Siegfried Kracauer (1899-1966) es un autor relativamente poco visitado por los lectores de lengua española que cultivan la teoría, la ciencia y la filosofía política. Es mucho más conocido, sin embargo, entre los teóricos del arte y, en particular, del cine. Su libro más consultado es, sin duda,
Kracauer disponía de una sólida formación técnica: estudió arquitectura, se doctoró como ingeniero y trabajó como arquitecto hasta 1920. Su pasión intelectual era, sin embargo, la filosofía y la por entonces naciente sociología. Desde 1921 se dedicó fundamentalmente al periodismo y de 1930 a 1933 dirigió la redacción del suplemento cultural
Hasta no hace mucho, y no solo para el público español, era prácticamente imposible hacerse una visión unitaria de la fragmentaria obra de Kracauer, en la que se evidencia su enorme variedad de intereses y estilos, que van desde la novela hasta los ensayos, pasando por las críticas literarias y los reportajes periodísticos sobre los más diversos temas, incluidos los detalles más ínfimos e inadvertidos de la vida cotidiana. Ya entrados en este nuevo siglo, esta carencia la ha cubierto por fin la reputada editorial germana Suhrkamp con la publicación en nueve volúmenes del conjunto de sus escritos. Gracias a este considerable esfuerzo de recuperación han salido a la luz textos hasta ahora inéditos. Este sería precisamente el caso de
Como señalan Casquete y Stiegler en sus respectivos estudios, la intrahistoria de esta monografía de Kracauer tiene mucho de culebrón. Su gestación y, sobre todo, su edición, fue accidentada y estuvo preñada de mezquinos ajustes de cuentas, secuelas de las turbulentas relaciones que Kracauer mantenía con los miembros más destacados de la teoría crítica, en especial, de la «tormentosa amistad» con Adorno, tal como bien consigna Martin Jay (
A Kracauer, que no pasaba de ser un viejo amigo no siempre apreciado de ese peculiar círculo académico, Horkheimer le exigió de entrada una propuesta formal
Si bien de manera no explícita, el texto de Kracauer fue rechazado por razones tácticas; no por su moderación, sino por su presunto radicalismo marxista. Resultaba perturbadora la proliferación de términos como «fascismo» o «comunismo» a lo largo del escrito, pues, según lo veían Horkheimer y Adorno, complicaba la pretensión de respetabilidad que la dirección del Instituto estaba empeñada en adquirir en su nueva y forzada ubicación neoyorquina. La amputada versión de Adorno distaba tanto del original que Kracauer no tuvo por menos que escribirle lo siguiente en una carta fechada en agosto de 1938: «No has editado realmente mi manuscrito, sino que lo has utilizado como base para un nuevo trabajo». Su pensamiento quedaba compendiado de tal manera que él ya no se reconocía en el texto. Resulta sintomático el modo en que arranca la nueva versión: «El ensayo parte de la base de que la propaganda se hace necesaria para generar una apariencia de superación de los antagonismos de intereses irreconciliables en los estados autoritarios. La propaganda sirve a la «reproducción de la estupidez»» (p. 231). Alérgico como era a los rígidos estuches categoriales, Kracauer consideraba, no sin razón, que atender a las sugerencias de Adorno le conduciría a tener que explicar demasiado los fenómenos en términos conceptuales, con el consiguiente detrimento del carácter concreto de su análisis y, por ende, de su fuerza descriptiva. Resulta fácil entender, como señala Enzo Traverso (
El libro tiene ciertas limitaciones, en la medida en que presta atención preferente a la variante alemana del totalitarismo, aunque incluye algunas observaciones puntuales sobre el fascismo italiano. Las fuentes primarias más frecuentadas son Goebbels y, sobre todo, Hitler. En comparación, las remisiones a Mussolini son prácticamente marginales. Entre los autores académicos más citados destacan Ignazio Silone (cuyo libro
El marxismo que de algún modo profesaba Kracauer era, como Adorno había advertido, bastante heterodoxo, un marxismo con ciertos tintes liberales. No obstante, al menos durante la etapa de redacción de este ensayo, argumenta en términos propios de esa escuela de pensamiento. En su análisis, sin demasiados datos, se centra en el crucial papel desempeñado por las clases medias en el ascenso del nazismo al poder, una observación que estudios posteriores han refrendado. Por lo demás, el marxismo latente se mostraba en el punto relevante de su largo artículo: en el esclarecimiento teórico de la génesis, función y estructura de la propaganda nacionalsocialista. El resultado de ese empeño es un auténtico tratado de sociología política presentado como la explicitación de un
Una de las tesis fundamentales del texto de Kracauer es la idea de que el «fascismo» —y aquí equivale a decir nacionalsocialismo— constituía tan solo una «solución aparente» para el mantenimiento de la economía capitalista amenazada por consecutivas crisis. El objetivo no era otro que reintegrar en el sistema a las masas en rebeldía. Con ese fin, según Kracauer, el fascismo desplegaba dos potentes instrumentos: el terror, empleado reiteradamente sobre todo en la fase de ascenso al poder; y la propaganda, cuyo persistente ejercicio no concluye tras la toma del poder, momento en que pasa a ser propaganda totalitaria (p. 140).
Anticipando los estudios de Adorno y Horkheimer acerca de la industria cultural y la crítica a la sociedad unidimensional efectuada por Marcuse, Kracauer observa el carácter absolutamente manipulador que, so capa de estetización de la política, adquieren los productos de propaganda puestos en circulación por los regímenes totalitarios (de cuya atracción fatal, por cierto, tampoco están exentas las instituciones y los partidos democráticos). Dichos regímenes supieron explotar los recursos que detentaban para «fascinar estéticamente» (p. 82). Este empeño por estetizar la política pasaba por «anestesiar a las masas» y convertirlas en ornamento y objeto de culto (pp. 82, 111), un singular culto que se escenificaba en el espacio público adoptando un carácter ritual, ceremonial incluso: concentraciones de masas, desfiles con antorchas, cánticos, etc. Para su exaltación no se escamoteaban ninguno de los medios que aportaban las últimas tecnologías: el Ministerio para la Ilustración Popular y la Propaganda dirigido por Goebbels explotaba los haces luminosos, los aviones y, muy particularmente, la radio (ese «altavoz de los dirigentes para modelar la gran masa», p. 115) y el cine. Esta aproximación culturalista emprendida por Kracauer, coincidente en no pocos aspectos con la movilizada por Benjamin, constituía una novedosa perspectiva para analizar el régimen nazi, algo que Adorno, en su poco condescendiente dictamen, no tiene empacho en reconocer: «La detenida descripción del mecanismo de propaganda fascista puede ayudar a desconfiar de una concepción ingenuamente economicista que frena al marxismo en su estado actual» (p. 228). Entramos aquí en lo que quizás sea el meollo de este libro. Como señala Casquete en su magistral estudio introductorio, «la originalidad del enfoque de Kracauer estriba […] en que trasciende una visión instrumentalista de la propaganda totalitaria para indagar en el modo en que esta altera la “estructura psico-física del hombre” y aspira a una revolución antropológica que altere la percepción que el individuo tiene de la realidad hasta conseguir que este renuncie a su autonomía en aras de su sometimiento de grado a la condición de eslabón de la “comunidad nacional”» (p. 17).
Desde las formaciones totalitarias, la propaganda se concibe como el medio idóneo para superar las trabas que se interponen en el camino al poder: «Quien quiere el poder debe ganarse a las masas» y para ello no basta solo con la pura violencia, sino que es preciso movilizar una «capacidad de influencia anímica» (p. 52). La propaganda totalitaria —que no es sino el arte de pulsar las fibras emocionales del público— conoce los distintos mecanismos psicológicos y explota la disposición de la gran masa a dejarse influir, a ser objeto de sugestión (p. 100). En ningún caso se busca el debate, sino la adhesión entusiasta. De ahí que «el objetivo de Hitler no [sea] alejar a las masas de una opinión errónea y guiarlas hacia una adecuada, sino que para él se trata tan solo de cautivar anímicamente a las masas» (p. 52). Algo que el líder nazi tenía muy claro es su camino de acceso al poder y que no se cansaba de repetir con insuperable claridad: «¡Propaganda, propaganda, ahora depende todo de la propaganda!» (pp. 53 y 56). «La propaganda es un arte», resaltaba Goebbels, pero también un truco (p. 61). Las cínicas citas de Hitler y Goebbels que salpican el texto de Kracauer están siempre seleccionadas para mostrar los objetivos que sin reparo alguno perseguían los líderes nazis.
En un desdeñoso distanciamiento de la tradición ilustrada, los totalitarismos se caracterizan por su difícil trato con la verdad. Como señalaba Hitler en
La actual constelación sociopolítica ofrece una nueva posibilidad de actualización de las tesis sobre la propaganda totalitaria desarrolladas por Kracauer. Mantienen, sin duda, su capacidad desenmascaradora en el contexto actual en el que se prima la comunicación política y el espectáculo en aras de la gestión. En tiempos de