I. No hay dudas de que la nueva integración de la Corte Suprema de Justicia de Argentina (CSJN o Corte Suprema) ha sido un factor determinante para la mutación de la doctrina constitucional que el tribunal mantenía hasta hace unos años. A partir de 2016, la designación de los jueces Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti rompió el equilibrio que existía sobre algunas definiciones interpretativas importantes, construidas y consolidadas durante más de una década. En poco más de dos años esos consensos se desarmaron. A través de una serie de casos de insoslayable relevancia jurídica, política y social, la Corte dio a conocer su nuevo pensamiento constitucional. Estas circunstancias hacen que el título de esta obra colectiva, dirigida por el joven constitucionalista Gonzalo Gabriel Carranza, no haya sido para nada antojadizo. A lo largo de cinco capítulos, el libro analiza seis sentencias de la CSJN de forma pormenorizada y con un profundo examen crítico. La elección de los casos que se estudian tampoco ha sido casual. Por el contrario, representan hitos trascendentales de esta nueva etapa de justicia constitucional en Argentina. Discusiones que se pensaban zanjadas, como el valor jurídico en el derecho interno de las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) o la posibilidad de la Corte Suprema de dejar sin efecto sus propias decisiones a partir de lo dispuesto en un proceso internacional. Otras temáticas desencadenaron hondas discusiones no solo jurídicas, sino también políticas y sociales, como la constitucionalidad de ciertos beneficios penales para acusados por delitos de lesa humanidad. Algunos debates estaban casi olvidados, como la constitucionalidad de la enseñanza religiosa en el marco de la educación pública. Otros generaban rispideces y paradojas, como la (in)constitucionalidad de la propia Constitución, al hilo del límite etario que esta fija a los jueces del alto tribunal. Cuestiones todas, como puede advertirse, de una relevancia innegable y de sobrada enjundia jurídica.

Antes de reseñar el contenido del libro, me permito destacar una serie de lugares comunes que vinculan tanto a quien ha dirigido el trabajo como al resto de los autores. Se trata de brillantes y jóvenes constitucionalistas argentinos que durante largo tiempo han estrechado lazos y forjado su formación académica en ambos lados del Atlántico. Los integrantes de este grupo se iniciaron como juristas e investigadores en diversas universidades públicas de Argentina. Decidieron, luego, profundizar esa formación en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (CEPC), cursando el prestigioso Máster Universitario en Derecho Constitucional que se imparte en Madrid. Algunos también transitaron por la Universidad Autónoma de Madrid y por el Servicio de Doctrina del Tribunal Constitucional, lo cual nos permitió —en ambos sitios— compartir experiencias y debatir ideas. Esta convergencia entre su vinculación académica y una notable formación constitucional ha dado como resultado un grupo de investigación serio, dedicado e innovador. Su capital más valioso, estoy seguro, es una frescura de ideas y un análisis crítico del derecho que solo se permiten los verdaderos pensadores.

II. Los dos primeros capítulos están a cargo de Juan Santiago Ylarri y de Ignacio Vázquez, respectivamente, quienes abordan de manera detallada las diferentes aristas de la sentencia de la Corte Suprema en el caso Fontevecchia. Se trata, sin lugar a duda, de una decisión que causó, además de un fuerte cimbronazo jurídico-político, las más diversas opiniones académicas. La sentencia declaró que, a pesar de lo que había resuelto la Corte IDH, no correspondía dejar sin efecto una sentencia que la propia Corte Suprema había emitido años atrás, en la misma causa. Entre otras cosas, argumentó que lo contrario significaría conceder a la Corte IDH la facultad de revisar las sentencias del máximo tribunal argentino, a la sazón como un tribunal de alzada o de cuarta instancia, posición que de ninguna manera le corresponde.

El contrapunto entre Vázquez e Ylarri es una muestra clara de los desacuerdos que han aflorado dentro del constitucionalismo argentino. Si bien ambos concuerdan en la necesidad de un diálogo razonado y prudente entre la jurisdicción interna y los tribunales internacionales, sus posturas sobre el fondo de la decisión se distancian. Por un lado, Ylarri defiende tanto el fallo como la ratio decidendi de la sentencia. Sostiene que, de haber estimado la petición, la CSJN habría vulnerado los derechos adquiridos por las personas que no participaron en el proceso internacional y que se habrían perjudicado con la revocación de la primera sentencia. El autor coincide en que la Corte IDH no puede dejar sin efecto una sentencia de la Corte Suprema argentina. Ello transformaría a San José en un tribunal de cuarta instancia, posición que no puede arrogarse dentro de los límites fijados por la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) y por la propia Constitución. Luego de repasar casi tres décadas de precedentes de la CSJN sobre la interacción entre derecho internacional y derecho interno, sugiere que no existe una doctrina constitucional continua y uniforme al respecto, sino más bien confusa y errante. En su opinión, esta sentencia viene a ordenar este panorama equívoco, a poner las cosas en su lugar.

En el otro extremo, Vázquez critica la posición de la CSJN en Fontevecchia, la que califica de un viraje preocupante. El autor observa una ruptura con una doctrina constitucional homogénea que, hasta ese momento, asignaba a los tratados de derechos humanos y a la jurisprudencia de la Corte IDH un papel fundamental e ineludible en el derecho interno. A su juicio, resulta equivocado privar a las sentencias de San José de un valor jurídico vinculante y obligatorio, sobre todo considerando la jerarquía constitucional de la CADH. De la misma forma, advierte un uso incorrecto que la CSJN habría hecho del margen de apreciación, ya que intenta fundamentar la decisión en un concepto errado de soberanía estatal. Vázquez concluye que aún es pronto para ser alarmistas por lo resuelto en esta sentencia. Sin embargo, propone un mayor esfuerzo argumentativo de la Corte Suprema y una rectificación del rumbo en relación con el estatus que la Constitución argentina asigna en la actualidad al derecho internacional.

III. En el tercer capítulo, Gonzalo Gabriel Carranza se adentra en el debate sobre la constitucionalidad de la Constitución, a propósito del caso Schiffrin. En esta sentencia, la Corte Suprema modificó su doctrina sobre el límite de edad —75 años— que la Constitución fija a sus integrantes para permanecer en el cargo. Se trata de un tema fundamental, por cuanto la interpretación anterior había llevado a la Corte a declarar la inconstitucionalidad de un precepto de la Constitución, lo que permitió al exjuez Carlos Fayt —no sin gran polémica— mantener su cargo hasta los 97 años. A mi juicio, el análisis que ofrece Carranza tiene un gran atractivo por dos razones: su claridad y su minuciosidad. En primer lugar, desarrolla la posición que mantenía la Corte y examina el cambio que efectúa a partir del fallo Schiffrin. Según su mirada, este cambio de dirección también se explica por la nueva integración del tribunal que, en sus palabras, ha generado una «nueva oleada de interpretación constitucional». En segundo lugar, el estudio se detiene en forma meticulosa en los razonamientos jurídicos más relevantes de cada voto particular, técnica que el autor entiende cardinal para comprender los alcances de la decisión que se adopta. A su juicio, la doctrina de la Corte a partir de este precedente otorga una gran certeza constitucional —que la Constitución argentina es, en su totalidad, constitucional—, lo que sin duda fortalece la seguridad jurídica del ordenamiento.

IV. Gustavo de la Orden se refiere, en el capítulo cuarto, a la zigzagueante doctrina de la Corte Suprema en los casos Muiña y Batalla. Ambas sentencias significaron un verdadero camino de ida y vuelta en la constitucionalidad de aplicar ciertos beneficios penales para contabilizar la prisión preventiva —la regla conocida como el «2x1»— para acusados de crímenes de lesa humanidad. El fallo Muiña —que en este recorrido errante representa el camino de ida— generó aún más discusiones que Fontevecchia. El autor no duda en calificar este giro como una verdadera ruptura de la Corte con una jurisprudencia consolidada en la materia. Incluso algunas voces relevantes —como el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS)— lo interpretaron como una «forma de impunidad» de cara a los procesos de enjuiciamiento de los crímenes de la dictadura. A fin de cuentas, lo que latía bajo la superficie era la responsabilidad internacional del Estado por no aplicar los estándares de derecho internacional en materia de justicia transicional, derecho a la verdad y memoria histórica. En este sentido, el propio Poder Legislativo —luego de conocido el fallo y ante un gran repudio social— sancionó una ley que prohibió la aplicación de este beneficio a los crímenes de lesa humanidad, genocidio o crímenes de guerra.

De la Orden nos ofrece, primero, un breve pero contundente repaso de la jurisprudencia internacional que ha marcado el camino americano para enjuiciar las graves y masivas violaciones a derechos humanos. Con este trasfondo, la posterior sentencia dictada en el caso Batalla significó —en un rápido y atinado giro cortesano, que respondió a esa coyuntura— el retorno a la situación anterior. El capítulo presenta seguidamente un concienzudo análisis de ambas sentencias, dando cuenta de los fundamentos jurídicos de la mayoría y de cada voto particular. El autor critica con vehemencia a la Corte por no aplicar aquellos estándares internacionales, en lo que califica como una posición relativista del Supremo argentino. Se pregunta si, a pesar de la rápida rectificación que hizo luego el máximo tribunal, estas decisiones no dejan serias dudas sobre su posicionamiento respecto del sistema interamericano de protección de derechos humanos.

V. El último capítulo, a cargo de Pablo Sanabria, está dedicado a analizar la decisión de la Corte Suprema en el caso Castillo, que abordó el conflicto constitucional sobre la neutralidad religiosa en las escuelas públicas. Se trata de un tema de gran calado y cuyo alcance no estaba delineado en su totalidad por la jurisdicción constitucional. En un Estado republicano constitucionalmente laico, como el argentino, la injerencia religiosa en la educación pública ha sido siempre un asunto tan complejo como postergado. En este sentido, la decisión de la Corte de declarar inconstitucional la enseñanza religiosa dentro del horario regular de clase —y, a su vez, que ese tipo de asignaturas integren los programas de estudio— significa un enorme avance hacia el cumplimiento del mandato constitucional de laicidad. Si bien el texto hace algunas pinceladas sobre el debate de fondo, nos propone un análisis del proceso a través del prisma dworkiniano de los «casos difíciles».

De cara a este análisis, el autor hace hincapié en los instrumentos que la Corte Suprema utilizó para decidir el caso: por un lado, las herramientas interpretativas y, por otro, ciertos mecanismos de legitimación social. En cuanto a las primeras, examina con detenimiento el ejercicio de ponderación que hace la CSJN entre la neutralidad religiosa y los derechos de aprender y profesar un culto, previstos en la Constitución. En este punto se detiene también en los alcances del art. 2 CN, en torno al cual tienen larga data las suspicacias interpretativas sobre el significado del «sostenimiento» del culto católico, apostólico y romano. De igual manera, el capítulo repasa el sentimiento religioso como una posible «categoría sospechosa», y un eventual control de constitucionalidad de ciertas normas discriminatorias encubiertas. Sobre lo segundo, se detiene en dos mecanismos de legitimación social que la Corte ha empleado para sustanciar el caso: las audiencias públicas y el amicus curiae. Sanabria subraya la enorme relevancia que ambos procedimientos tienen para robustecer la legitimación social de la jurisdicción constitucional, al sugerir que estos medios otorgan un mayor grado de transparencia y de participación ciudadana a los procesos judiciales que la Corte lleva adelante.

VI. Para concluir, el título de la obra hace gala de un pensamiento constitucional renovado, aunque me temo que no solo se refiere a la nueva doctrina de la Corte Suprema de Argentina. Este pensamiento nuevo, fresco y original es fundamentalmente el que los autores de este libro, estos jóvenes constitucionalistas, regalan al lector. Las diversas y atractivas ideas que ofrecen, así como los interrogantes que dejan abiertos, invitan a un ejercicio de profunda reflexión y debate. La claridad y facilidad con que se sigue el hilo de cada apartado es un encanto adicional del texto, que lo hace asequible tanto a juristas como a cualquier persona interesada en los temas presentados. Decía Borges que «si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado», que un libro —como la felicidad— no debe requerir un esfuerzo. Puedo asegurar, sin miedo a equivocarme, que los autores de El retorno del pensamiento constitucional han completado con éxito esa tarea.