que es incompatible con la democracia pluralista concebida como compromiso y basada en el respeto a la minoría. Creo oportuno transcribir las reflexiones de Astarloa sobre el pluralismo, de singular profundidad y extraordinario alcance:

La democracia no puede reducirse a una sucesión de grupos temporalmente hegemónicos que se apoderan de las instituciones y las patrimonializan durante un período más o menos prolongado para su beneficio particular, imponiendo sus mayorías electorales. Lo que las Constituciones instituyen al consagrar el pluralismo como principio democrático fundamental es que del disenso y la discrepancia debe salir el debate y el acuerdo, defendiendo cada cual su propio proyecto, pero poniendo siempre por delante los intereses del país. Poniendo todos los actores para ello propósito cierto, esfuerzo real y sacrificio para hacer posibles los compromisos. Lo que está en juego no es solo la estabilidad y la gobernabilidad del país, es la propia sustancia constitucional, porque para que la democracia funciones hay que dar a los principios su dimensión auténtica. Anteponer la facción o el menosprecio al otro o conformar bloques irreconciliables no es que sea un error o un inconveniente, es que agrieta gravemente el edificio constitucional (pp. 128-‍129).

El creciente e inevitable protagonismo de los partidos con su disciplina es positivo porque proporciona estabilidad al Gobierno y dota de previsibilidad a la política, pero también ofrece una vertiente negativa, que habría que corregir. Astarloa se refiere tanto a la anulación de las opiniones e iniciativas de los diputados como a la formación de una clase política cuyo mérito principal es la obediencia a la dirección del partido. En el último capítulo incidirá especialmente en la necesidad de fortalecer el prestigio del parlamentario, lo que exigirá buscar un nuevo equilibrio entre el parlamentario individual y el grupo.

La preeminencia del poder ejecutivo como consecuencia de la sustitución del Estado liberal por el Estado social ha devaluado también el papel del Parlamento. Astarloa recuerda las conclusiones de Rosanvallon acerca de la inevitable presidencialización de todas las democracias, pero no se resigna a ello. A mi juicio, esta es otra de las grandes virtudes de la obra, la defensa del parlamentarismo frente a la tendencia hacia una presidencialización cuyos efectos y consecuencias negativos y problemáticos no deberían ser minusvalorados. A esa preeminencia del Ejecutivo se une la escasez de recursos materiales y humanos de que disponen los Parlamentos, en general, y el español en particular.

Creo oportuno detenerme en este problema porque en el caso de España, la presidencialización de la monarquía parlamentaria ha adquirido unas dimensiones notables. Dos apuntes sobre esta cuestión. El presidente del Gobierno —así denominado en el texto constitucional, que no ha optado por el término «primer ministro» propio de los regímenes parlamentarios— ejerce unos poderes exorbitantes que son impropios de un sistema parlamentario. Nuestra praxis constitucional nos muestra que, de facto, el presidente del Gobierno designa a los presidentes de las Cortes y del Tribunal Supremo. Por otro lado, Manuel Aragón, en su brillante y esclarecedor discurso de ingreso en la Academia de Jurisprudencia y Legislación, y en presencia del rey, ha denunciado las dimensiones que ha alcanzado en España el abuso del decreto ley. La hiperpresidencialización de la monarquía parlamentaria erosiona la calidad de nuestra democracia, y por lo que al tema del libro se refiere, debilita y devalúa a la institución parlamentaria. Y lo que es más lamentable: en muchas ocasiones, con la complicidad del propio Parlamento. Insisto en el dato de que el Parlamento no reivindica su autonomía, su dignidad institucional y sus facultades constitucionales para llevar a cabo —con absoluta libertad e independencia respecto a la voluntad del presidente del Gobierno— el nombramiento de sus máximas autoridades institucionales, los presidentes de las Cámaras.

Finalmente, entre los problemas heredados Astarloa analiza también la competencia de los medios de comunicación. Son ellos los que marcan la agenda política y los destinatarios de los discursos, y como «la finalidad del discurso pasa a ser la de salir unos segundos en un telediario o conseguir un titular, es mucho más importante un buen eslogan que una buena idea» (p. 140). Consecuencia inevitable de lo anterior es la banalización del discurso.

Junto a todos los problemas mencionados, que vienen de atrás, el autor pasa revista a los nuevos desafíos surgidos en el siglo xxi. Entre ellos cabe subrayar la creciente complejidad social y la tendencia de las sociedades contemporáneas a reducir la autoridad del Parlamento; la necesidad de gobernar de forma más dinámica porque la realidad social tiende a desajustarse muy rápidamente de las medidas adoptadas; las dificultades para guiar la política como consecuencia de la globalización y de los procesos de integración supranacional.

Realmente, este último es el desafío principal al que debe hacer frente no solo el Parlamento, sino la política en sí misma considerada. Astarloa nos advierte de cómo «la concepción de un poder decisorio unificado es entonces un recuerdo del pasado. Hay que gobernar en marcos colectivos donde es indispensable la influencia y la negociación, en concurrencia con múltiples actores públicos y privados, negociando permanentemente a muchas bandas consensos con otros Estados y organizaciones transnacionales. Muchos asuntos ya no pueden resolverse con una mera votación en las instituciones internas del país» (p. 145). A mi juicio, el problema reviste una gravedad extraordinaria en la medida en que muchos de esos poderes carecen de rostro, son poderes anónimos con los que no es posible negociar —fondos de inversión que negocian con complicados instrumentos financieros (derivados y futuros)— y cuyas decisiones afectan a nuestras vidas. En el contexto de la mundialización económica que ha producido y produce innumerables ventajas (crecimiento del comercio y de la riqueza global, y desarrollo de países emergentes), la financiarización de la economía (el 90 % de los flujos financieros no guarda relación con la economía real) ha roto el equilibrio entre economía y política alcanzado después de la Segunda Guerra Mundial. Ningún Parlamento y ningún Estado por sí solos pueden establecer marcos regulatorios que limiten la actuación de los poderes financieros globales y eviten los daños que estos provocan. Ante la imposibilidad de configurar un Gobierno mundial, procesos de integración como el de la Unión Europea revisten un papel fundamental para garantizar la supervivencia de la política y su capacidad para determinar el rumbo de los asuntos humanos. Ahora bien, si la Unión Europea es imprescindible para que los Estados puedan afrontar con éxito la globalización, lo cierto es que el proceso de integración supranacional «ha acentuado la desparlamentarización de la toma de decisiones públicas» (p. 147).

Entre los nuevos retos, Astarloa incluye el que plantea la revolución tecnológica que ha supuesto internet y las redes. Internet ha contribuido a simplificar aún más el discurso político y a destruir la función de los intermediarios (medios de comunicación de referencia, instituciones, etc.): «Mientras la realidad se complica, el homo ludens y más aún el homo videns, que simplifica sus análisis basados en imágenes y emociones, espera sencillamente que se satisfagan sus expectativas» (p. 153).

El autor reconoce que la judicialización del Parlamento es en sí misma positiva y supone un avance en el perfeccionamiento del Estado de derecho. Pero junto a ello advierte también de que «el Parlamento está sufriendo el curioso deterioro colateral de ver como el Derecho Parlamentario no se está construyendo a base de normas aprobadas por las propias asambleas […] sino de la mano de sentencias que, por añadidura, en más de una ocasión, han evidenciado un discutible conocimiento del funcionamiento de las Cámaras» (p. 158).

La pérdida del valor social y político de la deliberación es otro problema creciente. Como hemos visto, en los Parlamentos decimonónicos se deliberaba sin decidir y ahora se decide sin deliberar. «Se va imponiendo en sede parlamentaria —denuncia el autor— una política de imagen, de publicidad, de mercadotecnia. Algunos recurren incluso al espectáculo y buscan el escándalo» (p. 161).

Finalmente, Astarloa se refiere a la corrupción, a las conductas indebidas de los parlamentarios y, en definitiva, a la falta de honradez y ejemplaridad como uno de los factores que erosionan el prestigio y la autoridad de los Parlamentos.

V

Una vez expuestos y analizados los múltiples y complicados problemas a los que el Parlamento y, en definitiva, la democracia representativa ha de hacer frente, Astarloa examina las distintas reacciones o respuestas que cabe formular ante esta situación. Y es aquí donde —como apunté al principio de este comentario— el autor muestra su compromiso inquebrantable con la democracia representativa y denuncia las falacias, contradicciones, insuficiencias y peligros de las eventuales alternativas a aquella. De la mano de los más insignes defensores de la democracia liberal y parlamentaria (desde Kelsen hasta Sartori), Astarloa pone de manifiesto las incongruencias y limitaciones de la democracia directa (incluida su versión más reciente de democracia electrónica o digital) y nos muestra la superioridad de la democracia representativa basada en la deliberación. En ese contexto, el Parlamento aparece —aun con todos los problemas señalados— como «el único lugar donde puede hacerse realidad la democracia deliberativa» (p. 191).

Ahora bien, Astarloa se opone tanto a los liquidacionistas como a los partidarios del status quo, es decir, a quienes, sin entrar a cuestionar la democracia representativa, consideran que hay que resignarse a aceptar que los Parlamentos cumplen un papel de alta visibilidad política, pero de escasa incidencia práctica en el funcionamiento del sistema. El autor del libro —y esta es una de sus principales virtudes— no se resigna a ello. Frente a un inmovilismo que —como ha advertido también otro ilustre letrado de las Cortes preocupado por el futuro de la institución: Pendás García— solo conduciría a un suicidio institucional lento y suave, Astarloa opta por el reformismo. La opción reformista, precisa el autor, «plantea la necesidad de dejar de insistir en una descripción tópica que no lleva sino a la inautenticidad y a la frustración, y la conveniencia de resituar al Parlamento como institución operativa de la democracia sobre unas nuevas bases adaptadas a las circunstancias de este tiempo histórico y a las perspectivas deseables de futuro de la democracia» (p. 197). Si, como se ha expuesto en la primera parte de la obra, en cada momento de su historia el Parlamento ha respondido a unas circunstancias, ahora ha de adaptarse a las circunstancias y exigencias del presente.

Desde esta óptica, el interrogante a responder es el siguiente: ¿qué debemos reformar para tener un Parlamento mejor? Obviamente, subraya el autor, «se trata de corregir deficiencias, no de una descalificación global. Se trata de podar el árbol, no de talarlo» (p. 198). A exponer, debatir y reflexionar el contenido de las reformas, las realizadas, las frustradas, las que están en estos momentos sobre la mesa, y las pendientes, se dedican los capítulos quinto a octavo del libro. Por ello, junto al carácter «militante» de la obra que tengo el honor de comentar, es preciso insistir en su faceta de obra «reformista» como su otra seña de identidad. Y ahí radica su profunda coherencia. Astarloa defiende con pasión y con rigor el Parlamento, pero al mismo tiempo denuncia sus carencias actuales y, en consecuencia, propone reformas. Al fin y al cabo, solo se reforma lo que se quiere conservar.

Esta segunda parte de la obra comienza con la exposición —en el capítulo quinto— de las reformas consolidadas a lo largo de las últimas décadas. Algunas se han llevado a cabo mediante la reforma de los reglamentos, pero otras muchas a través de resoluciones y acuerdos internos de las Cámaras que han adaptado así su organización y funcionamiento a nuevas exigencias. Muy numerosas han sido, también, las realizadas a través de leyes sobre muy diversas y variadas materias pero que han afectado al Parlamento al atribuirle funciones de fijación o seguimiento de determinadas políticas, el control sobre determinados organismos o la participación en el nombramiento de sus órganos directivos.

El capítulo sexto, al que el autor se refiere como el de la frustración, es la historia de un fracaso. Desde que en 1982 se aprobasen los reglamentos del Congreso y del Senado que todavía siguen vigentes, y salvo las reformas expuestas en el capítulo anterior, todos los intentos de elaborar unos reglamentos de nueva planta que sustituyan a los aprobados en la primera legislatura han concluido en fracaso. La lectura de este interesante capítulo demuestra que falta de propuestas no ha habido. Al contrario, estas han proliferado de la misma forma que las reuniones celebradas para estudiarlas. Propuestas las ha habido de todos los colores. El fracaso y la frustración obedecen a la falta de generosidad y de responsabilidad institucional de las principales fuerzas políticas.

Los partidos políticos españoles, todos ellos sin distinción, no piensan lo mismo sobre el Parlamento cuando están en el Gobierno que cuando están en la oposición. Cuando tienen mayoría en las Cámaras rechazan lo mismo que propusieron cuando eran minoría y perseguían apretar al gobierno mayoritario con todas las armas a su alcance. Cabe decir entonces que ha faltado durante todo este tiempo generosidad para perseguir el interés general y mayor responsabilidad institucional. Peor aún, se ha hecho política partidista con los Reglamentos parlamentarios (pág. 300).

Astarloa incluye un testimonio muy revelador que creo oportuno transcribir por provenir de un dirigente de gran altura de miras y generosidad política, y que ejerció de forma ejemplar la presidencia de las Cortes, Manuel Marín. Al dejar el cargo, expuso sin reparos las razones por las que se sintió especialmente solo:

Porque empecé con mucha ilusión. Zapatero me pidió que sacara adelante la reforma del Reglamento para hacer un Congreso más vivo, más pegado a la actualidad. Lo he intentado hasta seis veces. Primero me dijeron que el trabajo había sido excelente pero no era el momento oportuno. Cuando logré ese momento me sorprendieron con la teoría de que las circunstancias habían cambiado. Yo soy muy cartesiano, creo en el orden, que no es un valor de la derecha ni de la izquierda y se puede comprender mi profunda desazón intelectual. No entendí por qué se promovía una reforma para no sacarla adelante” (p. 300).

El recorrido por la senda de las reformas llega hasta nuestro inmediato presente. Así, en el capítulo séptimo se examinan las propuestas de reforma surgidas de los acuerdos entre partidos que se han producido en la efímera XI Legislatura y en la actual XII.

VI

Finalmente, y tras haber analizado las reformas realizadas, las frustradas y las planteadas en el presente, en el capítulo octavo Astarloa formula una serie de observaciones y conclusiones del máximo interés. En primer lugar, la reforma de los reglamentos es necesaria. En segundo lugar, hay ideas, materiales y trabajos muy valiosos que pueden servir de base para ello. En tercer lugar, hay un consenso entre los partidos sobre la conveniencia de esas reformas. El problema es que según estén en el Gobierno o en la oposición modifican sus posiciones.

Con esas premisas, el autor propone emprender un proceso de reformas de la institución parlamentaria con el objetivo de alcanzar una suma razonable de equilibrios, «un nuevo equilibrio entre parlamentario individual y el Grupo parlamentario. Un nuevo equilibrio entre mayorías y minorías en el funcionamiento interno de las Cámaras. Un nuevo equilibro entre representación y participación ciudadana. Un nuevo equilibrio entre deliberación y urgencias de decisión. Y, en definitiva, un nuevo equilibrio entre el Parlamento y el Gobierno» (p. 406). En ese nuevo equilibrio, el fortalecimiento del Parlamento no supondría una amenaza para la estabilidad de los gobiernos. No se trata de retomar los instrumentos expeditivos para el cese de los gobiernos, ni de sustituir a estos en sus múltiples responsabilidades, pero sí de «ensanchar el escenario de la fiscalización permanente de los asuntos y el debate público de las alternativas existentes» (p. 408). Ello se traduciría en una mayor presencia parlamentaria en la toma de decisiones públicas. Y en un refuerzo de sus funciones básicas: el control del Gobierno y la elaboración y aprobación de las leyes.

Constitucionalismo es control del poder. Desde esta óptica, el autor insiste en la conveniencia de «potenciar la función principal de los Parlamentos de este siglo que no es otra que la de controlar el poder» (p. 407). Y para ello, los procedimientos de control disponibles en las Cámaras deben ser exhaustivos. La otra función es hacer leyes como es debido. Aunque el Gobierno tiene una intervención decisiva en la función legislativa —como titular de la función de dirección política—, el Parlamento puede y debe tener también un papel significativo. El Parlamento es más legitimador que legislador, pero asumir esto, advierte Astarloa, «no tiene que significar ni la trivialización del papel del Parlamento, ni la aceptación pacífica del desprestigio de la ley». En coherencia con ello, el autor formula unas interesantísimas propuestas de reforma del procedimiento legislativo desde la perspectiva de la calidad normativa y de la evaluación permanente de la eficacia y el cumplimiento de la legislación aprobada. Es indispensable que para cada ley exista un coordinador del proyecto que se responsabilice de su correcta tramitación desde el comienzo hasta el final, con el apoyo y asesoramiento de juristas especializados cualificados como son los letrados. Es imprescindible también una correcta programación legislativa. Deben establecerse técnicas de evaluación previa de la repercusión jurídica, económica y social de cada iniciativa legislativa, y de medición a posteriori, de su incidencia real y grado de ejecución de sus previsiones.

El refuerzo del prestigio de los parlamentarios y de los debates es otro de los aspectos en los que más incide la obra. El autor reconoce que los debates parlamentarios son todo menos ágiles. Controlados por los portavoces de los grupos y orientados a proteger la disciplina partidaria, se presentan como «una sucesión de monólogos, no pocas veces leídos, sin tocar una coma, con independencia de lo que contesten los demás» (p. 458). La partitiocracia —que el autor denuncia con rigor y sin demagogia a lo largo de toda la obra— contribuye a que el diálogo no sirva para cambiar el voto, con lo que el debate se diluye y con ello el Parlamento pierde buena parte de su razón de ser. En este contexto, Astarloa advierte de que el fortalecimiento del parlamentarismo no depende solo de los reglamentos. El sistema electoral, los partidos políticos y su funcionamiento interno juegan, en este sentido, un papel fundamental: «No cambiaremos el Parlamento si no cambiamos los partidos» (p. 410).

Desde esta óptica, el autor concluye la obra con un epígrafe titulado «Las reglas no escritas». Y es que, efectivamente, el correcto funcionamiento de cualquier régimen parlamentario reposa sobre dos pilares. Uno de ellos es un adecuado diseño jurídico. Como hemos visto, el libro contiene abundantes e interesantes propuestas para el perfeccionamiento de ese marco. El otro pilar es político y consiste en una determinada cultura política integrada por un conjunto de principios y reglas no escritas sin cuyo concurso ningún régimen parlamentario puede funcionar. Astarloa insiste por ello en que más importante todavía que ajustar unos buenos artículos en unos nuevos reglamentos es que se asuman colectivamente exigencias fáciles de enunciar, pero difíciles de cumplir, como la lealtad institucional, el respeto mutuo y la tolerancia, la voluntad de cesión, negociación y acuerdo, y, por supuesto, la honradez y la ejemplaridad. Cuando la mayoría patrimonializa la institución o cuando la minoría la obstruye, se está faltando a esa lealtad institucional.

VII

Entre las múltiples funciones que la doctrina atribuye a la institución parlamentaria figura la de «magisterio» o de «orientación y liderazgo». El correcto desempeño de esta función exige que el Parlamento cumpla adecuadamente todas las demás. Pero esa función supone también la necesidad de «parlamentarizar la opinión pública» (p. 423), esto es, de hacer pedagogía sobre el valor del Parlamento, difundir la cultura del parlamentarismo.

Para la generación y transmisión de esa cultura política, obras como la aquí comentada revisten una importancia fundamental. En ella se pone de manifiesto que sin Parlamento no hay democracia ni libertad posibles. Y con esa premisa, se exponen con rigor y profundidad los múltiples problemas, carencias y fallos del parlamentarismo en nuestro país y se plantean las posibles vías para afrontarlos. Nos encontramos por ello ante una obra de referencia inexcusable para todos los estudiosos del derecho constitucional, en general, y del derecho parlamentario, en particular. Y de muy recomendable lectura para los ciudadanos interesados en el funcionamiento de las instituciones representativas y, en definitiva, comprometidos con el futuro de nuestra democracia constitucional.

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[1]

Comentario a la monografía de Ignacio Astarloa Huarte-Mendicoa: El Parlmaento moderno. Importancia, descrédito y cambio, Madrid, Iustel-Fundación Alfonso Martín Escudero, 2017, 494 pp.