SUMARIO
  1. NOTAS

Estamos ante un trabajo de seis especialistas procedentes principalmente de los campos del derecho constitucional y de la historia del pensamiento político y aledaños (filosofía del derecho, historia del derecho), en los que se pone de manifiesto la necesaria interdisciplinariedad a la hora de abordar el concepto de tiempo en la historia y en el derecho. El propósito y la metodología empleada no son nuevos para ellos, puesto que uno de los impulsores de este libro es Javier Fernández Sebastián, quien dirige desde hace más de una década un vasto programa internacional de investigación en el ámbito iberoamericano, centrado en la historia de los conceptos («Iberconceptos»), bajo las premisas establecidas por el alemán Reinhart Koselleck, que sitúan en el centro de la comprensión y el análisis de lo histórico y lo social la historia de los conceptos y de sus campos semánticos relacionados y encerrados todos ellos en palabras, símbolos y metáforas. Su principal ámbito cronológico y espacial de investigación y conocimiento se sitúa en el vuelco histórico, político y epistemológico que condicionó, para todo Occidente, el ciclo que va de mediados del siglo xviii a mediados del xix, con la Revolución francesa de 1789 y, previa a ella, la independencia norteamericana declarada en 1776, con su Constitución de 1787, como ejes del cambio y sobre todo de la aceleración histórica que experimentan en esos momentos los conceptos políticos en liza. Durante ese periodo, realmente trascendental del desarrollo político de todos los países implicados, dichos conceptos[1] experimentarán un proceso marcado por cuatro criterios que, aunque sobradamente conocidos en historia de los conceptos, resulta necesario exponer al lector no iniciado que quiera adquirir los fundamentos de esta disciplina y que son: la democratización, puesto que empiezan a ser utilizados fuera de los círculos intelectuales por amplias capas de población implicadas en las transformaciones políticas y sociales del periodo; la ideologización, porque se cargarán de un grado de abstracción del que hasta entonces no disponían, convirtiéndose en lo que se denomina en historia conceptual singulares colectivos; la politización, porque se cargarán de un significado político distinto según la ideología que los utilice, esgrimiéndose así en las refriegas entre partidos, y la temporalización, puesto que se vuelven dinámicos y volubles dentro de su utilización en las distintas coyunturas políticas que atraviesan (pp. 155 y 171).

La historia de los conceptos se nutre de parámetros de comprensión como son los de espacio de experiencia y horizonte de expectativa, que nos remiten constantemente a un manejo del tiempo en todas sus dimensiones clásicas de pasado, presente y futuro. Y si tuviéramos que elegir un tema en el que todos los resultados obtenidos con esta metodología siempre se pondrían de acuerdo, sería el de anacronismo, esto es, la necesidad de tener en cuenta el contexto histórico en el que se producen los hechos que se analizan, con el afán de evitar atribuir un mismo significado a dos periodos completamente distintos, alejados entre sí en el tiempo. Pero, como bien se explica en el prólogo, escrito entre los dos directores del libro que presentamos, vivimos actualmente en una «crisis de temporalidad» en la que ya no es posible concebir el tiempo a la manera lineal típica del cristianismo, ni siquiera sumándole la concepción cíclica de la Antigüedad clásica. El epígrafe titulado «El tiempo histórico ya no es lo que era», del capítulo firmado por Fernández Sebastián, es suficientemente expresivo y demostrativo de la multiplicidad, simultaneidad e incluso inextricabilidad de concepciones del tiempo con las que el historiador tiene que contar para poder aspirar a comprender el momento histórico en el que vivimos, donde se empiezan a utilizar con toda naturalidad «imágenes geológicas, geométricas, pictóricas, hidráulicas, musicales, visuales o escriturales» del tiempo histórico que se concretan en «estratos, escalas, texturas hojaldradas, fractales, remolinos, polifonías, palimpsestos, caleidoscopios» que a su vez se traducen en nociones como órdenes del tiempo, regímenes de historicidad, culturas del tiempo, cronotopos, jardines temporales, temporalidades múltiples, regímenes historiográficos o relaciones con el pasado (pp. 94-95).

De este análisis del concepto del tiempo pasamos a su aplicación a las disciplinas del derecho y de la historia, no sin antes advertir que se trata de dos materias íntimamente relacionadas, contra lo que a primera vista pudiera parecer. No en vano el propio Koselleck intentó, al parecer sin éxito, «integrar la historia del derecho en los planes docentes de la historia general», como nos explica Faustino Oncina en su capítulo (p. 148). Y es que, como se dice en el prólogo, «los practicantes de ambas disciplinas compartimos cierta infraestructura epistémica y deontológica» (p. 14), que se concretaría en conceptos epistemológicos comunes como son los de hecho, imparcialidad (con la que se analizan sus derivados objetividad, neutralidad, equidad o ecuanimidad) y proceso, sin olvidarnos de elementos que asimilan los trabajos en ambos campos de conocimiento como son los de testigo, juicio y búsqueda de la verdad, hasta el punto de que en muchos aspectos las figuras del juez y del historiador discurrirían por trayectos paralelos en su desenvolvimiento e incluso la propia historia se podría concebir como una suerte de tribunal de la humanidad, del mismo modo que el derecho tampoco se entendería sin su comprensión histórica. No obstante, como bien se encarga de matizar Javier Fernández Sebastián, no podemos confundir la historia con el derecho, al menos en una cuestión fundamental: el derecho tiene que cerrar los casos de los que se ocupa, impartir sentencia, mientras que la historia siempre permanecerá abierta en sus conclusiones y aun tratándose de un mismo caso, que podrá ser reabierto de manera indefinida, por cada historiador que se acerque a su análisis y comprensión. No obstante, en este punto, hay casos en los que derecho e historia comparten una misma concepción del tiempo, o dicho de otro modo, en que el derecho se historiza, valga la expresión, en el sentido de que si no hay sentencia que lo cierre porque en su momento no fue juzgado, un caso puede permanecer abierto en el tiempo hasta que se juzgue sobre él. Pensemos, por ejemplo, en hechos de especial gravedad relativos al respeto a los derechos humanos, en particular al de la vida.

Los seis capítulos desarrollados en el presente libro podrían agruparse, en una primera clasificación básica de los mismos, en función de su adscripción respectiva al campo de la historia del pensamiento político y del derecho. Así, los firmados por Javier Fernández Sebastián («Pasado irreversible, pasado irrevocable. De historia, anacronismos, crímenes, memoria y olvido»), Faustino Oncina Coves («Historia conceptual y temporalidad en el derecho y la política: una cuestión filosófica desde Kant y Fichte al trasluz de Reinhart Koselleck») y Marcos Reguera («Una república contra el tiempo: los tres conceptos prefederalistas de constitución americana») irían al primer grupo, mientras que los de Josu de Miguel Bárcena («Tiempo y constitución: conceptos y metodología»), Ignacio Fernández Sarasola («Orígenes doctrinales de la “constitución generacional”») y Javier Tajadura Tejada («Derecho nuevo vs. derecho viejo: la sucesión de normas en el tiempo y el problema de la retroactividad») podrían adscribirse al segundo. Pero a nada que profundizamos en los mismos ya podemos establecer ciertas líneas transversales que los conectan a todos, dando una unidad a la obra que, si bien ya nos la anuncian en el prólogo los dos directores, podría resultar difícil de visualizar desde un principio.

La principal línea transversal que conecta casi todos los trabajos aquí presentados es la del tiempo en su relación con la constitución. Y esta última entendida tanto en su aspecto teórico como acudiendo a ejemplos históricos concretos. De acuerdo a esta cuestión, se conectarían los trabajos de Josu de Miguel, Ignacio Fernández Sarasola, Marcos Reguera y Javier Tajadura. En todos ellos se dilucidan las características de la dicotomía tiempo-constitución, diferenciándolos claramente de los otros dos trabajos, los de Javier Fernández Sebastián y Faustino Oncina, que abordan otras cuestiones paralelas o concomitantes en el ámbito del tiempo respecto de la historia y el derecho.

En la línea tiempo-constitución hay una primera aproximación, como decíamos, de orden teórico, en particular en Josu de Miguel y Javier Tajadura. Por ejemplo, ambos establecen sendas tipologías histórico-constitucionales que se podrían contrastar como mutuamente enriquecedoras o complementarias. Así, Josu de Miguel establece una tríada de desarrollo constitucional basada en la constitución de los antiguos, la constitución de los modernos y la constitución posmoderna, utilizando para ello los referentes de Aristóteles, Newton y Einstein respectivamente. Del mismo modo, Javier Tajadura nos habla de Estado jurisdiccional o medieval, Estado liberal o moderno y Estado constitucional o contemporáneo. De hecho, las dos tipologías se podrían alinear y/o superponer en el tiempo, de modo que podríamos empezar con la constitución de los antiguos, seguir con el Estado jurisdiccional del medievo, pasar a la constitución de los modernos en el Estado liberal y terminar con la constitución posmoderna en el Estado constitucional. A fin de cuentas, aunque Estado y constitución no sean lo mismo, desde el punto de vista del derecho se asimilan en muchos aspectos, sobre todo en las fases finales de sus desarrollos respectivos. Añadimos en este punto que, aunque el trabajo de Marcos Reguera toma por objeto de estudio el modelo constitucional norteamericano, el despliegue conceptual que establece y la profundidad histórica de que lo dota le hacen remontarse a la arquitectura jurídico-política de la antigüedad clásica (constitución de los antiguos) así como a los precursores del liberalismo, como Locke (constitución de los modernos), que complementan de modo muy eficaz la visión teórica arriba esbozada.

El momento más evidente en el que el tiempo ejerce su señorío sobre la constitución es el de su reforma, cuando el paso del tiempo y, con él, el cambio de las circunstancias de partida, hacen que la constitución requiera una suerte de aggiornamiento, más o menos profundo, en su articulado. Las propias constituciones también han ido previendo y adaptándose a esta posibilidad, por lo que cabe diferenciar, en el tiempo —siempre el tiempo como condicionante—, constituciones más o menos rígidas y constituciones más o menos flexibles, estableciéndose diferentes mecanismos en función de las distintas culturas políticas para que esa adaptación se pueda llevar a cabo. Y aquí entramos en la casuística o concreción constitucional, en la que sobresalen los dos casos pioneros de la historia del constitucionalismo, como son el norteamericano y el francés. Y son los artículos de Fernández Sarasola, donde trata a los teóricos franceses y norteamericanos, y de Marcos Reguera, que se centra en el caso norteamericano, pero estudiando, como hemos dicho antes, a sus precursores clásicos y modernos, los que profundizan en esos ejemplos, de manera que también se complementan mutuamente ante los ojos del lector.

Otro de los aspectos en los que el tiempo influye o interviene de manera muy llamativa en el derecho es el de la retroactividad de las normas, al que Javier Tajadura dedica lo sustancial de su trabajo, donde podemos encontrar un repaso histórico muy esclarecedor, que va desde el orden jurídico medieval, donde destacan episodios como las Constituciones de Melfi en Sicilia y la empresa unificadora de Alfonso X el Sabio en Castilla, hasta los órdenes jurídicos moderno y contemporáneo, caracterizados el primero por la retroactividad de las leyes y el segundo por la retroactividad de la constitución.

La dimensión temporal que le demos al análisis histórico respecto del presente en el que se sitúa el historiador ha llevado a que desde hace un par de décadas se haya manifestado especialmente activo un ámbito de la historiografía novedoso y hasta cierto punto propio de nuestro tiempo, como es el de la llamada memoria histórica. En este sentido, dos capítulos de los agrupados en este libro se ocupan directamente de esta cuestión. En especial la segunda parte del capítulo de Fernández Sebastián y, si no todo el capítulo de Fernández Sarasola, sí el motivo subyacente por el que lo ha escrito su autor. Fernández Sebastián se ocupa directamente de las diferencias entre historia y memoria, ofreciéndonos incluso un cuadro comparativo de extraordinaria utilidad para apreciar las diferencias y contrastes de todo tipo (temáticos, motivacionales, metodológicos y hasta geopolíticos) entre ambos (pp. 116-117). El autor incluso hace una incursión en la más rabiosa actualidad política española, propósito un tanto arriesgado y lleno de trampas que, no obstante, son sorteadas gracias al enorme bagaje documental y argumentativo de que dispone Fernández Sebastián, algo infrecuente en los abundantísimos debates a los que, sobre esta temática, estamos ya tan acostumbrados.

Fernández Sarasola, por su parte, analiza el concepto de constitución generacional, utilizando como motivo para su capítulo una reivindicación muy característica del partido español Unidas Podemos —fundado en 2016 y que hoy está presente en el Gobierno de coalición en España, bajo la dirección del socialista Pedro Sánchez, con el PSOE como partido mayoritario—, consistente en reclamar la reforma o revisión de la Constitución de 1978, piedra angular del llamado por ese partido «régimen del 78», dando para ello la razón de que cada generación debe de responsabilizarse del régimen político en el que vive, hasta el punto de tener que refundar el heredado de la generación anterior. Fernández Sarasola desmonta la originalidad de la reclamación, colocando su primera aparición nada menos que en uno de los padres fundadores del constitucionalismo estadounidense, Thomas Jefferson, en 1789, frente a la postura de Madison, contraria a esa permanente actualización generacional, a la que el autor suma los argumentos de Burke y Paine, entre otros. Indaga también en el concepto de generación política, propio de la Francia prerrevolucionaria, así como en las ideas al respecto de Sièyes o de alguien menos conocido, como Frochot. Fernández Sarasola concluye negando el sentido generacional de las constituciones, arguyendo para ello que eso contradiría el dogma de la soberanía, que no estaría obligada a cambiar la constitución por sistema, sino cuando realmente fuera necesario hacerlo, independientemente del número de generaciones que hayan pasado desde su primera elaboración. Y en concreto, para el caso de la Constitución española de 1978, el autor resalta que su procedimiento de reforma admite incluso su enmienda total, «algo que no reconocen Estados tan avanzados, y con tanta tradición constitucional, como Francia y Alemania» (p. 90).

El capítulo de Faustino Oncina lo hemos dejado para el final, aunque nos hemos referido a él en alguna ocasión en las líneas precedentes. Y ello es así porque, aun situándose en la misma línea de historia del pensamiento político que los de Javier Fernández Sebastián y Marcos Reguera, como ya dijimos, en su caso entra en un análisis de alta filosofía alemana, con manejo solvente de fuentes originales. Estamos ante un autor que conoce los fundamentos filosóficos de la historia conceptual como pocos, proporcionándole al libro que nos ocupa una garantía añadida en cuanto a su solvencia teórica. Resaltaría dos citas de su capítulo. Primero empiezo por la que cierra su texto: «En todos los historiadores conceptuales de linaje germano, desde la variante hermenéutica a la ritteriana, y de manera notoria en la koselleckiana, la estabilidad prima sobre la fugacidad y la duración es la condición de posibilidad de la singularidad, la conservación de la innovación, navegando entre la Escila de la atrofia de lo inmutable y la hipertrofia de lo volátil». Oncina resalta un aspecto tan poco apreciado de la historia —en este caso de la historia escrita, no de la vivida, aunque bien mirado es propio de las dos— como es el de su intrínseca ambigüedad. La verdadera historia por definición debe ser ambigua, relativa, multiforme, en el sentido en que, como diría Montaigne, «chaque homme porte la forme entière de l’humaine condition». En este caso, referido a Fichte que, junto con Kant —y atreverse con estos dos autores a la vez, como hace Oncina en su capítulo, no está al alcance de cualquiera—, forma el núcleo argumentativo de su trabajo: «Fichte parece haber aprendido que para ser progresista tiene que ser conservador».

Espero que con esta recensión el lector encuentre al menos algún motivo para acercarse a este libro, Tiempos de la Historia, tiempos del Derecho, que, como hemos intentado argumentar, encierra una serie de claves necesarias para comprender los «tiempos de la política» que nos ha tocado vivir.

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[1]

Los primeros conceptos manejados por el proyecto de investigación «Iberconceptos», al que hemos hecho referencia, dirigido por Javier Fernández Sebastián, fueron, en una primera fase («Iberconceptos I»), los de América/americano, ciudadano/vecino, constitución, federación/federalismo, historia, liberal/liberalismo, nación, opinión pública, pueblo/pueblos y república/republicano. Los resultados integrados de todos los equipos de investigación participantes en los mismos, pertenecientes a España, Portugal y la mayor parte de los países de América Latina, se publicaron en el Diccionario político y social del mundo iberoamericano. Iberconceptos I, en 2009. En la segunda fase («Iberconceptos II»), los conceptos fueron los de civilización, democracia, Estado, independencia, libertad, orden, partido, patria, revolución y soberanía, elaborados también con la misma metodología, por equipos de trabajo transversales a cada uno de ellos, integrados por miembros de todos los grupos nacionales implicados, y publicados de manera individualizada para cada concepto en una obra colectiva en diez volúmenes, que fue el Diccionario político y social del mundo iberoamericano. Iberconceptos II, aparecido en 2014 en una edición que, por cierto, consiguió el premio a la mejor coedición interuniversitaria en los XVIII Premios Nacionales de Edición Universitaria (2014) de la Unión de Editoriales Universitarias (UNE).