Este libro, de dimensiones cortas, pero largo en contenido, no podría haberse escrito hace tan solo unos quince o veinte años. Es decir, si ha sido posible se ha debido no solamente a la capacidad demostrada de su autora, una de las grandes especialistas actuales en el siglo xix español, sino también a la ya importante producción historiográfica que, tomando como centro a las mujeres, ha contribuido a enriquecer nuestra visión de dicha centuria al tiempo que a fortalecer enfoques novedosos que ponen su atención en el género, en el espacio público, en la producción cultural o que afrontan el estudio de la política con nuevos criterios. Una riqueza que se hace evidente con tan solo hojear la bibliografía final y las fechas en que las contribuciones en ella contenidas han sido publicadas.

El punto de partida del libro se nos antoja asimismo muy novedoso y útil en tanto que supone una rectificación de la asentada visión según la cual las mujeres estaban confinadas en el ámbito doméstico, mientras era prácticamente inexistente (salvo algunas notorias excepciones que están en la mente de todos) su participación en actividades desarrolladas en el espacio público. Una visión relacionada con la ideología del ángel del hogar que posibilitaba —por la pasividad que se les suponía a las señoras ocupadas del hogar— una cómoda simplificación a la hora de abordar las complejidades de la sociedad española en una centuria en la que alumbraron (o se preanunciaron) tantos cambios y se introdujo, aunque con menos fuerza de la deseada, la modernidad europea.

Raquel Sánchez se propone, como decíamos, rectificar esa visión y lo hace explorando dos territorios, como son el de la politización y el de la profesionalización de las mujeres españolas, o habría que decir, para ser más precisos, de las señoras, puesto que las experiencias en esos dos ámbitos se refirieron sobre todo a las mujeres de clase media o alta. En ese sentido, la autora reconoce que aquellas pertenecientes a la clase popular están prácticamente ausentes del libro a pesar de que buena parte de ellas se ganaban ya el sustento trabajando fuera de su hogar.

Las mujeres quedaron legalmente excluidas de participar en la vida política española con el liberalismo, salvo si eran regentes o reinas, como María Cristina de Borbón o su hija, la reina Isabel II, cuyas imágenes de madre amante y de niña indefensa tanto contribuyeron a estimular la adhesión a la causa liberal en la confrontación bélica con los carlistas. Eso no implica, sin embargo, que el resto de las españolas quedaran al margen absolutamente del escenario público en periodos como la Guerra de la Independencia, el Trienio Liberal u otros del agitado siglo xix. La autora se detiene en distintos ejemplos de la primera, más conocidos, señalando cómo la toma de las armas por algunas mujeres o su alistamiento en compañías específicamente femeninas, a pesar de la debilidad que se les atribuía, cumplió la función de estimular a los hombres al combate, a que recuperaran su valor y hombría.

En etapas como el Trienio o el Sexenio, políticamente muy abiertas, el ambiente general animó también a un cierto número de mujeres a tomar parte en la política apoyando la causa liberal. Bajo la forma de entrar —o constituir— algunas sociedades patrióticas, clubes republicanos o de participar en motines o en manifestaciones contra el sistema de reclutamiento que les arrebataba a sus hijos o novios. También mediante el bordado de banderas, como Mariana Pineda, erigida en mártir de la causa liberal.

Participar en política también podía hacerse desde el ambiente de los salones, regentados por damas de la aristocracia o de la burguesía enriquecida, y de las que la autora aporta ejemplos como los de Juana de Vega, viuda de Mina, María Gloria de Castro, mujer del banquero Buschental, o con un sentido político muy distinto la duquesa de Sesto, allá en los tiempos de la monarquía amadeísta, contra la que las damas aristocráticas que concurrían a su salón se movilizaron presentándose en el paseo del Prado ataviadas con mantillas y peinetas. También las camareras mayores y personal femenino con cargos en la corte pudieron ejercer una considerable influencia política (como sucedió con la marquesa de Santa Cruz). La intransigencia religiosa, en fin, dio pie también a una actitud muy militante de las señoras católicas, ya desde el Bienio Progresista: se trataría de lo que la autora presenta como «políticas de fe».

Pero hubo mujeres que practicaron la política en ámbitos o desde planteamientos muy distintos, como las logias masónicas, los cenáculos fourieristas, las asociaciones republicanas o los círculos y periódicos librepensadores. O, en el caso de las obreras, desde el taller, como fue el caso de las cigarreras, un colectivo que (más allá de su idealización por la novela o la ópera románticas) resulta especialmente interesante para estudiar la incipiente modernización de la movilización social femenina en España. Se fue preparando así el ambiente para que se perfilaran demandas que crecieran a partir del injusto apartamiento de las urnas de las mujeres, para que surgiera, a finales del xix un primer feminismo que reclamó ya el derecho de sufragio con el concurso de pioneras como Rosario de Acuña, Emilia Pardo Bazán, Concepción Gimeno de Flaquer o, traspasando el umbral del siglo xx, Carmen de Burgos o Ángeles López de Ayala (pese a que sus afinidades políticas o los círculos en los que se movieron pudieran ser divergentes).

Hubo, además, otros territorios muy diversos que ofrecieron posibilidades para que un cierto número de mujeres, generalmente de clase media o alta, pudieran especializarse en determinadas funciones necesarias a la sociedad o para que llegaran a profesionalizarse en ciertas actividades de carácter económico, educativo, artístico, etc. Todo un abanico de campos en los que se percibe lo mucho que ha avanzado la investigación en estos últimos años y que Raquel Sánchez ha sabido aprovechar muy bien.

En bastantes de estos casos, los caminos recorridos, que terminarían desembocando para sus practicantes en una mayor autonomía o autoestima personal o en su independencia económica, partieron, paradójicamente, de las cualidades que a las mujeres se atribuían dentro de la ideología de género dominante, llevando hasta el final las consecuencias lógicas que, por lo que atañe a las actividades que las mujeres estaban legitimadas a practicar, podían extraerse. Sería el caso de todas aquellas que engloba bajo la rúbrica de «la gran familia social», es decir, las que extendían a lo público (dando visibilidad a determinadas mujeres) su función de cuidadoras de la sociedad en materias como la educación, la sanidad o la filantropía (enfocada a menudo como caridad). Aquí la autora se ocupa de la fundación de órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza, de la tardía implantación por el Estado de las escuelas normales de maestras que proporcionaron el terreno para que se desarrollara el interés por la pedagogía y para que surgiera un asociacionismo profesional que propiciaría más tarde reivindicaciones feministas que cabe personalizar en algunas mujeres como Pilar Pascual o las más conocidas Carmen de Burgos o Carmen Lejárraga.

La enfermería, que a lo largo del siglo xix devino una profesión femenina, o la medicina, desde que muy tardíamente algunas estudiantes fueron admitidas a cursar esta y otras carreras (María Elena Maseras fue la primera mujer a la que se autorizó a matricularse), indican otra vía mediante la que se concretó esa función asistencial de la sociedad, como lo fue el cuidado de los pobres y de los enfermos que dio lugar a un rico asociacionismo femenino, con un tinte confesional católico, y a que se fundaran órdenes, como las Adoratrices (creada por la aristócrata Micaela de Desmaissières), dirigida a la reeducación de las prostitutas. A menudo, se trató de mujeres de un temple y capacidad considerables que, como recuerda R. Sánchez, llegaron a inspirar personajes literarios como el de Guillermina Pacheco en Fortunata y Jacinta, de Galdós. Pero quizá el personaje real que mejor encarnó y supo trascender esa función de cuidadora o madre social fue Concepción Arenal, cuya obra representó «la más elaborada reflexión acerca de la asistencia social y del papel de la mujer en ella», además de personificar ejemplarmente el drama de aquellas mujeres que estaban deseosas de proyectar socialmente su trabajo.

Las actividades económicas, obviamente no fueron (ni lo habían sido antes) un ámbito ajeno a la presencia femenina, pero resulta menos conocido sin embargo el papel que en algunos casos desempeñaron como empresarias, fundando o haciéndose cargo de determinados negocios, por necesidad, pero aprovechando también las oportunidades que brindaba el libre mercado. Aparte del préstamo, en donde es frecuente hallar a mujeres, la autora se detiene en el negocio editorial, en el que destaca el caso de Eulalia Ferrer, la primera mujer editora de España, que estuvo al cargo del Diario de Barcelona, y en algunas escritoras que crearon revistas dirigidas precisamente al público femenino, como La Violeta, de Faustina Sáez de Melgar, impulsora más tarde del Ateneo de Señoras. También el trabajo de modista daría paso a la aparición de talleres regentados por mujeres (266 en Madrid, en 1877), en algunos casos dedicados a la altura costura, surgiendo asimismo en Barcelona algunas empresas que comercializaban métodos de patronaje, como el concebido por Carmen Martí (sistema Martí). El ejemplo más redondo de dedicación femenina a los negocios es, no obstante, el de María del Carmen Hernández Espinosa, una empresaria en toda regla cuya fortuna confluiría con la de su futuro marido, Juan Manuel de Manzanedo, duque de Santoña.

Otras actividades no requerían de tantas mediaciones o giros para sortear o readaptar los roles atribuidos a las mujeres, ya que, por sí mismas, requerían de un contacto con el público, pese a lo cual quienes las practicaron (escritoras, actrices, artistas) hubieron de ser muy conscientes de los límites que las concepciones de género dominantes les imponían y adecuar sus intervenciones en dicho espacio a esos modelos femeninos. La escritura fue una de las actividades en donde se dio una irrupción más significativa y abundante de literatas, en parte gracias al Romanticismo (que favorecía el dar curso libre a la subjetividad), a la expansión del negocio editorial, por limitada que este fuera en España, o a las solidaridades que se crearon entre las propias escritoras. Dicha entrada, no obstante, no se efectuaría sin suscitar recelos o un rechazo abierto por parte de sus colegas varones, como evidencian los casos de Gertrudis Gómez de Avellaneda, de Emilia Pardo Bazán, de Rosario de Acuña, seguramente la más resuelta a traspasar los límites de género…

El teatral era un ámbito en el que la presencia de la mujer era obligada, pese a lo cual las actrices tenían que sobrellevar la carga de inmoralidad o frivolidad que tradicionalmente se les atribuía. Es cierto, no obstante, que en un siglo en el que el teatro tuvo tanta importancia en los entretenimientos públicos, se registró un gran esfuerzo por profesionalizar y dignificar la figura de sus practicantes que, en el caso de las actrices, vino reforzado por un esfuerzo consciente por ganar respetabilidad mediante el desempeño también de funciones de esposa y madre, para lo cual el matrimonio con otros actores o con varones con una posición bien reconocida en la sociedad solía ser un paso fundamental. Hubo, es cierto, diferentes modelos de actriz sobre los que la autora se detiene, especialmente en el caso de María Guerrero, en la que se combinaron algunos de los rasgos anteriores, además de la faceta empresarial o el paso a la categoría de diva, un término aplicado solo a las grandes de la escena y expresivo de la fascinación que ciertas actrices (Sarah Bernhardt, Eleanora Duse serían excelentes ejemplos también) podían despertar entre sus admiradores.

Para concluir, un libro excelente, que permite situar en un terreno novedoso el tema de la condición femenina en el siglo xix, revisando la separación neta entre la esfera de lo público y lo privado habitualmente aplicada, pero que por desconocimiento o por pereza impide advertir transiciones, situaciones intermedias e intentos logrados unas veces y otras no de lograr una visibilidad en un mundo eminentemente masculino.