RESUMEN

La noción de grupo vulnerable es tan utilizada en los textos normativos como criticada en la literatura filosófica y política. Este artículo analiza las críticas que se han dirigido a esta noción y propone, alternativamente, dos posibles modalidades para su interpretación. Las dos posibles acepciones de la vulnerabilidad de los grupos son capaces de responder a las críticas —en particular, las relacionadas con un enfoque esencialista y con los riesgos de estereotipación— y permiten mostrar el valor positivo que puede tener la vulnerabilidad de los grupos, especialmente en el plano político. El artículo tiende a mostrar que la dimensión colectiva de la vulnerabilidad puede tener un efecto habilitante y positivo, y es fundamental para desenmascarar los sistemas de poder y opresión que tienden a marginar a las personas en condiciones de vulnerabilidad.

Palabras clave: Grupos vulnerables; esencialismo; asimetría de poder; opresión; reconocimiento; distribución de recursos.

ABSTRACT

The notion of vulnerable groups is as much used in normative texts as it is criticised in philosophical and political scholarship. This article analyses the criticisms that have been levelled at this notion, and proposes, as an alternative, two possible ways of interpreting it. The two possible meanings of group vulnerability are able to respond to the criticisms — in particular, concerning an essentialist approach and risks of stereotyping — and allow to show the positive value that group vulnerability can have, especially on a political level. The article tends to show that the collective dimension of vulnerability can play an enabling and positive role, and is fundamental in unmasking systems of power and oppression that tend to marginalise people in vulnerable conditions.

Keywords: Vulnerable groups; essentialism; power asymmetry; oppression; recognition; resource distribution.

Cómo citar este artículo / Citation: Macioce, F. (2022). El valor y la importancia política de los grupos vulnerables. Revista de Estudios Políticos, 195, 245-‍265. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.195.09

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. CRÍTICAS: EL RIESGO DE ESENCIALISMO Y ETIQUETADO
  5. III. DOS POSIBLES DEFINICIONES DE GRUPO VULNERABLE
  6. IV. EL VALOR POLÍTICO DE LOS GRUPOS VULNERABLES
  7. V. CONCLUSIÓN
  8. NOTAS
  9. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

El concepto de vulnerabilidad tiene un fuerte valor crítico tanto desde el punto de vista político como teórico, siendo un punto de vista crucial para desafiar políticas y prácticas discriminatorias: en este sentido, es también una base conceptual para la agencia política; es decir, para oponerse a los sistemas que producen marginación y opresión. El nexo entre la vulnerabilidad y las estructuras sociales, políticas, económicas y relacionales que caracterizan nuestras vidas, sociales y políticas ha sido aclarado por Butler mediante la distinción terminológica entre precarity y precariousness (‍Butler, 2006, ‍2016). Esta distinción también deja claro que, en la lógica biopolítica del poder contemporáneo, la eliminación de la condición de vulnerabilidad (como precariousness) para algunos sujetos es la premisa para una distribución diferencial de la vulnerabilidad (como precarity), de manera que algunos son hechos vulnerables, calificados como vulnerables, identificados como ‘otros’ por ser frágiles, expuestos, dependientes, etc... La vulnerabilidad, por eso, ha sido pensada en el horizonte del poder, y del proceso de diferenciación social que crea condiciones de alteridad al excluir a determinados individuos o grupos sociales de las esferas del poder económico, social, cultural y político en general (ibid.: 44): la vulnerabilidad puede ser inducida por la pérdida de protección, relaciones fallidas de reconocimiento, prácticas de discriminación y marginación, recursos inadecuados, procesos culturales de estigmatización, y por otros factores, que determinan una mayor exposición a los riesgos y una capacidad reducida para protegerse.

En una línea similar, algunas estudiosas especificaron aún más la distinción entre precarity y precariousness, distinguiendo entre vulnerabilidad existencial, vulnerabilidad situacional (o específica del contexto ) y vulnerabilidad condicionada (o patógena) (‍Rogers et al., 2012; ‍MacKenzie et al., 2014: 7). Mientras que la primera se refiere a las condiciones de vulnerabilidad que dependen de las características existenciales del sujeto y de sus condiciones de vida, el segundo grupo incluye las condiciones de vulnerabilidad que son causadas o agravadas por factores ambientales, políticos, sociales, económicos, etc. Estos factores pueden estar interrelacionados con los existenciales; por ejemplo, porque condiciones económicas de desventaja pueden, junto con un contexto institucional desprotegido, producir condiciones clínicas de fragilidad o realmente patológicas; y viceversa, determinadas condiciones de salud pueden conducir, en ciertos contextos, a formas de vulnerabilidad social, a la pérdida de trabajo e ingresos, o más. Sin embargo, estas condiciones de vulnerabilidad dependen principalmente de la situación concreta en la que se encuentran los individuos, aunque los recursos subjetivos y el grado de resiliencia de las personas pueden afectar a la magnitud de esta vulnerabilidad en cada caso (‍MacKenzie et al., 2014: 7). Dentro de este grupo, como subcategoría, pueden encontrarse condiciones de vulnerabilidad patógena: la vulnerabilidad es aquí el resultado de la situación específica experimentada por el sujeto, pero tal situación es producida por un desequilibrio de poder, por formas de opresión y discriminación, por la necesidad económica y por el funcionamiento adverso de sistemas y políticas supuestamente destinados a reducir la vulnerabilidad (ibid.: 9). Por ejemplo, la condición de vulnerabilidad de un solicitante de asilo en un centro de acogida de inmigrantes es situacional en algunos aspectos. Es decir, la vulnerabilidad depende del contexto (por las experiencias pasadas de persecución, la separación de la familia y el contexto de origen, las experiencias traumáticas durante la migración, etc.). Se convierte en vulnerabilidad patógena cuando se tiene en cuenta la discriminación que sufren los migrantes, las políticas restrictivas adoptadas por los países de destino, la actitud hostil de parte de la población, los fenómenos de racismo y marginación, etc. (ibid.: 40).

La dimensión situacional o patógena de la vulnerabilidad, así como el evidente vínculo entre la resiliencia de individuos y grupos y la disponibilidad de recursos materiales, personales y sociales, han justificado la gran atención que, en las teorías de la vulnerabilidad, se ha dedicado a la actividad de las instituciones. Martha Fineman, por ejemplo, ofrece un análisis de la vulnerabilidad muy atento a las consecuencias políticas e institucionales. Mientras que, por un lado, critica la posibilidad de clasificar la vulnerabilidad dentro de algún tipo de taxonomía, argumentando el carácter universal de la vulnerabilidad, por otro lado enfatiza el vínculo entre la vulnerabilidad y la distribución de recursos, para discutir el papel de las instituciones públicas en el equilibrio de la vulnerabilidad y la resiliencia. La vulnerabilidad universal del ser humano justifica, en su opinión, el pasaje de instituciones concebidas para maximizar la libertad y la competencia entre sujetos autónomos y racionales —el mito de la autonomía, según Fineman (‍2004: XIII)— a un Estado «responsive», en el que la intervención pública se orienta principalmente a garantizar la igualdad sustancial entre las personas, entendidas como inevitablemente ligadas por relaciones de dependencia (‍Fineman, 2010).

Para otros autores, el tema de la vulnerabilidad tiene un valor evidente y plenamente político también porque contribuye a desarrollar argumentos públicamente relevantes para aquellos (individuos y grupos) que raramente aparecen en la escena pública y, siempre, en una posición subordinada, al menos mientras esta escena siga dominada por la antropología liberal clásica (‍Fraser, 1990). El pensamiento feminista, en muchas de sus variantes, ha subrayado a menudo este cambio de perspectiva, tematizando la vulnerabilidad como una nueva forma de fuerza, una alternativa a los modelos orientados a la posesión y la dominación, un lugar de redención y una oportunidad para abrirse a la construcción de relaciones y modelos sociales diferentes. (‍Dodds, 2014).

Este political turn de las filosofías de la vulnerabilidad no está exento de dificultades. Más allá de una apelación a la igualdad sustantiva, y además de la lucha contra toda forma de discriminación, la debilidad política de estas perspectivas reside en la falta de un sujeto político o, más precisamente, en la dificultad de construir tal subjetividad política a partir de las teorías de la vulnerabilidad (‍Cole, 2016: 272; ‍Ferrarese, 2016: 156). Según Rancière (‍2006: 6), para pasar a un nivel político la teoría de la vulnerabilidad debe mostrarse capaz de apoyar las reivindicaciones en la escena pública, de reclamar espacios de poder o una distribución diferente del propio poder, de articular la disidencia, de presentarse como una alternativa a la estructura de poder existente. Como muestran muchas experiencias en el horizonte del feminismo, la tematización debe/puede ir acompañada de la sublevación para que haya una verdadera redención, un cambio en los acuerdos y estructuras de poder existentes. Las posibilidades de que la reflexión sobre la vulnerabilidad pueda entrar de lleno en la dimensión política dependen de la medida en que pueda dar lugar a formas de activismo. En otras palabras, los vulnerables, concibiéndose a sí mismos como contrapartidas, deben desarrollar no solo argumentos, sino también reivindicaciones públicas y formas de lucha política.

Sin embargo, esta autocomprensión como contraparte en el discurso público, y la capacidad de political agency, implican un cambio hacia la dimensión colectiva de la vulnerabilidad. Como escribe Fraser, los miembros de los grupos sociales subordinados —mujeres, trabajadores, personas de color y gays y lesbianas— han encontrado repetidamente la conveniencia de constituir «alternative publics». Fraser los denomina «subaltern counterpublics» para señalar que son arenas discursivas paralelas en las que los miembros de los grupos sociales subordinados inventan y hacen circular contradiscursos y permiten formular «oppositional interpretations» de sus identidades, intereses y necesidades (‍Fraser, 1990: 67). Esta dimensión colectiva no requiere necesariamente la constitución de grupos en el sentido formal y, sin embargo, se construye a través de la formación de una conciencia colectiva; es decir, de procesos que consolidan una conciencia colectiva de necesidades comunes y objetivos compartidos. Estos grupos, de diferentes maneras y formas, pueden actuar como lugares de intercambio y ayuda y ser un lugar de construcción y consolidación de prácticas públicas y formas de activismo dirigidas hacia el exterior, orientadas a la erradicación de los privilegios de los grupos sociales dominantes (ibid.: 68).

II. CRÍTICAS: EL RIESGO DE ESENCIALISMO Y ETIQUETADO[Subir]

A su vez, el lado colectivo de la vulnerabilidad no está exento de problemas. Se ha argumentado, con razón, que la noción de grupo vulnerable es, a la vez, débil en el plano teórico y peligrosa en el plano político: el uso de la noción de grupos vulnerables, y el intento de distinguir grupos dentro de la sociedad sobre la base de algún tipo de desventaja, se basaría en un proceso de simplificación y en una perspectiva injustificadamente esencialista. En el plano político, esa noción conduciría al refuerzo de fenómenos de estigmatización o victimización (‍Fineman, 2010).

Desde un punto de vista teórico, la crítica a la noción de grupos vulnerables puede remontarse a la crítica más general de cualquier perspectiva esencialista. En esta perspectiva crítica, el esencialismo es visto como un paradigma teórico según el cual algunas características de un determinado objeto son propiedades necesarias (en el sentido de no contingentes). Tales características explican su funcionamiento, comportamiento, manifestaciones, pero, sobre todo, representan un elemento de identidad (‍Witt, 1995): una perspectiva esencialista superpone la descripción de ciertas características —aunque presentes— a la comprensión de la complejidad de los fenómenos sociales y las vidas individuales. Esta crítica antiesencialista no se centra en la falta de precisión empírica: lo que está en juego no es si puede haber excepciones a la descripción esencialista de una determinada categoría o clase de individuos, estando toda teoría dispuesta a admitirlo. El problema es que tales situaciones se perciben como excepciones a una regla que se supone describe la identidad de un determinado grupo o categoría. Al mismo tiempo, la complejidad y las diferencias individuales no son captadas por un enfoque reduccionista, inevitablemente ligado a la identificación de grupos sobre la base de una categoría específica (etnia, identidad de género, orientación sexual, estado de embarazo u otras características personales), por lo que la misma voluntad de construir grupos sobre esta base resulta estar basada en una pretensión irreal de homogeneidad. La vulnerabilidad de cada individuo —que depende de la interoperabilidad de múltiples causas y factores— queda en cierto modo eclipsada por la vulnerabilidad del grupo, que solo capta un aspecto de esta complejidad (‍Luna, 2009: 123; ‍Levine et al., 2004: 47). Como se argumenta correctamente, las personas corren el riesgo de ser abandonadas «at the steps of the ivory tower». Las personas que luchan contra ser violadas y ofendidas se transforman entonces silenciosamente en grupos, creencias y cuestiones más amplias (‍Baer, 2013: 73).

La noción de grupo vulnerable también se critica desde un punto de vista pragmático, ya que es probable que promueva o refuerce los procesos de exclusión y victimización. Las políticas de identidad, y cualquier política que agrupe a los individuos a través de un determinado rasgo o condición de vulnerabilidad, suelen funcionar como barreras tanto hacia el exterior —consolidando así los procesos de marginación y victimización de los miembros del grupo (‍Brubaker, 2006)— como hacia el interior, aumentando la vulnerabilidad de los subgrupos o individuos dentro del grupo más grande.

En cuanto al primer aspecto, políticas y normas que clasifican a un grupo como vulnerable y como destinatario de una protección adicional, pueden reforzar los estereotipos que describen a esas personas como incapaces, justificando así mecanismos paternalistas. La etiqueta de sujetos vulnerables puede funcionar como un poderoso mecanismo de marginación y segregación para las personas con discapacidad, reforzando un paradigma «hábilista» (‍Wolbring, 2008: 252; ‍Goodley, 2014), según el cual los sujetos vulnerables se definen y clasifican como tales con referencia a una norma de referencia irreal (pero continuamente afirmada), representada por un individuo autónomo e independiente, el «neutro universal» al que se refiere el sistema de relaciones sociales. Etiquetar a un grupo de personas como vulnerables tiene el efecto político de enclavar a los que pertenecen a este grupo en una posición deficitaria (de incapacidad, o de debilidad, o de dependencia...), alejándolos del sujeto independiente, racional, capaz (‍Brown et al., 2017).

Además, la clasificación de un grupo como vulnerable puede tener el efecto de exponer a ciertos individuos del grupo a riesgos adicionales. Este problema ha surgido en los debates sobre las políticas multiculturales en relación con la posición de ciertos sujetos dentro de los grupos étnico-religiosos que son receptores de un trato diferencial y de políticas de reconocimiento: las mujeres, por ejemplo (‍Okin, 1999), pero en general todas las minorías internas o sujetos que, dentro del grupo, están en una posición de subordinación o impotencia (‍Green, 1994: 71; ‍Eisenberg y Spinner-Halev, 2005; ‍Eisenberg, 2009). Como ha señalado Shachar, las políticas multiculturales pueden tener el efecto secundario de debilitar las garantías de los individuos en la medida en que desplazan la atención a los grupos: políticas «pro-identity» destinadas a igualar las condiciones entre las comunidades minoritarias y la sociedad en general corren el riesgo de permitir involuntariamente el maltrato sistemático de algunos miembros del grupo —un impacto que en ciertos casos es tan severo que puede anular los derechos de estos individuos (‍Shachar, 2001: 2)—.

En definitiva, la clasificación de un grupo en términos de vulnerabilidad no solo tiene limitaciones desde el punto de vista teórico, sino que corre el riesgo de ser contraproducente (‍Baer, 2013). En primer lugar, tiende a consolidar una imagen de debilidad y, por tanto, una posición de inferioridad, sometimiento y dependencia de los miembros del grupo, a diferencia de los que están fuera del grupo, que, en cambio, son representados como autónomos, independientes, normales, etc. En segundo lugar, hace menos visibles y perceptibles las diferencias internas y, por tanto, priva de voz y capacidad de actuación a aquellos sujetos o subgrupos que dentro del grupo vulnerable están aún más privados de poder y recursos. En otras palabras, la vulnerabilidad del grupo puede funcionar como un dispositivo de disempowerment, produciendo una vulnerabilidad inducida de los miembros del grupo, especialmente cuando la identificación del grupo no depende de un análisis del contexto, sino que tiene lugar en términos generales y abstractos. Por último, como argumenta Fineman, la idea de que existen grupos vulnerables tiene también un efecto sobre quienes no pertenecen a estos grupos, ya que si, por un lado, afirma su reducida vulnerabilidad, por otro, subestima sus peticiones de asistencia, ayuda, apoyo, etc.: «Such segmentation suggests that the rest of us are not vulnerable» (‍Fineman, 2012: 1751).

III. DOS POSIBLES DEFINICIONES DE GRUPO VULNERABLE[Subir]

Todas estas críticas son convincentes. No obstante, sostengo que la noción de grupo vulnerable es plausible desde el punto de vista teórico, aunque deba interpretarse de manera no esencialista, y que es útil desde el punto de vista político.

En un primer sentido, podemos hablar de vulnerabilidad de grupo cuando esta condición depende, en gran medida, de formas sistémicas de violencia o de opresión dirigidas a determinados individuos en tanto que miembros de un grupo. En este sentido, la cuestión de la opresión, es decir, la implantación y perpetuación de un sistema que produce marginación, discriminación, asimetría de poder y exclusión, resulta un elemento crucial para la identificación del grupo como tal. La opresión no reside en la victimización directa que se produce en el caso individual, sino en la conciencia de los miembros del grupo de estar expuestos a este riesgo precisamente por una identidad que es (aunque solo a los ojos de los demás) colectiva (‍Bartky, 2015: 11). La opresión sistémica perpetrada contra un grupo crea una forma de identidad colectiva, aunque el grupo solo exista como tal a los ojos de los demás, y se perciba solo desde el exterior como homogéneo e internamente coherente. La vulnerabilidad no es meramente individual, ya que depende del funcionamiento de las estructuras de poder, de mecanismos culturales o de sistemas de distribución de recursos que crean condiciones de vulnerabilidad contra quienes son percibidos como grupos de individuos. Cuando tales sistemas están en juego, es posible hablar de vulnerabilidad de grupo, sin asumir necesariamente una perspectiva esencialista —de manera similar, Wallerstein habla de grupos de estatus, que funcionan como etiquetas atribuidas que estructuran la interacción social y que son independientes de la voluntad de los sujetos (‍Wallerstein, 2004)—.

La dimensión grupal, en este sentido, no es ontológica, aunque sea identitaria: reside en estar expuestos a las mismas formas de opresión por ser percibidos como parte de un grupo. Por ejemplo, la vulnerabilidad de la que se puede hablar con respecto a los gays no es una condición que afecta solo a tal o cual individuo por los recursos que tiene o no tiene, sino que es la consecuencia de un sistema de regulación de la sexualidad centrado en el paradigma heterosexual. El funcionamiento de este sistema produce la vulnerabilidad, y la produce para todo un grupo de personas (más bien, para un grupo que es percibido como tal), aunque esta vulnerabilidad pueda variar a nivel individual debido a factores específicos. La vulnerabilidad de las mujeres en los ensayos clínicos (lo mismo podría decirse, en términos muy similares, para los ancianos y los miembros de minorías étnicas) no depende solo de condiciones subjetivas y rasgos individuales, sino también de que el sistema de investigación clínica y farmacológica tiende estructuralmente a infrarrepresentar a las mujeres (‍Zucker et al., 2020; ‍Kahn et al., 2020) por múltiples razones, algunas de las cuales pueden remontarse a mecanismos sistémicos de opresión (‍Liu y Di Pietro, 2016: 709)[1]. Estos factores producen una condición de vulnerabilidad para las mujeres, exponiéndolas a riesgos (tanto como pacientes como participantes en los ensayos) que van desde una mayor incidencia de reacciones adversas a los medicamentos, un exceso de dosis que no están calibradas para el cuerpo femenino y el uso de modelos de consentimiento informado diseñados para el individuo masculino neutral-universal (‍Macioce, 2019).

En un segundo sentido, se puede hablar de grupo vulnerable cuando la vulnerabilidad depende de un posicionamiento similar de varios individuos dentro de un contexto específico, tal que condiciona sus posibilidades de acción y afecta a sus capacidades de protegerse y de gestionar las consecuencias de tales riesgos. Este posicionamiento, sin embargo, no tiene carácter identitario: no puede ser reivindicado como tal desde dentro (en una especie de política identitaria) ni puede ser utilizado desde fuera de forma atributiva, como en la hipótesis anterior. De forma similar a lo que hace Young, podemos utilizar la categoría sartriana de «serialidad» (‍Sartre, 1960) para etiquetar a un colectivo social sin atributos comunes: los miembros de una serie son unificadas pasivamente por los objetos en torno a los cuales se orientan sus acciones o por los resultados de las acciones de los otros (‍Young, 1994: 724). La vulnerabilidad es el resultado de un posicionamiento —respecto a ciertos factores de vulnerabilidad— común entre sujetos que no están relacionados en ningún otro aspecto y que, por tanto, están incluidos en el grupo solo mientras y en la medida en que esos factores persistan (ibid.: 728).

En otras palabras, si el primer tipo de grupos vulnerables se refiere a identidades socialmente construidas e internalizadas por los individuos en vista de una acción social común (‍Castells, 1997: 7), en esta segunda perspectiva los miembros de un grupo no se identifican, ni son identificados, en razón de su pertenencia al grupo: están pasivamente incluidos en él solo por la ocurrencia común de ciertas condiciones de vulnerabilidad, dentro de las cuales cada uno persigue sus objetivos y no necesariamente se identifica con las luchas, las reivindicaciones y las acciones políticas del grupo.

Por ejemplo, los mayores no pueden considerarse un grupo vulnerable basado en una identidad (como si la edad fuera un factor determinante de la identidad de una persona). La vulnerabilidad depende más bien del posicionamiento común de las personas mayores en relación con las estructuras sociales y económicas (el mercado de trabajo), las estructuras institucionales (el sistema de jubilación) y los mecanismos y prácticas de sectores específicos (la sanidad, la educación) que afectan a sus posibilidades de acción y resiliencia. Considerada en estos términos, la vulnerabilidad del grupo no depende tanto de la distancia respecto a un modelo ideal de sujeto independiente-autónomo, que llevaría a la exclusión y a la marginalidad (‍Fineman, 2004: 36), sino de mecanismos políticos, económicos y sociales que exponen a estas personas a condiciones de vulnerabilidad, al menos potencialmente.

Por supuesto, no es lo mismo ser una persona mayor rica o pobre, ser un hombre mayor o una mujer mayor, un ciudadano mayor o un inmigrante, estar sano o afectado por alguna patología, etc. No obstante, hablar de las personas mayores como vulnerables es resaltar el hecho de que —junto con otros factores— la edad contribuye a posicionar a las personas de una determinada manera dentro de los sistemas sociales y familiares, y puede ayudar a identificar algunos de los elementos de vulnerabilidad con los que tendrán que enfrentarse. Por ejemplo —limitando los ejemplos al contexto sanitario—, varios estudios muestran una menor propensión de los médicos a reanimar a los pacientes de edad avanzada (‍Ebrahim, 2000: 1155), o una mayor exposición de las personas mayores a abusos y violaciones en entornos como las residencias de ancianos (‍Daly et al., 2011), o una tendencia a prescribir a los pacientes de edad avanzada tratamientos y análisis en proporción inversa a su edad (‍Ash et al., 2006), o una tendencia a reservar tratamientos menos costosos para los pacientes de edad avanzada que para los más jóvenes, incluso en presencia de patologías equivalentes (‍Kapp, 2002). En todos estos casos, y en muchos otros, la inclusión de una persona en la categoría mayor no pretende definir su esencia, ni mucho menos definir esa esencia en términos victimistas, sino que permite poner de manifiesto —casi una especie de prealerta— las situaciones de vulnerabilidad y los contextos de riesgo a los que las personas mayores están expuestas en mayor medida que otras, y los mecanismos sociales con los que las personas mayores tienen que enfrentarse (‍Bozzaro et al., 2018).

IV. EL VALOR POLÍTICO DE LOS GRUPOS VULNERABLES[Subir]

La dimensión colectiva de la vulnerabilidad humana no solo es teóricamente plausible, sino también políticamente crucial. La atención a las formas colectivas de vulnerabilidad es necesaria para hacer evidentes y desencajar algunas estructuras y formas de poder que están en el origen y que de otra manera serían difíciles de percibir. Como escribe Young, aunque la perspectiva individualista típica del liberalismo es liberadora, también oculta la opresión: por ejemplo, sin conceptualizar a las mujeres como un grupo en algún sentido, no es posible conceptualizar su condición como un proceso sistemático, estructurado e institucional de opresión (‍Young, 1994: 718).

Estos mecanismos, como se ha mencionado, pueden desvelarse y ser criticados adoptando una perspectiva de grupo. La exclusión de una mujer o de un miembro de una minoría étnica de un ensayo clínico puede estar justificada por factores individuales o puede ser una discriminación injusta si está motivada por prejuicios o por otras razones no legítimas. Sin embargo, solo si se asume una perspectiva de grupo y se aclara que esta exclusión afecta a todas las mujeres se hacen perceptibles los mecanismos de poder y los prejuicios sistémicos que están en el origen de una mayor vulnerabilidad que toda mujer, como tal, experimenta: por ejemplo, porque se le induce a tomar medicamentos ensayados principalmente, si no exclusivamente, en varones.

Si consideramos la vulnerabilidad colectiva en el sentido identitario, podemos reconocer que los grupos vulnerables son entidades constitutivamente políticas (‍Cixous, 1975; ‍Casadei, 2015: 78) donde se desarrollan demandas de visibilidad y luchas por el reconocimiento en cuanto oportunidades para resistencia y lugares para disidencia. En otras palabras, la dimensión colectiva de la vulnerabilidad permite la ocupación del espacio público, el ejercicio del derecho a entrar en el debate público y hacer oír la propia voz. Por un lado, estos grupos demuestran que la vulnerabilidad experimentada por cada individuo no es reducible a una cuestión meramente privada y que el objeto de la acción política es, en sí mismo, un elemento metaindividual. Por otro lado, estos grupos forjan nuevas subjetividades políticas y nuevas formas de participación en la vida pública (‍Casadei, 2015: 88), siendo la vulnerabilidad una condición compartida que influye en las relaciones entre las personas.

En lugar de una concepción del espacio público como una arena regulada, en la que los sujetos individuales se reúnen para discutir racionalmente cuestiones de interés común (o de importancia pública) y como un lugar en el que cualquiera puede —formalmente— entrar siempre que respete las reglas, los grupos vulnerables fomentan un modelo diferente. Cuando Nancy Fraser califica los grupos subalternos como subaltern counterpublics, señala que la concepción liberal del espacio público no tiene en cuenta dos elementos. En primer lugar, que el discurso público tiende a enmascarar (y reforzar) las diferencias de poder porque no todos tienen el mismo acceso a los medios de comunicación, no todos tienen la misma capacidad de influir en el debate, no todos pueden determinar la agenda y definir el objeto de la discusión; al contrario, todas estas oportunidades se atribuyen principalmente a los grupos que ya tienen una posición de privilegio (económico, político, cultural). En segundo lugar, esta idea de un espacio público racional tiende a monopolizar el debate social, excluyendo otras oportunidades y lugares de discusión, otros modos y lenguajes que son, por tanto, silenciados. En contextos desigualitarios, los procesos deliberativos públicos tenderán a operar en beneficio de los grupos dominantes y en perjuicio de los subordinados. Estos efectos se verán exacerbados cuando solo exista una esfera pública única y global, ya que los miembros de los grupos subordinados no dispondrán de escenarios para deliberar entre ellos sobre sus necesidades, objetivos y estrategias (‍Fraser, 1990: 66).

En este sentido, los grupos vulnerables pueden modificar esta concepción del espacio público proponiendo narrativas diferentes y formulando puntos de vista distintos o alternativos. Los grupos vulnerables (y no los individuos aislados que experimentan condiciones de vulnerabilidad) tienen la oportunidad de abrir nuevas arenas de discusión, de proponer interpretaciones diferentes, de transmitir intereses y necesidades no solo en la esfera pública, sino también en otras arenas de discusión (‍Young, 2000: 167). En definitiva, estos grupos cumplen una función emancipadora y posibilitadora. Por un lado, permiten compartir las experiencias de vulnerabilidad, superando la dimensión individual: hacen evidente, tanto a nivel interno (hacia los individuos) como externo (hacia la sociedad), el hecho de que estas experiencias no son reducibles a los individuos, sino que son compartidas y experimentadas de forma similar por muchas personas. Por otro lado, funcionan como caja de resonancia para las reivindicaciones y las demandas de reconocimiento, para los intentos de ampliar el discurso público y para reajustar la agenda política y los temas del debate público (‍Fraser, 1990: 71).

Si consideramos los grupos cuya vulnerabilidad es meramente posicional, estos grupos también son políticamente relevantes porque permiten que las necesidades colectivas emerjan del nivel de los intereses individuales. En otras palabras, la acción política de los grupos cuya vulnerabilidad es posicional favorece la consideración de las necesidades de quienes no tienen la capacidad y los medios para reclamar como individuos, y así garantizar una distribución más justa de los recursos y una provisión más cuidadosa de las medidas de protección. El welfare state no tiene una estructura prefijada, sino que está conformado por mecanismos de negociación colectiva, de confrontación y conflicto, cuyos actores principales son grupos capaces de representar intereses y necesidades compartidas, incluso cuando estas reivindicaciones no son planteadas directamente por los grupos vulnerables sino por organizaciones no gubernamentales, agencias y actores que intervienen en su nombre (‍McNay, 2021). El welfare state hace aflorar y legitima el conflicto social, es decir, la presencia de grupos (y no solo de individuos que operan en el mercado, movidos por intereses específicos) portadores de intereses compartidos pero conflictivos y de actores capaces de dar voz a condiciones de marginalidad y debilidad que de otro modo no se percibirían.

En este sentido, la historia del welfare demuestra cómo las personas que están al margen de la historia pueden emerger en la vida pública, ya no como meros objetos del sistema público, sino como sus actores (‍Pretereossi, 2015: 211). El Estado del bienestar nace para minimizar y compensar los efectos del mercado mediante la implantación de un sistema de seguridad social (‍Briggs, 1961: 221 y ss.), y sus instituciones desplazan la intervención pública de la regulación entre los objetivos individuales a la protección de las necesidades de categorías de sujetos expuestos a los mismos factores de riesgo, y de grupos de personas cuyas capacidades y oportunidades son igualmente limitadas: trabajadores precarios, ancianos, jubilados, desempleados, etc. Ciertamente, estos grupos no comparten ninguna identidad ni pueden ser percibidos ab extra como si compartieran la misma identidad, pero sus miembros se encuentran en una posición igual o similar con respecto a determinados factores de riesgo.

Por lo tanto, los grupos vulnerables son cruciales tanto por la asignación de recursos y por la definición de las prioridades distributivas como por la representación, la negociación y la expresión de necesidades compartidas. En otras palabras, los grupos politizan las necesidades de personas posicionadas de forma similar dentro de determinados contextos (‍Preterossi, 2015: 212). La diferencia es sutil, pero sustancial. En el caso anterior el conflicto pasa casi necesariamente por cuestiones de identidad: la forma en que un grupo es percibido, etiquetado y marginado; la forma en que un grupo es excluido de la esfera pública y silenciado y cómo, por otro lado, puede conquistar su propio espacio de representación y visibilidad; el desarrollo de una conciencia colectiva y de diferentes lenguajes y representaciones; el papel de los estereotipos y prejuicios y la necesaria impugnación de los mismos a través del trabajo cultural. En este caso el conflicto es entre necesidades e intereses contrapuestos y entre esquemas de composición de estos intereses que pueden, según los casos y los esquemas de asignación adoptados, aumentar la vulnerabilidad de algunos grupos o reducirla.

Un ejemplo puede ser el de la organización del sistema sanitario. Esta organización puede garantizar una cobertura más o menos amplia a las personas, determinando así el grado de vulnerabilidad y exposición a los riesgos de los individuos. Los sistemas con una cobertura sustancialmente universal y universalista (como la mayoría de los países de la UE) pueden contrastarse con otros modelos en los que el equilibrio entre mercado y bienestar está decididamente a favor del primero. El modelo USA, desde este punto de vista, representa un ejemplo interesante no solo por su relativa singularidad dentro del mundo occidental, sino también porque muestra cómo uno de los factores que han dificultado la extensión de la cobertura sanitaria ha sido precisamente la oposición entre grupos de interés específicos (profesionales de la salud y compañías de seguros, entre otros), y grupos (sindicatos, asociaciones de pacientes...) que han promovido esta extensión durante décadas (‍Quadagno, 2004; ‍2010). Este ejemplo muestra, me parece, no solo que una determinada estructura del bienestar depende fácticamente de la acción de grupos con intereses y necesidades contrapuestas, sino que, en principio, la estructura y la implementación del Estado de bienestar se refieren a los grupos y a la vulnerabilidad posicional más que a la vulnerabilidad individual: la estructura de un sistema de bienestar depende también de cómo los diferentes grupos han traducido políticamente los intereses compartidos por sus miembros frente a los de otros grupos con intereses contrapuestos.

Como escribe Raz en relación con los derechos de grupo que constituyen el prerrequisito de las prestaciones sociales, el interés de ningún miembro de ese grupo es suficiente por sí mismo para justificar que otra persona esté sujeta a una obligación (‍Raz, 1986: 208). Por lo tanto, el derecho a cualquier bien particular debe ser funcional a la protección de las necesidades compartidas por grupos de individuos, que se encuentran en una posición similar dentro de un contexto determinado. En el sector sanitario, un grupo de pacientes que sufren una determinada patología (por tanto, personas posicionadas de forma similar con respecto a un factor de riesgo específico) puede representar en el debate público un interés compartido en relación con la aprobación de un determinado protocolo experimental o el uso off-label de un determinado medicamento (‍Dresser y Frader, 2009)[2], o puede ejercer presión para la financiación de la investigación y el desarrollo y la comercialización de los llamados medicamentos «huérfanos»[3]. Estos objetivos serían inverosímiles si solo se refirieran a la vulnerabilidad de individuos singulares y no a la acción de grupos con intereses compartidos. En otras palabras, los grupos vulnerables son los protagonistas de conflictos para balancear los intereses y las necesidades contrapuestas y para la distribución de los recursos: el Estado del bienestar se articula y se configura precisamente en relación con la acción de estos grupos y con el equilibrio que, en cada ocasión, se consigue.

Por lo tanto, incluso en este caso, la vulnerabilidad de los grupos no entra en juego simplemente como requisito para la distribución de recursos (es decir, en su aspecto pasivo o como factor justificativo para obtener determinadas prestaciones y servicios), sino también como factor propulsor y orientador de las políticas sociales. La vulnerabilidad puede convertirse, en este sentido, en un principio orientador de las políticas, tanto en lo que se refiere a las cuestiones de macrodistribución como de microdistribución[4]. Los grupos vulnerables —entendidos en un sentido posicional como categorías de personas con una exposición similar a los riesgos, y una necesidad similar de recursos que les permitan hacer frente a estos riesgos— pueden construir activamente el sistema social, haciendo visibles las necesidades, dando voz a las personas y promoviendo peticiones y reivindicaciones. Por tanto, también pueden fomentar los procesos de inclusión social, tanto oponiéndose a la pauperización y la marginación de los sujetos que pueden ser referidos a estos grupos como reafirmando sus intereses y necesidades como prioridades políticas.

Sobre este último aspecto, es importante subrayar que los grupos vulnerables juegan un papel importante en comparación, por ejemplo, con otros grupos sociales para los que no se postula ninguna condición de vulnerabilidad. Volviendo al ejemplo anterior, las asociaciones de pacientes y las compañías de seguros pueden entenderse ciertamente como grupos con intereses opuestos y simétricos, pero no pueden situarse en el mismo nivel. El hecho de que se utilice la categoría de vulnerabilidad para algunos grupos no tiene un mero valor pietista, sino que sirve para sacar el nivel de las necesidades del nivel de los intereses. Un grupo vulnerable no se limita a promover intereses más o menos razonables en la esfera pública y alternativos a otros intereses promovidos por otros grupos: defiende necesidades cuya insatisfacción determina condiciones específicas de vulnerabilidad. Por ello, la promoción de las necesidades de los grupos vulnerables favorece la inclusión social porque desplaza el terreno de los conflictos y las reivindicaciones del individuo a la esfera social y relacional, poniendo en primer plano la posición social y la experiencia de los grupos y favoreciendo soluciones justas a problemas concretos en un contexto social determinado. Como escribe correctamente Young, las estructuras sociales sitúan a las personas de forma desigual en los procesos de poder, de asignación de recursos o de hegemonía discursiva. Por lo tanto, las reivindicaciones realizadas desde posiciones específicas de los grupos sociales muestran las consecuencias de estas relaciones de poder o de oportunidad (‍Young, 2000: 86).

En resumen, la vulnerabilidad del grupo (cuando la vulnerabilidad se entiende en un sentido posicional) nos ayuda a asociar el enfoque en los intereses con un análisis más estricto de las necesidades. Y mientras que los intereses y los proyectos son aspectos de la experiencia humana que pueden entenderse de forma individualista, hablar de necesidades es forzosamente intersubjetivo, cultural más que individual (‍Tronto, 1993: 120). En este sentido, es un cambio cultural que empuja a la inclusión y a la consideración política de la dimensión relacional e intersubjetiva.

V. CONCLUSIÓN[Subir]

De lo dicho hasta ahora, la vulnerabilidad de los grupos puede entenderse desde una perspectiva no esencialista y no estereotipada, que puede ser útil desde el punto de vista político y jurídico. Más concretamente, los grupos vulnerables pueden entenderse de dos maneras principales, aplicables caso por caso a diferentes situaciones y contextos: según un primer modelo, esos se refieren a condiciones determinadas por formas sistémicas de violencia u opresión, dirigidas a ciertos individuos como miembros de un grupo. Según un segundo modelo, la vulnerabilidad depende de un posicionamiento similar de varios individuos dentro de un contexto determinado que condiciona sus posibilidades de acción y que, sobre todo, afecta a su capacidad para protegerse de los riesgos y para gestionar las consecuencias de dichos riesgos e incertidumbres.

Las consecuencias de la vulnerabilidad de los grupos son múltiples: a nivel moral, ciertamente, pero también a nivel político y jurídico. Desde el punto de vista jurídico, este concepto se ha utilizado tanto para justificar el reconocimiento y la garantía de derechos específicos como para activar formas de protección basadas en otros motivos. Desde la primera perspectiva, la vulnerabilidad de los grupos se ha interpretado como fuente de obligaciones para individuos concretos, como base de políticas redistributivas y como justificación de formas específicas de protección (por ejemplo, aplicando medidas que permitan a los grupos mantener aspectos de su patrimonio cultural, aplicando políticas de educación o empleo, protegiendo a las minorías lingüísticas mediante la financiación y la protección de su patrimonio lingüístico o concediendo a los miembros de los grupos minoritarios determinadas formas de exención de las normas generales). En la segunda perspectiva —por ejemplo, en la jurisprudencia del TEDH— la vulnerabilidad (la especial vulnerabilidad) de ciertos grupos se ha utilizado para aplicar un mecanismo interpretativo específico en relación con la necesidad de formas de protección por parte de las instituciones públicas, para determinar un estándar más estricto para la definición de trato inhumano o degradante, para ampliar o facilitar la admisibilidad de las denuncias individuales o para reducir el margen de apreciación de los Estados (‍Peroni y Timmer, 2013; ‍Ippolito y Sánchez, 2015).

Desde un punto de vista político, la vulnerabilidad de los grupos permite que salgan a la luz condiciones de opresión o riesgo que de otra manera no se percibirían, gracias a la acción de counterpublics cruciales para la reivindicación de derechos y garantías: solo cuando se adopta una perspectiva colectiva, se hacen evidentes las formas sistémicas de opresión y se vuelven perceptibles los mecanismos de poder y prejuicio que están en el origen de ciertas condiciones de vulnerabilidad. Los grupos vulnerables pueden desenmascarar las diferencias de poder y la opresión sistémica que operan en la sociedad y abrir oportunidades y lugares alternativos de debate, otros modos y lenguajes que suelen ser silenciados. En este sentido, los grupos vulnerables pueden influir en el contexto de opresión y privilegio: pueden orientar el debate y proponer narrativas diferentes, formulando puntos de vista distintos o alternativos. Además, la presencia de grupos (en lugar de individuos) en la arena pública permite que el nivel de las necesidades colectivas emerja del nivel de los intereses individuales, garantizando así una distribución más justa de los recursos. En consecuencia, aunque existan críticas fundadas sobre la categoría de grupos vulnerables, es esencial promover la visibilidad pública de los sujetos vulnerables y su capacidad de actuar para proteger sus intereses y reivindicaciones. La dimensión política de la vulnerabilidad, o más exactamente el desplazamiento del discurso sobre la vulnerabilidad del plano ético-jurídico al político, nos obliga a tener en cuenta la dimensión colectiva de la vulnerabilidad. Sin, como se dice, tirar el bebé con el agua del baño.

NOTAS[Subir]

[1]

Entre ellas, las principales son: 1) la consideración de los hombres como la población «normal» del estudio; 2) la asunción de un «punto de vista masculino» en la realización del estudio, y por tanto, por ejemplo, en la formulación de las plantillas de consentimiento informado; 3) la idea, o el prejuicio, que las diferencias fisiológicas son un factor insignificante en la respuesta al fármaco; 4) la idea que las mujeres son sujetos más complejos y más costosos debido a los cambios en los niveles hormonales; 5) los riesgos asociados a los efectos de los fármacos en el desarrollo del feto, riesgos que llevaron primero a la exclusión de las mujeres embarazadas del ensayo, y luego a la inclusión limitada en general de las mujeres en edad fértil, especialmente en las primeras etapas de la investigación. Evidentemente, salvo por la última o las dos últimas razones, la infrarrepresentación de las mujeres puede remontarse a elementos que pueden interpretarse en la lógica de la opresión.

[2]

Sobre esta cuestión tan delicada, véase la reciente decisión sobre los usos de medicamentos fuera de etiqueta del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (C-29/17 Novartis Farma SpA contra Agenzia Italiana del Farmaco (AIFA) y otros, ECLI:EU:C:2018:931).

[3]

Esta designación se aplica a los medicamentos que se desarrollan para el diagnóstico, la prevención o el tratamiento de enfermedades raras que ponen en peligro la vida o son muy graves. En el contexto de la UE, una designación de medicamento huérfano permite a una empresa farmacéutica beneficiarse de incentivos como la reducción de tasas y la protección frente a la competencia una vez que el medicamento se comercializa sobre la base del dictamen del Comité de Medicamentos Huérfanos.

[4]

La macrodistribución o macroasignación implica decisiones relativas a la cantidad de recursos disponibles para determinados tipos de servicios sociales y entre diferentes sectores sanitarios. La microdistribución o microasignación se refiere a la selección entre individuos en la asignación de un recurso escaso específico (un medicamento, una cama de hospital, una subvención).

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