SUMARIO

  1. Notas

La celebración de un referéndum sobre la independencia de Escocia en 2014, y dos años después, de otro para la salida de Reino Unido de la Unión Europea, ha provocado una situación de gran incertidumbre en un régimen político considerado en otro tiempo referente de estabilidad. Si bien la victoria del no en 2014 evitó la fragmentación territorial de Reino Unido y permitió superar una grave crisis constitucional, el triunfo, en 2016, de los partidarios de la retirada de la Unión Europea ha sumido al sistema político británico en una situación próxima al caos. Estos acontecimientos obligan a los estudiosos del derecho público y de la ciencia política a dirigir su mirada a un sistema político —el británico— que, si bien no puede decirse que sea un completo desconocido, sí que podemos constatar la práctica ausencia —en nuestra doctrina iuspublicística— de monografías que profundicen en él. La inexistencia de una constitución codificada que responda al modelo de constitución racional-normativa (García Pelayo) ha contribuido a que la doctrina constitucional española le haya prestado escasa atención.

En este contexto, la obra del profesor Vírgala (La Constitución británica en el siglo xxi. Soberanía parlamentaria, constitucionalismo common law y leyes constitucionales) reviste una importancia fundamental por cuanto viene a cubrir esas carencias. Fruto de diversas estancias investigadoras en Londres, el catedrático de la Universidad del País Vasco ha escrito un libro en el que, de la mano de los autores más relevantes del constitucionalismo británico, y de las resoluciones judiciales de trascendencia constitucional, se exponen las líneas maestras del sistema constitucional de Reino Unido. Se explican las dos diferentes interpretaciones del mismo: la propia del constitucionalismo político y la del denominado constitucionalismo common law, así como las contradicciones y los problemas que las mismas plantean. Y, sobre todo, se pone de manifiesto la siempre conflictiva y tensa relación entre los dos principios fundamentales del sistema (la soberanía parlamentaria y el rule of law), nunca del todo resuelta, pero en la que el segundo ha acabado por introducir algunas importantes limitaciones al primero.

La exposición rigurosa y clarificadora que realiza Vírgala del sistema constitucional británico pone de manifiesto sus singularidades y analiza su evolución hasta el día de hoy. A lo largo de cinco capítulos se examinan, sucesivamente: los elementos de la Constitución británica, el principio fundamental de soberanía parlamentaria, la contraposición existente entre constitucionalismo político y constitucionalismo common law y los principales cambios experimentados en los siglos xx y xxi.

En el primer capítulo Vírgala delimita el objeto de estudio al exponer el concepto de Constitución británica como constitución política no codificada y analizar sus diversos componentes. La Constitución británica es una constitución política y no legal. Con ello el autor rechaza el lugar común de considerar la Constitución británica como una constitución no escrita, dado que la mayor parte de la misma sí está escrita, si bien no se encuentra codificada ni reúne los elementos formales de una constitución racional normativa. La Constitución es política y no legal básicamente por dos razones. La primera, porque no consiste en un conjunto de normas sino en un «conjunto de relaciones políticas entre los órganos del Estado, de forma que las reglas que regulan el ejercicio del poder se basan en sobreentendidos políticos» (p. 15). La segunda, porque cualquier eventual inconstitucionalidad ha de resolverse políticamente y no a través de los tribunales.

Esta Constitución que es fruto de la evolución histórica se compone básicamente de tres elementos (desde la óptica formal de las fuentes) y pivota sobre dos principios (desde la óptica material de los fundamentos políticos y axiológicos del sistema). En el capítulo primero Vírgala realiza una exposición clara y detallada de la teoría de las fuentes del derecho constitucional británico, esto es, de los distintos componentes de su Constitución: las leyes, la prerrogativa regia y las convenciones constitucionales, a los que se añade una serie de documentos sin valor jurídico formal, pero determinantes del funcionamiento de los órganos constitucionales. El autor subraya que, a diferencia de otras constituciones no codificadas (Israel o Nueva Zelanda), la británica se caracteriza por el gran número de leyes de relevancia constitucional que la componen, así como por el hecho de que ni siquiera exista un consenso sobre las que conformen ese elenco.

La principal singularidad del sistema es la inexistencia de una distinción formal entre constitución y ley «de forma que esta puede modificar o derogar cualquier principio constitucional inveterado o los derechos fundamentales» (p. 18). Esto es consecuencia del principio de soberanía parlamentaria. Con esas premisas se examinan las diferentes formas de aprobación de la ley parlamentaria (como consecuencia de las Parliament Acts de 1911 y 1949).

El interés de este primer capítulo reside, sobre todo, en el detallado examen que se hace de dos fuentes singulares del constitucionalismo británico: la prerrogativa regia y las convenciones constitucionales. La prerrogativa se define como «el residuo que va quedando a través de los siglos de la antigua omnipotencia del rey que en la actualidad ejerce el Gabinete en nombre del soberano» (p. 23). Se ha ido reduciendo progresivamente. Son poderes del Ejecutivo inherentes (porque no provienen de la ley) y de common law (porque son los tribunales los que establecen su existencia). La prerrogativa engloba los poderes discrecionales del Gobierno, es decir, todo aquello que puede realizar sin autorización de una ley parlamentaria, y se proyecta sobre todo en las relaciones internacionales. Ello explica que en relación al brexit se planteara la polémica sobre si la salida de Reino Unido en virtud del art. 50 del Tratado de la Unión podía realizarse directamente por el Gobierno basándose en su prerrogativa o precisaba una ley parlamentaria de autorización. En la decisiva sentencia Miller de 3 de noviembre de 2016 —que es analizada con detalle por el autor—, el Tribunal Supremo de Reino Unido ha resuelto que, en la medida en que la prerrogativa no puede afectar ni a leyes del Parlamento ni a derechos fundamentales, no faculta al Gobierno para activar la salida de la Unión Europea.

El tercer y último componente de la Constitución lo conforman las convenciones constitucionales teorizadas por el gran constitucionalista británico A. W. Dicey: «Prácticas que regulan el comportamiento de los miembros del Parlamento, del Gobierno o de otros actores políticos que en un momento determinado se convierten en obligatorias políticamente» (p. 37). El componente político de la Constitución se pone aquí nuevamente de manifiesto dado que, si bien los tribunales están capacitados para reconocer la existencia de una convención, no existe sanción alguna para su incumplimiento. Los tribunales no pueden aplicar una convención política. Esta solo puede imponerse por su propia «fuerza retórica». Por ello, la violación de una convención puede no tener consecuencias —mostrando así que no era realmente relevante—; tenerlas y provocar la dimisión del Gobierno, o determinar la transformación de la convención en ley parlamentaria para asegurar su cumplimiento (por ejemplo, cuando los lores se negaron a aprobar un proyecto de ley financiero aprobado por los comunes en 1910, incumpliendo así una convención, se aprobó la ley parlamentaria de 1911 que hace innecesaria la aprobación por los lores de proyectos de ley en materia financiera).

Expuestas las fuentes formales, el segundo capítulo tiene por objeto analizar el principio fundamental de la Constitución británica: la soberanía parlamentaria. Lord Neuberger, uno de los juristas más prestigiosos de Reino Unido

Presidente del Tribunal Supremo de 2012 a 2017.

‍[1]
, ha llegado a afirmar a la altura de 2014 que Reino Unido no tiene Constitución, sino que solo rige la soberanía parlamentaria, y, por lo tanto, los tribunales no tienen ninguna capacidad de anular una ley. Es decir, para algunos la soberanía parlamentaria no es un principio de la Constitución, sino un principio que niega su existencia. Realmente se trata del mismo razonamiento que permite concluir que en la Europa continental el constitucionalismo decimonónico fue ficticio (Pedro de Vega). El principio político de la soberanía parlamentaria condujo en Francia —y a otros Estados— al principio jurídico de la supremacía de la ley y, en definitiva, al denominado constitucionalismo flexible en virtud del cual la constitución podía ser modificada por el procedimiento legislativo ordinario. Ahora bien, a diferencia de lo ocurrido a este lado del canal, donde tras la segunda posguerra la soberanía parlamentaria fue remplazada por la soberanía de la Constitución, en Reino Unido tal desplazamiento no ha tenido lugar. La citada sentencia Miller de 2017 subraya que «la soberanía parlamentaria es un principio fundamental de la Constitución del Reino Unido». Ahora bien, este principio debe acompañarse siempre de otro, el rule of law (similar pero no idéntico a nuestra cláusula Estado de derecho), desarrollado por el common law.

En este sentido, y esta es una de las ideas nucleares de la obra, la tensión permanente entre esos dos principios forma parte de la identidad constitucional británica. Tensión que se traduce y refleja en la controversia actual entre «constitucionalismo político y constitucionalismo common law», que se examinarán después en el capítulo tercero.

El principio de soberanía parlamentaria implica que la autoridad legislativa del Parlamento no está sujeta a ningún límite; las leyes parlamentarias gozan de una supremacía absoluta sin que los tribunales puedan controlarlas. Tras hacer un repaso histórico al surgimiento y consolidación del principio (Revolución gloriosa de 1688), Vírgala expone la teoría de Dicey

Introduction to the Study of the Law of the Constitution, 1885.

‍[2]
, considerada hasta hoy la exégesis clásica sobre el tema. Formulada en términos positivos: toda ley del Parlamento —sea cual sea su contenido— debe ser obedecida por los tribunales; en términos negativos: no hay persona u órgano que pueda derogar una ley del Parlamento. La teorización de Dicey se completa con la aportación de H. L. A. Hart, que hace de la soberanía parlamentaria el elemento fundamental de su regla de reconocimiento del derecho británico, la última regla de cualquier ordenamiento jurídico. Definida como un conjunto de criterios para identificar a las reglas primarias, es una costumbre de los operadores jurídicos, por lo que no es creada ni por la ley ni por los tribunales, sino que es más bien un hecho político. Desde esta óptica, para Hart, de acuerdo con la mencionada regla de reconocimiento, «sólo las leyes de la reina en el parlamento son fuente del derecho, por lo que, si no se sigue el procedimiento legislativo, el resultado […] no es ley» (p. 60).

La acertada conclusión que Vírgala extrae de todo lo anterior es que el sistema se configura como «una variante de poder absoluto o de despotismo electivo o de democracia plebiscitaria puramente procedimental con el Parlamento como legibus solutus» (p. 53). Concepción que, desde el punto de vista de un constitucionalismo entendido como expediente para garantizar la libertad limitando el poder, deja mucho que desear. En todo caso, la historia de Reino Unido muestra que la existencia de un Parlamento legibus solutus no ha supuesto en la práctica un peligro real para las libertades. Esto dice mucho de la importancia de la cultura política (I. Berlin), y de cuán enraizado está en la sociedad británica el valor de la libertad.

Expuestos así el contenido y las consecuencias del principio, queda pendiente de resolver una cuestión fundamental. ¿Quién fue el sujeto que estableció originalmente la soberanía parlamentaria? Como advierte Vírgala, no se trata solo de un debate histórico, sino que la respuesta a este interrogante tiene importantes implicaciones para el futuro del sistema: «Si la respuesta es que su creación fue judicial, los tribunales británicos podrán seguir profundizando en las tendencias de los últimos años hacia un mayor control de la producción legislativa» (p. 65). La pregunta subyacente es quién tiene la última palabra. En el constitucionalismo continental —racional normativo— la afirmación del poder constituyente del pueblo que aprueba la constitución conduce a una soberanía de la constitución cuya supremacía garantiza un Tribunal Constitucional (quien tiene la última palabra). En Reino Unido, las cosas son muy diferentes, aunque, como bien explica Vírgala —y este es uno de los aspectos más interesantes del libro—, hay novedades y tendencias que contribuyen a aproximar el sistema británico —dejando a un lado las profundas diferencias históricas y políticas existentes— al modelo continental (control judicial de la ley).

Las muy diferentes opiniones sobre el origen de la soberanía parlamentaria pueden agruparse en dos bloques. Uno de ellos sostiene que, como no pudo establecerlo el propio Parlamento por ley, tuvo que ser otro creador del derecho quien lo hiciese, es decir, el common law, en definitiva, los tribunales. La soberanía parlamentaria queda entonces limitada: el Parlamento puede derogar la mayor parte del common law, pero no sus principios fundamentales, ya que son la última fuente de su propia autoridad. Hay principios fundamentales del common law que limitan la soberanía parlamentaria, y, de esta forma los tribunales —en este ámbito—, tendrían la última palabra. Este es el modelo del constitucionalismo common law (CCL). El otro bloque —en la estela de Dicey—, y cuyo máximo representante actual sería el profesor australiano J Goldsworthy, rechaza que el principio fuera establecido por los tribunales: «Como la soberanía parlamentaria fue consolidada mediante un consenso que se formó en el siglo xvii, para Goldsworthy solo podría modificarse ahora mediante consenso popular o, al menos, de los tres poderes del Estado, pero no unilateralmente por los tribunales» (p. 66).

Podemos comprobar que esta controversia refleja también un problema clásico del constitucionalismo continental: la tensión entre democracia y justicia constitucional. En este contexto, en su esclarecedor análisis sobre la controversia entre estas dos diferentes interpretaciones del constitucionalismo británico, Vírgala pone de manifiesto los prejuicios ideológicos de muchos de los defensores del constitucionalismo político. El rechazo al constitucionalismo common law obedece al temor de que los tribunales vayan a limitar políticas progresistas. Es lo que ocurrió en Estados Unidos en los años treinta cuando el Tribunal Supremo bloqueó las políticas del New Deal. Pero ello no puede olvidar que las advertencias frente al Gobierno de los jueces han provenido la mayor parte de las veces de juristas muy conservadores (Schmitt o Forsthoff). Desde esta óptica Vírgala advierte: «Los jueces británicos actuales están tan situados en la izquierda o en la derecha como el resto de la sociedad y la mayoría parlamentaria no produce legislación social “progresista” por lo que pensar que se produciría un control jurisdiccional retrógrado que frenaría los avances sociales carece ahora de sentido» (p. 68).

Vírgala expone la teoría del CCL de la mano de sus más insignes representantes: Trevor Allan, Paul Craig, Jeffrey Jowell, lord Steyn o Dawn Oliver. Todos ellos sostienen que al quedar desde 1911 la legislación en manos de los comunes, podría dar lugar a un choque comunes-jueces si aquellos vulneran los derechos humanos. Si tal cosa ocurriera, el CCL entiende que los tribunales reaccionarían con una interpretación de la ley que impidiera la restricción en el ejercicio de tales derechos. En definitiva, el CCL hace prevalecer el rule of law sobre la soberanía parlamentaria (Allan). Aquella, y no esta, es la regla suprema, y los tribunales son la institución más adecuada para interpretarla. Se combina así la soberanía del Parlamento para hacer la ley con la soberanía de los tribunales para interpretarla y aplicarla. De esta forma, se defiende «una soberanía compartida en iguales términos entre el Parlamento y los tribunales» (p. 73). Los defensores del constitucionalismo político rechazan esas consideraciones. Los tribunales no pueden controlar la validez de la ley porque nadie les ha otorgado tal función. «El problema del CCL —concluye Vírgala— es el de su escaso resultado práctico […]. Ninguna sentencia ha llegado nunca a declarar la invalidez de una ley» (p. 71). El autor es, por tanto, muy crítico con el CCL, pero no por sus fundamentos teóricos o por sus consecuencias constitucionales, sino por su falta de resultados, por su inconsistencia práctica. Ya ha habido situaciones problemáticas para los derechos humanos y no ha habido intervención alguna de los tribunales para remediarlas.

Una vía de reconciliación entre el constitucionalismo político y el CCL es la aceptación de la supremacía del Parlamento, pero, a su vez, el reconocimiento a los tribunales de una función de interpretación de la ley que pueda llegar hasta límites cercanos a la invalidez de la misma. Efectivamente, a partir de los años setenta se ampliaron notablemente los límites de la interpretación judicial para acomodar el sentido de las leyes a los principios de la Constitución. Mediante este expediente, los tribunales redefinieron la intención de algunas leyes e invirtieron su significado. Los tribunales justifican estas sentencias con el argumento de que realmente aplican la voluntad del Parlamento. Esto es falso: lo que hacen es proteger derechos fundamentales.

La interpretación de una ley en contra de su tenor literal no es lo mismo que declarar su invalidez, pero, desde un punto de vista sustantivo y práctico, se parece bastante. La posición de Vírgala en este asunto es la siguiente: «La supremacía parlamentaria puede abandonarse, pero no por decisión judicial en un avance sofisticado de la interpretación de las leyes. Debe ser el pueblo el que lo haga, mediante referéndum, con la convocatoria de una convención constitucional o por una Ley del Parlamento, pero no los jueces solos por sí mismos» (p. 83). El autor no desarrolla más esta propuesta, pero probablemente conecta con las pretensiones de ciertos sectores minoritarios de aprobar un texto constitucional codificado en donde efectivamente, y de la misma forma que ha ocurrido en la Europa continental, la soberanía de la Constitución reemplace a la soberanía parlamentaria.

Los dos últimos capítulos de la obra analizan los cambios fundamentales experimentados en el sistema constitucional británico en el último siglo. Así se analizan, en primer lugar, las Parliament Acts de 1911 y 1949. Estas leyes no modificaron el principio de soberanía. Esta sigue residiendo en el Parlamento, pero la parte de soberanía detentada por los comunes es mayor y la de los lores es menor.

En segundo lugar, y esto supuso un cambio fundamental, se estudian las consecuencias de la adhesión de Reino Unido al Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) y la Human Rights Act (HRA) de 1988. Esta norma atribuye mayor poder a los tribunales del que tenían. «El Reino Unido —advierte Vírgala— siempre ha sido contrario a una ley de derechos por los peligros que puede tener para la soberanía parlamentaria, ya que […] podría haber otorgado a los tribunales la capacidad de inaplicar las leyes contrarias a los derechos fundamentales» (p. 106). En este contexto, el problema de los derechos humanos en el common law es que no hay un catálogo de los mismos, aunque hay consenso sobre que su ámbito de aplicación es menor que el del CEDH. En ocasiones, los tribunales no protegieron adecuadamente a los primeros y por ello el Gobierno Blair introdujo la HRA. El autor explica cómo esta ley da una «especie de control de constitucionalidad débil en el que los tribunales interpretan la legislación y, si llegan a una declaración de incompatibilidad, luego el Parlamento puede tomar eso en consideración» (p. 105). La doctrina entiende que este control débil no afecta a la soberanía parlamentaria porque proviene de la HRA, y puede suprimirse de la misma forma. Vírgala denuncia el formalismo extremo de esta argumentación y explica cómo el poder conferido a los tribunales es mucho mayor del que se quiere reconocer. La HRA les permite, «más que interpretar, cambiar el sentido de la ley» (p. 109). Y en los casos en que los tribunales declaran la incompatibilidad de la ley con el CEDH, el Parlamento acaba modificando aquella para superar la contradicción

En las 22 declaraciones definitivas de incompatibilidad pronunciadas hasta finales de julio de 2016, en todos los casos (salvo uno relativo al derecho de sufragio de los presos, que no se resolvió hasta diciembre de 2017), se procedió a modificar la legislación británica para adaptarla al CEDH.

‍[3]
.

El tercer cambio constitucional examinado es el producido por la adhesión de Reino Unido a las Comunidades Europeas en 1972. La ley que dispuso dicha entrada alteró profundamente el sistema de fuentes del derecho inglés al permitir la prevalencia del derecho comunitario sobre el interno. No obstante, también en este caso se considera que el principio de soberanía parlamentaria permanece inalterado en la medida en que el Parlamento puede derogar en cualquier momento la ley de adhesión. De la misma forma que había ocurrido con el CEDH, inicialmente los tribunales evitaron los conflictos mediante la interpretación hasta las famosas sentencias Factortame. La sentencia Factortame núm. 2 fue la primera vez, desde 1688, que un tribunal británico suspendió la aplicación de una ley parlamentaria, «estableciendo —subraya Vírgala—, por la primacía del derecho europeo, que el Comité de Apelación de la Cámara de los Lores (hoy Tribunal Supremo del Reino Unido) pueda hacer lo que Dicey negaba» (p. 115). Los partidarios del CCL (Wade) llegaron a afirmar que con ello la soberanía parlamentaria había desaparecido. Vírgala, de la mano de la doctrina mayoritaria y de la decisiva sentencia Miller de 2017, rechaza esa tesis. Los hechos (el brexit) confirman lo acertado de tal razonamiento: el derecho de la Unión Europea tiene aplicación en Reino Unido solo por decisión del Parlamento, al aprobar la entrada en la organización. Esto durará hasta que el Parlamento lo quiera. La ley de 1972 puede derogarse como cualquier otra ley.

El cuarto cambio constitucional que se examina es la introducción de un control de constitucionalidad por el Tribunal Supremo de Reino Unido (antiguo Comité de Apelación de la Cámara de los Lores) a partir de 2009. Además de controlar la legislación secundaria gubernamental, y la compatibilidad de las leyes con el CEDH (ya examinado), el Tribunal controla la validez de las leyes regionales de Escocia, Gales e Irlanda del Norte. Como la experiencia norteamericana en el siglo xix y el ejemplo austriaco en 1920 pusieron de manifiesto, toda forma de descentralización política requiere un sistema de control de constitucionalidad de la ley y, en definitiva, de un procedimiento jurídico para la resolución de los conflictos entre el poder central y los poderes territoriales. También en Reino Unido al Tribunal Supremo se le ha asignado esa función.

Finalmente, se analiza el surgimiento a partir de la sentencia Thoburn de 2002 de la categoría «leyes constitucionales», que «puede ser —en palabras de Vírgala— el primer paso para un gradual cambio en el sistema de fuentes británico» (p. 130). En cualquier caso, no es fácil delimitar cuáles merecen esta consideración y su única peculiaridad jurídica es su resistencia a la derogación implícita.

En definitiva, a lo largo de los cinco capítulos de la obra, el autor realiza una exposición muy completa del sistema constitucional británico, poniendo de manifiesto sus contradicciones, subrayando la tensión entre el principio de soberanía parlamentaria y la regla del rule of law. Su lectura nos facilita la cabal comprensión de un sistema que parece encontrarse en una encrucijada. Los problemas que advierte Vírgala en la obra son de gran envergadura. En última instancia, se refieren a la inexistencia de garantías de los derechos frente al legislador. La soberanía parlamentaria impide aceptar el control judicial de la legislación aunque este se haya introducido en algunos campos. El autor rechaza que los jueces puedan asumir por sí mismos esas facultades de control. En este contexto, la obra de Vírgala nos plantea la cuestión de la conveniencia y oportunidad de elaborar en Reino Unido una constitución codificada que, admitiendo el control judicial del legislador, ponga fin a la soberanía parlamentaria. Hasta ahora, el sistema británico ha protegido eficazmente la libertad —gracias a su cultura política liberal—, pero algunos datos apuntados por el autor a lo largo de la obra sugieren que esto podría cambiar (en el contexto de una política en la que la seguridad prevalezca sobre cualquier otro valor).

Por otro lado, la singularidad del sistema británico explica que la mayor transformación constitucional experimentada por Reino Unido se llevara a cabo por una ley (la de entrada en las Comunidades Europeas). Y analizado el fenómeno desde la perspectiva española, no deja de resultar significativo el hecho de que, a pesar de contar nosotros con una Constitución racional-normativa (rígida), hayamos vivido un proceso similar. El cambio constitucional de mayor envergadura que hemos experimentado en las últimas cuatro décadas se llevó a cabo en 1985 mediante la ley orgánica que autorizó nuestra entrada en las Comunidades e hizo posible mutaciones constitucionales de indudable envergadura. Este dato obliga a relativizar algunas de las diferencias existentes entre el modelo constitucional británico y el continental.

En todo caso, la lectura de esta clarificadora monografía del profesor Vírgala es fundamental para comprender el alcance de esas diferencias y de las tendencias hacia su superación progresiva. Por ello resulta de lectura obligada no solo para quienes deseen profundizar en el conocimiento del sistema constitucional británico sino para todos los interesados en el estudio del constitucionalismo en general, su evolución y sus perspectivas de futuro.

Notas[Subir]

[1]

Presidente del Tribunal Supremo de 2012 a 2017.

[2]

Introduction to the Study of the Law of the Constitution, 1885.

[3]

En las 22 declaraciones definitivas de incompatibilidad pronunciadas hasta finales de julio de 2016, en todos los casos (salvo uno relativo al derecho de sufragio de los presos, que no se resolvió hasta diciembre de 2017), se procedió a modificar la legislación británica para adaptarla al CEDH.