Años atrás, la investigación sobre elecciones se había centrado exclusivamente en los propios procesos electorales, presentando y procesando sus datos, y en los estudios sobre el derecho electoral, a menudo excesivamente descriptivos. En las últimas décadas hemos asistido a una renovación historiográfica a la hora de abordar esta temática, patente en la historiografía española desde los años 1990 y 2000. Esta renovación se vio muy bien plasmada en el libro de Sierra, Peña y Zurita Elegidos y elegibles del año 2010, por el abanico de opciones de análisis que abría para la época de consolidación del liberalismo español, por su vocación de síntesis y por su capacidad para mostrar un modelo metodológico que potencialmente podría aplicarse a otros períodos de la Edad Contemporánea. Dicha renovación abría nuevas posibilidades para los interesados en estas temáticas, ya que se analizaba la naturaleza del poder, la visión que las elites políticas tenían de ese poder, la evolución del concepto de ciudadanía y de los sistemas de representación. Todo ello a partir de un fenómeno contemporáneo como la práctica electoral y desde estrategias teóricas y metodológicas completamente renovadoras como el análisis de las culturas políticas, en este caso concreto desde los grupos políticos del primer liberalismo y del liberalismo posrevolucionario español. Este enfoque desde la historia cultural de la política, basado en discursos, símbolos e imaginarios políticos y sociales para diseñar sistemas políticos representativos, era compatible y compaginado con la historia transnacional. Se trataba de analizar la circulación de ideas, leyes y modelos culturales sobre la representación política, en un proceso de retroalimentación abierta y múltiple especialmente abordada a escala europea y trasatlántica.

El libro reseñado es una muestra más de la vigencia de esta renovación historiográfica. De hecho, desde un punto de vista epistemológico y metodológico aborda el tema desde la historia cultural de la política y desde la historia trasnacional, como la propia autora señala en las primeras páginas de su estudio. Marta Fernández, siguiendo la senda del modelo planteado en Elegidos y elegibles, presenta su contribución al tema ofreciéndonos un estudio monográfico sobre Perú y Ecuador durante la década de 1860. Para comenzar, el libro ya tiene interés por analizar temas relevantes para la construcción del Estado liberal en dos países que posiblemente sean de los más desconocidos a nivel historiográfico de América Latina y desarrollar comparaciones entre los dos países andinos y otros del entorno latinoamericano. Pero el lugar común de «llenar un vacío historiográfico» no justifica per se la relevancia de una contribución ni habla de su calidad. Su utilidad y su calidad indudable se apoyan en una investigación rigurosa, una gran diversidad de fuentes, la puesta en liza de un marco teórico y metodológico potente y una estructura equilibrada, aunque no siempre fluya de manera armoniosa. La primera parte aborda la base estructural y contextual de la investigación. La autora analiza, acertadamente, las particularidades territoriales de ambos países, así como sus conexiones con contextos socioeconómicos heterogéneos, incluido el factor indígena. En Perú y en Ecuador la población indígena era la que tenía un mayor peso demográfico en esta época, frente a las minoritarias elites criollas blancas. Estas cuestiones resultaron decisivas, incluyendo elementos originales en el intento de gestionar ese peso de la población indígena.

La segunda parte es el núcleo del libro, al estar enfocada hacia el análisis de la construcción cultural de la ciudadanía en sentido amplio, y presta atención a cuestiones como libertad, igualdad, soberanía (nacional y popular), el concepto de representación política liberal y, especialmente, los criterios de inclusión y exclusión para electores y elegibles. Ecuador y Perú implantaron sistemas de voto diferentes: elección indirecta con varios grados en Perú y elección directa y secreta en Ecuador. Sin embargo, en el caso de Perú el diseño de la ciudadanía se planteó en primer término desde los condicionamientos propios del sistema censitario (propiedad y renta), donde la ciudadanía se vinculaba a la responsabilidad, y esta a la independencia. Una independencia económica que era deseable como sustento del buen funcionamiento del Estado liberal y de la buena gobernanza. En el caso de Ecuador se instrumentalizó el criterio de la alfabetización, como cortapisa para la participación política de la gran mayoría de la población. Al igual que en el liberalismo europeo, se planteaba en los dos países una representación política elitista y un Gobierno en manos de «los mejores, en términos de capacidad, independencia, riqueza, virtuosismo, laboriosidad, patriotismo […]» (p. 388). Además, estos países presentan como particularidad propia en sus normativas electorales una fuerte impronta territorial y la cuestión étnica en su idea de ciudadanía, temas que también están presentes en otros países de América Latina. La cuestión étnica pesó de forma particular en Ecuador: la autora relaciona acertadamente el requisito de la alfabetización para formar parte del censo electoral con la exclusión de la población indígena. Por otra parte, la vinculación del sujeto político al territorio, a la vecindad y a una comunidad tangible tuvo un papel importante en Perú, en Ecuador (en menor medida) y en otros países de América Latina como México o Brasil. Como la autora indica, el debate entre el mandato delegativo (representante al servicio de la nación) y el imperativo (representante al servicio de los intereses del territorio que le ha votado) se decanta hacia la segunda opción. Esto reafirmaba la impronta territorial de estos sistemas electorales y de gobernanza, en países con acentuadas disimetrías y rivalidades regionales y territoriales, lo que dificultaba la construcción cultural y discursiva de una idea nacional homogénea. Otro aspecto que destaca el estudio es el amplio debate político generado en torno a la ciudadanía en Perú, por ejemplo, sobre el tema del voto indígena; por el contrario, este debate era prácticamente inexistente en el parlamentarismo ecuatoriano. Quizá uno de los aspectos más diferentes respecto a Europa fue el peso de la religión católica en el diseño de los sistemas electorales, cuestión que adquiere especial relevancia en América Latina en general y en países como Ecuador en particular.

El equilibro del libro se resiente en la tercera parte. El capítulo 10, que aborda cuestiones de geopolítica en la región y el concepto de panamericanismo, supone un corte transversal en el hilo conductor del estudio. De hecho, la autora no hace referencia alguna a lo tratado en el décimo capítulo en sus conclusiones. El hilo conductor se recupera con solvencia en el capítulo 11. Esta es la parte referente a las influencias externas y a la circulación de modelos, leyes y lo que la autora denomina «transferencias culturales e ideológicas». Aquí se produce un interesante viraje metodológico, compatible con el análisis general desde la historia cultural de la política. A través del enfoque prosopográfico, Marta Fernández se acerca a los actores históricos y a su experiencia personal en clave de intereses y motivaciones, como un factor esencial en su papel de intermediarios a la hora de trasladar nuevas ideas y nuevos conceptos procedentes de una esfera pública internacional y de una sociedad civil transnacional atlántica. Las elites políticas de Perú y de Ecuador formaban parte de esta esfera pública internacional. Para estas elites acudir a las ideas y modelos del exterior les reafirmaba en su idea de pertenencia a la civilización occidental y en que sus países estaban listos para la modernidad, gracias a su tutela. Algunos de estos actores viajaron al exterior para observar y aprender de los modelos, ideas y marcos legislativos que se estaban configurando o llevaban cierto tiempo puestos en práctica en Europa y en los Estados Unidos, así como otros extranjeros viajaron a Perú y Ecuador para observar sus instituciones políticas. Desde finales del siglo xviii y, especialmente, desde las Cortes de Cádiz, cuya influencia está presente por ejemplo en el sistema de voto indirecto en varios grados de Perú, se inició un proceso de circulación de ideas y modelos legislativos que sirvió de referente para el arranque de las repúblicas de América Latina tras la independencia y, posteriormente, en los procesos de consolidación de los Estados liberales. Este factor es muy relevante para el conjunto del libro, ya que —como la propia autora apunta— en los Parlamentos de América Latina se ofrecían ejemplos, noticias o un panorama general de lo que ocurría en determinados países europeos y en los Estados Unidos a la hora de plantear iniciativas legislativas propias o para defender determinadas posiciones o intereses.

Uno de los aspectos mejorables es que se echa en falta un análisis más detallado que partiese desde la esfera de la ciudadanía como construcción teórica hasta los casos concretos de práctica electoral. Por ejemplo, respecto a las formas de fraude y corrupción electoral que el sistema permitía y que las sociedades tolerasen. En general, los nuevos estudios culturales sobre la representación política abordan con solvencia el discurso político, pero escasamente logran imbricarlos con el análisis del ejercicio práctico de la ciudadanía. El notable análisis que despliega el libro de Marta Fernández a nivel discursivo y teórico no se beneficia, sin embargo, de ponerlo a prueba a través de casos prácticos, como podría ser el análisis de algunas elecciones concretas en Perú y Ecuador.

Para finalizar, este libro presenta una contribución coherente y útil sobre los sistemas de representación política en América Latina, que logra adherirse con éxito a una tradición historiográfica vigente y en pleno desarrollo desde los estudios de cultura política. La autora logra situar su texto en la línea que ya iniciaran Marta Bonaudo, Hilda Sábato, Antonio Annino o Eduardo Posada Carbó, entre otros, en sus estudios sobre ciudadanía en América Latina.