Los conflictos que asolaron el mundo, pero con particular virulencia Europa, durante las convulsas décadas de los treinta y los cuarenta del siglo xx provocaron cambios sociales, económicos, políticos y culturales de tal calado que acabaron por transformar casi todos los ámbitos de la realidad, no solo durante su desarrollo, sino que, en muchos casos, de forma permanente. Como parte de esa realidad, el mundo del arte no resultó ajeno a las circunstancias y a las mutaciones que se estaban produciendo, y esa clave es esencial para entender tanto las transformaciones que se produjeron en los ritmos y modos de creación artística como los cambios que experimentaron las reglas y los flujos del mercado legal e ilegal de obras de arte y antigüedades, y la forma en la que se conformaban las colecciones de arte públicas y privadas.

No obstante, no todos los cambios que se operaron en aquel período tuvieron su origen en la guerra; de hecho, algunos eran el resultado de la aplicación de la legislación que se estaba implementando a inicios de los treinta, aun en tiempos de paz, en varios países europeos. Así, por ejemplo, mientras en España la aprobación de la ley de 13 de mayo de 1933 sirvió para aumentar las capacidades, pero también las obligaciones del Estado a la hora proteger y conservar el conjunto del patrimonio histórico-artístico nacional, en Alemania la instauración en septiembre de 1935 de las leyes de Núremberg supuso la institucionalización de la segregación étnica de los judíos y el inicio del expolio de sus patrimonios, lo que incluía aquellos bienes muebles e inmuebles de carácter histórico-artístico que atesoraban. Los cambios provocados por la aplicación de ambas legislaciones fueron y sirvieron para objetivos bien distintos. De tal forma que en tanto que la primera ley resulta crucial para entender tanto la acción y la intensidad de las políticas de salvaguarda del patrimonio desarrolladas en España por los diferentes Gobiernos republicanos entre 1936 y 1939, las segundas lo son para comprender lo sucedido en torno a este durante la Segunda Guerra Mundial no solo en Alemania, sino también en todos aquellos territorios que anexionados por esta pasaron a formar parte del Tercer Reich. Un asunto este último que se aborda en la obra El expolio nazi, de Miguel Martorell. En ella, si bien el eje sobre el que se vertebra la narración es la figura y la actividad de Alois Miedl, un empresario y banquero alemán reconvertido en marchante de arte durante la Segunda Guerra Mundial, el gran telón de fondo de la historia y el objeto primordial de estudio es, tal y como reza el título, el expolio histórico-artístico diseñado, puesto en marcha y ejecutado por las altas jerarquías del partido nacionalsocialista alemán (con la colaboración de varios organismos dependientes del Estado, así como de marchantes, coleccionistas y otros miembros del mundo del mercado del arte) sobre aquellos grupos étnicos, sociopolíticos o nacionales considerados enemigos del Reich entre 1933 y 1945.

La relevancia del tema elegido por Martorell radica, por un lado, en el hecho de que se trata de un asunto de importancia para aclarar algunos de los efectos que tuvo la instauración en la Alemania nazi de un canon artístico oficial que debía observarse tanto a la hora de crear nuevos artefactos artísticos como a la de concebir colecciones privadas o elaborar los discursos expositivos de los museos públicos. Esto se debe a que algunas de las características del expolio solo pueden entenderse si las vinculamos con la política de denigración y persecución a la que se sometió al arte de vanguardia y a sus creadores, al ser estos relacionados con lo judío y sus obras consideradas degeneradas por un amplio sector del movimiento nacionalsocialista; que veía en unos y otras un peligroso agente destructor de lo que entendían era y debía ser la esencia del arte nacional alemán, aquel que consideraban que definía el canon y que, por tanto, era digno de exponerse en los museos del Reich y de ser coleccionado. Una percepción que legitimó, ya antes del inicio de la guerra, su expurgo de las colecciones públicas y privadas alemanas y su posterior venta o destrucción. Y durante esta, la aplicación de las mismas medidas en la Europa ocupada. Pero también la búsqueda, la compraventa o el expolio sistemático de todos aquellos bienes histórico-artísticos que encajasen en los parámetros del canon y, en virtud de ello, que fueran ambicionados por los jerarcas nazis para enriquecer las colecciones del Reich. Una política que revolucionó y transformó el mercado mundial del arte en aquel período. Por otro lado, el desarrollo de este expolio, que como ya se ha dicho iba unido en muchos casos a la destrucción, resulta capital para comprender en toda su complejidad el genocidio judío o gitano, que no solo fue físico, sino también cultural, pues a un tiempo buscaba hacer desaparecer a esas poblaciones y dispersar o borrar toda huella visible y constatable de su historia y cultura. Razón por la cual era necesario que los bienes artísticos realizados o adquiridos por estos grupos —que constituían la más clara demostración de sus capacidades creadoras, la representación de su existencia y cosmovisión y una muestra evidente de su poder y prestigio— fueran segregados o eliminados, como sus creadores o poseedores. Asimismo, y tal y como demuestra el autor en el desarrollo de su obra, el análisis del tema contribuye a iluminar cómo funcionaba la maquinaria administrativa y económica del Tercer Reich al haber sido la venta de los bienes resultantes de la depuración de museos y colecciones y el expolio artístico una fuente de ingresos esencial para el Estado alemán durante la guerra, y al responder estas actividades a dos políticas gestionadas directamente por organismos dependientes de este antes y durante la misma. Finalmente, y no menos importante, es el hecho de que las consecuencias directas del expolio siguen presentes en la actualidad; ya no solo por la realización de películas o la publicación de libros en torno al tema, sino por el constante goteo de noticias relacionadas con la localización de piezas procedentes del expolio o sobre los contenciosos abiertos entre los herederos de quienes lo sufrieron y coleccionistas privados o instituciones públicas de todo el mundo por la propiedad de bienes que, procedentes del mismo, nunca fueron devueltos a sus legítimos dueños. De ahí que profundizar en el conocimiento de estos hechos nos aporte herramientas para entender e interpretar mejor esa parte de nuestro presente.

De la lectura del texto se desprende que Martorell es plenamente consciente de la importancia del tema, pero también de la infinidad de matices que lo definen. Un hecho que se percibe, por ejemplo, en la variedad y riqueza de las fuentes sobre las que se asienta la investigación o en las diferentes perspectivas desde las que se afronta la cuestión del expolio en la obra. En sus páginas queda claro que este es un asunto poliédrico, nada sencillo de tratar y, sin embargo, se logra ofrecer un amplio fresco del mismo. Esto se consigue, en buena medida, gracias a la estructura que se ha dado al libro y que hace girar la narración en torno a un personaje concreto, el ya mencionado Miedl, para explicar, por un lado, el expolio nazi de obras histórico-artísticas y, por otro, qué organismos y naciones lo persiguieron y cuáles, por el contrario, colaboraron con su ocultación, a partir de su historia (la que cuenta cómo Alois Miedl se convirtió en uno de los marchantes predilectos de Goering, quien fuera junto a Hitler uno de sus máximos artífices y beneficiarios, y cómo después, en 1944, cuando todo parecía perdido, intentó poner a salvo su propia colección trasladándose con ella a España). Es decir, el libro aborda personas, políticas, causas y todos aquellos aspectos que puedan aportar claridad para un mejor conocimiento y comprensión del tema. Pero, además, invita a la reflexión. En particular, plantea dos aspectos que, a mi juicio, revisten gran interés. Por un lado, la importancia que tuvieron los actores intermedios en la ejecución y desarrollo del expolio, pero también en su persecución; un hecho que en otras obras se pasa por alto o se pierde en la magnitud de las cifras del expolio, que siguen impactando al lector, aunque conozca el argumento. Y por otro, los matices que tiene el propio concepto de expolio y las distintas interpretaciones que de un mismo hecho pueden hacer quienes lo sufren, lo ejecutan o lo perciben. Algo crucial para entender la forma en la que se justificó este mientras se produjo, pero también las diferentes políticas de restitución de obras que se pusieron en marcha durante la posguerra y que, aun hoy, siguen afectando a quienes reclaman obras.

La otra gran virtud de la obra es introducir la variable española en el estudio del expolio nazi, lo que constituye toda una novedad historiográfica. Sin duda, el hecho de que España permaneciese neutral durante la contienda y que, por tanto, no entrara ni abiertamente en conflicto ni formase parte de la Europa ocupada por uno u otro bando, había provocado que, tradicionalmente, no se considerase un espacio privilegiado para el análisis ni de lo sucedido con el patrimonio europeo durante la guerra ni del saqueo ejercido por los nazis. Sin embargo, la investigación desarrollada por Martorell demuestra que, como sospechaban los organismos creados por los aliados para investigar y detener el expolio, España fue un país de destino o de tránsito, tanto para personas involucradas en el saqueo como para las obras de arte que estaban bajo su control. El ejemplo vertebral de la obra es el de Mield, pero por las páginas del libro transitan otros personajes, pertenecientes desde a las jerarquías medias y altas del nazismo hasta el hampa francés, colaboradores de los nazis en el expolio mientras duró la ocupación de Francia y, como el marchante alemán, huidos a España, donde encontraron refugio cuando todo empezó a desmoronarse para los alemanes. Asimismo, el libro dibuja los márgenes de la participación del franquismo en la dispersión y ocultamiento de unos y otros, a través de la dilación en los contenciosos o a la falta de interés por investigar los hechos denunciados por las fuerzas aliadas, y al hacerlo sugiere su cooperación necesaria. Todo ello obliga a replantearse el papel jugado por las autoridades españolas en este asunto ya no solo durante la posguerra, sino, y con más motivo, durante la guerra misma, algo que invitaría a ulteriores investigaciones. El libro de Martorell abre un campo historiográfico nuevo en nuestro país, en el que este era un tema prácticamente inexplorado y, al mismo tiempo, contribuye a enriquecer el debate sobre la cuestión a nivel internacional, donde se han desarrollado los principales trabajos sobre el expolio, pero donde apenas se ha prestado atención a lo relativo a España, lo que hace de esta una obra de obligada consulta para quien quiera conocer el tema o profundizar en él, con el plus añadido de que, a pesar de lo arduo de la cuestión tratada, la lectura resulta amena y accesible para el no iniciado, gracias, entre otras cosas, a la claridad expositiva de su autor.