RESUMEN

El liberalismo concedió mucha importancia a la ritualidad política. Era necesario representar públicamente sus teóricos, sus valores constitutivos y su orden sociopolítico, condensándolo en un sistema simbólico complejo. En una época dominada por las formas de gobierno monárquicas, este proyecto ritual liberal se elaboró en diálogo con las ceremonias monárquicas, integradas en una longeva tradición cultural. Esto hizo que se produjera un continuo trasvase entre ambas formas rituales y sus significados políticos. Este artículo analiza los intentos por conciliar simbólica y ritualmente los dos principales sujetos soberanos del siglo xix —la monarquía y la nación— mediante las ceremonias políticas que llevaban a la Corona a la sede de la representación nacional española: la apertura y clausura de Cortes y la jura de la Constitución. El proceso no fue monolítico, sino que sufrió intensos cambios en función a los contextos y el reparto de papeles. Entre 1808 y 1837 se sucederán en España tres modelos ceremoniales asociados a tres sistemas políticos, enfatizando el complejo proceso de adaptación de la monarquía al liberalismo. Establecido el modelo definitivamente en 1837, comenzó entonces un intenso combate por sus usos y significados. Estos rituales llevaron a los gobiernos a instrumentalizar la Corona, haciéndola descender al combate político alejado de aquella reclusión moderadora por ellos teorizada. Pero, igualmente, se convirtieron en espacios de protesta y discusión pública. Tras estas ceremonias se evidencia la lucha por el control del espacio público y la legitimación política donde los silencios, las aclamaciones y los vítores se erigieron en potentes armas políticas.

Palabras clave: Monarquía; nación; liberalismo; parlamentarismo; ritualidad política.

ABSTRACT

Liberalism attributed great significance to political rituality. It was necessary to publicly represent its political principles, constitutive values, and socio-political order but also to condense it into a complex symbolic system. In an age dominated by monarchical forms of government, this ritual project was developed by liberalism in dialogue with the royal ceremonies, which were part of a long cultural tradition. This fact produced a continuous transfer between both ritual forms and their political meanings. This article analyses the attempts to reconcile symbolically and ritually the two nineteenth-century main sovereign subjects in Spain: the monarchy and the nation. To this end, I study the political ceremonies that brought the Crown to the seat of the national representation: the State Opening of Parliament and the Constitution’s Oath. The process was not monolithic but underwent profound changes depending on the contexts and the distribution of roles. Between 1808 and 1837, there were three ceremonial models associated with three political systems in Spain, emphasizing the complex process of adaptation of the monarchy to liberalism. The final ritual model was established in 1837, but it began then an intense fight for its uses and meanings. These rituals led the governments to use the Crown as a political tool, making it descend to political combat far from that theorized moderate reclusion. But they also became spaces for protest and public discussion. Behind these ceremonies, it was hidden the fight for public place control and political legitimization in which silences, acclamations, and cheers became powerful political weapons.

Keywords: Monarchy; nation; liberalism; parliamentarism; political ritual.

Cómo citar este artículo / Citation: San Narciso, D. (2020). La niebla constitucional de la Corona. Las ceremonias políticas de la monarquía en el Estado nación español (1808-‍1868). Historia y Política, 44, 219-‍249. doi: https://doi.org/10.18042/hp.44.08

SUMARIO

  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. EL MISTERIO ritual del poder
  4. II. La cuestión ceremonial: nación y monarquía en disputa
  5. III. La monarquía en las cortes (1808-‍1837)
  6. IV. Una neutralidad imposible (1837-‍1868)
  7. V. Epílogo
  8. NOTAS
  9. Bibliografía

I. EL MISTERIO ritual del poder[Subir]

La noche del 14 de diciembre de 1843 la luz y el calor de las velas volvían a llenar la sala principal del Ateneo de Madrid. Como venía haciendo todos los jueves desde hacía algún tiempo, un ya experimentado Antonio Alcalá Galiano tomaba la palabra en la Cátedra de Derecho Político para disertar, en esta ocasión, sobre las diferentes tipologías de monarquías existentes. Centrándose en sus modelos contemporáneos, el insigne liberal la definió como una ficción legal «por la cual un hombre o una mujer manda a muchos y los representa». De esta forma, para cumplir su función en tiempos de gobiernos representativos, resaltará la importancia de convertir el trono en un «objeto de veneración, de acatamiento, poniéndole como entre un tanto de niebla en donde se le vea rodeado de una aureola de gloria». De esta forma, el rey no debía disfrutar solo de poder efectivo, sino que debía poseer dignidad y representarla públicamente. A la postre, sintetizaba, «el monarca es representante de la nación, y por eso honrado al representante se honra al representado, o sea, a la nación entera» ‍[2].

Estas ideas no eran del todo originales, sino que se inscriben dentro de los planteamientos que a nivel europeo el liberalismo venía formulándose para encuadrar a la monarquía dentro del sistema constitucional postrevolucionario. En la significativa fecha de 1815, con la restauración borbónica en Francia y la promulgación de una carta otorgada, Benjamin Constant justificó la figura del rey como «un ser aparte» de la sociedad, un poder neutro que «planea, por decirlo de alguna manera, por encima de las agitaciones humanas». Para ello defendió la necesidad de crear una esfera de inviolabilidad, de majestad, asentada sobre lo que denominó «los elementos de veneración que rodean al monarca» y cuyo objetivo no era otro que impresionar a la imaginación ‍[3]. Cincuenta años después Walter Bagehot volvería sobre estas cuestiones. En su célebre reflexión sobre el sistema político inglés, destacó dos mecanismos que servían a la monarquía para producir y conservar la autoridad que utilizaría el gobierno en sus actividades diarias: los elementos morales —encarnando los valores de la nación, para llevar «los rayos de la soberanía hasta las profundidades de la vida en común»— y los teatrales —«la pura apariencia» que toca directamente la imaginación y fascina a la multitud por apelar a sentimientos de distinción—. La monarquía se erigía, así, en la cabeza de la sociedad y en el nexo de unión que garantizaba la adhesión de las masas a través de un deber casi religioso expresado en «pomposos exteriores» ‍[4].

Se tratase de una ficción o una ilusión monárquica ‍[5], lo cierto es que la Europa liberal entendió la institución como una pieza esencial del edificio político, social y cultural que intentó levantar sobre las ruinas de la revolución. El proceso no fue sencillo, particularmente por la resistencia que con mayor o menor éxito opusieron unos monarcas a los que se les privaba de parte de sus funciones y soberanía. Resignificados, por tanto, demostraron no ser un vestigio del pasado, una ruina frágil y decadente destinada a desaparecer ‍[6]. Por el contrario, como mostró Arno J. Mayer, la Corona fue el centro de los sistemas europeos de autoridad y el nexo de unión no solo de la nación en el presente, sino también del vínculo legitimador con el pasado ‍[7]. En esa búsqueda de nuevas funciones y argumentos de legitimación, sería su capacidad de representación lo que acabaría justificando, en última instancia, su presencia en los regímenes representativos ‍[8]. De esta forma, se constituyeron en el centro nodal de toda la urdimbre simbólica del naciente orden político y social. Ello no solo les llevó a explotar los nuevos vínculos sociales y actualizar aquellos sentimientos de pertenencia colectiva preexistentes que poseía, sino también a representar todo ello públicamente. Pues, como señaló Clifford Geertz, además de poseer «the active centers of the social order», toda autoridad dentro de un sistema complejo necesita expresar simbólicamente el hecho mismo de poseer el poder, conectándose con sus fundamentos más trascendentes ‍[9]. En suma, como sintetizó Georges Balandier, el poder «ne se conserve que par la transposition, par la production d’images, par la manipulation de symboles et leur organisation dans un cadre cérémoniel» ‍[10].

Por ello, las ceremonias monárquicas jugaron un papel central en los sistemas europeos del siglo xix; y no solo por permitir a la Corona legitimarse en el nuevo marco político. El propio liberalismo no desaprovecharía la oportunidad de instrumentalizar la legitimidad de la monarquía, explotando sus ceremonias —ancladas, por cierto, en una longeva tradición— y las posibilidades de proyección social de su fuerte personificación. En ese sentido, podemos entender las ceremonias como una escenificación pública de la posesión de capital simbólico condensado en símbolos y formas rituales. Un sistema representativo que tenía un fuerte poder simbólico, entendiendo como tal —en palabras de Pierre Bourdieu— «une forme transformée, c’est-à-dire méconnaissable, transfigurée et légitimée, des autres formes de pouvoir», que se ejercería en tanto que poder reconocible ‍[11]. A la postre, para mantener su efectividad como representación sociopolítica, los rituales precisan de una continua y pragmática reinvención ‍[12]. Es decir, como artefactos culturales que son, están socialmente construidos y son históricamente cambiantes, relacionándose íntimamente con el contexto que los concibe, produce y recibe ‍[13]. Unas acciones simbólicas caracterizadas por su capacidad de condensación semiótica, su polisemia y su ambigüedad que, como expuso el antropólogo David I. Kertzer, sirven «as important means of channeling emotion, guiding cognition, and organizing social groups» ‍[14].

Unas representaciones, en suma, que condensan en una maraña de sistemas simbólicos los principios y las relaciones del sistema que los produce. Por ello, escenificaban públicamente discursos políticos con los que definir el sentido identitario de la comunidad, pretendiendo generar sentimientos de adhesión ‍[15]. Unas imágenes en movimiento que se desplazan en un espacio físico —a modo de tramoya escénica— y en otro temporal, con visiones sobre su presente, basadas muchas veces en hechos del pasado y que justifican un proyecto a futuro. En ese sentido, lejos de mantener una continuidad, favorecen luchas por el poder simbólico, por conquistar el monopolio del discurso. Igualmente, y frente a la existencia de un repertorio de elementos simbólicos de base relativamente limitado y estable en el tiempo, dichos elementos se encuentran sujetos a combinaciones variables y reactualizaciones constantes, pues son reapropiados, reproducidos y modificados. De esta forma, los rituales son actos transformacionales que, además de estructurar el significado, negocian los mundos en los que tienen lugar. Retomando todas estas aportaciones teóricas, en este artículo pretendo estudiar las ceremonias políticas de la monarquía española en el contexto de creación del Estado nación liberal. Busco así desentrañar las estructuras y las tramas de significación, que diría Geertz ‍[16], escondidas en estos rituales políticos centrales en la organización de los Estados liberales, así como las zonas de conflicto por apropiarse de unas formas rituales. Para ello me centraré en unas ceremonias clave y fundacionales del liberalismo español: las aperturas y clausuras de Cortes ‍[17] y las juras de los monarcas a las diferentes constituciones. Unos rituales no solo importantes a nivel político, al suponer el inicio del curso legislativo, sino que tuvieron una enorme repercusión nacional y, particularmente, internacional.

II. La cuestión ceremonial: nación y monarquía en disputa[Subir]

La emergencia de un nuevo sujeto colectivo soberano —como era la nación—, provisto de una legitimidad propia, supondría un desafío completo a la soberanía del principio monárquico. Conciliar la Corona con la nación será, así, uno de los principales desafíos del mundo postrevolucionario ‍[18]. Dos sujetos soberanos en liza, no solo política o económicamente, sino también en un plano simbólico. En ese sentido, el liberalismo intentó construir desde el principio un sistema representativo —con sus propios símbolos, festividades, rituales…— para condensar y simbolizar la naciente comunidad política, así como los principios sobre los que se fundaba ‍[19]. El Estado liberal y el principio nacional debían, así, escenificarse en el espacio público, representar sus valores constitutivos y su orden sociopolítico —sintetizados en sus mitos y símbolos— en actos performativos de viejo o nuevo cuño. Sin embargo, la monarquía mantuvo un papel esencial en unos y otros por su tradición ceremonial y su valor legitimador. Como subrayó Michael Billig, la familia real ofrecía enormes posibilidades al nacionalismo, permitiendo que la nación se encarnara e imaginara a sí misma como una comunidad ‍[20]. Este hecho haría que el monarquismo y el nacionalismo banal se retroalimentaran. Es decir, la reproducción cotidiana e inconsciente de la identidad nacional acabó forjando un concepto de nación monárquica. Igualmente, al representar la familia real a la nación misma, las prácticas cotidianas e involuntarias asociadas al monarquismo banal transmitían potentes discursos de nación. Como resultado, Billig colocó las ceremonias monárquicas en una posición preeminente entre las festividades que sirvieron a la nación para conmemorar o recordarse conjuntamente, ayudando a los individuos a interiorizar los discursos banales del nacionalismo ‍[21].

Por todo ello, en un mundo dominado por las formas de gobierno monárquicas, el desarrollo de proyectos rituales liberales nacionales se realizó en estrecha relación con las tradicionales ceremonias reales, produciéndose un continuo trasvase entre formas rituales y significados políticos ‍[22]. La creación del Estado liberal exigió, de esta forma, representar públicamente el nuevo pacto constitucional, activando un calendario ritual que celebrase y expusiese las narrativas del mismo. En esta nueva concepción se tuvo que armonizar, teórica, práctica y simbólicamente el principio de soberanía nacional —encarnado en los Parlamentos— y el de soberanía monárquica. De tal forma que se establecieron rituales en los que el monarca se desplazaba al edificio contenedor de la soberanía nacional —como la apertura y clausura de las sesiones legislativas o la jura de las constituciones— y otros donde eran los diputados y senadores —representados en una comisión— los que iban desde el Parlamento al Palacio Real. El simple gesto simbólico del desplazamiento, así como el potencial que tenían los lugares físicos donde se desarrollaban las ceremonias, no son algo baladí. A la postre, la topografía simbólica no deja de ser sociopolítica, y algunos lugares condesan en su misma materialidad expresiones de poder, invistiendo de sacralidad y legitimidad el orden político que se escenifica.

Un caso paradigmático de ello podemos verlo en la evolución de la política ceremonial de las distintas monarquías que fueron instaurándose en Francia durante el siglo xix. Tras la revolución de 1830, la Monarquía de Julio tuvo que elaborar un sistema ceremonial que sintetizase la tensión entre los rituales revolucionarios y los monárquicos. Este «assemblage original», en palabras de Alain Corbin, debía representar y simbolizar la revolución acabada, mezclando los principios del nuevo régimen —una «fête de la liberté», a la vez que una «célébration de l’ordre»— y el papel de un monarca «à la rencontre des Français» ‍[23]. Dentro de esta filosofía se modificará la ceremonia de apertura del Parlamento, introduciendo la costumbre británica. Hasta la fecha, siguiendo el ritual creado durante la Restauración, los soberanos recibían a los comisionados del Parlamento y el Senado en el Palacio Real, donde se procedía a abrir las sesiones ‍[24]. Con Louis Philippe, en cambio, será el rey quien se desplace para la sesión real al Palacio de Borbón, sede del poder legislativo ‍[25]. La proclamación del II Imperio en 1852 volverá a modificar esta tradición. Paradójicamente, Napoleón III reinstaurará el sistema de la Restauración, desplazando la apertura del Parlamento al salón de embajadores del palacio de Tuileries ‍[26]. Un reflejo, por tanto, de la relación establecida entre los poderes soberanos y del concepto de Estado dibujado en los discursos políticos teóricos, que se representaba públicamente en estas ceremonias.

El caso británico continúa siendo el ejemplo de estudio paradigmático en estas cuestiones, elevado a categoría referencial en el propio siglo xix. En su influyente estudio sobre la invención de las ceremonias monárquicas británicas, David Cannadine situó a comienzos del siglo xx su verdadera modernización hacia una ritualidad espléndida, pública y popular. De esta forma, dibujó las ceremonias victorianas —particularmente hasta 1877— como unos «ineptly managed ritual» oscilantes «between farce and fiasco». Pero, ante todo, situó en los propios personajes reales el principal freno al papel ceremonial de la monarquía, por cuanto aquel modelo teatral desprovisto de poder efectivo se encontraba en las antípodas de su visión de la Corona ‍[27]. Aunque sus tesis han sido objeto de debate ‍[28], algunas de ellas no dejan de mantener vigencia. Es cierto que la reina fue siempre reacia a las ceremonias públicas, infravalorando sus obligaciones simbólicas frente a las políticas. Por ello, la mayoría de los eventos dinásticos —fundamentalmente bodas, bautizos y funerales— fueron privados, representando más bien una domesticidad burguesa ‍[29]. Sin embargo, como subrayó Richard Williams, existió en los primeros tiempos del reinado «a concomitant enthusiasm for pageantry» en la opinión pública ‍[30]. A esa apetencia ceremonial se sumaba la existencia continuada de dos importantes rituales políticos donde jugaba un papel esencial: la apertura y clausura del Parlamento ‍[31]. Como subrayó Walter L. Arnstein, hasta 1861 la reina Victoria «carried on with great faithfulness and with far greater success» sus responsabilidades en estos rituales que marcaban la vida política y simbólica del Estado ‍[32]. Durante los años cuarenta y cincuenta, la reina acompañada de su corte y vestida en «robe of State» acudió puntualmente al Parlamento para leer el discurso preparado por su gobierno y abrir y cerrar personalmente las sesiones legislativas. Sus pocas ausencias se deberían a motivos de salud, vinculadas con el embarazo y el parto de su extensa progenie.

Al igual que sucedería en el plano político, la muerte del príncipe consorte en 1861 y su posterior aislamiento serían mucho más determinantes para forjar esa imagen de una reina recelosa hacia lo ceremonial. En una gélida carta a su secretario de Estado negándose a acudir nuevamente a la ceremonia de apertura, la reina confesó sentirse «always terribly nervous on all public occasions, but especially at the opening of Parliament». Con algo de impostura, Victoria justificó su asistencia previa por la presencia de su marido, «whose presence alone seemed a tower of strength, and by whose dear side she felt safe and supported under every trial»

La reina Victoria al conde Russell (08-‍12-1864). En Buckle (

Buckle, G. E. (ed.) (2014) [1926]. The Letters of Queen Victoria. Cambridge: Cambridge University Press.

2014
) [1926]: 244-‍245. Para este y los siguientes casos las cursivas son originales del texto.

‍[33]
. Sin embargo, como escribió un periódico conservador, «seclusion is one of the few luxuries in which royal personages may not indulge». A la postre, el poder «derived from affection or from loyalty needs a life of almost uninterrupted publicity to sustain it»

Saturday Review, 26-03-1864.

‍[34]
. En esa línea, y en aquel contexto de reclusión, el rey Leopoldo de Bélgica tomó la pluma para aconsejar a su sobrina que retomase su dimensión pública. En ese papel de cicerone que siempre mantuvo, remarcó la incómoda posición de las personas reales en un siglo que obligaba a estar «constantly before the public in every imaginable shape and character, and fill entirely the public mind». Este hecho exigía una serie de obligaciones, principalmente ceremoniales, pues la monarquía «must be palpable»

El rey de los Belgas a la reina Victoria (15-‍06-1864). En Buckle (

Buckle, G. E. (ed.) (2014) [1926]. The Letters of Queen Victoria. Cambridge: Cambridge University Press.

2014
) [1926]: 218-‍219.

‍[35]
. Pese a todo, durante su viudedad y hasta su muerte en 1901, la reina acudiría al Parlamento solo siete veces. Todas ellas exigidas imperiosamente por su gobierno y a las que asistió porque ella misma se jugaba, en la legislatura que abría, asuntos relevantes para su vida familiar, coincidiendo, por ejemplo, con los debates sobre dotes para las bodas de sus vástagos.

Aunque descuidadas por la reina, estos rituales en el Parlamento mantuvieron un papel fundamental en la vida política y simbólica británica. Como sintetizó David Cannadine rectificándose ligeramente, las ceremonias de apertura constituían «a performance of the British Constitution», un tableau vivant «which put the three estates of the realm on parade» ‍[36]. La reina Victoria aparecía, así, como el centro de un espectáculo anual del poder donde se exaltaba, principalmente, la majestad real, el orden y la jerarquía. Unos principios recogidos entonces a nivel teórico, expuestos en la práctica parlamentaria y manifestados culturalmente no solo en estas ceremonias, sino también, por ejemplo, en el diseño y decoración mismos del nuevo Parlamento.

El caso inglés nos proporciona una mejor oportunidad de comparación con España, por cuanto se trataba de una monarquía liberal, con una mujer depositaria de los derechos y la legitimidad soberana y que se erigió, en el propio siglo xix, en un modelo referencial del liberalismo europeo. Paradójicamente, frente a la ausencia en estos rituales políticos que caracterizó a Victoria, la Corona española asistió a prácticamente todos ellos entre 1820 y 1868. Por ese motivo, considero que para el caso español estas ceremonias constituían los principales momentos de representación pública de los valores constitutivos de la comunidad política. Una dramatización del orden político, de la relación establecida entre las instituciones del Estado —con la mediación del gobierno— y del encaje de soberanías. Estos rituales del poder suponían una teatralización de la relación interespecífica, de supervivencia mutua, establecida entre las élites políticas liberales y la monarquía. Con ella la Corona transfería su legitimidad histórica a la nación, anclando los discursos políticos en una tradición estatal histórica. Por otro lado, el desplazamiento del monarca a la sede de la soberanía nacional y la lectura de su discurso refrendaba en la voluntad nacional, quizás no la legitimidad última de la monarquía, pero sí su papel dentro del sistema, afirmando su autoridad. Un laboratorio de prueba, en definitiva, para ensayar distintas fórmulas que acomodasen política y simbólicamente la nación y la monarquía.

III. La monarquía en las cortes (1808-‍1837)[Subir]

El liberalismo español, al igual que sus homólogos europeos, concedió mucha importancia a la ritualidad política ‍[37], ocupando las relaciones simbólicas entre el rey y las Cortes un lugar central en ella. Ya durante las sesiones de Cádiz se debatió tanto el tratamiento como la práctica ritual que seguir en ausencia del monarca, pero también su articulación futura con un monarca presente ‍[38]. En el fondo se trataba de conformar un modelo de monarquía cuyo principio originario —y por ende constituyente— residía en la soberanía nacional ‍[39]. La propia Constitución de 1812 recogía que las Cortes se convocaban automáticamente, no teniendo el rey facultad para suspenderlas o disolverlas, ni precisándose su asistencia para su apertura o clausura. En ese sentido, la figura del presidente de las Cortes adquirió un peso político muy relevante, correspondido a nivel ceremonial. Igualmente, y de forma inédita, el propio texto constitucional especificó algunas disposiciones ceremoniales: la fecha venía establecida por unos plazos, no fijándola el rey y teniendo el presidente capacidad de apertura sin delegación (art. 121); se incidía en la asistencia del rey «sin guardia» y acompañado solo del personal estrictamente fijado en el ceremonial (art. 122) y se establecía la dinámica de discursos (art. 123). Estas ideas se desarrollarían y explicitarían en el Reglamento para el Gobierno Interior de las Cortes (1813), copiado sin apenas modificaciones durante el Trienio Liberal ‍[40]. Destaca, especialmente, la entrada del rey descubierto —reconociéndose simbólicamente la supremacía de la nación— y la inexistencia de besamanos al rey. La imposición de la nación sobre la monarquía quedaba, de esta forma, representada públicamente con estos gestos simbólicos de enorme calado.

Estas ceremonias de apertura y clausura —unida a la jura de la Constitución— fueron momentos clave de expresión del liberalismo, pero también del propio monarca

Diario de Sesiones de Cortes (DSC), 09-‍07-1820 y Archivo General de Palacio (AGP), Reinado Fernando VII, caja 345, exp. 3.

‍[41]
. Algo que se verá claramente durante el Trienio Liberal. En su primigenia postura, acomodadiza a las circunstancias sobrevenidas, Fernando VII transigió abriendo en persona cinco de las seis legislaturas y cerrando tres de ellas. Incluso aprovechó los resquicios del sistema al introducir, por ejemplo, una coletilla en su discurso de 1821 criticando «los ultrajes y desacatos de todas clases cometidas a mi dignidad y decoro, contra lo que exige la Constitución, el orden y el respeto que se me debe tener como rey constitucional» y la inacción del gobierno para reprimirlos

DSC, 01-‍03-1821.

‍[42]
. Pero ello no significó que el rey no trabajara desde el primer momento para derrocar el régimen liberal desde el interior y el exterior. El 19 de febrero de 1823 Fernando VII rehúsa por primera vez cerrar las Cortes aduciendo motivos de salud. Su límite de tolerancia parece que terminaba, mientras el golpe de gracia al sistema liberal se fraguaba desde Francia. Desde aquel momento el rey no asistirá a ninguna ceremonia en las Cortes, evidenciando simbólicamente el divorcio con el sistema liberal doceañista. Ello no impidió que siguieran difundiéndose imágenes del rey en las Cortes, que abarcaban una gran amplitud formatos, desde grabados hasta cajas o abanicos. Un hecho que evidencia la importancia que dentro del liberalismo tuvo iconográficamente la fusión del rey y la Constitución a través de estas ceremonias ‍[43]. Con todo, lo que nos interesa subrayar en este modelo monárquico es el conflicto simbólico establecido entre ambas instituciones y soberanías, así como su compleja asunción por parte de un monarca que nunca entendió su papel constitucional y mantuvo un concepto privativo y patrimonialista del Estado ‍[44].

La muerte de Fernando VII iniciará un profundo proceso de cambio. La transformación fue lenta, y de ninguna forma pacífica, pero implicó la instauración definitiva del liberalismo y del parlamentarismo en España ‍[45]. Un proceso seguido, al mismo tiempo, de la definitiva configuración ceremonial de la monarquía constitucional. María Cristina de Borbón, encargada de la regencia, transigirá hacia un modelo tenue de constitucionalismo fundado ya en una nueva teoría política. El Estatuto Real proclamaba la soberanía compartida entre el rey y las Cortes y reforzaba el poder de la monarquía, asumiendo «exclusivamente» la facultad de convocar, suspender y disolver las Cortes (art. 24) ‍[46]. Este nuevo pacto constitucional, y esta nueva posición de la Corona, implicaron una relocalización ceremonial —en esencia y estructura— de ambos actores en la ritualidad política del Estado ‍[47]. En primer lugar, la iniciativa partía de la monarquía, fijando la reina la cita y marcando los tiempos rituales: era ella quien personalmente mandaba sentar a los presentes y abría las sesiones, pregonando sus órdenes el mayordomo de semana —en calidad de maestro de ceremonias— y el presidente del Consejo de Ministros, respectivamente. Igualmente, cualquier acción desarrollada durante la ceremonia exigía no solo su expreso consentimiento, sino también la representación de sumisión y respeto: los próceres y procuradores debían permanecer descubiertos ante la reina, el presidente debía besar la mano al entregar el discurso de apertura e, incluso, cuando se produjo el juramento, el patriarca de Indias tuvo que besar la mano y pedir permiso para leer la fórmula. Esta autoridad se manifestaba también espacialmente, pues la reina entraba a las Cortes precedida de cuatro maceros, de las comisiones de recepción y del mayordomo de semana, que anunciaba su entrada.

Escondida en los Reales Sitios y manteniendo una paralela vida conyugal con Fernando Muñoz, María Cristina tendrá que asumir las funciones políticas parejas a su calidad de regente, entre las que sobresalía la representación de la autoridad monárquica. La reina no se prestó a ello con facilidad, y las tres aperturas de Cortes fueron momentos de gran tensión ante los que tuvo que ceder. Especialmente significativa fue la de 1834, hecho resaltado por la gran difusión de imágenes propagandísticas ‍[48]. En un clima político tenso, con un fuerte brote de cólera y embarazada de su primera hija con Fernando Muñoz, la reina abrió por primera vez las Cortes y juró el Estatuto Real. Pese a su oposición a presentarse en Madrid, acabaría cediendo a las presiones ejercidas por Martínez de la Rosa, el conde de Toreno, el marqués de las Amarillas y el embajador francés. Para todos ellos la presencia de la reina en la apertura era imprescindible para evitar una especie de delegación de la autoridad. Algo exigido, como afirmó el conde de Rayneval, por «son honneur, son intérêt et ses devoirs envers sa fille, comme envers l’Espagne»

Archive du Ministère des Affaires Étrangères, Correspondance Politique de l’Espagne (AMAE CPE), vol. 765, 14-‍07-1834.

‍[49]
. Consiguieron, de esta forma, que «la reina gobernadora fue[ra] a la nación española, en nombre de su augusta hija»

Mensagero de las Cortes, 24-07-1834.

‍[50]
. Pero la ceremonia estuvo lejos de colmar sus aspiraciones. Además de leer el discurso «si rapidement et d’une voix tellement basse», se evidenció que la reina «lisait une chose qu’elle ne comprenne pas et qu’elle n’avait d’autre désir que d’achever le plus promptement possible»

AMAE CPE, vol. 765, 27-‍07-1834.

‍[51]
. Una ceremonia, en suma, «absence de dignité et même de convenance», que la reina se había visto forzada a interpretar y a la que no prestó el menor interés. Apenas concluida, la reina huyó a su palacio de Riofrío pese a los esfuerzos de sus ministros por retenerla algún día en la capital de la monarquía.

La marcha de los eventos políticos aumentaría la impotencia de la reina, que llegó a experimentar verdadero pavor ante estas ceremonias. Con los levantamientos de 1835 y el nombramiento de Mendizábal, la apertura se trasladó al edificio de Procuradores y se introdujeron cambios «dans le même esprit»

AMAE CPE, vol. 768, 15-‍11-1835.

‍[52]
, entre los que destacó la apertura de la galería pública. La batalla por el espacio público comenzaba y, en ella, aquel liberalismo —particularmente desde posiciones más avanzadas— exteriorizaba su apoyo popular. La reina fue recibida con «clamorosos vivas» tanto dentro como fuera de las Cortes, entre los que destacó «el de viva la madre del pueblo», «no cabiéndole pequeña parte de estos vítores al señor Mendizábal, en particular, y al gobierno en general»

Eco del Comercio, 17-11-1835.

‍[53]
. Esta escenificación llegará a su cénit en 1836 durante la apertura hecha tras los sucesos de La Granja y la imposición de la Constitución de 1812. Como comunicó el embajador francés en cifrado, la reina sopesó seriamente no asistir en esta ocasión

AMAE CPE, vol. 772, 24-‍10-1836.

‍[54]
. Pero al igual que cedió en la promulgación del texto constitucional, María Cristina transigió en representar una ceremonia que, en la estela del Trienio Liberal, reducía su valor simbólico. Constituidas las Cortes y reunidas en sesión, su presidente invitó a la reina a asistir: era la nación quien desde su soberanía llamaba a participar a la monarquía en su ritualidad política. Consecuentemente, se eliminaron las fórmulas de respeto, los besamanos y las autorizaciones reales; incluso el presidente de las Cortes se sentó a la derecha de la reina y contestó inmediatamente su discurso. Estos desagravios simbólicos se completaron con la afirmación popular de la nación soberana en armas. Rodeada de la Milicia Nacional, la reina fue recibida «with an enthusiasm far greater than what has usually been displayed upon similar occasions»

National Archives, Foreign Office (NA FO), vol. 462, 24-‍10-1836.

‍[55]
.

Las Cortes tenían, no obstante, una naturaleza constituyente, rompiéndose así el modelo constitucional doceañista para articular uno nuevo caracterizado, en palabras de Joaquín Varela, por su simbiosis, sincretismo y elasticidad de principios teóricos ‍[56]. La Constitución de 1837 será, así, un instrumento transaccional que tomará del ideario moderado el reforzamiento de los poderes de la Corona. Por ello, se reconoció al rey la potestad de convocar las Cortes, suspender y cerrar sus sesiones y disolver el Congreso (art. 26). En consecuencia, la monarquía asumió la facultad de abrirlas y cerrarlas personalmente (art. 32). Esta tercera vía constitucional formulará un modelo ceremonial, de largo recorrido, que se plasmará en las sucesivas reglamentaciones de las Cortes y ejemplificará un nuevo modelo de monarquía. Interesante resulta, a este respecto, un proyecto de ley que modificaba el reglamento donde se especificaba que la convocatoria la hacía el gobierno «a nombre del rey» y «refrendada por el presidente», señalando igualmente el día y lugar

Gaceta de Madrid, 22-07-1838.

‍[57]
. Su no aprobación definitiva, pese a tomarse en consideración posteriormente, nos habla elocuentemente de una práctica política ya asentada: el control del gobierno sobre esta ceremonia. Con todo, el primer elemento a subrayar en esta nueva imagen ritual del Estado es la eliminación de la figura del maestro de ceremonias y, con él, del control ritual de la monarquía a través de su mediación. Igualmente, se mantendrán algunos símbolos de respeto, como la recepción en pie y sin cubrirse, la entrada precedida de cuatro maceros y las comisiones de recepción o la disposición de las sillas en alturas y distancia respecto al trono —sentándose, por ejemplo, el presidente del Consejo dos escalones por debajo y fuera del solio—. Sin embargo, las órdenes de la reina a las Cortes y los signos de sumisión de estas —reverencias y besamanos— se circunscribirán solo al presidente del Consejo de Ministros —al presentar el discurso a la reina y al mandar la apertura— y al ministro de Justicia —al recibir el discurso para su publicación—. Por tanto, las órdenes ya no se dirigen al poder legislativo encarnado en las Cortes, sino al poder ejecutivo, del que la Corona era titular. En último lugar, al discurso de la Corona no le seguirá una respuesta del presidente de las Cortes —el diputado o senador más antiguo—, sino que se abrirá un debate en ambas instituciones para realizar un discurso de contestación que supondrá una discusión pública del programa del gobierno

Sobre la importancia de la Comisión encargada de la contestación del discurso de la Corona, y de la importancia de este desde el Trienio, véase Tomás Villarroya (

Tomás Villarroya, J. (1968). El sistema político del Estatuto Real (1834-1836). Madrid: Instituto de Estudios Políticos.

1968
): 164 y Lario (

Lario, A. (2003). El modelo liberal español. Revista de Estudios Políticos, 122, 179-200.

2003
): 191.

‍[58]
. Comenzaba, así, aquella «extraña costumbre» —que escribirá Mesonero Romanos— «de empeñar una difusa discusión de dos meses o más para contestar al discurso del trono» ‍[59].

En suma, tres modelos de monarquía, de relación entre la soberanía nacional y monárquica, entre el poder ejecutivo y legislativo, entre distintas concepciones del Estado, que se expresaban simbólicamente en estas ceremonias. De esta forma, fijado desde 1837 teóricamente, la experiencia durante el periodo de las regencias y el gobierno personal de Isabel II marcarán una tensión ritual entre los usos que de ellas harán los gobiernos y su emergencia como un espacio de contestación dentro de la lucha por el espacio público.

IV. Una neutralidad imposible (1837-‍1868)[Subir]

La práctica ceremonial seguida tras la promulgación de la Constitución de 1837 permanecerá invariable en el sistema ritual del Estado durante todo el siglo xix. Sin embargo, una vez fijado su protocolo, se abrió un profundo debate en torno a los usos y significados que estas aperturas y clausuras de las Cortes entrañaban. Estas ceremonias se erigieron en momentos claves de la ritualidad política liberal, representando públicamente la Constitución del Estado y la posición que a cada elemento le correspondía. El caballo de batalla vendrá, no obstante, de la fuerte instrumentalización que hará el gobierno de turno de estas ceremonias. En primer lugar porque, aunque la Corona podía tener mayor o menor capacidad para fijar la fecha y la hora, la conveniencia o no de celebrar esta ceremonia quedó en manos gubernativas, vinculándose con su poder de maniobra y las circunstancias políticas. Pero igualmente este decidía el realce del que quería dotar al evento al elegir la sede y, con ello, el itinerario de la comitiva real. Será, precisamente, este último elemento lo que permitirá abrir espacios públicos para la movilización y la protesta tanto física —en el recorrido por las calles— como figurada mediante la discusión en la prensa. En ello la actitud de la población, con sus silencios, sus vítores, su entusiasmo o su refracción, será fundamental, así como su utilización política ‍[60].

Este hecho se aprecia desde el primer momento. María Cristina continuó mostrando temor a estas apariciones públicas, si bien tuvo que transigir y representar —aunque mínimamente— el papel que correspondía a la monarquía en la ritualidad política liberal. Incluso, tras grandes presiones del gobierno Calatrava, María Cristina tuvo que consentir y llevar a la reina Isabel —de tan solo seis años— a la jura de la Constitución de 1837

AMAE CPE, vol. 778, 16-‍06-1837.

‍[61]
. Desde entonces la presencia de la reina niña se hizo indispensable en todas las aperturas, pues su asistencia reafirmaba simbólicamente la legitimidad del Estado ‍[62]. El grado de instrumentalización del gobierno se vio nítidamente en la apertura de 1839. Tan solo un día después de firmar la Paz de Vergara, las reinas se presentaron en el Congreso «con el más lucido cortejo y con un lujo no acostumbrado en semejantes casos»

El Correo Nacional, 02-09-1839; Eco del Comercio, 02-09-1839.

‍[63]
. La comitiva se había agrandado conscientemente para hacer una ceremonia «brillante y ostentosa por demás». Pero igualmente, estas ceremonias eran momentos de lucha por el espacio público e, incluso, de expresión contra el gobierno o la misma reina gobernadora. En el contexto de aumento de autoridad y acción política de María Cristina, intentando reconducir en un sentido moderado el proceso revolucionario ‍[64], su última ceremonia de apertura de Cortes visualizará las posibilidades de contestación del progresismo. Durante la carrera «no se oyó ayer un solo viva» y en el interior de la sala «hubo quien gritó viva la reina; y hubo quien respondiese viva la constitución»

Eco del Comercio, 19-02-1840.

‍[65]
. Como amenazantemente aconsejó este mismo diario, «el silencio no interrumpido del público y la escasa concurrencia de la milicia nacional […] son lecciones mudas pero muy elocuentes que deben estudiar los reyes».

Será durante la regencia de Espartero cuando este carácter instrumental llegue a sus mayores cotas, probablemente por el fuerte papel político que este jugó y las enormes críticas —moderadas, pero también progresistas— que suscitó ‍[66]. De esta forma, en la apertura de 1841, un diario conservador criticó el intento de «revestir este acto de toda la pompa y solemnidad de que es susceptible, como deseoso de restaurar el prestigio del trono con las exterioridades de la etiqueta, ya que no lo restaura y afianza con las realidades del gobierno»

El Correo Nacional, 27-12-1841.

‍[67]
. Pues, como advertía un periódico progresista en la apertura de 1843, «procure el jefe temporal del estado no personificar su autoridad mezclándola con los actos ministeriales»

Eco del Comercio, 31-03-1843.

‍[68]
. Este fuerte carácter ritual de Espartero produjo, igualmente, enormes reproches por intentar usurpar los poderes y privilegios de la monarquía. Con especial indignación viviría el embajador francés la apertura de 1841, subrayando la posición de Espartero en el carruaje —al lado de la reina Isabel, ocupando la otra plaza de honor— frente a lo que correspondía a su posición de regente y había representado María Cristina. De tal forma que «on unit, on assimile, on incorpore, pour ainsi dire, la reine et le régent, on essaie de confondre les deux personnes et les deux pouvoirs»

AMAE CPE, vol. 805, 28-‍12-1841.

‍[69]
. No obstante, la subordinación de la ceremonia a los intereses del gobierno ya había comenzado tiempo atrás, y se evidenciaría con mayor intensidad en las dos primeras aperturas por delegación al presidente del Consejo de Ministros. Como escribió el embajador británico, la intención en estos casos era clara: «the discussion which would have arisen upon the address in reply to the speech was likewise deemed objectionable under present circumstances»

NA FO, vol. 574, 20-‍03-1841.

‍[70]
. Y es que el discurso de contestación al de la Corona abría, así, las espitas de una enmienda a la totalidad al gobierno ‍[71]. Por ello, los gabinetes que consideraban frágil su posición prefirieron eludir la ceremonia y, con ello, el debate público a su política programática.

Esta misma dinámica se proyectará indeleblemente durante todo el reinado efectivo de Isabel II (1843-‍1868), politizando enormemente la ceremonia y con ella la presencia pública de la monarquía. El cambio de Constitución en 1845, y la reformulación de la soberanía compartida entre la Corona y las Cortes ‍[72], no tendrá una repercusión ceremonial, perpetuando así la ritualidad establecida en 1837. Los únicos cambios se producirán con respecto al lugar físico donde debía desarrollarse la sesión —en la sala del Congreso o del Senado— y al itinerario del cortejo real. Algo que guarda, no obstante, suma relevancia. Utilizada políticamente por el gobierno, la monarquía servía así para transmitir y enfatizar determinadas imágenes políticas. La apertura de 1847 se muestra especialmente sintomática por el uso que de ella haría el general Narváez. Tras una intensa crisis entre los reyes —que no dejaba de ser política, por cuanto había favorecido el acercamiento del progresismo durante el gabinete puritano de Pacheco ‍[73]—, el gobierno exhibió a la pareja real en su primera aparición pública por las calles de Madrid para abrir las Cortes. El objetivo era claro, al menos para la diplomacia europea presente en la capital: «on avait cherché à donner à cette marche un certain caractère de pompe»

AMAE CPE, vol. 832, 15-‍11-1847.

‍[74]
, proporcionando «a sort of external varnish» de una ficción doméstica de la cual Narváez era su principal valedor

NA FO, vol. 729, 16-‍11-1847.

‍[75]
. Un uso similar tendría lugar en diciembre de 1867 cuando la reina Isabel abrió por última vez las Cortes. En un clima de resistencia final, Narváez trataría de proyectar una imagen constitucional del sistema y de la monarquía celebrando la apertura «avec une solennité à laquelle le gouvernement avait cherché à donner un éclat exceptionnel». Como expuso el embajador francés, ello motivó la elección del palacio del Congreso, «beaucoup plus vaste que celle du sénat, et située de manière que pour s’y rendre le cortège royal a dû traverser la plus grande partie de la ville»

AMAE CPE, vol. 869, 28-‍12-1867.

‍[76]
.

Vista la enorme instrumentalización del gobierno de esta ceremonia, la elección de la apertura por decreto —sin la presencia física de la Corona— nos permite localizar graves crisis del sistema. La reina Isabel abrió en persona dieciséis de las veintitrés legislaturas que se sucedieron entre 1844 y 1868. De las siete restantes, cuatro se corresponden a los gobiernos antiparlamentarios instalados entre 1851 y 1854 ‍[77], los cuales prescindieron directamente de esta ceremonia para mostrar su completa minusvaloración de las Cortes y representar públicamente «la línea divisoria entre la política constitucional y la de la dictadura ministerial»

El Clamor Público, 10-11-1854.

‍[78]
. La ausencia de la Corona en las tres ocasiones restantes responderá a motivaciones fundamentalmente políticas. En 1849 se deberá a la crisis abierta diez días antes con el llamado ministerio relámpago y la imposición por parte de la Corona de un gobierno sin respaldo parlamentario, generando enormes tensiones políticas entre instituciones y el rechazo unánime del liberalismo a unas prácticas anticonstitucionales y reaccionarias. En 1857, dentro del complejo proceso de recomposición que siguió al Bienio Progresista y del intento de giro reaccionario de la Corona, Narváez se verá obligado a suspender la asistencia de la monarquía a la ceremonia tras una grave crisis interna entre los reyes cuatro días antes, que se saldó con el duelo a muerte entre el general Urbiztondo y el marqués de los Arenales en la antecámara de la reina del Palacio Real. Finalmente, en marzo de 1867, se deberá al contexto agónico del sistema, con un progresismo retraído e inmerso en complots conspirativos para derrocar el régimen.

Igualmente, al identificar los usos rituales con el gobierno, la ceremonia de apertura de Cortes emerge como un momento de protesta y contestación, como un espacio de discusión entre las distintas culturas políticas. Una postura, tomada particularmente desde elementos progresistas y demócratas, que se mostrará especialmente relevante en esa pugna por el control del espacio público. El repertorio de críticas se mantendrá estable en el tiempo: falta de concurrencia y de entusiasmo popular —expresados en vítores y con metáforas fúnebres—, exceso de militarización en el recorrido y exuberancia de boato y lujo —focalizado en las medallas, condecoraciones y uniformes frente al frac negro—. A ello opondrán, en una clara idealización del pasado, las ceremonias hechas durante épocas de gobierno progresista y movilizarán en su interés a las clases populares cuando estén en el poder. A modo de ejemplo, tomando la apertura de 1845 tras la promulgación de la Constitución, diarios progresistas criticaron el «lujo deslumbrador» de la ceremonia, pero advirtieron al gobierno del «significativo silencio y la frialdad glacial que ha reinado en toda la carrera»

Eco del Comercio, 16-12-1845.

‍[79]
. El gabinete, resaltaba otro periódico, «se ha esmerado en dar una apariencia ostentosa a la ceremonia de apertura; pero ha sido una solemnidad fúnebre como todas las solemnidades que se han celebrado bajo la dominación actual»

El Espectador, 16-12-1845.

‍[80]
. Señalaron, no obstante, que «no es el gobierno el que hace las solemnidades; el que hace las solemnidades es el pueblo, y el pueblo mira con indiferencia todas las que ha decretado el gobierno actual». El sentido era claro en su opinión: se trataba de un acto «de indignación contra un gobierno que parece empeñado en rebajar el prestigio del trono, presentándole para que sea testigo de la indiferencia del pueblo». Algo similar puede leerse en 1847, tras la ruptura del aperturismo abierto por el gobierno de Pacheco y su acercamiento al progresismo. Al boato desmesurado puesto en escena por Narváez opondrán los lugares comunes mencionados: el silencio, la apatía y el sabor fúnebre. A la postre, «si el silencio de los pueblos es la lección más elocuente que pueden recibir los príncipes» la reina había podido «conocer el disgusto con que miran los buenos españoles, no a S. M. porque esto es imposible […] sino a los que funcionan en su nombre»

Eco del Comercio, 16-11-1847.

‍[81]
. Con ello se volvía, argumentaban, «a las solemnidades fúnebres que acostumbra a celebrar el partido moderado: volvemos al silencio sepulcral del pueblo que ha sido en todas ocasiones muestra infalible de su disgusto»

El Espectador, 16-11-1847.

‍[82]
.

Pero en este periodo no solo se discutieron los usos de estas ceremonias, sino que también llegó a cuestionarse su significado mismo. El debate más interesante se producirá en la apertura de las Cortes constituyentes de 1854, tras una revolución que llevará una profunda revisión del papel de la monarquía en el régimen liberal desde un punto de vista político ‍[83] y, por ello, ceremonial. Existieron fuertes discrepancias en el seno del gobierno salido de la revolución por discernir si debía o no asistir la reina en persona. Fueron varios los Consejos de Ministros entre el 19 y 23 de octubre en los que se discutió una cuestión que trasciende la mera ritualidad. Incluido en el debate de si el gobierno debía o no presentar un proyecto de Constitución al Congreso para discutir, o en cambio elaborarse íntegramente en la sede de la soberanía nacional, se trataba relocalizar la monarquía y la dinastía Borbón encarnada en Isabel II en el futuro sistema. De esta forma, como escribió el embajador británico, «the renunciation of this right [de abrir las Cortes], or indeed duty on the part of a constitutional queen would be the virtual abandonment of her throne»

NA FO, vol. 846, 19-‍10-1854.

‍[84]
. A la postre, como apostillaba, «from the non-appearance at such a moment of the sovereign to the suppression of anything like a veto there is hardly a step»

NA FO, vol. 846, 20-‍10-1854.

‍[85]
. Finalmente, el gobierno decidió que la reina abriría las Cortes en persona, siendo además, su primera aparición pública en Madrid desde las jornadas revolucionarias de julio. Con esta decisión, como escribió un diario puritano, el gobierno reconocía «nuevamente, como no podía menos de reconocerle, el derecho de la reina a abrir las Cortes, o lo que es lo mismo, el derecho de la reina a reinar»

El Siglo xix, 24-10-1854.

‍[86]
.

Esta decisión fue seguida de un intenso debate público entre las distintas familias liberales, en primer lugar, por la conveniencia o no de dicha ceremonia, así como las implicaciones políticas y simbólicas que ello tenía. El fondo de todo el asunto no dejaba de ser el mismo que dividió al gobierno: saber si la Corona de Isabel II era una soberanía propia, previa a la nacional, y se presentaba ante las Cortes constituyentes como un ente soberano, con legitimidad propia. La prensa conservadora se mostró muy alarmada de los intentos para que la reina no abriese en persona las Cortes, sino por delegación al presidente. Por ello lanzaron columnas defendiendo su postura pues dicha ceremonia proclamaría «su alianza con el pueblo, para escarnio y vergüenza de los enemigos de nuestra legítima revolución»

La Época, 16-10-1854.

‍[87]
. A colación, este diario criticó los últimos gabinetes moderados que querían destruir las instituciones representativas «por el desprestigio de las Cortes y el divorcio de los altos poderes del Estado». Defendieron, por lo tanto, «este gran acto de los gobiernos representativos» porque, como escribirán, «el no presentarse la reina en el seno de la representación nacional equivale virtualmente a una abdicación»

La Época, 20-10-1854.

‍[88]
. De tal forma que, continuaba este mismo periódico, la presencia era necesaria por cuanto formaría «el pacto de alianza incontrastable que de hoy más debe existir entre el trono y el pueblo».

En el otro lado del arco político, los diarios progresistas fueron reacios a aceptar la presencia de la reina en la sede parlamentaria mediante la ceremonia de apertura. Su discurso de oposición, en todo caso, varió en su argumentación. Inicialmente, ridiculizaron el hecho mismo de la ritualidad monárquica, pues ni ceremonia ni discurso «alzan ni bajan para nosotros el poder soberano de la voluntad nacional»

El Clamor Público, 24-10-1854.

‍[89]
. Es más, decían, «la propia dignidad aconseja a la Corona el silencio, no vayan a interpretarse sus palabras como un memorial para que se le revaliden sus títulos y derechos»

El Clamor Público, 17-10-1854.

‍[90]
. Además de ridiculizar el acto en sí, se entendía que la presencia de la reina podía legitimarla como un poder constituido en el nuevo sistema. Esta inicial argumentación con principios de fondo, sobre el concepto mismo de soberanía y su representación, variará tras la aprobación de la ceremonia por Espartero. En su defensa, intentarán distinguir lo que denominaron «la solemnidad de la forma y la solemnidad del principio»

El Clamor Público, 25-10-1854.

‍[91]
. Sus críticas se dirigirán ahora no tanto a la ceremonia en sí, como al discurso pronunciado por la reina y su futura contestación, que argumentarán retrasaría los trabajos legislativos. Para justificar esta modificación de la ceremonia, utilizarían dos argumentos. En primer lugar, recurrirán a la tradición constitucional española buscando una especie de espíritu ritual nacional en el pasado. A colación sacarán las ceremonias seguidas durante la vigencia de la Constitución de 1812, criticando la práctica establecida desde 1837

El Clamor Público, 24-10-1854.

‍[92]
. A esto añadieron una justificación basada en los usos rituales británicos, una monarquía plenamente constitucional. Las críticas al discurso de contestación no eran del todo nuevas. Por ejemplo, en 1849 estos mismos diarios agradecían a Narváez la apertura por delegación «ahorrando así seis o siete días de discusiones heterogéneas, y la mayor parte de las veces inútiles»

Eco del Comercio, 30-10-1849.

‍[93]
. Sin embargo, ahora presentaron una importante novedad: ofrecer una alternativa basada en la tradición constitucional. Un hecho que nos habla de la importancia de la cuestión ritual en el momento.

Finalmente, la ceremonia tuvo lugar el 8 de noviembre tras muchas dificultades. El día anterior, como informaba el embajador francés, «la parte révolutionnaire avait réuni tous ses efforts pour que cette solennité devint une occasion de scandale et d’insultes à la reine»

AMAE CPE, vol. 845, 11-‍11-1854.

‍[94]
. Para ello imprimieron hojas incendiarias y se reeditó el periódico El eco de las barricadas, que fue requisado y sus redactores apresados. De esta forma, guarecida por la Milicia Nacional —frente al ejército regular como era costumbre, en un claro gesto simbólico de unión con la nación— la reina se desplazó al Congreso, leyó su discurso de apertura redactado por el gobierno, volvió al Palacio Real y presidió una revista militar de la Milicia que duró cerca de tres horas. Un claro discurso simbólico de la unión de la Corona y la legitimidad nacional. La recepción del evento, en su parte exterior e interior, es igualmente elocuente. El embajador británico subrayaba el contraste de la ida de la reina «with little acclamation in the streets» frente a la salida de la sala donde «there was great applause within»

NA FO, vol. 847, 08-‍11-1854.

‍[95]
. Estas mismas impresiones se desprenden del embajador francés, al dulcificar la entrada silenciosa de la reina en las Cortes en base al «profond et respectueux silence»

AMAE CPE, vol. 845, 08-‍11-1854.

‍[96]
. Pese a todo, diarios de posiciones ideológicas muy distintas confluyeron al subrayar esta misma dinámica, con entusiastas aclamaciones dentro y fuera del Congreso «que pocas veces hemos visto tan general y tan calorosa» y un gentío en la carrera «tan inmenso, que no recordamos haberlo visto igual hace años»

La España, 09-11-1854.

‍[97]
. La lucha periodística se basó en cuántos y en qué momentos se escucharon los vítores a la reina, a la libertad o a la soberanía nacional. En todo caso, todos enfatizaron la importancia de la ceremonia, que suponía la reafirmación de la monarquía de Isabel II sobre la base de un nuevo pacto soberano con su pueblo. Las únicas críticas se hicieron al recorrido tradicional diseñado por el gobierno, que no pasaba —como reclamaban algunos— por los centros neurálgicos de la revolución: la plazuela de San Domingo «uno de los campos de batalla de las jornadas de julio», las calles circundantes a Montera y la puerta del Sol «recorriendo así los barrios que más se distinguieron en julio»

Las Novedades, 05-11-1854.

‍[98]
.

V. Epílogo[Subir]

En 1849, el autollamado «primer chismógrafo de la Corte» cogía la pluma para trazar una serie de cuadros pintorescos, de escenas de la vida cotidiana de Madrid. Entre los primeros de aquellos lienzos que escogió, el autor retrató precisamente «esta cívica y patriótica solemnidad» de la apertura de Cortes. Tal era la importancia concedida por sus contemporáneos, al fundar política y simbólicamente el inicio de la vida parlamentaria de España. Y es que, escribió, «no sabemos si afortunada o desgraciadamente, el régimen monárquico-constitucional no ha desterrado hasta ahora» las solemnidades públicas y políticas ‍[99]. Ochenta y dos años después, al poco tiempo de proclamarse la Segunda República, el exmarqués de Vinent volvía a cuestionarse la importancia de esta ritualidad política. Independientemente del carácter monárquico o republicano del régimen, de la permanencia o la mudanza de la jefatura del Estado, remarcará el autor, «el boato y la teatralidad son precisos para el prestigio de la autoridad». A la postre, sintetizó, las ceremonias «son inherentes al poder; más aún, son sus representaciones» ‍[100]. Lo simbólico, lo ritual, no había desaparecido de la política con la instauración del liberalismo, ni lo haría después ‍[101]. Todo lo contrario, estas prácticas habían sido integradas, resignificadas y utilizadas para representar públicamente la legitimidad del nuevo poder.

De esta forma, los regímenes liberales que se fueron instaurando por toda Europa a lo largo del siglo xix concedieron gran importancia a la ritualidad política. La revolución no era un proceso acabado, sino que requería una continua reelaboración con viejos y nuevos materiales entre los cuales, lo simbólico, ocupó un lugar preeminente. Como ya defendiera Mona Ozouf, era necesario representar públicamente la nueva comunidad política ‍[102]. Es decir, había que condensar sus principios, sus valores constitutivos y su orden sociopolítico en un sistema simbólico complejo —con sus mitos y símbolos— que debía dramatizarse en actos performativos de nueva factura o anclados en la tradición ritual, aunque reinterpretados. Es en este punto donde entra en juego la importancia de la monarquía y sus ceremonias, integradas en una longeva y fecunda tradición cultural. El liberalismo no expulsó a la monarquía de su cosmovisión, sino que la relocalizó en el sistema, le otorgó nuevas funciones e instrumentalizó su legitimidad. Como he intentado exponer, este hecho implicó que los proyectos rituales liberales se teorizaron y se representaron en interrelación con las tradicionales ceremonias monárquicas, produciéndose un continuo trasvase entre formas rituales y significados políticos. Por lo tanto, las ceremonias políticas hubieron de conciliar simbólica y ritualmente los dos principales sujetos soberanos del siglo xix: la monarquía y la nación.

El liberalismo español no sería un caso excepcional, sino que seguiría unas pautas y unos tiempos homologables a sus vecinos europeos. En todos ellos las diferentes dinastías gobernantes subieron a sus vetustas carrozas doradas —recuerdos vivos de otras épocas— impelidos fervientemente por sus gobiernos; se pasearon por los nuevos circuitos simbólicos de unas ciudades cambiantes, transitando por los nuevos ejes rituales que vertebraban simbólicamente al Estado contemporáneo, y entrarían en las sedes de la soberanía nacional para leer un discurso político preparado por su gobierno o para jurar una Constitución que cercenaba parte de sus derechos históricos en pro de un abstracto —y muchas veces incomprendido por ellos— sujeto soberano nacional. Una clara escenificación del orden político, de la relación establecida entre las instituciones del Estado y del encaje de soberanías. Con ello, la monarquía proveía al liberalismo de una pátina de legitimidad histórica, mientras que este refrendaba así su papel dentro del sistema. Una representación, en suma, de la relación de supervivencia establecida entre el liberalismo y la monarquía.

Entre 1808 y 1837 se sucederán en España tres modelos ceremoniales asociados a tres sistemas políticos: partiendo de una monarquía asamblearia recogida en la Constitución de 1812 se llegó hasta otra constitucional institucionalizada en 1837, sin olvidar el régimen de carta otorgada plasmado con el Estatuto Real de 1834. Tres modelos político-rituales que nos hablan elocuentemente del complejo proceso de adaptación de la monarquía al liberalismo y de la intensa negociación que sufrió con el principio de soberanía nacional ‍[103]. Uno de ellos representaba la imposición de la nación, otro la graciosa concesión de una maternal monarquía y, finalmente, la transacción —forzada, no olvidemos, por la vigilante nación en armas— hacia un justo medio de soberanías. Todo ello tendrá su correlato ceremonial a través, fundamentalmente, de un entramado de símbolos y gestos, de espacios y silencios, que mostraban el respeto institucional, la posición de cada poder del Estado y la supremacía de unos determinados valores políticos. El proceso, por tanto, no fue monolítico, sino que sufrió intensos cambios en función a los contextos y el reparto de papeles entre los actores históricos.

Establecido el modelo ceremonial definitivamente en 1837, que perdurará en su forma y esencia largo tiempo, comenzó entonces un intenso combate por sus usos y significados. Un hecho que evidencia las contradicciones que estuvieron en el germen del constitucionalismo, con un ejecutivo dual donde la monarquía retenía la jefatura y designaba una serie de ministros responsables —en base, según la práctica política, a la mayoría parlamentaria— ‍[104]. En ese sentido, los rituales políticos liberales asociados a las Cortes estuvieron, de facto, en manos del gobierno, quien los instrumentalizó en su propio beneficio. Por eso, cuando este se encontraba vigoroso o precisaba crear dicha ficción, exhibía en estas ceremonias todo el lujo y boato posible, haciendo recorrer a la monarquía las principales calles de la capital del Estado. Sin embargo, en situaciones de crisis, eludían estos rituales con la apertura por decreto. Esta dinámica llevaría a su politización hasta el punto de entenderse como la expresión misma del gobierno de turno. Con ello, estas ceremonias se nos muestran no solo como instrumentos en sus manos, sino como espacios de protesta y discusión especialmente utilizado por elementos progresistas y demócratas. La cuestión de fondo, no olvidemos, es el control del espacio público y la legitimación política donde los silencios, las aclamaciones y los vítores se erigen en armas políticas. Estos hechos harían descender a la monarquía al combate político, dificultando aquella reclusión correspondiente a un poder moderador, elevado por encima de las luchas partidistas, teorizado por el liberalismo. La presencia de la monarquía en estas ceremonias no llevaría, como el caso inglés, a entenderlas como algo más allá de la lucha partidista.

Finalmente, de la asistencia y la actitud ritual de Isabel II no parece desprenderse aquel pavor que experimentaría la reina Victoria o su propia madre, María Cristina de Borbón. Ello no hay que entenderlo, sin embargo, como una muestra de su apego al régimen constitucional liberal, sino quizás como la expresión más visual de la imposición del gobierno sobre la monarquía a un nivel ritual. A la postre, la conquista del espacio público en distintas revoluciones, el control de la calle por parte de demócratas y progresistas y los sucesivos intentos de regicidio —así como las noticias de casos europeos que corrían a gran velocidad por las cancillerías— fueron calando poco a poco en el ánimo de los monarcas. De esta forma, Isabel iría experimentando gradualmente una especie de agorafobia ceremonial, de miedo a los espacios rituales, en la capital del Estado. El contraste con sus experiencias en el resto de España durante sus numerosos viajes no podía ser más elocuente en ese sentido ‍[105]. Este hecho llevó a la monarquía isabelina a recluirse progresivamente en sus reales sitios, huyendo de un espacio público netamente liberal que cada vez le era más hostil.

NOTAS[Subir]

[1]

Este artículo se enmarca en del proyecto de investigación HAR2015-66532-P, financiado por el MINECO, y se inscribe dentro del Programa de Personal Investigador en Formación de la UCM-Banco Santander (CT27/16-CT28/16).

[2]

Alcalá Galiano (Alcalá Galiano, A. (1984) [1843]. Lecciones de derecho político. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.‍1984) [1843]: 99 y 105-‍106.

[3]

Constant (Constant, B. (1989) [1815]. Escritos políticos. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.‍1989) [1815]: 20-‍35.

[4]

Bagehot (Bagehot, W. (2010) [1867]. La Constitución inglesa. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.‍2010) [1867]: 47-‍92.

[5]

Aludiendo, respectivamente, a los conceptos acuñados en Romeo (Romeo, M. C. (2007). La ficción monárquica y la magia de la nación en el progresismo isabelino. En A. Lario (ed.). Monarquía y República en la España contemporánea (pp. 107-125). Madrid: Biblioteca Nueva.‍2007) y Burdiel (Burdiel, I. (2008). La ilusión monárquica del liberalismo isabelino: notas para un estudio. En A. Blanco y G. Thomson (eds.). Visiones del liberalismo. Política, identidad y cultura en la España del siglo xix (pp. 137-158). València: Publicacions de la Universitat de València.‍2008).

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