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Fernando Molina y José Antonio Pérez editan una obra que es simultáneamente muy vasca y universal. La primera afirmación está sobrada de argumentos. La totalidad de los autores están vinculados a la UPV, a excepción de Ángel García-Sanz que pertenece a la Universidad Pública de Navarra y se encarga del capítulo que analiza el papel de Navarra en el imaginario nacionalista vasco. La introducción y los nueve capítulos se enfrentan a temáticas específicamente relacionadas con el País Vasco y el libro es el resultado de un proyecto autonómico liderado por Luis Castells. Y sin embargo paradójicamente la impresión que deja su lectura es que dejando a un lado los matices propios de cada caso y centrándonos en lo esencial, podría estar dedicado a cualquier otro nacionalismo sin estado o, con las necesarias adaptaciones, estatal.

El peso de la identidad se abre con una combativa introducción de los dos editores que dejan claros sus posicionamientos de partida, críticos con el paradigma nacionalista predominante en la interpretación del pasado, subordinada siempre a las necesidades del sujeto colectivo construido por sus ideólogos y divulgadores y difundida desde las instituciones autonómicas y sectores afines. Molina y Pérez señalan las deficiencias de dicho relato histórico: la intencionada confusión entre memoria e historia, la omnipresencia de la nación (o el «pueblo») como sujeto histórico principal desde el principio de los tiempos, el anacronismo en el traslado de conceptos actuales a épocas en las cuales carecen de sentido, la marginación de periodos o temas incómodos que no encajan con la narrativa nacionalista (la Dictadura de Primo, los apoyos sociales del franquismo, la derecha no nacionalista en la Transición…) o la insuficiente contextualización en los marcos español y europeo reforzada, por la carencia de diálogo con historiografías foráneas. Esto último responde a la lógica de que la historia de los vascos sería única como lo es su identidad como pueblo por lo que poco beneficio se extraería del contraste con otras realidades, cuando precisamente en los últimos años el enfoque comparativo se está revelando uno de los más fructíferos en la historiografía internacional hasta convertirse casi en inexcusable.

La introducción constituye asimismo una reivindicación del papel social de los historiadores profesionales, puesto que el relato hegemónico lo construyen mayoritariamente antropólogos, sociólogos, periodistas, o bien historiadores ajenos al mundo académico, lo cual en sí no tendría que ser negativo pero que se convierte en una rémora cuando se ponen al servicio de su causa incorporando todas las rémoras del exceso militante y descalifican a los historiadores universitarios por respetar las convenciones del oficio. Todo lo mencionado trae a la mente del lector otras realidades a las que podría aplicarse casi literalmente todo lo anterior, como la polémica desencadenada por los denominados revisionistas en Irlanda a partir de los años setenta o tendencias similares detectables en determinadas interpretaciones de la historia catalana o gallega.

Ángel García-Sanz Marcotegui analiza la integración de Navarra en el ideario nacionalista, al tiempo que rastrea los difíciles intentos del PNV por arraigarse en una tierra que reivindicaba como propia. En una reacción típica cuando el mito queda desmentido por la realidad, ante los modestos resultados electorales durante la Restauración la reacción fue atacar por una parte a los demás partidos, autoerigiéndose en único representante legítimo de Navarra, y por otra criticar a la población por haberse desnaturalizado y perdido sus esencias. Al igual que en el País Vasco el nacionalismo carecía de la disposición para integrar a aquellos sectores que no encajaban en sus criterios étnicos, en el caso de Navarra el PNV también mostraría una clara incomodidad a la hora de aceptar la diversidad de sus comarcas, en particular de la Ribera que era comparada despectivamente con el Ulster o Andalucía, una quinta columna en suma.

Han sido numerosos los historiadores que se han esforzado por estudiar en los últimos años los símbolos de la nación española (bandera, himno, escudo, fiestas…), predominando la noción de su escaso arraigo, su deficiente rol unificador y su incapacidad para reforzar los vínculos identitarios, de ahí que fuese uno de los argumentos esgrimidos por los defensores de la tesis de la débil nacionalización en los años noventa. A esta labor dedica el capítulo correspondiente Félix Luengo, que hábilmente evita la confusión entre símbolos del País Vasco y símbolos del nacionalismo vasco. El mejor resumen de su contribución lo realiza el propio autor (p. 80) al concluir que «Parece claro que la mayor parte de los símbolos más reconocibles de lo vasco fueron creados por el nacionalismo. Pero que, cuando estos símbolos son aceptados o asumidos por el resto de las formaciones políticas, el nacionalismo pierde su interés por ellos, rebajándolos a veces a su uso administrativo, y busca nuevas referencias que respondan mejor a su proyecto político exclusivista», con la relativa excepción de la ikurriña.

Para Sabino Arana la religión era el principal elemento vertebrador de su cosmovisión y el PNV nació como un partido confesional que celebraba en la religiosidad uno de los elementos más distintivos de la forma de ser de los vascos. Y sin embargo como señala Joseba Louzao actualmente la vasca es una sociedad extremadamente secularizada, de hecho al avanzar la secularización en la segunda mitad del siglo xx se puede hablar de una «transferencia de la sacralidad» en beneficio de un nacionalismo entendido como religión política. Incluso así la relegación de un rasgo antaño tan esencial en la definición de la nación vasca debería mover a la reflexión sobre la supuesta continuidad desde tiempos inmemoriales de la nación como sujeto histórico.

La mayor parte de los nacionalismos tienen un componente ruralista muy acentuado y el vasco no constituye una excepción, puesto que en los caseríos estarían destiladas en su forma más pura las esencias étnicas y el antiurbanismo fue un elemento exacerbado en Sabino Arana. Pedro Berriochoa en su aportación a este volumen pone en evidencia la falsedad de la idea urbanita del campo como un mundo inmutable y armonioso, una verdadera «invención de la tradición» a la manera de Hobsbawm y Ranger que oculta la realidad histórica en beneficio de la mitología aranista de un mundo ideal amenazado por amenazas externas (urbanización, inmigración, ideologías foráneas, etc.). También el mito ha llevado a simplificar la realidad histórica en lo relativo a los foros, que estudia Rafael Ruzafa, del mismo modo que la expresión «derechos históricos», que en cambio es relativamente reciente (se remonta a los años de la IGM y las esperanzas despertadas por el wilsonismo) como muestra Javier Corcuera Atienza, enseguida adquiere una pátina de respetabilidad y de tradición que permite que sea esgrimida durante la II República o la Transición. Tanto es así que esos derechos históricos nunca bien definidos serían anteriores y superiores a cualquier otra ordenación jurídica y a la voluntad de los vascos realmente existentes en cada momento. En todo caso testimonian con toda claridad la capacidad del nacionalismo para crear términos exitosos de calculada ambigüedad que terminan por dominar el debate social y político sin ser sometidos a la crítica que merecería cualquier otro concepto carente de su carga emocional.

Fernando Molina dedica un capítulo al «conflicto vasco» en el que profundiza y completa algunos de las tesis avanzadas en la introducción. El «conflicto» sería el epítome de la visión nacionalista de la historia, puesto que se traslada desde el presente al pasado y se presenta como la clave explicativa básica del mismo. Toda la historia de los vascos se articularía en torno a su resistencia contra agresiones externas que en la época contemporánea provendrían de España (pero que podría retrotraerse al mito de la no-romanización por ejemplo). Como todo nacionalismo esencialista, el vasco parte de que la nación precede al nacionalismo, que no hace más que despertarla para defender y reivindicar una realidad preexistente. El «conflicto» dejaría en un segundo plano cualquier división interna, lo cual permite presentar las guerras carlistas o la guerra del 36 como luchas entre vascos y españoles simplificando hasta la caricatura episodios de tal complejidad. Como bien señala el autor se trata de una categoría ahistórica que incide en una supuesta excepcionalidad trágica que recuerda a los tiempos felizmente superados en que la historia de España se resumía en su carácter dramático y en determinados rasgos inherentes de los españoles.

José Antonio Pérez y Raúl López se ocupan del franquismo y la Transición, periodos que la «memoria autonomista» (que se impone a la historiografía profesional) agrupa en un continuum marcado por el victimismo. Precisamente sobre la figura de las víctimas del terrorismo reflexionan Luis Castells y Antonio Rivera, que señalan cómo el peculiar uso del pasado propio del nacionalismo (con matices según sus variantes peneuvistas o abertzale) en la actualidad ampara la igualación de víctimas y victimarios y el predominio final del concepto del «pueblo» como «víctima colectiva» y del sempiterno «conflicto» como causa última del sufrimiento.

El peso de la identidad es una obra que contiene perspectivas polémicas y análisis de gran interés, no solo para los interesados en la historia vasca. De hecho en algún pasaje se hubiese agradecido que con la mente puesta en los lectores foráneos no se hubiese dado por supuesta la familiaridad con términos y episodios no necesariamente bien conocidos fuera del País Vasco. Ningún libro puede agotar todas las perspectivas posibles, por ejemplo llama la atención la ausencia de un tratamiento específico de la cuestión del idioma, pero el lector encontrará numerosos estímulos para la reflexión que esperemos no caigan en saco roto, en particular en la propia sociedad vasca.