SUMARIO

  1. NOTAS

Me piden una recensión del último libro de Francisco Sosa Wagner, quien no necesita mayor presentación por su notoriedad como jurista, parlamentario y su amplia obra como investigador. Pero puede que sí lo requiera este denso, interesante y original estudio sobre un interesante período europeo y un reformador ilustrado, Montgelas, contemporáneo a Napoleón y la Federación del Rin. El propio autor no ha dudado en calificar el libro como una «extravagancia» en sentido estricto, algo que se mantiene fuera del camino que se anda habitualmente o de la forma común de obrar. Siendo así realmente, la verdad es que se recibe tan fresco como agua de mayo en estos momentos sobresaltados y acalorados.

Como consecuencia de la pandemia del coronavirus, del confinamiento y sus secuelas, andamos los universitarios agobiados, dedicándonos devotamente a superar la brecha digital y aprender el manejo de diversas plataformas de comunicación en línea, a cargar vídeos y documentos en campus virtuales, sostener foros y chats, configurar encuestas de tiempo limitado y respuestas con crucecita y orden aleatorio como curiosa forma autoritaria de examen, descargar firmas digitales y acceder a su uso en actas por una red privada virtual, y otros instrumentos de cuya utilidad no dudo, pero que vienen explicados, en un tono farragoso y abstruso, en escritos, pantallazos y tutoriales.

Tan solo me preocupa que, una vez todos estemos digitalizados y en línea, se nos hayan olvidado los viejos hábitos académicos de reflexión y debate, lectura de escritos densos y profundización en la historia y la cultura política que alimentan la construcción jurídica. Al cabo, pensar el derecho y la política históricamente. Enrique Tierno decía que la universidad no puede prescindir de cultivar lo superfluo, porque a veces lo que parece superfluo no está de más, sino que deviene esencial en la formación de un universitario: en su capacidad de comprensión de lo nuevo. El derecho constitucional y todo el derecho público son una ciencia de la cultura.

El libro tiene interés por media docena de razones, pues alberga varios objetos conexos, si bien está lleno de cabos sueltos, y ambas cosas suscitan reflexiones. Primero, intenta sacar del olvido a un estadista bávaro que vivió a caballo de los siglos xviii y xix, Maximilian Graf Von Montgelas. Un personaje perteneciente a una familia aristocrática del ducado de Saboya, miembro de la sociedad secreta de los Illuminati, de lengua francesa y alemana, primer ministro en el Estado de Baviera, impulsor de numerosas reformas liberales, y al que homenajea una estatua en Múnich a la puerta de la que fue su casa. Sosa Wagner no duda en calificar a Montgelas de «mefistofélico» —pese a que no creo fuera tanto como el Fouché que describe Stephan Zweig—, pues sus pasos siempre fueron en la línea reformadora.

Al inicio del siglo xix en Alemania, se produce la caída del Sacro Imperio Romano Germánico, la aparición de la Federación del Rin, la derrota de Prusia y el Congreso de Viena (1814-‍1815). Este es el mundo cambiante donde vivió Montgelas. Sosa Wagner explicita cómo tales acontecimientos alteraron la fisonomía política de Europa. Valga una síntesis crítica como aperitivo.

El libro realiza en un primer capítulo («Un Imperio convulso, de solar blando, de conflictos audaces […]») una difícil caracterización de la compleja forma política que fue el Sacro Imperio Romano Germánico (1184-‍1806). Una entidad que, pese a sus manifiestas carencias, aseguró durante varios siglos un difícil equilibrio en Europa. Un antecedente tanto de una nación alemana en construcción —pues mucho antes de Fichte y Moser añadió a su denominación el complemento Deutscher Nation— como, sobre todo, una de las más importantes muestra de las viejas uniones de Estados, y un precedente del federalismo germánico en el que dejó huellas. Otto Hintze nos enseñó que la construcción histórica de un Estado suele dejar residuos en su forma política; es patente en la edificación del Estado autonómico. El Sacro Imperio fue una dúctil «forma política», fruto de la unión de Estados imperiales, y un banco de pruebas de muchas categorías jurídicas e instituciones, comenzando por la soberanía o el Reichstag. Montgelas vivió en ese contexto histórico imperial ya en declive.

El Imperio —recuerda Sosa— no fue un Estado, sino una compleja estructura política. Una combinación de instituciones y personas bajo el poder de un emperador, designado por un conjunto de electores que variaban frecuentemente, y todas ellas engastadas en un Imperio desunido y en permanente conflicto, entre otras razones por los enfrentamientos religiosos entre católicos tridentinos, protestantes luteranos y calvinistas, y asimismo enfrentados al poder papal. Un espacio plural donde se hablaban muchas lenguas, pero el latín era la lengua culta, mientras tanto iba emergiendo el alemán como ingrediente unificador. Aparece en 1034 como heredero del Imperio romano (la conocida translatio imperii). Se asegura el dominio del norte de Italia y mantiene la defensa frente al turco después de la toma de Constantinopla como un factor de integración ante un enemigo común. El Imperio estuvo ligado a la dinastía de los Austria o Habsburgo. Aún recuerdo la brillante descripción de la ceremonia de elección y coronación de Carlos V en Bolonia que hizo Múgica Laynez en Bomarzo, así como la explicación del dinero a crédito que al parecer costó conseguir el voto de los electores. Estaba formado por desiguales Estados imperiales (Reichsstände), algunos grandes como Baviera o Prusia, y otros pequeños como Weimar; algunos eran señoríos o ciudades, y su número y perímetro variaba. Era, sobre todo, una sociedad organizada corporativamente, ypor ello aún desprovista de mecanismos de representación política, y en permanente disputa entre los príncipes y el emperador, los señores, los prelados y las ciudades (Reichsstädte), algunas de ellas pertenecientes a la liga hanseática. Los príncipes dependían de los Landtage, formados por una representación estamental, y del apoyo del Reich. Surge en este contexto la Reichsexecution o ejecución imperial, como antecedente de la intervención federal, y de la intervención coercitiva del Estado en los órganos de las comunidades autónomas, el famoso art. 155 CE.

El Reich tenía una ambigua constitución escrita integrada por un conjunto de leyes fundamentales, entre ellas la Bula de Oro, los tratados de paz y las Capitulaciones que los electores obligaban a firmar al Kaiser al principio de cada elección. Este conglomerado variado mantenía una sutil división de poderes y un equilibrio europeo de corte más o menos federal.

Existían algunas instituciones comunes además del Kaiser. El Reichstag, que durante mucho tiempo tomó sus acuerdos por mayoría y se reunía de tiempo en tiempo frecuentemente para financiar un ejército y la guerra. Un tribunal de justicia, el Reichskammergericht, formado por jueces legos y juristas y al parecer proverbialmente lento, al que se unió el Reichshofrat con una confusa distribución de competencias jurisdiccionales entre ambos tribunales. Unos conflictos que hoy podríamos quizás llamar controversias constitucionales, litigios sobre los derechos imperiales reservados que empezaron a resolverse arbitralmente como precedente de un tribunal de conflictos que es hoy uno de los ingredientes de una jurisdicción constitucional. Rudolf Smend —recuerda Sosa Wagner— escribió su tesis doctoral sobre el primero de esos tribunales, lo que ilustra el hilo conductor entre aquéllas jurisdicciones y las posteriores. Quizás aprendiera allí su reflexión sobre la integración que luego teorizaría de forma clásica y aún perdurable para explicar muchos fenómenos contemporáneos como son la emigración, los Estados nacionales o la construcción del demos europeo. Existían también divisiones administrativas o geográficas, los Reichskreise, por debajo de los Estados imperiales. Pero igualmente centenares de aduanas internas y un caótico sistema impositivo. El siglo xvii conocería la decadencia de estas instituciones por elconflicto entre Austria y Prusia.

El Sacro Imperio Romano Germánico fue, en definitiva, un ejemplo de cómo dotar de cierta unidad a una compleja diversidad mediante tenues equilibrios y constantes conflictos que no se dramatizaban. Hoy diríamos hacer del conflicto una forma de relación natural entre entes territoriales. Todavía podemos definir el federalismo también como un equilibrio dinámico entre fuerzas centrífugas y centrípetas. Fue una forma pactista, federativa o contractual de decisión, así como un intento de alcanzar la paz a través del derecho.

En efecto, en otro estudio recientemente publicado, la historiadora Bárbara Stollberg-Rillinger ha concluido igualmente que el Imperio fue una unión basada en la tradición y el consenso: leyes inmemoriales junto a normas de carácter contractual y derechos adquiridos o privilegios. Una unión personal basada en vínculos recíprocos de lealtad, de parentesco y patrocinio, asentada en ostentosos ritos públicos y estructurada de manera jerárquica, pues en ella se ejercían derechos de soberanía sobre súbditos. Pertenecer al Imperio era una forma de estar bajo la protección de la paz territorial y de pertenecer a una organización que solventaba sus conflictos mediante instrumentos jurídicos y tribunales. Estaba organizada en estamentos y sociedades corporativas, pues no era todavía una sociedad liberal. Toda esta estructura compleja estaba bajo la cabeza de un emperador que legitimaba históricamente el conjunto. Pero la extensión del Imperio y la variedad de intereses opuestos abocaba a inevitables acuerdos federativos y alianzas. La capacidad coactiva central e incluso ejecutiva era muy débil, lo que impulsaba a actuar de común acuerdo. Concluye que tuvo, sobre todo, una gran capacidad de adaptarse a las distintas circunstancias durante siglos, y pereció cuando ya no pudo adaptarse a la reforma

Stollberg-Rillinger, B. (2020), El Sacro Imperio Romano Germánico, Madrid, La esfera de los libros, pp. 137 y ss.

‍[1]
.

Sosa Wagner remarca que en Alemania no prendió el espíritu revolucionario tras la Ilustración, sino una voluntad de reforma, pero advierte que puede que acabara siendo más intensa que en Francia. Montgelas vivió en este ambiente y aplicó sus recetas liberales en un Estado de mediano tamaño como Baviera. En 1806, con la abolición del Sacro Imperio, Baviera se convierte en reino e inicia un proceso de modernización sobre los restos de un Imperio desgastado. Sobrevienen episodios como fueron la secularización de los conventos que tenían un patrimonio inmenso, una reforma de los funcionarios, un intento de celebrar un concordato con la Iglesia, el fomento de la educación y de la prensa y la voluntad de colaborar con Francia para asegurar su independencia.

En 1808, Montgelas proclama una Constitución del reino de Baviera que sería sustituida por otra más liberal en 1818. Este breve documento, dividido en títulos, abolió los privilegios, los cargos hereditarios y las corporaciones. Introdujo un sistema tributario para toda la nación, con ingresos que no podían sobrepasar un quinto de la renta. Abolió también la servidumbre. Reconoce los títulos de la nobleza, pero establece la igualdad de cargas con el resto de los ciudadanos, desapareciendo el monopolio de acceso a los cargos públicos de los aristócratas. Consagra algunos derechos fundamentales como son la libertad y seguridad personal, la propiedad privada y una libertad de prensa compatible con la censura. Se introduce un juramento de obediencia a las leyes, la Constitución y el rey, y se regula el orden sucesorio de la dinastía. Se articula una representación nacional mediante sufragio censitario entre los propietarios con ciertos niveles de renta. Finalmente, pero no en importancia, se manda aprobar unos códigos civil y penal para toda la nación.

Son patentes las similitudes de estas ideas con las que recoge el Estatuto de Bayona de 1808, como ejemplo de carta otorgada por el monarca bajo las pautas del constitucionalismo francés, y, con mucha mayor ambición y detalle e impacto internacional, la Constitución de Cádiz de 1812 y la ingente obra de los decretos que las Cortes aprobaron. Puede que lo que Miguel Artola ha llamado los «afrancesados» en España, como un camino intermedio entre los revolucionarios y los absolutistas, no fueran tan lejanos en sus planteamientos de estos otros afrancesados. Que obvio es decirlo eran liberales, pero no demócratas.

El libro describe asimismo la Federación del Rin que la invasión de Napoleón impulsó tras ocupar Alemania, y que su posterior derrota y el Congreso de Viena hicieron desaparecer. El breve Estado de Baviera perteneció a lo que ya era una forma de Estado federal (capítulo cuarto). A esta federación pertenecían 39 Estados alemanes y ya no se hablaba de Deustsches Reich sino de Deutscher Bund, poniendo fin a un imperio de siglos. Es interesante que ya surgió una interesante controversia sobre la naturaleza jurídica de la federación misma y la atribución de la soberanía a los nueves reyes. Un debate —imposible y estéril— sobre la soberanía, que fue un antecedente de la que luego sería una controversia clásica en el federalismo estadounidense y en el alemán y que García Pelayo sintetizó y divulgó entre nosotros hace varias décadas. La Federación se creó por un tratado internacional, un Acta de 12 de julio de 1806, si bien en la realidad fue endeble y el Bundestag no llegó siquiera a reunirse.

La Federación se diluyó con la derrota de Napoléon, no sin dejar en esos Estados la influencia del modelo administrativo francés. Klüber reivindicaría la tradición jurídica que emanó de esta breve federación, tanto como Zacariä lo hizo con la que procedía del mucho más largo Sacro Imperio Romano Germánico. Ambos son profesores de Heidelberg.

En el Congreso de Viena se discutiría si los Estados venían obligados a aprobar constituciones, y muchos lo hicieron con influencia de la Carta francesa de 1814. Aparecerá el principio monárquico como fruto de la tensión —dice Sosa Wagner— entre «el absolutismo que se batía en retirada y el liberalismo animoso» (p. 255), o en palabras de Otto Hintze «una metamorfosis del absolutismo ilustrado». Me parece una lógica explicación del principio. Igualmente, aparece un ya inevitable debate sobre la nueva representación política de la nación.

Por último, el espacio de ese Reich permitió avanzar lentamente en la construcción del derecho público alemán. En el tiempo que va desde el ius commune medieval que crearon la universidades italianas (en particular Bolonia) en la Edad Media a lo largo de los siglos xii y xiii y a partir del derecho romano, que era sobre todo un derecho privado, y está bien explicado en obras como la de Francesco Calasso y la nueva teoría del Estado y derecho público que el positivismo jurídico creó a principios del siglo xix en Alemania, hay todo un cuerpo legislativo abundante y un elenco de autores de derecho público que escribieron ente los siglos xvi a xviii y distan de ser bien conocidos en España, como sí lo son estos otros dos pilares. El libro recupera y da noticia, pues, de un espacio intermedio en la construcción del derecho europeo.

Sosa Wagner revive algunos de estos autores que escribían en latín en el último capítulo («El Derecho público que conoció Montgelas»). Unos expertos que hoy resultan prácticamente ignotos, al menos para mí, y que el catedrático de la Universidad de León enumera: tributaristas como Melchior von Osse; precursores como Andreas Knichen, que defendieron la autoridad de las leyes del Reich; Georg Obrecht, quien razonó sobre las ideas de jurisdictio y maiestas; Mathias Stephani, que escribe un tratado de jurisdicciones; estudiosos de las regalías, que pasaron del derecho privado al público como consecuencia ya no de la propiedad, sino de la superioridad de un territorio; discursos sobre la prudencia en política y la razón de Estado de impronta maquiavélica (Jakob Bornitz) y un largo etcétera. Crearon un naciente derecho público alemán o centroeuropeo. Cuando Bodino publique los seis libros de la República en 1576 y divulgue sus tesis sobre la indivisibilidad del poder, podrán contrastarse estas tesis en el complejo espacio del Sacro Imperio como forma de gobierno mixta, dice Sosa. Como consecuencia de esta efervescencia jurídica, ya en 1619 puede aparecer un tratado de derecho público de Dietrich Reinkingk, con espacios dedicados a la constitución y al Reich o a la soberanía y la teoría general del derecho. La paz de Westfalia tuvo un impacto en este derecho público al reforzar el poder delos Estados imperiales frente al emperador. Samuel Pufendorf escribiría su De statu imperii germanici en 1667, teorizando sobre el poder absoluto y soberano de los Estados, y devaluando el poder del Reich, que califica como «algo similar a un monstruo». La Ilustración tendrá entre sus valedores a Christian Thomasius, quien introduce el alemán en sus clases y escritos, conocerá a Pufendorf y a Locke y —sorprende saberlo— a nuestro sugerente Baltasar Gracián del Oráculo manual y arte de prudencia. Luego vendrán numerosos cameralistas que influyeron en la corte en el xviii y diversos tratadistas que ya escribían en alemán.

La lectura de este denso capítulo final produce una doble sensación: de un lado, curiosidad científica por un pasado desconocido, y de otro, cierto vértigo porque es difícil asimilar toda la rica información que en estas páginas se ofrece. Una investigación más amplia de los rasgos comunes de este filón de pensamiento podría tener gran interés para reconstruir la construcción del derecho público europeo y calibrar su impacto en el primer positivismo del siglo xix y en el federalismo. No en balde, recordemos que Sosa Wagner ya escribió Maestros alemanes del Derecho Público en 2005 y Juristas y enseñanzas alemanas 1945-‍1975 en 2013.

NOTAS[Subir]

[1]

Stollberg-Rillinger, B. (2020), El Sacro Imperio Romano Germánico, Madrid, La esfera de los libros, pp. 137 y ss.