RESUMEN

El debate jurídico sobre la paridad se ha centrado en la constitucionalidad de las cuotas electorales. Sin embargo, el concepto de paridad es más ambicioso y complejo en la medida en que implica una revisión de los presupuestos de los sistemas constitucionales. Desde este punto de vista, la paridad perfecciona las democracias representativas en cuanto que supone un contrato social en el que finalmente las mujeres disfruten de una plena ciudadanía. Es decir, la paridad no es solo una cuestión de presencia de las mujeres, sino más bien de superación del contrato sexual que durante siglos ha condicionado su disfrute de los derechos. Dicho principio debería ser la llave de una reforma constitucional que pretenda un compromiso efectivo con la igualdad de género.

Palabras clave: cuotas; género; igualdad; participación; poder; ciudadanía; contrato sexual.

ABSTRACT

The legal debate on parity has focused on the constitutionality of electoral quotas. However, the concept of parity is more ambitious and complex because it implies a revision of the budgets of the constitutional systems. From this point of view, parity perfects representative democracies because it implies a social contract in which women finally enjoy full citizenship. In other words, parity is not only a question of the presence of women but an overcoming the sexual contract that for centuries has conditioned their rights enjoyment. This principle should be the key for a constitutional reform that seeks an effective commitment to gender equality.

Keywords: quotas; parity; gender; equality; participation; power; citizenship; sexual contract.

Cómo citar este artículo / Citation: Salazar Benítez, O. (2019). Democracia paritaria y Estado constitucional: de las cuotas a la ciudadanía radicalmente democrática. IgualdadES, 1, 43-‍81. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/IgdES.1.02

SUMARIO

  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN: UNA CUESTIÓN DE CIUDADANÍA
  4. II. El potencial transformador de las cuotas
  5. III. LA JURIDIFICACIÓN DEL DEBATE SOBRE LAS CUOTAS
    1. 1. Los procesos constitucionales en perspectiva comparada
    2. 2. El pronunciamiento del Tribunal Constitucional español: la igualdad radical de mujeres y hombres
    3. 3. Votos particulares y críticas peculiares: una cuestión de género, no de sexo
  6. IV. LA PARIDAD COMO EXIGENCIA ESTRUCTURAL DEL ESTADO DEMOCRÁTICO
  7. V. LA GOBERNANZA PARITARIA COMO PRESUPUESTO DE UNA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA AVANZADA
  8. VI. CONCLUSIONES: LA DESEABLE REFORMA CONSTITUCIONAL CON PERSPECTIVA DE GÉNERO
  9. NOTAS
  10. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN: UNA CUESTIÓN DE CIUDADANÍA[Subir]

Desde que fuera acuñado en la Conferencia de Atenas de 1992 sobre Mujeres y Poder, el concepto de «democracia paritaria» se ha ido consolidando en documentos internacionales y ha dado lugar a una abundante bibliografía

Con anterioridad, la «Convención para la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer», aprobada por la Resolución de Naciones Unidas 34/180, de 18 de diciembre de 1979, conocida como CEDAW, se había centrado en el paradigma de las acciones positivas y no en el concepto de democracia paritaria. En 1995, se hace eco de ella la Conferencia de Beijing. Así, por ejemplo, el párrafo 182 de la Plataforma de Acción de Beijing señala que: «Las mujeres que ocupan puestos políticos y de adopción de decisiones en los Gobiernos y los órganos legislativos contribuyen a redefinir las prioridades políticas al incluir en los programas de los Gobiernos nuevos temas que atienden y responden a las preocupaciones en materia de género, los valores y las experiencias de las mujeres y ofrecen nuevos puntos de vista sobre cuestiones políticas generales». Más recientemente, y en textos regionales, sí que encontramos referencias expresas a la paridad. Así sucede en el conocido como Consenso de Quito (Décima Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe, celebrada en Quito, Ecuador, del 6 al 9 de agosto de 2007), cuyos objetivos fueron confirmados en el Consenso de Brasilia de 2010 y en el Consenso de Santo Domingo de 2013, así como en la Declaración del Año Interamericano de las Mujeres «Mujeres y poder: por un mundo con igualdad», aprobada por la Comisión Interamericana de Mujeres el 4 de noviembre de 2010. Incluso la «Convención interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer», conocida como Convención de Belem do Para (1994), habla expresamente del derecho de las mujeresa tener «acceso a las funciones públicas de su país y a participar en los asuntos públicos, incluyendo la toma de decisiones».

‍[2]
. A pesar de que desde los feminismos jurídicos se ha tratado de precisar su contenido y alcance, el concepto dista de ser pacífico y ha provocado tensiones. Estas obedecen al hecho de que cuando hablamos de paridad lo estamos haciendo de los dos ejes esenciales de un sistema constitucional —el poder y la ciudadanía— y del principio que los atraviesa y fundamenta, que no es otro que el de igualdad. Ello supone además hacerlo de lo que entendemos por sujeto/a del derecho y de los derechos o, dicho de otra manera, de cómo entendemos la subjetividad política en un Estado democrático. De manera más específica, hablar de paridad nos remite a hacerlo de representación y, por tanto, de participación política. En consecuencia, todo ello implica revisar el mismo concepto de «contrato social» que origina los modernos Estados constitucionales y, con él, el de «contrato sexual» ( ‍Pateman, C. (1995). El contrato sexual. Barcelona: Anthropos.Pateman, 1995), que durante siglos ha condicionado, y continúa haciéndolo, el estatuto de las ciudadanas y los ciudadanos. Estamos, por lo tanto, ante un principio que nos remite a la esencia misma de la democracia, así como a la gestión de los espacios público y privado en los que mujeres y hombres interactuamos permanentemente y nos definimos como sujetos. Desde esta perspectiva, por tanto, es imposible hablar de democracia paritaria sin tener presente la perspectiva de género, es decir, las relaciones de poder entre mujeres y hombres o, dicho de otra manera, la construcción sociocultural y política de las subjetividades femenina y masculina, así como de las relaciones entre ambas.

A pesar de haberse convertido en un concepto habitual en el derecho internacional —sobre la construcción de la noción de democracia paritaria en el ámbito internacional véase ( ‍Aldeguer Cerdá, B. (2016). Democracia paritaria y cuotas electorales. El acceso de las mujeres a las instituciones públicas. Valencia: Tirant lo Blanch.Aldeguer, 2016)—, la paridad continúa siendo un concepto inédito en el constitucionalismo europeo

De manera excepcional podemos citar el art. 10.2 de la Ley Orgánica 2/2007, de 19 de marzo, de Reforma del Estatuto de Autonomía para Andalucía, en el que aparece expresamente el concepto: «La Comunidad Autónoma propiciará la efectiva igualdad del hombre y de la mujer andaluces, promoviendo la democracia paritaria y la plena incorporación de aquélla en la vida social, superando cualquier discriminación laboral, cultural, económica, política o social».

‍[3]
, en el cual, como veremos, lo único que encontramos, en el mejor de los casos, son previsiones dirigidas a garantizar la igualdad efectiva de mujeres y hombres. Sí que encontramos referencias expresas en algunos ejemplos de lo que se ha llamado nuevo constitucionalismo latinoamericano

Así, por ejemplo, en la Constitución de Ecuador de 2008 se prevé expresamente que «el Estado promoverá la representación paritaria de mujeres y hombres en los cargos de nominación o designación de la función pública, en instancias de dirección y decisión, y en los partidos y movimientos políticos» (art. 65). El art. 108 contempla que «los partidos políticos deben estructurarse de manera «paritaria entre mujeres y hombres en sus directivas», lo que garantice la inclusión y no discriminación; asimismo, el art. 116 señala que «en las elecciones pluripersonales se establece un sistema electoral, en donde se atiende a los principios de paridad y alternabilidad entre mujeres y hombres; el cual es aplicable para ocupar otros cargos públicos». De acuerdo con estas previsiones, la Ley Electoral prevé en su art. 94 que «las candidatas o candidatos deberán ser seleccionados mediante elecciones primarias o procesos democráticos electorales internos, que garanticen la participación igualitaria entre hombres y mujeres aplicando los principios de paridad, alternabilidad, secuencialidad entre los afiliados o simpatizantes de las organizaciones políticas; así como la igualdad en los recursos y oportunidades de candidatos y candidatas». Además, el art. 99 concreta que «las candidaturas pluripersonales se presentarán en listas completas con candidatos principales y sus respectivos suplentes. Las listas se conformarán paritariamente con secuencia de mujer-hombre u hombre-mujer hasta completar el total de candidaturas principales y suplentes». La Constitución de Bolivia de 2009 también incluye una apuesta evidente por el reconocimiento de la igualdad de género, partiendo del uso de un lenguaje inclusivo, ya que en su articulado las referencias se hacen siempre a «personas», «bolivianas y bolivianos», «ciudadanas y ciudadanos», «extranjeras y extranjeros». Al definir los valores en los que se asienta el Estado, el art. 8.2 incluye el de «equidad social y de género en la participación». De manera más específica, en lo relativo a la participación política, el art. 26.I dispone que «todas las ciudadanas y los ciudadanos tienen derecho a participar libremente en la formación, ejercicio y control del poder político, directamente o por medio de sus representantes, y de manera individual o colectiva. La participación será equitativa y en igualdad de condiciones entre hombres y mujeres». Además, el art. 147 prevé que «en la elección de asambleístas se garantizará la igual participación de hombres y mujeres».

‍[4]
.

En la mayoría de los casos, cuando se ha alegado el término paridad se ha vinculado de manera específica con la participación política de las mujeres y, más concretamente, con su acceso a los cargos públicos representativos. Desde el punto de vista jurídico-constitucional el debate se ha planteado en torno a la legitimidad de las acciones positivas como instrumento para garantizar una igualdad efectiva de mujeres y hombres en dicho acceso y, por lo tanto, en su posible encaje constitucional en lo que serían las condiciones de ejercicio del derecho de sufragio y en la libertad de organización y funcionamiento de los partidos políticos. En este sentido, lo que se ha llegado a cuestionar desde el punto de vista constitucional no es tanto la paridad en sí misma, sino el uso de las denominadas cuotas electorales. De entrada, habría que dejar claro que estas medidas de acción positiva serían en todo caso un instrumento para facilitar la democracia paritaria, una herramienta dirigida a acelerar determinados cambios, pero no agotan en sí mismas un concepto mucho más complejo.

La idea de paridad tiene que ver con el mismo fundamento del Estado constitucional, con la legitimidad de un modelo de organización política en el que mujeres y hombres deberíamos ser tratados como equivalentes, lo cual implica reconocer y garantizar nuestra equipotencia y la igualdad plena en el disfrute de los derechos (y de las responsabilidades). Esta es la idea que estuvo ya presente en la precursora Declaración de Derechos de la Mujer y la Ciudadana que Olimpia de Gouges presentó en 1791 como vindicación frente a la previa de 1789, en la que solo los hombres éramos reconocidos como ciudadanos. Desde el mismo preámbulo detectamos el aliento político y ético de lo que Olimpia reclama como estatuto de ciudadanía, ya que realiza un llamamiento a las que, en aquel momento, solo eran reconocidas en cuanto seres accesorios de los hombres, es decir, en cuanto apéndices del sujeto ciudadano que era solo y exclusivamente masculino. Por eso, la Declaración de Gouges empieza haciendo un llamamiento a las madres, las hijas y las hermanas, lo cual evidenciaba cómo las mujeres no eran definidas por sí mismas, sino por su relación con los hombres. Es decir, no eran consideradas sujetos políticos.

El art. 16, redactado en paralelo al mismo art. de la Declaración androcéntrica de 1789, y en el que se definían los elementos esenciales de un Estado constitucional (la garantía de los derechos, la separación de poderes), dejaba claro que una constitución sería nula si la mitad de la población no hubiese participado en su redacción. Sin mencionarla expresamente, Olimpia estaba ofreciendo la clave de lo que hoy entendemos por democracia paritaria: la presencia de las mujeres en el poder constituyente y, en consecuencia, en los poderes constituidos. Algo que no sería posible mientras que el pacto constitucional se apoyase en un pacto previo, el que definía el lugar de mujeres y hombres en el espacio privado-familiar, en virtud del cual ellas quedaban sometidas al poder de ellos.

II. El potencial transformador de las cuotas[Subir]

Las Constituciones contemporáneas son herederas de ese modelo liberal en el que el contrato sexual ha continuado siendo determinante del estatuto de ciudadanía de mujeres y hombres, en el que hemos sido nosotros los sujetos de referencia del derecho y en el que lógicamente las mujeres han ido adquiriendo progresivamente derechos gracias a que el principio de igualdad formal ha sido interpretado en conexión con la igualdad sustancial. Para demostrarlo, ahí está la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional, que sigue muy de cerca la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En este sentido, ha sido esta interpretación la que, como veremos, ha permitido avalar la constitucionalidad de las medidas promocionales de la presencia de las mujeres en las candidaturas electorales. Estas medidas, conocidas como cuotas de género, han tenido sin duda un enorme potencial transformador

En todo caso, como bien apuntan Lépinard y Rubio-Marín (

Lépinard, É. y Rubio-Marín, R. (eds.) (2018). Transforming gender citizenship. The irresistible rise of gender quotas in Europe. Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1017/9781108636797

2018: 453
), las cuotas por sí solas no tienen ese potencial, sino que este depende de que exista un contexto social y político en el que se plantee la necesidad de revisar un modelo de ciudadanía basado en el sistema sexo-género. En ese sentido, podrían servirnos como ejemplo la experiencia de algún país como Argentina, en el que están previstas cuotas desde 1991, sin que ello haya supuesto en muchos casos una revisión del sistema sexo- género. El reciente debate mantenido en aquel país sobre la interrupción voluntaria del embarazo puede ser una buena muestra.

‍[5]
, en la medida en que no solo han permitido una progresiva incorporación de las mujeres a las instancias representativas, sino que también han propiciado la apertura del debate sobre las insuficiencias del sistema desde el punto de vista del género.

Desde los años noventa del pasado siglo hasta la actualidad, cuando más de noventa países en el mundo, según datos de la Unión Interparlamentaria, han adoptado algún tipo de cuota, han ido modificándose lo que podríamos llamar «narrativas» en torno a este tipo de medidas y, con ellas, sus objetivos. De manera esquemática podríamos hablar de tres momentos en esta evolución ( ‍Kymlicka, W. y Rubio-Marín, R. (2018). The participatory turn in gender equality and its relevance. En W. Kymlicka, W. y R. Rubio-Marín (eds.). Gender parity and multicultural feminism: Towards a new synthesis. Oxford: Oxford University Press.Kymlicka y Rubio-Marín, 2018: 1). En un primer estadio, el objetivo sería el de conseguir una presencia mínima de las mujeres, situada en torno al 30 %, y de acuerdo con lo que desde la sociología se ha denominado «masa crítica». En un segundo momento, se planteó lo que podríamos llamar «presencia equilibrada», estableciéndose un mínimo (40 %) y un máximo (60 %) de presencia de ambos sexos en las candidaturas

Este es el principio que incorpora la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres: «A los efectos de esta Ley, se entenderá por composición equilibrada la presencia de mujeres y hombres de forma que, en el conjunto a que se refiera, las personas de cada sexo no superen el sesenta por ciento ni sean menos del cuarenta por ciento» (disposición adicional primera).

‍[6]
. Finalmente, lo que se persigue, y así se ha traducido en recientes reformas legislativas, es la consecución de una presencia paritaria (50 %) de mujeres y hombres en las listas electorales.

La adopción de cuotas no ha seguido el mismo itinerario en todos los países europeos ‍[7]. La secuencia más repetida ha sido la que se ha iniciado con su adopción por la legislación electoral, ha continuado con su extensión a la Administración pública en general, para finalmente proyectarse también en los consejos de administración de las empresas. Mientras que en determinados países como España, Francia o Eslovenia fueron inicialmente algunos partidos los que adoptaron cuotas que posteriormente se incorporarían a la legislación, en otros como Noruega, Suecia o Dinamarca la relativa efectividad de las cuotas partidistas explica la ausencia de previsiones legislativas.

De acuerdo con la tipología que plantean Lépinard y Rubio-Marín ( ‍Lépinard, É. y Rubio-Marín, R. (eds.) (2018). Transforming gender citizenship. The irresistible rise of gender quotas in Europe. Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1017/97811086367972018), en Europa podríamos distinguir cuatro escenarios con respecto a la adopción de las cuotas y a su vinculación con la realización efectiva de la igualdad. Las cuotas han sido medidas accesorias de igualdad en países como Dinamarca, Suecia o Noruega, en los que el temprano interés por las cuestiones de género y la implantación de una cultura política igualitaria se ha traducido en una constante presencia de mujeres en las instancias representativas, mantenida alrededor del 40 % en la última década. En países como Francia, Bélgica, Eslovenia y España, caracterizados por una relativamente alta participación de las mujeres en el mercado laboral, pero una baja presencia de la mujer en política, al menos hasta el final de los noventa, las cuotas han formado parte de una estrategia que podríamos calificar de igualdad transformadora. En todos estos países, salvo en España, la adopción de cuotas se ha acompañado de procesos de reforma constitucional. En todos ellos las cuotas han formado parte de un programa más general de transformación de un orden de género. Las cuotas han funcionado como remedios simbólicos en países como Italia, Grecia, Portugal o Polonia, en los cuales ha habido una gran resistencia a su adopción y en los que su potencial transformador se ha visto limitado por unas estructuras de poder muy patriarcales, por la debilidad de los movimientos de mujeres y de las políticas feministas. Finalmente, en países como Alemania y Austria, a pesar de que las cuotas fueron adoptadas tempranamente por organismos públicos, encontraron mayores resistencias en las instancias representativas. En este grupo las cuotas han cumplido un papel de remedios correctivos.

III. LA JURIDIFICACIÓN DEL DEBATE SOBRE LAS CUOTAS[Subir]

1. Los procesos constitucionales en perspectiva comparada[Subir]

En muchos países europeos el debate en torno a las cuotas no ha sido solo social y político, sino que también ha trascendido al ámbito jurídico en cuanto que se ha planteado su compatibilidad o no con el modelo tradicional de representación política. De ahí el papel relevante que en algunos casos han tenido los correspondientes tribunales constitucionales, al margen de que en algunos países ha sido necesaria una reforma constitucional para dar plena cobertura a las acciones positivas en el ámbito electoral.

De manera esquemática, podemos señalar que el debate constitucional se ha planteado en torno a cuatro temas esenciales: a) la concepción de la soberanía nacional y, con ella, del cuerpo electoral, así como del mismo paradigma liberal de representación política; b) las posibles limitaciones del derecho de sufragio pasivo; c) la autonomía organizativa de los partidos políticos, y d) el principio de igualdad, en sus dimensiones formal y material.

De nuevo siguiendo a Lépinard y Rubio-Marín (ibid.), podemos distinguir tres tipos de procesos constitucionales:

  1. Preventivos. En países como Portugal o Eslovenia se produjo una reforma constitucional antes de la adopción de leyes en las que se prevén acciones positivas en el ámbito electoral

    En Portugal, la revisión constitucional llevada a cabo en 1997 introdujo de manera expresa, entre las funciones del Estado, la consecución de la igualdad de mujeres y hombres (art. 9.h) Por otra parte, el art. 109 establece que «la participación directa y activa de hombres y mujeres en la vida política es una condición y un instrumento fundamental para la consolidación del sistema democrático, y la ley promueve la igualdad de ambos en el ejercicio de los derechos civiles y políticos, y la ausencia de discriminación por razón de género en el acceso a los cargos públicos». La denominada ley de paridad, la Ley Orgánica 3/2006, fue aprobada en agosto de 2006. De acuerdo con ella, todas las listas electorales presentadas en las elecciones locales, legislativas y europeas han de garantizar un mínimo de representación de cada sexo del 33,3 %. En Eslovenia la Constitución fue reformada en junio de 2004, introduciéndose un nuevo párrafo al art. 43, en el que se prevé que la ley ha de adoptar las medidas necesarias para favorecer las iguales oportunidades de mujeres y hombre en el acceso a los cargos públicos. Posteriormente fueron aprobadas dos leyes electorales que introdujeron cuotas. La primera fue la Ley de Elecciones Locales de 2005, que introdujo un porcentaje mínimo del 40 % para cada sexo, además de la previsión de que en la primera mitad de la lista tenían que alternarse hombres y mujeres. Posteriormente, la Ley de Elección de la Asamblea Nacional fue reformada en 2006 e introdujo una cuota del 35 %. Recientemente, en Portugal, la Ley Orgánica 1/2019, de 29 de marzo, ha ampliado la cuota a un 40 % (art. 2).

    ‍[8]
    .

  2. Habilitadores. En Francia e Italia la reforma constitucional se lleva a cabo tras la intervención de los tribunales constitucionales

    Uno de los debates más intensos, no solo jurídica sino también políticamente, se vivió en Francia, país en el que las resistencias se plantearon desde la defensa de una concepción universalista de la ciudadanía y desde la no fragmentación en categorías del cuerpo electoral. En ese sentido se pronunciaron tanto el Consejo de Estado como el Consejo Constitucional. El largo itinerario jurídico seguido en Francia se inició con la adopción en 1982 de un proyecto de ley de reforma del sistema de elecciones municipales, que establecía como límite un 75 % de candidatos del mismo sexo. El Consejo Constitucional lo declaró inconstitucional en su decisión 18/146, de 18 de noviembre de 1982, a la luz del art. 3 de la Constitución y del art. 6 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. La argumentación del fallo se basó en el principio de igualdad ante la ley y en la prohibición de la división de los electores o candidatos en categorías. Posteriormente, el 20 de enero de 1999 el Consejo Constitucional invalidó la ley reguladora de las elecciones a la Asamblea corsa, que implantaba una estricta paridad. En 1999 la Ley Constitucional 99-‍569, de 8 de julio, reformó el art. 3 de la Constitución, añadiéndole un nuevo párrafo, el 4.º: «La ley favorecerá la igualdad entre mujeres y hombres para acceder a los mandatos electorales y cargos electivos». Además, en el art. 4 se puntualiza que «los partidos políticos contribuirán a la aplicación del principio enunciado en el último apartado del art. 3, de acuerdo con los dispuesto por la ley». Un año después se aprueba la Ley de 6 de junio de 2000, sobre la igualdad de mujeres y hombres en el acceso a las funciones y cargos electivos, que establece criterios de paridad en las listas electorales. La decisión del Consejo Constitucional de 30 de mayo de 2000 rechazó el recurso planteado por la oposición contra la mencionada ley de igualdad de acceso a las funciones y cargos públicos.

    En el caso de Italia, el recorrido se inició con la Ley 81/1993, que regulaba las elecciones locales y provinciales, y cuyo art. 5.1 preveía que «en las listas de los candidatos ninguno de los dos sexos podrá estar representado por norma en medida superior a dos tercios». Diez años después, la Ley 277/1993, que regulaba las elecciones a la Cámara de los Diputados, estableció listas paritarias para los escaños elegidos por sistema proporcional. La sentencia de la Corte Constitucional, n.º 442, de 6 de septiembre de 1995, resolvió la cuestión de inconstitucionalidad planteada por el Consejo de Estado, y argumentó que en materia electoral el sexo es irrelevante y no puede ser asumido como condición para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo. Las cuotas electorales son contrarias a la representación política unitaria, propia del Estado moderno, sostiene la sentencia. No obstante, la Corte Constitucional animó a los partidos a que las adoptasen en sus estatutos. Posteriormente, la Ley Constitucional 2/2001 estableció que las leyes electorales de las regiones con estatuto especial promoverán «condiciones de paridad de acceso a las consultas electorales», y la Ley Constitucional 3/2001 añadió un párrafo, el 7.º, al art. 117 de la Constitución: «Las leyes regionales suprimirán todo obstáculo que impida la plena igualdad de hombres y mujeres en la vida social, cultural y económica y promoverán la paridad de acceso entre hombres y mujeres a los cargos electivos». La Ley Constitucional 1/2003 añadió una segunda frase al primer párrafo del art. 51: «A tal fin la República promoverá a través de medidas especiales la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres». En su decisión 49/2003, la Corte Constitucional rechazó el recurso presentado por el Gobierno contra la Ley de la Región Valle D`Aosta, n.º 21 de 2003.

    ‍[9]
    .

  3. En otros países (Bélgica, Grecia) las reformas constitucionales reforzaron la constitucionalidad ya declarada previamente por los tribunales constitucionales. Recordemos que la Constitución griega fue reformada en 2001, incorporando en su art. 116.2 la siguiente previsión: «La adopción de medidas positivas para promover la igualdad entre mujeres y hombres no constituye discriminación por razón de sexo. El Estado adoptará medidas para la eliminación de las desigualdades actualmente existentes, en particular de aquellas que perjudican a las mujeres». En el caso de Bélgica

    Hay que recordar que en Bélgica fue aprobada en 1994 una ley que establecía un porcentaje mínimo de presencia del 25 % en las listas electorales, previéndose que dicho porcentaje fueran aumentado hasta el 33 % en 1999, y fijándose el objetivo del 40 % en torno al año 2015. Los resultados no fueron los esperados en la práctica, entre otras cosas porque los partidos solían situar a las mujeres en la parte final de las listas. Eso llevó a que entre los años 2000 y 2002 se aprobaran varias reformas legislativas para alcanzar la paridad en los distintos niveles representativos (

    Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.

    Rodríguez y Rubio, 2007: 121
    )

    ‍[10]
    , la Constitución fue reformada en 2002, introduciendo en su art. 10 como cláusula general que «la igualdad entre mujeres y hombres está garantizada». Además, el art. 11 bis especifica lo siguiente: «La ley, el decreto o la regla citada en el art. 134 garantiza a las mujeres y a los hombres un ejercicio igualitario de sus derechos y libertades, y favorece especialmente un acceso igual a los mandatos electivos y públicos. El Consejo de Ministros y los Gobiernos de comunidades y regiones cuentan con personas de sexos diferentes». Además, el art. 67 prevé que no más de dos tercios de miembros del Senado pueden ser del mismo sexo.

2. El pronunciamiento del Tribunal Constitucional español: la igualdad radical de mujeres y hombres[Subir]

En el caso español, no se ha producido una reforma constitucional y ha bastado por tanto con la interpretación del Tribunal Constitucional, a partir de la STC 12/2008, de 29 de enero de 2008, en la que resolvió el recurso planteado por el Grupo Parlamentario Popular, acumulado a una cuestión de inconstitucionalidad, sobre la reforma de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG), llevada a cabo por la LO 3/2007, de 22 de marzo, de Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres

Recordemos que en nuestro país las primeras acciones positivas en materia electoral se plantearon en el ámbito autonómico. La Ley 6/2002, de 21 de junio, que modifica la Ley 6/1986, de 26 de noviembre, Electoral de la Comunidad Autónoma de las Islas Baleares; la Ley 11/2002, de 27 de junio, de modificación de la Ley 5/1986, de 23 de diciembre, Electoral de Castilla-La Mancha, y la Ley 5/2005, de 8 de abril, que modifica la Ley 1/1986, de 2 enero, Electoral de Andalucía, introdujeron un sistema de alternancia de mujeres y hombres en las candidaturas. La Ley vasca 4/2005, de 18 de febrero, de Igualdad de Mujeres y Hombres, estableció la obligatoriedad de que la totalidad de la lista electoral y en cada tramo de seis puestos contaran con la presencia de un 50 % de personas candidatas de cada sexo. Las leyes vasca y andaluza fueron recurridas ante el Tribunal Constitucional por parlamentarios del Partido Popular. También lo fueron las de Islas Baleares y la de Castilla-La Mancha, pero el Gobierno posterior del PSOE desistió de los recursos.

‍[11]
. La doctrina mantenida en esta sentencia se reiteró en posteriores pronunciamientos: STC 13/2009, de 19 de enero de 2009 (recurso de inconstitucionalidad 4057-‍2005, interpuesto por 62 diputados del Grupo Parlamentario Popular del Congreso frente a la Ley del Parlamento Vasco 4/2005, de 18 de febrero, para la Igualdad de Mujeres y Hombres) y la STC 40/2011, de 31 de marzo de 2011 (recurso de inconstitucionalidad 5404-‍2005, interpuesto por 61 diputados del Grupo Parlamentario Popular del Congreso frente al art. 23 de la Ley 1/1986, de 2 de enero, Electoral de Andalucía, en la redacción dada por la Ley 5/2005, de 8 de abril).

La STC 12/2008, de 19 de enero, dejó bien claro que la reforma introducida en la LOREG por la LO 3/2007 «no establece una discriminación inversa o compensatoria (favoreciendo a un sexo sobre otro), sino una fórmula de equilibrio entre sexos, que tampoco es estrictamente paritaria, en cuanto que no impone una total igualdad entre hombres y mujeres […]»

Lo que hizo la LO 3/2007 fue incorporar a las candidaturas electorales el principio de representación equilibrada, tal y como se define en su disposición adicional primera: «A los efectos de esta Ley, se entenderá por composición equilibrada la presencia de mujeres y hombres de forma que, en el conjunto a que se refiera, las personas de cada sexo no superen el sesenta por ciento ni sean menos del cuarenta por ciento».

‍[12]
. Su efecto es bidireccional, en cuanto que la proporción 40-‍60 % «se asegura igualmente a uno y otro sexo» (FJ 3). Por lo tanto, y como insiste el FJ 5, «estas previsiones no suponen un tratamiento peyorativo de ninguno de los sexos ya que, en puridad, ni siquiera plasman un tratamiento diferenciado en razón del sexo de los candidatos, habida cuenta de que las proporciones se establecen por igual para los candidatos de uno y otro sexo. No se trata, pues, de una medida basada en los criterios de mayoría/minoría (como sucedería si se tomase en cuenta como elementos de diferenciación, por ejemplo, la raza o la edad), sino atendiendo a un criterio (el sexo) que de manera universal divide a toda sociedad en dos grupos porcentualmente equilibrados».

Aunque el Tribunal Constitucional no llegue a expresarlo con la rotundidad que hubiera sido deseable, de su razonamiento se desprende el argumento esencial desde el que debería reflexionarse sobre cualquier medida dirigida a superar la histórica discriminación de las mujeres. Me refiero a su consideración no como grupo o minoría, sino como exactamente la mitad de la ciudadanía, lo cual tiene, o debiera tener, evidentes repercusiones en el derecho antidiscriminatorio que debería incidir en sus condiciones. A su vez, las mujeres se hallan en todos los grupos, colectivos y minorías, lo que hace que con frecuencia sufran una discriminación «interseccional». De ahí que carezcan de sentido las argumentaciones que se usaron en el recurso de inconstitucionalidad y que alertaban del peligro de la «pendiente deslizante». Y de ahí que tampoco tenga sentido argumentar contra las acciones positivas electorales la conformación de una especie de «ciudadanía diferenciada», usando incluso las referencias doctrinales manejadas en otro contexto absolutamente distinto cual es de la diversidad cultural

Es lo que hace, a mi parecer de manera errónea, Aranda (

Aranda, E. (2013). Democracia paritaria. Un estudio crítico. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

2013: 72
) cuando usa los modelos de «ciudadanía diferenciada» y «ciudadanía multicultural» como apoyo doctrinal para el «feminismo de la diferencia», el cual, según este constitucionalista, se posiciona frente los modelos universales y constituye un grave peligro para la estabilidad de los Estados constitucionales.

‍[13]
. Es decir, es ilógico pensar que este tipo de medidas abren el camino de la «representación diferenciada» e instauran un modelo que rompe con el universalismo de la democracia representativa. Al contrario, con ellas se persigue que la representación política se ajuste lo más equilibradamente posible a una realidad que ha sido ignorada durante siglos, la cual no es otra que la conformación de nuestra sociedad en dos mitades que han de gozar de los mismos derechos. Dos mitades que han carecido de esa igualdad efectiva porque la suma de orden cultural, sistema jurídico e intereses económicos prorrogó durante siglos un modelo de binarios jerárquicos apoyados en uno básico y fundacional, cual es el que opone público-masculino y privado-femenino. Por lo tanto, no es el que la paridad, «entendida como medida de naturaleza definitiva conduciría a una nueva atomización de la sociedad en función de los distintos grupos que la conforman y, más concretamente, en función del sexo» ( ‍Martínez Alarcón, M. L. (2006). Cuota electoral de mujeres y Derecho Constitucional. Madrid: Congreso de los Diputados.Martínez Alarcón, 2006: 178), sino que la paridad habría de ser la característica esencial de una democracia en la que el género deje de ser un factor de subordinación de la mitad de la ciudadanía.

El FJ 8 de la sentencia define con claridad el objetivo de la norma cuestionada:

Se pretende, en suma, que la igualdad efectivamente existente en cuanto a la división de la sociedad con arreglo al sexo no se desvirtúe en los órganos de representación política con la presencia abrumadoramente mayoritaria de uno de ellos. Una representación política que se articule desde el presupuesto de la divisoria necesaria de la sociedad en dos sexos es perfectamente constitucional, pues se entiende que ese equilibrio es determinante para la definición del contenido de las normas y actos que hayan de emanar de aquellos órganos. No de su contenido ideológico o político, sino del precontenido o sustrato sobre el que ha de elevarse cualquier decisión política: la igualdad radical del hombre y de la mujer. Exigir a quien quiera ejercer una función representativa y de imperio sobre sus conciudadanos que concurra a las elecciones en un colectivo de composición equilibrada en razón del sexo es garantizar que, sea cual sea su programa político, compartirá con todos los representantes una representación integradora de ambos sexos que es irrenunciable para al gobierno de una sociedad que así, necesariamente, está compuesta.

De nuevo el Tribunal Constitucional vuelve a dar en la clave desde la que es necesario enjuiciar este tipo de medidas: la igualdad radical de mujeres y hombres, la cual debe reflejarse en los órganos representativos, en el ejercicio del poder y en las normas que regulan todos y cada uno de los aspectos de nuestra convivencia. Se trata de un principio «irrenunciable» sobre el cual deben apoyarse los demás que dan forma al contrato social, incluidos los que sirven para articular la democracia representativa

Por tanto, desde esta perspectiva quedarían fácilmente desechados las posiciones que se oponen a este tipo de medidas argumentando que las mismas suponen una «igualdad de resultados» y no de «oportunidades». Es decir, «aunque hombres y mujeres estuviesen representados en la óptima proporción del 50 % en todos los aspectos de la vida social, profesional y personal, tal porcentaje no ha de entenderse como un resultado, sino como un punto de partida, un mínimo para que hombres y mujeres puedan compartir las responsabilidades en todos los ámbitos. Alcanzar este punto no implica tanto el final de la lucha por la igualdad efectiva como el principio de un camino equilibrado hacia la idea de paridad» (

Macías Jara, M. (2008). La democracia representativa paritaria. Córdoba: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba.

Macías, 2008: 68
).

‍[14]
. No deberíamos olvidar que el modelo representativo partió de una concepción censitaria de la ciudadanía, revisó esas fronteras al ampliar el sufragio a todos los hombres y en muchos países hasta bien entrado el siglo xx no extendió el derecho al voto a la mitad que había sido históricamente ignorada. Es decir, los mismos mecanismos representativos no han dejado de experimentar una transformación progresivamente democrática, además de las que han sufrido como consecuencia del protagonismo de los partidos políticos en cuanto intermediarios entre representados y representantes. Ninguno de estos procesos ha puesto en peligro el modelo representativo, a salvo de los riesgos y deficiencias que en la actualidad provocan los omnipotentes partidos y que merecen una reflexión específica, sino que lo han ido perfeccionando desde una lógica democrática. Desde esa perspectiva es necesario contemplar las acciones positivas en materia electoral, las cuales no hacen sino perseguir la igualdad sustantiva del art. 9.2 CE, la cual, como el FJ 4 de la STC 12/2008 indica, «es un elemento definidor de la noción de ciudadanía». Por lo tanto, y como bien concluye Macías ( ‍Macías Jara, M. (2008). La democracia representativa paritaria. Córdoba: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba.2008: 107), dicha reserva electoral «no vulnera per se la idea de la representación ni el principio de la soberanía, sino que, por el contrario, perfecciona y completa ambos conceptos al abogar por la igualdad de género en el acceso y en la permanencia a los cargos públicos representativos».

3. Votos particulares y críticas peculiares: una cuestión de género, no de sexo[Subir]

El voto particular formulado a la STC 12/2008 por el magistrado Rodríguez Zapata se alinea con las posiciones que se apoyan en las concepciones liberales de la soberanía nacional y del cuerpo electoral, así como en la libertad de los partidos políticos, para oponerse a las cuotas. Sostiene el magistrado que sería constitucionalmente válido que los partidos acogiesen en sus normas internas mecanismos para fomentar la presencia de mujeres en las listas electorales, pero no lo sería su imposición por ley.

El razonamiento del magistrado pone en evidencia cómo malentiende el sentido de la paridad:

La reivindicación de la paridad se funda en la idea de que la división de la humanidad en dos sexos tiene más fuerza y prevalece sobre cualquier otro criterio de unión o de distinción de los seres humanos. Sin embargo, ha sido un principio fundamental desde los inicios del Estado liberal surgido de la Revolución francesa que la representación política no puede dividirse porque es expresión de la voluntad general. Como reacción frente al Ancien Règime y a las asambleas divididas en los brazos estamentales, el nuevo orden político estableció, en palabras de Sieyès, que «el ciudadano es el hombre desprovisto de toda clase o grupo y hasta de todo interés personal; es el individuo como miembro de la comunidad despojado de todo lo que pudiera imprimir a su personalidad un carácter particular». Sobre este concepto de ciudadano se edifica el régimen representativo, afirmándose en el art. 6 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 que «la ley es la expresión de la voluntad general […] Como todos los ciudadanos son iguales ante ella, todos son igualmente admisibles en toda dignidad, cargo o empleo públicos, según sus capacidades y sin otra distinción que la de sus virtudes y sus talentos».

Este planteamiento, que parte de una presunción errónea —no es que la división de la Humanidad en dos sexos tenga más fuerza, es que es una evidencia meramente estadística—, supone desconocer que justamente el concepto de «ciudadanía» que alumbra el constitucionalismo liberal se construye sobre la exclusión de la mitad femenina. Por lo tanto, el ciudadano no es un sujeto abstracto ni neutro; es un sujeto masculino, inserto además en un orden de género en el que él y solo él podía acceder al espacio público y ejercer los derechos de participación política. Mientras tanto, las mujeres, excluidas de la ciudadanía, cumplían con unos determinados roles, asociados con la vida privada y los trabajos reproductivos de cuidado. Es decir, el argumentario del voto discrepante desconoce el sistema sexo-género sobre el que se construye el constitucionalismo liberal y que llega hasta nuestros días por más que tengamos un texto constitucional democrático y, en consecuencia, garantizador de la igualdad de mujeres y hombres.

Los siguientes argumentos del voto particular inciden en la ruptura que las cuotas vendrían a imponer en la unidad del cuerpo electoral y de la misma representación. Nadie pone en duda que los y las representantes democráticamente elegidas representan

no solo a los que les votaron, ni siquiera solo a los que votaron, sino también a los que no lo hicieron; representan a los que, por ser menores, incapaces o estar condenados no pudieron votar, a los que pudiendo hacerlo se abstuvieron y a los que votaron en blanco. A todos representan. Así lo entendió tempranamente este Tribunal al señalar que «una vez elegidos, los representantes no lo son de quienes les votaron, sino de todo el cuerpo electoral» (STC 10/1983, de 21 de febrero, FJ 4) y que «los diputados, en cuanto integrantes de las Cortes Generales, representan al conjunto del pueblo español [...]. Otra cosa sería abrir el camino a la disolución de la unidad de la representación y con ello de la unidad del Estado» (STC 101/1983, de 18 de noviembre, FJ 3). Solo así se entiende que el voto de todos los parlamentarios tenga el mismo valor, aunque cada candidato haya accedido al escaño respaldado por un distinto número de votos.

Nada contradice este presupuesto el hecho de que se pretenda configurar un Parlamento equilibrado desde el punto de vista del sexo de sus señorías: ellas y ellos, ellos y ellas representan a toda la nación, incluidos aquellos y aquellas que no los votaron.

A diferencia de lo que se pregunta Rodríguez Zapata en el voto particular

«¿Es concebible dividir a los representantes políticos en categorías, con el fin de facilitar o asegurar un mínimo de elegidos de cada una, sin que resulte gravemente afectado el principio de la unidad y de la homogeneidad del cuerpo de ciudadanos? Si la respuesta es afirmativa ello permitirá al legislador, en un futuro, imponer al cuerpo electoral que en las candidaturas electorales deban figurar necesariamente personas integradas en colectivos definidos por la raza, la lengua, la orientación sexual, la religión, determinadas minusvalías congénitas, su condición de jóvenes o de personas de la tercera edad, etc. sin que la Sentencia acierte a razonar convincentemente que, en adelante, el legislador no pueda introducir estos criterios al regular el derecho de sufragio pasivo, ya que la propia Sentencia (FJ 4) atribuye al legislador la tarea de «actualizar y materializar» la efectividad de la igualdad en el ámbito de la representación política. Así, en Bélgica, mediante reforma constitucional, se han introducido cuotas lingüísticas en la actividad política».

‍[15]
, no entiendo que la introducción de cuotas electorales suponga una división de la ciudadanía en categorías, sino simplemente la expresión de cómo las dos mitades en que se divide aquella pueden tener una presencia efectiva en las instituciones, algo que no ha sido lo habitual en unos modelos constitucionales androcéntricos y patriarcales. Por otra parte, y como ya he señalado, las mujeres no constituyen un grupo, colectivo y no digamos una minoría.

Este tipo de argumentos han sido los habituales en la doctrina que se ha posicionado en contra de la imposición por ley de este tipo de instrumentos. Sirva como ejemplo la opinión de Aranda ( ‍Aranda, E. (2013). Democracia paritaria. Un estudio crítico. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.2013), el cual llega a dos conclusiones que, de alguna manera, reflejan las contradicciones y, en muchos casos, la inconsistencia, de los argumentos con los que desde el ámbito jurídico se cuestiona la paridad. La primera es «la defensa de la democracia representativa», entendiendo que la paritaria supone abrir el camino a una «representación diferenciada» que rompe con el universalismo. La segunda es «la apuesta por instrumentos políticos distintos a la paridad como diferencia para luchar contra la discriminación de la mujer en política». En este sentido, Aranda asume la tesis de Dieter Nohlen según la cual la introducción de cuotas viola la igualdad de sufragio, de ahí que el impulso de la participación política de las mujeres debiera provenir de la conciencia pública, así como, ante todo, de los partidos políticos. Sin embargo, las reflexiones a las que finalmente llega el constitucionalista español quedan lejos de la conclusión definitiva que antes parecía haber ofrecido. Es decir, él mismo reconoce en la penúltima página de su monografía que

es cierto que medidas de esta naturaleza puede que no sean suficientes para corregir la discriminación; algo así ha pasado en Francia donde los partidos políticos han llegado a asumir la multa que les correspondía antes que incluir más mujeres en las listas, o en la Comunidad Autónoma de Valencia, donde el número de mujeres en la VIII Legislatura no llega más allá del 30 %, pero también es cierto que el sistema de «composición equilibrada» puesto en marcha para las elecciones generales de 2008 no ha mejorado mucho la presencia de mujeres (en la VIII Legislatura, sin la norma de paridad, las mujeres en el Congreso de los Diputados era de un 36,3 %; en la IX, con la norma de paridad, se repitió ese resultado, y en la X se ha pasado al 36 %, tres décimas menos).

Por otra parte, se equivoca Aranda al insistir en que la LOREG incluye tras la reforma de 2007 una «norma de paridad». Si así fuera, los porcentajes que él mismo pone en evidencia serían muy distintos. Lo que hace el art. 44 bis es obligar a que las candidaturas tengan una composición equilibrada de hombres y mujeres, de manera que en el conjunto de la lista los candidatos de cada uno de los sexos supongan como mínimo el 40 %. Se trata de una acción positiva, que ni siquiera menciona específicamente a las mujeres, sino que va dirigida a favorecer al sexo menos representado.

Como los partidos políticos solo están obligados a respetar ese equilibrio en el conjunto de la lista, y en todo caso a mantener la proporción mínima del 40 % en cada tramo de cinco puestos, en la práctica resulta fácil situar a mujeres y hombres de manera que, en función de las expectativas electorales de cada circunscripción, sean los segundos los que mayoritariamente accedan a los cargos públicos representativos. Todo ello, lógicamente, desde un contexto en el que el «núcleo duro» de poder en los partidos sigue estando en manos mayoritariamente masculinas, si bien es cierto que en los últimos años también ha habido una positiva evolución en cuanto a la presencia de las mujeres en los cargos ejecutivos. Cosa distinta es que ello haya supuesto de manera efectiva un cambio sustancial en la residencia y, sobre todo, en el ejercicio del poder en el interior de los partidos. De cualquiera manera, las resistencias han sido evidentes durante muchos años en los que, pese a la vigencia de la LO 3/2007, las mujeres no llegaron al umbral mínimo del 40 % de parlamentarias

En la legislatura 2016/2019 el porcentaje de mujeres en el Congreso de los Diputados ha sido del 39,43 % y en el Senado 39,90 %. Tras las elecciones generales celebradas en abril de 2019, estos porcentajes se han incrementado significativamente, de manera que las diputadas representan en la actualidad el 46,8 % de los escaños, por lo que es la primera vez en que se supera el 40 %.

‍[16]
.

Estos argumentos pierden su consistencia desde el momento en que superamos la lógica de las «cuotas», en cuanto herramienta correctora de una desigualdad de facto, y asumimos la de la «paridad» como principio estructurador del sistema democrático. Ello, a su vez, nos obliga a tener presente que la democracia paritaria es una cuestión de género, no de sexo. Es decir, su presupuesto no es otro que otro que las relaciones de poder que continúan estableciéndose entre hombres y mujeres, las cuales han sustentado durante siglos y lo siguen haciendo todavía hoy el orden patriarcal, así como la construcción de un modelo político y jurídico basado en la diferenciación jerárquica de unos y de otras. Es decir, la clave para hablar de democracia paritaria no es el sexo y la consiguiente discriminación por razón de sexo (art. 14 CE), sino el género, o lo que es lo mismo, el sistema de poder que construye las subjetividades masculina y femenina, las relaciones entre ambas, así como las oportunida- des de unos y de otras para ejercer los derechos fundamentales. Entre ellos, claro está, el de sufragio en su vertiente pasiva. En el caso específico de este derecho, el foco debería situarse, pues, en las «condiciones de igualdad» a que se refiere el art. 23.2 CE y, por lo tanto, y como lógica consecuencia, en la acción obligada de los poderes públicos de acuerdo con el art. 9.2 CE. Teniendo presente que «la igualdad sustantiva no solo facilita la participación efectiva de todos en los asuntos públicos, sino que es un elemento definidor de la noción de ciudadanía» (STC 12/2008, FJ 4).

IV. LA PARIDAD COMO EXIGENCIA ESTRUCTURAL DEL ESTADO DEMOCRÁTICO ‍[17][Subir]

Como he apuntado desde las primeras páginas, la democracia paritaria implica incidir en el corazón mismo de los sistemas constitucionales, en cuanto que supone revisar sus dos ejes articulares: ciudadanía y poder. No supone, por lo tanto, un ataque al modelo representativo heredado del liberalismo, sino más bien un perfeccionamiento democrático de unas estructuras que se crearon para responder a los intereses del varón, blanco, propietario y heterosexual. Implica, eso sí, una mirada crítica sobre la democracia liberal, tal y como lleva tres siglos haciendo el feminismo, o lo que es los mismo, sobre las cláusulas de un pacto que todavía hoy sigue condicionando de manera desigual para unos y para otras el ejercicio de la ciudadanía. Un pacto que, no lo olvidemos, se apoya en una lógica pretendidamente universal y abstracta que a duras penas oculta que siempre existió una mitad claramente privilegiada, la masculina, frente a la otra, la femenina, mantenida en condiciones de subordiscriminación ( ‍Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2008). Iusfeminismo y derecho antidiscriminatorio: hacia la igualdad por la discriminación. En R. Mestre i Mestre (coord.). Mujeres, derechos y ciudadanía (pp. 45-72). Valencia: Tirant lo Blanch.Barrère, 2008).

La paridad no supone dividir el mundo en dos mitades, sino que persigue articular el sistema democrático de manera más justa partiendo de cómo las relaciones de género han sido y son las que dividen la ciudadanía y el poder en dos mitades diferenciadas jerárquicamente

«Por todo ello, la paridad no significa la anulación de la diferencia sexual constitutiva de lo humano, que es femenino y masculino. Todo lo contrario, significa hacerla presente y visible en la constitución política de la sociedad. La paridad, al acabar de modo “visible” con la tradicional jerarquía de los sexos, es un nuevo proyecto de la inteligencia humana que inventa posibilidades y expande la realidad más allá de lo existente, integrándola en este proyecto humano elaborado por las mujeres para convivir de otro modo. Así la propia realidad de los seres humanos, mujeres y hombres, también se expande. Se amplía la percepción y la concepción de lo humanamente modificable en la política para transformar la vida y hacer así realidad un proyecto de convivencia social que enriquece la dignidad humana de las mujeres y los varones» (

Martínez Sempere, E. (2000). La legitimidad de la democracia paritaria. Revista de Estudios Políticos, 107, 133-149.

Martínez Sempere, 2000: 149
).

‍[18]
. Como bien se puso de manifiesto en la Declaración de Atenas de 1992, si las mujeres representan la mitad de las inteligencias y de las cualificaciones de la humanidad, «su infrarrepresentación en los puestos de decisión constituye una pérdida para la sociedad en su conjunto». Por lo tanto, «resulta fundamental […] que la inclusión de las mujeres sea un referente indispensable, no solo en la conceptualización, sino también en la manera de medir la democracia. Dicho de otro modo, que no se pueda explicar el alcance de la democracia en un contexto determinado sin tener en cuenta la participación política de las mujeres para medir dicho alcance» ( ‍Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2013). Versiones de la democracia, feminismos y política radical. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 45-80). Valencia: Tirant lo Blanch.Barrère, 2013: 47).

La democracia paritaria no se basa en el hecho natural de ser hombre y mujer, sino en la identidad y relaciones de género que implica ser hombre y ser mujer en un modelo reproductor patriarcal. Y, a su vez, la misma supone cuestionar el mismo carácter de «identidad universal» sobre la que se construyó el edificio jurídico y político del liberalismo. Un «universalismo racional» que se identificó con lo masculino y que devaluó lo femenino. Una «generalidad abstracta» que durante siglos encubrió que la misma suponía de hecho la exclusión de quienes no se ajustaban al patrón dominante. Porque no hay que olvidar que el pacto social situó a las mujeres en la «periferia», siendo las «artífices de la independencia de los varones como gestoras de su dependencia» ( ‍Rodríguez Ruiz, B. (2010). Hacia un Estado post-patriarcal. Feminismo y ciudadanía. Revista de Estudios Políticos, 149, 87-122.Rodríguez, 2010, 96)

Por eso resultan incluso paradójicos los argumentos que utiliza el magistrado Rodríguez-Zapata en el voto particular que formula a la STC 12/2008, el cual recurre a los principios liberales para justificar su opinión discrepante, cuando realmente esos principios nos servirían para argumentar la defensa de un «derecho desigual igualatorio» para las mujeres. El magistrado nos recuerda las palabras de Sièyes («el ciudadano es el hombre desprovisto de toda clase o grupo y hasta de todo interés personal; es el individuo como miembro de la comunidad despojado de todo lo que pudiera imprimir a su personalidad un carácter particular») y el art. 6 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 («La ley es la expresión de la voluntad general […]. Como todos los ciudadanos son iguales ante ella, todos son igualmente admisibles en toda dignidad, cargo o empleos públicos, según sus capacidades y sin otra distinción que las de sus virtudes y talentos»). Pero, como buen jurista curtido en las «ficciones» de la igualdad formal, se le olvida comentar que precisamente en 1789 ciudadanos eran solo los hombres burgueses y solo ellos eran iguales ante la ley. Por lo tanto, ese ideal de individuo sin un carácter particular, despojado de intereses particulares, no es más que una ficción bajo la que se ocultaban exclusiones y discriminaciones. Por ello, además, no es posible afirmar con tan alegre rotundidad que «se es ciudadano y solo ciudadano», porque irremediablemente la ciudadanía se divide en hombres y mujeres, formalmente iguales, pero todavía desiguales en su ejercicio.

‍[19]
. Es decir, «las trabas que tienen que superar las mujeres a la hora de hacer política tienen que ver con el enfrentamiento con un modelo de democracia (llámese formal o liberal) que primero las excluyó de iure y luego has mantenido excluidas de facto» ( ‍Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2013). Versiones de la democracia, feminismos y política radical. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 45-80). Valencia: Tirant lo Blanch.Barrère, 2013: 45).

Por lo tanto, las acciones positivas dirigidas a conseguir una presencia más equilibrada de hombres y mujeres en las instituciones públicas, y a las que no debemos reducir al mucho más complejo y sustantivo concepto de democracia paritaria, no suponen una medida «agresiva» contra la democracia representativa, sino más una medida de perfeccionamiento del sistema

«Las cuotas no tienen que ver (o al menos no solo) con el bajo número o porcentaje de mujeres (que en todo caso sería un epifenómeno o dato epitelial), sino con la opresión de las mujeres en la sociedad. Las cuotas son, en definitiva, una respuesta a la opresión, la subordinación o la dominación de las mujeres en la sociedad que se manifiesta, entre otros datos, en la falta de presencia de estas en los puestos políticos; y no, como pudiera parecer en el tipo de definición antes recogida, un canto a la diferencia o a la diversidad» (

Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2013). Versiones de la democracia, feminismos y política radical. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 45-80). Valencia: Tirant lo Blanch.

Barrère, 2013: 71
).

‍[20]
. Exigibles, además, constitucionalmente desde el rotundo mandato de acción que el art. 9.2 encomienda a los poderes públicos, el cual debería obligar, entre otras cosas, a no cerrar los ojos ante la subordinación de las mujeres

Esa fundamentación, basada en el sistema de relaciones de género, que son relaciones de poder entre hombres y mujeres, es la que precisamente usa el Tribunal Constitucional para defender la legitimidad de las medidas previstas en la LO 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género. En la STC 59/2008, de 14 de mayo, se sostiene que el objetivo de la ley es «sancionar más unas agresiones que entiende (el legislador) que son más graves y más reprochables socialmente a partir del contexto en el que se producen, a partir también de que tales conductas no son otra cosa […] que el trasunto de una desigualdad en el ámbito de las relaciones de pareja de gravísimas consecuencias para quien de un modo inconstitucionalmente intolerable ostenta una posición subordinada».

‍[21]
. El resultado habrá de ser de una mayor y mejor democracia: «Una participación equilibrada de las mujeres y de los hombres en la toma de decisiones es susceptible de engendrar ideas, valores y comportamientos diferentes, que van en la dirección de un mundo más justo y equilibrado tanto para las mujeres como para los hombres» (Declaración de Atenas, 1992). En este sentido, el objetivo más amplio es «la deconstrucción del actual modelo antropológico y del pacto patriarcal que subyace al mismo, y la construcción de nuevos modelos, entre ellos un modelo más perfecto de democracia en el que todos, hombres y mujeres, participen en igual medida, no ya como una simple cuestión de cantidad, sino como reflejo de algo esencialmente más profundo» ( ‍Martín Vida, M.ªÁ. (2003). Fundamentos y límites constitucionales de las medidas de acción positiva. Madrid: Civitas.Martín Vida, 2003: 233)

Es decir, «introducir a las mujeres en las instancias representativas del Estado se puede concebir más bien como un modo de enriquecer y ampliar la legitimidad del sistema democrático, sin cuestionar fundamentalmente los presupuestos teóricos ni el modelo de representación en que el Estado se apoya. A este fin, lo determinante no es que todas las mujeres compartan necesariamente por el hecho de serlo un único conjunto de intereses, ni que las diferencias biológicas o de otro tipo de mujeres puedan ser más o menos determinantes de sus posicionamientos políticos que el sexo (pensemos, sin ir más lejos, que también las mujeres operan dentro de la lógica partidista). Lo crucial es que, tanto por la realidad biológica de las mujeres como sobre todo por su realidad y experiencia social, sí hay buenas razones para pensar que algunos intereses tienen género, es decir, que, aunque no afecten a todas las mujeres por igual, afectan e interesan de forma global más al conjunto de mujeres que de los hombres. Lo cual no implica esencializar a la mujer» (

Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.

Rodríguez y Rubio, 2007: 138
).

‍[22]
.

Ese mandato, además del que deriva de las obligaciones procedentes del derecho comunitario

A lo que habría que añadir los compromisos adquiridos a nivel internacional, entre los que destaca por encima de todos, obviamente, los derivados de la Convención sobre la Eliminación de Todas Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), ratificada por nuestro país en 1983 (BOE núm. 69, de 21 de marzo de 1984).

‍[23]
, es el que impulsa las medidas que se contienen en la LO 3/2007, de 22 de marzo, para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres, la cual se apoya en las dos herramientas básicas para la construcción de la democracia paritaria: el denominado mainstreaming de género (art. 15) y las acciones positivas (art. 11). Ambas consecuencia, a su vez, de la integración del principio de igualdad de género en la aplicación e interpretación de las normas (art. 4).

V. LA GOBERNANZA PARITARIA COMO PRESUPUESTO DE UNA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA AVANZADA[Subir]

Una vez sostenida la oportunidad política y la legitimidad jurídico-constitucional de las acciones positivas en materia electoral, es necesario insistir en que las mismas solo constituyen un eslabón más en la cadena que habría de llevarnos a la construcción de una democracia paritaria en el sentido de horizonte que, por ejemplo, incorpora el art. 10.2 del Estatuto de Autonomía andaluz. Estamos hablando de un proyecto de profundización en los sistemas democráticos que va mucho más allá de la dimensión meramente cuantitativa

«[…] la democracia paritaria es consustancial a la implantación del Estado democrático, que imponerla es una exigencia del tránsito del Estado liberal al Estado democrático, que sin ella el Estado se sigue moviendo en el ámbito de la igualdad presunta típicamente liberal, sin llegar a abrazar la ampliación de la soberanía y el tránsito a la igualdad real que significó el Estado democrático» (

Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.

Rodríguez y Rubio, 2007: 143
)

‍[24]
. Es decir, y como bien indica Barrère ( ‍Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2013). Versiones de la democracia, feminismos y política radical. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 45-80). Valencia: Tirant lo Blanch.2013: 73), «parece difícil que la mera presencia de más mujeres —lo que se denomina una “participación equilibrada” (realistamente, un 40 %) o, incluso, un 50 % de mujeres en todos los niveles imaginables de la representación— pueda, por sí misma, neutralizar la fuerza del sistema sexo-género. En este sentido, una cosa es que la presencia de las mujeres en los cargos políticos constituya un elemento necesario en el desmantelamiento del tal sistema (y como tal haya que promoverla) y otra que resulte suficiente». O, expresado de otra manera, como mantienen Rodríguez y Rubio ( ‍Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.2007: 155), «las cuotas, en definitiva, podrán cambiar los jugadores del juego de la política, pero difícilmente podrán modificar las reglas mismas del juego».

Tal y como deja claro el art. 4 CEDAW, y como es característica esencial de las acciones positivas, las llamadas cuotas electorales tendrían un carácter temporal. Es decir, se aplicarían en cuanto que continuaran los factores sociopolíticos que provocan mayores dificultades de las mujeres en el acceso a los cargos públicos representativos. Una vez llegado el momento en que esos obstáculos hubieran desaparecido, y por lo tanto hubiera desaparecido la situación de subordiscriminación de las mujeres, las cuotas dejarían de tener sentido. O, dicho de otra manera, una vez alcanzado ese nuevo pacto social en que se traduciría la democracia paritaria las cuotas ya no serían necesarias porque habríamos llegado a una sociedad en la que el reparto de espacios y tiempos, y muy especialmente de poder, habría dejado de estar condicionado por el sistema sexo-género. Para ello es necesario, de entrada, partir de la «subordinación estructural» de las mujeres y de las consiguientes ventajas que en paralelo han disfrutado los hombres en el ejercicio del poder y la ciudadanía. Esto obliga a una necesaria redefinición del derecho antidiscriminatorio, en el sentido de que es necesario «un desplazamiento del concepto jurídico de discriminación (basado en la diferencia de trato) al de subordinación (basado en la diferencia de status» ( ‍Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2001). Problemas del derecho antidiscriminatorio: subordinación versus discriminación y acción positiva versus igualdad de oportunidades. Revista Vasca de Administración Pública, 60, 145-166.Barrère: 2001).

El concepto de «paridad» acaba siendo, pues, un concepto verdaderamente «revolucionario» en cuanto que exige la revisión de las cláusulas del contrato que partió de una determinada concepción de las subjetividades masculina y femenina y de las relaciones entre ambas. La paridad supone restituir a las mujeres con voz propia al lugar de donde fueron excluidas, es decir, al «pacto originario», al poder constituyente ( ‍Rubio Castro, A. y Herrera López. J. (2006). Lo público y lo privado en el contexto de la globalización. Sevilla: Instituto Andaluz de la Mujer.Rubio, 2006: 39). En este sentido, cuando el preámbulo de la Constitución incluye el horizonte de una «sociedad democrática avanzada» no deberíamos dudar que el mismo ha de asumir los cambios que exige la paridad. Sin ellos, las bases del sistema —la dignidad, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a los derechos (art. 10.1 CE)— seguirán siendo frágiles o, cuando menos, más frágiles para aquellas que siguen teniendo más obstáculos para ejercer los derechos de ciudadanía. Ello implica necesariamente tener en cuenta «que lo realmente determinante para garantizar la representación sustantiva no es tanto la presencia de las mujeres como el eco que las voces de estas como grupo subordinado tengan en los procesos de decisión política» ( ‍Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2013). Versiones de la democracia, feminismos y política radical. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 45-80). Valencia: Tirant lo Blanch.Barrère, 2013: 74)

De ahí que no pueda compartir la idea de que «la democracia paritaria no es la única forma de democracia posible dentro de la norma fundamental» (

Martínez Alarcón, M. L. (2006). Cuota electoral de mujeres y Derecho Constitucional. Madrid: Congreso de los Diputados.

Martínez Alarcón, 2006, 196
). Al contrario, entiendo que es la forma exigida por la norma fundamental, de acuerdo con la interpretación consolidada del principio de igualdad de género y tal y como se deduce muy especialmente de los compromisos internacionales contraídos por España en esta materia.

‍[25]
.

Ese eco no se consigue solo y exclusivamente, me temo, con una mayor presencia de las mujeres en los Parlamentos o en los Gobiernos. Sería esencial para promover lo que podríamos denominar una «agenda feminista»

La promoción de esa «agenda feminista» no debe confundirse, como desde algunas posiciones se hace interesadamente, como identificación exclusiva con «los intereses de las mujeres», como si estas constituyeran un colectivo que debería ser tratado como una especie de minoría a la que tutelar y proteger. Cuando hablamos de «agenda feminista» nos referimos a las acciones políticas dirigidas a conseguir una democracia en la que desaparezcan los condicionantes de género para el ejercicio de los derechos y el acceso a los bienes, lo cual obviamente «interesa» —o debería hacerlo— singularmente a las mujeres, ya que son ellas las que sufren las discriminaciones que provoca el sistema sexo-género. Pero desde la consideración de que tanto ellas como nosotros, en cuanto ciudadanas y ciudadanos que aspiramos a «una sociedad democrática avanzada», habríamos de estar «interesados» en la remoción de las cláusulas de un contrato social que provocan evidentes injusticias en el sistema.

‍[26]
o, dicho de otra manera, para llevar a cambio las reformas sustanciales que reclama la democracia paritaria, la mayor presencia tanto de mujeres como de hombres comprometidos realmente con esa agenda

Lo explica con claridad Zúñiga (

Zúñiga Alonso, Y. (2013). Paridad y cuotas: un análisis de sus estrategias teórico-normativas y de su efectividad práctica. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 81-110). Valencia: Tirant lo Blanch.

2013, 101
) con relación al impacto de las cuotas en la experiencia latinoamericana: «En lo relativo a la capacidad de las cuotas para contribuir a la representación sustantiva, parece ser cierto que la formación de una especie de “masa crítica” femenina favorece acciones de promoción de intereses femeninos y/o la articulación de una agenda de género. Sin embargo, esta cuestión aparece, de nuevo, altamente influida por factores relacionados tanto con los clivajes ideológicos de los partidos políticos, el mayor o menor control que éstos ejercen sobre la actividad de sus militantes, o las propias adhesiones ideológicas y recorridos de vida de las mujeres políticas». Entre otros condicionantes, Zúñiga (

Zúñiga Alonso, Y. (2013). Paridad y cuotas: un análisis de sus estrategias teórico-normativas y de su efectividad práctica. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 81-110). Valencia: Tirant lo Blanch.

2013, 102
) señala como «la experiencia latinoamericana sugiere que la efectividad de las cuotas en promover una agenda de género aumenta significativamente cuando existe una red densa y activa de movimientos sociales de las mujeres».

‍[27]
. Militantes con la necesidad de romper con las barreras que impone el sistema sexo-género, lo cual pasa por incidir en las instituciones, la política económica o en las relaciones del ámbito público con el privado. Ello, insisto, no depende solo de que haya más mujeres tomando decisiones, sino del compromiso que su acción política tenga con «pretensiones más ambiciosas y transversales: la reestructuración tanto del espacio público-estatal (las decisiones políticas) como del público-no estatal (el mercado), alcanzando inclusive a la esfera doméstica» ( ‍Zúñiga Alonso, Y. (2013). Paridad y cuotas: un análisis de sus estrategias teórico-normativas y de su efectividad práctica. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 81-110). Valencia: Tirant lo Blanch.Zúñiga, 2013: 89). Es decir, todo ello implica tomarse el mainstreaming de género en serio

Debemos recordar que el «mainstreaming de género» aparece como herramienta esencial para la igualdad entre mujeres y hombres a partir de la Plataforma de Acción aprobada en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer celebrada en Beijing en 1995. En el punto IV de la Plataforma se plantea la necesidad de «promover una política activa y visible que eleve a corriente principal (mainstreaming) la perspectiva de género en todas las políticas y programas». Sin embargo, la traducción española habla de incorporar las cuestiones de género en todas las políticas y programas —lo cual posteriormente lleva a que se extienda el término «transversalidad»—, perdiéndose de esta manera la connotación esencial que implica traducir mainstream por «corriente principal» (

Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2010). La interseccionalidad como desafío al mainstreaming de género en las políticas públicas. Revista Vasca de Administración Pública, 87-88, 225-252.

Barrère, 2010, 241
).

‍[28]
o, lo que es lo mismo, «priorizar en la transversalidad la eliminación de la discriminación producida por una estructura sistémica que es, precisamente, el “sexo-género”» ( ‍Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2010). La interseccionalidad como desafío al mainstreaming de género en las políticas públicas. Revista Vasca de Administración Pública, 87-88, 225-252.Barrère, 2010, 247)

La paridad jugaría en dos niveles. Uno sería el simbólico-cultural: «La democracia paritaria tiene en concreto la capacidad de expandir para las mujeres y para las niñas el imaginario de lo posible en cuanto mujeres». Otro sería de carácter funcional, en la medida en que hasta ahora hemos tenido un ámbito de la política copado por hombres que operan según las reglas del mito de la independencia (

Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.

Rodríguez y Rubio, 2007: 152
).

‍[29]
.

Los cambios jurídicos y políticos, pero también incluso económicos y en general culturales, que serían necesarios para modificar esa «estructura sistémica», en primer lugar pasarían necesariamente por superar la división entre lo público y lo privado, en cuanto que la misma es determinante de las relaciones de poder que históricamente han mantenido subordinadas a las mujeres

Hay que tener presente que «el tránsito al Estado democrático no puso en cuestión el contrato social como mito fundacional del Estado, ni cuestionó el pacto entre los sexos en que, de forma estructural y necesaria, el contrato social a su vez se apoya» (

Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.

Rodríguez y Rubio, 2007: 144
).

‍[30]
. De ahí la urgencia de consolidar los derechos y deberes de conciliación de la vida personal, familiar y laboral, pero desde el entendimiento de que los mismos han de corresponder por igual a mujeres y a hombres

En este sentido habría que recordar cómo la STC 26/2011, de 14 de marzo, entendió que la no garantía del recurrente en amparo de sus derechos de conciliación constituye «una discriminación por razón de las circunstancias familiares».

‍[31]
. Es decir, el objetivo sería garantizar eficazmente un derecho-deber de corresponsabilidad, expresivo del paso de una sociedad basada en la idea «de la familia tipo sustentador masculino/esposa dependiente hacia una sociedad basada en la premisa de que todas las personas deben/pueden ser sustentadoras/cuidadoras en igualdad» ( ‍Pazos, M. (2013). Desiguales por ley. Las políticas públicas contra la igualdad. Madrid: Ediciones de La Catarata.Pazos, 2013: 28)

Una reciente decisión del Tribunal Constitucional ha supuesto, a mi parecer, una posición contraria a dicho objetivo. Me refiero a la STC 111/2018, de 17 de octubre de 2018, en la que se denegó el recurso de amparo presentado por don Ignacio Álvarez Peralta y la asociación Plataforma por Permisos Iguales e Intransferibles de Nacimiento y Adopción, en relación con las sentencias del Tribunal Superior de Justicia de Madrid y un juzgado de lo Social y las resoluciones del Instituto Nacional de la Seguridad Social que desestimaron su petición de ampliación del permiso de paternidad. El TC resuelve que «siendo diferentes las situaciones que se traen a comparación, no puede reputarse como lesiva del derecho a la igualdad ante la ley (art. 14 CE) la diferente duración de los permisos por maternidad o paternidad y de las correspondientes prestaciones de la seguridad social que establece la legislación aplicada en las resoluciones administrativas y judiciales que se impugnan en amparo. La atribución del permiso por maternidad, con la correlativa prestación de la seguridad social a la mujer trabajadora con una duración superior a la que se reconoce al padre, no es discriminatoria para el varón». Desde mi punto de vista, y tal como sostiene el voto particular formulado por la magistrada M.ª Luisa Balaguer, el TC ha perdido la oportunidad de poner las bases de una nueva concepción de los permisos parentales favorecedora de la corresponsabilidad y, por tanto, no solo de la implicación de los padres en los cuidados de los hijos, sino también en cuanto medida de protección de las mujeres frente a la discriminación en el mercado laboral. Es decir, y como sostiene Balaguer, «el asunto que se resuelve en la sentencia de la que discrepo proporcionaba una ocasión excepcional para analizar el impacto negativo que tienen parte de esas medidas garantistas del fenómeno de la maternidad en el tratamiento igualitario de las mujeres en el marco del mercado laboral. Con esta sentencia, el Tribunal ha perdido la ocasión de explicar por qué las medidas de protección de la parentalidad, cuando se asocian exclusivamente o con una naturaleza reforzada a las mujeres, si bien pueden suponer una garantía relativa para quienes ya están en el mercado laboral, sin duda se erigen como una clara barrera de entrada frente a quienes están fuera y un obstáculo a la promoción de quienes están dentro, porque generan un efecto de desincentivo en quien contrata que solo afecta a las mujeres y que, por tanto, incide en la perpetuación de la discriminación laboral. Pierde el Tribunal, por tanto, la ocasión de diferenciar, de forma clara, entre los objetivos y finalidades con proyección constitucional asociados a las medidas de protección del hecho biológico de la maternidad —en conexión con los artículos 15 y 43 CE—, y las finalidades, con igual cabida constitucional, asociadas tanto a la garantía de igualdad de trato en el mercado laboral —artículos 14 y 35.1 CE—, como al desarrollo de medidas de conciliación de la vida laboral y personal —artículo 18 CE— que deben ser proyectadas, sin ninguna diferencia, a los hombres y a las mujeres que tienen descendencia, a riesgo de convertirse, de no ser así, en medidas generadoras de discriminación indirecta». El análisis de la magistrada es rotundo: «La interpretación que formula el Tribunal, y que no deja de traer al centro del análisis el reparto equitativo de las responsabilidades familiares, olvida que no se trata solo de la corresponsabilidad en el ámbito familiar, sino de la repercusión externa que la asunción de responsabilidades familiares tiene en el ámbito laboral. Y la desigual duración de los permisos, en la proporción en que tal desigualdad se prevé en la normativa (trece días frente a dieciséis semanas), resulta injustificada y desincentiva la contratación de mujeres en edad fértil. La sentencia ignora que existe un efecto claro de discriminación indirecta de las mujeres, asociado al hecho de la maternidad, que el legislador debiera tratar de erradicar por mandato del artículo 9.2 CE. Un Tribunal Constitucional de este siglo debería haber reconocido la necesaria evolución de la realidad social y profundizado en el análisis de los efectos reales de las medidas de protección que aquí se cuestionan». Y concluye: «La diferencia normativamente dispuesta entre los permisos de cuidado de menores recién nacidos atribuida a los hombres y la que se reconoce a las mujeres está basada en el sexo, es decir, en una de las categorías prohibidas contenidas en el artículo 14 CE. Analizar si tal diferenciación es constitucionalmente admisible a la luz del artículo 14 CE, hubiera exigido que el Tribunal definiera, de modo distinto al que lo hace, cuál es la naturaleza «constitucional» de dichos permisos, es decir, cuál es el bien protegido, para determinar si la distinción establecida entre hombres y mujeres en el disfrute de los permisos está o no justificada, sometiendo esta evidente diferencia de trato al test de legitimidad, racionalidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto. Tal análisis, efectuado sobre la base de los razonamientos previos, hubiera debido llevar a la estimación del recurso de amparo y a la declaración de la inconstitucionalidad de los preceptos legales en cuestión».

‍[32]
. Ello pasaría por superar la división sexual del trabajo y por incorporar el cuidado como un factor productivo, lo cual habría de llevar finalmente a la transformación de la «ciudadanía» en «cuidadanía» ( ‍Rodríguez Ruiz, B. (2010). Hacia un Estado post-patriarcal. Feminismo y ciudadanía. Revista de Estudios Políticos, 149, 87-122.Rodríguez, 2010)

El cambio de modelo que propone Pazos (

Pazos, M. (2013). Desiguales por ley. Las políticas públicas contra la igualdad. Madrid: Ediciones de La Catarata.

2013: 242-‍243
) y que comparto plenamente, pasaría por los siguientes ejes de actuación: a) políticas para que los hombres sumen su 50 % del trabajo doméstico y de cuidados, y particularmente los permisos de maternidad y paternidad iguales, intransferibles y pagados al 100 %, junto con políticas educativas igualitarias; b) universalización del derecho a la educación infantil de calidad desde los 0 años y del acceso al sistema público de atención a la dependencia; c) horarios más cortos para todas las personas a tiempo completo (35 horas semanales de jornada máxima); d) eliminación de todos los desincentivos a la inclusión de las mujeres en el empleo de calidad: individualización del sistema de impuestos y prestaciones, con eliminación de la tributación conjunta y de todas las desgravaciones y prestaciones asociadas al estatus familiar y/o incompatibles con el empleo, entre ellas la prestación por cuidadoras en el entorno familiar; e) igualdad en los derechos y en la prestación social de todas las categorías laborales, con especial atención a la inclusión de las empleadas de hogar en el régimen general de la seguridad social y en el Estatuto de los Trabajadores a todos los efectos; y f) reforma integral del sistema de pensiones, con equiparación de la pensión no contributiva al mínimo general de las pensiones y con la eliminación de la pensión de viudedad vitalicia para los nuevos matrimonios.

‍[33]
. Es decir, la «paridad pública» no puede conseguirse sin «paridad privada» ( ‍Lépinard, É. y Rubio-Marín, R. (eds.) (2018). Transforming gender citizenship. The irresistible rise of gender quotas in Europe. Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1017/9781108636797Lépinard y Rubio, 2018: 454). Y, en este sentido, no cabe duda de que la paridad permite desarticular el contrato sexual, operando «una transformación de la política como territorio en el que impera el mito de la independencia humana, para dar cabida en él a la noción de interdependencia, redefiniendo la importancia relativa y la valoración social de la independencia, de un lado, y de la gestión de la dependencia de otro» ( ‍Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.Rodríguez y Rubio, 2007: 152 y 156).

La revisión del contexto privado a partir de la corresponsabilidad debe ir acompañada la superación de un derecho de familia excesivamente deudor de las pautas heteronormativas del patriarcado ( ‍Rodríguez Ruiz, B. (2013). Paridad en lo doméstico: entre la normatividad y la realidad. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 111-146). Valencia: Tirant lo Blanch.Rodríguez, 2013,  ‍Rodríguez Ruiz, B. (2017). Género y Constitución. Mujeres y varones en el orden constitucional español. Lisboa: Juruà.2017)

El reconocimiento de la diversidad de modelos familiares ha de ir acompañado de la definitiva superación del modelo heteronormativo que durante siglos ha dominado el orden cultural, político y jurídico. Es necesario dar visibilidad social y protección jurídica a todas las masculinidades, con lo que ello supone desde el punto de vista del reconocimiento del derecho al libre desarrollo de la afectividad y la sexualidad (

Salazar Benítez, O. (2012). El reconocimiento jurídico-constitucional de la diversidad afectivo-sexual. Revista de Derecho Político, 157, 45-81

Salazar, 2012
). Ello implicar ir más allá de la mera prohibición de discriminación por orientación sexual y consolidar un derecho humano que se proyecta tanto en el ámbito privado como en el público. No podemos olvidar que la misma construcción «homofóbica» de la masculinidad, en cuanto rechazo de todo lo que se identifica con lo femenino y niega por tanto las expectativas que genera la virilidad heteronormativa, está en el origen de la discriminación de las personas LGTBI y en su exclusión a los márgenes de un sistema que incluso en su momento, y todavía hoy en algunos Estados, las contempló solo y exclusivamente desde una perspectiva penal. No cabe duda de que en este ámbito los avances en nuestro país han sido muy significativos, aunque todavía se mantienen patrones de conducta que generan actitudes discriminatorias hacia las personas del colectivo. En este sentido, baste recordar cómo la diversidad sexual y las identidades de género se encuentran entre los motivos que generan un mayor porcentaje de los llamados «delitos de odio y discriminación» (

Giacomelli, L. y Salazar Benítez, O. (2016). Homofobia, derecho penal y libertad de expresión. Un estudio comparado de los ordenamientos italiano y español. Revista de Derecho Constitucional Europeo, 26. Disponible en: https://bit.ly/2maDc5e

Giacomelli y Salazar, 2016
).

‍[34]
. En este sentido, la introducción en 2005 del «matrimonio igualitario» supuso un primer paso hacia la configuración de un derecho de familia que habría de basarse en los principios de autonomía y diversidad. Una revisión que lógicamente habrá de suponer una revisión de la concepción tradicional de la paternidad, de manera que el padre supere los estrictos márgenes del rol de mantenedor y restaurador del orden. Es decir, el padre habrá de definirse también por su papel de cuidador y de nutriente. Así debería entenderse su actuación «en interés de la familia», que es uno de los deberes que a los cónyuges exige el art. 67 del Código Civil, y así se deduce del art. 68, introducido por la reforma llevada a cabo por la Ley 15/2005, de 8 de julio, y según el cual los cónyuges están obligados a «compartir las responsabilidades domésticas y el cuidado y atención de ascendientes y descendientes y otras personas dependientes a su cargo». Esas mismas responsabilidades se mantienen en los casos de separación, nulidad y divorcio (art. 92 CC). De ahí que la guarda y custodia compartida de los hijos y de las hijas, siempre que durante el matrimonio ambos progenitores hayan ejercido sus derechos y deberes de corresponsabilidad y el interés del menor así lo exija, debería ser compartida (nunca impuesta). Incluso debería revisarse un régimen fiscal que sigue apoyándose en un modelo familiar basado en el binomio hombre proveedor/mujer cuidadora y que, lógicamente, incide negativamente en la situación de las mujeres ( ‍Pazos, M. (2018). Contra el patriarcado: economía feminista para una sociedad justa y sostenible. Pamplona: Katakrak Liburuak.Pazos, 2018).

Los cambios propuestos no serán efectivos sin la implicación activa de los hombres en un doble sentido. De una parte, hemos de convertirnos en sujetos activos en la lucha por la igualdad de género, desde el convencimiento de que la misma no es solo una cuestión de «mujeres», sino que debería ser un compromiso de cualquier ciudadano demócrata. Para ello es importante que, como se ya se está haciendo de manera aislada en nuestro país y más consolidada en otros, se constituyan grupos de hombres que progresivamente se comprometan en actividades de sensibilización, formación y reivindicación. Para ello serían esenciales las alianzas con los movimientos de mujeres, así como la incorporación de políticas dirigidas singularmente a los hombres en el marco de las desarrolladas por los poderes públicos en materia de igualdad

Así se contempla de manera expresa en la Estrategia de Igualdad de Género del Consejo de Europa (2018-‍2023) o, por ejemplo, en dos recientes leyes andaluzas: la Ley 9/2018, de 8 de octubre, de modificación de la Ley 12/2007, de 26 de noviembre, para la promoción de la igualdad de género en Andalucía (art. 15.3.e), y la Ley 7/2018, de 30 de julio, por la que se modifica la Ley 13/2007, de 26 de noviembre, de medidas de prevención y protección integral contra la violencia de género (arts. 6.1.c, 8.2.d y e, 10 bis).

‍[35]
. De otra parte, es necesario que, de manera paralela a esa acción por la igualdad, aunque en muchos casos más bien se trate de una tarea previa, los hombres reconozcamos que también tenemos género, es decir, que también como las mujeres llegamos a serlo en función de determinadas pautas socializadoras ( ‍Salazar Benítez, O. (2013). Masculinidades y ciudadanía. Los hombres también tenemos género. Madrid: DykinsonSalazar, 2013). Y que si queremos modificar los patrones de un orden cultural y político que históricamente ha sido diseñado por nosotros y articulado a partir de las relaciones de poder desiguales mantenidas con las mujeres, hemos de empezar por revisar la masculinidad hegemónica y, con ella, los valores y reglas imperantes en un espacio público hecho a imagen y semejanza del sujeto masculino

Como bien explica Hernando en su libro sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno, mientras que los hombres han construido históricamente su individualidad sobre la razón, las mujeres se han ocupado de mantener lo que ella denomina «identidad relacional», es decir, todo lo relacionado con los vínculos emocionales que especialmente se ubican en el entorno privado. A partir de ahí se cimentaron unas desiguales relaciones de poder, en cuanto que «los hombres no han necesitado dominar a las mujeres por el hecho de ser mujeres, sino porque ellas se especializaron en el sostenimiento de los vínculos de grupo, que era un mecanismo de seguridad imprescindible para ellos, pero cuyo reconocimiento fue guardando una relación inversamente proporcional a la que merecía la razón como vía para obtener control y poder sobre el mundo» (

Hernando, A. (2013). La fantasía de la individualidad: sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno. Madrid: Katz. Disponible en: https://doi.org/10.2307/j.ctvm7bdns

Hernando, 2013: 28
). Es necesario, por lo tanto, deconstruir ese modelo de individualidad dependiente desarrollada por los hombres a lo largo de la historia. Dependiente «porque no puede construirse si no es con el apoyo emocional de alguien especializado en ello, que históricamente han sido las mujeres». A partir de ahí se ha construido todo un discurso social basado en la disociación razón-emoción y en la negación de la importancia de la emoción para la supervivencia del grupo, en la fantasía de la individualidad» (

Hernando, A. (2013). La fantasía de la individualidad: sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno. Madrid: Katz. Disponible en: https://doi.org/10.2307/j.ctvm7bdns

Hernando, 2013: 116
).

‍[36]
.

La democracia paritaria nos exigirá renunciar a privilegios históricamente asumidos como naturales, asumir responsabilidades en los ámbitos privado y familiar, compartir espacios y tiempos con las mujeres de manera equilibrada (lo cual, en muchos casos, nos obligará lógicamente a renunciar a nuestra presencia dominante en lo público) e ir incorporando a nuestras vidas la ética del cuidado y, a su vez, nuevas maneras de usar y ejercer el poder teniendo presente cómo lo que tradicionalmente se ha considerado «en las afueras» —lo privado, lo personal, lo familiar, todo lo que sostiene la vida y el bienestar de la ciudadanía—ocupe un lugar central en la política ( ‍Mora Cabello de Alba, L. (2015). Un derecho del deseo, un derecho sexuado. Barcelona: Icaria.Mora, 2015). Es decir, «la apuesta por la democracia paritaria se incluye en un proyecto cuya meta es la desarticulación cultural de los sexos en clave de asignación de roles, y que esa desarticulación tiene que producirse tanto en el espacio público como en el privado, muy notablemente en el doméstico» ( ‍Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.Rodríguez y Rubio, 2007: 157).

Finalmente, la democracia paritaria continuará siendo un horizonte si, junto a la mayor presencia de mujeres en las instancias de poder, no se inicia una transformación del espacio público, o lo que es lo mismo, del uso y la gestión de ese poder, tradicionalmente pensado y administrado en función de los intereses masculinos. Todo ello, a su vez, ha consolidado un espacio público amparado en las «virtudes» asociadas a la masculinidad —la competitividad, el éxito en el ámbito profesional, la obsesión por el desempeño, la agresividad, la resolución violenta de conflictos—, y que son las dominantes en la política, la economía, la ciencia y, en general, en la concepción de la razón humana. Unas virtudes que son asimiladas por buena parte de las mujeres que acceden, o desean hacerlo, al espacio público. De ahí la necesidad de generar una nueva racionalidad pública ( ‍Guasch, Ó. (2006). Héroes, científicos, heterosexuales y gays: los varones en perspectiva de género. Barcelona: Bellaterra.Guasch, 2006: 73), la cual nos permita superar la ética patriarcal basada en «la jerarquización, la desigualdad, el conflicto y la acumulación de poder» ( ‍Lorente Acosta, M. (2009). Los nuevos hombres nuevos. Barcelona: Destino.Lorente, 2009: 166).

Es necesario, pues, incorporar a lo público nuevas herramientas, muchas de las cuales han de provenir del mundo privado, es decir, de las cualidades y aptitudes que las mujeres han desarrollado tradicionalmente por su socialización como cuidadoras. En consecuencia, la democracia paritaria ha de incorporar nuevos métodos de toma de decisiones y de resolución de conflictos, nuevos criterios de valoración de méritos y nuevas palabras para nombrar realidades que antes eran invisibles. Estos objetivos han de obligar a una transformación no solo de las instituciones y de los procesos decisorios, sino también de los instrumentos que en democracia canalizan la representación política. En este sentido, los partidos deberían asumir que el mandato de democracia interna del art. 6 CE incluye también el de paridad, tanto en su dimensión puramente cuantitativa como en la cualitativa que aquí defiendo. La misma obligación debería ser asumida por los sindicatos y demás organizaciones y colectivos ciudadanos que tienen un especial protagonismo en la esfera pública.

En estos momentos de crisis de las democracias representativas, y de cuestionamiento de buena parte de los mecanismos institucionales de los modernos Estados de derecho, es un momento oportuno para revisar buena parte de los paradigmas de un constitucionalismo que da muestras de agotamiento. Una revisión que debería hacerse incorporando buena parte de las propuestas críticas y emancipadoras que se han hecho desde el feminismo y que no han dejado de establecer alternativas a la racionalidad entendida en términos masculinos

Así, por ejemplo, debería completarse la tradicional, y patriarcal «ética de la justicia» con la denominada «ética del cuidado» (

Gilligan, C. (1986). La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino. México: Fondo de Cultura Económica.

Gilligan, 1986
), incorporando a lo público los valores que tienen que ver con la intersubjetividad, el reconocimiento, la solidaridad o la ternura. Para ello, la ética del cuidado debe traspasar dos fronteras: la de la división público-privado y la de los géneros masculino y femenino. Se trata, por tanto, de «reaprehender el cuidado y hacerlo extensivo a toda la humanidad» (

Comins Mingol, I. (2009). Filosofía del cuidar: una propuesta coeducativa para la paz. Barcelona: Icaria.

Comins, 2009: 46
). Ello contribuirá a la creación de un espacio público en el que sea posible una paz social basada en la deliberación política, el encuentro de los diferentes y la gestión pacífica de los conflictos.

‍[37]
. Es necesario romper con la razón burguesa y masculina construida sobre el miedo a la naturaleza y a las emociones, así como negadora de los vínculos afectivos y relacionales sin los cuales el individuo difícilmente puede alcanzar el «libre desarrollo de su personalidad». Una razón que se ha proyectado en un modelo económico «depredador» y en un concepto de seguridad internacional basado en «la ley del más fuerte». La democracia paritaria debería suponer también la superación de dicho modelo, basado más en la lógica amigo/enemigo que en la interdependencia del ser humano, así como de un sistema económico que responde a los cánones patriarcales. En este sentido, podríamos incluso hablar de «gobernanza paritaria» ( ‍Lépinard, É. y Rubio-Marín, R. (eds.) (2018). Transforming gender citizenship. The irresistible rise of gender quotas in Europe. Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1017/9781108636797Lépinard y Rubio, 2018: 450) desde el momento en que la presencia equilibrada de mujeres y hombres en los espacios públicos y de toma de decisiones contribuirá a una mejora en el sentido deliberativo de la misma democracia.

Partiendo de esas propuestas, que deberían proyectarse en todos los ámbitos de la convivencia y por supuesto en las diversas manifestaciones del ejercicio del poder, deberíamos llegar a la definición de un nuevo «pacto social» a partir de la vigencia efectiva del principio de igualdad, en su vertiente tanto redistributiva como de reconocimiento y participación ( ‍Fraser, N. (2015). Fortunas del feminismo. Madrid: Traficantes de Sueños.Fraser, 2015). Solo así podríamos consolidar el paradigma que con Nancy Fraser podemos calificar de «paridad participativa» y que, lógicamente, tiene una estrecha vinculación con objetivos de justicia social: es decir, difícilmente llegaremos a ese nuevo pacto si no revisamos cuestiones esenciales como la misma organización del mercado laboral, las políticas económicas (redistributivas) o los mismos presupuestos desde los que seguimos articulando nuestra relación con los recursos naturales. Por lo tanto, no estamos ante una cuestión meramente identitaria o de estatus ( ‍Mestre i Mestre, R. (2013). Ciudadanía, autonomía y participación política de las mujeres en democracia. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 15-44). Valencia: Tirant lo Blanch.Mestre, 2013), sino que se trata de una propuesta transformadora dirigida al corazón mismo de las estructuras que condicionan la autonomía de los individuos.

La clave que podríamos llamar fundacional de dicho cambio habría de situarse en la superación de los binomios jerárquicos (público/privado, producción/reproducción, razón/emoción) que durante siglos han servido para articular las subjetividades masculina y femenina, así como las relaciones entre ambas. El objetivo último sería lograr eso que Almudena Hernando ( ‍Hernando, A. (2013). La fantasía de la individualidad: sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno. Madrid: Katz. Disponible en: https://doi.org/10.2307/j.ctvm7bdns2013: 154) denomina «individualidad independiente», y que «consiste en conjugar de manera consciente un máximo porcentaje de individualidad y uno máximo de identidad relacional, concediendo la misma importancia a ambos». El horizonte no sería otro que «poner las bases para que el Estado deje de ser un espacio de participación de individuos conceptualizados como independientes y dar entrada en el espacio público también a la dependencia humana, que las mujeres nos encargamos mayormente de gestionar» ( ‍Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.Rodríguez y Rubio, 2007: 151).

Para ello, habría que modificar buena parte de las pautas socializadoras que nos siguen marcando diferenciadamente como hombres y mujeres. De ahí la importancia de que el sistema educativo asuma también en serio la tarea de formar ciudadanos y ciudadanas corresponsables tanto en lo público como en lo privado. Todo ello desde la incorporación del género como categoría transversal en todo el currículo educativo, pero también mediante materias que de manera singular aborden estas cuestiones, desde la enseñanza primaria a la educación superior

Un objetivo que, sin embargo, no se contempla en la reciente reforma educativa, la llevada a cabo por la Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la Mejora de la Calidad Educativa, que incluso ha llegado a suprimir la única asignatura, Educación para la Ciudadanía, en la que se abordaban, aunque fuera mínimamente, los cambios sociales generados a partir de la progresiva igualdad entre hombres y mujeres. De hecho, las dos leyes anteriormente citadas, la LO 1/2004 y la LO 3/2007, contienen un amplio catálogo de medidas que podemos calificar como «socializadoras» pero que, sin embargo, han sido las más deficitariamente desarrolladas en la práctica. A ellas habría que sumar las previsiones de la LO 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, que también contempla una serie de medidas educativas relativas a una visión de la sexualidad en términos de igualdad y corresponsabilidad entre hombres y mujeres (art. 9).

‍[38]
. Todo ello ha de formar parte no solo de la necesaria formación de las futuras personas profesionales de los distintos ámbitos, sino también de un cambio simbólico mediante el que vayamos superando los paradigmas de un orden cultural que durante siglos ha reproducido unos imaginarios colectivos que han servido para mantener el poder-independencia masculinos y la sumisión-dependencias femeninas

En relación con el sistema educativo, que ha de jugar un papel clave en la consolidación de una democracia paritaria, el TC se ha pronunciado recientemente en un sentido que estimo absolutamente contrario a dicho objetivo. Me refiero a su Sentencia 31/2018, de 10 de abril de 2018, en la que se resolvía el recurso de inconstitucionalidad presentado por el Grupo Parlamentario Socialista contra varios preceptos de la Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la Mejora de la Calidad Educativa, entre ellos el art. 84.3, el cual prevé que «en ningún caso habrá discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. No constituye discriminación la admisión de alumnos y alumnas o la organización de la enseñanza diferenciadas por sexos, siempre que la enseñanza que impartan se desarrolle conforme a lo dispuesto en el artículo 2 de la Convención relativa a la lucha contra las discriminaciones en la esfera de la enseñanza, aprobada por la Conferencia General de la UNESCO el 14 de diciembre de 1960». Por lo tanto, el TC avala el apoyo público de centros educativos que mantengan un sistema de educación segregada por sexos, lo cual, entiendo, es contrario a los objetivos constitucionales de un sistema educativo que, de manera principal, ha de formar y preparar a los niños y a las niñas para el ejercicio de la ciudadanía, es decir, para convertirse en miembros activos y responsables de una comunidad política basada en la igualdad de derechos y en lo que podríamos llamar «paridad participativa». Como sostiene el voto particular del magistrado Fernando Valdés, «siendo la igualdad sustantiva un elemento definidor de la misma noción de ciudadanía (STC 12/2008, FJ 5), solo la educación mixta proporciona los cimientos de convivencia entre iguales que posibilita el cumplimiento del ideario educativo de la Constitución, como condición necesaria, aunque desde luego no suficiente para garantizar una educación que responda al valor constitucional de la igualdad. El presupuesto sobre el que ha de enjuiciarse cualquier decisión política es la igualdad radical del hombre y la mujer. Si este presupuesto implica que una representación integradora de ambos sexos es irrenunciable para el gobierno de una sociedad, necesariamente así compuesta (STC 12/2008, FJ 7), esa igualdad radical exige también de modo irrenunciable, para observar y cumplir con la primera finalidad de la educación consagrada por el artículo 27.2 CE, una escuela que no segregue por razón de género». Juan Antonio Xiol Ríos mantiene en su voto particular que «difícilmente puede cumplirse el mandato de formación de ciudadanos responsables llamados a participar en los procesos que se desarrollan en el marco de una sociedad plural en condiciones de igualdad a través de un sistema de segregación sexual. Un sistema que estructuralmente introduce al alumnado en un microcosmos social de unisexualidad, que nada tiene que ver con la pluralidad y normalidad de la interacción sexual propia de las sociedades democráticas avanzadas y que se constituye, además, con frecuencia en el único o principal núcleo generador de imputaciones sociales, no puede entenderse como un sistema propicio para dar cumplimiento a ese mandato constitucional». En un sentido similar se pronuncia M.ª Luisa Balaguer: «No existe argumento lógico alguno que permita sostener que la diferenciación del alumnado por sexo, en el acceso o en la organización de la enseñanza a la que tiene derecho, busca la parificación social y resulta proporcionada al fin pretendido. Incluso si se diera por bueno el falaz argumento de que se pretenden potenciar, con este tipo de educación, las capacidades cognitivas de las niñas para asegurar su éxito académico como medio para lograr mejores logros profesionales y superar la desigualdad imperante en el mercado laboral al calor del mandato del artículo 9.2 CE, lo cierto sería que la medida no superaría un mínimo test de proporcionalidad. Como ya ha declarado este Tribunal, la educación como derecho constitucionalmente reconocido no puede aspirar solo a garantizar la transmisión de conocimientos y el consecuente éxito académico, sino que busca formar ciudadanos y ciudadanas responsables, llamados a participar en los procesos que se desarrollan en el marco de una sociedad igualitaria, a la que llaman con insistencia los artículos 14 y 9.2 CE. Como ya se ha expuesto, la educación diferenciada tiende a consolidar estereotipos basados en la diferenciación de los sexos por roles, por capacidades y por posiciones en la sociedad, porque son esos mismos estereotipos, sin base científica, los que dan sustento a la teoría pedagógica segregacionista.

No es este un modelo capaz de superar los estereotipos y las dificultades de igualación entre hombres y mujeres, que demanda el artículo 9.2 CE, porque se basa precisamente en dichos estereotipos. El equilibrio entre la formación de la ciudadanía y la educación del alumnado, quiebra con esta medida, que por ello no puede considerarse proporcional a la hora de asegurar la garantía del derecho a la igualdad (art. 14 CE) y a la educación, con el objeto de que a ella asocia el artículo 27.2 CE. Frente a lo que enuncia la Sentencia, sí existen elementos que conducen a imputar a la educación diferenciada una incapacidad estructural u ontológica para el logro de los objetivos educativos marcados constitucionalmente. Porque la igualdad, derecho relacional por naturaleza, tal y como se ha establecido además por este Tribunal (por todas, SSTC 112/2017 o 27/2004), no se puede transmitir adecuadamente en contextos donde la relación de género no existe».

‍[39]
.

En este sentido considero prioritaria la acción no solo en el ámbito de la educación formal, sino también en todos aquellos ámbitos que son esenciales para la formación del individuo, tales como los medios de comunicación o la publicidad. Es decir, habría que actuar de manera mucho más decidida que se ha hecho hasta el momento en todos los factores que conforman la cultura que alimenta unas determinadas relaciones de poder y una determinada construcción de las identidades masculina y femenina. De ahí, insisto, la necesidad de «un nuevo pacto social, una resignificación de la subjetividad de la ciudadanía, la conciliación de los tiempos y los espacios de vida, en el nuevo marco que impone la globalización» ( ‍Rubio Castro, A. y Herrera López. J. (2006). Lo público y lo privado en el contexto de la globalización. Sevilla: Instituto Andaluz de la Mujer.Rubio y Herrera, 2006: 19).

VI. CONCLUSIONES: LA DESEABLE REFORMA CONSTITUCIONAL CON PERSPECTIVA DE GÉNERO[Subir]

Si hemos convenido que la paridad es un principio que implica superar las estructuras políticas y jurídicas que continúan avalando en pleno siglo xxi una ciudadanía devaluada de las mujeres, es lógico concluir que el mismo habría de fundamentar y orientar un pacto constitucional mediante el que finalmente se pusieran las bases jurídicas para la radical equivalencia de mujeres y hombres. Es decir, solo asumiendo el principio de paridad como fundamento del Estado social y democrático de derecho, y por tanto como «mandato de optimización» ( ‍Rubio Castro, A. (2013). Las innovaciones en la medición de la desigualdad. Madrid: Dykinson.Rubio, 2013), será posible garantizar la superación de la discriminación sistémica que sufren las mujeres, incluso en sociedades democráticas avanzadas como la nuestra.

Por lo tanto, una reforma constitucional que se ajustase fielmente a lo que el derecho internacional ha consolidado como mainstreaming de género debería proyectar el principio de paridad tanto en la parte orgánica como en la dogmática del texto ‍[40]. Con carácter previo, y tras su proclamación como uno de los principios que fundamentan nuestro ordenamiento jurídico, el mismo debería reconocerse y asumirse como un principio estructural básico del funcionamiento y la organización tanto de partidos políticos (art. 6 CE) como de sindicatos y organizaciones empresariales (art.7 CE).

Esta reforma, que más bien sería una revisión en cuanto que supondría pactar con otras condiciones y objetivos, debería partir de la participación paritaria de mujeres y hombres en ese nuevo pacto

Es necesario recordar que la CE no incluye expresamente el principio de igualdad de derechos de mujeres y hombres. Este principio no se introdujo de manera expresa en nuestro ordenamiento hasta la LO 3/2007, que en su art. 1 dispone que «el principio de igualdad de trato entre mujeres y hombres supone la ausencia de toda discriminación, directa o indirecta, por razón de sexo, y, especialmente, las derivadas de la maternidad, la asunción de obligaciones familiares y el estado civil.» Recordemos que el art. 4 establece que «la igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres es un principio informador del ordenamiento jurídico y, como tal, se integrará y observará en la interpretación y aplicación de las normas jurídicas.»

‍[41]
. Es decir, deberíamos partir del presupuesto ineludible de gestar un texto constitucional no solo con padres, sino también con madres. La visibilidad de una ciudadanía inevitablemente sexuada nos obligaría a revisar también un lenguaje, el de la Constitución, basado en la regla de la «universalidad sustitutoria masculina» ( ‍Calero, M.ª L., Salazar, O., Marrades, A. y Sevilla, J. (2018). El lenguaje de la reforma constitucional. En Y. Gómez Sánchez (coord.). Estudios sobre la reforma de la Constitución de 1978 en su cuarenta aniversario (pp. 27-44). Cizur Menor: Thomson Reuters-Aranzadi.Calero et al., 2018). Solo así haríamos evidente la presencia de las mujeres en su triple estatuto constitucional: en cuanto titulares de derechos, en cuanto parte de las instituciones y en cuanto destinatarias de las políticas públicas.

No solo habría que redefinir en clave paritaria la composición y el funcionamiento de los poderes e instituciones

Por ejemplo, sería fundamental que un órgano con unas funciones tan relevantes en el sistema como es el Tribunal Constitucional respondiese a una composición paritaria e introdujera en sus criterios de actuación la perspectiva de género (

Salazar Benítez, O. (2018). La deseable composición paritaria del Tribunal Constitucional: una propuesta de reforma constitucional. Revista de Derecho Político, 101, 741-774.

Salazar, 2018
).

‍[42]
, sino que también habría que revisar un título I en el que tendrían que incorporarse derechos específicos de las mujeres (tales como los relativos a la autonomía sexual y reproductiva o a vivir una vida libre de violencias), así como otorgársele el máximo nivel de protección a los derechos y deberes que permiten el sostenimiento de la vida. En este sentido, sería prioritario darle valor de fundamentales a los derechos sociales que todavía hoy permanecen en la nebulosa de los principios rectores, porque si no se garantiza la sostenibilidad de la vida difícilmente podrá la ciudadanía ejercer con igualdad de oportunidades los derechos y libertades propios de una sociedad democrática. De ahí que, por ejemplo, deberían incorporarse al pacto constitucional todo lo relativo a los trabajos de cuidado ( ‍Marrades Puig, A. (coord.) (2019). Retos para el Estado constitucional del siglo xxi: derechos, ética y políticas del cuidado. Valencia: Tirant lo Blanch.Marrades, 2019), a la corresponsabilidad, así como la atención a las personas dependientes. Habría que poner las bases desde el pacto de convivencia no solo para garantizar la efectividad del Estado social, sino también para superar el carácter extremadamente «familiarista» de un modelo que ha contribuido a mantener a las mujeres en un estatuto de subordinación. En este sentido, no deberíamos olvidar que la paridad debe actuar como una propuesta contra la opresión de las mujeres, en todas las facetas y dimensiones de la vida, tanto en lo público como en lo privado.

Este nuevo enfoque de la parte dogmática, que habría de coadyuvar a la superación de la tradicional división público/privado que durante siglos ha sostenido unos Estados constitucionales hechos a imagen y semejanza de los intereses masculinos, nos llevaría finalmente a una nueva definición del mismo sujeto de derechos, de la misma subjetividad política que fundamenta la democracia, así como a una superación progresiva de los esquemas androcéntricos que siguen siendo determinantes en el mundo jurídico. Todo ello, lógicamente, a partir de un poder de revisión o, en su caso, constituyente, no solo paritario, sino a ser posible también feminista ( ‍Gómez Fernández, I. (2017a). Una constituyente feminista. ¿Cómo reformar la Constitución con perspectiva de género? Madrid: Marcial Pons.Gómez Fernández, 2017a).

NOTAS[Subir]

[1]

Este artículo ha sido elaborado en el marco del proyecto «Generando una interpretación del derecho en clave de igualdad de género» (Programa Estatal de I+D+i Orientada a los Retos de la Sociedad).

[2]

Con anterioridad, la «Convención para la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer», aprobada por la Resolución de Naciones Unidas 34/180, de 18 de diciembre de 1979, conocida como CEDAW, se había centrado en el paradigma de las acciones positivas y no en el concepto de democracia paritaria. En 1995, se hace eco de ella la Conferencia de Beijing. Así, por ejemplo, el párrafo 182 de la Plataforma de Acción de Beijing señala que: «Las mujeres que ocupan puestos políticos y de adopción de decisiones en los Gobiernos y los órganos legislativos contribuyen a redefinir las prioridades políticas al incluir en los programas de los Gobiernos nuevos temas que atienden y responden a las preocupaciones en materia de género, los valores y las experiencias de las mujeres y ofrecen nuevos puntos de vista sobre cuestiones políticas generales». Más recientemente, y en textos regionales, sí que encontramos referencias expresas a la paridad. Así sucede en el conocido como Consenso de Quito (Décima Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe, celebrada en Quito, Ecuador, del 6 al 9 de agosto de 2007), cuyos objetivos fueron confirmados en el Consenso de Brasilia de 2010 y en el Consenso de Santo Domingo de 2013, así como en la Declaración del Año Interamericano de las Mujeres «Mujeres y poder: por un mundo con igualdad», aprobada por la Comisión Interamericana de Mujeres el 4 de noviembre de 2010. Incluso la «Convención interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer», conocida como Convención de Belem do Para (1994), habla expresamente del derecho de las mujeresa tener «acceso a las funciones públicas de su país y a participar en los asuntos públicos, incluyendo la toma de decisiones».

[3]

De manera excepcional podemos citar el art. 10.2 de la Ley Orgánica 2/2007, de 19 de marzo, de Reforma del Estatuto de Autonomía para Andalucía, en el que aparece expresamente el concepto: «La Comunidad Autónoma propiciará la efectiva igualdad del hombre y de la mujer andaluces, promoviendo la democracia paritaria y la plena incorporación de aquélla en la vida social, superando cualquier discriminación laboral, cultural, económica, política o social».

[4]

Así, por ejemplo, en la Constitución de Ecuador de 2008 se prevé expresamente que «el Estado promoverá la representación paritaria de mujeres y hombres en los cargos de nominación o designación de la función pública, en instancias de dirección y decisión, y en los partidos y movimientos políticos» (art. 65). El art. 108 contempla que «los partidos políticos deben estructurarse de manera «paritaria entre mujeres y hombres en sus directivas», lo que garantice la inclusión y no discriminación; asimismo, el art. 116 señala que «en las elecciones pluripersonales se establece un sistema electoral, en donde se atiende a los principios de paridad y alternabilidad entre mujeres y hombres; el cual es aplicable para ocupar otros cargos públicos». De acuerdo con estas previsiones, la Ley Electoral prevé en su art. 94 que «las candidatas o candidatos deberán ser seleccionados mediante elecciones primarias o procesos democráticos electorales internos, que garanticen la participación igualitaria entre hombres y mujeres aplicando los principios de paridad, alternabilidad, secuencialidad entre los afiliados o simpatizantes de las organizaciones políticas; así como la igualdad en los recursos y oportunidades de candidatos y candidatas». Además, el art. 99 concreta que «las candidaturas pluripersonales se presentarán en listas completas con candidatos principales y sus respectivos suplentes. Las listas se conformarán paritariamente con secuencia de mujer-hombre u hombre-mujer hasta completar el total de candidaturas principales y suplentes». La Constitución de Bolivia de 2009 también incluye una apuesta evidente por el reconocimiento de la igualdad de género, partiendo del uso de un lenguaje inclusivo, ya que en su articulado las referencias se hacen siempre a «personas», «bolivianas y bolivianos», «ciudadanas y ciudadanos», «extranjeras y extranjeros». Al definir los valores en los que se asienta el Estado, el art. 8.2 incluye el de «equidad social y de género en la participación». De manera más específica, en lo relativo a la participación política, el art. 26.I dispone que «todas las ciudadanas y los ciudadanos tienen derecho a participar libremente en la formación, ejercicio y control del poder político, directamente o por medio de sus representantes, y de manera individual o colectiva. La participación será equitativa y en igualdad de condiciones entre hombres y mujeres». Además, el art. 147 prevé que «en la elección de asambleístas se garantizará la igual participación de hombres y mujeres».

[5]

En todo caso, como bien apuntan Lépinard y Rubio-Marín ( ‍Lépinard, É. y Rubio-Marín, R. (eds.) (2018). Transforming gender citizenship. The irresistible rise of gender quotas in Europe. Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1017/97811086367972018: 453), las cuotas por sí solas no tienen ese potencial, sino que este depende de que exista un contexto social y político en el que se plantee la necesidad de revisar un modelo de ciudadanía basado en el sistema sexo-género. En ese sentido, podrían servirnos como ejemplo la experiencia de algún país como Argentina, en el que están previstas cuotas desde 1991, sin que ello haya supuesto en muchos casos una revisión del sistema sexo- género. El reciente debate mantenido en aquel país sobre la interrupción voluntaria del embarazo puede ser una buena muestra.

[6]

Este es el principio que incorpora la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres: «A los efectos de esta Ley, se entenderá por composición equilibrada la presencia de mujeres y hombres de forma que, en el conjunto a que se refiera, las personas de cada sexo no superen el sesenta por ciento ni sean menos del cuarenta por ciento» (disposición adicional primera).

[7]

En este apartado sigo la síntesis que realizan Lépinard y Rubio-Marín ( ‍Lépinard, É. y Rubio-Marín, R. (eds.) (2018). Transforming gender citizenship. The irresistible rise of gender quotas in Europe. Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1017/97811086367972018).

[8]

En Portugal, la revisión constitucional llevada a cabo en 1997 introdujo de manera expresa, entre las funciones del Estado, la consecución de la igualdad de mujeres y hombres (art. 9.h) Por otra parte, el art. 109 establece que «la participación directa y activa de hombres y mujeres en la vida política es una condición y un instrumento fundamental para la consolidación del sistema democrático, y la ley promueve la igualdad de ambos en el ejercicio de los derechos civiles y políticos, y la ausencia de discriminación por razón de género en el acceso a los cargos públicos». La denominada ley de paridad, la Ley Orgánica 3/2006, fue aprobada en agosto de 2006. De acuerdo con ella, todas las listas electorales presentadas en las elecciones locales, legislativas y europeas han de garantizar un mínimo de representación de cada sexo del 33,3 %. En Eslovenia la Constitución fue reformada en junio de 2004, introduciéndose un nuevo párrafo al art. 43, en el que se prevé que la ley ha de adoptar las medidas necesarias para favorecer las iguales oportunidades de mujeres y hombre en el acceso a los cargos públicos. Posteriormente fueron aprobadas dos leyes electorales que introdujeron cuotas. La primera fue la Ley de Elecciones Locales de 2005, que introdujo un porcentaje mínimo del 40 % para cada sexo, además de la previsión de que en la primera mitad de la lista tenían que alternarse hombres y mujeres. Posteriormente, la Ley de Elección de la Asamblea Nacional fue reformada en 2006 e introdujo una cuota del 35 %. Recientemente, en Portugal, la Ley Orgánica 1/2019, de 29 de marzo, ha ampliado la cuota a un 40 % (art. 2).

[9]

Uno de los debates más intensos, no solo jurídica sino también políticamente, se vivió en Francia, país en el que las resistencias se plantearon desde la defensa de una concepción universalista de la ciudadanía y desde la no fragmentación en categorías del cuerpo electoral. En ese sentido se pronunciaron tanto el Consejo de Estado como el Consejo Constitucional. El largo itinerario jurídico seguido en Francia se inició con la adopción en 1982 de un proyecto de ley de reforma del sistema de elecciones municipales, que establecía como límite un 75 % de candidatos del mismo sexo. El Consejo Constitucional lo declaró inconstitucional en su decisión 18/146, de 18 de noviembre de 1982, a la luz del art. 3 de la Constitución y del art. 6 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. La argumentación del fallo se basó en el principio de igualdad ante la ley y en la prohibición de la división de los electores o candidatos en categorías. Posteriormente, el 20 de enero de 1999 el Consejo Constitucional invalidó la ley reguladora de las elecciones a la Asamblea corsa, que implantaba una estricta paridad. En 1999 la Ley Constitucional 99-‍569, de 8 de julio, reformó el art. 3 de la Constitución, añadiéndole un nuevo párrafo, el 4.º: «La ley favorecerá la igualdad entre mujeres y hombres para acceder a los mandatos electorales y cargos electivos». Además, en el art. 4 se puntualiza que «los partidos políticos contribuirán a la aplicación del principio enunciado en el último apartado del art. 3, de acuerdo con los dispuesto por la ley». Un año después se aprueba la Ley de 6 de junio de 2000, sobre la igualdad de mujeres y hombres en el acceso a las funciones y cargos electivos, que establece criterios de paridad en las listas electorales. La decisión del Consejo Constitucional de 30 de mayo de 2000 rechazó el recurso planteado por la oposición contra la mencionada ley de igualdad de acceso a las funciones y cargos públicos.

En el caso de Italia, el recorrido se inició con la Ley 81/1993, que regulaba las elecciones locales y provinciales, y cuyo art. 5.1 preveía que «en las listas de los candidatos ninguno de los dos sexos podrá estar representado por norma en medida superior a dos tercios». Diez años después, la Ley 277/1993, que regulaba las elecciones a la Cámara de los Diputados, estableció listas paritarias para los escaños elegidos por sistema proporcional. La sentencia de la Corte Constitucional, n.º 442, de 6 de septiembre de 1995, resolvió la cuestión de inconstitucionalidad planteada por el Consejo de Estado, y argumentó que en materia electoral el sexo es irrelevante y no puede ser asumido como condición para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo. Las cuotas electorales son contrarias a la representación política unitaria, propia del Estado moderno, sostiene la sentencia. No obstante, la Corte Constitucional animó a los partidos a que las adoptasen en sus estatutos. Posteriormente, la Ley Constitucional 2/2001 estableció que las leyes electorales de las regiones con estatuto especial promoverán «condiciones de paridad de acceso a las consultas electorales», y la Ley Constitucional 3/2001 añadió un párrafo, el 7.º, al art. 117 de la Constitución: «Las leyes regionales suprimirán todo obstáculo que impida la plena igualdad de hombres y mujeres en la vida social, cultural y económica y promoverán la paridad de acceso entre hombres y mujeres a los cargos electivos». La Ley Constitucional 1/2003 añadió una segunda frase al primer párrafo del art. 51: «A tal fin la República promoverá a través de medidas especiales la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres». En su decisión 49/2003, la Corte Constitucional rechazó el recurso presentado por el Gobierno contra la Ley de la Región Valle D`Aosta, n.º 21 de 2003.

[10]

Hay que recordar que en Bélgica fue aprobada en 1994 una ley que establecía un porcentaje mínimo de presencia del 25 % en las listas electorales, previéndose que dicho porcentaje fueran aumentado hasta el 33 % en 1999, y fijándose el objetivo del 40 % en torno al año 2015. Los resultados no fueron los esperados en la práctica, entre otras cosas porque los partidos solían situar a las mujeres en la parte final de las listas. Eso llevó a que entre los años 2000 y 2002 se aprobaran varias reformas legislativas para alcanzar la paridad en los distintos niveles representativos ( ‍Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.Rodríguez y Rubio, 2007: 121)

[11]

Recordemos que en nuestro país las primeras acciones positivas en materia electoral se plantearon en el ámbito autonómico. La Ley 6/2002, de 21 de junio, que modifica la Ley 6/1986, de 26 de noviembre, Electoral de la Comunidad Autónoma de las Islas Baleares; la Ley 11/2002, de 27 de junio, de modificación de la Ley 5/1986, de 23 de diciembre, Electoral de Castilla-La Mancha, y la Ley 5/2005, de 8 de abril, que modifica la Ley 1/1986, de 2 enero, Electoral de Andalucía, introdujeron un sistema de alternancia de mujeres y hombres en las candidaturas. La Ley vasca 4/2005, de 18 de febrero, de Igualdad de Mujeres y Hombres, estableció la obligatoriedad de que la totalidad de la lista electoral y en cada tramo de seis puestos contaran con la presencia de un 50 % de personas candidatas de cada sexo. Las leyes vasca y andaluza fueron recurridas ante el Tribunal Constitucional por parlamentarios del Partido Popular. También lo fueron las de Islas Baleares y la de Castilla-La Mancha, pero el Gobierno posterior del PSOE desistió de los recursos.

[12]

Lo que hizo la LO 3/2007 fue incorporar a las candidaturas electorales el principio de representación equilibrada, tal y como se define en su disposición adicional primera: «A los efectos de esta Ley, se entenderá por composición equilibrada la presencia de mujeres y hombres de forma que, en el conjunto a que se refiera, las personas de cada sexo no superen el sesenta por ciento ni sean menos del cuarenta por ciento».

[13]

Es lo que hace, a mi parecer de manera errónea, Aranda ( ‍Aranda, E. (2013). Democracia paritaria. Un estudio crítico. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.2013: 72) cuando usa los modelos de «ciudadanía diferenciada» y «ciudadanía multicultural» como apoyo doctrinal para el «feminismo de la diferencia», el cual, según este constitucionalista, se posiciona frente los modelos universales y constituye un grave peligro para la estabilidad de los Estados constitucionales.

[14]

Por tanto, desde esta perspectiva quedarían fácilmente desechados las posiciones que se oponen a este tipo de medidas argumentando que las mismas suponen una «igualdad de resultados» y no de «oportunidades». Es decir, «aunque hombres y mujeres estuviesen representados en la óptima proporción del 50 % en todos los aspectos de la vida social, profesional y personal, tal porcentaje no ha de entenderse como un resultado, sino como un punto de partida, un mínimo para que hombres y mujeres puedan compartir las responsabilidades en todos los ámbitos. Alcanzar este punto no implica tanto el final de la lucha por la igualdad efectiva como el principio de un camino equilibrado hacia la idea de paridad» ( ‍Macías Jara, M. (2008). La democracia representativa paritaria. Córdoba: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba.Macías, 2008: 68).

[15]

«¿Es concebible dividir a los representantes políticos en categorías, con el fin de facilitar o asegurar un mínimo de elegidos de cada una, sin que resulte gravemente afectado el principio de la unidad y de la homogeneidad del cuerpo de ciudadanos? Si la respuesta es afirmativa ello permitirá al legislador, en un futuro, imponer al cuerpo electoral que en las candidaturas electorales deban figurar necesariamente personas integradas en colectivos definidos por la raza, la lengua, la orientación sexual, la religión, determinadas minusvalías congénitas, su condición de jóvenes o de personas de la tercera edad, etc. sin que la Sentencia acierte a razonar convincentemente que, en adelante, el legislador no pueda introducir estos criterios al regular el derecho de sufragio pasivo, ya que la propia Sentencia (FJ 4) atribuye al legislador la tarea de «actualizar y materializar» la efectividad de la igualdad en el ámbito de la representación política. Así, en Bélgica, mediante reforma constitucional, se han introducido cuotas lingüísticas en la actividad política».

[16]

En la legislatura 2016/2019 el porcentaje de mujeres en el Congreso de los Diputados ha sido del 39,43 % y en el Senado 39,90 %. Tras las elecciones generales celebradas en abril de 2019, estos porcentajes se han incrementado significativamente, de manera que las diputadas representan en la actualidad el 46,8 % de los escaños, por lo que es la primera vez en que se supera el 40 %.

[17]

De acuerdo con la afirmación que realizan Rodríguez y Rubio ( ‍Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.2007: 118).

[18]

«Por todo ello, la paridad no significa la anulación de la diferencia sexual constitutiva de lo humano, que es femenino y masculino. Todo lo contrario, significa hacerla presente y visible en la constitución política de la sociedad. La paridad, al acabar de modo “visible” con la tradicional jerarquía de los sexos, es un nuevo proyecto de la inteligencia humana que inventa posibilidades y expande la realidad más allá de lo existente, integrándola en este proyecto humano elaborado por las mujeres para convivir de otro modo. Así la propia realidad de los seres humanos, mujeres y hombres, también se expande. Se amplía la percepción y la concepción de lo humanamente modificable en la política para transformar la vida y hacer así realidad un proyecto de convivencia social que enriquece la dignidad humana de las mujeres y los varones» ( ‍Martínez Sempere, E. (2000). La legitimidad de la democracia paritaria. Revista de Estudios Políticos, 107, 133-149.Martínez Sempere, 2000: 149).

[19]

Por eso resultan incluso paradójicos los argumentos que utiliza el magistrado Rodríguez-Zapata en el voto particular que formula a la STC 12/2008, el cual recurre a los principios liberales para justificar su opinión discrepante, cuando realmente esos principios nos servirían para argumentar la defensa de un «derecho desigual igualatorio» para las mujeres. El magistrado nos recuerda las palabras de Sièyes («el ciudadano es el hombre desprovisto de toda clase o grupo y hasta de todo interés personal; es el individuo como miembro de la comunidad despojado de todo lo que pudiera imprimir a su personalidad un carácter particular») y el art. 6 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 («La ley es la expresión de la voluntad general […]. Como todos los ciudadanos son iguales ante ella, todos son igualmente admisibles en toda dignidad, cargo o empleos públicos, según sus capacidades y sin otra distinción que las de sus virtudes y talentos»). Pero, como buen jurista curtido en las «ficciones» de la igualdad formal, se le olvida comentar que precisamente en 1789 ciudadanos eran solo los hombres burgueses y solo ellos eran iguales ante la ley. Por lo tanto, ese ideal de individuo sin un carácter particular, despojado de intereses particulares, no es más que una ficción bajo la que se ocultaban exclusiones y discriminaciones. Por ello, además, no es posible afirmar con tan alegre rotundidad que «se es ciudadano y solo ciudadano», porque irremediablemente la ciudadanía se divide en hombres y mujeres, formalmente iguales, pero todavía desiguales en su ejercicio.

[20]

«Las cuotas no tienen que ver (o al menos no solo) con el bajo número o porcentaje de mujeres (que en todo caso sería un epifenómeno o dato epitelial), sino con la opresión de las mujeres en la sociedad. Las cuotas son, en definitiva, una respuesta a la opresión, la subordinación o la dominación de las mujeres en la sociedad que se manifiesta, entre otros datos, en la falta de presencia de estas en los puestos políticos; y no, como pudiera parecer en el tipo de definición antes recogida, un canto a la diferencia o a la diversidad» ( ‍Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2013). Versiones de la democracia, feminismos y política radical. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 45-80). Valencia: Tirant lo Blanch.Barrère, 2013: 71).

[21]

Esa fundamentación, basada en el sistema de relaciones de género, que son relaciones de poder entre hombres y mujeres, es la que precisamente usa el Tribunal Constitucional para defender la legitimidad de las medidas previstas en la LO 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género. En la STC 59/2008, de 14 de mayo, se sostiene que el objetivo de la ley es «sancionar más unas agresiones que entiende (el legislador) que son más graves y más reprochables socialmente a partir del contexto en el que se producen, a partir también de que tales conductas no son otra cosa […] que el trasunto de una desigualdad en el ámbito de las relaciones de pareja de gravísimas consecuencias para quien de un modo inconstitucionalmente intolerable ostenta una posición subordinada».

[22]

Es decir, «introducir a las mujeres en las instancias representativas del Estado se puede concebir más bien como un modo de enriquecer y ampliar la legitimidad del sistema democrático, sin cuestionar fundamentalmente los presupuestos teóricos ni el modelo de representación en que el Estado se apoya. A este fin, lo determinante no es que todas las mujeres compartan necesariamente por el hecho de serlo un único conjunto de intereses, ni que las diferencias biológicas o de otro tipo de mujeres puedan ser más o menos determinantes de sus posicionamientos políticos que el sexo (pensemos, sin ir más lejos, que también las mujeres operan dentro de la lógica partidista). Lo crucial es que, tanto por la realidad biológica de las mujeres como sobre todo por su realidad y experiencia social, sí hay buenas razones para pensar que algunos intereses tienen género, es decir, que, aunque no afecten a todas las mujeres por igual, afectan e interesan de forma global más al conjunto de mujeres que de los hombres. Lo cual no implica esencializar a la mujer» ( ‍Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.Rodríguez y Rubio, 2007: 138).

[23]

A lo que habría que añadir los compromisos adquiridos a nivel internacional, entre los que destaca por encima de todos, obviamente, los derivados de la Convención sobre la Eliminación de Todas Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), ratificada por nuestro país en 1983 (BOE núm. 69, de 21 de marzo de 1984).

[24]

«[…] la democracia paritaria es consustancial a la implantación del Estado democrático, que imponerla es una exigencia del tránsito del Estado liberal al Estado democrático, que sin ella el Estado se sigue moviendo en el ámbito de la igualdad presunta típicamente liberal, sin llegar a abrazar la ampliación de la soberanía y el tránsito a la igualdad real que significó el Estado democrático» ( ‍Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.Rodríguez y Rubio, 2007: 143)

[25]

De ahí que no pueda compartir la idea de que «la democracia paritaria no es la única forma de democracia posible dentro de la norma fundamental» ( ‍Martínez Alarcón, M. L. (2006). Cuota electoral de mujeres y Derecho Constitucional. Madrid: Congreso de los Diputados.Martínez Alarcón, 2006, 196). Al contrario, entiendo que es la forma exigida por la norma fundamental, de acuerdo con la interpretación consolidada del principio de igualdad de género y tal y como se deduce muy especialmente de los compromisos internacionales contraídos por España en esta materia.

[26]

La promoción de esa «agenda feminista» no debe confundirse, como desde algunas posiciones se hace interesadamente, como identificación exclusiva con «los intereses de las mujeres», como si estas constituyeran un colectivo que debería ser tratado como una especie de minoría a la que tutelar y proteger. Cuando hablamos de «agenda feminista» nos referimos a las acciones políticas dirigidas a conseguir una democracia en la que desaparezcan los condicionantes de género para el ejercicio de los derechos y el acceso a los bienes, lo cual obviamente «interesa» —o debería hacerlo— singularmente a las mujeres, ya que son ellas las que sufren las discriminaciones que provoca el sistema sexo-género. Pero desde la consideración de que tanto ellas como nosotros, en cuanto ciudadanas y ciudadanos que aspiramos a «una sociedad democrática avanzada», habríamos de estar «interesados» en la remoción de las cláusulas de un contrato social que provocan evidentes injusticias en el sistema.

[27]

Lo explica con claridad Zúñiga ( ‍Zúñiga Alonso, Y. (2013). Paridad y cuotas: un análisis de sus estrategias teórico-normativas y de su efectividad práctica. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 81-110). Valencia: Tirant lo Blanch.2013, 101) con relación al impacto de las cuotas en la experiencia latinoamericana: «En lo relativo a la capacidad de las cuotas para contribuir a la representación sustantiva, parece ser cierto que la formación de una especie de “masa crítica” femenina favorece acciones de promoción de intereses femeninos y/o la articulación de una agenda de género. Sin embargo, esta cuestión aparece, de nuevo, altamente influida por factores relacionados tanto con los clivajes ideológicos de los partidos políticos, el mayor o menor control que éstos ejercen sobre la actividad de sus militantes, o las propias adhesiones ideológicas y recorridos de vida de las mujeres políticas». Entre otros condicionantes, Zúñiga ( ‍Zúñiga Alonso, Y. (2013). Paridad y cuotas: un análisis de sus estrategias teórico-normativas y de su efectividad práctica. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 81-110). Valencia: Tirant lo Blanch.2013, 102) señala como «la experiencia latinoamericana sugiere que la efectividad de las cuotas en promover una agenda de género aumenta significativamente cuando existe una red densa y activa de movimientos sociales de las mujeres».

[28]

Debemos recordar que el «mainstreaming de género» aparece como herramienta esencial para la igualdad entre mujeres y hombres a partir de la Plataforma de Acción aprobada en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer celebrada en Beijing en 1995. En el punto IV de la Plataforma se plantea la necesidad de «promover una política activa y visible que eleve a corriente principal (mainstreaming) la perspectiva de género en todas las políticas y programas». Sin embargo, la traducción española habla de incorporar las cuestiones de género en todas las políticas y programas —lo cual posteriormente lleva a que se extienda el término «transversalidad»—, perdiéndose de esta manera la connotación esencial que implica traducir mainstream por «corriente principal» ( ‍Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2010). La interseccionalidad como desafío al mainstreaming de género en las políticas públicas. Revista Vasca de Administración Pública, 87-88, 225-252.Barrère, 2010, 241).

[29]

La paridad jugaría en dos niveles. Uno sería el simbólico-cultural: «La democracia paritaria tiene en concreto la capacidad de expandir para las mujeres y para las niñas el imaginario de lo posible en cuanto mujeres». Otro sería de carácter funcional, en la medida en que hasta ahora hemos tenido un ámbito de la política copado por hombres que operan según las reglas del mito de la independencia ( ‍Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.Rodríguez y Rubio, 2007: 152).

[30]

Hay que tener presente que «el tránsito al Estado democrático no puso en cuestión el contrato social como mito fundacional del Estado, ni cuestionó el pacto entre los sexos en que, de forma estructural y necesaria, el contrato social a su vez se apoya» ( ‍Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-159.Rodríguez y Rubio, 2007: 144).

[31]

En este sentido habría que recordar cómo la STC 26/2011, de 14 de marzo, entendió que la no garantía del recurrente en amparo de sus derechos de conciliación constituye «una discriminación por razón de las circunstancias familiares».

[32]

Una reciente decisión del Tribunal Constitucional ha supuesto, a mi parecer, una posición contraria a dicho objetivo. Me refiero a la STC 111/2018, de 17 de octubre de 2018, en la que se denegó el recurso de amparo presentado por don Ignacio Álvarez Peralta y la asociación Plataforma por Permisos Iguales e Intransferibles de Nacimiento y Adopción, en relación con las sentencias del Tribunal Superior de Justicia de Madrid y un juzgado de lo Social y las resoluciones del Instituto Nacional de la Seguridad Social que desestimaron su petición de ampliación del permiso de paternidad. El TC resuelve que «siendo diferentes las situaciones que se traen a comparación, no puede reputarse como lesiva del derecho a la igualdad ante la ley (art. 14 CE) la diferente duración de los permisos por maternidad o paternidad y de las correspondientes prestaciones de la seguridad social que establece la legislación aplicada en las resoluciones administrativas y judiciales que se impugnan en amparo. La atribución del permiso por maternidad, con la correlativa prestación de la seguridad social a la mujer trabajadora con una duración superior a la que se reconoce al padre, no es discriminatoria para el varón». Desde mi punto de vista, y tal como sostiene el voto particular formulado por la magistrada M.ª Luisa Balaguer, el TC ha perdido la oportunidad de poner las bases de una nueva concepción de los permisos parentales favorecedora de la corresponsabilidad y, por tanto, no solo de la implicación de los padres en los cuidados de los hijos, sino también en cuanto medida de protección de las mujeres frente a la discriminación en el mercado laboral. Es decir, y como sostiene Balaguer, «el asunto que se resuelve en la sentencia de la que discrepo proporcionaba una ocasión excepcional para analizar el impacto negativo que tienen parte de esas medidas garantistas del fenómeno de la maternidad en el tratamiento igualitario de las mujeres en el marco del mercado laboral. Con esta sentencia, el Tribunal ha perdido la ocasión de explicar por qué las medidas de protección de la parentalidad, cuando se asocian exclusivamente o con una naturaleza reforzada a las mujeres, si bien pueden suponer una garantía relativa para quienes ya están en el mercado laboral, sin duda se erigen como una clara barrera de entrada frente a quienes están fuera y un obstáculo a la promoción de quienes están dentro, porque generan un efecto de desincentivo en quien contrata que solo afecta a las mujeres y que, por tanto, incide en la perpetuación de la discriminación laboral. Pierde el Tribunal, por tanto, la ocasión de diferenciar, de forma clara, entre los objetivos y finalidades con proyección constitucional asociados a las medidas de protección del hecho biológico de la maternidad —en conexión con los artículos 15 y 43 CE—, y las finalidades, con igual cabida constitucional, asociadas tanto a la garantía de igualdad de trato en el mercado laboral —artículos 14 y 35.1 CE—, como al desarrollo de medidas de conciliación de la vida laboral y personal —artículo 18 CE— que deben ser proyectadas, sin ninguna diferencia, a los hombres y a las mujeres que tienen descendencia, a riesgo de convertirse, de no ser así, en medidas generadoras de discriminación indirecta». El análisis de la magistrada es rotundo: «La interpretación que formula el Tribunal, y que no deja de traer al centro del análisis el reparto equitativo de las responsabilidades familiares, olvida que no se trata solo de la corresponsabilidad en el ámbito familiar, sino de la repercusión externa que la asunción de responsabilidades familiares tiene en el ámbito laboral. Y la desigual duración de los permisos, en la proporción en que tal desigualdad se prevé en la normativa (trece días frente a dieciséis semanas), resulta injustificada y desincentiva la contratación de mujeres en edad fértil. La sentencia ignora que existe un efecto claro de discriminación indirecta de las mujeres, asociado al hecho de la maternidad, que el legislador debiera tratar de erradicar por mandato del artículo 9.2 CE. Un Tribunal Constitucional de este siglo debería haber reconocido la necesaria evolución de la realidad social y profundizado en el análisis de los efectos reales de las medidas de protección que aquí se cuestionan». Y concluye: «La diferencia normativamente dispuesta entre los permisos de cuidado de menores recién nacidos atribuida a los hombres y la que se reconoce a las mujeres está basada en el sexo, es decir, en una de las categorías prohibidas contenidas en el artículo 14 CE. Analizar si tal diferenciación es constitucionalmente admisible a la luz del artículo 14 CE, hubiera exigido que el Tribunal definiera, de modo distinto al que lo hace, cuál es la naturaleza «constitucional» de dichos permisos, es decir, cuál es el bien protegido, para determinar si la distinción establecida entre hombres y mujeres en el disfrute de los permisos está o no justificada, sometiendo esta evidente diferencia de trato al test de legitimidad, racionalidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto. Tal análisis, efectuado sobre la base de los razonamientos previos, hubiera debido llevar a la estimación del recurso de amparo y a la declaración de la inconstitucionalidad de los preceptos legales en cuestión».

[33]

El cambio de modelo que propone Pazos ( ‍Pazos, M. (2013). Desiguales por ley. Las políticas públicas contra la igualdad. Madrid: Ediciones de La Catarata.2013: 242-‍243) y que comparto plenamente, pasaría por los siguientes ejes de actuación: a) políticas para que los hombres sumen su 50 % del trabajo doméstico y de cuidados, y particularmente los permisos de maternidad y paternidad iguales, intransferibles y pagados al 100 %, junto con políticas educativas igualitarias; b) universalización del derecho a la educación infantil de calidad desde los 0 años y del acceso al sistema público de atención a la dependencia; c) horarios más cortos para todas las personas a tiempo completo (35 horas semanales de jornada máxima); d) eliminación de todos los desincentivos a la inclusión de las mujeres en el empleo de calidad: individualización del sistema de impuestos y prestaciones, con eliminación de la tributación conjunta y de todas las desgravaciones y prestaciones asociadas al estatus familiar y/o incompatibles con el empleo, entre ellas la prestación por cuidadoras en el entorno familiar; e) igualdad en los derechos y en la prestación social de todas las categorías laborales, con especial atención a la inclusión de las empleadas de hogar en el régimen general de la seguridad social y en el Estatuto de los Trabajadores a todos los efectos; y f) reforma integral del sistema de pensiones, con equiparación de la pensión no contributiva al mínimo general de las pensiones y con la eliminación de la pensión de viudedad vitalicia para los nuevos matrimonios.

[34]

El reconocimiento de la diversidad de modelos familiares ha de ir acompañado de la definitiva superación del modelo heteronormativo que durante siglos ha dominado el orden cultural, político y jurídico. Es necesario dar visibilidad social y protección jurídica a todas las masculinidades, con lo que ello supone desde el punto de vista del reconocimiento del derecho al libre desarrollo de la afectividad y la sexualidad ( ‍Salazar Benítez, O. (2012). El reconocimiento jurídico-constitucional de la diversidad afectivo-sexual. Revista de Derecho Político, 157, 45-81Salazar, 2012). Ello implicar ir más allá de la mera prohibición de discriminación por orientación sexual y consolidar un derecho humano que se proyecta tanto en el ámbito privado como en el público. No podemos olvidar que la misma construcción «homofóbica» de la masculinidad, en cuanto rechazo de todo lo que se identifica con lo femenino y niega por tanto las expectativas que genera la virilidad heteronormativa, está en el origen de la discriminación de las personas LGTBI y en su exclusión a los márgenes de un sistema que incluso en su momento, y todavía hoy en algunos Estados, las contempló solo y exclusivamente desde una perspectiva penal. No cabe duda de que en este ámbito los avances en nuestro país han sido muy significativos, aunque todavía se mantienen patrones de conducta que generan actitudes discriminatorias hacia las personas del colectivo. En este sentido, baste recordar cómo la diversidad sexual y las identidades de género se encuentran entre los motivos que generan un mayor porcentaje de los llamados «delitos de odio y discriminación» ( ‍Giacomelli, L. y Salazar Benítez, O. (2016). Homofobia, derecho penal y libertad de expresión. Un estudio comparado de los ordenamientos italiano y español. Revista de Derecho Constitucional Europeo, 26. Disponible en: https://bit.ly/2maDc5eGiacomelli y Salazar, 2016).

[35]

Así se contempla de manera expresa en la Estrategia de Igualdad de Género del Consejo de Europa (2018-‍2023) o, por ejemplo, en dos recientes leyes andaluzas: la Ley 9/2018, de 8 de octubre, de modificación de la Ley 12/2007, de 26 de noviembre, para la promoción de la igualdad de género en Andalucía (art. 15.3.e), y la Ley 7/2018, de 30 de julio, por la que se modifica la Ley 13/2007, de 26 de noviembre, de medidas de prevención y protección integral contra la violencia de género (arts. 6.1.c, 8.2.d y e, 10 bis).

[36]

Como bien explica Hernando en su libro sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno, mientras que los hombres han construido históricamente su individualidad sobre la razón, las mujeres se han ocupado de mantener lo que ella denomina «identidad relacional», es decir, todo lo relacionado con los vínculos emocionales que especialmente se ubican en el entorno privado. A partir de ahí se cimentaron unas desiguales relaciones de poder, en cuanto que «los hombres no han necesitado dominar a las mujeres por el hecho de ser mujeres, sino porque ellas se especializaron en el sostenimiento de los vínculos de grupo, que era un mecanismo de seguridad imprescindible para ellos, pero cuyo reconocimiento fue guardando una relación inversamente proporcional a la que merecía la razón como vía para obtener control y poder sobre el mundo» ( ‍Hernando, A. (2013). La fantasía de la individualidad: sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno. Madrid: Katz. Disponible en: https://doi.org/10.2307/j.ctvm7bdnsHernando, 2013: 28). Es necesario, por lo tanto, deconstruir ese modelo de individualidad dependiente desarrollada por los hombres a lo largo de la historia. Dependiente «porque no puede construirse si no es con el apoyo emocional de alguien especializado en ello, que históricamente han sido las mujeres». A partir de ahí se ha construido todo un discurso social basado en la disociación razón-emoción y en la negación de la importancia de la emoción para la supervivencia del grupo, en la fantasía de la individualidad» ( ‍Hernando, A. (2013). La fantasía de la individualidad: sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno. Madrid: Katz. Disponible en: https://doi.org/10.2307/j.ctvm7bdnsHernando, 2013: 116).

[37]

Así, por ejemplo, debería completarse la tradicional, y patriarcal «ética de la justicia» con la denominada «ética del cuidado» ( ‍Gilligan, C. (1986). La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino. México: Fondo de Cultura Económica.Gilligan, 1986), incorporando a lo público los valores que tienen que ver con la intersubjetividad, el reconocimiento, la solidaridad o la ternura. Para ello, la ética del cuidado debe traspasar dos fronteras: la de la división público-privado y la de los géneros masculino y femenino. Se trata, por tanto, de «reaprehender el cuidado y hacerlo extensivo a toda la humanidad» ( ‍Comins Mingol, I. (2009). Filosofía del cuidar: una propuesta coeducativa para la paz. Barcelona: Icaria.Comins, 2009: 46). Ello contribuirá a la creación de un espacio público en el que sea posible una paz social basada en la deliberación política, el encuentro de los diferentes y la gestión pacífica de los conflictos.

[38]

Un objetivo que, sin embargo, no se contempla en la reciente reforma educativa, la llevada a cabo por la Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la Mejora de la Calidad Educativa, que incluso ha llegado a suprimir la única asignatura, Educación para la Ciudadanía, en la que se abordaban, aunque fuera mínimamente, los cambios sociales generados a partir de la progresiva igualdad entre hombres y mujeres. De hecho, las dos leyes anteriormente citadas, la LO 1/2004 y la LO 3/2007, contienen un amplio catálogo de medidas que podemos calificar como «socializadoras» pero que, sin embargo, han sido las más deficitariamente desarrolladas en la práctica. A ellas habría que sumar las previsiones de la LO 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, que también contempla una serie de medidas educativas relativas a una visión de la sexualidad en términos de igualdad y corresponsabilidad entre hombres y mujeres (art. 9).

[39]

En relación con el sistema educativo, que ha de jugar un papel clave en la consolidación de una democracia paritaria, el TC se ha pronunciado recientemente en un sentido que estimo absolutamente contrario a dicho objetivo. Me refiero a su Sentencia 31/2018, de 10 de abril de 2018, en la que se resolvía el recurso de inconstitucionalidad presentado por el Grupo Parlamentario Socialista contra varios preceptos de la Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la Mejora de la Calidad Educativa, entre ellos el art. 84.3, el cual prevé que «en ningún caso habrá discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. No constituye discriminación la admisión de alumnos y alumnas o la organización de la enseñanza diferenciadas por sexos, siempre que la enseñanza que impartan se desarrolle conforme a lo dispuesto en el artículo 2 de la Convención relativa a la lucha contra las discriminaciones en la esfera de la enseñanza, aprobada por la Conferencia General de la UNESCO el 14 de diciembre de 1960». Por lo tanto, el TC avala el apoyo público de centros educativos que mantengan un sistema de educación segregada por sexos, lo cual, entiendo, es contrario a los objetivos constitucionales de un sistema educativo que, de manera principal, ha de formar y preparar a los niños y a las niñas para el ejercicio de la ciudadanía, es decir, para convertirse en miembros activos y responsables de una comunidad política basada en la igualdad de derechos y en lo que podríamos llamar «paridad participativa». Como sostiene el voto particular del magistrado Fernando Valdés, «siendo la igualdad sustantiva un elemento definidor de la misma noción de ciudadanía (STC 12/2008, FJ 5), solo la educación mixta proporciona los cimientos de convivencia entre iguales que posibilita el cumplimiento del ideario educativo de la Constitución, como condición necesaria, aunque desde luego no suficiente para garantizar una educación que responda al valor constitucional de la igualdad. El presupuesto sobre el que ha de enjuiciarse cualquier decisión política es la igualdad radical del hombre y la mujer. Si este presupuesto implica que una representación integradora de ambos sexos es irrenunciable para el gobierno de una sociedad, necesariamente así compuesta (STC 12/2008, FJ 7), esa igualdad radical exige también de modo irrenunciable, para observar y cumplir con la primera finalidad de la educación consagrada por el artículo 27.2 CE, una escuela que no segregue por razón de género». Juan Antonio Xiol Ríos mantiene en su voto particular que «difícilmente puede cumplirse el mandato de formación de ciudadanos responsables llamados a participar en los procesos que se desarrollan en el marco de una sociedad plural en condiciones de igualdad a través de un sistema de segregación sexual. Un sistema que estructuralmente introduce al alumnado en un microcosmos social de unisexualidad, que nada tiene que ver con la pluralidad y normalidad de la interacción sexual propia de las sociedades democráticas avanzadas y que se constituye, además, con frecuencia en el único o principal núcleo generador de imputaciones sociales, no puede entenderse como un sistema propicio para dar cumplimiento a ese mandato constitucional». En un sentido similar se pronuncia M.ª Luisa Balaguer: «No existe argumento lógico alguno que permita sostener que la diferenciación del alumnado por sexo, en el acceso o en la organización de la enseñanza a la que tiene derecho, busca la parificación social y resulta proporcionada al fin pretendido. Incluso si se diera por bueno el falaz argumento de que se pretenden potenciar, con este tipo de educación, las capacidades cognitivas de las niñas para asegurar su éxito académico como medio para lograr mejores logros profesionales y superar la desigualdad imperante en el mercado laboral al calor del mandato del artículo 9.2 CE, lo cierto sería que la medida no superaría un mínimo test de proporcionalidad. Como ya ha declarado este Tribunal, la educación como derecho constitucionalmente reconocido no puede aspirar solo a garantizar la transmisión de conocimientos y el consecuente éxito académico, sino que busca formar ciudadanos y ciudadanas responsables, llamados a participar en los procesos que se desarrollan en el marco de una sociedad igualitaria, a la que llaman con insistencia los artículos 14 y 9.2 CE. Como ya se ha expuesto, la educación diferenciada tiende a consolidar estereotipos basados en la diferenciación de los sexos por roles, por capacidades y por posiciones en la sociedad, porque son esos mismos estereotipos, sin base científica, los que dan sustento a la teoría pedagógica segregacionista.

No es este un modelo capaz de superar los estereotipos y las dificultades de igualación entre hombres y mujeres, que demanda el artículo 9.2 CE, porque se basa precisamente en dichos estereotipos. El equilibrio entre la formación de la ciudadanía y la educación del alumnado, quiebra con esta medida, que por ello no puede considerarse proporcional a la hora de asegurar la garantía del derecho a la igualdad (art. 14 CE) y a la educación, con el objeto de que a ella asocia el artículo 27.2 CE. Frente a lo que enuncia la Sentencia, sí existen elementos que conducen a imputar a la educación diferenciada una incapacidad estructural u ontológica para el logro de los objetivos educativos marcados constitucionalmente. Porque la igualdad, derecho relacional por naturaleza, tal y como se ha establecido además por este Tribunal (por todas, SSTC 112/2017 o 27/2004), no se puede transmitir adecuadamente en contextos donde la relación de género no existe».

[40]

Sobre la reforma constitucional con perspectiva de género, véanse Rodríguez ( ‍Rodríguez Ruiz, B. (2017). Género y Constitución. Mujeres y varones en el orden constitucional español. Lisboa: Juruà.2017) y Gómez ( ‍Gómez Sánchez, Y. (coord.) (2018). Estudios sobre la reforma de la Constitución de 1978 en su cuarenta aniversario. Cizur Menor: Thomson Reuters-Aranzadi.2018), así como el número extraordinario de los cuadernos Manuel Giménez Abad ( ‍Gómez Fernández, I. (ed.) (2017b). Reformar el pacto constituyente con perspectiva de género. Zaragoza: Fundación Manuel Giménez Abad de Estudios Parlamentarios y del Estado Autonómico. Disponible en: https://bit.ly/2mwbsbFGómez Fernández, 2017b), dedicado a «reformar el pacto constituyente en perspectiva de género».

[41]

Es necesario recordar que la CE no incluye expresamente el principio de igualdad de derechos de mujeres y hombres. Este principio no se introdujo de manera expresa en nuestro ordenamiento hasta la LO 3/2007, que en su art. 1 dispone que «el principio de igualdad de trato entre mujeres y hombres supone la ausencia de toda discriminación, directa o indirecta, por razón de sexo, y, especialmente, las derivadas de la maternidad, la asunción de obligaciones familiares y el estado civil.» Recordemos que el art. 4 establece que «la igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres es un principio informador del ordenamiento jurídico y, como tal, se integrará y observará en la interpretación y aplicación de las normas jurídicas.»

[42]

Por ejemplo, sería fundamental que un órgano con unas funciones tan relevantes en el sistema como es el Tribunal Constitucional respondiese a una composición paritaria e introdujera en sus criterios de actuación la perspectiva de género ( ‍Salazar Benítez, O. (2018). La deseable composición paritaria del Tribunal Constitucional: una propuesta de reforma constitucional. Revista de Derecho Político, 101, 741-774.Salazar, 2018).

Bibliografía[Subir]

[1] 

Aldeguer Cerdá, B. (2016). Democracia paritaria y cuotas electorales. El acceso de las mujeres a las instituciones públicas. Valencia: Tirant lo Blanch.

[2] 

Aranda, E. (2013). Democracia paritaria. Un estudio crítico. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

[3] 

Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2001). Problemas del derecho antidiscriminatorio: subordinación versus discriminación y acción positiva versus igualdad de oportunidades. Revista Vasca de Administración Pública, 60, 145-‍166.

[4] 

Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2008). Iusfeminismo y derecho antidiscriminatorio: hacia la igualdad por la discriminación. En R. Mestre i Mestre (coord.). Mujeres, derechos y ciudadanía (pp. 45-‍72). Valencia: Tirant lo Blanch.

[5] 

Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2010). La interseccionalidad como desafío al mainstreaming de género en las políticas públicas. Revista Vasca de Administración Pública, 87-88, 225-‍252.

[6] 

Barrère Unzueta, M.ªÁ. (2013). Versiones de la democracia, feminismos y política radical. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 45-‍80). Valencia: Tirant lo Blanch.

[7] 

Calero, M.ª L., Salazar, O., Marrades, A. y Sevilla, J. (2018). El lenguaje de la reforma constitucional. En Y. Gómez Sánchez (coord.). Estudios sobre la reforma de la Constitución de 1978 en su cuarenta aniversario (pp. 27-‍44). Cizur Menor: Thomson Reuters-Aranzadi.

[8] 

Comins Mingol, I. (2009). Filosofía del cuidar: una propuesta coeducativa para la paz. Barcelona: Icaria.

[9] 

Fraser, N. (2015). Fortunas del feminismo. Madrid: Traficantes de Sueños.

[10] 

Giacomelli, L. y Salazar Benítez, O. (2016). Homofobia, derecho penal y libertad de expresión. Un estudio comparado de los ordenamientos italiano y español. Revista de Derecho Constitucional Europeo, 26. Disponible en: https://bit.ly/2maDc5e.

[11] 

Gilligan, C. (1986). La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino. México: Fondo de Cultura Económica.

[12] 

Gómez Fernández, I. (2017a). Una constituyente feminista. ¿Cómo reformar la Constitución con perspectiva de género? Madrid: Marcial Pons.

[13] 

Gómez Fernández, I. (ed.) (2017b). Reformar el pacto constituyente con perspectiva de género. Zaragoza: Fundación Manuel Giménez Abad de Estudios Parlamentarios y del Estado Autonómico. Disponible en: https://bit.ly/2mwbsbF.

[14] 

Gómez Sánchez, Y. (coord.) (2018). Estudios sobre la reforma de la Constitución de 1978 en su cuarenta aniversario. Cizur Menor: Thomson Reuters-Aranzadi.

[15] 

Guasch, Ó. (2006). Héroes, científicos, heterosexuales y gays: los varones en perspectiva de género. Barcelona: Bellaterra.

[16] 

Hernando, A. (2013). La fantasía de la individualidad: sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno. Madrid: Katz. Disponible en: https://doi.org/10.2307/j.ctvm7bdns.

[17] 

Kymlicka, W. y Rubio-Marín, R. (2018). The participatory turn in gender equality and its relevance. En W. Kymlicka, W. y R. Rubio-Marín (eds.). Gender parity and multicultural feminism: Towards a new synthesis. Oxford: Oxford University Press.

[18] 

Lépinard, É. y Rubio-Marín, R. (eds.) (2018). Transforming gender citizenship. The irresistible rise of gender quotas in Europe. Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1017/9781108636797.

[19] 

Lorente Acosta, M. (2009). Los nuevos hombres nuevos. Barcelona: Destino.

[20] 

Macías Jara, M. (2008). La democracia representativa paritaria. Córdoba: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba.

[21] 

Marrades Puig, A. (coord.) (2019). Retos para el Estado constitucional del siglo xxi: derechos, ética y políticas del cuidado. Valencia: Tirant lo Blanch.

[22] 

Martín Vida, M.ªÁ. (2003). Fundamentos y límites constitucionales de las medidas de acción positiva. Madrid: Civitas.

[23] 

Martínez Alarcón, M. L. (2006). Cuota electoral de mujeres y Derecho Constitucional. Madrid: Congreso de los Diputados.

[24] 

Martínez Sempere, E. (2000). La legitimidad de la democracia paritaria. Revista de Estudios Políticos, 107, 133-‍149.

[25] 

Mestre i Mestre, R. (2013). Ciudadanía, autonomía y participación política de las mujeres en democracia. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 15-‍44). Valencia: Tirant lo Blanch.

[26] 

Mora Cabello de Alba, L. (2015). Un derecho del deseo, un derecho sexuado. Barcelona: Icaria.

[27] 

Pateman, C. (1995). El contrato sexual. Barcelona: Anthropos.

[28] 

Pazos, M. (2013). Desiguales por ley. Las políticas públicas contra la igualdad. Madrid: Ediciones de La Catarata.

[29] 

Pazos, M. (2018). Contra el patriarcado: economía feminista para una sociedad justa y sostenible. Pamplona: Katakrak Liburuak.

[30] 

Rodríguez Ruiz, B. (2010). Hacia un Estado post-patriarcal. Feminismo y ciudadanía. Revista de Estudios Políticos, 149, 87-‍122.

[31] 

Rodríguez Ruiz, B. (2013). Paridad en lo doméstico: entre la normatividad y la realidad. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 111-‍146). Valencia: Tirant lo Blanch.

[32] 

Rodríguez Ruiz, B. (2017). Género y Constitución. Mujeres y varones en el orden constitucional español. Lisboa: Juruà.

[33] 

Rodríguez Ruiz, B. y Rubio Marín, R. (2007). De la paridad, la igualdad y la representación en el Estado democrático. Revista Española de Derecho Constitucional, 81, 115-‍159.

[34] 

Rubio Castro, A. (2013). Las innovaciones en la medición de la desigualdad. Madrid: Dykinson.

[35] 

Rubio Castro, A. y Herrera López. J. (2006). Lo público y lo privado en el contexto de la globalización. Sevilla: Instituto Andaluz de la Mujer.

[36] 

Salazar Benítez, O. (2012). El reconocimiento jurídico-constitucional de la diversidad afectivo-sexual. Revista de Derecho Político, 157, 45-‍81

[37] 

Salazar Benítez, O. (2013). Masculinidades y ciudadanía. Los hombres también tenemos género. Madrid: Dykinson

[38] 

Salazar Benítez, O. (2018). La deseable composición paritaria del Tribunal Constitucional: una propuesta de reforma constitucional. Revista de Derecho Político, 101, 741-‍774.

[39] 

Zúñiga Alonso, Y. (2013). Paridad y cuotas: un análisis de sus estrategias teórico-normativas y de su efectividad práctica. En R. Mestre i Mestre y Y. Zúñiga Añazco (coords.). Democracia y participación política de las mujeres. Visiones desde Europa y América Latina (pp. 81-‍110). Valencia: Tirant lo Blanch.