Desde luego, no se puede estar más de acuerdo con el título de este libro, que en sí mismo constituye toda una declaración hoy en día más necesaria que nunca. Debido fundamentalmente a ese deseo de buena parte del nacionalismo vasco, aunque no solo, de tratar de querer blanquear lo que ha sido la historia de la banda terrorista ETA. En plena batalla por el relato en esta época post-terrorista en la que estamos, no pocos tratan de pasar página rápidamente, sin ningún espíritu crítico de lo que ha supuesto el terrorismo no sólo para el País Vasco y Navarra, sino para el conjunto de España. Ahí está el caso de EH Bildu, que se presenta como una formación nueva, sin asumir el pasado de cómplice del terrorismo que tuvo Herri Batasuna, cuando, en realidad, se alimenta en gran medida de los líderes y votantes de aquella. Lo curioso, no obstante, no reside únicamente en no asumir dicho pasado, sino en perseverar en la idea de que, en realidad, siempre hubo dos bandos enfrentados. Una tesis que, como lo explica en su capítulo el profesor Antonio Rivera, ha sido asumida no solo por el nacionalismo radical, sino por buena parte de todo el nacionalismo vasco y que se nutre de articulaciones teóricas del pasado que tienen que ver con la idea del otro. Y es que, cuando el otro se convierte en enemigo, se abre paso a toda justificación para enfrentarse a él, que fue lo que hizo ETA desde su aparición. El enemigo era el franquismo, pero también todas aquellas personas que identificaba con el régimen (policías, guardias civiles, militares, jueces, etc.), hasta el punto de identificar lo español con el franquismo y, por tanto, con el otro, justificando así su rosario de crímenes, extorsiones y todo tipo de fechorías. Discurso, por cierto, que sigue manteniendo una buena parte de sus líderes, como el propio Arnaldo Otegi, no solo exmilitante de ETA, sino el gran líder actual de la izquierda abertzale, que continúa identificando el denominado régimen de 1978 con el franquismo y, por lo tanto, sigue restándole legitimidad.

Como bien sabemos por la historiografía, todo nacionalismo precisa de un otro, de un diferente, de un enemigo veraz o imaginario, que es lo que ha hecho el nacionalismo vasco desde sus orígenes. Basta con leer los escritos de Sabino Arana, el fundador del PNV, para darse cuenta de ello. Sus ataques a lo español o a la españolidad son furibundos y la interpretación que hace de la historia del País Vasco está hecha en clave de nosotros contra ellos, contra ese otro que era lo español, en un momento, precisamente, de grandes transformaciones económicas, sociales y políticas en la provincia de Vizcaya por mor de la industrialización. Por tanto, tal como se sostiene en este libro, la idea de la existencia de dos bandos, ambos violentos y moralmente reprochables, encaja perfectamente con la cosmovisión que el nacionalismo vasco tiene de la historia, basada en esa dialéctica del uno contra el otro. Así, la afirmación de «algo habrá hecho» cuando se producía un atentado respondía claramente a este planteamiento. Planteamiento que ha servido a unos (aquellos que se inhibieron de plantar cara al terrorismo con todas sus fuerzas cuando era lo que se esperaba) y a otros (los que apoyaron o aún apoyan la violencia terrorista) como explicación satisfactoria y, para estos últimos, incluso como argumento justificativo de lo ocurrido. Sin embargo, esta explicación por oposición binaria, tan efectiva en el caso que nos ocupa, no resulta válida a la hora de analizar el terrorismo de ETA y la cobertura dada por la izquierda abertzale durante tantos años, ya que jamás existieron dos bandos enfrentados. Tal como se deriva de los estudios recopilados en este libro solo existió una banda terrorista que, aparte de matar, se dedicó a extorsionar, a amenazar y a hacer la vida imposible a colectivos cada vez más amplios de la sociedad; en concreto a todos aquellos que osaban ponerse en su contra. Y mientras, una parte del nacionalismo que miraba no al otro, sino para otro lado, viviendo cómodamente en una de las sociedades con mayor cantidad de PIB per cápita de la Europa Occidental.

Aparte de esa interesante indagación en la idea del otro ya mencionada y analizada aquí por Antonio Rivera, el volumen se completa con los trabajos de reconocidos y solventes especialistas en el tema. Así, Luis Castells estudia los años comprendidos entre 1975 y 1982, es decir, tras la muerte de Franco y durante la Transición, cuando sí hubo dos violencias (a la terrorista de ETA hubo que añadir la de la ultraderecha), pero no dos bandos. Por su parte, Fernando Molina se centra en el periodo 1982-‍1996, marcado por los gobiernos socialistas y por el asentamiento autonómico en el País Vasco y Navarra. Habían comenzado ya los años de plomo, tras la aprobación de la Constitución de 1978, donde la pena de muerte había sido abolida. A partir de ese momento se produjo una auténtica orgía de violencia terrorista, con unas instituciones vascas poco activas en su lucha contra ETA. Se esgrimió entonces la tesis del «empate infinito», tratando de forzar al Estado una negociación. Fueron además años de olvido para la inmensa mayoría de las víctimas, a quienes incluso les costaba encontrar curas para celebrar sus funerales. También en estos años existió una violencia alternativa a ETA, el GAL, pero no contó con apenas apoyo popular y, aunque el mundo abertzale lo ha usado para mantener la teoría de los dos bandos, no es cierta. A su vez, Raúl López Romo estudia cómo se empleó el mito abertzale del «conflicto vasco» entre 1995 y 2011. Fue un término exitoso, ya que encajaba a la perfección con la idea del otro ya mencionada. Un conflicto se da entre dos, por lo que es necesario un enemigo. Fue una expresión feliz que incluso caló hondo en amplios sectores del nacionalismo en general, que vieron en la autodeterminación la única salida para superar dicho conflicto. A este respecto, el Plan Ibarretxe no hacía sino responder a esta lógica, que no dudó en aliarse con los batasunos para mayor escarnio de las víctimas de ETA, que como bien analiza María Jiménez, han sido siempre las grandes olvidadas de esta historia. Aparte de que las instituciones reaccionaron tarde y mal, han sido y siguen siendo objeto de constantes ataques (físicos —a sus tumbas— y verbales). Finalmente, el libro se cierra con una interesante aportación de Joseba Arregi sobre los grandes cambios que se produjeron en la sociedad vasca en los años analizados en el libro, contextualizando así el nacimiento y la evolución de ETA.

En definitiva, estamos ante un libro necesario, puesto que, como ya he dicho, no podemos dejar la construcción del relato en manos de Otegi y sus adláteres, auténticos profesionales de la falsificación de la historia. En este sentido, sí echo de menos que no se haya insistido más en la responsabilidad de los batasunos en la violencia vivida en el País Vasco y Navarra en esos años. ETA mataba, sí, pero distintos elementos del entramado abertzale se encargaban de generar el pánico en las calles, de recaudar fondos para ETA (las famosas huchas), de amenazar a sus vecinos y de dar información a los terroristas. El País Vasco se convirtió en tierra de chivatos de los etarras. Simpatizantes de la izquierda abertzale no solo jalearon los asesinatos, sino que contribuyeron a ellos con la información proporcionada. Todo eso es lo que quiere obviar EH Bildu y de lo que no se responsabiliza. Pero libros como este, junto con otro muchos que están saliendo últimamente, deben servir para no caer en el olvido. De ahí la importancia de este trabajo. Su relato es falso y no hay que dejarles emblanquecer su historia, pues es lo que pretenden para sonrojo de los auténticos demócratas.