Es muy posible que este libro pase desapercibido para los historiadores españoles y creo que sería una verdadera pena. Juega en su contra el hecho de que Robert Bevan sea un verso libre, ajeno a la comunidad académica. Periodista y crítico de arte, es cronista sobre arquitectura y urbanismo en el London Evening Standard, y colabora asiduamente con The Guardian, Architectural Review, The Independent, London Review of Books o Los Angeles Times. Pertenece al ICOMOS (International Council on Monuments and Sites), organismo asesor de la UNESCO para la conservación del patrimonio cultural mundial, y aunque sus escritos tratan sobre contenidos diversos su principal línea de trabajo se centra en la destrucción del patrimonio arquitectónico y urbanístico en tiempos de guerra o genocidios culturales, la desprotección del patrimonio histórico de las ciudades, la gentrificación de los cascos históricos o las reconstrucciones kitsch de edificios emblemáticos.

Tampoco ayuda a la difusión del libro el que haya asumido su traducción, en una hermosa y cuidada edición, una empresa pequeña. La Caja Books está haciendo un trabajo soberbio, pero como todas las editoriales independientes sus canales de distribución son limitados. El título original es The destruction of memory. Architecture at war y se publicó por primera vez en 2006. El subtítulo ha desaparecido en la edición española y quizás sea una virtud, ya que no hace justicia al contenido, pues el libro va mucho más allá de la guerra, salvo que entendamos esta en un sentido muy laxo y amplio de enfrentamiento entre comunidades o de agresión de un Estado a comunidades dentro de sus propias fronteras.

Cuenta Bevan cómo la arquitectura y el urbanismo son campos de batalla en los que se dirimen luchas de tipo ideológico, étnico o identitario, y que la destrucción o la resignifcación de edificios o ciudades son recursos habituales para erradicar la memoria del contrario. Así ha sido a lo largo del tiempo: desde la devastación de Cartago o Jerusalén por los romanos o el derribo de templos paganos por los primeros cristianos, hasta la destrucción de edificios religiosos durante la Revolución francesa. Bevan, no obstante, se centra solo en siglo xx y en cierto modo plantea una historia alternativa de sus cien años, analizados desde la perspectiva del ataque contra la arquitectura y las ciudades.

Así, el libro aborda, más o menos detalladamente, la destrucción del patrimonio arquitectónico cristiano durante el genocidio armenio; del religioso en general bajo la Rusia de Stalin; del judío y eslavo en el avance del Tercer Reich hacia el Este; del alemán en los bombardeos aliados durante la Segunda Guerra Mundial; del árabe o judío en distintos momentos del Estado de Israel; del tibetano tras la ocupación china del Tibet; del patrimonio arquitectónico tradicional en China, durante —y después de— la revolución cultural, o en la Rumania de Ceaucescu; del musulmán y, en general, de origen otomano durante las guerras de los Balcanes de los años noventa, o la destrucción de templos musulmanes en la India de Narendra Modi. No solo se ocupa de la demolición de edificios, sino también de la liquidación del entramado vital de ciudades bombardeadas, como Sarajevo o Mostar, o segmentadas artificialmente por muros reales o implícitos: Berlín, Nicosia, Belfast, Jerusalén... La estructura del libro no es cronológica, sino temática. El orden de aparición de las distintas materias a veces es un tanto caótico y hay alguna reiteración, pero esto no invalida bajo ningún concepto la relevancia de lo que cuenta.

La propuesta de Bevan se asienta sobre varias premisas complementarias: la presencia de memorias colectivas, relatos compartidos por una comunidad y, por lo tanto, actitudes comunes hacia distintas formas de representar el pasado; la certeza de que la arquitectura ocupa un lugar destacado entre estas formas de representación y, en estrecha relación con todo lo anterior, la existencia también de lugares de memoria, patrimonio arquitectónico y urbano en este caso, que adquieren un significado común para un colectivo. Lugares de una fuerte trascendencia simbólica y testimonial que constatan la existencia de unos valores y un pasado común. Lugares que por su importancia como elemento aglutinante de una comunidad se convierten en objetivo que batir cuando alguien pretende someterla o exterminarla. En este sentido, Bevan no solo trata sobre aquellos edificios singulares, históricos o conmemorativos que estimulan la identidad grupal, y que califica como monumentos «deliberados» porque fueron construidos con una decidida intención monumental. También incluye en su reflexión aquellos otros edificios, como las viviendas tradicionales que, sin poseer inicialmente dicha intención, han adquirido un significado simbólico para una comunidad.

Partiendo de lo anterior, su tesis principal es que la destrucción, reconstrucción selectiva o reinvención del patrimonio arquitectónico y urbano constituyen estrategias para someter, dominar, aterrorizar, dividir o erradicar a colectivos humanos con rasgos identitarios propios, así como para reescribir la historia en función de los intereses de un determinado Gobierno o régimen político que desee eliminar cualquier testimonio de épocas pasadas. Desde esta perspectiva, Bevan analiza los vínculos entre la destrucción de patrimonio y los procesos de limpieza étnica y genocidio, exterminio del contrario, liquidación de su identidad y condena al olvido, ya se trate de minorías étnicas, de comunidades religiosas, de grupos o comunidades políticas... Estas estrategias, además, se perpetúan en el tiempo si quienes han acometido la destrucción siguen en el poder. A lo largo del siglo que ha transcurrido desde el genocidio armenio, por ejemplo, el Estado turco ha impedido la reconstrucción de las iglesias cristianas destruidas entonces, e incluso ha seguido demoliéndolas. En Croacia y Serbia o en los territorios dominados en Bosnia por croatas y serbios, el patrimonio islámico arrasado durante la guerra no ha sido reconstruido. La República Popular China sigue boicoteando la reconstrucción de templos budistas destruidos en el Tibet tras la invasión.

El derribo de monumentos y patrimonio arquitectónico también persigue la uniformización cultural de un territorio, la liquidación de las diferencias. «La destrucción de la singularidad local, del recuerdo de una identidad y un pasado diferente —escribe Bevan— es tan importante para China (hoy) como lo fue para los nazis durante la ocupación de Polonia» (p. 178). Ese fue también uno de los objetivos que persiguió Nicolás Ceaucescu al destruir el patrimonio de origen austrohúngaro en las ciudades rumanas o el de raíz magiar en los pueblos de Transilvania.

Un grado máximo en la destrucción del patrimonio arquitectónico es el urbicidio, el asesinato de una ciudad. El término lo acuñó en 1963 Michel Morlock y puede referirse tanto a la demolición física, literal, de una urbe, como a la destrucción deliberada de su entramado vital, de los valores cívicos que encarna y de los espacios de interacción entre las distintas comunidades que la habitan. De lo primero, constituirían un ejemplo los bombardeos aéreos masivos durante la Segunda Guerra Mundial o la destrucción de Varsovia por los nazis. De lo segundo, el arrasamiento de edificios o barriadas durante la guerra de Yugoslavia con el fin de segregar las ciudades e impedir la convivencia entre comunidades. En este último sentido, escribe Bevan, el «blanco del urbicida son los conglomerados de edificios que generan espacios compartidos heterogéneos donde las gentes se mezclan». También entraría en este apartado la construcción de muros que seccionan a las ciudades.

La reconstrucción —o la no reconstrucción— del patrimonio constituye un proceso selectivo y puede ser tan simbólica como su destrucción. Los Gobiernos nacionales o locales eligen qué quieren rehacer, qué no y siempre hay una intención, pues las reconstrucciones expresan la ideología o la cosmovisión de quien las acomete. Los nazis, por ejemplo, arrasaron el patrimonio judío y eslavo en Europa del Este. Cuando los regímenes comunistas emprendieron los procesos de recuperación urbana en la inmediata posguerra, la herencia judía apenas fue restaurada: de doscientas sinagogas existentes en Letonia y destruidas durante la ocupación nazi, la Unión Soviética no reconstruyó ninguna. Tras la independencia, el nuevo estado letón, militantemente nacionalista, tampoco hizo nada al respecto, y de este modo el patrimonio arquitectónico judío de Riga o de otras ciudades del país prácticamente ha desaparecido. Y con él, el recuerdo de una de las comunidades judías más ricas de Europa Central. La reurbanización de Varsovia tras la guerra obvió la epopeya del gueto, que quedó diluida en la reedificación general de la ciudad. La reconstrucción del patrimonio ucraniano desde que el país recuperó la independencia, a finales del siglo xx, ha sido selectiva en la medida en que ha primado la identidad nacionalista ucraniana, obviando a las otras comunidades existentes durante siglos en el territorio, y convirtiéndose en un caso claro de reinvención de la tradición.

La noción de destrucción del patrimonio cultural va pareja al principio de que es necesaria su protección, una idea que ya estaba contemplada en la Convención de La Haya de 1907, pero que no se especificó en detalle hasta la Convención de La Haya para la Protección de Bienes Culturales en Caso de Conflicto Armado, de 1954, que Estados Unidos y el Reino Unido no han firmado. Tras y durante las guerras de Yugoslavia, y con la posterior creación del Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia de La Haya, en 1991, los cargos vinculados a la destrucción del patrimonio se han sumado a los de genocidio y crímenes contra la humanidad. Militares y políticos serbios o croatas, recuerda Bevan, han sido condenados por la destrucción de ciudades y pueblos no justificada por exigencias militares; el ataque o bombardeo de ciudades, pueblos, viviendas o edificios no defendidos; la destrucción de edificios dedicados a religión, beneficencia, enseñanza, artes y ciencias; de monumentos históricos, o el pillaje de bienes públicos o privados.

La destrucción de la memoria aporta un punto de vista sugerente a la historia cultural del siglo xx. Una perspectiva global, que abarca procesos históricos de distinta naturaleza, y en diversos continentes, pero que tienen en común la destrucción deliberada de patrimonio arquitectónico o de ciudades completas. Por esta razón, es útil —por ejemplo— para enmarcar en un ámbito más amplio procesos como la violencia anticlerical y la destrucción de patrimonio arquitectónico eclesiástico en España, cuyo estudio se aborda con frecuencia desde una perspectiva nacional o enmarcado en un contexto preferentemente católico. Si hay una idea presente en este libro, aunque el autor no la explicite, es que los edificios religiosos —de cualquier confesión— son un objetivo a batir en las guerras culturales en cualquier rincón del planeta, en la medida en que representan la tradición.

En definitiva, este es un libro que debería conocer todo historiador de la cultura contemporánea, pero también cualquier científico social que trabaje sobre conflictos culturales que hayan derivado en actos violentos. Sobre todo, aunque no solo, en aquellos que esté implicada la voluntad de liquidar a una comunidad, expulsarla de un territorio y minar su identidad o erradicar su memoria.