La relación entre los ingenieros y el poder ha sido explorada sobre todo en la producción académica fuera del ámbito hispanohablante, en particular para los casos de Francia y Alemania. No han pasado desapercibidos ni la proliferación de ingenieros entre los partidarios activos del nazismo y fascismo o del islam político, ni tampoco el papel clave que otorgaron a la ingeniería muchos regímenes, desde el absolutismo de Luis XIV o Selim III en los siglos xvii y xviii, pasando por la Francia revolucionaria y otros Estados nación en construcción en el largo siglo xix, hasta los gobernantes comunistas o los reformadores nacionalistas del llamado tercer mundo en el siglo xx. En España, la institucionalización de la ingeniería estuvo estrechamente ligada al reformismo absolutista, primero, y a la consolidación del régimen liberal más adelante. A finales del siglo xix, los ingenieros lograron situarse en la cumbre en cuanto al poder de intervención y al prestigio social. Perpetuaron esta posición durante la gran parte del siglo xx, haciéndose indispensables para regímenes tan diversos como los Gobiernos de la Restauración en los años después del Desastre, la dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República, la dictadura franquista o la monarquía parlamentaria, tanto a la hora de llevar a cabo sus políticas industrializadoras y de
intervención territorial, como a la de fomentar la legitimidad de estos regímenes y el prestigio de España en la opinión pública a nivel nacional e internacional. Este éxito de un grupo profesional que, a diferencia de los abogados y de los médicos, contaba con una profesionalización e institucionalización relativamente reciente, se debió a varios factores. En primer lugar, su número era reducido y ellos mismos mantenían un alto grado de control sobre el acceso a las escuelas especiales que dotaban de credenciales a los que aspiraban a ser reconocidos como ingenieros. Asimismo, la posición de poder que ocuparon los cuerpos de ingenieros dentro del aparato del Estado y su distribución por todo el territorio del país les otorgaba la capacidad de manejar presupuestos importantes y tomar decisiones clave, a la vez que gozaban de protección legal frente a las presiones de los políticos tanto a nivel nacional como local. A diferencia de algunos otros países, el perfil de élite construido por los ingenieros del Estado se extendió a todos los ingenieros con estudios superiores. Es cierto que los extranjeros —particularmente los que podían movilizar la imagen de sus países de origen como crisoles de progreso y cunas de la industria (británicos, franceses, alemanes, belgas)— podían ser reconocidos de facto como ingenieros y empleados en España en esa calidad pese a no tener
estudios superiores, sobre todo en el siglo xix. En cuanto a los españoles, no obstante, la palabra ingeniero fue eficazmente monopolizada por hombres que tenían estudios superiores especializados con un importante contenido científico. Este prestigio generalizado de los ingenieros en España, y sobre todo su inserción entre las élites sociales, algo que en absoluto puede considerarse como una consecuencia automática del prestigio social de un grupo socioprofesional, no son unos fenómenos que encontremos en todos los países desarrollados. Recordemos que en Gran Bretaña las escuelas de ingeniería ocuparon posiciones muy bajas en la jerarquía institucional de la enseñanza superior y se percibían como un destino para los hijos de las clases obreras ascendentes. En Alemania los ingenieros como un grupo socioprofesional tampoco formaron parte de las élites sociales. La posición prominente que los ingenieros sí alcanzaron en Francia, España o Portugal solo se fue diluyendo en el último tercio del siglo xx con la ampliación del acceso a los estudios superiores y con la proliferación de las distintas carreras de Ingeniería.
Además, los ingenieros lograron labrarse una imagen de excelencia en cuanto a su formación, algo que repercutía en su capacidad de legitimar no solamente su poder dentro de la Administración pública, sino también sus aspiraciones en el sector privado. A mediados del siglo xix, la burguesía emprendedora andaluza, catalana y vasca —igual que las élites de la Cuba colonial— empezó enviar a sus hijos a estudiar Ingeniería al extranjero (por ejemplo, a la École centrale des arts et manufactures en París o al Institut Montefiore en Lieja) o a la recién abierta Escuela de Ingenieros Industriales en Barcelona para que luego se hicieran cargo de las empresas familiares e introdujeran innovaciones técnicas. Es más, los que estudiaron Ingeniería en España y llegaron a trabajar para el Estado como miembros de los cuerpos de ingenieros, a menudo daban el salto al sector privado, utilizando sus contactos y conocimientos para establecerse por libre o crear compañías y lanzar proyectos vinculados con la ingeniería. Con la proliferación de las empresas de mayor tamaño, empezó además a crecer la tendencia de emplear a los ingenieros en cargos de gestión y de dirección, una tendencia que no paró de reforzarse en el siglo xx. Una de las razones ha sido, sin duda, la imagen pública en España del ingeniero como una persona inteligente, práctica y laboriosa. Sin embargo, no podemos dejar de situar esta imagen pública en un
entramado de dinámicas como la reproducción de las élites, muy acentuada antes de la democratización del acceso a todos los niveles de enseñanza, las puertas giratorias o el pantouflage (el trasvase de funcionarios y de cargos públicos al sector privado) o la movilización redes de parentesco y amistad que moldea el reclutamiento de los cargos directivos en las empresas privadas españolas. Estos factores, que no suelen aparecer en las hagiografías ingenieriles, conforman un cuadro complejo de interconexiones entre la Administración pública y el sector privado, que los sociólogos franceses llevan analizando desde hace más de medio siglo, pero que ha sido poco explorado por los historiadores que se dedican al estudio de las profesiones o específicamente a la historia de la ingeniería en España.
No cabe duda de que los ingenieros representen un grupo socioprofesional que ha ejercido el poder y ha manejado recursos importantes, desde el Estado y desde el sector privado. Además, han contribuido a constituir y legitimar el razonamiento y la acción tecnocráticos, que han interactuado con los discursos políticos de cada época de formas que presentan una inesperada variedad. Es más, han llegado a representar un ideal particular de la masculinidad hegemónica, que convivió con otros modelos de largo recorrido, como el de propietario y el de hombre público, incorporando las nociones de trabajo y de saber especializado en el perfil de un hombre de élite. Aun así, desde la historia política se ha prestado muy poca atención a este grupo socioprofesional. Es cierto que los historiadores económicos y los historiadores de la técnica llevan varias décadas investigando sobre los ingenieros y su trabajo, pero hay que reconocer que sus preocupaciones pocas veces consisten en inscribir la historia de los ingenieros españoles en la historia política de su época. Solo recientemente se han ido abordando de forma más explícita las dimensiones políticas de la ingeniería, y la mayoría de estas investigaciones trata de las décadas centrales del siglo xx.
No obstante, sigue siendo común tratar la construcción del Estado en España sin prestar atención a las modalidades materiales de esta construcción, como las carreteras, los puertos, el ferrocarril o los pantanos, quizás considerándolas un asunto más propio de la historia económica. Esa omisión frecuente contribuye a ocultar la preocupación de los gobernantes y de las élites patrióticas por estas obras y la voluntad y capacidad del Estado a la hora de dedicar recursos importantes a su construcción y mantenimiento cuando su rentabilidad económica era dudosa e incluso cuando se sabía que no eran rentables. Como los artículos de este dosier creemos que ponen de manifiesto, esas actitudes apuntan a la importancia política y simbólica de las infraestructuras en el imaginario político de las distintas culturas políticas que dominaron el panorama español en los siglos xix y xx. Así, por ejemplo, cabría explorar el protagonismo de los ingenieros en el progresismo y en el unionismo durante la época isabelina en relación con el hecho de que la inversión en obras públicas se convirtiera una de las características distintivas del Gobierno de la Unión Liberal. La implicación de la prensa ingenieril, incluida la influyente Revista de Obras públicas, en la defensa del librecambismo y el protagonismo de algunos ingenieros en el Sexenio Democrático ya ha sido objeto de algunas reflexiones. La importancia de
las obras públicas, sobre todo las vinculadas con la gestión del agua, en las recetas regeneracionistas y en las medidas intervencionistas desplegadas por Primo de Rivera, es bien conocida; menos lo es el papel que pudieran desempeñar los ingenieros en articular y promover este tipo de soluciones a los «males de la patria» y en aplicar activamente estas políticas, apoyándose en sus redes internacionales. Las polémicas que han surgido en torno del papel de los ingenieros en las distintas fases del régimen franquista apuntan a que la historia de la ingeniería en España no debería considerarse como un tema exótico o irrelevante para los historiadores políticos, sino que puede alimentar los debates más dinámicos de la historiografía española: en torno de la construcción del Estado, el carácter y la extensión de la nacionalización, los rasgos definitorios del franquismo, la comparación entre España y otros países europeos, etc.
En este dosier un equipo internacional de historiadores apuesta por interpretar las prácticas de los ingenieros en el marco de la construcción paralela e interconectada en España del Estado, por una parte, y del sector privado, por otra. Exploramos las distintas maneras en las que los ingenieros moldearon estos espacios, el uso que hicieron de la opinión pública y la imagen que proyectaron. Optamos decididamente por los enfoques interdisciplinares: desde la sociología histórica, pasando por la historia económica, hasta la historia cultural de lo político. La historia de la técnica es, paradójicamente, la que menos peso tiene en los cuatro artículos, con la excepción de las reflexiones de Brendel sobre el impacto simbólico de las altas presas y de sus características técnicas concretas en la jerarquía del prestigio internacional de los países durante las décadas centrales del siglo xx. Esperemos que este tipo de análisis se vayan convirtiendo en piedras con las que construir un puente sólido y bien transitado entre la historia de la técnica y la historia política.
Todos los artículos prestan atención a las dimensiones transnacionales de algunos de los fenómenos que analizan, ya que entendemos que las particularidades locales se inscriben en unas dinámicas amplias que sobrepasan las fronteras de España. En primer lugar, es así a nivel simbólico, ya que muchos de los ingenieros que trabajaron en España entendieron sus conocimientos y su trabajo como parte de un proceso universal del progreso de la civilización, a la vez que alardearan de contribuir a la prosperidad de España y al reforzamiento de su posición geopolítica. Es más, las obras de ingeniería, las innovaciones técnicas, la industrialización y la mecanización aparecían con gran frecuencia como argumentos, incluso como una especie de fetiches, en los debates sobre el presente y el futuro del país y sobre el carácter nacional de los españoles, debates que —implícita o explícitamente— dialogaron con el discurso transnacional del progreso y del desarrollo y con las jerarquías internas inherentes a las categorías como Europa o el Occidente.
Segundo, la tecnología en sí tiene una dimensión transimperial y transnacional. Si bien es cierto, como ha postulado de forma sumamente elocuente David Edgerton, que las soluciones técnicas desarrolladas ad hoc, como también la adaptación y apropiación creativa de las prácticas, objetos e instituciones técnicas ostentan una gran importancia a la hora de analizar el uso de la tecnología en distintos contextos geoculturales, los siglos xix y xx están llenos de ejemplos de una circulación rápida de nuevas tecnologías: el ferrocarril, el gas, la electrificación, la construcción de altas presas y, por qué no, internet. Las precondiciones para la producción, circulación e implementación de la tecnología y sus consecuencias políticas y sociales son variables, pero lo son no solo en términos nacionales, sino que intervienen, a veces con mayor peso, también factores como la configuración geopolítica, la clase social, las divisiones entre las zonas urbanas y rurales, el género, la raza e incluso condiciones medioambientales que muestran poco respeto por las fronteras de unidades políticas.
La última razón por la que las dimensiones transimperial y transnacional no pueden entenderse como una moda pasajera en el análisis de la relación de los ingenieros con todo tipo de poder es que los ingenieros siempre se han reconocido como una comunidad profesional mundial más allá de las fronteras nacionales de religión, raza, clase e incluso género (cuando la formación superior especializada certificada con un diploma se convirtió en un argumento inquebrantable para reclamar el reconocimiento profesional de los pares). A pesar de que todos estos elementos desempeñaron un papel importantísimo y eficaz en las dinámicas de inclusión y exclusión que rigieron en el acceso a la formación y a práctica profesional, así como como en el establecimiento de las jerarquías internas de la profesión, los ingenieros no pudieron prescindir de la ficción meritocrática. Este entramado de ideas que se había ido configurando desde el siglo xviii, atribuía a la tecnología una aplicabilidad autónoma de las pautas de estatus e identidad personal de sus artífices y ejecutores, y postulaba que el acceso a la profesión y la evaluación de la calidad de la práctica profesional puede establecerse y llevarse a cabo de forma objetiva o, al menos, medible e impersonal. La centralidad de la ficción meritocrática en la construcción de la profesión de ingeniero en la época contemporánea es algo que trataron de
explotar en beneficio propio personas que por razones de nacionalidad, origen etnorreligioso, clase, género o raza se vieron excluidos de las instituciones y del desempeño profesional, para cuestionar, socavar y, finalmente, abolir esta exclusión.
De un modo u otro, este dosier explora el impacto en la política española de los dos últimos siglos de la lógica tecnocrática, entendida como la percepción y el reconocimiento público del hecho de que un grupo por sus conocimientos y saber hacer adquiere una capacidad privilegiada y a la vez legítima de intervenir en la toma de ciertas decisiones. Rafael Barquín y Carlos Larrinaga analizan cómo los ingenieros del Estado, que a mediados del siglo xix fueron los encargados de promover la construcción del ferrocarril en España, lidiaron con la necesidad de conciliar su visión del Estado como encargado de fomentar las riquezas del país con su ideología liberal que buscaba la virtud y la eficacia en la iniciativa y gestión privada, sin obviar los criterios técnicos y económicos de la construcción, uso y mantenimiento de las infraestructuras.
En diálogo con la argumentación del artículo anterior, Martykánová y Pan-Montojo sostienen en su texto que las obras públicas desempeñaron un papel simbólico de máxima importancia a la hora de legitimar el Estado tal y como se fue construyendo en España en los siglos xix y xx. Piensan que el Estado llegó a quedar definido, en buena medida, por el fomento, un concepto ligado a las obras públicas. Mantienen que esto se produjo gracias a la contribución activa de los poderosos cuerpos de ingenieros dentro del aparato administrativo español. En esa capacidad definidora intervino la imagen social que los ingenieros lograron proyectar de sí mismos, como un grupo que tenía la llave de muchas respuestas a los problemas del país, en un marco de competencia geopolítica exacerbada.
Benjamin Brendel muestra que, a pesar de evitar presentar su trabajo como político, los ingenieros que durante la época franquista proyectaron grandes obras de infraestructuras, como los pantanos, tuvieron un gran peso en los intentos de remodelar la sociedad según los objetivos de la élite gobernante, de la que formaban parte. Al mismo tiempo, participando en la producción y circulación internacional del saber hacer técnico, contribuyeron a legitimar el régimen franquista a nivel internacional, al mismo tiempo que reproducían la noción de la tecnología como un valor universal al colaborar tanto con los ingenieros estadounidenses como con los soviéticos, y al trabajar como ingenieros especialistas en la construcción de altas presas tanto en España como en los países del llamado tercer mundo.
Jorge Lafuente del Cano y Pedro Pablo Ortúñez Goicolea utilizan la figura de Leopoldo Calvo-Sotelo, que llegó a la presidencia del Gobierno de España en una etapa decisiva —la transición a la democracia tras la muerte de Franco—, para mostrar cómo la formación de ingeniero llegó a servir en sí misma como credencial en la España tardofranquista y durante la Transición. En una dinámica compleja de legitimación social de un individuo de origen privilegiado, la formación como ingeniero podía servir para presentar como ganada y merecida la posición social derivada ante todo del nacimiento en el seno de una familia prominente. Asimismo, podía servir como signo de capacidad a la hora de establecerse y prosperar en el sector privado y dotar de credibilidad los esfuerzos por naturalizar y presentar como apolíticos, o de sentido común, algunos objetivos y medidas promovidos por los gobiernos de la Transición y de las primeras décadas del régimen democrático liberal en España.