SUMARIO

  1. NOTAS

Mucho se ha reflexionado y escrito sobre los Estados totalitarios de la Europa Occidental y del Sur (el nacionalsocialismo alemán, el fascismo italiano y sus epígonos español y portugués). Italia tiene una rica tradición de estudios sobre el fascismo, acaso por ser donde primero llegó al poder el moderno totalitarismo de derechas, o también por un acervo investigador académico que arranca de finales del siglo xix. Uno de los más destacados estudiosos italianos del fascismo, y autor del libro objeto de esta recensión, es Guido Melis, profesor en La Sapienza, experto en historia del Estado, la burocracia y la Administración, y diputado en la XVI legislatura (2008-‍2013). Una generación más joven que Renzo De Felice, el prestigiosísimo enciclopédico biógrafo de Mussolini, y menos traducido al español que otro historiador especializado en fascismo como su colega de La Sapienza Emilio Gentile, Melis ha publicado un libro que sintetiza otras obras suyas anteriores sobre el fascismo y que probablemente sea el definitivo en la historia y en la historiografía del Estado mussoliniano.

Lo primero que hay que dejar señalado es que el libro no es una historia de la Italia fascista. Es una historia del Estado fascista. Ello significa que el centro de atención es la parte político-institucional del régimen, y no otros aspectos sociales o económicos o bélicos. Sin embargo, Melis no descuida estas otras perspectivas porque, en realidad, un estudio de un sistema político totalitario o corporativo que, con mayor o menor éxito, pretendió abarcar toda la sociedad puede perfectamente terminar siendo un estudio de toda la nación, de la historia de la nación.

El libro se estructura en cuatro capítulos, dedicados al gobierno y la Administración, al partido, a las instituciones (jueces, militares, policía, corporaciones) y a lo que Melis denomina «el Estado y los intereses», que en realidad trata de la economía (así como de las leyes raciales y de la educación). Habría muchísimo que decir de cada uno de ellos, pero el formato de las recensiones no lo permite. De modo que baste ahora mencionar algunas cosas. Por ejemplo que la primera parte, sobre el aparato estatal del fascismo, es un ejercicio modélico de análisis de la construcción del pretendido Estado integral o total. El libro es rico en información detallada (archivística, periodística, etc.), y contiene un apéndice con catorce tablas y cuadros con datos sobre el aparato estatal fascista. Melis explica en la p. 567 que ha «intentado imitar al científico que escruta con el microscopio la vida íntima y detallada de aquello que estudia, y al tiempo termina por entrever cómo se desarrolla».

Desde esta perspectiva micro, el autor desmenuza la clase dirigente mussoliniana, su relación con la burocracia preexistente, la compleja articulación del nuevo Estado con la vigente constitución (el Estatuto Albertino de 1848), y en particular su coexistencia con el papel del rey, que formalmente seguía reteniendo la competencia de designar al Gobierno, y con la progresiva marginación del Parlamento. De ese análisis del gobierno del Estado fascista me parecen muy destacables las páginas dedicadas al indirizzo político de Mussolini, precursor avant la lettre de esta función de gobierno que luego se incorporaría, con estos mismos términos, al artículo 95 de la Constitución de 1947. A veces el lector se puede sentir abrumado por el aluvión de información (p. ej. con biografías de más de cien dirigentes públicos o del partido, o con el detalle de reuniones del Consejo Nacional del Fascismo o del Consejo de Ministros, con sus correspondientes actas). En realidad, ese primer capítulo (páginas 7 a 131) tiene en sí mismo la entidad de una monografía de teoría del Estado o de la Administración, que incluye análisis constitucionales, políticos e históricos sobre el encaje del fascismo en la singular praxis política del liberalismo italiano de comienzos de siglo, en la teoría constitucional y en la moderna burocracia postweberiana. En tal sentido el libro de Melis emparenta con otra destacadísima aportación político-institucional como es el libro de Sabino Cassese Lo stato fascista (Il Mulino, Bolonia, 2010).

Una de las principales conclusiones de Melis, sobre la que en seguida diré algo, es que lejos de alumbrar una revolución política y social, el fascismo fue más bien una continuidad político-institucional con el sistema anterior (lo mismo que el Estado fruto de la Constitución de 1947 habría tenido elementos de continuidad con el fascismo, bien sea por la casi inexistente desfascistización o por la persistencia de dinámicas de clientelismo, burocratismo, etc.). Ejemplo de esta continuidad fue el mantenimiento de prácticamente la misma clase funcionarial dirigente. Los altos funcionarios, eficazmente organizados en cuerpos y reclutados por mérito y mediante concurso, habían sido fieles al liberalismo y al Estatuto Albertino, e inmediatamente, sin apenas depuraciones ni impedimentos, se convirtieron en fieles ejecutores de las políticas fascistas. Como ya había en Italia una sólida función pública profesional, prácticamente no se produjeron cesantías ni se aplicó el spoils system, de manera que puede que el tránsito del liberalismo al fascismo sea una de las primeras constataciones empíricas de la célebre frase de Otto Mayer: «Las Constituciones pasan, la Administración permanece».

Al partido, el PNF, se dedica la segunda parte, en la que se pone de manifiesto no sólo su constitucionalización, operada entre 1927 y 1929, sino sobre todo que se convirtió en un gigantesco mecanismo burocrático que llegó, haciendo las veces de un para-Estado, hasta todos los rincones de la nación. De nuevo, los datos que maneja Melis son exhaustivos; por ejemplo, sobre la financiación del partido, su funcionamiento interno, sus dirigentes, sus relaciones con la Administración ordinaria (así, los órganos institucionales o extraministeriales fueron frecuentemente copados por cuadros del partido en lugar de por funcionarios). Para el autor, una máquina burocrática que en sus diversas facciones (partido, milicia, juventud, corporaciones y asociaciones profesionales y obreras, etc.) tuvo cerca de cuarenta millones de miembros voluntarios o no, que duplicaba algunas funciones con respecto a las del Estado (educación, medios de comunicación, incluso policía), y en la que el clientelismo primaba sobre cualquier otra circunstancia, era un gigante con pies de barro, incapaz de cumplir las misiones que se había propuesto, y ello tanto en tiempos de paz como posteriormente en la guerra. Melis no se pronuncia expresamente sobre la penetración social del régimen o a su aceptación por los ciudadanos, pero de este segundo capítulo creo que se puede corroborar sin dificultad que, pese a todas estas disfunciones del PNF, el fascismo gozó de un consenso popular muy amplio o, por lo menos, fue aceptado sin sobresaltos por una sociedad acomodaticia.

Los capítulos tercero y cuarto tratan respectivamente de las instituciones y de la economía corporativista. Acerca de las primeras, llama la atención el espacio dedicado a lo jurídico. Es sabido el lugar que ocupa el derecho en la vida política italiana, pero aun así al lector no especializado en saberes legales igual le sorprenda un tratamiento tan detallado de los juristas y del poder judicial, que incluye la composición de cada una de las salas y secciones de la Corte di Cassazione y del Consiglio di Stato, biografías de destacados juristas como Orlando, D’Amelio, Mortati, Calamandrei, Biscaretti o Romano, o las casi cincuenta páginas dedicadas a una legislación fascista que se nutrió de elementos ajenos al fascismo (singularmente, el Código Penal, obra de Rocco). Particular interés tiene que Melis ponga de manifiesto la convivencia, parece que no demasiado problemática (pero sí paradójica y a veces chirriante), del «nuevo» fascismo con las «viejas» instituciones liberales como el rey o el Parlamento, pero también con el poder judicial, la carrera militar o la Administración periférica o municipal. Solo al final de su régimen, en 1939, Mussolini dio el paso de reemplazar el Parlamento por la Camera dei Fasci e delle Corporazioni, lo que liquidaba definitivamente el régimen liberal.

Al corporativismo, así como a otros aspectos del encuadramiento fascista de la sociedad, se dedica el cuarto y último capítulo. Es el más heterogéneo, y me parece que lo más destacable de él es el enorme crecimiento del Estado bajo forma de entes públicos atípicos (los entes y agencias instrumentales), que convirtió al sector público italiano en emprendedor, fabricante, banquero, prestador de servicios públicos, etc., y si se incluye al partido y a las distintas corporaciones características del fascismo mussoliniano, el resultado es una Italia abrumada por un Estado y un para-Estado omnipresentes pero ineficaces.

Ya apunté que pese a que La macchina imperfetta no es un libro de historia política stricto sensu ni de historia general ni tampoco es evidentemente una historia social del estilo de los Annales, sí tiene elementos de todo ello. Quiero decir que Melis no ha olvidado otros aspectos como el demográfico, el económico, el racial o el cultural (por ejemplo estudiando en las páginas 234 y ss. la recepción que el fascismo tuvo en la literatura o también la vana pretensión de revolución antropológica y de construcción del hombre nuevo, inspirada por pensadores como Giovanni Gentile y cuya puesta en práctica la intentaron políticos y ministros como Giuseppe Bottai). Pero no espere el lector encontrar análisis profundos de, por ejemplo, el fenómeno religioso o la relación de Mussolini con el Vaticano, o del medio rural o del mundo industrial, financiero o bancario ni tampoco de las guerras coloniales ni, particularmente, de la participación italiana en la guerra mundial.

Durante el fascismo Italia estuvo en la vanguardia de algunos movimientos políticos, sociales y culturales y tuvo elementos propios de un Estado moderno (auge de la burocracia y de la industria, nuevos modelos de comunicación de masas, encuadramiento de la población en partidos, sindicatos, asociaciones, etc., surgimiento de nuevos modelos de Administración para la prestación de todo tipo de servicios públicos característicos del Estado social). Sin duda, ello se forzó desde un poder autoritario, pero tales elementos nacidos en la Italia de los años veinte y treinta estuvieron igualmente presentes en las democracias europeas de la segunda mitad del siglo (por ejemplo, tanto en Italia como en Francia o el Reino Unido, se hizo la misma política económica keynesiana, se potenció el asociacionismo obrero, se profesionalizó la política, se recurrió frecuentísimamente a la propaganda). En realidad, el fascismo representó la respuesta del autoritarismo derechista a la constatación orteguiana del crecimiento de las masas. A diferencia de la reacción antiliberal del siglo xix (Donoso, los orleanistas franceses como Guizot o Maistre, los tories ingleses anteriores a Disraeli y, en general, los doctrinarios), que se oponían a lo que Tocqueville llamó el «rio democrático», los movimientos totalitarios de la primera mitad del siglo xx fueron exponente esencial de la nueva sociedad de masas. Es decir, se aprovecharon del reciente acceso de la ciudadanía y del proletariado al voto, a la escuela, a la lectura, a la ciudad, a un cierto bienestar, para ganarse su apoyo mediante procedimientos autoritarios distintos al tradicional sufragio universal, poniendo en práctica todo tipo de experimentos sociales, políticos, jurídicos, etc. El pueblo ya no era el enemigo, sino el aliado —siempre que no votase libremente, claro—.

Tal vez lo más destacable del libro sea tu tesis. Pese a que el autor escudriña «al microscopio» los detalles de la organización del fascismo, y a que escribe —con modestia excesiva— que «lo que he pretendido con esta investigación es hacer un inventario de problemas» (p. 567), Melis sostiene decididamente una tesis de fondo: que el fascismo mussoliniano tuvo más elementos de continuidad que de ruptura con el precedente sistema liberal y que no fue en realidad lo que pretendió ser porque sus objetivos sociales, políticos, etc. solo se cumplieron en el mejor de los casos a medias. De ahí que se califique de «máquina imperfecta» y que en la contraportada se lea: «Lo que quiso ser, y no pudo, el Estado fascista». La revolución fascista no supo o no pudo ser tal porque no rompió con el pasado liberal-burgués, y porque estuvo llena de contradicciones (en las conclusiones del libro se habla de «un totalitarismo proclamado pero jamás llevado del todo a término, un sistema institucional imperfecto, hecho de materiales viejos y nuevos, confusamente ensamblados sin una idea maestra, y con una evidente vocación, a la hora de reconstruir el Estado, al compromiso entre lo viejo y lo nuevo»: p. 566). Según el autor, la penetración social del fascismo, inherente a un modelo totalitario, fue más aparente que real o efectiva, lastrada por contradicciones e ineficacias o por la persistencia de un aparato estatal heredado del liberalismo. Muestra de esto último fue la cohabitación, nunca del todo cómoda, entre un partido revolucionario creador del «hombre nuevo» y un Estado con estructuras tradicionales (y una Constitución decimonónica liberal), o entre Mussolini y el rey, o entre la vocación imperial africanista y la entrada en la guerra europea, o entre las viejas leyes liberales, casi nunca derogadas, y la nueva y dispersa legislación fascista. Habrá quien diga que la tesis no es demasiado profunda o novedosa y que en muchos Estados —no necesariamente dictatoriales— no se cumplen del todo los principios, ideales o transformaciones que oficialmente se predican. Otro autor como Loreto di Nucci —en su libro Lo Stato-partito del fascismo. Genesi, evoluzione e crisi. 1919-‍1943 (Bolonia, Il Mulino, 2009) calificaba el modelo mussoliniano de «caos sistémico»— o, entre nosotros, Álvaro Lozano han puesto de manifiesto la discordancia entre las aspiraciones fascistas y la realidad. Payne dejó escrito que el régimen fascista fue un «totalitarismo fallido». Y en cuanto a su carácter rupturista o no, el antes mencionado Cassese había ya insistido en que «la realidad desmiente la idea de que el fascismo construyó un Estado completamente nuevo» (tomo la frase del capítulo quinto, titulado «Un estado totalitario?», de su libro Lo Stato Fascista, p. 82).

Pero que la tesis de Melis no sea completamente original no le priva en absoluto de interés. Su libro presenta el mérito concreto de mostrar la realidad del fascismo —por lo menos desde el punto de vista institucional o político— analizada con abrumador material archivístico y con datos inobjetablemente veraces. Y asimismo el mérito teórico, o de perspectiva, de presentarlo de manera más matizada o menos monolítica y apriorística. Me refiero a que escribe menos lastrado por la ideología que otros historiadores o académicos o intelectuales de izquierdas. También me parece a mí advertir una cierta diferencia con la obra de su coetáneo Emilio Gentile. Este, discípulo de De Felice, se fija en el autoproclamado carácter totalitario del fascismo, mientras que Melis pretende poner de manifiesto elementos que cuestionarían dicho carácter. En los libros de Gentile, profusamente traducidos en España —el último es Mussolini contra Lenin (Alianza, 2019)— parece primar el análisis macro y relato o el tono narrativo, mientras que en esta Macchina imperfetta lo que hay es una reconstrucción minuciosisíma, basada en hechos y en fuentes archivísticas, de las distintas facetas institucionales de la organización fascista. Aunque solo sea por haber practicado una historiografía con estas características, la aportación de Melis me parece extremadamente valiosa.

Si se me permite, diré que de las dos vertientes de la tesis (la continuidad del fascismo con el régimen liberal anterior y el no alcanzar sus objetivos o no ser lo que se propuso ser) considero que la primera es la más interesante. Porque cualquier Estado, democrático o dictatorial, tiene sus contradicciones y disfunciones que le impiden o le dificultan llevar a término su ideario y su proyecto social. No hace falta poner demasiados ejemplos. Los derechos sociales, la representación política efectiva, la independencia del poder judicial, la democracia en los partidos y sindicatos, la rendición de cuentas de gobernantes y administradores, son solemnemente proclamados en constituciones, textos legales y programas políticos, y en muchísimas ocasiones no se consiguen —por lo menos en la Europa del Sur—. Melis se afana, de manera del todo convincente, en mostrar que el régimen mussoliniano fue efectivamente una «máquina imperfecta» y que no alcanzó la transformación revolucionaria que pretendía. Pero a mí me parece que más interés tiene ampliar el foco de la cámara y fijarse en la pervivencia y la continuidad de dinámicas políticas, sociales, burocráticas, etc. con ocasión de cambios políticos bruscos como fue la toma del poder de Mussolini. En relación con esta cuestión el autor construye un discurso exhaustivamente preciso y persuasivo. Melis no estudia esa misma continuidad entre el fascismo y el régimen constitucional instaurado en 1947, con hitos históricos como la defenestración del Duce a manos de su propio partido en julio de 1943, o el referéndum de 1946 que marcó el fin de la monarquía de Saboya, o la ayuda aliada en la reconstrucción, que se esmeró en impedir el avance del PCI y tal vez ello supuso el mantenimiento de personas y estructuras fascistas que no pudieron ser derribadas por los comunistas.

Llegado a este punto se puede tener la tentación de comparar. Comparar con España, claro. Una recensión de unas pocas páginas no es la mejor ocasión de comparar el tratamiento historiográfico del fascismo (en Italia) con el del franquismo (en España). Pero sí se puede dejar dicha la envidia con la que el lector español saborea estudios profundos, desapasionados, con abrumador uso de fuentes directas, que en ocasiones se echan de menos en España. O la envidia con la que el lector español asiste a una conversación académica seria sobre el fascismo y no condicionada por la propia ideología o por la experiencia personal. Me refiero a las críticas, difíciles de compartir desde planteamientos rigurosos, de Vicenç Navarro a la tipología de Juan Linz que, distinguiendo entre totalitarismo y autoritarismo, aplicaba al franquismo esta segunda noción, o a los esperpentos profusamente publicados por Pío Moa. Y puede que también, según la perspectiva con la que se quiera mirar, a ciertas reacciones académicas a la biografía de Franco publicada por Payne y Palacios en 2014 (Franco. Una biografía personal y política, Espasa, 2014)

Véase el número extraordinario de Hispania Nova de 2015, dedicado monográficamente a rebatir el libro, en: http://bit.ly/2pLlpnB.

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Sin duda, en Italia los estudios académicos sobre el fascismo también generaron debate. Se recordará que en los años setenta historiadores más o menos cercanos al PCI acusaron a De Felice de «revisionista» por haber biografiado a Mussolini apartándose casi heréticamente de la visión postmarxista y por no adherirse a la condena frontal del fascismo, dominante en la por entonces mayoritaria historiografía italiana de izquierdas. Pero se trató de una polémica historiográfica en general seria, y en gran medida coyuntural. De hecho, parece habérsela tragado la tierra porque, si no me equivoco, no ha reaparecido en la reciente oleada de obras italianas sobre el fascismo que ha acompañado al libro objeto de esta recensión

Fabrizio Amore Bianco, Mussolini e il «Nuovo ordine». I fascisti, l’Asse e lo «spazio vitale» (1939-‍1943), Milán, Luni, 2018; Valeria Galimi, Sotto gli occhi di tutti. La società italiana e le persecuzioni contro gli ebrei, Florencia, LeMonnier, 2018; VV. AA. (Giuseppe Vacca, Massimo Bray coords.), Architetti dello Stato nuovo. Fascismo e modernità, Roma, Treccani, 2018; Emilio Gentile, Chi è fascista, Laterza, Bari, 2019.

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. En España, en cambio, este debate a mi juicio bastante estéril parece pervivir (acaso azuzado por la memoria histórica, sea ello lo que fuere, y no sé si tal vez también por el recientísimo desenterramiento de Franco, promovido por el Gobierno socialista), y en términos a veces ajenos a cualquier uso académico.

En La macchina imperfetta Guido Melis, autor de una notable trayectoria historiográfica, culmina una empresa de enormes proporciones y alcance. Libre de ataduras politizantes se adentra en las interioridades del fascismo mussoliniano para mostrar sus contradicciones, ambigüedades y disfunciones. O sea, para mostrar convincentemente la que a su juicio fue la realidad del régimen fascista, que resultó ser muy distinta de lo que pretendía su propia propaganda y también posiblemente de la idea que del fascismo comúnmente se tiene.

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[1]

Véase el número extraordinario de Hispania Nova de 2015, dedicado monográficamente a rebatir el libro, en: http://bit.ly/2pLlpnB.

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Fabrizio Amore Bianco, Mussolini e il «Nuovo ordine». I fascisti, l’Asse e lo «spazio vitale» (1939-‍1943), Milán, Luni, 2018; Valeria Galimi, Sotto gli occhi di tutti. La società italiana e le persecuzioni contro gli ebrei, Florencia, LeMonnier, 2018; VV. AA. (Giuseppe Vacca, Massimo Bray coords.), Architetti dello Stato nuovo. Fascismo e modernità, Roma, Treccani, 2018; Emilio Gentile, Chi è fascista, Laterza, Bari, 2019.