Uno de los rasgos más singulares de la historia constitucional española es la casi total ausencia de reformas constitucionales. A excepción de las dos reformas menores de la actual Constitución de 1978, todos los procesos constituyentes desde principios del siglo xix han consistido en la ruptura del orden constitucional vigente y su sustitución por otro más acorde con la nueva realidad política del país. En ningún caso el ajuste o desarrollo constitucional pudo realizarse conforme a los requerimientos formales establecidos en la propia Constitución. Incluso si nos fijamos en las dos mencionadas reformas de la Constitución actual (sobre el derecho de sufragio de los ciudadanos europeos en elecciones municipales y sobre el principio de estabilidad presupuestaria), ambas se produjeron por mandato de la Unión Europea y no como consecuencia de un proyecto interno de renovación del pacto constitucional.

En los últimos años se ha hablado mucho de la necesidad de poner al día el texto de la Constitución de 1978, aduciendo que no responde en aspectos fundamentales a las realidades y desafíos del momento presente. Aunque es una de las constituciones más avanzadas en derechos y garantías, lo cierto es que está diseñada en un momento histórico de transición democrática muy distinto al actual, donde España afronta los problemas de una democracia razonablemente consolidada, dentro de un mundo cada vez más globalizado y en plena revolución digital. Al mismo tiempo, el sistema abierto de autonomías regionales previsto en la Constitución ha dado lugar con el tiempo a un modelo cuasi federal que requiere organización y estabilidad a través de la norma fundamental. No se trata, por supuesto, de defender la primacía de los hechos sobre la norma jurídica, sino de reconocer la necesidad de adaptar el texto constitucional con objeto de asegurar la vigencia de su proyecto normativo en unas circunstancias modificadas.

En todo caso, y al margen del análisis de las posibles causas que obstaculizan la realización de una reforma constitucional en España, la presente coyuntura histórica del país promueve sin duda el estudio de este mecanismo constitucional desde el punto de vista de la teoría política y del derecho. De ahí el enorme interés del libro publicado recientemente por el profesor Julián Sauquillo, La reforma constitucional. Sujetos y límites del poder constituyente. Se trata de un estudio centrado en el sujeto político responsable de activar los mecanismos de reforma, así como en los límites de su ejercicio legítimo. Como punto de partida, me gustaría destacar desde el inicio tres ideas básicas que guían toda la investigación: en primer lugar, el sujeto genuino de la reforma constitucional es el pueblo como poder constituyente que en ningún caso posee una soberanía sin limitaciones jurídicas («Todo poder constituyente es poder constituido normativamente», p. 19); en segundo lugar, dicho sujeto creador y reformador de constituciones está indisolublemente vinculado al proceso democrático de toma de decisiones como la condición que hace posible un gobierno representativo («El demos definido en la Constitución de manera fundamental queda vinculado obligatoriamente a las decisiones adoptadas por sus representantes», p. 15), y en tercer lugar, la reforma constitucional representa una vía para el ejercicio responsable del poder representativo y social (es «un mecanismo de protección de la vigencia de la propia Constitución de cara al transcurso de una realidad histórica y social cambiante», p. 16).

A partir de estas tres ideas básicas, el autor investiga acerca del origen y de las dificultades para la completa realización de una concepción del constitucionalismo que, por su reivindicación del papel activo del poder constituyente, creo que podemos calificar de «republicana». El origen de dicha concepción se encuentra en las revoluciones burguesas de finales del siglo xviii en Francia y Estados Unidos, donde el poder constituyente surge como una fuerza creativa originaria. Y es precisamente en ese momento inaugural donde aparece uno de los rasgos que el autor considera clave en la construcción constitucional de la política actual: su carácter «antipopular» (p. 211). «Las razones de la rigidez son políticas, en primer y fundamental lugar y, en segundo lugar, garantistas» (p. 188). En ambas revoluciones, la soberanía del pueblo pasó tempranamente a ser la soberanía nacional de los representantes, convirtiendo las apelaciones al pueblo soberano en un «mero artilugio retórico en aras de la legitimación del poder burgués» (p. 137).

Según el profesor Sauquillo, esta «despotenciación del poder constituyente» (p. 17) ha pasado a ser el rasgo más característico del actual constitucionalismo democrático: «Creada la Constitución por el poder constituyente, este desaparece en la supremacía de la Constitución que protege y garantiza un equilibrio de mayorías y minorías, la estructura del Estado y un «coto vedado» de derechos» (p. 125). Bajo este enfoque, el poder constituyente es algo implícito en un marco constitucional de derechos fundamentales y en el funcionamiento de una democracia razonablemente bien ordenada. El pueblo se autoconstituye estableciendo su constitución y dotando a dicha norma de una supremacía normativa, pero luego desaparece como poder constituyente originario asociándose de manera indisoluble a los requerimientos sustantivos de su constitución. Esta idea es oriunda de los Estados Unidos de América, pero encuentra también reflejo en la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional cuando habla de la «objetivación» del poder constituyente en los principios y derechos abstractos de la Constitución. En cualquier caso, según esta concepción «liberal» del constitucionalismo (p. 125), son los procedimientos democráticos de producción y aplicación de normas jurídicas los que nos permiten aceptar como legítimas decisiones colectivas que, desde un punto de vista sustantivo, nos parecen injustas o incorrectas.

El estudio del profesor Sauquillo muestra cómo la rigidez constitucional se planteó desde sus orígenes como un mecanismo para frenar la espontaneidad del poder constituyente. Para ello, el autor hace un recorrido historiográfico por las principales doctrinas políticas que justificaron la construcción de la representación política y la rigidez constitucional, haciendo especial hincapié en autores como Jean Bodin (pp. 229-237), Jean-Jacques Rousseau (pp. 264-277) y Emmanuel Joseph Sieyès (pp. 297-303). A través de esta investigación, comprobamos que en el seno de este ideario doctrinal existe la misma tensión que podemos encontrar hoy en día en el Estado constitucional entre la supremacía de la constitución y el poder libre del pueblo. Una tensión interna que supuestamente debía encontrar su resolución a través del mecanismo jurídico de la reforma constitucional. El problema que desea resaltar el autor es que «ahora toda esa construcción jurídica, moral y política comienza a resquebrajarse y a ser puesta en cuestión» (p. 211). La animadversión política hacia el pueblo y su apartamiento ilegítimo de la construcción constitucional ha dado lugar a una desafección del pueblo hacia su constitución (p. 198). Como supo intuir Raymond Carré de Malberg a principios del pasado siglo, el Estado constitucional supone un «dominio oligárquico» en el que se produce «la expulsión del pueblo de la participación real en la política moderna» (p. 309).

En claro contraste con esta concepción dominante, una concepción republicana quiere dejar siempre abierta la posibilidad de actuación del poder constituyente con objeto de mantener la identificación del pueblo con su constitución. «El republicanismo —en el que puede coincidir todo el arco político— deja siempre abierto un poder social autodeterminado que subyace y da continuidad a las mutaciones, reformas y quiebras de la Constitución» (p. 125). Según Sauquillo, esta otra tradición es la que representan Nicolás Maquiavelo, Baruch Spinoza (pp. 275-285, 312) y Karl Marx, a los que denomina como «los reivincadores de un poder soberano que concierna auténticamente al pueblo» (p. 229). Bajo esta concepción alternativa, el poder constituyente permanece más allá del acto constituyente originario, tanto en el nivel de la política real como de la opinión pública, impulsando las reformas constitucionales necesarias para adaptar los poderes constituidos a las demandas del poder constituyente en cada momento histórico concreto.

Esta concepción republicana demanda «formas de participación espontánea» (p. 126) y reivindica la actuación de las asambleas constituyentes. Frente a los problemas que genera la noción del poder constituyente «originario» desde un punto de vista analítico-conceptual (en especial, los desarrollados en el ya clásico trabajo de Genaro Carrió), el autor distingue entre el poder constituyente totalitario, elaborado especialmente en la obra de Carl Schmitt (pp. 320-335) y Constantino Mortati (pp. 335-340), y el poder constituyente ejercicio por el pueblo a través de las asambleas constituyentes. Según Sauquillo, en la historia constitucional española la técnica de las asambleas constituyentes sirvió para cambiar la Constitución vigente evitando la explosión social violenta: «La apelación al poder constituyente de la Nación ha sido tradicionalmente considerada por el pensamiento progresista y liberal como el remedio al despeñadero venido por la vía de la violencia revolucionaria» (p. 39). Para el autor, la abrupta historia constitucional española puede leerse como un ejercicio periódico de «reformas» constitucionales, donde cabe apreciar la continuidad del pueblo español como sujeto constituyente a través de las diversas rupturas y recomposiciones del orden constitucional.

Detrás de esta concepción republicana, reivindicadora del poder soberano del pueblo, encontramos la idea de una constitución sociológica que es contraria a todo formalismo jurídico reduccionista. Según el autor, el pueblo soberano tiene una identidad política que se expresa solo de manera incompleta en la constitución jurídica del país, y que es la que nos permite encontrar una continuidad en los diferentes momentos de ruptura y evolución que componen su tradición constitucional (pp. 153-156). La reforma constitucional no sería, desde esta óptica, tan solo la que se produce siguiendo los procedimientos formales previstos en la constitución, sino también el cambio constitucional en el que se recogen las demandas de los movimientos sociales a través de nuevas legislaciones fundamentales y precedentes judiciales innovadores. Por supuesto, el autor destaca dentro del pensamiento político las contribuciones de Thomas Jefferson y Thomas Paine a esta idea de la constitución como un texto vivo (pp. 200-205).

Sobre la actual crisis constitucional de España, el profesor Sauquillo desarrolla su visión republicana aplicándola tanto al embate de los nacionalismos identitarios como a las dificultades de la Unión Europea para constituirse en un Estado federal. La primera cuestión se ha manifestado con especial virulencia en los últimos años por el desafío secesionista de los partidos independentistas catalanes. A este respecto, el autor no duda en situar el ideario independentista del «derecho a decidir» en la órbita del pensamiento de Schmitt: «El guión independentista parece ideado por el jurista vinculado al nazismo por su supeditación del derecho a los hechos sociales» (p. 26). La aprobación unilateral de la Ley de Transitoriedad Jurídica por parte del Parlamento catalán ha supuesto una ruptura con la legitimidad democrática de los procedimientos establecidos en la Constitución española y en el Estatut catalán. El ideario independentista considera que la única legitimidad democrática reside en la autodeterminación de un pueblo sobre su forma de vida institucional. Dicho de otra forma, desde su punto de vista una constitución solo es legítima si es la expresión de la voluntad de un pueblo, que a su vez es la voluntad o identidad genuina de sus miembros. Este ideario soberanista conduce inevitablemente a una política de hostilidad hacia los «enemigos» internos y externos del pueblo con objeto de garantizar su autonomía y mantener su existencia. Por el contrario, el Estado constitucional moderno supone precisamente la superación de esta política amigo/enemigo. Haciendo mención de la obra de Claus Offe relativa a la catastrófica «política étnica» de los países exsocialistas del Centro y del Este de Europa, Sauquillo reivindica el Estado nación moderno como el ámbito de la ciudadanía (del «ethos cívico») en donde, frente al fraccionamiento étnico y nacionalista, existe una «relación recíproca de confianza, solidaridad y autorreconocimiento integrador de la comunidad política […] más allá de todas las divisiones de interés y de ideología» (p. 80). La solución al actual problema territorial de España pasa, según el autor, por una reforma constitucional que otorgue racionalidad y estabilidad al actual Estado de las autonomías (pp. 24-25, 28, 380-‍381). En este punto el autor reconoce la virtualidad positiva de la rigidez constitucional. Como ya defendió en su momento Francisco Laporta, la hiperrigidez del artículo 168 de nuestra Constitución brinda «la oportunidad de un debate nacional maduro y dilatado» que logre superar «el activismo legal de unos y el quietismo legalista de los otros» (pp. 28-29).

En cuanto a la integración europea en una comunidad política de tipo federal, el profesor Sauquillo comparte las críticas de Offe y Jürgen Habermas, entre otros muchos, acerca del carácter más bien opaco y escasamente participativo del proceso constituyente europeo. Sin embargo, más allá de los problemas concretos y contingentes a los que se enfrenta la federación europea, el autor plantea lo que considera el principal obstáculo en el orden de los principios: «La Unión Europea carece de demos y no posee un poder constituyente democrático y unitario capaz de ratificar su elaboración de una Constitución» (p. 56). En su opinión, el Estado nación es y debe ser, mientras no se fragüe dicho demos europeo, el espacio público propicio para la deliberación democrática y la toma de decisiones por mayoría (pp. 65-67). No obstante, el autor reconoce que la «construcción de una identidad posnacional, que haga acopio de los valores cosmopolitas de la ilustración y abandone los peores lastres del nacionalismo étnico, es urgente» (pp. 68-69). En suma, la construcción europea se encuentra en una difícil encrucijada: deficiente legitimidad democrática de las instituciones comunes por falta de una identidad compartida, pero al mismo tiempo necesidad de superar «el lastre étnico de la libertad nacional» (p. 69).

Para finalizar, quisiera hacer mención de algunas de las cuestiones que me ha planteado la lectura de un libro tan sugerente y reflexivo como el que aquí nos ocupa. Por supuesto, en esta breve reseña no he podido ofrecer un fiel reflejo del alcance con que el autor estudia los orígenes y desarrollos doctrinales del poder constituyente. Sin embargo, a mi juicio un trabajo sobre la reforma constitucional centrado en el poder constituyente resalta inevitablemente la dimensión política de la constitución como pacto o acto constituyente, dejando en un segundo plano su dimensión regulativa como norma jurídica sustantiva (de donde se derivan directamente derechos y obligaciones). Esta segunda dimensión aparece solo esporádicamente en el libro, aunque es cierto que el autor la hace valer frente al desafío independentista del soberanismo catalán (p. 80).

A mi juicio, esta dimensión regulativa de la Constitución es la que explica por qué no debemos aceptar el «derecho a decidir» de una parte de la población española. La función del derecho democrático es reconciliarnos con la heteronomía que de manera inevitable se produce en una comunidad política dividida por diferentes intereses e ideologías. Como ha reiterado Rawls, solo mediante la represión del Estado es posible acabar con el pluralismo razonable de doctrinas existenciales y formas de vida. Lo cual vale también, en mi opinión, para sociedades divididas por diferentes identidades políticas. Los procedimientos de producción y aplicación de normas de un sistema jurídico democrático nos permiten solucionar legítimamente profundos conflictos colectivos. Aceptamos como legítimas decisiones colectivas que nos parecen injustas o sustantivamente incorrectas, solo porque han sido adoptadas a través de un procedimiento justo en el que todas las partes han podido participar en pie de igualdad.

Por el contrario, una concepción republicana de la Constitución, donde la legitimidad democrática última se basa en el poder constituyente del pueblo, poco tendría que objetar ante el desafío independentista de una parte del territorio en el caso de que el número de votantes de los partidos nacionalistas aumentara hasta sobrepasar la mitad de la población de esa comunidad autónoma. Si la legitimidad democrática no radica en el proceso democrático que instaura la Constitución, sino en la decisión del pueblo español como poder constituyente, apenas nada cabría argumentar en contra de los nacionalistas identitarios cuando pudieran demostrar la existencia de una mayoría suficiente para ejercer su propia autodeterminación. El problema que yo veo en el poder constituyente como último factor de legitimidad es que parece situar la democracia por encima del derecho, haciendo depender la legitimidad de la Constitución de su pedigrí democrático, es decir, de que sea una instancia efectiva de libertad colectiva.

Por otra parte, dicha concepción republicana parece cerrar la puerta a la integración en un Estado europeo federal a través de la reforma constitucional. No es solo el consabido y fácilmente reconocible déficit democrático de las instituciones europeas, que cabría corregir con determinadas reformas del actual entramado institucional de la UE. El problema fundamental para una concepción republicana es la falta de un demos europeo que, como poder constituyente, se dote de una constitución. Mientras ese demos europeo no exista, la concepción republicana exige mantener los demos nacionales como clave de la construcción europea. Es decir, dicha concepción parece rechazar la posibilidad de que sean los propios Estados nacionales quienes reformen sus Constituciones a través de los procedimientos establecidos en ellas con objeto de construir una federación europea. Desde la dimensión regulativa de la constitución, sin embargo, este sería el camino más adecuado, puesto que desde este enfoque la identidad común (o «identidad constitucional») no se exige como una condición previa del acto constituyente, sino que se establece como un desiderátum a alcanzar a través de una vida institucional en común. De hecho, esta es la forma en que históricamente ha operado el llamado federalismo «por asociación»: integrando distintas soberanías bajo una misma constitución que, con el tiempo, ha sido capaz de generar una soberanía más abstracta y compartida por las entidades federadas.