RESUMEN

El objetivo del presente artículo será mostrar cómo el Ejército sublevado estableció la doctrina de no hacer prisioneros desde el verano de 1936 en espacios de lucha antiguerrillera. Una estrategia que se convirtió en la base de la contrainsurgencia franquista hasta 1952, cuando la guerrilla republicana fue vencida de forma definitiva. Para analizar estas cuestiones se recurrirá a la bibliografía especializada y a una serie de fuentes documentales inéditas del Archivo General Militar de Ávila. La documentación generada por las agrupaciones guerrilleras y la propia experiencia de los partisanos, sus enlaces y la población civil en general han mostrado que la aplicación discrecional de la ley de fugas entre 1936 y 1952 tuvo como objetivo no hacer prisioneros en el marco de la guerra irregular. No obstante, el hallazgo de diversas órdenes del Ejército rebelde y de la dictadura confirma que la guerra sucia desplegada contra los guerrilleros y la población estuvo reglada y planificada desde las más altas jerarquías militares.

Palabras clave: Guerra Civil española; guerrilla antifranquista; Guardia Civil; Ejército sublevado; guerra irregular.

ABSTRACT

The objective of this article will be to show how the rebels established the doctrine of not taking prisoners in anti-guerrilla areas since the summer of 1936. A strategy that became the basis for Franco’s counterinsurgency until 1952, when the Republican guerrilla was finally defeated. To analyze these questions I will use the specialized bibliography and a series of unpublished documents. The documentation generated by the guerrilla groups and the own experience of the partisans, their links and the civilian population has shown that the application of «la ley de fugas» between had the objective of not taking prisoners. However, the discovery of various orders and communications from the rebel Army and the dictatorship confirms that the rebels planned in detail the dirty war that was deployed against the guerrillas and the population living in the irregular theater of operations.

Keywords: Spanish Civil War; anti-Francoist guerrilla; Guardia Civil; irregular war; rebel army.

Cómo citar este artículo / Citation: Fernández Pasalodos, A. (2022). «Se dio la orden de no hacer detenidos». El Ejército rebelde y la dictadura franquista contra los guerrilleros republicanos y la población civil (1936-‍1952). Historia y Política, 47, 127-‍161. doi: https://doi.org/10.18042/hp.47.05

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. DEL GOLPE DE ESTADO A LA GUERRA TRAS LA GUERRA
  5. III. DISTINTOS ESCENARIOS, ESTRATEGIAS ANÁLOGAS
  6. IV. LA ORDEN DE NO HACER PRISIONEROS EN LA GUERRA CIVIL (1936-‍1939)
  7. V. 1940-‍1945: GUERRA EN EUROPA Y EN ESPAÑA
  8. VI. 1939-‍1952: LA GUERRA SIN LÍMITES DE LA GUARDIA CIVIL
  9. VII. DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA
  10. VIII. CONCLUSIÓN
  11. NOTAS
  12. Bibliografía
  13. Archivos
  14. Diarios

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

Manuel Sesé Mur era un pastor del Alto Aragón que a inicios de 1948 había pasado por buena parte de los resortes represivos del franquismo. El golpe de Estado fallido de julio de 1936 provocó una amplia movilización de las fuerzas de izquierdas y Manuel se enroló en la Columna Durruti, que a partir de enero de 1937 se convirtió en la 26.ª División republicana[2]. Tras la desmovilización de su unidad regresó a su casa en Peraltilla (Huesca), pero temió sufrir las consecuencias de la arbitrariedad de la represión de los vencedores y se escapó a los montes cercanos al pueblo. Estuvo durante semanas escondido en casetas y barrancos hasta que la Guardia Civil comenzó a hostigar a su familia con el objetivo de que se entregase. De esta forma, su esposa María Miralles fue detenida y encarcelada, como lo habían sido y lo serían miles de mujeres de hombres republicanos entre 1936 y 1952[3]. Cuando Manuel se enteró de lo que le estaba ocurriendo a su esposa decidió entregarse y un consejo de guerra lo condenó a veinte años de prisión. En los cinco años que estuvo preso en las cárceles de Torrero en Zaragoza y las Capuchinas en Barbastro sufrió terribles torturas, hasta que al no hallársele delitos de sangre le fue concedida la libertad vigilada.

Sumido en la pobreza y en las dificultades vitales que su condición de vencido le confería trató de alimentar a su familia a través de los beneficios que le generaba el pastoreo. No obstante, en enero de 1948 su experiencia vital dio un giro trágico. Manuel formaba parte del comité de resistencia que se había formado en Barbastro a mediados de 1945, y que entre otras cuestiones se encargó de suministrar armas a los guerrilleros que se movían por la región[4]. De esta forma, junto a otros hombres como Miguel Galino Garcés de Sercué se dedicó a pasar armamento de Francia a través de la frontera, razón por la cual fueron acusados de «tráfico de armas y municiones y auxilio a los bandoleros»[5]. La Benemérita identificó a varios miembros de esta red clandestina de apoyo a la guerrilla y organizó un operativo para detenerlos y encarcelarlos a todos, excepto a Manuel, al que fueron a buscar a su casa para aplicarle la ley de fugas.

El sargento comandante del puesto de Barbastro Agustín Serrano Arroyo y el guardia Marcelino García Gracia salieron a las 17:00 del 18 de enero de 1948 hacia Peraltilla para registrar el domicilio de Manuel. Este reconoció que guardaba una metralleta y municiones en el corral y las entregó. Entonces, se dirigieron al exterior de la casa, momento en el que los guardias lo asesinaron bajo el pretexto de que había intentado escaparse:

El referido Manuel emprendió veloz carrera mientras iba esposado, sin obedecer a las cinco o seis voces de alto para que cesara en su huida, y haciendo caso omiso ordenó el sargento que suscribe que se le disparase haciéndole varios disparos para intimidarle tirándose al suelo y levantándose emprendiendo de nuevo precipitada carrera, tirándose hacia el monte, haciéndose nuevos disparos siendo alcanzado por ellos, cayendo al suelo herido a una distancia de quinientos metros de la localidad en el momento de querer introducirse en un monte cubierto de matorrales[6].

Una versión completamente inverosímil, tal y como corroboraron los dos médicos que realizaron la autopsia del cadáver de Manuel Sesé. A juicio de ambos facultativos la trayectoria seguida por la bala que le había provocado la muerte demostraba la imposibilidad de que el enlace de la guerrilla hubiese sido alcanzado mientras escapaba: «Posiblemente el disparo fue hecho a corta distancia y desde un plano posterior al lesionado». De esta forma, vemos que a la Guardia Civil, que fue designada como la agencia preferente para la lucha antiguerrillera desde el mismo verano de 1936, no le temblaron las manos para asesinar a un individuo que por sus ideales políticos y por su acción resistente no podía formar parte de la comunidad nacional.

¿En qué momento hallamos el inicio de las directrices sobre no hacer prisioneros en espacios de guerra irregular que hicieron posible que un pastor oscense muriese de un disparo a bocajarro efectuado por un guardia civil a principios de 1948? A través de esta pregunta realizaré un recorrido por la principal estrategia contrainsurgente seguida por el bando rebelde y por la dictadura franquista entre 1936 y 1952.

II. DEL GOLPE DE ESTADO A LA GUERRA TRAS LA GUERRA[Subir]

El presente artículo se inserta dentro de la historiografía que en los últimos años ha demostrado cómo el levantamiento armado de julio de 1936 y el inicio de la Guerra Civil fue fruto de la voluntad de los rebeldes por imponerse a cualquier precio sobre el Gobierno legítimo de la Segunda República. El Ejército golpista puso en práctica una violencia masiva, estructural y preventiva, que fue a su vez catalizadora y generadora de un nuevo orden. Los rebeldes se caracterizaron por ejercer el terror con fines eliminacionistas, lo que a su vez le permitió alcanzar varios objetivos: una limpieza de los sectores sociales que no debían formar parte de la comunidad nacional, la construcción de una cultura de guerra legitimadora en el marco de la movilización bélica y la muestra u ostentación de fuerza y de poder[7]. En este sentido, la presente investigación va a tratar de reforzar estas cuestiones y demostrar a través de la documentación original del Ejército rebelde y de la dictadura hasta qué punto la violencia extrajudicial estuvo organizada y reglada desde las más altas instancias. Es decir, que va a permitir dotar de mayor contenido a los trabajos de los especialistas sobre la violencia rebelde y franquista, quienes llevan años señalando que esta no fue irracional, sino congruente con sus formas y objetivos. Es más, dicha violencia fue parte consustancial del proyecto golpista[8].

Otro aspecto fundamental de esta investigación y del dossier en el que se inserta es la cuestión de la cronología y la larga duración de la guerra. En 1983 el periodista Rafael Gómez Parra comentó la funcionalidad que podía tener la interpretación de la Guerra Civil como un proceso que abarcó un período que fue mucho más allá de 1939[9]. Por lo que a mí respecta, coincido plenamente con lo planteado por Mercedes Yusta y Jorge Marco, quienes llevan años señalando que el final «oficial» de la Guerra Civil no significó el cese del conflicto armado, pues dentro de esa posguerra hubo una guerra asimétrica y de baja intensidad en la que combatieron el nuevo Estado y un movimiento guerrillero heterogéneo y disperso[10].

En el último lustro, no han sido pocas las investigaciones que han seguido este marco interpretativo y lo han ido dotando de contenido. Por ejemplo, Carlos Tejerizo y Alejandro Rodríguez han argumentado a raíz de las pruebas arqueológicas obtenidas en los montes de Casaio, en Orense, que allí existió un auténtico frente de guerra entre 1941 y 1946[11]. Por su parte, Santiago Gorostiza ha demostrado en sus investigaciones sobre la construcción de fortificaciones en los Pirineos durante los años cuarenta que en aquella zona los límites entre la guerra y la posguerra fueron difusos[12]. De la misma forma, Miguel Alonso ha remarcado en su tesis doctoral el potencial de estos análisis de largo alcance para complejizar y entender todavía mejor la propia Guerra Civil española[13]. Finalmente, Javier Rodrigo y David Alegre reseñaron en su amplio estudio sobre las guerras civiles del siglo xx que el escenario español es paradigmático en relación con los límites entre las guerras y las posguerras, ya que en España y durante toda la década de los cuarenta no finalizaron las persecuciones y depuraciones relacionadas con el periodo 1936-‍1939, mientras que la justicia civil siguió subordinada a la militar al haberse mantenido del Estado de Guerra hasta 1948. Es más, no existió un marco normativo de no ocupación militar o una desmovilización general de las tropas empleadas durante el conflicto[14].

Las siguientes páginas van a tratar de reforzar todas estas cuestiones a través del análisis de las órdenes y las prácticas con fines eliminacionistas que estuvieron presentes en España entre 1936 y 1952.

III. DISTINTOS ESCENARIOS, ESTRATEGIAS ANÁLOGAS [Subir]

La lucha antiguerrillera desplegada por los rebeldes y por el franquismo durante los quince años de guerra irregular en la Península se basó en la puesta en práctica de una serie de estrategias habituales en cualquier caja de herramientas contrainsurgente. Unas praxis que fueron empleadas contra una resistencia republicana marcadamente heterogénea: partidas autónomas y otras adscritas a las agrupaciones guerrilleras, huidos en las sierras, bolsas de milicianos atrapados en las retaguardias rebeldes y unidades irregulares del Ejército republicano, así como familiares, amigos y colaboradores de estos grupos.

La forma de entender la guerra asimétrica como una guerra sucia y de eliminación tiene sus bases en la experiencia adquirida por el Ejército alemán en la guerra franco-prusiana de 1870 a 1871. En los años posteriores al conflicto los alemanes elaboraron un jus in bello (1902) para utilizar en caso de iniciarse una nueva guerra, recuperándose muchas de las estrategias utilizadas hasta entonces, como las matanzas de civiles si estos se resistían a cumplir las normas de los nuevos poderes, obligar a la población a ejercer como guías o a ser tomados como rehenes, confiscar propiedades y alimentos, o encarcelar a los familiares de los guerrilleros, entre otras praxis. Todas estas estrategias fueron adoptadas por las fuerzas rebeldes y franquistas entre 1936 y 1952, por lo que su puesta en práctica en décadas dispares y en distintos continentes demuestra que existió toda una cultura de guerra contrainsurgente que trascendió de las fronteras nacionales y homogeneizaron la forma de reprimir a las guerrillas. De hecho, esta forma de ver al contendiente irregular como un enemigo al que había que extirpar de raíz, sin apenas posibilidad de reinserción, fue una continuación de la experiencia adquirida por el Ejército español en las campañas coloniales, y al mismo tiempo estaba en línea con la cultura militar de todos los ejércitos del momento. Por ejemplo, en 1921 el comandante y diputado en las Cortes Francisco Bastos Ansart dijo sobre los guerrilleros rifeños que «no debe haber otra solución que exterminarlos»[15].

Los ejércitos regulares también se encargaron de combatir a las guerrillas peninsulares en el siglo xix. En este sentido, destaca el papel de Antonio Van Halen, comandante en jefe del Ejército del Centro y capitán general de los reinos de Aragón, Valencia y Murcia en la Primera Guerra Carlista (‍1833-1840). El oficial ordenó que por cada liberal muerto se ejecutase a dos carlistas presos. Además, se redactaron listas con la identidad de los familiares de los alzados para que fuesen fusilados como venganza. Estas prácticas estuvieron vigentes hasta abril de 1835, cuando se firmó el convenio de Lécera-Segura, en el que se acordó acabar con los fusilamientos y se apostó por intercambiar a los cautivos[16]. Una serie de estrategias antiguerrilleras que fueron copiadas al pie de la letra por mandos sublevados como Queipo de Llano en Andalucía o Antonio Sagardía en Lleida, tal y como veremos en las siguientes páginas.

Entre 1936 y 1952 todos los regímenes fascistas debieron enfrentar espacios de guerra irregular, tanto en el marco de la larga Guerra Civil española como en los distintos conflictos que se generaron al calor de la Segunda Guerra Mundial. Los regímenes como la España de Franco, la Alemania nazi, la Italia de Mussolini o la Croacia de Ante Pavelić hallaron en la eliminación física de sus oponentes políticos, raciales o étnicos una vía purificadora que permitía la construcción de la nueva comunidad nacional deseada. Y, en esa lógica, el partisano y sus potenciales colaboradores encarnaron la representación de la figura nacional resistente e incluso exógena que no era apta ni posible de reeducar en las sociedades en construcción. De esta forma, una de las principales características de la guerra antipartisana europea fue que sirvió de pretexto o de contexto para ejercer violencia contra grupos que habían sido señalados como «eliminables». En España la lucha antiguerrillera fue utilizada en buena medida para seguir reprimiendo y controlando a los civiles distinguidos como antiespañoles, y en el caso del Frente Oriental la contrainsurgencia sirvió como vía para acabar con las poblaciones judías y eslavas que vivían en el teatro de operaciones. Por ejemplo, las divisiones de seguridad del Ejército alemán exterminaron a miles de civiles soviéticos en las retaguardias bielorrusas bajo el pretexto de estar combatiendo a las guerrillas. Mientras tanto, la dictadura franquista camufló acciones represivas contra las poblaciones civiles como «acciones de guerra» contra la guerrilla, incluso haciendo pasar a vecinos republicanos por supuestos resistentes armados, de la misma forma que los alemanes anotaron operaciones de castigo contra la población como «destrucción de nidos de ametralladora, campamentos y casamatas de partisanos». Este aprovechamiento del teatro de operaciones irregular en beneficio de las nuevas autoridades, sobre todo para la consecución de sociedades higienizadas de enemigos políticos o raciales, llevó al historiador Hannes Heer a señalar la presencia de una «lucha contra los partisanos, pero sin partisanos»[17]. Una frase funcional para el Frente Oriental, pero también para el caso español.

El análisis de la guerra antipartisana en Europa requiere un esfuerzo por comprender que el fenómeno no es un resultado más de los escenarios en los que se experimentó la guerra total, sino que tal y como escribió David Alegre la lucha antiguerrillera debe ser analizada en toda su complejidad, ya que tuvo unas dinámicas particulares dentro de las guerras civiles y de los planes sociopolíticos en pugna, además de convertirse en un espacio de nuevas oportunidades para muchos actores que desearon beneficiarse a través del pillaje, las recompensas económicas o los ascensos en el escalafón militar. De esta forma, el enemigo podía ser tanto el partisano que portaba un arma como el simple civil, ya que ambos se mimetizaban en el espacio de operaciones y no se realizaron distinciones entre ellos, sino que la tropa instituyó en el espacio físico un «estado de excepción permanente que pesaba sobre propios y extraños. Así pues, todo individuo situado dentro del escenario de las operaciones se convertía en objetivo potencial de las operaciones militares»[18]. De ahí que las estrategias eliminacionistas que analizaremos a continuación se aplicasen de forma discrecional e indistinta sobre guerrilleros y civiles.

En España terminó por establecerse desde el verano de 1936 lo que Queipo de Llano llamó el frente de las sierras, en referencia a la existencia de resistentes armados en las montañas y bosques de varias provincias, y para acabar con ellos ordenó que «el hecho de atravesar la región montañosa o de hallarse en ella sin tener una justificación clara del motivo y del fin perseguido podrá ser considerado como rebelión o ayuda a la rebelión»[19]. Así, cualquier persona podía caer en la espiral de violencia iniciada por el bando sublevado. De hecho, esa amplitud y la falta de concisión en qué acciones podían ser constitutivas de «partisanismo» estuvieron en armonía con las acciones contrainsurgentes llevadas a cabo por el resto de los regímenes fascistas hasta 1945. Por ejemplo, en el Estado Independiente de Croacia el ministro de Defensa Slavko Kvaternik ordenó en noviembre de 1941 que se disparase contra cualquier persona que estuviese en posesión de un arma y que no fuese miembro de las fuerzas militares o policiales del Estado ustaška. Es más, los ciudadanos que no estuviesen en posesión de armas, pero que se encontrasen fuera de sus localidades sin el permiso especial necesario, serían considerados como forajidos y enviados a campos de concentración[20].

Muchas de las medidas adoptadas por los ustaše croatas hasta 1945 no fueron más que la traslación y la adaptación de estrategias empleadas por los alemanes en el Frente Oriental, por lo que entre los distintos regímenes fascistas se copiaron o adoptaron las mismas prácticas contrainsurgentes de forma recurrente. De esto último da buena cuenta el ejemplo italiano en Eslovenia, ya que durante la ocupación del territorio trataron de italianizar a los eslovenos a través del passati per le armi. Los italianos aumentaron su violencia según la ocupación se fue convirtiendo en una acción más compleja de la pronosticada, y si al principio operaron con bastante indulgencia con el paso de los meses la actitud resistente de los eslovenos generó una escalada en la violencia ocupante. Así, el general Mario Robotti ordenó en diciembre de 1941 actuar con mayor dureza tanto con los partisanos como con la población civil, ya que todos los ellos podían ser sospechosos de estar en connivencia con los resistentes. Por tanto, los mandos italianos, al igual que los oficiales rebeldes en España, terminaron radicalizándose, y unos días más tarde el mismo Robotti dijo que «es imposible que los rebeldes puedan atacar una guarnición o un puesto de guardia sin que la población lo sepa. Si la gente tiene miedo a morir en manos de los partisanos si hablan, deben tener el mismo miedo a morir en nuestras manos si ellos no hablan». Además, el general Ambrosio decretó que a partir de entonces «no toméis prisioneros, puesto que representan un peso muerto que no nos aporta nada, y le da a los rebeldes una certeza o esperanza de inmunidad relativa». Las medidas continuaron radicalizándose hasta el punto de que el general Robotti ordenó la ejecución de rehenes para castigar a la población local en caso de actuación guerrillera, a la vez que poder contar con la posibilidad de disparar a cualquier sospechoso de inmediato y «en el mismo lugar del crimen y sin seguir largos procesos judiciales»[21].

En el marco de la guerra antipartisana europea la población griega tuvo que experimentar situaciones análogas. Una de las primeras órdenes dictadas por el general Kurt Student tras su llegada a la isla de Creta situó a los civiles en el epicentro de la contrainsurgencia alemana: «Está probado que la población civil, incluidos mujeres y niños, ha participado en la lucha, cometido sabotajes, mutilado y matado a soldados heridos. Por lo tanto, ha llegado el momento de combatir todos estos casos, emprender represalias y expediciones punitivas, que deben realizarse con un terror ejemplarizante». De esta forma, ordenó fusilar a toda persona que atacase a los soldados alemanes. Por lo que al igual que en el escenario yugoslavo, esloveno o español, en Grecia también se concretó que todas las medidas deberían adoptarse con rapidez y sin formalismos: «En vista de las circunstancias, las tropas tienen derecho a que así sea y no es necesario que los tribunales militares juzguen a bestias y asesinos»[22]. El objetivo principal de estas praxis fue el mismo: no hacer prisioneros y con ello eliminar a todo insurgente o potencial insurgente.

La directriz de no hacer prisioneros estuvo presente en todos los escenarios de guerra antipartisana europea, y en España hallamos rastro de órdenes tácitas o directas sobre esta cuestión desde el verano de 1936. De hecho, terminó convirtiéndose en una de las principales estrategias contrainsurgentes de la dictadura, tanto es así que incluso un destacado represor como el coronel de la Guardia Civil Antonio Díaz Carmona no dudó en afirmar a finales de los años sesenta que «la guerra es eso mismo, la guerra, pues no es otra cosa la persecución de partidas de bandidos o de guerrillas de cualquier clase, y por eso muchos cuerpos destinados al exterminio de esta clase de delincuencia emplean incluso medios proscritos en los reglamentos y en las leyes nacionales e internacionales, sin la que gente se escandalice después»[23].

IV. LA ORDEN DE NO HACER PRISIONEROS EN LA GUERRA CIVIL (1936-‍1939)[Subir]

La aplicación discrecional de la ley de fugas durante los años cuarenta en todos los espacios de lucha contra las partidas republicanas se explica en buena medida por lo que ocurrió en las retaguardias rebeldes entre 1936 y 1939. En este sentido, las continuidades y los procesos de aprendizaje en materia contrainsurgente jugaron un papel determinante, por lo que las estrategias y los objetivos perseguidos por la dictadura en 1947 o en 1952 no pueden explicarse en toda su extensión si no tenemos en cuenta las praxis seguidas desde el verano de 1936.

La extrema violencia que se experimentó en los territorios en los que triunfó la sublevación militar estuvo reglada y en línea con los planes de las autoridades golpistas. Esto no solo queda demostrado por las más que citadas directivas del general Emilio Mola, sino también por las directrices recibidas por la tropa una vez iniciado el golpe: «Para asegurar la retaguardia es preciso infundir el terror al enemigo. Con este fin, cuando nuestras columnas ocupen un núcleo de población, deberá procederse a ejecutar saludables y definitivos escarmientos». Los rebeldes contemplaron la posibilidad de que hombres y mujeres se internasen en las sierras, entre otras formas de resistencia republicana, por lo que se estableció la persecución de los familiares y los castigos públicos para imponer el terror y paralizar al enemigo: «En caso de que hubieran huido, se procederá del modo expresado con aquellos de sus familiares que puedan ser capturados. Al hecho se procurará revestirlo de los caracteres más públicos e impresionantes, haciendo saber que se procederá del mismo modo contra cualquiera que se rebele contra nosotros»[24].

El terror del verano de 1936 provocó una huida masiva a los bosques y dio lugar a las primeras partidas republicanas, un contexto que comenzó a preocupar a los golpistas, que para poner fin a aquel estado de cosas emitieron sucesivos «bandos de perdón» que llamaron a las entregas voluntarias. Esta estrategia fue utilizada hasta 1952, pero su origen se remonta a la noche del 26 de julio de 1936. En una de sus charlas radiofónicas la máxima autoridad sublevada en Andalucía, el general Queipo de Llano, emitió el siguiente mensaje:

Muchos pueblos de la provincia de Sevilla han sido castigados por las tropas, con dureza proporcionada a la resistencia opuesta y a los excesos cometidos. Y ahora, muchos habitantes de esos pueblos vagan aterrados por los campos, sin atreverse a regresar. Sin embargo, sepan que estoy dispuesto a perdonarles, con una sola condición: la de que habrán de presentarse al comandante de la fuerza pública, en sus pueblos respectivos, entregando en el momento de presentarse un arma: la misma arma con que nos combatieron. Con esto se correrá un velo sobre el pasado, y nosotros les protegeremos contra las presiones y coacciones de aquellos otros elementos extremistas que, por tener cuentas pendientes con la justicia, no pueden acogerse a este beneficio[25].

Queipo de Llano se mostró muy enfadado en una nueva charla nocturna que ofreció dos días después: «Empiezan a regresar a los pueblos fugitivos que andaban por el campo, y que se presentan a la autoridad; pero lo hacen sin armas, y así no admito ninguno. El que, al presentarse, no entregue un arma de fuego, irá a la cárcel»[26]. No obstante, el perdón real de los golpistas no iba a llegar para casi nadie, presentasen un arma o no, tal y como atestiguó in situ Antonio Bahamonde, quien fue testigo de las falsas promesas de Queipo: «Constantemente se presentaban huidos que nunca, nunca, se libraron de ser fusilados. Era la consigna: fusilar a todos los que habían huido»[27]. A consecuencia de ello, desde las primeras semanas de la guerra los mandos sublevados marcaron una premisa clara en materia contrainsurgente: no hacer prisioneros.

En Extremadura tampoco se respetaron los bandos de perdón en los primeros compases del conflicto. Por ejemplo, Alfonso López estuvo escondido en la sierra de Monsalud con un grupo de resistentes desde el inicio de la sublevación. De hecho, temió por la vida de sus familiares y decidió llevarse consigo a sus hijos. Conforme pasaron las semanas se cansaron de deambular y sabiendo que su hermano era quien mandaba la fuerza de la Benemérita pensó que nada malo les ocurriría. No obstante, los lazos de parentesco no sirvieron de nada, y el teniente Manuel López Verdasco ordenó fusilarlo junto al resto de huidos. Es más, la tropa de la Guardia Civil no quiso hacer prisioneros y el bando de perdón promulgado por el comandante militar de Cáceres el 21 de agosto de 1936 no se cumplió con apenas ninguno de los republicanos que fueron entregándose[28].

La violencia discrecional y las ejecuciones de los irregulares que se iban entregando provocó más huidas a la sierra, a la par que una mayor resistencia de quienes ya se habían echado al monte, pues sabían el terrible destino que les deparaba la entrega voluntaria. El auge de la resistencia armada republicana comenzó entonces a preocupar seriamente a las autoridades golpistas, como al comandante Eduardo Cañizares, que ostentaba el cargo de gobernador militar de Badajoz. Este oficial le escribió a Franco a mediados de agosto de 1936 en los siguientes términos:

A mi juicio la posible excesiva represión en la totalidad de las masas que se apresan va a originar un problema de fondo; el de las concentraciones primero y las partidas de bandolero después. En mi opinión hay muchos que no vienen a nuestro lado por temor a ser ejecutados y como creo que convendría atraerlos de no recibir contraorden inspiraré mi conducta en exigirles un arma como promesa de que abandonan la lucha y solamente aplicar duras sanciones y muy ejemplares a los que tengan delitos de sangre y en los directivos, los demás así podrían volver sin temor y mi parecer es que están muchos deseosos de hacerlo[29].

Una «excesiva represión» que terminó convirtiéndose en la base de la contrainsurgencia rebelde y franquista hasta 1952.

El incumplimiento de los bandos de perdón también fue conocido entre las filas guerrilleras de la provincia de Huelva. Por ejemplo, en abril de 1937 Franco fue informado de que la estrategia seguida había funcionado hasta entonces, pero todo cambió tras la ejecución de 46 resistentes que se presentaron voluntariamente, porque el resto de los que seguían en el monte optaron por no creer en las sucesivas promesas[30]. Además, en Asturias los fusilamientos de guerrilleros y civiles fueron tan recurrentes que el propio gobernador militar de la región llegó a decir que «sí, puedo afirmar que se mató mucha gente, demasiada, excesiva»[31].

Las órdenes antiguerrilleras emitidas desde el Cuartel General del Generalísimo a partir de 1937 asentaron las líneas maestras de la contrainsurgencia rebelde y franquista hasta la década de los cincuenta. De esta forma, ante la actuación de las partidas republicanas, tanto las encuadradas en el XIV Cuerpo como las que operaron de forma autónoma, Franco se encargó de formular sucesivas directrices encaminadas al control total de las retaguardias.

El 7 de enero de 1937 el Generalísimo firmó una orden en la que dio carta blanca para terminar con las partidas y sus redes de colaboración: «Dada la frecuencia con la que se realizan actos de sabotaje en líneas de comunicaciones, ordene V.E. a Jefes sectores se establezcan emboscadas, se den golpes de mano y se castigue máximo rigor a los que sean aprehendidos».[32] No obstante, las acciones guerrilleras continuaron desarrollándose en todas las retaguardias, y tan solo un mes más tarde modificó la orden y facultó a que los castigos se extendiesen a las propias autoridades rebeldes: «Ordene se organicen batidas por fuerza Guardia Civil, Falange y Caballería exigiendo gravísimas responsabilidades a quien realice actos de sabotaje, haciendo igualmente responsables a los Alcaldes de los pueblos inmediatos al lugar donde se intente o se efectúe el sabotaje»[33]. De forma tácita se estaba aprobando la ejecución de los guerrilleros que fuesen capturados con vida.

La brutalidad empleada para acabar con las partidas fue tal que las críticas entre las filas rebeldes volvieron a aparecer a mediados de 1937. De esta forma, las políticas de la violencia preocuparon a un adicto al nuevo orden, quien hizo llegar un informe al Cuartel General del Generalísimo:

Con motivo de los crímenes cometidos por los huidos que existen en la sierra de Huelva, se ha recrudecido los fusilamientos o mejor dicho se han reanudado sin previo consejo de guerra. Esto ocasiona una matanza en muchos casos por motivos sin importancia que verdaderamente causa espanto. Al igual que al principio de la Reconquista puede decirse que en Andalucía no hay términos medios, o se fusila o se pone en libertad. De esta forma hay muchos que son fusilados sin motivo suficiente y en cambio otros son puestos en libertad y debieran estar presos. Prácticamente en Andalucía no hay presos políticos[34].

El contenido de la misiva es realmente duro, pero resulta muy interesante porque no proviene de la pluma de un republicano, sino de la de un rebelde. Además, demuestra cómo las matanzas de civiles como respuesta a las acciones guerrilleras no se originaron ni deben ajustarse solamente a la etapa contrainsurgente de 1944 a 1952, cuando se potenció el uso de la ley de fugas, sino que ya fueron empleadas en los inicios de la guerra.

Esta forma de actuar por parte de los mandos y de la tropa golpista no fue fruto de la casualidad ni tampoco de las decisiones de los poderes locales, sino que estuvo reglada y ordenada desde el despacho de Franco y de sus más cercanos consejeros. Por ejemplo, en agosto de 1937 el Caudillo había dado su aprobación a la siguiente directriz: «[…] relativo a las concentraciones marxistas en las provincias de Huelva y Sevilla, es preciso que lo antes posible sean exterminadas con la máxima energía las partidas referidas, castigando con toda severidad a quienes les ayuden y encubren»[35].

Estas directrices se replicaron en otras retaguardias rebeldes, y la libertad de acción en materia contrainsurgente también se trasladó a los territorios controlados por el general jefe del Ejército Centro, Andrés Saliquet, que mandó castigar a la población civil: «En vista de la relativa frecuencia con que concurren accidentes en los trenes de ferrocarril, he dispuesto la creación de Tribunales […] que en cualquier caso procederán sumariamente y con toda severidad, haciendo responsables directos de dicha orden a los vecinos de antecedentes extremistas de los pueblos inmediatos al lugar del accidente»[36]. Esta orden reafirma lo planteado por Ignacio Tébar Rubio-Manzanares en su estudio sobre el «Derecho penal del enemigo» en el primer franquismo, quien señaló que la legislación creada por los golpistas y a posteriori por la dictadura convirtió la adscripción al estereotipo del «otro» en un delito, estableciéndose así la imagen del enemigo dentro de diversos tipos penales. El régimen franquista se dotó de un derecho penal permanente que permitió a las autoridades actuar con total discrecionalidad para ejecutar y controlar a hombres y mujeres señalados como «peligrosos». Un derecho penal del enemigo que se caracterizó por la presencia de castigos preventivos, tal y como se muestra en la citada orden de Andrés Saliquet, por la aplicación de penas desproporcionadamente elevadas, por unas garantías procesales relativas o directamente nulas, por la demonización del «otro» y porque una acción delictiva no era la base de la tipificación penal, sino que lo fue la «caracterización del autor como perteneciente a la categoría de los enemigos»[37].

Por su parte, Queipo de Llano se comunicó de forma recurrente con Franco a partir de la segunda mitad de 1937 para tratar cuestiones relativas a la guerra contra las partidas republicanas, y el Generalísimo fue informado de que en Andalucía se seguía fusilando a cualquier civil sospechoso de estar en connivencia con las guerrillas. Por ejemplo, en una comunicación del 17 de diciembre le explicó que se había asesinado a veintiséis mujeres y dieciséis hombres por «tratarse de sujetos peligrosísimos, que llevan sirviendo de espías y auxiliando durante un año a los huidos de Huelva, y eran los encargados de proporcionarles alimentos»[38].

Ya hemos visto que en los teatros de operaciones irregulares de Europa los Ejércitos fascistas ordenaron ejecutar a un determinado número de civiles por cada baja causada a manos de la resistencia. Pues bien, el Ejército rebelde se anticipó a sus homólogos europeos y el primer mando que la utilizó fue Queipo de Llano, que ya en el verano de 1936 amenazó con que «por cada persona honrada que muera, yo fusilaré, por lo menos, diez; y hay pueblos donde hemos rebasado esa cifra»[39]. Al máximo responsable del sur le siguieron otros oficiales golpistas que hicieron lo propio, y el comandante militar de Jaca ordenó en agosto de 1936 que «por cada bomba que sea arrojada serán fusiladas cinco personas de cada una de las familias que tengo en rehenes»[40]. Es más, la entrada de las tropas rebeldes en las comarcas catalanas del Pallars fue seguida de instrucciones similares, y el general Sagardia se encargó de cumplir su amenaza, según la cual «fusilaré a diez catalanes por cada hombre muerto de mi guardia». Por ejemplo, en mayo de 1938 un camión del Ejército fue asaltado en Esterri por una partida guerrillera, muriendo un soldado a consecuencia del combate. El castigo contra la población no se hizo esperar y al día siguiente fueron fusilados diecinueve vecinos de pueblos cercanos. De hecho, con el fin de amedrentar todavía más a la población el general Sagardia ordenó lanzar los cadáveres a un barranco y obligó a diversos vecinos a recogerlos para llevarlos a Montardit, donde fueron enterrados en una fosa común[41].

En el frente del Segre el general José Monasterio hizo lo propio y en mayo de 1938 ordenó detener a todos los vecinos cuyos antecedentes políticos fuesen dudosos. Temía que los paisanos estuviesen ayudando a las guerrillas a infiltrarse en las retaguardias rebeldes, por lo que dispuso que en caso de hallarse a cualquier individuo realizando señales luminosas este sería «pasado por las armas sin más trámite. Las ejecuciones se harán precisamente de día y se anunciarán al vecindario por medio de bando o pregón»[42]. Mientras tanto, el comandante en jefe del Ejército del Centro, Andrés Saliquet, dictó una nueva orden en octubre de 1938 en la que sin vacilación alguna ordenó el fusilamiento de todos los guerrilleros que fuesen capturados: «Los prisioneros que se hagan a estas partidas se enviarán con toda rapidez a las Divisiones en cuyo Sector sean aprehendidos, y una vez interrogados por la 2.ª Sección serán inmediatamente pasados por las armas»[43].

En tierras extremeñas se replicaron estas mismas instrucciones. Por ejemplo, a finales de 1938 la guerrilla aumentó su acción en el valle de la Serena y los mandos militares ordenaron que si los guerrilleros realizaban cualquier actuación «serán fusilados los familiares de aquellos»[44]. Por su parte, el general jefe del II Cuerpo de Ejército, Luis Soláns Labedán, redactó un bando a finales de 1938 que iba encabezado con la siguiente advertencia: «La actuación de las partidas de Guerrilleros rojos solo es posible si les presta colaboración la población civil; esta colaboración criminal después del perdón otorgado por nuestro Caudillo a cuantos han querido permanecer a nuestro lado, es una traición que solo se paga con un castigo: la muerte del traidor»[45].

En ese mismo mes de diciembre de 1938 el Cuartel General del Generalísimo se mostraba preocupado ante la imposibilidad de terminar de una vez por todas con las partidas republicanas, ordenándose entonces que los alcaldes deberían controlar la elaboración de ficheros con las identidades de todos los vecinos sospechosos de no comulgar con el Movimiento, una información que sería utilizada para ejercer una violencia brutal y paralizante: «Que hagan saber a los vecinos de los pueblos respectivos que en caso de realizarse una agresión a nuestras fuerzas en el término municipal, se fusilará en la plaza del pueblo a dos personas de las que figuren en la relación de sospechosos, por cada víctima que la agresión produzca»[46]. De esta forma, los rebeldes se anticiparon de nuevo a los alemanes o italianos en cuanto a matar a un determinado número de civiles como venganza por las acciones partisanas.

El valor de estas fuentes del Ejército rebelde es trascendental, ya que en la historiografía se ha hablado de la posibilidad de que existiesen órdenes escritas o verbales que mandasen fusilar a los prisioneros en las retaguardias rebeldes afectadas por la guerrilla, o castigar a la población civil mediante fusilamientos con fines ejemplarizantes, no obstante, es la primera vez que se demuestra y se confirma su presencia.

Este tipo de directrices estuvieron presentes hasta 1952. Por ejemplo, el capitán de la Guardia Civil de Morella (Castellón) advirtió de que «mataría a seis hombres por cada uno que le matasen a él». Sin ir más lejos, tras la muerte del guardia José Luis Vinuesa Badia en 1949 cumplió su amenaza, hasta el punto de que mandó detener a diez paisanos de Rosell con antecedentes republicanos y a otros de Pola de Benifassà a los que ejecutaron en el acto[47]. Por tanto, sublevados, alemanes o italianos llegaron a la misma conclusión sobre cómo se debía combatir a la guerrilla, tal y como queda demostrado en el análisis realizado por un soldado alemán: «De la lucha contra la guerrilla solo podremos salir victoriosos si la población se da cuenta de que los partisanos y sus simpatizantes acaban, más tarde o más temprano, muertos»[48]. En la ocupación de Serbia el general alemán Franz Böhme ordenó que se ejecutase a cien civiles por cada baja alemana que fuese provocada por los partisanos, mientras que el mariscal de campo Keitel ordenó que en el Frente Oriental se ejecutase de cincuenta a cien personas por cada alemán que muriese a manos de los guerrilleros.[49]. En Yugoslavia también se cumplieron estas amenazas y en Kranj solían ahorcar diariamente a diez civiles frente a un hotel[50].

Finalmente, el parte de guerra rubricado por Franco el 1 de abril de 1939 no supuso el punto final de la contienda. Si bien es cierto que el Ejército Popular fue derrotado en los campos de batalla y la República resultó liquidada, también lo es que a partir de entonces y hasta 1952 las nuevas autoridades debieron enfrentar un espacio de guerra irregular en el que combatieron principalmente fuerzas de la Guardia Civil contra los guerrilleros republicanos. Esta continuación de la guerra se llevó a cabo en un teatro de operaciones ilimitado, en lo que Mercedes Yusta definió como una «retaguardia sin frente, puesto que el frente estaba un poco en todas partes». Un espacio imponente en el que tal y como señaló un paisano de Frigiliana, en la sierra malagueña de Almijara, «la gente tenía mucho miedo, más que en la guerra. Porque en la guerra había dos zonas […] y los combates se celebraban donde se celebraban, pues la zona se extendía o se achicaba, y la gente huía para un lado o para otro. Pero aquí, la gente vivía entre dos fuegos»[51]. De hecho, en abril de 1939 la dictadura entendió de que tendría que seguir combatiendo a los últimos «soldados de la República», tal y como se apuntó en un informe del Ministerio del Ejército. Mientras tanto, la larga duración de la guerra no solo se evidencia por la persistencia de los combates o la represión contra la población civil, sino también por el hecho de que el Estado de Guerra declarado el 28 de julio de 1936 no fue derogado hasta abril de 1948, por lo que jurídicamente España estuvo en guerra durante 12 años. Así pues, el mantenimiento de esta situación jurídica permitió al régimen beneficiarse de medidas represivas excepcionales como la ley marcial, confiriendo un poder casi discrecional a las fuerzas del orden público y a los tribunales militares, a la par que se aplicaba la pena capital frente a muchos delitos que normalmente no comportarían una condena de este tipo. Estas fueron las bases sobre las que se construyó la dictadura[52].

V. 1940-‍1945: GUERRA EN EUROPA Y EN ESPAÑA[Subir]

Hubo mandos militares que no dudaron en escribir sobre la continuidad de la guerra irregular en España durante toda la década de los cuarenta. Por ejemplo, el teniente coronel de la Guardia Civil Eulogio Limia Pérez afirmó lo siguiente a finales de los años cincuenta:

No se puede olvidar, que el tesón, energía, ánimo esforzado, constancia y espíritu de sacrificio, que requiere el servicio de bandolerismo, es a mi modesto juicio superior al de otra campaña regular cualquiera, por tratarse pudiéramos decir, de una guerra fría, callada y silenciosa en donde apenas se ve al enemigo y el mantenimiento constante de una moral elevada, se hace muy difícil, porque no se encuentran los estímulos que producen las victorias, ni los que mutuamente se transmiten en una guerra, las distintas fuerzas combatientes y el pueblo y la prensa en masa, exaltada por un elevado fervor patriótico, máxime si se añade que en nuestro problema de bandolerismo, por las especiales circunstancias políticas e internacionales de aquellos años, fué [sic] preciso rodear de silencio, no solo las destacadas actuaciones y éxitos de las fuerzas del Cuerpo, sino asimismo el volumen y gravedad de la acción de las partidas, solamente conocidos por unos y otros, por el elemento civil de la comarca donde se desarrollaban, sin tener noticia de lo que ocurría en zonas alejadas en la misma provincia y mucho menos de las circunstancias por las que atravesaban las demás[53].

El escenario de guerra irregular descrito por el oficial de la Benemérita se produjo en buena parte de las provincias, siendo de mayor envergadura en las de Córdoba, Jaén, Málaga, Granada, Sevilla, Huelva, Almería, Cádiz, León, Zamora, Asturias, Cantabria, A Coruña, Ourense, Lugo, Pontevedra, Ávila, Navarra, Vizcaya, Álava, Huesca, Zaragoza, Teruel, Girona, Lleida, Tarragona, Castellón, Valencia, Albacete, Cuenca, Toledo, Ciudad Real, Cáceres o Badajoz, entre otras[54].

No obstante, el teatro de operaciones de los montes de Toledo resulta paradigmático para comprender la dimensión que cobró la guerra irregular a partir de la segunda mitad de 1939. La cordillera de los montes de Toledo que ocupa zonas de las provincias de Ciudad Real, Toledo y Badajoz fue declarada zona de guerra en 1940 a consecuencia del aumento de la actividad guerrillera. En los primeros meses de lucha contra las partidas la Guardia Civil se mostró incapaz de reducirlas, por lo que fue desplegada la División de Caballería del Ejército con un contingente de 5000 efectivos. El coronel Fernando Álvarez Holguín quedó al mando y entre otras cuestiones estableció que la tropa estaba facultada para abrir fuego sobre cualquier persona si esta no se detenía al primer alto[55].

Al mismo tiempo que Europa se encontraba en guerra y se estaba produciendo la invasión de Yugoslavia por parte de las fuerzas del Eje, diversos mandos militares del Ejército español debatieron sobre la necesidad de no hacer prisioneros en los teatros irregulares de la Península. En este sentido, Álvarez Holguín escribió en abril de 1941 lo siguiente: «Uno de los medios más eficaces para que cunda el terror entre los elementos que les auxilian, será el castigar enérgica y rápidamente a los confidentes aprehendidos», y también que «[debemos] tomar represalias enérgicas en los lugares que ocurran los hechos cometidos por los huidos, verificando estas en los izquierdistas más destacados del pueblo o en los familiares de los huidos». Una directriz que replicaba lo ordenado en 1937 y 1938 por Andrés Saliquet y otros oficiales rebeldes. Además, los mandos del Ejército quisieron emplear los métodos más expeditivos en los pueblos en los que encontraron menor colaboración ciudadana. Por ejemplo, el jefe militar del sector con base en Navahermosa (Toledo) escribió que el pueblo de Menasalbas estaba lleno de izquierdistas, y que «a juicio del Jefe que suscribe exige una acción enérgica y ejemplar que al sancionar a los posibles cómplices y encubridores, invite a la colaboración de los calificados de leales al Movimiento e indiferentes del pueblo». No obstante, conforme la guerra antipartisana se fue complicando para las fuerzas estatales este mando radicalizó las estrategias a seguir, y en abril de 1941 le formularon la siguiente pregunta: «¿Qué medios de carácter extraordinario convendría poner en práctica para la rápida solución del problema?», por lo que no se anduvo con rodeos y respondió: «Fusilamiento de los principales enlaces que se van descubriendo»[56]. De hecho, en el Archivo General Militar de Ávila se custodia abundante documentación que describe aplicaciones masivas de la ley de fugas en los montes de Toledo, por lo que este subterfugio fue utilizado de forma frecuente para no hacer prisioneros y justificar los asesinatos.

En el epígrafe dedicado a la etapa de 1936 a 1939 hemos comprobado cómo el Ejército sublevado se anticipó en más de un lustro a los Ejércitos alemán e italiano en materia contrainsurgente, ya que la renuncia a tomar prisioneros también se convirtió en una práctica recurrente en los espacios irregulares de la Segunda Guerra Mundial. No obstante, las órdenes con fines eliminacionistas terminaron solapándose en el tiempo tanto en España como en las retaguardias controladas por los ejércitos fascistas. En este sentido, el inicio de la Operación Barbarroja y la ocupación de otros territorios europeos coincidió con la continuación de la guerra irregular en España, de forma que las directrices de los oficiales españoles en los montes de Toledo y en otras provincias estuvieron en la misma línea que lo ordenado por el general italiano Vittorio Ambrosio. Este mando ordenó que para acabar con las guerrillas eslovenas «no toméis prisioneros, puesto que representan un peso puesto que no nos aporta nada, y le da a los rebeldes una certeza o esperanza de inmunidad relativa»[57]. Mientras tanto, en el Estado Independiente de Croacia el Ejército alemán permitió a la tropa abrir fuego contra todo partisano o supuesto partisano, ya que la orden era no hacer prisionero alguno[58].

En los epígrafes anteriores hemos podido constatar que a la praxis de ejecutar de inmediato a todo guerrillero o paisano sospechoso de colaborar con las partidas le acompañó la de matar a una determinada cantidad de civiles por cada acción guerrillera en las retaguardias rebeldes. Sobre esta última estrategia contrainsurgente, que también permaneció invariable hasta 1952, se conservan los documentos originales que confirman tales disposiciones en los montes de Toledo. Por ejemplo, desde el 4.º Sector con base en Talarrubias (Badajoz) no se tuvo ningún reparo en informar que se había ordenado el fusilamiento de cinco paisanos de Fuenlabrada de los Montes y Villarta de los Montes por la muerte de dos soldados en octubre de 1941: «Con motivo de este hecho consumado por los huidos de la Sierra he tomado enérgicas represalias en dichos pueblos, habiendo sido en las personas de 2 hombres y 2 mujeres por ser estos enlaces de referidos huidos». Además, posteriormente fue ejecutado otro vecino que había sido testigo de la acción partisana. En general, las víctimas fueron escogidas entre los familiares de los guerrilleros y se solía facilitar la identidad de los ejecutados en un escrito encabezado con la siguiente frase: «Tengo el honor de poner en conocimiento de V.E. que los fusilados a raíz de los sucesos son…»[59]. La represión ejercida en este teatro de operaciones irregular fue de tal magnitud que los falangistas llegaron a escribir que «lentamente, pero de forma segura se ha hecho un verdadero exterminio de los que no quisieron entregarse»[60].

Queda claro que el objetivo final fue paralizar mediante el terror, a la par que eliminar físicamente a los potenciales disidentes, aunque no se demostrase su verdadera colaboración con la resistencia armada ante ningún tribunal.

VI. 1939-‍1952: LA GUERRA SIN LÍMITES DE LA GUARDIA CIVIL[Subir]

La larga duración de la Guerra Civil española estuvo marcada por el papel que jugó la Guardia Civil en la ejecución de las políticas de la violencia dirigidas contra los guerrilleros y la población civil. A mediados de 1939 Franco designó a un hombre de su máxima confianza como director general de la Benemérita, Eliseo Álvarez-Arenas, y su actitud frente a la lucha antiguerrillera puede resumirse en la siguiente orden de agosto de 1941:

La presencia en los campos de algunas partidas de huidos dedicados al bandolerismo, obliga a adoptar medidas de carácter excepcional […]. Para lograrlo han de emplearse cuantos medios estén a nuestro alcance y sean precisos. El actual estado de cosas ha de desaparecer en un corto plazo, por lo que no hemos de reparar en medios para conseguirlo por enérgicos y duros que ellos sean. A los enemigos en el campo hay que hacerles la guerra sin cuartel hasta lograr su total exterminio, y como la actuación de ellos es facilitada por sus cómplices, encubridores y confidentes, con ellos hay que seguir idéntico sistema con las modificaciones que las circunstancias impongan[61].

La lucha antiguerrillera fue para la Guardia Civil una guerra sin límites en el empleo de la violencia. De hecho, ya hemos visto que lo había sido desde el verano de 1936, pero las sucesivas órdenes que se dieron durante toda la década de los cuarenta confirman el mantenimiento de la guerra sucia como vía para terminar con las partidas republicanas. Los mandos de la Benemérita jamás mostraron ápice alguno de indulgencia durante la guerra antipartisana. Todo lo contrario, alentaron a la tropa para que actuase con la mayor brutalidad posible, allanándoles el camino para proceder con total libertad y ofreciéndoles las garantías necesarias de que no serían castigados por más expeditivos o brutales que fuesen sus actuaciones.

De hecho, existe una continuidad histórica en cuanto a la forma de actuar contra las partidas guerrilleras en el seno de la Guardia Civil, y las órdenes que los guardias recibieron en 1869 o en 1949 fueron muy similares. Por ejemplo, tras el levantamiento carlista de 1869 el general Prim ordenó «no dar cuartel a los carlistas, fusilar a todo el que sea cogido con las armas en la mano, haciendo fuego»[62]. Una orden que nos recuerda a las instrucciones del Ejército rebelde sobre no hacer prisioneros entre 1936 y 1939, o a la citada directriz de Álvarez-Arenas de 1941, ya que incluso comparten términos como el de «exterminio».

Hubo ministros de la dictadura que también se encargaron de ordenar que se continuase con la eliminación general de cualquier detenido en espacios de guerra irregular. Por ejemplo, el ministro de la Gobernación, Valentín Galarza, ordenó a mediados de 1942 que los guardias se saltasen el reglamento con tal de no sufrir heridos o bajas:

En el parte de que me dan conocimiento del hecho ocurrido el día 11 del actual por fuerzas del Puesto de Los Blazquez (Córdoba) y en el que sucumbieron tres miembros del Instituto, se señala en él que estos Guardias al aproximarse a los forajidos les intimaron a la rendición. […] Creo que si es precepto del Reglamento del Cuerpo, en consigna dada o en instrucciones a las fuerzas de la Guardia Civil que antes de hacer fuego o antes de actuar tengan que prevenir al contrario intimándole a la rendición, parece muy arriesgado en caso como el presente que tal consigna se cumpla […]. Por ello estimo que en cuanto se trate de persecución de huidos en campo abierto, tal precepto debe ser omitido y dejar a la iniciativa de la fuerza el identificar al supuesto contrario y deducir de la observación visual si lo es o no lo es, actuando seguidamente contra ellos sin prevención de intimidación de ninguna clase[63].

Esta orden fue un pilar básico de la contrainsurgencia franquista y se reenvió con cierta regularidad en los años siguientes[64].

Otro documento importante es la circular firmada por el ministro del Ejército, José Enrique Varela Iglesias, el 2 de junio de 1942. El general Varela otorgó atribuciones especiales a las autoridades militares y estableció que «podrán imponer las sanciones que estimen a las personas en convivencia con huidos rojos, decretar confinamiento de estas y aquellas otras medidas que su celo les sugiere, sin que puedan ser interferidos por los Gobernadores Civiles». Por tanto, vemos que concedió carta blanca a los mandos militares y que cualquier límite en el empleo de la violencia se borró de un plumazo. Se institucionalizó la más absoluta arbitrariedad y discrecionalidad y este escenario caló hondo en muchos guardias civiles. Un ejemplo paradigmático lo encontramos en el comandante del puesto de Jumilla (Jaén), que en 1942 hizo referencia al vecino Ramón Fernández con las siguientes palabras: «Es el individuo más peligroso que se pueda conocer […] por lo tanto no se le debe conceder la libertad, sino MEJOR SERÍA FUSILARLO, es lo que se merece»[65].

Lo importante de este tipo de órdenes no es solo su contenido, sino cómo se plasmaron en el teatro de operaciones. En este sentido, resultan paradigmáticos algunos testimonios de miembros de la propia Benemérita. Por ejemplo, en 1947 el guardia Manuel Oliveros López recibió la siguiente orden del general Julián Lasierra Luis, uno de los máximos dirigentes de la contrainsurgencia en Granada: «Llévense a Motril dinamita y gasolina. No quiero detenidos. Orden de Madrid»[66]. Además, el Ejército también mató a paisanos a consecuencia de la absoluta libertad de acción. Durante las incursiones pirenaicas de 1944 se instaló un destacamento del Ejército en Aguascaldas (Huesca) y una mañana la tropa advirtió unas sombras a cierta distancia. Uno de los soldados se lo comunicó al mando y le dijo que había una «figura que camina por el alcorce», a lo que este le respondió «pues abrid fuego». Los soldados utilizaron una ametralladora y fulminaron al caminante. Cuando se acercaron comprobaron que era la maestra de Ejea, que regresaba de sus vacaciones[67].

La Guardia Civil hizo un uso discrecional de la ley de fugas durante toda la década de los cuarenta para ejecutar a civiles como venganza por las acciones guerrilleras. No se buscaba encarcelarlos, sino eliminarlos. Cuando fracasaban los servicios de persecución y emboscada, o los asaltos a campamentos guerrilleros finalizaban sin éxito, la violencia se centró en los posibles colaboradores, lo cual hizo que la mayor parte de las víctimas de la ley de fugas no fuesen combatientes, sino civiles. Por ejemplo, el guardia Román García Gayol murió en noviembre de 1947 tras recibir un disparo de un guerrillero en Cinctorres (Castellón). A pesar de movilizarse a un gran número de fuerzas la búsqueda no obtuvo ningún resultado, y a modo de venganza la Guardia Civil detuvo y aplicó la ley de fugas a seis vecinos de Morella[68]. Este tipo de acciones con fines eliminacionistas fueron una constante en todas las provincias. Por ejemplo, el 13 de julio de 1947 murieron dos guardias del puesto de Trevélez (Granada), y ante el ataque sorpresa de los guerrilleros la Benemérita respondió con el asesinato de cinco personas sin juicio previo. El vecino Fermín González recordaba que «aquí, en Trevélez, cuando se mataron a unos guardias civiles, fusilaron a cinco personas y ninguna tenía nada que ver. Querían meter el terror»[69].

La aplicación de la ley de fugas entre 1936 y 1952 no solo se ha confirmado por su presencia directa o indirecta en las órdenes, o mediante el relato de familiares o amigos de las víctimas, sino que miembros del cuerpo como el guardia Hernández reconocieron que «se dio la orden de no hacer detenidos y de dar el alto a una persona y, si no contestaba disparar». Por su parte, el número Juan Antonio Rot confirmó la existencia de un grupo de compañeros que se dedicaba de forma específica a esta función: «Había un grupo de guardias civiles que se dedicaban a estas cosas […] pero a mí, si me lo dicen no lo hago, porque una cosa es si se escapa, pero si no... es otra cosa»[70]. Mientras tanto, el teniente coronel Eulogio Limia Pérez fue otro mando de la Benemérita que ordenó la aplicación discrecional de la ley de fugas para no hacer prisioneros en las provincias de Málaga y Granada. En este sentido, el guardia Agustín Góngora Montero fue sincero y afirmó en relación con un guerrillero asesinado en 1951 que «murió fusilado por nosotros», sin juicio previo[71].

Finalmente, hay que tener en cuenta que el mantenimiento de la orden de no hacer prisioneros a partir de la segunda mitad de los cuarenta no tuvo como objetivo acallar las críticas internacionales, tal y como han sostenido algunos autores, sino que fue seguida para tratar de terminar lo antes posible con la resistencia republicana[72]. De esta forma, las directrices con fines eliminacionistas llevaron a la tumba a casi 8000 personas entre 1939 y 1952, incluyendo a guerrilleros y civiles[73].

VII. DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA [Subir]

Entre 1936 y 1952 los guardias civiles, los soldados del Ejército, los voluntarios falangistas y los somatenistas se vieron en la obligación de seguir las órdenes que establecieron como doctrina no hacer prisioneros en el marco de la guerra irregular. De esta forma, la experiencia de combate de la tropa también demuestra la aplicación de estas disposiciones en el teatro de operaciones.

José Luis Martín Vigil fue encuadrado en una Bandera de Falange tras la ocupación rebelde de Oviedo y estuvo destinado a espacios de lucha antiguerrillera: «Tardé en saberlo, o, más bien, en convencerme de ello; pero la orden debía de ser el exterminio, pues no tengo el recuerdo de que nadie fuera expedido a una cárcel regular desde nuestra unidad». El joven asturiano participó en diferentes operativos en las que pudo refrendar la presencia de directrices sobre no hacer prisioneros. Por ejemplo, uno de sus mandos le ordenó que marchase junto a un sargento y otro soldado para entregar a dos republicanos en un cuartel de la Benemérita. No obstante, el reo más joven logró zafarse y se escapó descendiendo una ladera mientras el sargento y el otro soldado le disparaban sin alcanzarle. Entonces, Martín Vigil se quedó a solas con el otro detenido: «No tomé, y me arrepiento, la iniciativa de dejarle escapar; primero porque no me planteaba en absoluto que su vida corriera peligro de inmediato; segundo porque mi vanidad de imberbe no me permitía afrontar el fracaso de semejante fallo en el servicio». Entonces aparecieron el sargento y el soldado enfurecidos por la huida exitosa del guerrillero y decidieron vengarse matando al otro reo: «[El sargento] le descerrajó un tiro en la cabeza sin mediar una palabra»[74].

A los pocos meses el joven falangista tuvo que participar en la captura de dos mujeres acusadas de colaborar con las guerrillas. Antes de iniciar la búsqueda de las fugitivas el jefe de sección de Falange había ordenado a la tropa que «si las encontráis, no quiero verlas por aquí», ordenando de forma indirecta su asesinato. De esta forma, cuando la unidad las encontró y se dirigieron de nuevo al campamento el cabo que mandaba al grupo recordó la orden y procedió a cumplirla: «Hubo miradas, gestos expresivos, órdenes mudas. Ellas ni se enteraron de que daban el último paso de su vida. Así, por la espalda, a menos de tres metros, fueron cazadas con la mayor impunidad». Cuando regresaron a la base no hubo preguntas, ni investigación alguna: «Todo se dio por bueno, y a otra cosa»[75].

Martín Vigil también tuvo que participar en un asalto a una cueva en la que se refugiaban una decena de guerrilleros. Tras entablar conversación con ellos se les prometió que sería juzgados y que no deberían temer por sus vidas, por lo que ante la posibilidad de reinsertarse los hombres se entregaron. No obstante, tal y como llevaba ocurriendo de forma generalizada desde el verano de 1936, no se celebró juicio alguno ni tampoco se les concedió el perdón, sino que fueron fusilados. El joven falangista tuvo que formar parte del pelotón: «Yo estaba decidido a no matar así. […] Gritaron “¡fuego!” y yo disparé ostensiblemente alto, muy por encima de las cabezas que compañeros menos escrupulosos se encargarían de abatir. Cayeron casi todos, alguno quedó sentado, y las pistolas de los mandos tuvieron que echar humo en la feroz tarea»[76].

Hasta 1952 los guardias civiles debieron rendir cuentas ante sus mandos, además de una completa subordinación, por lo que dependiendo del perfil de estos oficiales y suboficiales la tropa se vio condicionada a tener que emplear una mayor o menor violencia, a la par que un diferente grado de cumplimiento en la orden de no hacer prisioneros. Por ejemplo, el entonces teniente Manuel Prieto López le escribió una carta a Camilo Alonso Vega, director del cuerpo, en la que criticó a otros compañeros de armas. Según este oficial había guardias que estaban matando a los vecinos con el único objetivo de hacerlos pasar por combatientes: «Consta que han matado a tantos y eso es mentira, esos no eran bandoleros, sino gente que estaban en un cortijo tranquilamente; y para sembrar el pánico, que no conduce prácticamente a nada, le han puesto una escopeta, le han metido cuatro tiros y lo han enterrado diciendo que se trataba de un bandolero»[77]. La guerra irregular se convirtió en un espacio de oportunidad para la tropa, ya que matar a guerrilleros solía premiarse con dinero en metálico o con cruces militares pensionadas, por lo que la orden de no hacer prisioneros y la total discrecionalidad e impunidad con la que pudieron actuar abonaron el terreno para la aparición de montajes y corruptelas.

Prieto López llegó a señalar directamente la identidad de algunos de estos compañeros: «Lo que se hizo en Granada y Málaga no tiene nombre […]. Hubo matanzas, gente inocente, y había verdaderos criminales. Al capitán Caballero yo le he oído decir, en un traslado de bandoleros, “mira qué nuca tienen para darles un tiro”. Aquí hubo una carnicería. Todos los días mataban, dos muertos, cuatro muertos, puñetas. ¿Qué es esto? Ese capitán se ponía malo si no mataba a alguien todos los días». Por otra parte, no dudó en señalar que se había negado a seguir órdenes con fines eliminacionistas:

Una vez me llaman y me dicen que ha habido un combate cerca de Almuñécar y que habían matado a quince soldados y que entonces tenía que cargarme a diez por lo menos. Pienso para mí, que barbaridad, ya veremos, y entonces voy al capitán general, que era el que me lo había dicho, y le cuento que en Castell de Ferro, cerca de Almuñécar, hay un muchacho que está vigilando porque viene un barco de Argelia con un batallón y pertrechos. «¿Pero es seguro?» «Claro que sí.» «Pues quiero que vaya usted.» «Muy bien, pero, ¿y los diez...?» «Bueno, ya lo encargaremos a otro.» Yo fui a esperar un barco que nunca llegó y me salvé de cometer una salvajada[78].

El resultado de la guerra sucia desplegada por la Benemérita también colige en la experiencia del teniente Florentino Miguel Abadía. El periodista Sergio Sánchez Lanaspa tuvo la ocasión de entrevistarlo y de esas conversaciones brotó un diario íntimo en el que se narraban las rutinas del guardia:

4 de julio (de 1949). Lafortunada.

Parecía un tipo duro, pero al final nos ha dicho todo lo que queríamos saber. Me lo he cogido con un par de guardias y me lo he llevado por el camino de Ceresa diciéndole: «Tenemos orden de fusilarte, así que acompáñanos». Mientras caminábamos, mis hombres preguntaban: «¿Aquí, mi teniente?», «No, no, un poco más adelante», les respondía yo. Mientras le repetía al cartero: «Reza el Señor Mío Jesucristo que te vamos a fusilar, cabrón». El hombre iba fuera de sí cuando nos hemos encontrado a su novia. En ese momento, él se ha sacado el reloj de bolsillo como ha podido y se lo ha dado a ella, que gemía desconsolada por lo que adivinaba. «Toma, te lo he prometido», le ha dicho dándole el reloj. Él sollozaba mientras la veía alejarse. «Venga, aquí mismo, que la tierra es blanda y no os tiraréis toda la tarde para hacer el agujero». Pero no ha hecho falta. Ha caído como una fruta madura. Parece que hay un grupo de enlace de cuatro hombres que aprovisiona al resto, a quienes jura y perjura no haber visto jamás. Dejan las notas en «la cruz». Coincide con lo que nos decía el del monasterio, así que mañana salimos a su encuentro[79].

A pesar de que el oficial confesó participar en los asesinatos quiso descargar la culpa hacía sus mandos, ya que señaló la presencia de directrices que no podía negarse a cumplir.

Por otra parte, son escasos los testimonios de los soldados marroquíes destinados a la lucha antiguerrillera de los cuarenta. No obstante, encontramos algunas experiencias que confirman su participación en labores represivas. Por ejemplo, el soldado Al Sebtaoui estuvo destacado en Asturias: «Fuimos a coger a los jefes de los rojos que estaban escondidos en las montañas, y bajaban de noche a cometer crímenes. Estábamos de guardia y reteníamos a sus familias para obligarlos a rendirse». Por su parte, el soldado Abdelkader ben Mohammed, que también estuvo combatiendo a las guerrillas asturianas, reconoció que no hicieron prisioneros: «Cogimos a uno llamado Barrasco y a su banda. Esa banda deambulaba por las montañas e iban a las casas de sus primos [otros españoles] y les robaban, bebían allí, se quedaban y los dejaban sin nada. No quedó uno solo [de la banda]. Los cogimos a todos y los matamos»[80].

VIII. CONCLUSIÓN[Subir]

El asesinato de Manuel Sesé en enero de 1948 no fue una excepción, sino el resultado de una forma de entender y afrontar la guerra irregular. El Ejército rebelde y a posteriori la dictadura franquista establecieron como doctrina antiguerrillera el asesinato de la mayor cantidad posible de supuestos partisanos y enlaces. El hallazgo de diversas órdenes y comunicaciones entre agencias del régimen confirma que la orden de no hacer prisioneros estuvo presente durante los quince años de guerra irregular que se experimentaron en España entre 1936 y 1952. Además, esta documentación inédita prueba que la orden de fusilar a los detenidos emanó directamente de Franco, pues fue él quien autorizó aplicarla a los gobernadores militares y civiles, así como a los jefes del Ejército y de la Guardia Civil.

Por otra parte, resulta evidente que en los quince años de conflicto no todos los guerrilleros ni los colaboradores fueron asesinados en el teatro de operaciones, y deben contarse por millares los que pasaron ante un tribunal militar que los sentenció a muerte o a prisión. No obstante, es irrefutable la existencia y el cumplimiento de directrices que son constitutivas de crímenes de guerra y lesa humanidad por parte del Ejército sublevado y del franquismo, como la toma y ejecución de rehenes y el asesinato de prisioneros de guerra.

Estas órdenes y su traslación a la realidad vienen a agrandar todavía más las diferencias en las características de la violencia empleada por los golpistas y por los republicanos. Para argumentarlo me valdré de una obra influenciada por las narrativas de la dictadura y que representa uno de los mejores ejemplos de historiografía equidistante y neofranquista. El investigador Fernando Martínez de Baños afirmó en Maquis y guerrilleros. Del Pirineo al Maestrazgo que «los dos enemigos [guerrilleros y guardias civiles] se odiaban y cada uno siguió actuando como en la Guerra Civil: acabar con el otro»[81]. No obstante, esto no se ajusta en ningún caso a la realidad del momento. Las agrupaciones guerrilleras apostaron por los pactos de no agresión con los guardias civiles y con los soldados, tratando de centrar toda la violencia en los falangistas y en los delatores, pero en ningún caso en las fuerzas del orden[82]. Por tanto, ¿podemos afirmar que los partisanos y los guardias se odiaban? Algunos se odiarían y otros no, pero resulta imposible de sostener que la guerrilla republicana y el Estado franquista actuaron con el objetivo de acabar con el otro de forma equiparable. La Benemérita y el Ejército recibieron durante quince años órdenes de no hacer prisioneros, de aplicar de forma masiva la ley de fugas y de torturar a los guerrilleros, a sus familiares y a la población en general. Directrices de guerra sucia con fines eliminacionistas que jamás estuvieron presentes en el seno de las agrupaciones y partidas guerrilleras.

Por otra parte, evidenciamos una clara distinción en el tratamiento empleado por el Ejército rebelde sobre los distintos tipos de combatientes republicanos. Los golpistas generaron una serie de directrices, como la Orden General de Clasificación, fechada el 11 de marzo de 1937, a través de las cuales regularon el tratamiento de los soldados del Ejército Popular que se iban entregando o estaban siendo capturados[83]. En buena medida, el nuevo Estado trató de aprovecharse de estos soldados para utilizarlos como mano de obra o como nuevos reclutas. Es decir, que hubo una intención y una normativa encaminada a encarcelarlos, depurarlos y/o aprovecharse de su fuerza de trabajo, razón por la cual no se ha podido acreditar la existencia de órdenes sobre no hacer prisioneros entre los soldados del Ejército Popular de la República. Un escenario que no se replicó para los combatientes irregulares, tanto guerrilleros como sus potenciales o reales colaboradores, sobre los que el Nuevo Estado sí generó directrices durante quince años para asesinarlos en el mismo teatro de operaciones, sin juicio previo. Una praxis habitual en cualquier espacio de guerra asimétrica, tal y como ha quedado reflejado en el presente artículo.

Finalmente, hemos visto que la guerra irregular radicalizó a los contendientes en relación con el tratamiento de los detenidos, una realidad extensible por igual a todos los escenarios europeos de 1936 a 1952. De esta forma, a los representantes del nuevo orden no les importó matar a paisanos si con ello lograban que hubiera menos colaboradores potenciales o reales para las guerrillas. En este sentido, un soldado alemán dijo que se debía ejercer toda la violencia posible «sin que hubiese de importarnos que pudiera tratarse de mujeres y aun de niños», ya que estaban viviendo un contexto de hostigamiento continuo por parte de las partidas y era «lógico y correcto» no hacer prisioneros, ni entre los guerrilleros ni entre los paisanos[84]. Es decir, que insurgentes y civiles que compartían el espacio físico equivalían a un todo indistinguible para la oficialidad y la tropa, existiendo varias razones para no hacer detenidos. En primer lugar, el desprecio absoluto que los oficiales de carrera sentían hacia esta tipología de guerra, lo que los llevó a no otorgar la consideración de combatientes a los guerrilleros. En segundo término, el pragmatismo, porque eliminando al partisano y a su potencial colaborador se evitaba su participación en próximos actos de insurgencia, además de poner fin a un elemento contrario al nuevo orden, ya fuese en España, en el Frente Oriental o en Croacia. Y, en tercer lugar, el deseo de disuadir a la población de resistir al establecimiento de los nuevos poderes mediante un terror ejemplarizante y paralizante. Por ejemplo, en septiembre de 1941 la resistencia armada soviética comenzó a descontrolarse en el Frente Oriental, momento en el que se interceptaron documentos soviéticos que comentaban la existencia de una relajación en las medidas antiguerrilleras desplegadas por los ocupantes. Entonces, el Ejército alemán empezó a emitir nuevas directrices exigiendo la adopción de medidas más contundentes capaces de garantizar la pacificación del territorio mediante el terror[85]. Tal y como hemos podido comprobar, este cálculo racional de la violencia no solo estuvo presente en la guerra germano-soviética, sino también en la larga Guerra Civil española.

NOTAS[Subir]

[1]

La realización de este artículo se enmarca en el proyecto de I+D+i del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades «Posguerras civiles: violencia y (re)construcción nacional en España y Europa, 1939-‍1949» (PGC2018-097724-BI00).

[2]

Centro Documental de la Memoria Histórica, en adelante CDMH. Fondo Gijón, caja 7.

[3]

Este modus operandi fue seguido desde el inicio de la sublevación en toda la retaguardia golpista. Véase Iglesias (‍2016): 116-‍118.

[4]

Su nombre aparece en una lista de colaboradores. Véase Archivo Histórico del Partido Comunista de España, en adelante AHPCE. Equipo de Pasos, informe de camaradas, jack 594.

[5]

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[6]

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[7]

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[8]

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[80]

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[81]

Martínez (‍2003): 14.

[82]

La propaganda guerrillera, así como los testimonios de los guardias y de los guerrilleros constatan ese desequilibrio entre ambas violencias. Sobre el uso de la propaganda para establecer pactos de no agresión con la Benemérita véase Recio (‍2016).

[83]

Rodrigo (‍2005): 36-‍37.

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Archivos[Subir]

Archivo General de la Administración.

Archivo General Militar de Ávila.

Archivo Histórico del Partido Comunista de España.

Archivo Histórico Provincial de Huesca.

Archivo Histórico Provincial de Sevilla.

Archivo del Juzgado Togado Militar Territorial n.º 32 de Zaragoza.

Centro Documental de la Memoria Histórica.

Servicio de Estudios Históricos de la Guardia Civil.

Diarios[Subir]

La Prensa.

Renovación.