SUMARIO
  1. NOTAS

Javier Fernández Sebastián es nuestro historiador de los conceptos. No es el único, pero sí el más importante. Hace más de veinte años que está embarcado en una gran tarea de investigación sobre los conceptos políticos más relevantes en España y en Iberoamérica en los siglos xix y xx, aplicando la metodología que hiciera famosa Reinhart Koselleck. Fundador, animador e investigador principal de la red Iberconceptos, a él debemos la incorporación de los países de habla española y portuguesa a la historización de sus referentes lingüísticos más sobresalientes en la época contemporánea, que el autor gusta siempre de llamar «la modernidad».

Aunque el conjunto de obras de referencia dirigido por este historiador lleva ya publicados trece volúmenes, si sumamos las dedicadas solo a España y las consagradas al mundo iberoamericano[1], Javier Fernández Sebastián ha querido ofrecernos ahora una obra que es a la vez introducción, compendio, explicación y referente obligado del gran esfuerzo llevado a cabo hasta ahora.

Toda la vocación, el interés y hasta, podríamos decir, el amor por la historia del autor, están presentes en esta obra, que deberíamos calificar de magna, por cuanto contiene una reflexión acabada y certera, a la vez sobre el oficio de historiador y sobre su objeto de estudio: la revolución conceptual en el mundo ibérico en el periodo de las independencias coloniales y el tránsito del Antiguo Régimen a las sociedades liberales. «Lo que en último término me ha movido a redactar este libro —dice el profesor Fernández Sebastián—, ha sido la voluntad de acercar estos dos polos del historiador: teoría y práctica», y confiesa que una de sus secretas aspiraciones sería lograr que se animen a leerlo los historiadores que nunca se ocupan de la teoría de la historia.

Con independencia de las divisiones en capítulos que ha establecido el autor en el volumen, y de las que da cuenta en su introducción, hay varias líneas de reflexión que atraviesan toda la obra. La primera es la preocupación por el presentismo que invade con frecuencia los trabajos historiográficos, «la obsesión de travestir obscenamente a los muertos con nuestros conceptos, prejuicios y valores». La denuncia de esta aceptación habitual del anacronismo aparece una y otra vez en las páginas de La historia conceptual en el Atlántico ibérico, y el autor parece creer que encontraría remedio, o al menos una corrección paliativa, si adoptáramos la óptica de la historia conceptual, si prestáramos más atención no a las ideas en abstracto, sino a los usos de la ideas y de los lenguajes por parte de los agentes y a las modalidades de producción, circulación y consumo de textos. En esto debe consistir la profesión del historiador, en enfrentarse «con la alteridad de los mundos desvanecidos de nuestros antecesores», y no a servir las «obsesiones identitarias o las exigencias de reafirmación ideológica» de quienes no quieren escuchar sino usar la historia como un arma de combate.

Hay tanto empeño en la posibilidad de descifrar el pasado con estas herramientas metodológicas que a veces parece vislumbrarse la ilusión de que es posible un conocimiento riguroso, sólido, objetivo incluso, del pasado. Que si liberamos a los conceptos «de la cárcel de su definición», como decía Odo Marquand, podremos «descontaminar» a los habitantes del pasado de nuestras propias pautas interpretativas y obtener alguna verdad. Pero la ilusión no es duradera. Cincuenta páginas más adelante, el autor reconoce, citando a Thomas Nagel, que «los humanos siempre están situados», y que carece de sentido pensar que podemos mirar «desde ninguna parte». No lograremos establecer la verdad de los hechos, porque el historiador «es y está en la historia», concluye resignado Fernández Sebastián.

La segunda preocupación presente en este volumen es la relación de los hombres y las épocas con el tiempo, con el devenir, con la historia misma. El periodo elegido, la época de las revoluciones atlánticas, un periodo de grandes transformaciones, hace casi insoslayable la cuestión. No es solo la Ilustración tardía, como dice Fernández Sebastián, sino casi todo el siglo xviii el que tiene conciencia de una relación nueva con el pasado, al que se quiere dejar atrás para abrir la puerta a un tiempo nuevo. D’Alembert decía ya en 1758 que observando todas las transformaciones que se estaban produciendo «no será difícil que nos demos cuenta que ha tenido lugar un cambio notable en todas nuestras ideas, cambio que, debido a su rapidez, promete todavía otro mayor en el futuro»[2]. Es cierto que tampoco esa sensación de vivir en un tiempo excepcional, pórtico de un mundo nuevo, era la primera vez que se producía. Pensemos en la revolución científica del siglo xvii y los versos de Pope: «Que Newton sea, y la luz se hizo», o en el uso reiterado del vocablo rinascita por los autores de la época para entender lo que luego se llamará el Renacimiento.

Sin embargo, desde nuestra mirada de siglo xxi —«los humanos siempre estamos situados»—, es indudable que la época de las revoluciones atlánticas, de ese ir y venir del gran cambio entre América y Europa, la relación de los protagonistas con el tiempo, con el pasado, con el futuro y con la historia, cambia definitivamente. «La historia como disciplina es hija del nuevo modelo de temporalidad o experiencia moderna del tiempo surgida de las revoluciones políticas de finales del siglo xviii y comienzos del xix», dice Fernández Sebastián, para concluir que al final del proceso «la historia no era ya tanto un objeto de estudio externo al hombre, sino su sustancia más íntima, la manera humana de ser y estar en el mundo». La idea de la perfectibilidad de la raza humana y, sobre todo, la de progreso, emanadas ambas de la filosofía ilustrada pero plenamente desarrolladas ya en el siglo xix, contribuyen de manera definitiva a esa nueva conciencia histórica, a esa nueva relación del hombre con la Historia, escrita ya con mayúsculas porque parece trascender a la voluntad de sus protagonistas. Las divisiones de la historia en etapas o en estadios como decía Ferguson, los logros de la civilización que tanto entusiasmaban a los filósofos, las facilidades para «ilustrarse» de las que hablaba Kant, culminan en los acontecimientos revolucionarios, americanos primero, franceses después, iberoamericanos más tarde, para demostrar aun a los más escépticos que las grandes transformaciones eran ya inevitables.

Una de las consecuencias, como se documenta sobradamente en la obra que comentamos, fue precisamente el cambio en el lenguaje, «la voluntad semántica de cambio conceptual de los revolucionarios», dice el autor. Una voluntad de cambio que se refleja en la aparición de los «ismos» que todavía nos ocupan hoy: liberalismo, progresismo, conservadurismo, republicanismo, socialismo…

Paradójicamente, en uno de los rasgos más interesantes de la reflexión que la obra nos ofrece, el vocablo más utilizado en la época es sin embargo el de tradición. Cada nueva idea, cada movimiento, facción o partido necesita legitimarse apelando a una tradición que le avale, que le coloque en exacta y adecuada correspondencia con el orden del mundo, con el orden del tiempo. Es lo que Fernández Sebastián llama «tradiciones electivas», fabricadas por los constructores de ideologías, un legado histórico imaginado y elaborado por el propio legatario, que no duda en retrotraerse al pasado hasta encontrar —crear— la tradición que sirva de necesario punto de enlace con el futuro. La revolución conceptual y el afán de innovación no impiden querer evitar ese salto en el vacío, del que nos habla Arendt en On revolution.

La segunda parte de la obra recoge la práctica histórica derivada de la aplicación metodológica de la historia de los conceptos. A través de la red Iberconceptos se han ido difundiendo investigaciones y resultados de más de un centenar de investigadores de universidades españolas, portuguesas e iberoamericanas centradas en el lenguaje político del periodo de las revoluciones liberales y de independencia.

En este marco histórico-temporal, en esta sattelzeit o «tiempo de cambio conceptual acelerado», por utilizar el concepto koselleckiano, se analizan las transformaciones ya reseñadas en las reflexiones generales de la primera parte, mostrando como «el vocabulario de la política desbordó los círculos cortesanos y se hizo objeto de un uso masivo acompañado de un proceso insólito de cuestionamiento e inestabilidad», lo que llevó a una revolución conceptual, que no por desarrollarse a lo largo de varias décadas resulta menos transformadora que la revolución política. Esta percepción de «lengua trastornada» incluye grandes redes discursivas que fueron desarticuladas para dar paso a reconfiguraciones alternativas que se servían a menudo del mismo vocabulario.

Los capítulos dedicados a las metáforas políticas y a los mitos creados en la época resultan especialmente sugestivos, como la mitificación, también en América, del rey cautivo y su sustitución, pocos años después, por una no menos mitificada república «de origen divino», como la denomina el profesor Fernández Sebastián. Este tránsito, que el autor, con mucha razón, califica de «asombroso», y que se apoya en unos versículos del libro de Samuel, en los que se critica a los reyes, permite un análisis de triple filiación: con las fructíferas influencias escolásticas procedentes de España, con una tradición republicana europea que se legitima a través de la Biblia, y con la más evidente influencia norteamericana. Este es solo un ejemplo de esas auténticas redes conceptuales que se tejen y se destejen en las últimas páginas de una obra que, aun sin poder abarcarlo todo, dibuja, en su segunda parte, el rico y todavía no agotado, panorama histórico-lingüístico del mundo ibérico.

La obra se cierra con una reflexión sobre el futuro, el futuro de la historia y el futuro mismo de la humanidad, o mejor de la conciencia histórica adquirida por la humanidad en la época de la modernidad revolucionaria de la que hemos sido herederos casi hasta nuestros días. Una reflexión que encierra cierta nostalgia y un alto grado de incertidumbre. Nostalgia por esa concepción histórica que hemos logrado desvelar e ir haciendo nuestra y que, en opinión del autor, está en peligro de extinción. Incertidumbre porque hoy la corriente a la que nos arrastra el siglo xxi no nos sumerge ya en las aguas bravas de la política moderna, sino en otras tecno digitales y biotecnológicas cuyas consecuencias sociales no somos capaces de imaginar, y que nos lleva a avanzar «con las luces apagadas» —dice el autor citando a Alexandro Barico— por esa porosa barrera entre realidad y ficción, falsas verdades y extremas ideologías.

Frente a esta nota un tanto sombría del final de la obra, podríamos concluir que, como historiadores, ya sabemos que el futuro nunca está escrito, ni siquiera con los trazos del presente, y que ya hemos conocido falsas verdades, historias ficcionadas y narrativas al servicio de los más fuertes, y que antes o después se fueron desvelando, interpretando y fijando en la posibilidad de verdad que cada generación puede proporcionar. Y esta obra que comentamos es un buen ejemplo de la impecable tarea de un profesional de la Historia por esclarecer un tiempo y un lugar.

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[1]

Javier Fernández Sebastián, Juan Francisco Fuentes, dirs., Diccionario político y social del siglo xix español, Madrid, Alianza Editorial, 2002. Íd., Diccionario político y social del siglo xx español, Alianza Editorial, 2008. Javier Fernández Sebastián (dir.), Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-‍1850, Madrid, CEPC, 2009, t. I. Íd., Diccionario político y social del mundo iberoamericano. Conceptos políticos fundamentales, 1770-‍1870, t. II, Madrid, CEPC-Universidad del País Vasco, 2014, 10 vols. El conjunto formado por los 4 tomos (13 volúmenes) de los diccionarios españoles e iberoamericanos alcanza las 5851 páginas, según se indica en la p. 58 de la obra aquí reseñada.

[2]

Mélanges de Littérature, d’Histoire et de Philosophie.