RESUMEN

El artículo analiza las perspectivas de dos mecanismos jurídicos de control supraconstitucional de las leyes en los sistemas regionales de protección de los derechos humanos: el control de convencionalidad y la reparación social transformativa. Se realiza un aporte original a la teoría política normativa y la filosofía política, al analizar la manera en que estas innovaciones jurídicas propias del sistema interamericano pueden contribuir a la consolidación de la gobernanza global y el cosmopolitismo. El documento analiza los aportes del control convencional a la moderna teoría del Estado, describe el sistema de las fuentes de dicho control y el régimen de la tutela de los derechos y libertades. Plantea las posibilidades de una hipotética jurisdicción continental a partir del desarrollo jurisprudencial de estas dos herramientas jurídicas y la forma en que se aproximan a un ideal de justicia económica internacional.

Palabras clave: Gobernanza global; cosmopolitismo; control de convencionalidad; justicia global.

ABSTRACT

The paper analyzes two legal mechanisms of suprastate control in the Regional Systems for the Protection of Human Rights: Control of Conventionality and the Transformative Social Reparation. From the philosophical and historical analysis, the way in which these legal innovations, typical of the InterAmerican System for the Protection of Human Rights, can contribute to the consolidation of global governance and cosmopolitanism is analyzed. The document analyzes the contributions of the conventional control of the laws to the modern theory of the State, describes the system of the sources of said control and the regime of the protection of rights and liberties. It raises a hypothetical continental jurisdiction based on the possibilities that these two legal tools offer to the ideal of international economic justice.

Keywords: Global governance; cosmopolitanism; control of conventionality; global justice.

Cómo citar este artículo / Citation: Duque Silva, G. (2021). Del control constitucional al control de convencionalidad: pasos jurídicos hacia la consolidación de instituciones de gobernanza global. Revista Española de Derecho Constitucional, 123, 167-‍201. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/redc.123.06

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. DESARROLLO HISTÓRICO DEL CONTROL DE CONVENCIONALIDAD, FUENTES DE SU LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD
    1. 1. Génesis del control de convencionalidad
    2. 2. Virtuales tensiones entre soberanía, democracia y la justicia supranacional
  5. III. LA REPARACIÓN SOCIAL TRANSFORMATIVA: COMPLEMENTO IDEAL DEL CONTROL DE CONVENCIONALIDAD
    1. 1. Desarrollo jurisprudencial de la reparación social y la restitución integral
    2. 2. De la reparación individual a la reparación a los pueblos y comunidades
  6. IV. LÍMITES Y OPORTUNIDADES DEL CONTROL DE CONVENCIONALIDAD Y LAS REPARACIONES SOCIALES TRANSFORMATIVAS EN EL MARCO DE LA CRISIS DE LA COVID-19
    1. 1. Control de convencionalidad para derechos civiles y políticos en medio de la pandemia
    2. 2. Presente y porvenir del control de convencionalidad y de las reparaciones sociales transformativas con base en el desafío de la Covid-19
  7. V. CONCLUSIÓN
  8. NOTAS
  9. Bibliografía
  10. Sentencias

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

En tiempos de crisis globales, como los que atravesamos a inicios de la tercera década de este siglo, cobra especial vigencia el desafío de hallar herramientas jurídicas internacionales que hagan frente a las injusticias que viven los seres humanos en cuanto tal; es decir, más allá de la adscripción a una ciudadanía específica y de la circunscripción de la soberanía a los Estados y sus órdenes constitucionales. La crisis global demanda soluciones y herramientas jurídicas globales, que todavía están por perfeccionarse.

Aunque el sentido de urgencia que imprime la crisis sanitaria es nuevo, la búsqueda de una fuente soberana supraestatal que corrija los excesos de los Gobiernos y haga frente a las relaciones de injusticia que afectan al ser humano no ofrece ninguna novedad; ha estado presente en diferentes debates filosóficos modernos y contemporáneos, desde Kant y su ensayo sobre la paz perpetua hasta los más recientes análisis de defensores del cosmopolitismo como David Held (‍2005) o Tomas Pogge (‍2005). Lo que ha puesto de relieve la crisis actual de la covid-19 es que el enfoque Estado-céntrico de la soberanía sigue predominando como fuente predilecta de las leyes y providencias que buscan corregir las situaciones de injusticia; mientras que los niveles supraestatales de gobernanza como el de la UE o los sistemas regionales de protección de derechos humanos se han visto desbordados por una oleada de demandas que no encuentran en ellos una respuesta sólida; con instituciones y herramientas legítimas de intervención extraestatal (‍Acevedo y Santander, 2020: 256).

La razón de este incipiente desarrollo de la gobernanza global que se devela hoy se debe, en parte, a que en las últimas décadas el debate sobre las fuentes de una justicia internacional tocara sus límites o frenara su desarrollo al encontrarse con temas como la elección del modelo económico de los Estados y la pobreza que estos generan como una consecuencia indirecta. Cuando el cuestionamiento sobre la inequidad entre Estados se ha puesto sobre la mesa, se ha dado prioridad a la autodeterminación de las soberanías frente a las asimetrías económicas que se generan entre Estados y entre ciudadanos. A pesar de que la acumulación ilimitada de riqueza se reconozca como la principal causa para las violaciones de los derechos económicos y sociales, por ejemplo, en América Latina y África, esto no ha conducido a mecanismos jurídicos coactivos que contengan el ímpetu de algunas soberanías y contribuyan a corregir la desigualdad creciente que genera el capitalismo en el siglo xxi. Paradójicamente, el triunfo del liberalismo como doctrina ideológica basada en la libertad y la igualdad, por un lado, y la aceptación generalizada de los derechos humanos como sustancia ética en las relaciones entre Estados, por otro lado, no han logrado consolidar un sistema supraestatal que haga frente a la inequidad y a la pobreza absoluta, como sí ha sucedido con los derechos de primera y segunda generación. En consecuencia, los temas económicos han permanecido por fuera de los mínimos exigibles a los Estados por parte de las cortes y tribunales internacionales, y, en general, por el derecho internacional; ello a pesar de que, por ejemplo, la pobreza y el hambre constituyan una pandemia silenciosa que ha cobrado, de lejos, más vidas que el virus covid-19.

Muchas de las alternativas, plausibles en términos filosóficos, para plantear un constitucionalismo supraestatal han llegado a ser calificadas como excentricidades utópicas en el plano político internacional, por lo cual no han tenido repercusiones prácticas de consideración. En general, las propuestas que desafían el paradigma Estado-céntrico de la ciudadanía suelen correr con esta suerte; desde el año 2004, por ejemplo, el filósofo Thomas Pogge ha propuesto la creación de un impuesto global, el DRG, dividendo de recursos globales (‍2005), para superar la línea de pobreza que afecta, hasta el día de hoy, a 1300 millones de personas (‍Multidimensional Poverty Peer Network, 2019). La propuesta ha sido ampliamente criticada por autores como Nagel (‍2010) y Gustavsson y Miller (‍2020), quienes afirman que no es posible que un impuesto global sea legítimo, sin una fuente soberana extraestatal del tipo de un —improbable— Gobierno mundial, por un lado, y sin un vínculo moral afectivo con las personas pobres en el mundo, que sea más fuerte que la empatía que sostiene cualquier ciudadano con sus connacionales, su familia o sus amigos, por otro lado. Lo desconcertante de las críticas a Pogge es que, después de una década de desestimaciones que calificaban su impuesto DRG como un imposible, el mismo esquema propuesto por este autor ha sido empleado en la creación, en 2012, de la tasa Google; un impuesto global (‍Redondo, 2012: 57) a las empresas digitales con el que la UE busca recaudar 1300 millones de euros por año, que, al lado de la tasa Tobin sobre la compraventa de acciones, que opera desde 2009, y las tasas de carbono, así como la reciente discusión sobre la creación de un impuesto a las grandes empresas que operan en la UE (‍Hahn, 2020), demuestra que los impuestos globales, finalmente, sí eran viables: siempre que no se dirigiesen a corregir la pobreza extrema en el mundo, como lo propone Pogge, sino, al menos por ahora, a salvar la economía europea.

Por su parte el filósofo alemán Jürgen Habermas también llegó a plantear una nueva «heterarquía global» (‍2008; ‍2013) para modelar una esfera pública internacional en la que se sometiera al escrutinio continental el problema de la acumulación de riqueza, la política «interior global» de los Estados y la violación de derechos humanos que estos pudieran generar en otros países. En la práctica, esta propuesta no ha tenido mayores repercusiones y en un momento, en 2005, llegó a vincularse con la iniciativa de una constitución europea en parte por la decisión del mismo Habermas, que, como sabemos, no logró cristalizar sus resultados.

La filósofa Cristina Lafont (‍2016; ‍2020) también sumó su perspectiva al debate sobre la justicia distributiva internacional y propuso en múltiples ocasiones una reforma a las instituciones financieras globales, específicamente el FMI y el BM, las cuales, según Lafont, deberían hacer valer sus orígenes fundacionales como instituciones de derechos humanos, pues fueron conformadas jurídicamente como tal. En la práctica, ni siquiera la emergencia sanitaria ha impactado en el actuar del FMI para transformarse en un organismo de derechos humanos como propone Lafont, de hecho, la entidad no ha dejado de concebir sus ayudas frente a la covid-19 en los términos de créditos y deudas para los Estados que las soliciten.

No se pretende realizar aquí un resumen de las múltiples propuestas contemporáneas de sujeción internacional a las soberanías que han surgido desde antes de la pandemia, solo basta decir que en la filosofía política contemporánea se han planteado numerosas propuestas en beneficio de ideales de justicia económica supraestatal. Muchas de estas alternativas, al dirigirse al interés humanitario de erradicar la pobreza y no a la muy actual consigna de salvar las economías, han representado poco más que un brindis al sol en términos de realización práctica. Aún hoy, cuando más se necesita de ellas, siguen constituyendo elementos decorativos que recuerdan «cómo deberían ser las cosas», en un marco real y obsceno de crecientes desigualdades. Por el momento, las propuestas para perfeccionar mecanismos coactivos internacionales que afronten la injusta distribución de la riqueza no se han logrado materializar; como consecuencia de esto, el cosmopolitismo no ha dado el paso de corriente utópica a ideología política. Un hecho que hoy, en medio de una crisis mundial, se hace notar con mayor énfasis, teniendo en cuenta la necesidad de respuestas globales, jurídicamente obligantes, para los Estados que afrontan de peor manera las consecuencias de la pandemia.

No obstante el incipiente desarrollo de la gobernanza global[1], es posible que la crisis sanitaria actual impulse el paso hacia un constitucionalismo supraestatal en un mediano plazo, al dotar de urgencia la búsqueda de mecanismos jurídicos globales. La hipótesis que sostiene esta afirmación indica que las mismas herramientas de gobernanza global que hoy demanda la ciudadanía en medio de la crisis sanitaria podrían ayudar a consolidar un constitucionalismo supranacional y, a partir de ello, a saldar las brechas económicas que existen entre las naciones más ricas y poderosas y los países que han vivido, por décadas, en la cuarentena que impone la pobreza.

En este artículo se revisará una alternativa viable de sujeción jurídica internacional a las soberanías, en beneficio de la efectividad, la garantía y el cumplimiento de los derechos humanos; especialmente, los derechos económicos y sociales. La investigación que precede a este documento permitió hallar dos mecanismos jurídicos de reciente creación en la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, con un enorme potencial para impulsar acciones internacionales correctivas de situaciones de injusticia sobre derechos sociales y económicos: el control de convencionalidad y la reparación social transformativa. Estas herramientas constituyen una semilla con la capacidad para modelar una autoridad continental de gobernanza en materia de derechos humanos. Veremos por qué la creación de estas figuras y los hechos históricos y jurídicos que acompañan representan la principal apuesta jurídica que se puede hallar hoy para la consolidación de poderes coactivos supraestatales.

El documento se divide en tres apartados. En el primero se realiza una reconstrucción histórica del mecanismo jurídico del control de convencionalidad en el marco del desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos y su proceso de constitucionalización. En un segundo apartado se analizará el potencial de la reparación social transformativa al aplicarse, prospectivamente, en derechos económicos y sociales. En el tercer apartado se analizan las limitaciones y potencialidades del control de convencionalidad y de la reparación social transformativa en el marco de la crisis de la covid-19 en América Latina: un escenario que sirve de «laboratorio social» para proyectar el alcance que estas dos estrategias tendrían como mecanismos de control supranacional de los derechos humanos.

II. DESARROLLO HISTÓRICO DEL CONTROL DE CONVENCIONALIDAD, FUENTES DE SU LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD[Subir]

En este apartado se realiza una reconstrucción de los hechos que, desde 1948 hasta 2006, conducen, en un primer momento, a la conformación del sistema americano de protección de los derechos humanos, y, en segunda instancia, a la creación del mecanismo de control de convencionalidad. Se detalla el proceso por el cual surge esta figura, y su sistema de fuentes, en respuesta a la necesidad de derogar leyes de autoamnistía que vulneraban los derechos humanos de los latinoamericanos, bajo la complicidad de varios de los Gobiernos de Estados que, no obstante haber firmado el Pacto de San José, hacían una transición a la democracia escondiendo sustanciales cuotas de impunidad, bajo un velo de legalidad formal.

A partir de 1948, con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se logra cierto consenso internacional respecto a las obligaciones generales de los Estados frente a la garantía de los derechos humanos; esto ha definido, según el derecho internacional de los tratados y el derecho constitucional, cuatro elementos frecuentemente citados como componentes de los deberes esenciales del Estado con los derechos humanos: el primero y el segundo son el deber de prevenir violaciones y respetar los derechos humanos, el tercero es abstenerse de cometer actos que vulneren los derechos humanos, y, finalmente, el tomar medidas para promover el respeto a estos derechos fundamentales. El tipo de protección que da lugar a estas obligaciones del Estado es in genere, no es correctiva, sino preventiva, y no está centrada en las víctimas, sino que se dirige al conjunto de ciudadanos miembros de un Estado bajo criterios de igualdad jurídica. Al tratarse de obligaciones negativas que atribuyen un papel pasivo al Estado, la doctrina internacional partía de la idea según la cual la unidad política soberana garantiza, per se, los derechos humanos a sus asociados. Es decir, que asumía que la situación de normalidad es la prevalencia del respeto y cumplimiento de los derechos humanos, mientras que lo excepcional era la vulneración de estos. Estos cuatro elementos; prevenir, respetar, abstenerse y promover, predominaron durante las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado como los principios que reunían las obligaciones generales de los Estados con los derechos humanos, sin embargo, las experiencias particulares vividas en América Latina, por causa de los regímenes dictatoriales, plantearon un panorama en el que la excepción se presentó como la regla y esto influyó de forma determinante en el curso de la historia de la jurisdicción latinoamericana y el derecho internacional de los derechos humanos.

Los Gobiernos dictatoriales en varios países de Latinoamérica practicaron de forma sistemática la desaparición forzada, la privación ilegal de la libertad, las detenciones arbitrarias en centros clandestinos, la tortura y las ejecuciones extrajudiciales; bajo una fachada de legalidad formal que se arrastraría hasta los procesos de transición a la democracia. Iniciada la década de los setenta no había un marco normativo internacional, una tipificación o clasificación del delito de la impunidad. Ninguna instancia o jurisdicción regional o internacional se planteaba el derecho a la verdad o el equivalente a una obligación positiva del Estado para corregir una situación permanente de violación de derechos humanos, cuando esta era originada y promovida desde instituciones del mismo Estado. Los crímenes de Estado en Latinoamérica desafiaban los presupuestos del derecho internacional de los derechos humanos, al menos hasta 1969. Algunas conductas que el derecho moderno encontraba excepcional eran parte de la regla o lo normal en Latinoamérica, entonces, una vez pasó la ola antidemocrática en la región, no hubo herramientas jurídicas para abordar una transición con criterios jurídicos universalmente válidos para afrontar, por ejemplo, las leyes que promovían la impunidad. Por ello, bajo el amparo de las modificaciones a las leyes y las constituciones, los Gobiernos dictatoriales pudieron aparentar que, bajo su Administración, el Estado cumplía con las obligaciones mínimas y pasivas de prevenir, abstenerse, respetar y promover los derechos humanos.

En 1969, con el Pacto de San José, y particularmente desde 1985, cuando inicia labores la Comisión y Corte IDH, se generó una transformación radical en la fundamentación de las obligaciones del Estado derivadas del tratamiento, con buena praxis, de la impunidad y sus delitos asociados (‍Giannino, 2019: 27). El viraje de enfoque se debe al paso de un paradigma de protección in genere a un modelo de protección centrado en las víctimas, definidas e individualizadas. La presunción en este enfoque es que la normalidad de respeto a los derechos humanos, que exige deberes desde un rol pasivo, convive con la excepción de su violación sistemática y con la impunidad. La Convención Americana creaba de esa manera un sistema regional de protección de los derechos humanos que respondía a la necesidad de un marco especial de justicia transicional que reclamaba del Estado deberes positivos, novedosos en comparación con el marco jurídico europeo y anglosajón, y un régimen de tutela de derechos enfocado en las víctimas. Los primeros casos atendidos por la Corte IDH, casi todos relacionados con desapariciones forzadas, obligaron a los Estados involucrados a emprender acciones para investigar, sancionar y reparar a las víctimas y a los familiares de desaparecidos por la violación continuada de derechos de la Convención, como el derecho a la libertad personal, a la integridad física y la vida, y a gozar de garantías y protección judiciales. Luego de treinta años de ejercicio, el sistema interamericano ha generado una rica jurisprudencia sobre la transición de los regímenes dictatoriales a la democracia, la Corte IDH ha aportado principios esenciales que fundamentan al sistema internacional de protección de derechos humanos y normas de ius cogens en materia de impunidad.

En 2005 la jurisprudencia de la Corte IDH fue reconocida en una síntesis de los fundamentos del derecho transicional de las víctimas y pasó a ser parte de los principios del derecho internacional de los derechos humanos a través de la aprobación en la 64 Asamblea General de la ONU. En el documento «Principios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones de 2005», el sistema internacional de protección de los derechos humanos adoptó el sustrato conceptual de dos décadas de jurisprudencia de la Corte IDH en materia de derecho de las víctimas. Se instaló desde ese momento un marco normativo especial fundamentado en tres derechos de las víctimas promovidos desde la Corte IDH; el derecho a la verdad, el derecho a la justicia y el derecho a la reparación. Del mismo modo, se establecieron nuevas obligaciones positivas del Estado: el deber de investigar los actos de violación a los derechos humanos, sancionar a los responsables y reparar a las víctimas a través de la restitución de las condiciones de las cuales gozaba el afectado antes de la violación de derechos y la indemnización por el daño moral y material causado. Asimismo, se obligó desde ese momento a los Estados a encontrar medidas para garantizar la no repetición de la vulneración del derecho.

Desde la aceptación universal de Principios de 2005, la Corte IDH ha generado más acciones para perfeccionar este marco de responsabilidades y obligaciones positivas del Estado. De manera paulatina, los casos derivados de los períodos dictatoriales de varios países latinoamericanos han ido cediendo atención a otras problemáticas. La influencia de la Corte IDH ha sido notable para transformar los órdenes constitucionales de la región hacia sistemas más garantistas, particularmente en la extensión del derecho de amparo y en la defensa de derechos civiles y políticos (‍Ferrer MacGregor, 2006: 42). En la última década, se delinea con mayor claridad la conformación de una jurisdicción contenciosa latinoamericana y la Corte IDH ha asumido un rol protagónico como guardián supraestatal de los derechos humanos.

En este contexto nace el control de convencionalidad y es aplicado, desde 2006, en la jurisdicción contenciosa de la Corte IDH directamente y a través de los jueces nacionales. El mecanismo consiste en obligar a las autoridades judiciales de los Estados a realizar un estudio de compatibilidad entre las propias leyes nacionales y la jurisprudencia de la convención internacional, dando sustento, inclusive, a la inaplicación y derogación de leyes domésticas que pudieran ir en contra del espíritu de la convención internacional (‍Carbonell, 2013: 69). El asunto no solo representa un cambio específico en el terreno del derecho, sino que sus repercusiones desafían el conjunto de la teoría liberal sobre la producción y jerarquía de las leyes, así como al presupuesto tradicional de la superioridad del demos como actor soberano y poder constituyente desde el cual emanan, de forma exclusiva, las leyes. El control de convencionalidad es el primer paso probado en el largo camino hacia un cosmopolitismo regional realmente existente, pues supone la relatividad del Estado en sus funciones legislativas y la implementación de competencias constituyentes extraestatales. Es la prueba real de la forma en que un tercero internacional intercede en las libertades soberanas en conflicto: las sentencias de la Corte IDH resuelven con objetividad cualquier intento de imposición autojustificada del interés de un Estado frente al ciudadano y exigen el actuar prudente y en correspondencia con la Convención a todos sus miembros.

1. Génesis del control de convencionalidad [Subir]

Iniciemos explicando en qué ha consistido la doctrina jurídica internacional del control de convencionalidad, para después analizar su potencial uso en la solución de las situaciones de violación de derechos económicos y sociales. Habría que indicar que, en principio, se trata de una proyección hacia el escenario internacional del tradicional control de constitucionalidad ejercido por cortes y tribunales, especialmente, para contener al Poder Legislativo de las naciones. En este caso, como sucede con las cortes nacionales, la Corte Interamericana exige a las autoridades de los Estados firmantes de la Convención de San José cumplir, garantizar e interpretar las leyes nacionales conforme, en este caso, a la Convención. Ante una situación real de presentarse un hecho de violación de los derechos humanos devenida del cumplimiento de una ley, decreto o resolución interna, la denuncia del individuo ante la Comisión IDH hace exigible, previa investigación y fallo de la Corte IDH, la derogatoria inmediata del acto jurídico por inconvencional y la reparación al individuo o colectivo vulnerado (‍Hitters, 2009: 120).

La aplicación de este mecanismo jurídico extraestatal ha venido gestándose desde 2006 en casos de denuncias de impunidad. Inicialmente, por la impugnación de ciudadanos que veían afectados sus derechos por las leyes de autoamnistía de militares y civiles partícipes en las dictaduras que vivió la región durante el último cuarto del siglo xx. Sin embargo, el control de convencionalidad ha ido evolucionando y su ámbito de acción, creciendo, hasta permitir la restitución y la reparación por las violaciones de derechos políticos y civiles y —tímidamente en los últimos tres años— la restitución de derechos sociales (‍Rivas, 2012: 106).

El primer caso en el que se hace mención explícita al control de convencionalidad, como hemos dicho, ocurre en 2006, en la audiencia ante la Corte IDH del 29 de marzo para el caso Almonacid Arellano vs. Chile (Corte IDH, 2006). El hecho analizado por el Tribunal correspondió a la responsabilidad internacional de Chile por la falta de investigación y sanción de los responsables de la ejecución extrajudicial del profesor y miembro del Partido Comunista Luis Alfredo Almonacid Arellano en 1973. Los familiares de la víctima llevaron al máximo tribunal latinoamericano su denuncia de impunidad, al ver truncados los efectos jurídicos de sus imputaciones en el derecho interno por causa de la ley de autoamnistía, Decreto Ley n.º 2191, emblema de la dictadura de Augusto Pinochet, con el que se prohibía la investigación de los hechos ocurridos en el proceso de derrocamiento del presidente Salvador Allende. El asesinato de Almonacid Arellano ocurrió el 16 de septiembre de 1973, al salir de su casa y en presencia de su familia; treinta y tres años después la Corte resuelve este caso demostrando la conducta de impunidad en las instituciones del Estado chileno, que debían investigarlo, conforme a lo pactado en la Convención, y no lo hicieron. La Corte IDH condenó a Chile por la violación de derechos humanos, declaró que el Decreto 2191 era incompatible con la CADH y, por tanto, carecía de efectos jurídicos, con lo cual fue derogada de oficio, por primera vez, una decisión del constituyente primario de un Estado miembro. Además, la Corte IDH ordenó la reparación integral de reintegro de las costas y gastos (punto resolutivo séptimo de la sentencia), lo que se constata cumplido en la revisión de la sentencia en 2010. La sentencia sobre el caso Almonacid Arellano no solo es considerada paradigmática en cuanto a la derogación de leyes de autoamnistía, sino que constituye el primer antecedente del control de convencionalidad a los derechos humanos (‍Contesse, 2017: 419), al introducir un párrafo en el que la Corte IDH deja explícita la denominación del mecanismo y sus características. Esta definición no es estática, ha ido fortaleciéndose desde 2006 y ampliando su ámbito de aplicación progresivamente (‍Hitters, 2009: 113-‍118).

[La Corte IDH es] consciente que los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio de la ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque los efectos de las disposiciones de la Convención no se vean mermadas por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos. En otras palabras, el Poder Judicial debe ejercer una especie de ‘control de convencionalidad’ entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En esta tarea, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana (Párr. 124, T 26/09/2006).

Este párrafo inicia, por medio de la técnica de control de convencionalidad, la carrera de la Corte IDH hacia un «supertribunal» extranacional (‍Canosa Usera, 2015: 239) en materia de derechos humanos, que se apoya en los jueces nacionales como auxiliares de su función. En 2008 y 2010 la Corte IDH reafirma el mecanismo del control de convencionalidad en la sentencia del caso Gomes Lund y otros (Guerrilha do Araguaia) vs. Brasil, en el que falla a favor de las familias de los desaparecidos campesinos y miembros de la guerrilla de Araguaia (Corte IDH, 2010). En este caso, el Estado de Brasil resultó condenado por su responsabilidad en las ejecuciones extrajudiciales y por no haber investigado 354 asesinatos y un número indeterminado de desapariciones en el marco del golpe de Estado al Gobierno del presidente João Goulart (‍CEMDP, 2007). La Corte IDH decidió que el Estado de Brasil no podía ampararse en una ley de amnistía de 1979 para eludir sus responsabilidades de investigación. En esta sentencia, además de aplicar el mecanismo del control de convencionalidad, la Corte IDH dejó claros dos puntos adicionales con los que avanzaba en la generación de doctrina de convencionalidad: la obligatoriedad de cumplir con la sanción y el deber de oficio que aplica al juez nacional, quien debe interpretar la decisión bajo el principio iura novit curia (‍Jimena Quesada, 2009: 501-‍502).

Más adelante, en una Resolución de Supervisión de cumplimiento de sentencia del 14 de mayo de 2013 (Corte IDH, 2013b) en el caso Radilla Pacheco vs. Estados Unidos Mexicanos, el Tribunal extiende el control de convencionalidad a todos los jueces, sin importar su nivel jerárquico o funcional del órgano jurisdiccional, previo conocimiento del expediente Varios 912/2010 del Tribunal Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación mexicana (‍SCJN, 2010) en el que propone dos tipos adicionales de control de constitucionalidad y convencionalidad: el difuso y el de la interpretación más favorable (‍Ferrer MacGregor, 2010a). Además del control concentrado de convencionalidad que ejerce como Tribunal Supremo, la Corte IDH indica que no es necesario que ella o la Comisión IDH lo exijan, pues los jueces y cualquier autoridad jurisdiccional están llamados a realizar, por su propia iniciativa, un control difuso de convencionalidad e inaplicar, si es el caso, leyes que vayan en contra del texto de la CADH.

El momento de mayor desarrollo del Control de Convencionalidad se da en 2011 con el caso Gelman vs. Uruguay (Corte IDH, 2011) y su sentencia de supervisión de cumplimiento de 2013 (Corte IDH, 2013a). En estas sentencias se indica que la Corte IDH aplica el principio erga omnes, lo que implica que todos los Estados firmantes de la Convención Americana de Derechos Humanos no solo deben ejecutar las sentencias en las que tiene implicación directa y es parte, sino que, además, están obligados a tomar en consideración las sentencias que se profieran para otros casos y adecuar, así, sus propios ordenamientos jurídicos internos.

El caso Gelman tiene antecedentes desde el 31 de marzo de 2000 y refleja el drama de las víctimas de las dictaduras en el Cono Sur americano. Luis Gelman entabló una denuncia en 2006 ante la Comisión IDH contra el Estado de Uruguay, dado que la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, de 22 de diciembre de 1986, impedía reabrir los casos relacionados con el régimen militar en Uruguay, y en ellos, las presuntas desapariciones forzadas de su hijo, nuera y nieta. La Corte IDH, que admitió el caso, determinó que el hijo del denunciante, Marcelo Gelman, fue capturado en Buenos Aires el 24 de agosto de 1976 por el ejército del dictador Jorge Rafael Videla, fue torturado y desaparecido junto con quien sería su esposa, María Claudia García; ambos fueron despojados de su hija, María Macarena Tauriño, quien habría nacido en cautiverio, para ser dada en adopción a un miembro de la policía uruguaya. Una prueba de ADN que confirmó el parentesco entre Luis Gelman y María Macarena les impulsó a demandar al Estado uruguayo a realizar una investigación que permitiera sancionar a los responsables. La demanda fue desestimada en Uruguay. La ley de punto final había sido aprobada legítimamente en el Parlamento uruguayo y ratificada en una segunda ocasión por el propio Congreso.

En su sentencia, la Corte IDH toma una atribución adicional respecto a la evolución del control de convencionalidad, decide sancionar por primera vez al legislador y declara la invalidez de la ley, exigiendo a la Suprema Corte la declaración de inconvencionalidad de la amnistía, aun cuando esta había sido sancionada dos veces en el Parlamento. Esa legalización de la autoamnistía constituyó, para la Corte IDH, un acto inconvencional con el que el Estado uruguayo intentó enmascarar el derecho a la verdad y eludir la responsabilidad de investigar, sancionar a los culpables y reparar a las víctimas.

El caso Gelman de 2011 tiene una repercusión particular, no solo en la ampliación del ámbito de acción del control de convencionalidad, sino en la sanción al Legislativo que profirió la Corte IDH, que impuso su criterio al normal curso de las acciones parlamentarias (‍Rivas, 2012: 110). En este caso tenemos un agente externo internacional decidiendo la ilegalidad de una elección dos veces declarada legítima por vía democrática en un Parlamento. Si bien este acontecimiento puede leerse como un atentado a la soberanía, a la democracia y la autonomía de los pueblos (‍Alonso García, 2020: 13), también permite una segunda lectura: este caso demuestra la germinación de un principio útil en la búsqueda de ideales de justicia internacional; pone en evidencia que la democracia liberal tiene límites y que hay un «núcleo esencial» de la «democracia sin adjetivos» que ni siquiera las mayorías pueden violar. Según la lógica implícita en el caso Gelman, el derecho a la verdad, la justicia y la reparación a las víctimas individuales y colectivas prima sobre el derecho a la participación y la autodeterminación de las mayorías. En otras palabras, cuando las mayorías eligen ser gobernadas por principios que ponen en vilo sus propios derechos fundamentales, surge el contrapeso convencional: lo que indica que el espíritu democrático no se agota con el simple hecho de la elección mayoritaria, sino que puede residir, de forma decisiva, en una autoridad supranacional.

2. Virtuales tensiones entre soberanía, democracia y la justicia supranacional[Subir]

No debemos confundir el actuar de la Corte IDH como una intromisión en la soberanía de los Estados, en el ejercicio del control de convencionalidad, lo que prima no es la institución internacional, sino el consentimiento soberano que el mismo Estado le ha dado al Tribunal para garantizar la mayor efectividad en el cumplimiento de derechos humanos. El control de convencionalidad indica que los parámetros de conducta de los Estados, en el ejercicio mismo de sus soberanías, son los tratados internacionales y no, de modo exclusivo y permanente, su autodeterminación legislativa (‍Ferrer MacGregor, 2010b: 39). El carácter de obligatoriedad de los tratados internacionales no implica, desde el marco filosófico que sustenta, por ejemplo, al control de convencionalidad, un desconocimiento o pérdida de la soberanía; por lo contrario, esta sigue residiendo en los Estados, solo que sugiere una fuente constituyente del derecho alterna a la tradicional vía parlamentaria. En el momento en el cual 20 de los 23 países que firman la Convención de San José aceptan las funciones contenciosas de la Corte, se establece para ellos un juego de traslación de la soberanía. La soberanía no deja de residir en los Estados, se expresa en momentos distintos y desde lugares complementarios (‍Sagüés, 2010: 118). Cuando la Corte IDH contraviene a un Estado y le ordena, por ejemplo, dejar de aplicar una ley democráticamente formulada, es la soberanía misma del Estado en cuestión la que se expresa, no la de la Corte IDH. Es la soberanía del Estado sancionado internacionalmente la fuente misma de su sanción, pues ha sido el mismo Estado el que en tiempo pretérito ha dado su consentimiento a la instancia internacional para controlar sus acciones, como expresión de su compromiso con la búsqueda de una mayor efectividad en el cumplimiento de derechos humanos. La Convención, como todo tratado internacional deja explícito que, aunque los administradores futuros de estos Estados se negasen a cumplirla, deberá prevalecer lo acordado internacionalmente (‍Ferrer MacGregor, 2010b: 38), en consecuencia, el Estado no pierde soberanía cuando se expresa a través de la Convención, la ejerce de forma precedente, no por sustitución del poder ascendente del demos, sino por la complementariedad del consentimiento dado a la Convención.

La Carta de San Francisco de 1945 definió como principios del ejercicio de la soberanía de los Estados la libre autodeterminación de los pueblos, la autonomía y la no injerencia en los asuntos internos, esto —además una declaración internacional—, suele ponerse en contra del argumento internacionalista de la soberanía (‍Mejía Cáez, 2017); lo cierto es que el control de convencionalidad no va en dirección contraria del derecho internacional de los tratados, según lo establece el derecho internacional público, pues él mismo se sustenta en el consentimiento como principio básico de actuación de los Estados en el escenario internacional, y es por el consentimiento de los Estados que las decisiones proferidas por tribunales internacionales se acatan como obligatorias por parte de los mismos Estados. En resumen, si no hay consentimiento, no hay obligatoriedad y sometimiento de los Estados al régimen jurídico internacional, dado que la fuente de la obligación y el sometimiento son los mismos Estados. Desde esta perspectiva, el control de convencionalidad no representa una arbitrariedad contra los órdenes constitucionales y la democracia, sino que surge de la voluntad externalizada de los Estados que han otorgado su consentimiento como parte de su compromiso con los derechos humanos.

Los fundamentos filosóficos y jurídicos del consentimiento no son nuevos, de hecho, la Convención de Viena de 1969 impide que los Estados eludan su obligación de cumplir lo consentido internacionalmente a través de figuras como la exposición de motivos internos (‍Nash Rojas, 2013: 494). Así que no es posible anteponer argumento alguno para desconocer lo pactado internacionalmente. En el caso de la CADH y para los Estados que han otorgado su consentimiento a la jurisdicción contenciosa de la Corte, las decisiones, directivas y condenas que no entren en vigor por la desatención de un Gobierno pasan subsidiariamente a las Convenciones de Viena de 1969 y de 1986, con todas las repercusiones que ello implica para la Administración del Estado (‍Valencia Villa, 2003: 355-‍360). Adicionalmente, un incumplimiento de una decisión proferida por la Corte IDH supone dejar la acción demandada en una situación de ilegalidad del más alto grado en el interior de los Estados, dado que, en 16 países de la totalidad firmante, las decisiones del sistema interamericano, y, en general, de los tratados internacionales de derechos humanos, ingresan al bloque de constitucionalidad de los Estados (‍Ferrer MacGregor, 2010b: 35). Es decir, que en esos países los tratados internacionales adquieren, además del peso convencional, un valor constitucional.

La CADH fundamenta el control de convencionalidad en el criterio de buscar la máxima efectividad en el cumplimiento de los derechos humanos. Para la Corte IDH, en el momento de tomar decisiones en materia de derechos humanos todos los representantes de los Estados deben ejercer el control de convencionalidad. Los Estados garantizan que no desconocen el Tratado en la observancia de sus operadores jurídicos. Adicionalmente, si los operadores llegaran a detectar que la decisión que se va a tomar va en contra de la Convención, deberán aplicar la excepción de convencionalidad e inaplicar la ley al caso concreto. La Corte IDH ha indicado que no solo se deben acoger sus sentencias, sino que todo lo declarado por ella hace parte de la jurisprudencia del Tribunal. Por ejemplo, lo declarado en las opiniones consultivas, así como la ratio decidenti de las sentencias. El último desarrollo de la doctrina del control de convencionalidad indicado por la Corte IDH define que su aplicación no depende solo del Poder Judicial, sino de toda autoridad con funciones jurisdiccionales, incluyendo las autoridades administrativas (‍Dulitzky, 2015).

Existen entonces dos niveles del control de convencionalidad, el control concentrado y el difuso. El primero es el ejercido directamente por la Corte IDH, como último órgano llamado a interpretar el cumplimiento o no de los derechos humanos. El segundo es el ejercido en el interior de los Estados, especialmente por parte de los jueces, autoridades administrativas o cualquier otro representante del Estado investido con funciones o competencias que impliquen decisiones que pudieran afectar a derechos fundamentales o que impliquen actuaciones para la resolución de conflictos y controversias (‍Ferrer MacGregor, 2010b: 34). Por lo anterior, la Corte IDH no es un tribunal penal internacional, sino un tribunal de protección de los derechos humanos que ha dado un paso histórico hacia una mayor exigencia del cumplimiento de sus providencias a los Estados que le dieron consentimiento para ello. El control de convencionalidad se aplica en el derecho interno a través de tres actos jurídicos: la declaración de inconvencionalidad/inconstitucionalidad, la excepción de inconvencionalidad aplicada al caso concreto y la interpretación administrativa conforme a la Convención (‍Rojas, 2013: 504-‍505). El primero de estos casos se aplica cuando las cortes o tribunales constitucionales de un Estado encuentran que una ley contradice la Convención en materia de protección de derechos humanos y pueden declararla inexequible por inconvencionalidad e inconstitucionalidad. Segundo, la excepción de inconvencionalidad aplicada al caso concreto consiste en que el operador se aparta de la normativa interna para hacer prevalecer lo contenido en la Convención. En estos casos, aún bajo el riesgo de un aparente prevaricato, el juez nacional opta por aplicar su propio ordenamiento constitucional para garantizar lo convenido en el Pacto de San José, inaplicando una ley al caso concreto (‍Faúndez Ledesma, 2004). Finalmente, las autoridades administrativas también están obligadas a ejercer control de convencionalidad al nivel de la hermenéutica jurídica, dado que, aunque no pueden dejar de aplicar la ley, tienen la facultad de interpretar de la manera más amplia, favorable y conforme a los principios de la Convención los hechos en los que actúan con funciones jurisdiccionales (‍Rojas, 2013: 496).

Aunque la doctrina del control de convencionalidad ha sido exitosa en materia de derechos sustantivos, no se han dado aún casos en los cuales una ley pudiera declararse inconvencional por afectar los derechos económicos colectivos de comunidades o pueblos, tampoco se han dado casos en los que se demanden las acciones de otros Estados miembros del sistema, lo que pudiera llevar a la declaratoria de una inconvencionalidad de leyes por parte de los tribunales constitucionales. A pesar de ello, el control que ejerce la Corte IDH constituye, en la actualidad del derecho internacional público, el mecanismo en uso que más se acerca a la exigibilidad soberana supranacional de los derechos humanos; se inclina a favor de la coacción supraestatal, sin romper el equilibrio con las soberanías nacionales. En la siguiente sección analizamos cómo y por qué la reparación social transformativa se perfila como el complemento ideal para un control de convencionalidad dirigido a hacer efectivos los derechos económicos y sociales.

III. LA REPARACIÓN SOCIAL TRANSFORMATIVA: COMPLEMENTO IDEAL DEL CONTROL DE CONVENCIONALIDAD[Subir]

La Comisión y la Corte IDH han sido pioneras en la restitución integral y la reparación colectiva. Aunque no siempre se le llame del mismo modo, desde años recientes la Corte IDH ha insistido en que la restitución integral no solo se logra con la retribución económica indemnizatoria, ni con el hecho de devolver al individuo a la situación anterior al daño, como prevalece en los sistemas europeo y anglosajón, sino que implica otras categorías como la compensación, la satisfacción, el aseguramiento y la recomposición del proyecto de vida. Incluso ha ido más lejos respecto a la restitutio in integrum promovida desde Naciones Unidas (‍Rousset Siri, 2011: 64), para sentar precedentes sobre la reparación social transformativa, cuando el daño no solo afecta al derecho de los individuos pertenecientes a un grupo, sino a una comunidad.

1. Desarrollo jurisprudencial de la reparación social y la restitución integral[Subir]

Una revisión sistemática de la jurisprudencia de la Corte IDH sobre restitución integral permite identificar un cuadro interpretativo de sentencias modélicas sobre la reparación colectiva. Estas sentencias y los casos que les dan lugar permiten sentar jurisprudencia convencional sobre el tema. Basándose en la jurisprudencia internacional, la Corte IDH ha definido una diferencia entre el concepto de víctima y el de «persona con derecho a reparación», esto le ha permitido interpretar que en ciertos casos las víctimas colectivas requieran modalidades especiales de reparación social transformativa cuando el afectado incluye, más allá de las familias que también son reconocidas como víctimas, a una comunidad o grupo social.

La primera de estas sentencias representativas de reparaciones comunitarias surge del caso Masacre de Caloto vs. Colombia del año 2000 (‍CIDH, 2000). Los hechos ocurridos en 1991, en el corregimiento El Palo de Caloto, Cauca, demuestran la participación de agentes del Estado —policías— y civiles armados en la masacre de veinte líderes indígenas de la comunidad nasa-paez. Más de 80 personas fueron citadas en la hacienda El Nilo por uno de sus propietarios para «negociar» la presencia indígena en la zona, el propietario ordenaría la masacre para desterrarlos del lugar (‍Klein, 2008). Tras una investigación que tardó cinco años, la Corte IDH sancionó al Estado colombiano por haber omitido e incurrido en la generación de impunidad violando el derecho a la justicia a los individuos que componen este grupo particular. Ante el caso demostrado de violación de derechos humanos, se obligó al Estado a realizar una reparación social consistente en el cumplimiento de los convenios sobre adjudicación de tierras, se ordenó la adjudicación de 15 000 hectáreas a través del procedimiento más expedito y razonable en concertación con las comunidades indígenas. De forma complementaria a la materia contencioso-administrativa, en la cual obligó la celebración de acuerdos conciliatorios en los procesos pendientes, se exigió al Estado colombiano para una reparación monetaria a los familiares de las víctimas.

El segundo caso paradigmático lo recoge una sentencia de 2001, a través de la medida cautelar de la Comisión IDH denominada «Petición de paralización de la construcción de la megarrepresa hidroeléctrica Belo Monte, en beneficio de las comunidades indígenas de la cuenca del rio Xingú en el Estado de Pará, Brasil» (‍Pacheco y De Oliveira, 2014). La vulneración de derechos colectivos, en ese caso, surgió del megaproyecto hidroeléctrico de la empresa española Iberdrola (‍Ramiro, 2011), en asociación con el Gobierno de Brasil (‍Uharte, 2015), el cual había dejado en concesión los territorios, 1500 km2, de los cuales 516 km2 fueron afectados por las inundaciones que generó el desvío de la cuenca del rio Xingú. Para este proyecto —que configuraba la tercera presa hidroeléctrica más grande del mundo— fueron desplazadas más de 20 000 personas, se deterioraron la calidad y condiciones de trabajo de miles de familias de agricultores y pescadores artesanales (‍Kaufmann, 2000), se intensificó la llegada de cientos de personas de otras regiones del país en busca de oportunidades laborales y se generó el colapso de los sistemas locales de salud. El proyecto representó la mayor rentabilidad por kilovatio generado en el hemisferio occidental, a pesar de las vulneraciones de derechos de los colectivos, especialmente de comunidades indígenas. La Corte IDH sostuvo que la obra ponía en peligro la vida y la integridad personal de las comunidades indígenas que habitaban la cuenca, entre ellas las comunidades en aislamiento voluntario. El Tribunal adujo, en consecuencia, que el Estado tuvo responsabilidad en la violación de la integridad personal de los miembros de estas comunidades y paralizó la obra como medida cautelar (‍Schreiber, 2015).

Estos dos primeros casos son representativos de unos dieciséis que demuestran una primera etapa de consolidación de los derechos de los grupos, los cuales se concretan en la ejecución colectiva de derechos individuales; en ellos, no obstante, no se concibe a los colectivos como un sujeto de derecho independiente. El derecho del grupo es reconocido como un derecho sustantivo en el nivel de la denuncia, sin embargo, la ejecución de la reparación es individual para responder al derecho de legitimación procesal del daño. Por tanto, en el período 1991-‍2001, aunque la Corte IDH abrió la posibilidad a los colectivos de interponer demandas por hechos que les afectaban como comunidad, esos derechos no fueron distintos a los de los individuos que los componían, por tanto, la reparación colectiva se entendió como la restitución integral de los derechos de los individuos que pertenecen al grupo, es decir, que los colectivos aún no eran considerados sujetos de derechos independientes.

Los casos tercero y cuarto demuestran el reconocimiento de los colectivos como sujetos de derechos. En Masacre Plan de Sánchez vs. Guatemala se denunció en el asesinato de 268 miembros del pueblo maya en la aldea Plan de Sánchez, en el municipio de Rabinal, Guatemala (Corte IDH, 2004). Los autores identificados del ilícito fueron miembros del ejército de Guatemala y colaboradores civiles (‍Diagonal, 2010). Se acusó al Estado de no haber realizado ninguna investigación para esclarecer lo sucedido, generando impunidad. En la sanción, la Corte IDH, en 2004, obligó al Estado de Guatemala a desarrollar programas en relación con salud, educación, producción e infraestructura de carreteras, asfaltado de caminos y agua potable. La Corte IDH fue más allá de la indemnización pecuniaria, aunque no en detrimento de esta, y generó acciones redistributivas para la comunidad afectada.

El cuarto caso sucede en Nicaragua; en 1995, la Comisión IDH recibe una denuncia en representación de la comunidad indígena Awas Tingni (Corte IDH, 2001), por la concesión de tierras comunales a la empresa Sol del Caribe, SOLCARSA SA, para comenzar la explotación de madera en las tierras comunales de los indígenas (‍Hernández y Carrión, 2013). SOLCARSA, de origen coreano, se benefició de la concesión forestal de 62 000 hectáreas de bosque en el Atlántico norte (‍Böhm, 2017). El Ministerio de Ambiente y Recursos Naturales sería el promotor local de la venta de la propiedad comunitaria indígena a la multinacional. De hecho, se reconoció que la empresa habría empezado operaciones de forma ilegal antes de oficializada la concesión del Gobierno nicaragüense. Sobre este caso, en 2001 la Corte IDH reconoce el derecho a la propiedad indígena y de minorías étnicas y exige la finalización de la concesión, después de seis años de operación para el beneficio económico de la empresa coreana. La sentencia indica que, «por equidad, el Estado debe invertir en concepto de reparación del daño inmaterial 50 000 dólares en obras o servicios de interés colectivo» (Corte IDH, 2001: 6). En estos dos casos se retoma la línea jurisprudencial de la Corte IDH, inaugurada en 1993, en el caso Aloeboetoe vs. Surinam (Corte IDH, 1993), en el cual se ordenó la apertura de un centro médico y una institución escolar, y se obligó al Estado a invertir en la construcción de infraestructura de agua potable y producción comunitaria.

2. De la reparación individual a la reparación a los pueblos y comunidades[Subir]

El salto a la restitución de derechos de la comunidad, complementarios a los individuales, prevalece en el giro del desarrollo jurisprudencial de la Corte IDH para inicios de la primera década de este siglo. En estos casos los derechos de los grupos no se restringen a la ejecución colectiva de los derechos individuales, sino que las comunidades, pueblos indígenas en particular, son consideradas sujetos de derechos en sí mismas, y las reparaciones, así como el daño, suponen una demarcación entre el plano individual y el colectivo. Por ello, a las reparaciones pecuniarias individuales se les suman obras de carácter redistributivo, materiales e inmateriales, para las comunidades, contribuyendo a dirigir a la comunidad, además de los individuos, a la situación en que se encontraba antes del daño sufrido, y, en lo posible, a mejorar tal situación con acciones transformativas.

Este desarrollo ha conducido a la Corte IDH a delimitar especialmente al sujeto colectivo de derecho en las comunidades indígenas, en parte por dos factores que considerar, por un lado, porque la legislación internacional le ofrece, de forma exclusiva con los indígenas, un techo jurídico —la Corte IDH se ha apoyado en el Convenio 169 de la OIT—, por otro lado, se ha priorizado en las comunidades originarias dado que varias de las constituciones nacionales de los países miembros de la CADH ya han reconocido a estos pueblos como sujetos de derecho y hay jurisprudencia nacional sobre el tema. Este avance desde 2001 permitió el desarrollo de una nueva línea jurisprudencial sobre los derechos colectivos, particularmente de los indígenas, que llega al año 2012. En 2007, para completar el marco, en el caso Saramaka vs. Surinam, la Corte IDH afianzó su exigencia de medidas de reparación colectiva por la violación del derecho a la consulta previa para la construcción de una hidroeléctrica que afectó a la propiedad comunitaria y la exigencia al Estado de dar reconocimiento al pueblo indígena como una persona jurídica (Corte IDH, 2007). Del mismo modo lo hace en 2012 en el caso Pueblo Originario Kichwa de Sarayaku vs. Ecuador. Por primera vez la Corte reconoce explícitamente a los indígenas como sujetos colectivos de derecho; en el caso Sarayaku se indica, además, que los colectivos étnicos indígenas son titulares de derechos humanos y que dicha dignidad colectiva es distinta de la de sus miembros (Corte IDH, 2012). Con esto la Corte IDH ha sentado un precedente en materia de derecho internacional que genera cuatro consecuencias trascendentales. La primera de ellas concierne de modo específico a los indígenas; les reconoce como sujetos de derecho, y esto influye en cambios constitucionales en los Estados firmantes de la Convención que no han otorgado el reconocimiento jurídico a estos colectivos. Las demás consecuencias tienen que ver con la apertura de una puerta hacia un derecho regional capaz de afrontar problemas relacionados con la justicia económica internacional, pues las mismas condiciones que permiten que hoy la Corte IDH brinde un reconocimiento de derechos humanos a los pueblos indígenas sustentarían la existencia de titularidades de derechos colectivos para otros grupos étnicos minoritarios, como, por ejemplo, las comunidades afrodescendientes (‍Herrera, 2019: 191). En tercer lugar, y suponiendo que las dos consecuencias anteriores lograran materializarse, se justificaría la legitimación procesal de grupos autodeterminados como víctimas colectivas; aunque los tratados internacionales no les ofrezcan el mismo techo jurídico que a las minorías étnicas. El desarrollo jurisprudencial de la jurisdicción americana podría permitir que la corte regional acepte, investigue, sancione y repare a víctimas colectivas en representación de un número indefinido de personas sin que medie la identidad étnica como condición. Así, un grupo social como las comunidades campesinas de un Estado miembro, por ejemplo, podría llegar a considerarse como sujeto de derechos colectivos. La cuarta consecuencia tendrá que ver con la transformación del concepto de reparación social usado por la Corte IDH; su ampliación o paso de la restitución hacia medidas redistributivas. Así parece vislumbrarse en las obligaciones que el Tribunal impone a los Estados, las cuales se asemejan a acciones de gobernanza global que van más allá de devolver a las víctimas a la situación anterior al ilícito y plantean una mejora cualitativa en sus condiciones de vida como colectivos. Efectivamente, la Corte y la Comisión IDH han demostrado que reparar derechos como la paz, el desarrollo sostenible y un medio ambiente sano en colectivos que antes del daño ya se encontraban en una situación de vulnerabilidad y pobreza no puede suponer la simple restauración de su situación anterior al daño, pues ello no solo constituiría un nuevo acto de injusticia, sino que representaría un ideal débil y una interpretación cruel respecto a lo justo (‍Uprimny-Yepes y Guzmán Rodríguez, 2010: 241-‍243). Si bien se puede restituir un daño moral y material ligado a la violación de derechos civiles y políticos, la reparación de derechos económicos y sociales a colectivos y pueblos —en estado incipiente de realización— supone un cambio de paradigma sobre el alcance de la reparación, de manera que se dirige más allá de la devolución a la situación anterior al daño.

Finalmente, la Comisión y la Corte IDH aportan jurisprudencia internacional para modificar la comprensión del alcance del daño a los colectivos en casos de asesinato a líderes sociales. La restitución a la situación anterior al ilícito está ligada a una comprensión individual del daño que merece ponerse en cuestión en casos en que las víctimas cumplían un rol de autoridad comunitaria. En efecto, en los casos en que se asesina o retiene ilegalmente a líderes comunitarios, además de un daño a un derecho como la libertad o la vida, que afecta a víctimas individuales y sus familias, sobreviene un daño sobre la comunidad a la que pertenece la víctima, no porque el estatus de víctima se traslade del individuo al grupo, sino porque, en la jurisprudencia de la Corte IDH, se reconoce a la comunidad como una persona independiente con derecho a reparación. En otras palabras, la Corte IDH aporta nuevos criterios jurídicos para definir que el daño no se restringe al acto de violación del derecho sustantivo; dicho daño individual se prolonga en el colectivo, en la medida en que de este se derive, por ejemplo, la exclusión del grupo sobre la generación de los beneficios económicos de terceros.

En 2020, los dos desarrollos analizados, el control de convencionalidad y las reparaciones sociales transformativas, han encontrado en la crisis de la covid-19 una oportunidad para poner a prueba sus alcances jurídicos. En la siguiente sección se analiza cómo la crisis sanitaria ha representado una oportunidad para delinear un constitucionalismo supranacional alrededor de la Corte y Comisión IDH que puede, a su vez, favorecer la superación de las profundas brechas económicas que caracterizan a la región latinoamericana.

IV. LÍMITES Y OPORTUNIDADES DEL CONTROL DE CONVENCIONALIDAD Y LAS REPARACIONES SOCIALES TRANSFORMATIVAS EN EL MARCO DE LA CRISIS DE LA COVID-19[Subir]

La pandemia generada por la covid-19 ha tenido repercusiones negativas en todos los países, sin embargo, en regiones como Latinoamérica estas consecuencias han incidido de forma particular, dado que los países que la integran ya se encontraban en condiciones críticas de desigualdad y pobreza antes de la crisis sanitaria[2]. Sin lugar a duda, la pandemia ha generado estragos particularmente nocivos en América Latina, dado que la mayor parte de la población no contaba con ahorros suficientes para enfrentar la crisis; la pandemia llegó a regiones en las que, por ejemplo, lavarse las manos con agua y jabón o dejar de trabajar en la calle ha sido, por décadas, un privilegio de pocos. Es por lo que no debe extrañar que la covid-19 configure hoy la peor situación registrada en los países latinoamericanos, en términos de indicadores sociales y económicos. En ese contexto, los dos mecanismos jurídicos analizados: el control de convencionalidad y la reparación social transformativa, han encontrado un desafiante y estimulante escenario. En los estados de excepción de los países miembros de la CADH, se ha generado una presión que acelera la capacidad de la Corte IDH para modelarse como una autoridad continental y un contrapeso supranacional en materia de derechos humanos.

Investigadores como Gargarella y Roa (‍2020) y Ayala Corao (‍2020) indican que, paradójicamente, no ha sido el virus per se el principal causante de la catástrofe social en Latinoamérica, sino que las medidas que los Gobiernos han emprendido para contener los efectos de la crisis sanitaria han generado estragos de considerable magnitud. Las decisiones tomadas en estado de excepción y otras figuras similares como los decretos de urgencia han representado riesgos agregados a los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de colectivos y pueblos. En Latinoamérica se ha podido confirmar que las declaraciones de cuarentena, el aislamiento, las restricciones a la movilidad no solo tienen evidentes efectos regresivos sobre los derechos de los individuos y sobre las democracias, sino que tienen un impacto negativo en los derechos de los colectivos y pueblos que viven en sectores marginales y periféricos (‍Gargarella y Roa, 2020: 15).

Desde inicios de 2020, ante la inminente emergencia, los Gobiernos latinoamericanos prepararon medidas excepcionales con las que afrontarían la crisis sanitaria, a pesar de que estas suponían la suspensión de derechos constitucionales. Honduras tomó la medida más temprana de preparación para la llegada de la covid-19 y se centró, según su declaratoria del estado de excepción, en la restricción de todas las garantías que según la Constitución podían ser suspendidas, entre ellas, las libertades de expresión, asociación, reunión y movimiento[3]. El ambiente político, a inicios de 2020, era preocupante desde el punto de vista de las garantías interamericanas: las declaraciones de excepcionalidad constitucional amenazaban con borrar, en pocas semanas, los años de desarrollo histórico de garantía de los derechos humanos construidos desde la jurisdicción interamericana. Ante esta situación, la Corte IDH y la CIDH establecieron límites para las medidas excepcionales que se tomarían en el marco de la lucha contra la pandemia. El 9 de abril, la Corte IDH definió en la Declaración 1/20, COVID-19 y derechos humanos (‍Corte IDH, 2020), que las medidas que adoptar por los Estados miembros debían «ser limitadas temporalmente, legales, ajustadas a los objetivos definidos conforme a criterios científicos, razonables, estrictamente necesarias y proporcionales, y acordes con los demás requisitos desarrollados en el derecho interamericano de los derechos humanos». Al día siguiente, la CIDH adoptó la Resolución 01/20 sobre Pandemia y Derechos Humanos en las Américas, en la que reafirmó la vigencia de los tratados internacionales y de la jurisdicción contenciosa de la Corte IDH y obligó a los Estados a limitar las medidas excepcionales cumpliendo con los requisitos establecidos por el derecho internacional de los derechos humanos (‍CIDH, 2020b). De esta forma, el sistema interamericano establecía límites para las respuestas legales que se tomarían en América Latina para enfrentar la covid-19.

En general, las normas sobre facultades extraordinarias y suspensión de garantías constitucionales que sobrevinieron se sujetaron a los estándares interamericanos fijados en el marco de la pandemia (‍Von Bogdandy et al., 2020: 86), sin embargo, en múltiples casos particulares, el «tsunami de estados de excepción» provocado por la covid-19 puso a prueba el efecto coactivo del sistema interamericano y dejó ver sus limitaciones y fortalezas. Entre marzo y noviembre de 2020, la CIDH y la Corte IDH defendieron las garantías de derechos humanos en dos frentes, por un lado, las afectaciones a los derechos civiles y políticos y, por otro lado, los derechos económicos y sociales. El primero de estos focos ha sido el protagonista en las declaraciones, medidas cautelares, opiniones consultivas y sentencias del sistema interamericano. El segundo, el de los derechos de sociales y económicos de colectivos y pueblos, deja abiertas las líneas de trabajo para el sistema regional en el futuro inmediato, en las que serán fundamentales el control de convencionalidad y las reparaciones sociales transformativas.

1. Control de convencionalidad para derechos civiles y políticos en medio de la pandemia[Subir]

Un primer foco en el cual se evidenciaron medidas regresivas que, inmediatamente, la CIDH frenó fue el derecho a la información y la libertad de expresión. Los países que fueron objeto de control en esta materia durante las medidas de cuarentena fueron Nicaragua[4] (‍Von Bogdandy et al., 2020: 48), Bolivia[5] (‍Christie et al., 2020: 8), Honduras[6] (‍López, 2020) y Argentina[7] (‍Morales Antoniazzi, 2020: 172). Entre marzo y abril de 2020, CIDH y Corte IDH establecieron un diálogo permanente con las altas cortes de estos países, generando un control convencional difuso que logró derogar y modificar decretos lesivos a la libertad de información y pensamiento, que incluían, por ejemplo, penas de prisión por desinformar, generar incertidumbre e incitar a los crímenes contra la salud.

Una segunda línea de acción reconocida en la labor de contención de los poderes ejecutivos en la región fueron las detenciones arbitrarias por violar las cuarentenas. En Perú, por ejemplo, la CIDH condenó las medidas que restringen «los derechos a la libertad personal y a la inviolabilidad del domicilio, con indeterminación sobre el alcance de esta restricción», y que habían llevado a la detención de 51 000 personas entre marzo y mayo por el presunto incumplimiento de la cuarentena (‍Quiroga León, 2020: 35). Por otra parte, en El Salvador, el estado de excepción llegó a justificar la detención de 1200 personas que habrían sido recluidas en «centros de contención» del virus por incumplir con el toque de queda (‍FUNDE, 2020: 2), medida que fue controlada constitucionalmente el 8 de abril, por la Corte Suprema de El Salvador, que ofició su derogatoria (‍Human Rights Watch, 2020).

En resumen, se puede descifrar una lógica general de tres escenarios de actuación de la CIDH y la Corte IDH frente a la concentración de poder derivada de los estados de excepción durante la emergencia de la covid-19. Primero, ha establecido una serie de límites a la excepcionalidad que, más allá del tipo de declaratoria elegida por los Estados, defiende un «núcleo democrático» inalterable por las decisiones del Poder Ejecutivo. Segundo, ha reaccionado ante las medidas que ponen en riesgo los derechos humanos, comprendidos de forma interdependiente e indivisible, y, finalmente, ha instado a las altas cortes y a los Gobiernos de los Estados miembros a, por un lado, realizar el examen de convencionalidad aun en la situación de emergencia, y, por otro lado, modificar o derogar los decretos que afectan los derechos humanos, especialmente los civiles y políticos a través del control difuso de convencionalidad.

2. Presente y porvenir del control de convencionalidad y de las reparaciones sociales transformativas con base en el desafío de la Covid-19[Subir]

En cuanto a la vulneración de derechos económicos, la CIDH y la Corte IDH han sido claras al declarar que la covid-19 exacerba las desigualdades, ya que las personas de poblaciones pobres tienen más probabilidades de sufrir enfermedades crónicas que aumentan el riesgo de muerte, la discapacidad y la pérdida de ingresos, por un lado, y, por otro, porque la excepcionalidad normativa ha favorecido un ambiente laxo en materia de control administrativo y político a los proyectos corporativos, legales e ilegales, que se desarrollan en la región, lo que tiende a afectar a los derechos de colectivos y pueblos (‍CIDH-REDESCA, 2020).

La Corte IDH ha avanzado de manera significativa desde 2017 en materia de exigibilidad de derechos sociales y económicos, y no ha interrumpido ese desarrollo por la pandemia. No obstante, también han abundado leyes y decretos de excepción promulgados en 2020 en América Latina que la obligan a acelerar el proceso de aplicación del control de convencionalidad para la protección de los derechos económicos y sociales de colectivos y pueblos.

Colombia aporta varios de estos ejemplos. Hay que mencionar que el presidente, Iván Duque, declaró una emergencia constitucional, especialmente para asuntos económicos, fiscales o administrativos; por ello, muchas de estas medidas han tendido a la flexibilización de los procedimientos relacionados con el erario y, por lo tanto, han elevado el riesgo de corrupción. Un primer ejemplo lo encontramos en la Circular externa del 27 de marzo, del Ministerio del Interior de Colombia, en la que se proponía autorizar la consulta previa online a las comunidades indígenas y otras minorías étnicas para la explotación industrial de sus suelos ancestrales y autorizar el otorgamiento de licencias ambientales exprés a compañías mineras a través de internet. La medida buscaba beneficiar a la economía nacional minera a través de facilidades para las compañías extractivas, agilizando los permisos para construir infraestructura y explotar minerales en territorios de poblaciones indígenas y afrodescendientes, en ese momento, confinados. La CIDH rechazó la consulta previa virtual y las licencias ambientales exprés adoptadas por el Gobierno e instó al Estado colombiano a derogarlas[8]. Días después de emitida, las medidas fueron desestimadas por parte de la Presidencia de Colombia. Sin embargo, durante la cuarentena obligatoria, según el Observatorio de Derechos Territoriales, las licencias se habrían emitido a favor de empresas del sector minero y de la palma de cera en el municipio de Zaragoza, Antioquia, que es territorio del pueblo indígena zenú, y en la Sierra Nevada de Santa Marta, a favor de empresas que adelantan desde un megaproyecto de infraestructura turística hasta proyectos de extracción de minerales en el territorio ancestral de cuatro pueblos indígenas: kogui, arhuacos, wiwas y kankuamos (‍Observatorio de Derechos Territoriales, 2020). Los datos que más preocupan se refieren a la presunta conexidad entre este tipo de proyectos empresariales y el asesinato de 47 indígenas desde el 25 de marzo de 2020, fecha en que tuvo inicio la primera cuarentena en Colombia. Según González Perafán (‍2020), del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, las cifras de asesinatos a líderes indígenas han ido en aumento durante 2020[9].

En Brasil, algunas de las ordenanzas federales generadas durante la emergencia calificarían para un análisis hermenéutico de convencionalidad, y, previa investigación, para la ejecución de medidas de reparación social transformativa. Por ejemplo, la Ordenanza n.º 135/2020, del Ministerio de Minas y Energía, con la cual se declararon las actividades económicas esenciales para evitar la propagación del virus y en la que se incluyen las empresas mineras, aunque estas han sido los focos iniciales de expansión del virus (‍Cerqueira et al., 2020: 254). La ordenanza anterior, con fecha del 28 de marzo, ha permitido la focalización de recursos estatales y la autorización para la explotación minera a Samarco, BHP y Vale, a pesar, por una parte, de que la OMS ha indicado la estrecha correlación entre las actividades industriales y las afecciones respiratorias asociadas a la covid-19 y, por otra parte, que estas empresas han sido protagonistas de las dos catástrofes ambientales y socioeconómicas más graves que han tenido lugar en la industria minera en Latinoamérica en los últimos cinco años: la primera, en 2015, mencionada en la sección segunda de este artículo, sobre la cual se tomaron medidas cautelares por parte de la Corte IDH, y, más recientemente, el colapso de una presa de la mina Córrego do Feijão, en Brumadinho, Minas Gerais, en 2019, que dejó 287 víctimas mortales, entre fallecidos y desaparecidos (ibid.: 258). Luego de quince meses, la legislación del estado de emergencia ha impedido continuar con la búsqueda de cuerpos, pero no continuar de forma ininterrumpida con la producción de una «esencial» industria minera.

En 2020, la Corte IDH ha dado pasos firmes en materia de ponderación de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, no a pesar de, sino gracias a la pandemia, y con ocasión de los estados de excepción declarados en la región. Por ejemplo, en el caso Lhaka Honhat vs. Argentina (2020), la Corte IDH reconoce el derecho social al agua como un estándar común que hace parte del proceso de «interamericanización» del derecho a la alimentación de los pueblos latinoamericanos (‍Aguilar Cavallo, 2020: 165).

En síntesis, se puede indicar que los controles de convencionalidad y constitucionalidad han frenado el ímpetu lesivo de algunos de los poderes ejecutivos en la región durante la pandemia, sin embargo, la tarea de contenerlos se multiplica y tiende a trasladarse del ámbito de los derechos civiles y políticos al complejo terreno de los derechos sociales, económicos, culturales y ambientales. Ese tránsito es de cierto modo natural, pues, una vez se consideran superados los efectos sanitarios de la crisis, adquiere protagonismo la tarea de «recuperar las economías» con medidas regresivas de los denominados derechos de tercera y cuarta generación. Es en ese punto donde las innovaciones del control de convencionalidad y las reparaciones sociales trasformativas deben conjugarse y robustecerse. América Latina puede ser un importante «laboratorio social», pues la presión que ha recibido el sistema interamericano y que ha podido solventar le ha permitido definir, desde la praxis, sus líneas de trabajo para fortalecerse como sistema regional en la era pos-covid. Aunque los retos son grandes, las condiciones están dadas para que la jurisdicción latinoamericana construya un constitucionalismo continental sobre las bases del Control de convencionalidad y la reparación social transformativa.

V. CONCLUSIÓN[Subir]

El contexto sui generis de impunidad que se vivió en Latinoamérica, por cuenta de regímenes dictatoriales, obligó a que se gestara una transformación con impacto en el derecho internacional de los derechos humanos. La transición a las democracias favoreció el protagonismo de una instancia extraestatal de garantía de los derechos, cuando fue insuficiente la tutela de derechos en las jurisdicciones internas de los Estados. Ese fue el origen y sentido de la evolución jurídica que condujo al control de convencionalidad y a las reparaciones sociales transformativas. Estas figuras constituyen hoy, en medio de una nueva situación crítica, un modesto, pero innovador, aporte de la Corte IDH a la posibilidad de sujetar el derecho interno de los Estados al compromiso internacional de respeto a los derechos humanos.

El control de convencionalidad constituye el mecanismo más coactivo de exigibilidad supranacional de los derechos humanos que encontramos en la actualidad. Esta doctrina desarrollada por la Corte IDH se inclina a favor de la imposición extraestatal de deberes a los Estados, sin romper la tensión entre autoridades internacionales y soberanías nacionales. Por esa razón, su perfeccionamiento constituye una apuesta para superar el déficit de obligatoriedad judicial en las medidas internacionales que podrían corregir, entre otros ámbitos de la gobernanza global, los cuerpos jurídicos en que se apalancan las iniciativas empresariales y políticas que reproducen pobreza y desigualdad. En otras palabras, su proyección hacia el campo de las injusticias que afectan a los derechos económicos y sociales podría dar lugar a una exitosa herramienta de corrección jurídica global de las desigualdades materiales más graves en tiempos de crisis y poscrisis.

En conclusión, el control de convencionalidad y las reparaciones sociales transformativas constituyen dos derroteros para consolidar, en el largo plazo, autoridades supranacionales que puedan gestionar cooperativa e inteligentemente los riesgos, bienes e intereses comunes de la humanidad, más allá de la adscripción a ciudadanías específicas. Aunque no se pueda superar el hambre a golpe de sentencias y órdenes judiciales, sí se puede consolidar un estatuto robusto de obligaciones redistributivas a partir del control convencional y la reparación de derechos económicos y sociales a colectivos y pueblos; en esa dirección camina, lento pero seguro, el sistema interamericano.

NOTAS[Subir]

[1]

El concepto de gobernanza global es entendido aquí en el sentido planteado por Innerarity (‍2020: 25); según él, corresponde con la gestión cooperativa de bienes e intereses comunes que traspasan las fronteras de los Estados y que entran en la jurisdicción de instituciones transnacionales. Según Innerarity (ibid.: 46), en el marco de la actual crisis dela covid-19, el desarrollo de la gobernanza global permitiría una respuesta inteligente a la gestión de riesgos comunes y sistémicos de la humanidad que desbordan los instrumentos de los Estados nacionales en términos de conocimiento, dinero y poder.

[2]

En 2019, según cifras de la CEPAL, el 77 % de la población latinoamericana, unos 470 millones de personas, ya se encontraban hasta tres veces por debajo de la línea de pobreza. Según la CEPAL (‍2020), la covid-19 incrementará esta cifra en 73 millones durante 2020. Respecto a 2019, el número de personas en situación de pobreza en Latinoamérica ha aumentado en 45 millones en 2020, mientras que otros 28 millones de habitantes han ampliado el renglón de la extrema pobreza.

[3]

Decreto Ejecutivo N.° PCM-005-2020, del 10 de febrero de 2020. El presidente Juan Orlando Hernández declaró, nuevamente, la emergencia de salud pública el 10 de marzo, tomando en consideración las disposiciones de la CIDH, por lo que emitió un nuevo Decreto de Emergencia PCM 021- 2020 el 16 de marzo.

[4]

La CIDH, a través del comunicado de prensa 119/2020, manifestó su preocupación por violaciones al derecho a la información en Nicaragua y sus consecuencias para el acceso a la salud en el marco de la pandemia de covid-19 (‍CIDH, 2020a).

[5]

En el Boletín 33 la CIDH señaló la vulneración de la libertad de expresión en Bolivia tras la aprobación de sanciones penales contra quienes promoviesen la «desinformación» acerca de la covid-19; además, lo reiteró en el comunicado de prensa R78/20, en el cual cuestionó la convencionalidad del Decreto Supremo N.° 4 200, del 25 de marzo de 2020.

[6]

El relator especial para la libertad de expresión de la CIDH, en un comunicado conjunto con otros organismos internacionales, presionó al Gobierno de Honduras por sus medidas restrictivas. Finalmente, el presidente, Juan Orlando Hernández, derogó la decisión de suspender la libertad de expresión a través del Decreto Ejecutivo PCM-022-2020, del 27 de marzo.

[7]

A través de su Boletín 12, la CIDH llamó la atención a la ministra de Seguridad de Argentina por la práctica de ciberpatrullaje en el marco de la pandemia. Posteriormente la RELE señaló en el comunicado de prensa R78/20 que las medidas de patrullaje digital son violatorias de las libertades fundamentales.

[8]

La CIDH alerta sobre la especial vulnerabilidad de los pueblos indígenas frente a la pandemia de covid-19 y llama a los Estados a tomar medidas específicas y acordes con su cultura y respeto a sus territorios.

[9]

En 2018 la Comisión IDH otorgó medidas cautelares que ordenan la protección de la vida de trece defensores de derechos humanos indígenas y afrodescendientes, con lo cual obliga al alto gobierno de Colombia a tomar medidas para la protección con enfoque diferencial étnico a favor estas comunidades. En Perú, se presenta una situación similar el 6 de octubre de 2020; la CIDH llamó a audiencia pública a los representantes de las organizaciones indígenas de las etnias cacataibo y asháninka, indicando que iniciará las investigaciones correspondientes por la masacre de indígenas en la Amazonía peruana durante la cuarentena.

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