SUMARIO
  1. NOTAS

I

En principio, una recensión ha de alcanzar unos objetivos bastante claros. Se pretende dar noticia de un autor, del contenido de una monografía, de las tesis principales formuladas en la misma y expresar una valoración personal. Tal tarea, en el caso que nos ocupa, resulta, sin embargo, muy compleja por dos motivos fundamentales.

Se refiere el primero a que el autor es un conocido maestro del derecho constitucional español presente de manera permanente en su evolución desde la aprobación de la Constitución vigente. Para muestra, un botón personal. En 1989, al terminar mis estudios de la licenciatura en Derecho y para cumplir con los requisitos de culminación de los entonces cursos de doctorado decidí realizar un trabajo de grado sobre la libertad de información. Se trataba de un análisis jurisprudencial. Mi planteamiento inicial cambió radicalmente después de leer los trabajos del del profesor Solozabal pues me permitieron ir más allá de puro positivismo jurisprudencial que constituía mi primera intención. A la postre, la idea de la dimensión institucional de la libertad de expresión, que tan bien ha defendido el autor, sirvió de eje básico del estudio de la jurisprudencia constitucional no solo en aquella tesina, sino en todas mis publicaciones posteriores sobre el tema[1]. Con este ejemplo solo deseo subrayar desde el principio —y en su caso disculparme por mis eventuales excesos— la dificultad implicada en hacer una recensión sobre trabajos que han sido punto obligado de referencia en la especialidad desde hace más de treinta años. Una recensión es también un diálogo con el autor. Y no es fácil dialogar con alguien a quien se admira desde hace tanto tiempo.

Atañe el segundo a que la monografía comentada es una selección de trabajos publicados previamente de manera independiente. El libro es resultado de la encomiable política adoptada por el CEPC —y en concreto por su colección de Estudios Constitucionales— de publicar la recopilación de trabajos relevantes de reconocidos profesores de Derecho Constitucional español. En el caso del profesor Solozabal parte de su obra, la relativa a la descentralización política, ha sido reciente y acertadamente recopilada por Iustel, por lo que la que comentamos en estas líneas se centra, como su propio nombre indica, en los derechos fundamentales y en la forma política del Estado. Se trata de veinticinco trabajos de diversa entidad y extensión sobre temas muy diversos y que, en su mayoría, son bien conocidos por la doctrina española. No es posible, y aquí es donde reside la dificultad, comentar en una recensión el contenido de todos ellos con un mínimo de rigor. Es más, ni siquiera es posible resumir la enorme variedad y riqueza de tesis sostenidas a lo largo de los mismos. Si resulta imposible resumirlas, menos aún será factible apuntar una valoración crítica de las mismas.

Estas dificultades explican la estructura del presente comentario. En primer lugar, trataremos de dar brevísima cuenta de los trabajos recopilados de modo que el lector pueda hacerse una idea aproximada de sus contenidos. En segundo lugar, intentaremos subrayar aquellas líneas conceptuales que de una manera horizontal atraviesan toda la obra y que, a nuestro juicio, ponen de relieve no ya una concreta tesis u otra, sino algunas de las claves básicas de lo que podríamos entender como el pensamiento constitucional del profesor Solozabal. Líneas o tesis que, al fin y al cabo, expresan la teoría general de la constitución subyacente a su trabajo intelectual a lo largo de su trayectoria académica. Tesis que quizás el propio autor no comparta (o a las que podría oponer fundadas objeciones), pero son las que extrae este comentarista en cuanto lector externo. No ha de olvidarse, he de decir en mi descargo, que un texto una vez publicado se independiza de su autor para convertirse en patrimonio también de sus lectores. A partir de tales tesis o líneas transversales de análisis podremos finalizar apuntando la, a nuestro juicio, enorme utilidad que puede obtenerse de su lectura.

II

El libro se divide en tres partes diferenciadas, si bien claramente se trata de estudios que giran en torno a los dos ejes que desde el art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano constituyen el concepto de constitución. Esto es, la constitución de los derechos y la constitución de la división de poderes. A la constitución de los derechos dedica la primera parte de la obra, englobando un total de trece capítulos. En ellos encontramos dos tipos de aportaciones en función de su objeto. Por una parte, las centradas en aspectos de teoría general de los derechos. Los dos primeros capítulos sirven como punto de partida para adentrarse en otros más específicos, aunque también sobre teoría general, como los relativos a los límites de los derechos (tanto en general como en el ámbito del legislador penal), el concepto de garantía institucional, el principialismo de la constitución y el alcance de las cláusulas definitorias. Por la otra, el autor ha seleccionado otros trabajos que examinan concretos derechos fundamentales de particular importancia. Entre ellos sobresalen los relativos a la libertad de expresión que se aborda tanto desde la teoría general como desde aspectos concretos: su colisión con el derecho a la intimidad, la garantía de la opinión pública y la posición de los medios de comunicación. Junto a la libertad de expresión dos derechos basilares son objeto de atención: la dignidad de la persona y la interrelación entre libertad ideológica y derecho a la educación en el marco de la enseñanza de valores.

Al segundo eje, la constitución de la división de poderes, corresponden los once artículos restantes distribuidos en dos partes. En la parte segunda de la obra se aborda la forma de Estado y la forma de gobierno en la Constitución. Comienza el autor con el estudio del principio democrático como punto de partida obvio para después avanzar en aspectos esenciales de la regulación de la Corona (su función de integración y la consiguiente inviolabilidad del monarca, así como la sanción y promulgación de las leyes). Examinada la jefatura del Estado, el volumen dedica, por una parte, un capítulo al estudio del régimen parlamentario (que será objeto de examen de nuevo desde una perspectiva histórica más adelante) y, por la otra, dos capítulos a la posición constitucional del Ejecutivo (en concreto su formación y estatuto jurídico). La tercera y última parte de la obra aborda dos temáticas que se alejan de la sistemática seguida hasta entonces. Por un lado, incluye dos capítulos relativos al derecho electoral. En concreto a las inelegibilidades e incompatibilidades de los parlamentarios y al proceso electoral en España. Por el otro, la obra se cierra con dos capítulos relativos al constitucionalismo histórico español en los que se rastrean aspectos positivos de nuestra, por lo demás desgraciada, historia constitucional derivados de la influencia de la Constitución de Cádiz en la construcción de la supremacía constitucional en las constituciones moderadas posteriores y de la existencia de una vida parlamentaria rica en un régimen no parlamentario como el vigente durante la Restauración.

Como puede observarse en esta apretada síntesis del contenido de la monografía, los temas abordados pueden considerarse esenciales para la comprensión de aquello que anuncia el título de la obra: los derechos fundamentales y la forma política del Estado.

III

Como apuntábamos al principio de estas líneas, la complejidad y variedad de los temas abordados, unido a la profundidad con el que el autor los afronta, hace imposible resumir las tesis que respecto a cada uno de ellos formula el profesor Solozabal.

Pero sí podemos encontrar, a nuestro juicio, algunos de los grandes hilos argumentales que inspiran el conjunto de todos los artículos y que definen en alguna medida la forma de comprender la Constitución del autor. O, desde otro punto de vista, las perspectivas de análisis que preocupan y orientan sus trabajos aquí recogidos.

El primero de los hilos que nos parece oportuno resaltar es el carácter principialista de las normas constitucionales. Es permanente en el texto el subrayado de la consustancial incompletud de la norma constitucional. Norma que requiere ser completada o, si se quiere, «rellenada» para alcanzar su plena virtualidad. Describe así esta incompletud en dos sentidos. Como insuficiencia (pues la Constitución no agota su objeto) y como indeterminación (como norma elemental y abierta tanto estructural como ideológicamente). Es, pues, comprensible que a lo largo del texto se esfuerce en abordar las cláusulas definitorias contenidas en la Constitución y los mecanismos de «relleno» de la norma constitucional. En tal labor de complemento se destaca la importancia del papel del legislador infraconstitucional (y de sus límites), de la jurisprudencia, de la doctrina académica y de la propia historia.

En su análisis ciertamente su punto básico de referencia es la doctrina (y, en menor medida, la jurisprudencia) alemana, pero sin descartar otras influencias como la anglosajona en particular la norteamericana siendo frecuente la referencia a los trabajos de Levinson o Ackerman (en especial a la llamada «constitución de la conversación»). Pero eso no implica minusvalorar la obra de la doctrina española, cuyo trabajo destaca y reivindica como un logro alcanzado en estos cuarenta años de vigencia de la Constitución (y en cuya construcción, añadimos nosotros, el propio autor ha contribuido de manera determinante). Se aleja pues el profesor de la Universidad Autónoma de esa desgraciada y provinciana tendencia en algunos de los trabajos actuales de no citar a los constitucionalistas españoles y tan solo incluir a aquellos que escriben en otra lengua.

Utilizar la doctrina alemana no implica perderse en comparatismos de vuelo bajo en el análisis constitucional y, en especial, en el de la labor de complemento constitucional realizada por el legislador. La singularidad del legislador nacional hace que cuando el profesor Solozabal realiza detallados análisis normativos (por ejemplo, en materia de inelegibilidades o de proceso electoral) no se detenga en estériles estudios comparados de otras legislaciones. Es en la definición de las categorías y conceptos jurídicos que sirven de herramientas de análisis donde la escuela del derecho público alemán será su punto de referencia obligada.

Del mismo modo, su manejo crítico de la jurisprudencia española lo es desde la admiración a su desarrollo en España, especialmente en sus primeros años de funcionamiento. Se elogia así sin ambages la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español, sin dejar de ser crítico cuando es necesario y reconociendo también (pero sin sobrevalorar) la influencia de la Corte de Karlsruhe en la española.

En fin, en la obra el uso de la historia constitucional española aparece como natural y obligado para conferir pleno sentido a las normas constitucionales que no nacen en la nada institucional. Y ello no solo por lo fructífero del diálogo entre el derecho constitucional y la historia pese a utilizar métodos profundamente diferentes, sino por la capacidad de la historia para ofrecer claves capaces de explicar los contenidos de la Constitución. El uso de la historia en el análisis se aleja de aproximaciones simplificadoras y trata de situar adecuadamente en su contexto algunas de las experiencias constitucionales más interesantes a las que otorga mayor importancia de la habitual en los estudios españoles de la Constitución vigente buscando el «engarce historicista del edificio constitucional». De ahí deriva esa reivindicación de la influencia gaditana en el concepto de supremacía de la constitución o de la práctica parlamentaria en la Restauración a la que hacíamos referencia más arriba. Pero más allá de esas experiencias, para el profesor Solozabal la historia será una herramienta de análisis jurídico nada desdeñable al examinar la Constitución vigente como se muestra con claridad en los capítulos referidos a la posición constitucional del rey, pero también del Parlamento y del Gobierno.

Profundamente unida a la idea de incompletud de las normas principialistas de la Constitución se encuentra, a nuestro entender, una segunda tesis (o hilo discursivo si se prefiere) en el trabajo que comentamos: la adopción de una teoría profundamente democrática de la Constitución. El autor rechaza la contraposición entre constitucionalismo y democracia en cuanto considera al primero una precondición de la segunda. De este modo, la relación entre ambos términos no será de contraposición, sino de complementariedad. Buena parte de su trabajo se orienta precisamente a desarrollar esta complementariedad desde el punto de vista de una democracia constitucional y representativa. Así reivindica el papel del legislador democrático como mecanismo no de ejecución o de pura concretización de la Constitución, sino con su propio ámbito libre de decisión en la labor de completar las normas constitucionales. No cabe hablar en las posiciones del autor de un «gobierno desde la tumba» por parte de los constituyentes, sino, al contrario, de una permanente actualización democrática del contenido constitucional. En este marco es de subrayar la relevancia cualitativa conferida al legislador como actor constitucional frente a la del Tribunal Constitucional como un rasgo característico del autor frente a la doctrina mayoritaria en los momentos en la que buena parte de los trabajos recopilados fueron escritos. Esto no significa que minusvalore la labor del máximo intérprete constitucional frente al legislador, sino que sitúa la tarea de ambos en planos y con funciones diferentes. La del primero se sitúa en el complemento de la indeterminación de las normas constitucionales, mientras que la del segundo se sitúa en el de la insuficiencia de las mismas para regular la materia constitucional. La búsqueda de unos límites suficientemente amplios como para no ahogar al legislador democrático va a ser una constante de sus trabajos. Pero no trata al Tribunal Constitucional como un órgano contramayoritario. Al contrario, en su planteamiento los órganos judiciales de control de constitucionalidad son un actor esencial en la deliberación pública sobre las normas constitucionales y, por tanto, contribuyen de manera determinante a la democratización del proceso de definición de la Constitución vigente. Quizás por ello, aunque no aparezca de manera expresa en el texto, al autor parece preocuparle la limitación del papel supervisor del Tribunal Constitucional frente a la obra legislativa lo que le lleva a una clara preferencia por el formalizado juicio de proporcionalidad frente al mucho más discrecional juicio de razonabilidad que, a menudo de manera incomprensible e imprevisible, ha utilizado el Tribunal Constitucional. Sin duda será cuando se aproxime al problema de los límites al legislador penal cuando estos elementos cobrarán más claridad. Esta profunda idea de democracia constitucional explica que desde el punto de vista de los derechos sea la libertad de expresión uno de sus objetos principales de preocupación, por una parte, y que el estudio del derecho electoral (sustantivo y procesal) sea el que cierre la obra, por la otra.

Las dos líneas argumentativas anteriores, principialismo y democracia en la constitución, confluyen de manera natural y coherente en la adopción de la teoría institucional aplicada al derecho constitucional. Efectivamente, la mejor manera de abordar críticamente el proceso de rellenado de las normas constitucionales y los contenidos alcanzados con tal proceso (esto es, el derecho constitucional vigente) es la idea de que la Constitución garantiza instituciones que pueden ser objeto de desarrollos diferentes siempre que no anulen su existencia ni desnaturalicen su contenido. Pero desarrollos que han de ser resultado de procesos democráticos. La importancia de la libertad de expresión, de la formación libre de la opinión pública, del papel del legislador democrático y de la limpieza del proceso electoral aparece ahora con claridad meridiana y explican sin duda los detallados análisis realizados en estos temas a lo largo de la monografía.

La teoría institucional adoptada es la alemana. En ello el autor se aleja de otras posiciones que, influidos por la doctrina italiana, basaban sus análisis institucionales en las obras de Santi Romano o de Mortati (aunque este aparezca citado a lo largo de la obra). Se trata de una teoría institucional en sus últimos estadios de desarrollo por parte de Hesse y, sobre todo, Häberle. A nuestro juicio, la importancia de esta opción conceptual es difícilmente exagerable en el contexto de la monografía, de manera que sin la lectura de las pp. 86 y ss. y de las más sintéticas 187 a 193 no será posible comprender el verdadero sentido de la posición intelectual del profesor Solozabal.

En nuestra opinión, la aplicación de los elementos básicos derivados de la teoría institucional es relativamente sencilla cuando se abordan los órganos del Estado. La labor del constitucionalista es la búsqueda de la «imagen maestra» del órgano o de la categoría constitucional que estamos manejando que nos sirva simultáneamente para interpretar la norma (incompleta) y para establecer los parámetros que nos sirvan para valorar y clarificar su desarrollo legislativo o su concreción jurisprudencial. No es pues sorprendente que en todos los capítulos relativos a lo que más arriba hemos calificado como la constitución de la división de poderes la búsqueda de dicha imagen maestra sea el punto de partida, implícito o explícito, del análisis realizado por el autor. Así, la idea de institución será básica para la definición del órgano o del sistema mediante cláusulas generales, del contenido mínimo de la monarquía, del régimen parlamentario o de la posición constitucional del Gobierno. En el caso de la monarquía será clave además la perspectiva histórica de la institución. Finalmente, en lo relativo al derecho electoral la preocupación por la correcta diferenciación entre inelegibilidad e incompatibilidad responde a la necesidad de diferenciar claramente dos instituciones claves de la democracia representativa cuya imagen maestra es y debe ser diferente.

Resulta, sin embargo, mucho más complejo el uso de la teoría institucional respecto a los derechos fundamentales. Solozabal va a utilizarlo con maestría diferenciando, a nuestro entender, tres tipos de situaciones. En primer lugar, aquella situación que podríamos denominar como garantías institucionales «típicas» y que se encuadrarían con claridad en los ejemplos más clásicos de la propia categoría: el autogobierno local, foral y universitario. Es en este punto donde a este comentarista se le despiertan unos enormes deseos de conversar algún día con el autor sobre el uso de la categoría (entendida posiblemente como garantía de un instituto) por parte del Tribunal Constitucional respecto al matrimonio entre personas del mismo sexo. En segundo lugar, se aplica el concepto de garantía institucional a la definición del «contenido esencial» de los derechos. Tal concepto constituye la «institución» garantizada frente a la capacidad conformadora del legislador, la imagen del derecho que no puede ser ni eliminada ni desnaturalizada en el desarrollo de la norma. En tercer lugar, el autor se refiere a la teoría institucional para describir la dimensión colectiva (real y vigente) del ejercicio de los derechos en cuanto contribuyen de manera determinante a la garantía de otras libertades y valores constitucionales. Dimensión que va a ser destacada claramente en sus análisis sobre libertad de expresión y con ello a la consideración de la libre opinión pública como parte esencial de la institución garantizada. Parecido planteamiento puede detectarse, quizás con menos claridad, también en lo referido a la intervención estatal en materia educativa.

En fin, en la idea de institución vemos la coherencia interna del pensamiento constitucional del autor: un núcleo constitucionalmente garantizado, incompleto, que ha de ser rellenado por mecanismos deliberativos. Mecanismos deliberativos que apelan al legislador democrático como sede básica del debate público, al Tribunal Constitucional como órgano de la «constitución de la conversación», al debate doctrinal y a la búsqueda en la historia (la discusión con el pasado) de los elementos mínimos definidores de la institución (principio, derecho u órgano) objeto del análisis constitucional. De este modo, principialismo, democracia (entendida como deliberación pública) constitucional y representativa, e institucionalismo aparecen como tres elementos complementarios en el seno de una misma teoría de la constitución.

IV

El contenido del libro y las tesis recién subrayadas resultan de enorme utilidad, a nuestro entender, para el constitucionalista actual. Si se quiere, en otros términos: estamos en presencia de un libro importante para el constitucionalismo y los constitucionalistas españoles en 2021. Y lo es tanto mirando al pasado como mirando hacia el futuro.

Mirando hacia el pasado no es ocioso destacar que los que comenzamos a trabajar en el derecho constitucional a finales de los ochenta y principios de los noventa recordamos que en nuestros primeros pasos de estudio convergían tres líneas diferentes en las lecturas recomendadas por quienes asumieron nuestra formación. En mi caso, el profesor Cascajo Castro en la Universidad de Salamanca. Una primera línea era la del derecho constitucional español que exigía el conocimiento de los (entonces pocos) manuales de la asignatura y un puntual seguimiento de la jurisprudencia constitucional. Una segunda línea nos obligaba a estudiar los aspectos básicos de la teoría de la constitución, tanto desde la óptica de los autores españoles (ahí las obras de García Pelayo, Rubio, De Vega o De Otto son referencias imperecederas) y extranjeros, en especial alemanes traducidos al castellano (así, y sigo el orden en su día sugerido: Jellinek, Kelsen, Schmitt, Smend, Loewenstein, Stern, Hesse, Häberle), pero también representantes de otra doctrina foránea (fundamentalmente italiana como Mortati, Crisafulli o, por su influencia en mi universidad, La Pergola y De Vergottini, pero también francesa como Favoreau o incluso anglosajona como los federalistas americanos y también británicos como Dicey y Marshall). Una tercera línea, que sin duda parecerá exótica a los más jóvenes, era heredera del viejo derecho político cuyo máximo exponente en castellano posiblemente era Lucas Verdú y nos obligaba a entrar en la teoría del Estado y en la historia de las ideas políticas. De este modo, nombres como los de Sabine o Touchard en el segundo ámbito, o los de Heller y Carré de Malberg en el primero tampoco nos fueron desconocidos. Esa formación, ya no tan enciclopédica como la que recibió la generación anterior a la nuestra (y a la que pertenece el profesor Solozabal) nos suministraba, sin embargo, algo que se ha ido perdiendo como consecuencia de la especialización producida en todos los ámbitos del conocimiento (incluida nuestra asignatura): un contexto general de referencia que permitiera comprender plenamente no solo el contenido, sino también la utilidad de las categorías conceptuales propias de la rama del Derecho en que decidimos especializarnos. Y este es para mí uno de los grandes méritos derivable de la lectura del trabajo que comentamos. Podemos observar a esas categorías y conceptos en acción, interpretando la Constitución en un contexto de pensamiento constitucional sólido y coherente. Esto es, en su utilización con un cuidado extremo y con un enorme respeto por parte del autor para examinar la realidad constitucional correspondiente al momento en que los trabajos fueron publicados. A partir de la lectura de la monografía comentada, es fácil observar la enorme diferencia entre la pura y cada vez más frecuente exégesis literalista y por acumulación a la que nos hemos ido acostumbrando frente al análisis constitucional depurado realizado en cada uno de los trabajos aquí recopilados. La teoría constitucional manejada con soltura por Solozabal le permite realizar ese estudio elaborado y profundo que va más allá de la coyuntura normativa y fáctica del momento, pues propone no ya una solución para la interpretación de la norma constitucional, sino que matiza y enseña a aplicar las herramientas del análisis que servirán para futuros estudios.

Esas categorías, entendidas como el «utillaje» propio del análisis constitucional, han de adaptarse (no destruirse y volver a construirse en un inútil ejercicio de adanismo) a los cambios, tanto en las normas como en la realidad objeto de regulación. Pero en esa adaptación hay que elevarse por encima del problema concreto examinado y prever su aplicación en otras situaciones o contextos. Las instituciones del derecho público (no me resisto a recordar el término italiano) tienen una imagen maestra que ha de respetarse y en las que cualquier cambio ha de justificarse conceptualmente de manera tan elaborada como lo hace el autor en su trabajo. Este tipo de aproximaciones, esta preocupación por el respeto a las herramientas propias del oficio del constitucionalista, son cada vez más infrecuentes en el derecho constitucional actual y es imprescindible reivindicarlas como, sin decirlo, hace la monografía objeto de comentario.

Pero la monografía ofrece también elementos importantes mirando hacia el futuro desarrollo del derecho constitucional. Dos ámbitos (entre muchos otros que podrían pensarse) nos parecen muy claros y conviene apuntarlos para terminar este comentario.

Las ideas de garantía institucional y de dimensión institucional de los derechos vinculadas al aseguramiento de una opinión pública libre han de ser puntos de referencia esenciales para afrontar los cambios en las formas de comunicación pública del siglo xxi. La progresiva pérdida de centralidad de los medios de comunicación social clásicos y su sustitución por un esquema de red en la que cualquier ciudadano se convierte simultáneamente en emisor y receptor de mensajes ha cambiado las reglas del juego institucionales en la formación libre de la opinión pública. La prensa, en su más amplia acepción, ha dejado de ser el vehículo institucionalizado de formación de la opinión pública libre. Pero eso no ha de significar que la opinión pública libre haya dejado de ser una institución garantizada constitucionalmente o que la dimensión institucional de la libertad de expresión no constituya parte esencial de su objeto. Cualquier análisis serio que se intente realizar de la libertad de expresión en las redes no puede prescindir de su dimensión institucional y centrarse exclusivamente en su aspecto puramente individual. La imagen maestra de la libertad de expresión ha de respetarse y tal imagen incluye esa dimensión social y colectiva, lo que implicará una redefinición o adaptación de los aspectos del derecho orientados a la garantía de una opinión pública libre. Las ideas de buena fe en la información o de pluralismo que dicha garantía exigen habrán de ser trasladadas al mundo digital. Traslado que exigirá readaptaciones del contenido y del alcance de las diferentes obligaciones de los implicados en el proceso de comunicación pública (y que abarcará a nuevos sujetos y no solo a los proveedores de contenido clásico, sino también a los ciudadanos individuales y a los proveedores de servicios de la información) que eviten la desnaturalización del contenido a la libertad de expresión.

Para proponer interpretaciones de las normas constitucionales vigentes adaptadas a las nuevas realidades tecnológicas será necesario, primero, establecer el contenido de la institución garantizada de acuerdo con los instrumentos y herramientas que la teoría general nos ofrece y que hemos visto operar en la obra que comentamos en estas páginas. Y después, esclarecer cómo funcionan esas mismas garantías institucionales o esa dimensión institucional de los principios constitucionales en el marco de un constitucionalismo sin Estado. Idea que nos lleva a la última de las reflexiones que deseamos realizar en este comentario.

Los constitucionalistas ya no operamos solamente en el mundo del derecho constitucional estatal. Nos hemos visto avocados a trasladar las categorías y conceptos propios del constitucionalismo a otros lugares no estatales donde hay ejercicio del poder. El constitucionalismo es simultáneamente ideología y técnica de limitación del poder por lo que siempre se ha centrado en el Estado en cuanto ente monopolizador del ejercicio legítimo del mismo. La evolución en los últimos treinta años muestra con claridad cómo ese poder se escapa del Estado hacia entidades superiores (e inferiores), llevando consigo el desarrollo de lugares de ejercicio del mismo a los que, si los deseamos analizar y limitar constitucionalmente, han de aplicarse las instituciones garantizadas por las normas constitucionales. El constitucionalista del siglo xxi se enfrenta al reto de adaptar las instituciones constitucionales a entes no estatales. En ese proceso ha de desprenderse, en una afortunada expresión de Neil Walker, de las gafas estatales que hasta ahora han condicionado nuestros análisis. Siguiendo las enseñanzas del profesor Solozabal, eso significa que en la definición de la «imagen maestra» que describe una institución constitucional deberemos buscar los aspectos que simultáneamente son esenciales para definirla, pero que no dependen de su aplicación a una institución (sea cláusula definitoria, órgano o derecho fundamental) estatal. Así, la definición de órganos supraestatales —sean estos tribunales u órganos políticos— o derechos garantizados internacionalmente deberá hacerse desde la lógica de las instituciones que conocemos una vez eliminado el componente de estatalidad hasta ahora incluido. Este proceso no ha de hacerse desde el desconocimiento de las instituciones constitucionales o, aún peor, desde su desprecio como reliquias del pasado no aplicables a la realidad del futuro. Es cierto que en ocasiones se produce, las palabras son del autor, una «inercia en el utillaje» empleado por el constitucionalista y resulta difícil introducir los cambios que la realidad nos impone en nuestras herramientas conceptuales. Pero, sin duda, la enorme utilidad de tales herramientas para analizar, descubrir y valorar la Constitución vigente compensa el esfuerzo de adaptación que nos es exigido.

El profesor Solozabal muestra en su obra el camino para hacerlo y es de justicia agradecerlo.

NOTAS[Subir]

[1]

Así, el primer trabajo que publicamos sobre el tema en esta misma revista (núm. 84, 1994), en el que las citas a los artículos del profesor Solozabal son constantes. Uno de los artículos entonces citados es recogido en la obra que comentamos en estas páginas, aunque personalmente eche de menos otros trabajos del autor sobre la libertad de expresión como los publicados en los números 23 y 26 de la Revista Española de Derecho Constitucional o el análisis crítico de la jurisprudencia constitucional publicado en esta revista en el núm. 77.