Siegfried Kracauer (1899-‍1966) es un autor relativamente poco visitado por los lectores de lengua española que cultivan la teoría, la ciencia y la filosofía política. Es mucho más conocido, sin embargo, entre los teóricos del arte y, en particular, del cine. Su libro más consultado es, sin duda, De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán (1947), una suerte de biblia para numerosos cinéfilos. Pese a su subtítulo, se trata de una señera aportación a la sociología del arte que, según Habermas, coloca a su autor a la misma altura de Lukács o Adorno. Sea como fuera, en este y otros ensayos Kracauer se muestra como un brillante analista de las prácticas propagandísticas en películas, emisiones de radio y anuncios publicitarios. En español, entre otros títulos suyos, también está accesible Los empleados, una fascinante monografía sobre la clase emergente de los trabajadores de cuello blanco publicada en 1930, que se encuentra entre los primeros estudios alemanes de sociología empírica de carácter cualitativo.

Kracauer disponía de una sólida formación técnica: estudió arquitectura, se doctoró como ingeniero y trabajó como arquitecto hasta 1920. Su pasión intelectual era, sin embargo, la filosofía y la por entonces naciente sociología. Desde 1921 se dedicó fundamentalmente al periodismo y de 1930 a 1933 dirigió la redacción del suplemento cultural (feuilleton) del Frankfurter Zeitung, un diario demócrata y liberal, pero no adscrito a partido alguno. Esta última circunstancia no le evitó la inquina de Hitler: a ningún otro periódico le dedicó más espacio e insultos en Mein Kampf. Para el líder nazi dicho diario era la más conspicua expresión de la Judenpresse. Los miles de artículos que Kracauer publicó en sus páginas le ameritan como una de las figuras más brillantes del periodismo durante la República de Weimar. Una carrera que se vio truncada por el ascenso al poder de los nazis y el subsiguiente exilio obligado por su doble condición de judío e intelectual izquierdista.

Hasta no hace mucho, y no solo para el público español, era prácticamente imposible hacerse una visión unitaria de la fragmentaria obra de Kracauer, en la que se evidencia su enorme variedad de intereses y estilos, que van desde la novela hasta los ensayos, pasando por las críticas literarias y los reportajes periodísticos sobre los más diversos temas, incluidos los detalles más ínfimos e inadvertidos de la vida cotidiana. Ya entrados en este nuevo siglo, esta carencia la ha cubierto por fin la reputada editorial germana Suhrkamp con la publicación en nueve volúmenes del conjunto de sus escritos. Gracias a este considerable esfuerzo de recuperación han salido a la luz textos hasta ahora inéditos. Este sería precisamente el caso de Propaganda totalitaria, que apareció publicado por primera vez en 2012 en el último volumen de las obras completas, en aquel en el que se reúnen los estudios sobre medios de masa y propaganda, laboriosa edición que corrió a cargo de Christian Fleck y Bernd Stiegler. Desde entonces el texto alemán objeto de la presente edición no había sido traducido a ninguna otra lengua. La encomiable iniciativa de Jesús Casquete, con su acreditado olfato para descubrir tesoros, lo pone ahora a disposición del lector en español. Por su parte, Ibon Zubiaur logra combinar fidelidad y fluidez en su versión, haciendo relativamente fácil un texto que somete a constantes desafíos al mejor traductor. El volumen se articula en cinco partes: 1) el estudio preliminar de Jesús Casquete titulado «Siegfried Kracauer y la propaganda nazi»; 2) el texto de Kracauer que da título a esta edición, así como las extensas, pero aclaratorias notas; 3) el informe de Theodor W. Adorno sobre el trabajo de Kracauer; 4) la versión «resumida» del texto original de Kracauer elaborada también por Adorno, y 5) el epílogo redactado por Bernd Stiegler sobre la génesis del texto. Materiales que sirven para contextualizar cabalmente el texto central y dotar de mayor valor a esta edición en castellano.

Como señalan Casquete y Stiegler en sus respectivos estudios, la intrahistoria de esta monografía de Kracauer tiene mucho de culebrón. Su gestación y, sobre todo, su edición, fue accidentada y estuvo preñada de mezquinos ajustes de cuentas, secuelas de las turbulentas relaciones que Kracauer mantenía con los miembros más destacados de la teoría crítica, en especial, de la «tormentosa amistad» con Adorno, tal como bien consigna Martin Jay (Exilios permanentes, Buenos Aires, 2017, pp. 305-327). Para resumir, la iniciativa de la fallida publicación partió de Max Horkheimer, quien en 1936 solicitó a Kracauer un artículo para la Zeitschrift für Sozialforschung, el órgano de expresión del Institut für Sozialforschung, que por esas fechas, tras tener que abandonar Fráncfort y hacer escala en Ginebra, ya se encontraba instalado en Nueva York.

A Kracauer, que no pasaba de ser un viejo amigo no siempre apreciado de ese peculiar círculo académico, Horkheimer le exigió de entrada una propuesta formal (exposé) como condición para dar vía libre al proyecto y, sobre todo, para financiarlo, algo imprescindible en la precaria economía de un exiliado sin recursos y privado de cualquier amparo institucional. Una vez que entre julio de 1937 y abril de 1938 Kracauer elaboró el ensayo prometido, de mucha mayor extensión que la inicialmente ajustada, Adorno se encargó de emitir un dictamen, en el que vierte toda una sarta de improperios y reproches que podrían resumirse en «no es uno de los nuestros», caracterización que no hacía sino añadir sal a la herida de quien experimentaba la poca envidiable posición de expatriado forzoso, de completo outsider. Adorno le tacha además de diletante, de elaborar, en definitiva, un texto repleto de ocurrencias (pp. 227-229). Apenas repara en la falta relativa de fuentes a las que el autor puede acceder en medio de su exilio parisino, sin cobertura académica alguna y, por supuesto, desprovisto de su biblioteca particular. Aunque, en coherencia con el informe, la señalada Zeitschrift desechó publicar la versión íntegra del artículo, Adorno asumió el encargo de resumirlo o, más bien, de reelaborarlo.

Si bien de manera no explícita, el texto de Kracauer fue rechazado por razones tácticas; no por su moderación, sino por su presunto radicalismo marxista. Resultaba perturbadora la proliferación de términos como «fascismo» o «comunismo» a lo largo del escrito, pues, según lo veían Horkheimer y Adorno, complicaba la pretensión de respetabilidad que la dirección del Instituto estaba empeñada en adquirir en su nueva y forzada ubicación neoyorquina. La amputada versión de Adorno distaba tanto del original que Kracauer no tuvo por menos que escribirle lo siguiente en una carta fechada en agosto de 1938: «No has editado realmente mi manuscrito, sino que lo has utilizado como base para un nuevo trabajo». Su pensamiento quedaba compendiado de tal manera que él ya no se reconocía en el texto. Resulta sintomático el modo en que arranca la nueva versión: «El ensayo parte de la base de que la propaganda se hace necesaria para generar una apariencia de superación de los antagonismos de intereses irreconciliables en los estados autoritarios. La propaganda sirve a la «reproducción de la estupidez»» (p. 231). Alérgico como era a los rígidos estuches categoriales, Kracauer consideraba, no sin razón, que atender a las sugerencias de Adorno le conduciría a tener que explicar demasiado los fenómenos en términos conceptuales, con el consiguiente detrimento del carácter concreto de su análisis y, por ende, de su fuerza descriptiva. Resulta fácil entender, como señala Enzo Traverso (Siegfried Kracauer. Itinerario de un intelectual nómada, Valencia, 1988, p. 156), lo frustrante que sería para Kracauer «ver sus textos revisados y censurados por su antiguo “alumno”». Las enmiendas editoriales realizadas por Adorno eran de tal magnitud, que Kracauer, con enorme disgusto, acabó retirando el artículo.

El libro tiene ciertas limitaciones, en la medida en que presta atención preferente a la variante alemana del totalitarismo, aunque incluye algunas observaciones puntuales sobre el fascismo italiano. Las fuentes primarias más frecuentadas son Goebbels y, sobre todo, Hitler. En comparación, las remisiones a Mussolini son prácticamente marginales. Entre los autores académicos más citados destacan Ignazio Silone (cuyo libro Der Fascismus le sirve a Kracauer de referente único, casi exclusivo, para el caso italiano), Arthur Rosenberg y Max Horkheimer, al quien le lanza reiterados guiños de halago. Entre otras, La rebelión de las masas de Ortega también se encuentra entre las referencias manejadas. Pese al rigor de sus análisis, la documentación que exhibe Kracauer es obviamente escasa si la comparamos con la que disponemos actualmente. Pero, por eso mismo, su trabajo tiene el valor de una indagación original y sagaz hecha al calor de los acontecimientos y sin la arrogancia de los nacidos después. Es también un cualificado testimonio de la radical ruptura histórica que representaron en su momento tanto el fascismo como el nacionalsocialismo.

El marxismo que de algún modo profesaba Kracauer era, como Adorno había advertido, bastante heterodoxo, un marxismo con ciertos tintes liberales. No obstante, al menos durante la etapa de redacción de este ensayo, argumenta en términos propios de esa escuela de pensamiento. En su análisis, sin demasiados datos, se centra en el crucial papel desempeñado por las clases medias en el ascenso del nazismo al poder, una observación que estudios posteriores han refrendado. Por lo demás, el marxismo latente se mostraba en el punto relevante de su largo artículo: en el esclarecimiento teórico de la génesis, función y estructura de la propaganda nacionalsocialista. El resultado de ese empeño es un auténtico tratado de sociología política presentado como la explicitación de un proceso de desenmascaramiento, tal como se desprende de esta programática frase con la que Kracauer comienza su estudio: «No entenderemos lo que realmente ocurre en la historia si nos tomamos al pie de la letra los eslóganes políticos y las convicciones exhibidas» (p. 35). Analizar la máscara y ejercitar la sospecha —en línea con la crítica marxista de la ideología— resulta crucial para desenmascarar quién y qué se oculta tras la publicidad y el marketing electoral, los lenguajes habituales de la comunicación política.

Una de las tesis fundamentales del texto de Kracauer es la idea de que el «fascismo» —y aquí equivale a decir nacionalsocialismo— constituía tan solo una «solución aparente» para el mantenimiento de la economía capitalista amenazada por consecutivas crisis. El objetivo no era otro que reintegrar en el sistema a las masas en rebeldía. Con ese fin, según Kracauer, el fascismo desplegaba dos potentes instrumentos: el terror, empleado reiteradamente sobre todo en la fase de ascenso al poder; y la propaganda, cuyo persistente ejercicio no concluye tras la toma del poder, momento en que pasa a ser propaganda totalitaria (p. 140).

Anticipando los estudios de Adorno y Horkheimer acerca de la industria cultural y la crítica a la sociedad unidimensional efectuada por Marcuse, Kracauer observa el carácter absolutamente manipulador que, so capa de estetización de la política, adquieren los productos de propaganda puestos en circulación por los regímenes totalitarios (de cuya atracción fatal, por cierto, tampoco están exentas las instituciones y los partidos democráticos). Dichos regímenes supieron explotar los recursos que detentaban para «fascinar estéticamente» (p. 82). Este empeño por estetizar la política pasaba por «anestesiar a las masas» y convertirlas en ornamento y objeto de culto (pp. 82, 111), un singular culto que se escenificaba en el espacio público adoptando un carácter ritual, ceremonial incluso: concentraciones de masas, desfiles con antorchas, cánticos, etc. Para su exaltación no se escamoteaban ninguno de los medios que aportaban las últimas tecnologías: el Ministerio para la Ilustración Popular y la Propaganda dirigido por Goebbels explotaba los haces luminosos, los aviones y, muy particularmente, la radio (ese «altavoz de los dirigentes para modelar la gran masa», p. 115) y el cine. Esta aproximación culturalista emprendida por Kracauer, coincidente en no pocos aspectos con la movilizada por Benjamin, constituía una novedosa perspectiva para analizar el régimen nazi, algo que Adorno, en su poco condescendiente dictamen, no tiene empacho en reconocer: «La detenida descripción del mecanismo de propaganda fascista puede ayudar a desconfiar de una concepción ingenuamente economicista que frena al marxismo en su estado actual» (p. 228). Entramos aquí en lo que quizás sea el meollo de este libro. Como señala Casquete en su magistral estudio introductorio, «la originalidad del enfoque de Kracauer estriba […] en que trasciende una visión instrumentalista de la propaganda totalitaria para indagar en el modo en que esta altera la “estructura psico-física del hombre” y aspira a una revolución antropológica que altere la percepción que el individuo tiene de la realidad hasta conseguir que este renuncie a su autonomía en aras de su sometimiento de grado a la condición de eslabón de la “comunidad nacional”» (p. 17).

Desde las formaciones totalitarias, la propaganda se concibe como el medio idóneo para superar las trabas que se interponen en el camino al poder: «Quien quiere el poder debe ganarse a las masas» y para ello no basta solo con la pura violencia, sino que es preciso movilizar una «capacidad de influencia anímica» (p. 52). La propaganda totalitaria —que no es sino el arte de pulsar las fibras emocionales del público— conoce los distintos mecanismos psicológicos y explota la disposición de la gran masa a dejarse influir, a ser objeto de sugestión (p. 100). En ningún caso se busca el debate, sino la adhesión entusiasta. De ahí que «el objetivo de Hitler no [sea] alejar a las masas de una opinión errónea y guiarlas hacia una adecuada, sino que para él se trata tan solo de cautivar anímicamente a las masas» (p. 52). Algo que el líder nazi tenía muy claro es su camino de acceso al poder y que no se cansaba de repetir con insuperable claridad: «¡Propaganda, propaganda, ahora depende todo de la propaganda!» (pp. 53 y 56). «La propaganda es un arte», resaltaba Goebbels, pero también un truco (p. 61). Las cínicas citas de Hitler y Goebbels que salpican el texto de Kracauer están siempre seleccionadas para mostrar los objetivos que sin reparo alguno perseguían los líderes nazis.

En un desdeñoso distanciamiento de la tradición ilustrada, los totalitarismos se caracterizan por su difícil trato con la verdad. Como señalaba Hitler en Mein Kampf: «No compete a la propaganda, por ejemplo, contrastar los distintos argumentos, sino subrayar exclusivamente el propio. […] No tiene que buscar de forma objetiva la verdad» (p. 24, nota 54). Lo que está en juego era conquistar los corazones de la gente, no estimular el intelecto. La audiencia de un mitin no espera ni quiere oír la verdad sobre un rival, y cuanto más se la manipule y tergiverse, más entusiasmada le escuchará o lo leerá. El resultado es un círculo vicioso cuya víctima primera es la verdad. Para ello la propaganda ha de ser eficaz y ello solo se logra, según Hitler, si se limita «a muy pocos puntos y explotar estos como eslóganes hasta que incluso el último sea capaz de entender lo deseado en esa frase» (p. 69). Crucial es, pues, que lo pueda captar hasta «el último», esto es, hasta «el más lerdo», como precisa Goebbels. Por tanto, concisión e insistencia en pocos puntos, pero claros y fácilmente inteligibles. Todo en aras del mismo objetivo: «O bien consigue la movilización de las masas, o no consigue nada» (p. 67).

La actual constelación sociopolítica ofrece una nueva posibilidad de actualización de las tesis sobre la propaganda totalitaria desarrolladas por Kracauer. Mantienen, sin duda, su capacidad desenmascaradora en el contexto actual en el que se prima la comunicación política y el espectáculo en aras de la gestión. En tiempos de fake news y de consignas facilonas, en los que cualquier matiz queda laminado, un libro como este aporta criterio para orientarse en la maraña de manipulación informativa que nos envuelve. No pocos pasajes del estudio de Kracauer parecen reflexiones inspiradas en lo que viene sucediendo estos últimos años y corroboran que las claves de la propaganda apenas han variado. Así, por ejemplo, la extraordinaria difusión actual de posiciones nacionalpopulistas tiene bastante o mucho que ver con aquella forma de estimulación de respuestas condicionadas que explotaron los totalitarismos de entreguerras. Aunque no se puede ignorar que determinadas consideraciones de Kracauer poseen un innegable índice temporal, sigue siendo esclarecedora la profundidad analítica del filósofo y del sociólogo de la que hacía gala.