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El libro reseñado responde al modelo de obra colectiva con diferentes especialistas que, procedentes en este caso del mundo de la Historia, el Derecho y la Filología, abordan una determinada temática o proceso desde una diversidad de enfoques. Sin duda, el tema escogido, el debate constitucional decimonónico, es lo suficientemente amplio como para ser analizado plenamente en una obra de esta envergadura. Y, de hecho, hay publicaciones relativamente recientes, como Las Constituciones españolas, publicada por IUSTEL en nueve volúmenes, dedicados monográficamente a cada uno de los textos constitucionales aprobados a lo largo de la centuria, así como a los debates que los generaron.

No obstante, dicha estrategia, bastante frecuente en el mundo editorial del momento, presenta la ventaja de aportar una multiplicidad de voces, capaces de sugerir nuevos puntos de vista. Por tanto, tenemos ante nosotros un panorama de artículos que siguen una cierta evolución cronológica, aunque otorgando un elevado protagonismo a Cádiz y a personajes ligados a la Rioja; algo lógico en una edición que ha sido copatrocinada por el Instituto de Estudios Riojanos, impulsor de numerosos estudios históricos referidos al siglo xix. Asimismo, se observa un esfuerzo por conectar los aspectos tratados en la obra con el debate político y constitucional acontecido en la Europa contemporánea

Es el caso del capítulo que abre la obra, escrito por Ignacio Fernández Sarasola, con el título «Impresiones europeas sobre la Constitución de Cádiz». En él el autor plantea la percepción del texto gaditano existente en distintos países del continente y desde diferentes posiciones políticas. Los absolutistas atacaron su defensa de la soberanía nacional por ir contra el derecho divino, así como el predominio de las Cortes sobre el rey. Dentro del Liberalismo anglófilo las censuras se centraron en la excesiva separación poderes, en el caso de los whigs, y por la ausencia de una segunda cámara, en el de los conservadores. Por el contrario, para un sector significativo del liberalismo revolucionario europeo, la Constitución de 1812 resultó atractiva, y así lo demostró su recepción en Portugal, Noruega, Rusia o Italia, por considerársela resultado de una revuelta popular, asociada a una guerra en que se perseguía la libertad nacional, por no haber tenido las secuelas de los textos franceses, como la ejecución en la guillotina de Luis XVI o el Terror jacobino, y por añadir el atractivo del unicameralismo. Por último, el Liberalismo utilitarista se aproximó con una posición ambivalente, pues, por un lado, elogió la soberanía nacional y la existencia de una única cámara, pero cuestionó la debilidad en la práctica del Legislativo frente al Ejecutivo, la intolerancia religiosa o su imposibilidad de ser reformada.

En «La ideología liberal en la historia del constitucionalismo español del siglo xix: la cuestión religiosa» Manuel Suárez Cortina hace una aproximación historiográfica de la posición ocupada por la cuestión religiosa en los textos constitucionales decimonónicos y los trasciende, pues su análisis se ocupa igualmente de los códigos penales. Justifica su elección por considerar la religión el eje central sobre el que habría pivotado la concepción de España como nación en la época contemporánea. Su análisis parte de la pluralidad de liberalismos con diferentes tratamientos de la cuestión religiosa, distinguiéndose uno revolucionario, otro posrevolucionario y, finalmente, uno democrático. El primero, reflejado en la Constitución de 1812, sancionó la intolerancia religiosa sobre la base de considerar lo católico elemento definitorio de la nación española. La religión pasó a ser una competencia del Estado y no tanto de la Iglesia y, por ejemplo, sus enemigos fueron considerados traidores a la patria. Con el liberalismo posrevolucionario se pasó de una confesionalidad esencial y constitucional a otra de carácter más sociológico; es decir, que se asumió el predominio del catolicismo porque era la religión profesada por los españoles. No obstante, esa realidad suponía aceptar la posible tolerancia con las demás creencias religiosas; cuestión que dividió a los progresistas, partidarios de esa aceptación, y a los moderados, hostiles a ella. Posteriormente, la eclosión del liberalismo democrático en el Sexenio, enraizado en el llamado catolicismo liberal, sancionó la libertad religiosa como un derecho natural. La Restauración supuso una involución al consagrarse la catolicidad de la España católica, aunque su exclusión del texto de 1876 permitió mantener la tolerancia.

En «José María Blanco White y la crítica a la Constitución de 1812» José María Martínez de Pisón presenta la obra del escritor sevillano, ligada a un proyecto reformista de corte británico, como un intento de explicar la revolución en España. Su pensamiento, centrado en la recuperación del país, en la libertad y en la tolerancia, le hizo alejarse del modelo francés y criticar lo que consideró errores de Cádiz. En este sentido, valoró la Constitución, aunque lamentó su intolerancia religiosa, así como su falta de pragmatismo al no eludir el enfrentamiento entre Rey y Cortes. Asimismo, mostró una postura conciliadora hacia las demandas de los territorios americanos, abogando por la creación de una especie de commonwealth.

María Antonia Peña Guerrero se centra en su capítulo «Mais cette souveraneité qu’est-elle devenue? La influencia del orleanismo en la legislación electoral de la España liberal» menos en los debates constitucionales que en los proyectos que culminaron en la Ley Electoral de 1837 y en la moderada de 1846. A través de ellos analiza el concepto de representación del liberalismo, que la autora ha tratado ampliamente en otros contextos, en su intento de consolidar un régimen revolucionario, capaz de garantizar el control político de una élite económica y de capacidad. También las diferencias entre ambos grupos, pues los progresistas se inspiraron en el liberalismo británico y su visión más amplia del sufragio, patente en la reforma de 1832. Frente a ellos los moderados se orientaron al criterio más restrictivo del orleanismo francés y su Ley de 1831.

En «La Constitución española de 1845 y “la doctrina” europea», Germán Rueda Hernanz trata la alternativa existente dentro del partido moderado entre reformar la Constitución progresista de 1837 o volver al Estatuto Real. Presenta dicha formación como un conglomerado de personalidades integradas en un proceso paulatino. Entre sus fundamentos teóricos cabría destacar el influjo de Burke y su defensa de cambios lentos y coherentes con la tradición; de Bentham cuyo utilitarismo fue espiritualizado; y de Jovellanos, inspirado en los modelos británico y prusiano, defensor de una soberanía compartida procedente de una Constitución histórica. El autor concluye que la polémica interna se saldó con la derrota del sector más reaccionario del partido o vilumista, partidario de aprobar el Estatuto en forma de carta otorgada, lo que precipitó la redacción del texto de 1845.

El texto de José Luis Ollero Vallés «Sagasta y la impronta del progresismo en las constituciones de 1856 y 1869» plantea la aportación a ambas constituciones de Sagasta y del progresismo, en general. El primero participó en los debates de las Cortes de 1854, que mostraron las divergencias internas del progresismo entre los puros y los sectores más moderados. El futuro líder del partido mantuvo una cierta equidistancia entre ambos, al sostener la tolerancia frente a la libertad religiosa de los puros, pero sí defendió la descentralización municipal de aquellos, aunque con elección indirecta de los alcaldes. En1869, en su calidad de ministro de Gobernación, se empeñó en garantizar el orden sobre la anarquía, si bien decretó numerosas libertades, retomó la descentralización de 1856 y aceptó el sufragio universal. El autor concluye que la obra del progresismo en este periodo muestra que no hubo levedad ideológica en el partido en comparación con los moderados, como ha esgrimido cierta historiografía.

Sin duda, una de las aportaciones más significativas de la obra reside en que, junto a la aproximación a las constituciones, su segunda parte se dedica a la cuestión de la retórica y la incidencia en la prensa de esos debates. De esta manera, se hace una incursión en la cuestión de la opinión pública y de las culturas políticas, asuntos de relevancia en la historiografía actual. Es de lamentar, sin embargo, que los textos relativos a la retórica pequen de un análisis en exceso formal, renunciando a un tratamiento desde la construcción del discurso, cuya aportación a la historia política parece fuera de toda duda.

En «El sistema de comunicación gaditano y su proyección durante el siglo xix» Celso Almuiña Fernández destaca las dificultades de la libertad de prensa en el siglo xix español. Por ejemplo, en 1812 se garantizó solo en los asuntos políticos pero no en los religiosos. Con el triunfo del régimen liberal se asistió a un intento de control de la prensa política, compartido por moderados y progresistas, aunque con mayor rigor en los primeros. Fue frecuente la censura previa, la exigencia de un depósito previo y de un editor responsable, que propiciaron la lealtad de la prensa hacia los gobiernos. El sistema se mantuvo hasta el Sexenio, cuando la plena libertad garantizada por la Constitución de 1869 permitió la eclosión de la prensa, convertida en un cuarto poder (aunque muchos periódicos fueran poco viables económicamente y muchos de poca calidad) e, incluso, en un primer poder durante la I República.

Rebeca Viguera Ruiz aborda en «El discurso político en Cádiz en clave local. Iniciativas riojanas del liberalismo y el conservadurismo» la participación de los riojanos en las Cortes de Cádiz, pese a que ese territorio todavía no conformase una provincia. Se centra en la figura del obispo Francisco Mateo Aguiriano, al que califica de conservador, aunque cuesta no encasillarlo en el absolutismo a tenor de su defensa de la monarquía de derecho divino, del régimen señorial o de la Inquisición. También analiza al liberal Antonio García Herreros, opuesto a las posiciones del anterior, y promotor de la Milicia Nacional.

En «Retórica y oratoria política. Olózaga en los debates constitucionales de 1854» José Antonio Caballero López reivindica aquella disciplina como algo más que el mero ornato en el discurso y sugiere incluir en los estudios históricos sus estrategias argumentativas (lógicas, psicológicas y éticas). Como ejemplo, propone el análisis del discurso de Olózaga en defensa de la Soberanía Nacional en 1854.

María Ángeles Díez Coronado sigue ideas similares en «La formación del orador político en el siglo xix. La representación de los discursos y el «De la elocuencia» (1863) de Salustiano Olózaga. Recuerda la expansión de la Retórica a otros ámbitos desde la Baja Edad Media y su influencia sobre la política y el teatro en el siglo xix. Por otra parte, sitúa a Olózaga más próximo al modelo de retórica inglés, que tomó como eje central la actio y buscó alejarse de los excesos gestuales franceses.

Por último, José María Delgado Idarreta comienza con varios ejemplos de posiciones de la prensa ante la libertad de expresión desde el periodo gaditano, así como de los medios de regularla, en su contribución «El debate constitucional en la prensa y en el Parlamento». Al llegar al reinado de Isabel II se centra en Olózaga y en su defensa de la libertad de prensa sin cortapisas. Resalta las restricciones establecidas en el periodo moderado, aunque eso no impidiese la aparición de una prensa de partido como opción para los grupos políticos excluidos del Parlamento dominado por los moderados. Termina repasando la etapa de libertad del Sexenio y las restricciones iniciales de la Restauración, superadas tras la llegada al poder de los liberales sagastinos en la década de 1880.

En suma, nos hallamos ante un libro colectivo de interés. Sin embargo, como es, por desgracia, frecuente en este tipo de obras, se echa en falta algún capítulo final, que dé coherencia a todas las aportaciones en torno a posibles puntos nodales: libertad de creencias y de expresión, opinión pública, retórica o representación.