RESUMEN

En este artículo se analiza el origen histórico y la evolución del concepto de la fraternité. Se trata de uno de los mitos fundadores de la Revolución francesa, junto con la libertad y la igualdad, aunque se trate del «pariente pobre». Se examinan las diferentes funciones que ha ido cumpliendo a lo largo de la historia constitucional francesa y las razones de sus eclipses periódicos. A partir de aquí, se estudia críticamente la aplicación decisiva que de la fraternidad ha realizado el Conseil Constitutionnel en su Decisión de 6 de julio de 2018. Finalmente, el texto se pregunta si el principio de solidaridad ha venido a sustituir o no por completo al de fraternidad en ordenamientos distintos del francés, como el español.

Palabras clave: Fraternité; solidaridad; fraternidad y Consejo Constitucional.

ABSTRACT

This article discusses the historical origin and evolution of the concept of fraternité. It is one of the founding myths of the French Revolution, along with freedom and equality, even though it appears as the “poor relative”. It also examines the different functions it has played in the French constitutional history and the reasons for its periodic eclipses. From here the article moves on to examine the decisive application of the concept of fraternity by the Conseil Constitutionnel in its Decision of 6 July 2018. Finally, the text poses the question whether or not the principle of solidarity has completely replaced that of fraternity in non-French systems, such as the Spanish one.

Keywords: Fraternité; solidarity; fraternity and Conseil Constitutionnel.

Cómo citar este artículo / Citation: Rey Martínez, F. (2021). El valor constitucional de la fraternité. Revista Española de Derecho Constitucional, 123, 43-‍74. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.123.02

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN: LA FRATERNITÉ, UN CONCEPTO TAN EVOCADOR COMO ENIGMÁTICO. UNA PROPUESTA DE DEFINICIÓN
  4. II. GÉNESIS Y EVOLUCIÓN DE LA IDEA DE FRATERNIDAD EN EL ORDENAMIENTO FRANCÉS
  5. III. ÚLTIMO ESTADIO EVOLUTIVO: LA FRATERNITÉ COMO PRINCIPIO JURÍDICO EN LA DECISIÓN DEL CONSEIL CONSTITUTIONNEL N.º 2018-717/718, DE 6 DE JULIO DE 2018
  6. IV. FRATERNIDAD Y SOLIDARIDAD
  7. V. CONCLUSIÓN: LA FRATERNIDAD «DE LOS MODERNOS» ES TAN CARACTERÍSTICA DE LA TRADICIÓN CONSTITUCIONAL FRANCESA COMO AJENA DE LA ESPAÑOLA
  8. NOTAS
  9. Bibliografía

«La fraternidad es una de las más bellas invenciones de la hipocresía social».

G. Flaubert, carta de 22 de abril de 1853[2].

I. INTRODUCCIÓN: LA FRATERNITÉ, UN CONCEPTO TAN EVOCADOR COMO ENIGMÁTICO. UNA PROPUESTA DE DEFINICIÓN[Subir]

La fraternité es uno de los conceptos más sugerentes y de mayor pedigrí en la historia del constitucionalismo, al menos, el de impronta francesa[3], tanto como para figurar, junto con la libertad y la igualdad, en la divisa republicana, y, sin embargo, es una noción asediada por problemas exegéticos de enorme calado. De concepto «misterioso» habla P. Ardant (‍1993: XI). Empezando por su propia genealogía, no demasiado fácil de trazar. De hecho, A. Domènech, en El eclipse de la fraternidad (‍2004: 12), ubica el origen de la idea política de fraternidad en el célebre discurso de Robespierre a la Asamblea Nacional de 5 de diciembre de 1790, en el que defendió que no se aplicase el sistema censitario a la inscripción de la Guardia Nacional, de modo que todos los ciudadanos y no solo los burgueses pudieran formar parte de ella[4]. Robespierre se opone a la profesionalización tanto de la policía (que hasta ese momento era, a su juicio, arbitraria y despótica) como del ejército (caracterizado por su corporativismo) y propone que los ciudadanos armados ocupen ese lugar en la nueva Guardia Nacional. Sin embargo, y aunque es decisiva la aportación de Robespierre al concepto de «fraternidad», e incluso a su ubicación varias décadas después en la divisa nacional[5], no son pocos los autores que sitúan su origen en algún momento anterior. También plantea dudas el proceso de conversión de un típico concepto de raíz religiosa cristiana, como es el de fraternidad, en otro de veste política; o la influencia decisiva del ideario masón a este respecto (‍Ardant, 1993: XI; ‍David, 1987: 34 y ss.).

La incertidumbre se incrementa al observar que el concepto de fraternidad ha sido «el pariente pobre» (Mona Ozouf‍, citada por M. Borgetto, 2003: 26) del lema republicano en comparación con sus dos valores vecinos, la libertad y la igualdad. Es verdad que fue muy importante en algunos momentos concretos de la historia constitucional francesa, en los años de la Revolución, más de medio siglo después, en 1848, y tras la II Guerra Mundial, sobre todo, aunque con significados parcialmente diferenciados (pocos conceptos políticos tendrán tan alto grado de plasticidad o elasticidad como el de fraternidad). Pero no lo ha sido en otros, coincidentes, por cierto, con los menos liberales de la reciente historia política francesa desde el final del Directorio hasta la II República y durante el II Imperio o el régimen de Vichy, donde llega a eclipsarse casi por completo.

Tampoco es sencillo determinar por qué, también a diferencia de lo que ha ocurrido con los valores de libertad e igualdad, la idea de fraternidad, más allá de una cierta simpatía retórica recurrente, apenas ha sido incorporada, en realidad, por otros ordenamientos diferentes del francés, incluso entre los países, como el nuestro, que han seguido su estela dominante, sobre todo durante el siglo xix. En el orbe cultural anglosajón, donde, en principio, se valora por encima de todo la autonomía individual, el concepto político, y no digamos ya jurídico, de fraternidad resulta directamente ajeno y extraño.

La noción de fraternidad apela a un «nosotros», integrado por los «hermanos», pero, igualmente, parece difícil delimitar el perímetro de esa peculiar familia. El Consejo Constitucional francés ha utilizado recientemente el principio constitucional de fraternidad por primera vez como regla jurídica decisiva para resolver un asunto dentro del ámbito, tan polémico y relevante, de la inmigración ilegal. La Decisión 2018-‍717/718, de 6 de julio de 2018, ha venido a transformar radicalmente la interpretación de este principio, y por ello será examinada atentamente en estas páginas. La decisión marca un antes y un después del principio de fraternidad en el derecho constitucional francés y quién sabe si en el europeo.

Se abren, por tanto, numerosos interrogantes, que en este breve artículo no podrán ser resueltos: el tema daría, sin duda, para varias monografías[6]. Enfocaremos, pues, en esta oportunidad, el problema del surgimiento y evolución del concepto en el ordenamiento francés, necesario punto de partida de cualquier examen posterior del asunto, para, desde ahí, pasar a analizar, dogmáticamente, la idea de fraternidad, distinguiéndola de la noción próxima de solidaridad, concluyendo sobre las posibilidades y límites de su utilización contemporánea como valor y principio constitucional más allá de las fronteras francesas.

Pero antes de ir intentando dar respuesta a las cuestiones planteadas, es preciso ofrecer, al menos de modo inicial, una definición consistente de qué es eso de la fraternidad. La idea de «fraternidad» no nace, evidentemente, con la Revolución francesa. Aunque su trazabilidad se remite, en primer término, a la filosofía griega (‍la amistad aristotélica y epicúrea —Camps, 2018: 139)—, «fraternidad» procede de frater, hermano, por tanto, es una metáfora familiar cuyo ámbito social de aplicación durante siglos ha sido religioso, concretamente cristiano: los seres humanos son hijos de Dios y, por tanto, hermanos entre sí. Precisamente, este origen religioso del concepto ha sido determinante tanto para su incorporación en algunos momentos de la historia constitucional francesa (quizá, sobre todo, durante su edad de oro en la II República, aunque entendida de modo «social») como para su fragilización en otros[7]. Por supuesto, la idea de «fraternidad» que se incorpora con la Revolución francesa no tiene solo raíces religiosas (a las que, además, se presta ahora nuevos sentidos), sino que las posee también culturales (el pensamiento ilustrado) e incluso masónicas.

Con la Revolución emerge, por primera vez en la historia, un concepto político de la «fraternidad», que, hasta ese momento, había sido una categoría estrictamente moral, o, incluso, como se ha dicho, religiosa —cuyo modelo ideal fue el conventual[8]— y también social. La fraternidad es, como señala el diccionario de la RAE, la «amistad o afecto entre hermanos», o también, y esto es lo que nos interesa sobre todo, «entre quienes se tratan como tales». La fraternidad de la que hablamos es la fraternidad política, es decir, no es la fraternidad de los antiguos, la cristiana de los hermanos en Jesús ni la que invocaba las mutuas obligaciones corporativas del Antiguo Régimen, ni la elitista de los clubes masónicos, sino la fraternidad de los modernos, ligada íntimamente a los acontecimientos revolucionarios, sin los que no se entiende, que permite construir una comunidad política formada por quienes comparten los mismos nuevos valores. No es casual, en este sentido, que uno de sus lugares de nacimiento sea, precisamente, el de la creación de la nueva Guardia Nacional, integrada por los defensores de la Revolución. Porque la idea de fraternidad que emerge con ella no es un hecho «natural» que se reconoce, sino una construcción política que se lleva a cabo[9]. Son interesantes, a mi juicio, las reflexiones de Oriol Farrés (‍2018: 153) en esta línea. La nueva «familia política» de hermanos que comulgan los mismos ideales revolucionarios es, justamente, lo contrario de la familia natural. Los nuevos ciudadanos son como hermanos, pero, a diferencia de la fraternidad del mundo antiguo, no tienen un padre ni, por tanto, jerarquía y subordinación respecto de un tercero. Es una fraternidad de ciudadanos emancipados: la (nueva) fraternidad no se entiende sin la (nueva) libertad. La nueva fraternidad no reconoce una realidad preexistente, sino que la crea (ibid.: 158; y en un sentido semejante‍, Pontier, 1983: 6).

Desde estas premisas, y en contra de lo que la mayoría de autores suele sostener, no creo que puedan distinguirse dos acepciones de esta nueva fraternidad, una de temperamento más «universal», propia de los primeros compases de la Revolución, y otra más «local», «nacional» o «socialmente particular» a partir del período del Terror en el que la fraternidad no parece derivar «de lo que une a los patriotas, sino de aquello contra lo que luchan», en una suerte de «fugitiva comunión afectiva» (‍Ardant, 1993: XI) de los «hermanos en combate». Se suele hablar, a partir del ejemplo real de los dos principales períodos de la Revolución francesa, de una «fraternidad universal» del primer período, contrapuesta a una «fraternidad de combate» de los jacobinos. Por supuesto que en ambos momentos, como veremos, se utiliza la idea de fraternidad de manera diferente, pero, en realidad, la nueva fraternidad no es, a mi juicio, sinceramente universal nunca, porque incluso, aunque en el primer período se dice intentar configurar así, lo es solo en la medida en que los nuevos valores revolucionarios se expandan por todo el orbe. La fraternidad es el verdadero patriotismo de los que luchan por la libertad y la igualdad[10]. La fraternidad es nacionalismo (revolucionario) francés (erigido en parámetro de validez política universal) con disfraz o bajo pseudónimo. Y por eso hay «hermanos» no franceses[11], como también hay franceses que no lo son: los que no comulgan con el nuevo orden de cosas, los que no son «amigos de la virtud»[12]. Y por eso no toda invocación a la «fraternidad» posterior a 1789 es necesariamente a la fraternidad de los modernos: por ejemplo, Luis XVI la utilizó en el sentido antiguo para reivindicar la vieja visión de una Francia familiar de hermanos, con él a la cabeza como padre[13]; la Santa Alianza se remite en 1815 a la fraternidad para justificar el vínculo entre los poderes europeos para restaurar el trono y el altar, o, aún más claramente, el preámbulo de la Carta Constitucional de 4 de junio de 1814, de la Restauración de Luis XVIII[14]. Del mismo modo que encontramos precedentes anteriores a 1789 de la «nueva fraternidad», por ejemplo en J. J. Rousseau[15].

La metáfora política de la fraternidad tiene una estructura interna compleja y curiosa. Joan Vergés (‍2018: 129)[16] ha observado, con agudeza, que se compone de tres aspectos simultáneos: un determinado tipo de relación social, una actitud y un reflejo institucional. En cuanto a relación, la fraternidad es una relación entre iguales. No se puede concebir de otro modo: es una relación siempre horizontal y no vertical o jerárquica. De ahí su íntima conexión con la idea de egalité[17]. Sobre actitud, la fraternidad requiere en los ciudadanos algo más: un afecto, una amistad, el sentimiento compartido de fuerte pertenencia a un ideal o a una organización común. De ahí que sea una idea tan potente y evocadora en lo político para crear comunidad, como débil y escurridiza para poder ser juridificada. La idea política de la fraternidad debuta en 1789, pero los franceses han tenido que esperar hasta 2018 para verla convertida en argumento judicial, por más que, ciertamente, cuente con un notable pedigrí legislativo e incluso constitucional. En cuanto a institución, por último, la fraternidad se puede concretar como exigencia política, o incluso jurídica, al menos desde la Decisión del Conseil de 2018. Sin esta plasmación como mandato político o jurídico, la idea de fraternidad seguiría en el campo privado de la moral. Como hemos visto ya, Robespierre, por ejemplo, utilizó políticamente la idea de fraternidad como argumento principal de su tesis de un ejército y una seguridad de y para todos los franceses y no solo una parte de ellos, los ciudadanos «activos».

A partir de lo aquí expuesto, me atrevo a definir la idea política de fraternidad como la construcción ideológica de una determinada comunidad política[18] (nacional o estatal) formada libremente por ciudadanos iguales, unidos por un fuerte sentimiento o convicción de pertenencia común a dicha comunidad, que comparten un determinado ideario o proyecto de cambio político y de realización conjunta[19].

Vayamos ahora a contrastar este breve apunte dogmático con el rastreo de su nacimiento y evolución política y jurídica en Francia hasta la actualidad, en la que el Consejo Constitucional, en 2018, la ha utilizado como criterio fundamental de resolución de un caso en un sentido expansivo de derechos.

II. GÉNESIS Y EVOLUCIÓN DE LA IDEA DE FRATERNIDAD EN EL ORDENAMIENTO FRANCÉS[Subir]

Llama la atención, en primer lugar, cómo surge el nuevo concepto de fraternité, lo que aquí se ha llamado fraternidad de los modernos, como uno de los «mitos fundadores» (‍Ardant, 1993: XI), una de las «ficciones utópicas» (‍Morel, 2009: 121) de la Revolución; cómo evoluciona de modo pendular a lo largo de la historia contemporánea francesa, con etapas de exaltación y muchas otras de declin accéléré (‍Borgetto, 1997: 30), y, además, con una enorme plasticidad, con significados y funciones parcialmente diferentes.

Hay consenso en las evidentes raíces cristianas, pero también masónicas, del concepto. La misma palabra era usada por las logias y sus miembros para denominarse a sí mismos. En su Reglamento de 1735, se establece, por ejemplo, el deber de «cultivar una amistad fraternal» entre los miembros (‍David, 1987: 36). La masonería, observa Marcel David (ibid.: 37), es un modo original de sociabilidad que no tiene que ver con la sociedad estamental del Antiguo Régimen y donde se expresan ya, de modo abierto, los principios de libertad (por ejemplo, de conversación), igualdad y fraternidad que décadas más tarde triunfarían políticamente en Francia[20]. Por supuesto, se trata de una fraternidad elitista, reservada solo para socios[21]. La masonería fue un «agente de difusión del concepto de fraternidad» (‍Borgetto, 1993: 24).

La idea de «fraternidad» debuta con fuerza durante la Revolución, con dos períodos netamente diferenciados, pero, ya antes incluso de comenzar el siglo xix, conoce un declive tan rápido e inexorable que llega a su total abandono (‍Borgetto, 1997: 38). Las razones de este hecho son fácilmente imaginables: su estrecho vínculo con el período del Terror. El éxito del concepto en los primeros diez años de Revolución provocó su abandono en el Directorio, el bonapartismo (Napoleón eligió como divisa: «Libertad, Orden público») y la Restauración. A su vez, esto ocasionó su regreso durante la II República, lo cual generó su ocaso bajo el Imperio y, paradójicamente, también durante la III República, aunque por otras razones: el concepto de «fraternidad» de la II República estaba demasiado vinculado a la secularización social de una noción religiosa, de modo que, en la III República, fue desplazada, casi por completo, por un concepto próximo pero no del todo equivalente (como veremos más abajo): el de solidaridad. Por último, el abandono de la idea de «fraternidad» bajo el régimen de Vichy facilitó su plena recuperación, también por el prestigio como mito fundador de la Revolución francesa, tras la II Guerra Mundial, primero en la Constitución de la IV República (1946) y, más tarde, en la de la V (1958). Durante este último período, la idea de «fraternidad» resultó ideológicamente útil para mantener fuertes vínculos con los territorios en este tiempo descolonizados y convertidos en nuevos Estados.

En la Revolución francesa, el concepto debuta con fuerza, pero con dos significados diferentes. Si en el primer momento, desde mayo de 1789 al período de dominio jacobino (1792), es una idea que sirve para aglutinar a todos aquellos que comulgan con los nuevos ideales liberales, para crear una nueva patria (el «entusiasmo patriótico se inclina por una mística de la unanimidad» —David, 1987: 8—), en el período del Terror se convierte en un arma contra los enemigos de la patria (‍Borgetto, 1993: 4); sirve para «identificar y eliminar a los enemigos políticos, supuestos o reales, de la Revolución», es una fraternidad «desconfiada y agresiva» (‍David, 1987: 12). La divisa jacobina «fraternidad o muerte» es toda una declaración de intenciones y, por desgracia, también de realidades.

La palabra fraternidad no aparece en las Declaración de derechos de 1789, pero se emplea en el juramento de la Guardia Nacional naciente, en el lenguaje político e incluso en el texto constitucional de 1791, donde, en su título I, se ordena establecer «fiestas nacionales para recordar la Revolución francesa, fomentar la fraternidad entre los ciudadanos y unirles a la Constitución, la Patria y las Leyes». No es casual que, en la primera fase revolucionaria, la idea de fraternidad estuviera asociada a sus «fiestas» conmemorativas[22]. En el período jacobino, se utilizó, especialmente, para fundamentar los tempranos derechos sociales que fueron reconocidos, sobre todo en el proyecto de Constitución de 1793[23].

El momento de mayor esplendor, tras su desuso bajo el Directorio y la Restauración, de la noción de fraternidad se produce, sin embargo, con la II República, que es cuando se aprueba oficialmente, en febrero de 1848, la divisa Liberté, Égalité, Fraternité. Durante los años anteriores a la Revolución de 1848, el contexto se muestra favorable. Se produce una rehabilitación intelectual del período revolucionario abierto en 1789 y un buen número de autores (Blanc, Cabet, Pecqueur, Considérant, Proudhon, etc., que toman el testigo de la generación anterior: Fourier, Saint-Simon, etc.) reclaman cambios sustanciales del orden político (‍Borgetto, 1997: 46). Muchos de ellos, anticlericales confesos, propugnan, sin embargo, una vuelta al primer cristianismo, considerando a Jesucristo como el primer socialista y la fraternidad como auténtico «objeto de culto»[24].

La fraternidad se menciona, además de como lema oficial del Estado francés («La República tiene por principios la libertad, la igualdad y la fraternidad»), dos veces más en el preámbulo de la Constitución de 1848[25], y es utilizada en este período, junto con la libertad y la igualdad, como poderoso argumento político para abolir la esclavitud en las colonias francesas. También, para fundar el reconocimiento de algunos derechos sociales como el trabajo o la educación (‍Borgetto, 1997: 68).

Tras el golpe de Estado de Luis-Napoleón Bonaparte en diciembre de 1851, la noción política de fraternidad regresa a las sombras. Se retorna a la vieja y binaria divisa napoleónica «Libertad, Orden público».

Con la III República la idea de fraternidad se ve en gran medida desplazada por la de solidaridad. Michel Borgetto (‍1997: 77 y ss.) sugiere algunas causas: el carácter no científico de la «fraternidad», que sería solo «una palabra sonora», no un «hecho», como la solidaridad[26]; la funcionalidad de la «fraternidad» durante la primera Revolución, como constructora del discurso de la conquista de los derechos y la construcción nacional, ya se habría conseguido; la difusión de las tesis marxistas de la lucha de clases, incompatible con cualquier idea de fraternidad, y los vínculos, establecidos en la II República, entre la fraternidad y cierto entendimiento socialista del cristianismo. La intensa secularización de la III República casa mal con la resonancia religiosa de la noción de fraternidad[27]. Por no hablar de su carácter impreciso, los problemas derivados de su dimensión afectiva y sentimental (la verdadera fraternidad no se puede imponer; no se puede legislar).

Por el contrario, la idea de solidaridad es (sociológicamente) científica porque expresaría la gran ley de la interdependencia que rige la vida social; está desprovista de todo sentimiento afectivo o subjetivo; puede juridificarse mejor que la fraternidad (‍Borgetto, 1997: 83 y ss.). El concepto de «solidaridad» alcanza una expansión formidable en tan solo dos decenios, de la mano de la propia expansión de la sociología (Durkheim, Comte, etc.) como disciplina emergente. Durante la Comuna, hay quien propone sustituir directamente la palabra fraternidad por la de solidaridad[28]. Al final, aquella no desaparece porque se beneficia de formar parte del ajuar simbólico fundador de la República.

El último ataque a la idea de fraternidad proviene del pensamiento fascista y autoritario que también se desarrolla en Francia a partir de la segunda década del siglo xx. El mariscal Pétain sustituye la divisa republicana por la triada: «Trabajo, Familia y Patria», donde se apela a los principios de corporativismo fascista de la época. Libertad e igualdad son incompatibles con el nuevo principio objeto de veneración: la autoridad (que niega la libertad), que procede del principio de jerarquía (que niega la igualdad), y la familia, la ciudad y la patria, que son los verdaderos «grupos naturales» (jerárquicamente organizados, por supuesto, y donde la voluntad del individuo juega un papel vicario), y no el determinado por la fraternidad. Se comprueba, otra vez, como ya antes ocurriera bajo la Restauración o el Imperio, que no puede haber fraternidad si se niegan la libertad y la igualdad de los ciudadanos. Si no todos somos iguales, si no todos podemos ser libres del mismo modo, es evidente que no puede darse la fraternidad sin padre, sin jerarquía, acuñada ya por el primer liberalismo. La fraternidad se retoma como principio constitucional por la Constitución de la IV República (1946) en su art. 2: «La divisa de la República francesa es “Libertad, Igualdad, Fraternidad”», precepto que adopta literalmente más tarde el art. 2-‍4 de la Constitución de 1958 vigente.

La proteica idea de fraternidad ha jugado, pues, diversas funciones a lo largo de la historia constitucional francesa[29]. Quizá una de las más importantes y recurrentes sea la de servir de fundamento a los derechos sociales de prestación (servicios sociales, educación, trabajo, medio ambiente, etc.) y de límite de la propiedad privada, con la apelación a la «función social». En los términos del diputado Alphonse Blanc en la sesión del 7 de septiembre de 1848: «[…] la fraternidad consiste en el derecho de cada uno a la protección de todos» (‍cit. por Borgetto, 2003: 257). De fraternidad de «redistribución» habla Nathalie Desrosiers (‍2011: 2); la fraternidad no sólo exige libertad e igualdad: es, al mismo tiempo, su «catalizador» (ibid.: 5). En este sentido, la idea de fraternidad no es muy diferente de la de igualdad real o de solidaridad. Y esta función la ha cumplido desde muy temprano. Yannick Bosc (‍2010: 8) recuerda, por ejemplo, cómo se invocó por la Asamblea Nacional la fraternidad, junto con la libertad, para reconocer la libre distribución de cereales a lo largo del territorio francés, el 29 de agosto de 1789, solo tres días después de votar la Declaración de derechos: «Todos los franceses deben verse como verdaderos hermanos, dispuestos a prestarse todo tipo de ayuda recíproca […] esto es aún más imperioso y sagrado porque se trata de un interés general como es el de la subsistencia»[30]. Borgetto (‍1993: 213) alude también al uso de la idea de fraternidad para suprimir, el 6 de agosto de 1790, el viejo derecho feudal de aubaine, en cuya virtud pasaban al rey las herencias de todos los extranjeros que fallecieran en suelo francés. O al intento de suprimir la esclavitud en las colonias (el 16 de Pluviôse del año II), de casi nula aplicación real, por cierto.

En la Constitución de 1958 vigente, la fraternidad tiene un triple anclaje: en el preámbulo, que califica a la fraternidad, junto con la libertad y la igualdad, como «ideal común» sobre el que se fundan las nuevas instituciones ofrecidas a los territorios de ultramar; en el art. 2-‍4, donde se reconoce a la fraternidad como uno de los componentes de la divisa republicana, y en el primer párrafo del art. 72-‍3: «La República reconoce, en el seno del pueblo francés, las poblaciones de ultramar en un ideal común de libertad, igualdad y fraternidad». Parece evidente que la función concreta más relevante que el texto constitucional depara a la fraternidad es la de servir de nexo de unión entre Francia y el resto de territorios que habían sufrido un pasado colonial, proporcionando el fundamento de una nueva manera (no ya imperial, sino más simétrica) de relación[31]. Aunque, por supuesto, la finalidad de este precepto en el momento actual es bien distinta y menor a la que pretendía servir cuando fue aprobado, Michel Borgetto concede, no obstante, valor a la fraternidad en este sentido (‍2003: 252). Es sencillo objetar, empero, la subyacente intención de revestir con el ropaje amable de la fraternidad una relación asimétrica, y quién sabe si incluso de traza neocolonial. De nuevo emerge aquí otro hilo conductor del relato de la fraternidad: su rostro de nacionalismo francés con disfraz.

III. ÚLTIMO ESTADIO EVOLUTIVO: LA FRATERNITÉ COMO PRINCIPIO JURÍDICO EN LA DECISIÓN DEL CONSEIL CONSTITUTIONNEL N.º 2018-717/718, DE 6 DE JULIO DE 2018[Subir]

Por primera vez, el Conseil Constitutionnel ha empleado el principio constitucional de fraternidad como auténtica ratio decidenci en la Décision 717/718, de 6 de julio de 2018, que resuelve dos cuestiones prioritarias de constitucionalidad acumuladas. Y lo va hacer, concretamente, en el ámbito de la inmigración. En Francia, es delito la ayuda a la entrada, la circulación y/o la estancia de extranjeros en situación administrativa irregular[32]. La Cámara penal de la Court de Cassation planteó al Consejo Constitucional, el 9 de mayo de 2018, dos cuestiones prioritarias de constitucionalidad en relación con los arts. L.622-1 y L.622-4 del Código de entrada y estancia de los extranjeros y del derecho de asilo (CESEDA), de 24 de junio de 2006. El art. L.662-1 define el delito de ayuda a la entrada, circulación y estancia irregulares (que la opinión pública llama, resaltando su condición paradójica, «delito de solidaridad», o, en los sarcásticos términos de Jacques Derrida[33], «delito de hospitalidad») como la ayuda, directa o indirecta, tendente a facilitar o intentar facilitar la entrada, circulación o estancia irregulares de un extranjero en suelo francés. Se trata de un delito con un largo pedigrí porque procede de un decreto ley de 1938, mantenido con diversas modificaciones (sobre todo, para agravar las penas)[34] hasta la regulación vigente, el CESEDA (comentario 3). Hay que observar que, además de la severidad de la pena, la conducta sancionada por este delito es, en realidad, la complicidad de otro delito, la entrada irregular en territorio francés. Y que se castiga la tentativa de idéntica manera a su consumación. Estamos en presencia, pues, de un delito cuya configuración jurídica es tan severa como discutible.

Quizá por eso ha sido modificado para exceptuar su aplicación (art. L.622-4 CESEDA) en relación con la ayuda prestada a determinados familiares, y, sobre todo, si esa ayuda se presta por motivos humanitarios. Esta última causa viene exigida por el derecho de la Unión: Directiva 2002/90 del Consejo, de 28 de noviembre de 2002, destinada a definir la ayuda a la entrada, circulación y estancia irregulares[35]. Esta disposición (art. 1.2) permite a los Estados miembros no sancionar penalmente la ayuda a entrar o transitar a extranjeros en situación irregular siempre que el objetivo de dicha ayuda sea estrictamente humanitario[36]. Pues bien, la redacción del art. L.622-4 CESEDA impugnada ante el Consejo Constitucional permitía la exención penal de la ayuda a los inmigrantes en situación irregular por razones humanitarias (es decir, que no existiera contrapartida alguna, directa o indirecta), pero de modo muy restrictivo, porque se refería solo a la estancia, pero no a la entrada ni a la circulación (a pesar de la posibilidad abierta para estos casos por el art. 1.2 de la Directiva 2002/90). Que el Código no extienda la inmunidad penal a la ayuda a la circulación es, precisamente, lo que el Consejo Constitucional va a encontrar inconstitucional, invocando el principio de fraternidad, en la Décision en examen.

La sentencia del Consejo traía causa de dos procesos en los que ambos demandantes habían sido condenados ya en primera instancia por el delito de ayuda a extranjeros. Cédric Herrou, agricultor, había ayudado a más de 200 migrantes a entrar a Francia por la frontera italiana, por lo que había sido condenado a cuatro meses de prisión, y Pierre-Alain Mannoni había sido condenado a dos meses de prisión por haber albergado en su casa y acompañado a la estación de tren a tres inmigrantes eritreos. La Cour de Cassation planteó sendas cuestiones prioritarias de constitucionalidad ante el Consejo Constitucional, invocando lesión del principio constitucional de fraternidad. El Conseil ya se había enfrentado antes al «delito de solidaridad» y había establecido que no vulneraba ni el principio constitucional de legalidad penal (art. 8 de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano), ya que su tipificación penal era «clara y precisa»[37], ni el de proporcionalidad entre delito y pena[38], ni el de dignidad, teniendo en cuenta la amplia libertad de configuración del legislador penal[39]. Esto va a explicar por qué, un tanto sorprendentemente si no se tiene en cuenta que probablemente el Consejo no haya querido revocar su jurisprudencia anterior[40], utilizará el principio de fraternidad en la decisión de 2018.

El Consejo Constitucional recurre, pues, al expediente de búsqueda de un nuevo argumento para revocar parcialmente, pero de modo ni formal ni expreso, su jurisprudencia anterior: el principio de fraternidad. Ya había reconocido antes la fraternidad como principio constitucional, ligado al valor constitucional de la dignidad de la persona (comentario 18). Pero nunca antes la había utilizado como criterio decisivo. Según el Consejo, de la consagración constitucional de la fraternidad en el art. 2-‍4 de la Constitución (donde se reconoce la divisa nacional), «se deriva la libertad de ayudar a otra persona, con finalidad humanitaria, sin consideración de la regularidad de su estancia en el territorio nacional» (párr. 8). Nada menos. Aunque, por supuesto, el contenido del principio constitucional de fraternidad no se agota en la aplicación de esta regla, que es, más bien, una derivada concreta de entre tantas posibles de dicho principio.

Ahora bien, tras esta afirmación tan solemne, tan nutritiva, el Conseil subraya a continuación sus límites: los extranjeros no tienen ningún derecho de entrada y estancia en territorio nacional y el objetivo de la lucha contra la inmigración irregular pertenece al campo del orden público, que también es un objetivo de valor constitucional (párr. 9). Es el legislador quien tiene, bajo la reserva de su posible control por la justicia constitucional, que conciliar ambos principios: la fraternidad aplicada al campo de la inmigración irregular y el orden público (párr. 10).

Sentada esta doctrina con carácter general, el Consejo la aplica al caso. Dos son las cuestiones litigiosas. Primera, si la regulación legal que solo justifica penalmente la ayuda humanitaria a la «estancia», pero no a la «entrada» ni a la «circulación» irregulares (art. L.622-4 CESEDA), es conforme al principio de fraternidad. Segunda, si es también o no conforme a la Constitución la limitación legal de ayuda humanitaria a ciertos actos expresamente previstos (auxilio legal, manutención y alojamiento y administración de medicinas), pero no a los demás. El Consejo va a fallar que excluir de la exención penal a la ayuda humanitaria de extranjeros en situación irregular es inconstitucional y que, de acuerdo con una interpretación conforme, la limitación de la ayuda humanitaria a las conductas descritas legalmente no es inconstitucional si se entiende que son ejemplos y que la inmunidad se extiende a toda ayuda prestada del tipo que fuera, siempre que se preste con finalidad humanitaria.

La cuestión principal es, por tanto, la primera de las dos. El Consejo sostiene que el legislador puede reprimir penalmente la ayuda humanitaria a la «entrada» irregular de extranjeros porque tal ayuda crea, por principio, la situación irregular. Ahora bien, en la medida en que un extranjero en tal situación ya «reside» en el territorio nacional, la ayuda que se le preste a la «estancia» y también a la «circulación» no produce este «efecto perverso» de la ayuda a la «entrada». La ayuda humanitaria a la «estancia» irregular ya había sido permitida por la legislación que examina el Consejo. La ayuda a la «entrada» es descartada por él (salvo que, como establece la normativa, haya un peligro actual e inminente sobre la vida o la integridad física del extranjero). Pero la ayuda humanitaria a la «circulación», no permitida por el CESEDA, se confunde, según el Consejo, con la ayuda a la «estancia» en la medida en que supone necesariamente que el extranjero se encuentre ya en territorio nacional. Ambas ayudas humanitarias (estancia y circulación) serían más o menos comparables o asimilables. En consecuencia, es válida la sanción penal de la ayuda a la entrada de extranjeros de modo irregular, pero no lo es la penalización de la ayuda a su circulación por suelo francés con finalidad humanitaria. En este último caso, «el legislador no asegura una conciliación equilibrada entre el principio de fraternidad […] y el orden público» (párr. 13).

El Conseil reitera su doctrina anterior sobre la no vulneración del principio de legalidad penal de la legislación examinada, ya que «no tiene un carácter equívoco y es suficientemente precisa para evitar el riesgo de arbitrariedad» (párr. 19); así como su plena conformidad con el principio penal de necesidad y de proporcionalidad (párr. 20).

Para evitar crear un vacío legal (y unas «consecuencias excesivas», párr. 23) con su sentencia de inconstitucionalidad parcial, el Consejo defirió la anulación de la norma legal al 1 de diciembre de 2018 (casi medio año después de pronunciada la decisión). El legislador, mediante la Ley n.º 2018-‍778, de 10 de septiembre, modificó el art. L.622-4 CESEDA en el sentido exigido por el Consejo Constitucional[41].

A mi juicio, la decisión examinada tiene un enorme valor no solo simbólico, sino también efectivo[42], respecto de la futura jurisprudencia del Consejo (y no solo en el campo de la inmigración ilegal), aunque no cabe prever un uso frecuente de la cláusula porque, en realidad, la justicia constitucional crea una regla jurídica concreta a partir de un principio de naturaleza moral o político, y, por tanto, de contenido necesariamente vaporoso y sometido a controversia. La decisión revela esto en plenitud. El corazón de esta sentencia es su párr. octavo: de la fraternidad se deduce la libertad de ayudar a otra persona sin considerar el ordenamiento jurídico vigente[43]. ¿Incluso a alguien que comete no ya una ilegalidad administrativa, sino incluso penal? ¿Bajo qué criterios objetivos u objetivables puede el Consejo decidir algo así? ¿En qué otros campos se podría aplicar y con qué contenido?

Bien es cierto que el Consejo rebaja[44] la potencialidad de este principio al someterlo inmediatamente a la ponderación con otro principio constitucional, en este caso, es el del orden público respecto de la inmigración ilegal[45]. Más aún. Obsérvese que, en realidad, el Consejo no deriva derechos prestacionales o sociales del principio de fraternidad (no ha dado ese salto, que sí sería el cualitativo), sino que lo ha ceñido a evitar que fuera condenada penalmente una conducta moral de ayuda humanitaria al extranjero en situación irregular, es decir, casi siempre por motivos económicos y, por tanto, en una situación de extrema vulnerabilidad, apurada, problemática y crítica. De «inconstitucionalidad medida» habla Michel Verpeaux (‍2018: 970). En otras palabras, la cláusula de la fraternidad ha sido utilizada no para dar algo (por parte de los poderes públicos) a quien se halle en situación de vulnerabilidad, sino para suavizar un castigo, nada menos que de naturaleza penal, bastante discutible, por lo demás (recuérdese que la normativa europea permite no criminalizar esta conducta si la finalidad es humanitaria). Es evidente que, tal y como ha sido configurado, el principio de fraternidad no tendrá fácil réplica en casos atinentes a derechos sociales (en contra de las tesis de Millet y Reestman). Pero ha sido utilizado por primera vez de modo jurídico y de modo decisivo. Se ha cruzado ese umbral hasta ahora intransitado. Y, por tanto, el Consejo podrá ir desbordando el estrecho confín de este primer caso del modo que desee, con plena libertad, porque ¿en qué texto se alberga con precisión, autoridad y seguridad el conjunto de reglas jurídicas que se derivan del principio constitucional de fraternidad? En definitiva, es sencillo adelantar que no habrá muchos supuestos en los que el Consejo emplee este principio, pero también que, cuando lo haga, se convertirán todos y cada uno de ellos en emblemáticos ejemplos de jurisprudencia activa y creativa (que, no obstante, no suele ser común en Francia: basta ver, incluso, el carácter diferido de los efectos anulatorios de esta sentencia).

El mayor valor de la decisión de 2018 no se refiere, en mi opinión, a lo resuelto en el caso concreto, sino al «descubrimiento» por parte del Consejo de una nueva cláusula de creación de derechos a partir de un principio de contenido principalmente moral/político; un principio, además, cuyo reconocimiento por la Constitución es tan parco (simplemente se establece la divisa nacional donde se menciona la palabra fraternidad) que no da pista alguna sobre su contenido (no es, por ejemplo, como el preámbulo de la Constitución de 1848, que permitía situar perfectamente su contexto semántico). Respecto del caso concreto, la decisión no me parece especialmente valiente. Sigue manteniendo la conservadora línea roja de la prohibición de la ayuda humanitaria a la entrada ilegal de extranjeros, y, de otro lado, la extensión de la inmunidad penal a la circulación, una vez que se permitía ya la ayuda a la estancia, parece bastante lógica, porque es difícil distinguirlas, como muy bien razona el Consejo.

En realidad, creo que no hubiera hecho falta, en absoluto, recurrir al principio de fraternidad, porque la argumentación de la decisión es más de tipo lógico-sistemático en relación con la tipificación de la exención del delito de ayuda humanitaria, de modo que la regulación legal impugnada no vulneraba, a simple vista, el principio de fraternidad, sino el de legalidad y proporcionalidad penal. En efecto, que la ayuda a la circulación pudiera incluirse dentro de la ayuda a la estancia muestra que la norma era sistemáticamente incoherente: al Consejo le hubiera bastado revocar su doctrina anterior sobre la no infracción legal del principio de legalidad penal o de proporcionalidad (a partir del criterio de la necesidad), en vez de confirmarla, sacándose de la manga, por sorpresa, el recurso extraordinario al principio de fraternidad. La argumentación de la decisión es, a mi juicio, por este motivo, incoherente. Personalmente, siento simpatía por el principio de fraternidad, y más porque sirve para extender derechos[46] o para, como ocurrió precisamente en el supuesto en examen, matizar, suavizar o corregir (no, por desgracia, para eliminar) una norma penal de discutible justificación. Pero considero que ni la traslación del campo político/moral al netamente jurídico del principio de fraternidad favorece en modo alguno el, también crucial para el Estado de derecho, principio de seguridad jurídica, ni la aplicación al caso, una vez que se decidió cruzar ese umbral, ha sido especialmente necesaria ni, mucho menos, brillante. La decisión de 2018 ni satisface a los defensores de los derechos de los inmigrantes económicos porque no despenaliza la ayuda humanitaria a la entrada ni satisface a los partidarios de reforzar los controles porque el Consejo ha lanzado un mensaje (aunque limitado) de dulcificación del régimen de la inmigración ilegal. Y, además, el Consejo ha pagado un precio alto: abrir una puerta, vía principio de fraternidad, para el reconocimiento de nuevos derechos no previstos normativamente. Con arreglo a un entendimiento cabal de la separación de poderes (cada vez más desafiado por la realidad contraria), el parto natural de los derechos fundamentales debería ser el reconocimiento constitucional y/o legislativo, y la creación judicial debería reservarse solo para los casos más difíciles o controvertidos, los partos por cesárea, al menos en los sistemas de derecho codificado y no de common law.

La literatura francesa que ha comentado esta decisión también la ha recibido dividida y con dudas porque el tema del control de la inmigración no deseada es importante y sensible. Se destacan, por supuesto, el «valor altamente simbólico» y su «relativa audacia» (‍Millet y Reestman, 2019: 184). Roux (‍2018: 1782) habla, en el mismo sentido, de la «audacia creativa del juez constitucional» francés. Roux (‍2018: 1785) vaticina a nuestra decisión «una notoriedad permanente» y Pierre Mouzet augura a la fraternidad «preciosos días por delante» (‍2018: 2041). Pero también se califica de «controvertida» (‍Roux, 2018: 1785); de escasa utilidad práctica porque no se ha afectado a la ayuda a la entrada de los extranjeros, sino solo a su circulación (‍Millet y Reestman, 2019: 187); de una utilización del principio de fraternidad que podría derivar en una «función subversiva» (ibid.: 190); y no faltan los autores que, en la misma línea de lo sostenido aquí, no creen que el Consejo Constitucional tuviera necesidad de emplear el principio constitucional de fraternidad en este caso porque podría haber razonado desde el de legalidad y proporcionalidad de las penas (‍Saas, 2018: 189).

Jean-Eric Schoettl (‍2018: 961) es particularmente crítico con la decisión del Tribunal de la calle Montpensier. A su juicio, el Consejo ha quebrado su propia línea jurisprudencial, abrazando un principio contrario al de soberanía nacional (expresado por la ley cuestionada), un principio como el de fraternidad, que permite al Consejo «forjar a voluntad una Constitución bis» (ibid.: 962) a partir de una noción demasiado general y sin vocación inicial de producción de efectos jurídicos. El Consejo se habría convertido en «un juez demiurgo» (op. cit.) que no tiene en cuenta que la fraternidad es un principio simbólico y político (ligado tanto a la cortesía republicana, al civismo, a la confianza mutua, etc., cuanto a la idea de solidaridad), pero no un principio jurídico. Y en eso consiste, precisamente, su grandeur, en que se trata de «una virtud inspiradora» (ibid.: 964). El Consejo Constitucional la habría transformado en «un arma polivalente de construcción pretoriana hacia el futuro» (ibid.: 965). En un sentido semejante también se pronuncia Bertrand Mathieu (‍2018: 389): en su opinión, la decisión «abre un campo potencialmente ilimitado a la reivindicación de derechos subjetivos»[47].

Una pregunta especialmente pertinente que se formulan diversos comentaristas es por qué el Consejo Constitucional reconoce precisamente ahora y en este caso el valor normativo de la fraternidad. Un principio que, como ya advirtiera proféticamente en 2012 Jacques le Goff, «no existía», pero que, en cualquier momento, el Consejo Constitucional podría situar «en el bloque de la constitucionalidad en el mismo nivel que la dignidad» (p. 26). Millet y Reestman (‍2019: 188 y ss.) consideran que el Consejo no había empleado antes el principio de fraternidad porque el reconocimiento judicial y legal de los derechos sociales había ido avanzando en Francia sin necesitar su concurso; por el potencial subversivo de la fraternidad en varias áreas (protección de la salud, servicios sociales o incluso medio ambiente), de modo que, «una vez abierta la caja de Pandora de la fraternidad, podría inducirse una cascada imparable de reclamaciones que podrían llegar incluso al reconocimiento de nuevos derechos»[48] (2019: 188); o por la idoneidad del campo de la inmigración ilegal, para que debutara el principio de fraternidad, dado el «actual contexto de tensión» que existe en torno a ella en Europa.

Respondiendo a la pregunta antes planteada de por qué ahora y por qué aquí se reconoce la fraternidad, Jean Philiphe Derosier (‍2020: 2) argumenta que, en la medida en que se trataba de examinar la validez constitucional de la sanción de una conducta en sí misma irregular (la ayuda humanitaria a la circulación de los extranjeros en situación irregular), «no habría otros fundamentos constitucionales para censurarla». No comparto esta tesis porque, como se ha indicado, el Consejo podría haber razonado desde el principio de legalidad y proporcionalidad penal, que también tiene rango constitucional.

IV. FRATERNIDAD Y SOLIDARIDAD[Subir]

A lo largo de este estudio han ido surgiendo no pocas debilidades teóricas del concepto de fraternidad, empezando por su característica dimensión afectiva o sentimental, casi «mítica o mística» (‍Canivet, 2011: 4), que hace muy difícil su juridificación (‍Borgetto, 1993: 2). Se puede legislar sobre la libertad y la igualdad, pero no sobre la fraternidad (‍Camps, 2018: 143). La libertad y la igualdad son derechos, pero la fraternidad es un deber, aunque es «el deber de reconocer los derechos de los demás y, por tanto, es un deber que desarrolla derechos» (‍Ozouf, 2005: 12). Es dudoso que se pueda establecer, al menos jurídicamente, un «deber de amor» (‍Ozouf, 1993: 4356). El propio nombre es ambiguo, dada la gran tradición fratricida de la humanidad, empezando por Abel y Caín y todo el desarrollo posterior de la lucha de clases[49]; la fraternidad «política» se construye desde la desconfianza hacia la fraternidad «natural» (‍Borgetto, 1993: 2). La fraternidad puede operar como una enorme «fábrica de exclusión social» (‍Borgetto, 1997: 103). Por otro lado, se trata de una idea religiosa secularizada (esto es apreciable, sobre todo, durante la II República), con lo que esto puede suponer en sociedades laicas (paradójicamente, sobre todo en Francia, donde el principio de laicité es central, ya desde su art. 1 de la Constitución —‍Rey, 2005—). Además, la idea de fraternidad es comunitarista, no personalista, con el riesgo de «debilitar el proyecto de autonomía individual», así como la propia noción de democracia, porque esta exige, por encima de todo, el pluralismo ideológico (‍Ozouf, 1993: 4364). Victoria Camps hace una lectura de género del término «fraternidad», observando que procede de frater, hermano (varón)[50], algo «poco compatible con las reivindicaciones feministas» (‍2018: 143). Y, por encima de todo, como se ha visto, por estas y otras razones, la noción de fraternidad fue desplazada casi por completo en el lugar donde nació por el concepto más preciso, menos «sentimental» y de perfiles más jurídicos como es el de solidaridad[51].

En mi opinión, de todas las críticas expuestas al concepto de fraternidad, es esta última la más consistente, la posibilidad de describir lo mejor de su contenido eliminando la parte más genuina, pero más problemática, como es su carga sentimental, recurriendo a conceptos próximos, especialmente el de solidaridad. Ya hemos visto que esta surge como concepto político durante la III República[52] para superar la idea de fraternidad (aunque nunca lo haya hecho por completo). Es evidente que la objeción de la escasa juridificación del concepto no es atendible porque, de hecho, y ya desde los primeros albores de la Revolución, ha servido de justificación, «idea-fuerza» (‍Borgetto, 2003: 259), o soufflé inspirateur (‍Canivet, 2011: 3) de numerosa actividad legislativa, en unos términos equivalentes al principio de dignidad o al de igualdad, y, por tanto, ha operado como principio constitucional, y, desde luego, la decisión del Consejo de 2018 desmiente su incapacidad de concretarse en reglas jurídicas concretas dentro del arsenal argumentativo de los jueces. Pero solo en Francia, donde, por cierto, convive con la aplicación, más frecuente, del principio político y jurídico de solidaridad. De modo que en Francia convive, sin consenso doctrinal, un doble circuito, el de la fraternidad y el de la solidaridad.

Mientras que la fraternidad solo ha sido reconocida en el constitucionalismo de impronta francesa, la solidaridad lo ha sido en todos los países de la Unión Europea, ya que, además de que pueda albergarse en el derecho constitucional local, los tratados de la Unión Europea insisten en el principio de solidaridad entre los pueblos de Europa, entre los Estados miembros e incluso entre las generaciones[53]. Aunque no siempre se haga una aplicación especialmente fuerte de este principio[54].

La noción de «solidaridad» es vecina de la de «fraternidad», pero sería una versión «laica y racionalizada» de esta; aunque ambas son «concurrentes» porque «todo progreso de la solidaridad aparece como un desarrollo de la fraternidad» (‍Ardant, 1993: XIII). Fraternidad y solidaridad se parecen porque identifican «conductas responsivas ante la situación de otros» (‍Vergés, 2018: 129)[55]. La fraternidad es el origen de la solidaridad, sostiene Borgetto (‍2003: 11) con razón, pero no es tan sencillo coincidir con él en que la fraternidad sea también el resultado final de la solidaridad[56]. Para este autor (‍1997: 110), la idea de fraternidad sirve, actualmente, para fundar los derechos sociales, como «idea matricial» de la que se deriva, como una de sus manifestaciones, la solidaridad, y para luchar contra toda forma de intolerancia, xenofobia, racismo, es decir, de toda puerta de la exclusión del otro. Esta segunda dimensión me parece muy sugerente, pero, en realidad, no aporta algo distinto a los arraigados principios de dignidad y de igualdad y prohibición de discriminación, como el propio Borgetto reconoce en un trabajo posterior (‍2003: 284).

A mi juicio, y por lo que se refiere al ordenamiento español, la noción de solidaridad es más que suficiente para captar el campo semántico de las funciones que en el francés se atribuyen a la fraternidad. Eso no significa, por supuesto, que el reconocimiento actual del principio de solidaridad en el ordenamiento español sea el deseable. De «deficiente regulación» habla, por ejemplo, Javier Tajadura (‍2010: 20). Y Francisco Fernández Segado califica la interpretación del principio de solidaridad por parte del Tribunal Constitucional de «timorata» (‍2012: 180). Aunque la solidaridad se encuentra implícita en la cláusula del Estado social (art. 1.1 CE) y también en la de igualdad real y efectiva de oportunidades (art. 9.2 CE), estoy entre quienes creen que, en la primera reforma constitucional, debería ser incluida expresamente entre los valores superiores del ordenamiento jurídico en el art. 1.1 CE. El principio de solidaridad se recoge en el art. 2 CE y en el art. 138 CE en relación con la finalidad de conseguir «un equilibrio económico adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español». Se trata de una solidaridad, por tanto, de tipo territorial, y, principalmente, de carácter económico, que justifica ciertos mecanismos de redistribución entre comunidades autónomas en su sistema de financiación (destacadamente, pero no solo, el Fondo de Compensación Interterritorial, del art. 158.2 CE)[57].

Sin embargo, nuestra Constitución no desarrolla expresamente, como sí lo hace la posterior Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea o el anterior art. 2 de la Constitución italiana, una serie de derechos fundamentales a partir del valor/deber de «solidaridad». Es decir, no prevé expresamente el desarrollo de la solidaridad no ya territorial, sino personal. Es cierto que, desde este punto de vista, la noción de solidaridad no está lejana de la de igualdad y prohibición de discriminación (arts. 9.2 y 14 CE). Algunos autores se preguntan, incluso, si la idea de solidaridad en este sentido aporta algo diferente[58].

Así pues, aunque no pueda hacerlo con la profundidad que un tema dogmático como este requeriría, me temo que, llegados a este punto, es insoslayable proponer aquí mi interpretación sobre cómo ordenar los conceptos próximos, pero parcialmente diferentes, no solo de fraternidad y solidaridad, sino también de igualdad, tanto en su aspecto de igualdad real como en el de prohibición de discriminar. Pues bien, desde mi punto de vista, la fraternidad coincide en parte con la solidaridad (personal), pero también con el principio constitucional de igualdad real y efectiva (art. 9.2 CE), cuando apunta al deber de tratar mejor a las personas y grupos vulnerables hasta asegurarles, como expresa el quinto párrafo del preámbulo de nuestra Constitución, «una digna calidad de vida».

Pero eso no les convierte en tres conceptos totalmente fungibles por dos razones. Primera, porque la idea de fraternidad, además de la función mencionada, también ha servido en Francia para construir una idea o un proyecto nacional determinado; es decir, ha operado como relato, mito fundacional o narrativa legitimadora en el plano político. Obviamente, esto solo ha ocurrido allí, y por eso la idea de fraternidad es, en gran medida, inexportable. Segunda, porque la idea de solidaridad, además de la dimensión personal indicada, coincidente con una acepción de la fraternidad y con la igualdad real y efectiva, cuenta con una relevante dimensión de búsqueda de equilibrios territoriales dentro de un mismo Estado. Una dimensión que, evidentemente, no puede compararse entre un Estado fuertemente unitario como el francés y otro profundamente descentralizado como el español. La solidaridad territorial se emparenta, como una especie concreta y desde este enfoque, con la igualdad real y efectiva entre grupos, pero apenas con la idea de fraternidad.

A su vez, la solidaridad territorial tendría dos grandes manifestaciones. Una es la que acoge expresamente la Constitución española, que es la del equilibrio económico[59] («vasos comunicantes» es la expresiva metáfora del Tribunal Constitucional en el FJ 3 de su STC 16/2003 —en relación con el hecho singular canario—) entre las diferentes comunidades (en última instancia, la del equilibrio de lo que aportan y reciben del Estado todos los ciudadanos con independencia de donde residan). Pero la solidaridad que aparece genéricamente como principio fundamental de la organización territorial del Estado en el art. 2 CE funda la dimensión mencionada, y también otra que apenas aparece, sin embargo, en la Constitución: la de la lealtad federal, que reclama un comportamiento de Estado central y comunidades autónomas que, sin merma de los propios intereses y competencias, promueva el interés conjunto del Estado global.

Solidaridad no solo significa que las diversas personas y grupos tengan los mismos derechos y deberes, sino que se tratan y perciben, desde el respeto de sus diferencias, como una sola comunidad real y efectiva. «Solidaridad» está relacionado con «solidez»[60]. La solidaridad no tiene el valor sentimental de la fraternidad para exaltar (y exigir, porque se concreta en un conjunto de deberes) la unión, desde la diferencia, entre los miembros de una comunidad, pero cumple esta función mejor que el principio de igualdad. Por otro lado, frente a la igualdad, la solidaridad enfatiza, sobre todo, aunque no solo, la dimensión de redistribución económica, un deber de auxilio entre comunidades dentro de un mismo Estado (un nivel común en la prestación de los derechos sociales), y no tanto la del reconocimiento de las diferencias, algo que va ínsito en el principio constitucional de prohibición de discriminación por determinadas causas (género, orientación e identidad sexuales, etnia, etc.). La solidaridad, o podríamos decir mejor, su entendimiento actual (porque, como la fraternidad, ha conocido diversos estadios evolutivos), en el marco de una Constitución que reconoce vigorosamente la igualdad, se caracteriza por ser, sobre todo, la expresión contable tanto de la fraternidad como de la igualdad. Y, por otro lado, mientras la solidaridad (equivalente aquí a la igualdad real) evoca un movimiento centrípeto, la igualdad (entendida como prohibición de discriminación) remite a un movimiento centrífugo.

V. CONCLUSIÓN: LA FRATERNIDAD «DE LOS MODERNOS» ES TAN CARACTERÍSTICA DE LA TRADICIÓN CONSTITUCIONAL FRANCESA COMO AJENA DE LA ESPAÑOLA[Subir]

La narrativa política, y también jurídica (aunque menos), de la fraternidad ha jugado, pues, un papel relevante en el constitucionalismo francés[61]. No tan relevante como las ideas de libertad y de igualdad, ciertamente, construida tras un «largo bricolaje» (‍Ozouf, 1993: 4356), pero significativo al fin. La «invención» reciente, tras la decisión del Consejo Constitucional examinada, de su valor como principio jurídico-constitucional apto para deducir criterios concretos de resolución de casos, incluso con los límites, riesgos y matices expuestos, confiere a un principio antiguo una nueva juventud. En 2018 se ha vuelto a reinventar un concepto que ha conocido en la fascinante tradición constitucional francesa diversos rostros.

Sin embargo, es llamativo observar cómo, a pesar de que el constitucionalismo español, como tantos otros continentales, se construye en el siglo xix fundamentalmente a partir del modelo francés (con breves, pero interesantes, incrustaciones de los patrones anglosajones), no acoge, sin embargo, de modo significativo el concepto de la fraternité, quizá porque nunca llegaron a triunfar aquí de modo estable movimientos tan radicalmente revolucionarios como los franceses. Esto nos vuelve a remitir al sentido combativo del concepto, especialmente fértil en los procesos políticos de cambio —paradójico al referirse, por cierto, a un sentimiento de amistad: la fraternidad política se entiende solo frente a los que no forman parte de esa familia—. La fraternidad solo tiene sentido si se da un cierto umbral de libertad y de igualdad en el seno de una sociedad. Más tarde, en el siglo xx la sustitución de la idea de fraternidad por la de solidaridad ha terminado por impedir que la planta de la fraternidad arraigara en el jardín de las ideas jurídico-constitucionales españolas[62]. De modo que la fraternidad sigue siendo, por razones históricas, uno de los mitos fundadores de la República, como bien atestigua su divisa, y del nacionalismo francés, pero (y quizá por ello mismo) ni tiene ni cabe esperar que tenga en el futuro papel alguno como argumento jurídico-constitucional (e incluso político) en el constitucionalismo español. Disponiendo ya, por el lado de la «redistribución» que exige la justicia, de las ideas de «solidaridad»[63] o «Estado social» para fundamentar los derechos sociales, o, mejor, la dimensión social de todos los derechos y principios fundamentales, y, por el lado del «reconocimiento» de la diversidad, de la noción de «dignidad» y de la de «igualdad y prohibición de discriminación» para anclar la exigencia de respeto, tolerancia e incluso aprecio de cualquier tipo de diversidad personal o social, el concepto de fraternidad no parece contar con espacio alguno para crecer entre nosotros[64]. Así pues, los esfuerzos deben concentrarse en defender un papel creciente de la solidaridad; porque, como sugiere Stefano Rodotà (‍2014: 10), parafraseando a Rosa Luxemburgo, «solidaridad [añado yo: a la que en Francia también se conoce como fraternidad] o barbarie».

NOTAS[Subir]

[1]

Quisiera agradecer a los profesores Olivier Lecucq y Hubert Alcaraz, del Institut d’Etudes Ibériques et Ibérico-américaines de la Universidad de Pau la amable ayuda que me prestaron durante la estancia de investigación que realicé allí en diciembre de 2012. El agradecimiento debe hacerse extensivo al profesor F. J. Matia, que financió parcialmente el stage con cargo al proyecto de investigación I+D DER2008-00185 sobre Pluralidad de ciudadanías y participación democrática, concedido por el MCI. Tampoco puedo olvidar la ayuda de Camino Vega, directora de la biblioteca de la Facultad de Derecho de la Universidad de Valladolid. Ni a la profesora Elise Carpentier, siempre tan gentil. Culminé este artículo durante el confinamiento domiciliario por la pandemia de la covid-19; quisiera dedicárselo a todas las personas que arriesgaron su salud por defender la de los demás, en particular, al personal sanitario y a mi mujer, Pilar del Río, médica de familia, por su compromiso y generosidad.

Todos los textos franceses que se citan en este estudio son traducción personal del autor.

[2]

Extraído de Canivet (‍2011: 4).

[3]

La difusión de la idea política de fraternidad en los países cultural e históricamente vinculados a Francia merecería un trabajo específico; en cualquier caso, es palmaria, ya que se reconoce incluso en varios textos constitucionales, como en el art. 4 de la Constitución de Haití o en el preámbulo de la Constitución de Camerún, entre otros. La fraternidad es invocada incluso fuera del ámbito de la francofonía. ¿Cómo olvidar, en este último sentido, el art. 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros»? Bien es cierto, sin embargo, que la referencia a la fraternidad en el texto de ese artículo proviene directamente de la intervención de un jurista francés, R. Cassin (‍Glendon, 2011: 118).

[4]

El trabajo de Domènech no versa directamente, empero, sobre el concepto francés de fraternidad, sino que, tomándola como hilo conductor, se propone, como anuncia el propio subtítulo del libro, construir «una revisión republicana de la tradición socialista».

[5]

De «inventor» de la trilogía republicana le califica Michel Borgetto (‍1997: 33). Robespierre, en su discurso a la Guardia Nacional de 18 de diciembre de 1790, en la Sociedad de Amigos de la Constitución de Versalles, les animaba a que llevaran en su pechera estas palabras: «El Pueblo francés», y debajo: «Libertad, igualdad y fraternidad». Por su parte, Camille Desmoulins escribe en su periódico «Les révolutions de France et de Brabant», a propósito de la fiesta de la federación de guardias nacionales del 14 de julio de 1790 (conmemorativo de la toma de la Bastilla el año anterior), en el que La Fayette presta juramento ante la nación «por los vínculos indisolubles de la fraternidad», y que, «después del juramento, fue un espectáculo ver a los soldados-ciudadanos precipitarse en un abrazo colectivo prometiéndose “libertad, igualdad y fraternidad”» (‍Bosc, 2010, consultado el 9 de mayo de 2020). La cercanía del origen histórico de la fraternidad de los modernos a la Guardia Nacional remite a su significado primigenio de «fraternidad en armas».

[6]

Naturalmente, la bibliografía francesa sobre la fraternité es más abundante que la española. Quizá cabría destacar, en principio, dos monografías, una más histórica, la de M. David (‍1987), y otra de corte netamente jurídico, por parte del mayor especialista francés en la materia, M. Borgetto (‍1993). No obstante, este último se queja en la primera página de su estudio de que, a diferencia de la libertad y de la igualdad, la idea de fraternidad «apenas haya sido objeto de la atención de los juristas».

[7]

Así lo sostiene, por ejemplo, Victoria Camps (‍2018: 141). A su juicio, el socialismo francés de 1848 es anticlerical, pero con fuertes raíces religiosas.

[8]

Michel Borgetto (‍1997: 26) lo expresa con claridad conceptual: «Esta fraternidad es más que una fraternidad religiosa fundada en la filiación entre el Creador y las creaturas; es más que una fraternidad filosófica basada en la identidad natural de todos los seres humanos. Ella es, sobre todo y ante todo, una fraternidad política fundada sobre la pertenencia a una misma colectividad. Una colectividad que, por definición del discurso, descansa necesariamente sobre la libertad y la igualdad».

[9]

Por eso no comparto la interpretación de uno de los mayores estudiosos italianos del concepto de fraternidad, Filippo Pizzolato (‍2013: 201), para quien esta supone «el reconocimiento del carácter genuinamente relacional de la condición humana». La fraternidad no es la concreción de principios iusnaturales, sino un constructo ideológico para promover ciertos cambios en el orden político.

[10]

«La Patria es el lugar imaginario y privilegiado de la libertad y la igualdad» (‍Borgetto, 1997: 23). Dicho de otro modo: «Somos libres e iguales, por tanto, tenemos una Patria; nosotros tenemos una Patria, luego somos hermanos» (ibid.: 25).

[11]

De ahí la calurosa acogida que los revolucionarios franceses prestaron a los patriotas extranjeros: la República «proporcionará apoyo y recursos a todos los pueblos que quieran recobrar su libertad» (Décret de 19 de noviembre de 1792); el pueblo francés «es el amigo y aliado natural de los pueblos libres» (art. 118 de la Constitución de 1793), etc. (‍Borgetto, 1997: 35).

[12]

Como afirmara Robespierre (‍cit. por Borgetto, 1997: 37): «[…] el momento de la fraternidad ha llegado […] pero como hay enemigos de la libertad, que los aristócratas fraternicen entre ellos y los patriotas con los patriotas […]. Jamás la fraternidad puede existir si no es para los amigos de la virtud».

[13]

Discurso del rey de apertura de los Estados Generales de 5 de mayo de 1789: «Hombres de todas las edades, ciudadanos de todos los órdenes, unid vuestros espíritus y corazones y comprometeos a unir todos los nudos de la fraternidad» (‍David, 1987: 44).

[14]

«Lo más querido a nuestro corazón es que todos los franceses vivan como hermanos y que nada cuestione la seguridad que debe seguirse al acto solemne que acordamos hoy». De nuevo, los franceses como hermanos bajo el padre-rey, que se propone restañar las heridas abiertas por la Revolución.

[15]

Que se refiere a la «dulce fraternidad pública» de los que son conciudadanos, esto es, de los que comparten la igual ciudadanía (‍véase David, 1987: 26).

[16]

Tomo su esquema conceptual (2018: 129) como punto de partida, pero lo desarrollo de manera parcialmente diferente.

[17]

En un sentido semejante, Puyol González (‍2018: 96-‍99).

[18]

Una «ficción utópica», entendiendo por tal «una sociedad lo más perfecta posible presentada como modelo político ideal desde un punto de vista crítico y transformador» (‍Morel, 2009: 121).

[19]

Así definida, creo que políticamente la fraternidad solo podría, en su caso, operar plenamente, en la actualidad española, como munición ideológica de los nacionalismos de cualquier laya (véase, en un sentido semejante‍, Puyol González, 2018: 93). Puyol González sostiene que, en su sentido político, la idea de fraternidad contiene, en todo caso, «una llamada a la emancipación» (ibid.: 92).

[20]

Me parece evidente que falta aún por estudiar a la masonería como elemento fundamental del surgimiento del constitucionalismo liberal en los siglos xviii y xix en todo el mundo.

[21]

Casi siempre, gentes de comercio en ascensión política y social. No se admitía a no cristianos, a comediantes y a asalariados (‍David, 1987: 87). Marcel David (ibid.: 90) ofrece el dato, nada desdeñable, de que al menos doscientos diputados constituyentes de 1791 habían sido iniciados en los ritos de la masonería (aunque hubo más de mil cien diputados).

[22]

Nada mejor que las fiestas para la «fraternización», para exaltar el proyecto común y arreglar diferencias (‍David, 1987: 11). Rudolf Smend les otorga una gran utilidad para la «integración funcional» de una determinada comunidad política (‍1985: 79).

[23]

Entre otros: fijación de precios mínimos para productos de primera necesidad, supresión de los derechos feudales, redistribución a los municipios de los bienes usurpados por los señores, distribución de parcelas al campesinado, imposición progresiva o la obligación de la escolaridad gratuita.

[24]

Así, por ejemplo, Cabet (‍citado por Borgetto, 1997: 49): «La fraternidad es una religión que nos hace desear la felicidad de todos sin excepción y que nos permite sufrir las desgracias de cualquiera». O L. Blanc (‍citado por Camps, 2018: 141): «El socialismo es el Evangelio en acción». De ahí que no extrañe que diversos autores de este período reclamaran que la «fraternidad» debía ser el primer principio para enunciarse en la divisa republicana (‍Borgetto, 1997: 50 y ss.).

[25]

«Los ciudadanos deben concurrir al bien común ayudándose fraternalmente entre sí» y «La República debe, con una ayuda fraternal, asegurar la existencia de los ciudadanos necesitados, sea procurándoles trabajo en la medida de sus posibilidades, sea prestándoles, a falta de familia, recursos para quienes no estén en edad de trabajar».

[26]

Charles Guide, citado por Borgetto (‍1997: 77). El diputado conservador Charles Benoist (‍cit. por Borgetto, 1997: 78) sostuvo: «Inscribir en una fórmula política: Fraternidad, es lo mismo que inscribir: Abracadabra».

[27]

Confirmada, además, por la defensa del concepto y de sus orígenes cristianos por diversos pensadores católicos de la época: Brunetière, Goyau, etc. (‍Borgetto, 1997: 89 y ss.).

[28]

Manifiesto de 23 de marzo de 1871 (‍Borgetto, 1997: 93).

[29]

Ya en 1870 se lee en una carta de Henrik Ibsen (‍cit. por Rodotá, 2014: 22): «Libertad, igualdad y fraternidad no son la misma cosa que eran en los tiempos de la guillotina».

[30]

Detrás de la creación de este mercado único de granos y su libre circulación, se hallaba el propósito de abaratar los precios del pan; sin embargo, los propietarios especularon al alza, los precios aumentaron y se produjeron algaradas que fueron «fraternalmente» reprimidas (‍Bosc, 2010: 11).

[31]

El art. 76 de la Constitución (derogado en 1995) permitía a «los territorios de Ultramar» mantener su estatus, transformarse en departamentos de Ultramar o convertirse en Estados miembros de la Comunidad Francesa. La mayoría de los territorios optaron por esta última fórmula, de modo que, en gran medida, el art. 72-‍3 vigente ha perdido mucha utilidad (‍Borgetto, 2003: 252).

[32]

El resumen del caso se extrae aquí del excelente comentario que el propio Consejo Constitucional hace de este en su página web (consultado el 20 de abril de 2020).

[33]

Le Monde, 19 de enero de 2018. Derrida construye gran parte de su esquema de pensamiento sobre la idea de «hospitalidad» (‍2003: 8), contrapuesta a la de «hostilidad». Todo hombre está obligado por un deber ético incondicionado de hospitalidad; las políticas de hospitalidad condicionan este principio, y por eso pueden considerarse insatisfactorias fórmulas de violencia.

[34]

Las penas por el llamado delito de solidaridad son graves: prisión de hasta cinco años y multa de 30 000 euros, que pueden elevarse a diez años de cárcel y 100 000 euros si concurren ciertas agravantes, si se trata de personas físicas, y multa de hasta 150 000 euros y medidas complementarias como la disolución, la suspensión de actividades y/o la confiscación, para las personas jurídicas.

[35]

Su transposición al derecho francés se produce mediante la Ley n.º 2003-‍1119, de 26 de noviembre de 2003, que cambia la redacción del art. L.622-4 CESEDA.

[36]

No se prevé esta posibilidad de inmunidad penal para la ayuda con ánimo de lucro (art. 1.a de la directiva) en ningún caso.

[37]

Decisión 96-‍377, de 16 de julio de 1996.

[38]

Idem.

[39]

Decisión 94-‍343, de 27 de julio de 1994. Aunque también ha señalado que no cabe incluir el «delito de solidaridad» entre los delitos de terrorismo (Decisión 96-‍377, antes citada).

[40]

Así lo hace observar, entre otros, V. Tchen (‍2018: 1787).

[41]

La redacción vigente de la norma es esta: «[…] no dará lugar a persecución penal […] la ayuda a la circulación o a la estancia irregulares de un extranjero en el caso de que se trate: […] 3.º De toda persona física o moral que, sin contrapartida directa o indirecta, haya proporcionado auxilio jurídico, lingüístico o social, o de otro tipo, con una finalidad exclusivamente humanitaria».

[42]

De triple «hito» hablan François-Xavier Millet y Jan-Herman Reestman (‍2019: 188). 1) Se activa un principio que muchos creían que tenía un exclusivo valor histórico; 2) una institución de justicia constitucional ha derivado consecuencias normativas concretas del principio de fraternidad en el campo de la inmigración ilegal de modo «potencialmente subversivo», y 3) esta decisión puede tener impacto sobre el entendimiento del principio de solidaridad en el ámbito europeo.

[43]

Jérôme Roux (‍2018: 1784) califica este aserto de «curioso», «alambicado» y «demasiado evasivo».

[44]

J. Roux (‍2018: 1782) se refiere, en este mismo sentido, a «una aplicación matizada de la nueva norma constitucional».

[45]

J. Roux (‍2018: 1784): «Al descender del limbo de los valores morales para aterrizar en el suelo áspero del derecho positivo, la fraternidad pierde su majestad y se ve sometida a la prueba corrosiva de la conciliación con otros derechos y principios del mismo rango».

[46]

Millet y Reestman (‍2019: 189) leen la aplicación del principio de fraternidad en la decisión como un triunfo de la visión más universal del concepto frente al más estrictamente nacional. Lo conectan con el deber de hospitalidad del que hablara I. Kant. «El concepto de fraternidad que subyace a la Decisión de 6 de julio de 2018 parece estar más cerca del principio de dignidad humana que a una idea de parentesco nacional» (op. cit.). Coincido, pero no hay que olvidar que lo que se sustanciaba en el caso eran, justamente, los límites de la defensa de la soberanía, el territorio y la nacionalidad franceses frente a los extranjeros en situación irregular, sobre todo inmigrantes económicos. La introducción de la noción constitucional de «orden público», como observa Tchen (‍2018: 1789), y la defensa del carácter «sagrado» de las fronteras nacionales, equilibra la posible visión «universal» de la fraternidad. La dimensión de este principio más afectada por la decisión es la social, esto es, la ayuda que cabe prestar a personas en situación de vulnerabilidad.

[47]

Aludiendo a la «fecundidad a priori ilimitada del principio de fraternidad», concluirá: «[…] el derecho es la más poderosa de las escuelas de la imaginación».

[48]

Millet y Reestman hacen coincidir sustancialmente la «fraternidad» y la «solidaridad» como fundamento de todos los derechos sociales y, a partir de ahí, observan la «enorme potencia jurídica de un principio moral o político» como el de fraternidad (‍2019: 190). De este principio podrían derivarse una miríada de derechos sociales para todos, de una manera particularmente «desequilibrante» (op. cit.).

[49]

Para K. Marx, la divisa sentimental de la fraternidad no es otra cosa que el camuflaje de la realidad de la lucha de clases. Marx se refiere a la fraternidad con sarcasmo indisimulado, como «abstracción benevolente de los antagonismos de clases, equilibrio sentimental de intereses contradictorios de clases, exaltación entusiasta por encima de la lucha de clases» (‍cit. por Borgetto, 1993: 349).

[50]

La hermandad femenina es la «sororidad», palabra aceptada por la RAE desde 2018 como «relación de solidaridad entre las mujeres, especialmente en la lucha por su empoderamiento». El término «fraternidad» no se refiere solo a varones, por lo que «fraternidad» y «sororidad» no parecen, en principio, simétricos y antitéticos, pero sí habría un fraternidad solo de mujeres en clave de lucha feminista que se llamaría «sororidad». Esta es también es «amistad o afecto entre mujeres», del mismo modo que la «fraternidad» es, en general y sin género, la «amistad o afecto entre hermanos o entre quienes se tratan como tales», pero el diccionario de la RAE no incluye una definición política de la fraternidad y sí lo hace respecto de la sororidad feminista. En cualquier caso, coincido con Puyol González (‍2018: 92) en que no cabe derivar sin más el contenido de un concepto de su etimología.

[51]

Es conocida su larga tradición en el campo del derecho de obligaciones ya desde el derecho romano. Ser solidario es pertenecer a un conjunto in solido, es decir, «al conjunto». Todos los deudores asumen toda la obligación contraída y todos los acreedores disponen del derecho a exigir el cumplimiento de toda la obligación.

[52]

Se suele atribuir al socialista Pierre Leroux la acuñación del concepto en su obra De l’humanité (1840). En el ámbito propiamente jurídico, es León Duguit (sobre todo en su Manual de Derecho Constitucional, 1921) quien populariza el concepto (‍Tajadura, 2010: 16 y ss.; ‍Borgetto, 1993: 382 y ss.).

[53]

De acuerdo con el art. 2 TUE, la solidaridad es un rasgo definitorio de la sociedad europea. La Carta de Derechos Fundamentales la convierte en «valor fundamental» de la Unión Europea y le dedica un capítulo entero, el cuarto (arts. 27-‍38), donde se incluyen derechos laborales, protección de la familia, derechos a la seguridad social y a ayudas sociales, protección de la salud, del medio ambiente y de los consumidores. Gran parte del contenido históricamente asociado en Francia a la fraternidad antes de que el vocablo solidaridad estuviese disponible. Curiosamente, la Carta ubica uno de los derechos sociales/prestacionales típicos y tempranamente reconocidos (ya en el proyecto de Constitución de 1793), el de educación, en el capítulo II, de las libertades, de modo que se sobrepone la dimensión liberal de este derecho por encima de la social.

[54]

Es interesante ver en este sentido, como ejemplo, proporcionado por Joana Abrisketa (‍2018), «el déficit de solidaridad» en la jurisprudencia del Tribunal de Justicia sobre la reubicación de los refugiados. Un déficit que afecta a los inmigrantes y refugiados, pero también a los Estados miembros de la Unión por donde entra un mayor número de extranjeros respecto del resto.

[55]

«Uno se solidariza con aquellos a quienes falta algo esencial o importante; uno demuestra mantener una relación fraterna con otros si coopera y desea cooperar sinceramente con ellos, si es capaz de responder a sus peticiones y ayudarles si es preciso […], en ambos casos debe haber una actitud, una predisposición sincera a colaborar».

[56]

Esta es una de las ideas centrales de su tesis doctoral (1993). Retomando una expresión de Lamartine de la fraternidad como «pasado, presente y futuro» de la solidaridad, considera (ibid.: 13) que la fraternidad es el pasado como concepto previo al de solidaridad, presente porque la solidaridad es una manifestación de la fraternidad y futuro porque la fraternidad está llamada a eliminar los problemas de burocratización y falta de humanidad que plantea la solidaridad, introduciendo —de nuevo— la dimensión humana y afectiva que la solidaridad no tiene.

[57]

El informe de la Comisión de Expertos para la revisión del modelo de financiación autonómica, que fue designada por mandato de la Conferencia de Presidentes Autonómicos de 17 de enero de 2017, concluye, sin embargo, que el modelo de financiación vigente es «crecientemente complejo» (junto con el fondo mencionado, hay otros instrumentos al servicio de la solidaridad: el Fondo de Garantía de Servicios Públicos Fundamentales, el Fondo de Suficiencia Global y los Fondos de Convergencia), pero «no resuelve los problemas de equidad subyacentes» (‍2017: 1). El funcionamiento del sistema origina diferencias inaceptables de financiación por habitante (ibid.: 65). En el caso de las comunidades forales, la diferencia a favor de estas hace que no sean solidarias de modo alguno, por no hablar de la opacidad del cálculo del cupo (ibid.: 66).

[58]

Lucas (‍1993: 27), por ejemplo: «Una vez reconocida jurídicamente la igualdad, ¿por qué, sino a efectos retóricos, acudir a la solidaridad?».

[59]

En este sentido, también Javier de Lucas (‍1994: 26). Se ha criticado por la doctrina (por ejemplo‍, Eduardo Sanz, 2018: 72) el marcado carácter económico de la solidaridad en el texto constitucional español, pero, desde mi punto de vista, esto es inherente a su condición. Para la dimensión de diálogo entre grupos distintos dentro de la misma comunidad estatal, ya están otros principios constitucionales. La cuestión no está en el carácter economicista de la solidaridad, sino en regular adecuadamente los mecanismos para su cumplimiento eficaz.

[60]

La solidaridad evoca cohesión, interdependencia, comunidad de intereses o de destino. Es pertenecer a un mismo conjunto; es lo que distingue a una sociedad de una multitud (‍Comte-Sponville, 1995: 126).

[61]

Guy Canivet (‍2011: 3) las sintetiza así: concepto filosófico en el espíritu de las Luces; inspiración y conquista política de la Revolución; pacto de combate contra la reacción aristocrática bajo el Terror jacobino; impronta de los valores cristianos en el ideal republicano de 1848; portador de los valores sociales del Estado providencia del siglo xix y vector del universalismo y cosmopolitismo inspiradores de la descolonización del siglo xx. Como ya expuse, tengo una visión menos lírica y complaciente con esta última función. Para Canivet (op. cit.), los «enemigos» de la idea de fraternidad han sido la aristocracia, el positivismo, el laicismo, el tradicionalismo, el marxismo, el liberalismo, el fascismo y el nacionalismo. A estos factores yo añadiría la monarquía.

[62]

Cuestión distinta es su posible uso en el plano de la ética. Usos que pueden ser, a priori, insospechados. Por ejemplo, como hace Moyano (‍2018: 191), para defender una fraternidad política con los animales en cuanto «miembros de una clase social oprimida, ciudadanos que comparten con los humanos espacios comunes y por la dimensión ecológica de la convivencia». Defiende una relación con los animales no paternalista, sino fraterna. Si ya la familia que permite componer, entre humanos, la idea de fraternidad me parecía bastante disfuncional y extraña, sobre esto ni me pronuncio.

[63]

Comparto la tesis de Victoria Camps (‍2018: 144): «El intento de recuperar la fraternidad es un intento estéril. ¿Qué puede decirnos la fraternidad que no lo diga ya el concepto de solidaridad?».

[64]

Por supuesto, cabe defender lo contrario, como hace, por ejemplo, Ángel Puyol González en su obra.

Bibliografía[Subir]

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