RESUMEN

Es sabido que hay consenso científico sobre la existencia de problemas ecológicos que, de no ser abordados, pueden comprometer el futuro de las sociedades actuales. Para resolverlos, se requiere cambiar sustancialmente las relaciones entre naturaleza y sociedad. Esta necesidad ha sido remarcada por la denominada teoría política medioambiental. Sin embargo, las aportaciones de este campo no han cristalizado en las instituciones y las prácticas sociales. Este trabajo compara dos formas de acortar esta distancia entre teoría y acción medioambientales. Teniendo el Antropoceno como marco de análisis de las relaciones socionaturales, reivindica un papel activo de la teoría política en la provisión de conceptos y argumentos a otros actores en la esfera pública e institucional. Esta tesis se defiende de dos maneras. Primero, se argumenta que esto puede hacerse sin menoscabo de estándares lógicos y epistemológicos convencionales. Segundo, se muestran las deficiencias de otros actores propuestos para desempeñar esta tarea, centrándonos en los movimientos por la justicia medioambiental y los movimientos por la justicia climática.

Palabras clave: Teoría política medioambiental; acción; Antropoceno; naturaleza; sociedad; instituciones; prácticas; justicia medioambiental; justicia climática; cambio climático.

ABSTRACT

As it is known, there is scientific consensus on the existence of environmental issues which can potentially compromise the future of our societies. In order to resolve them, a substantial change in nature and society relations is required. The environmental political theory addressed this necessity. Nevertheless, its normative reflections did not influence institutions and social practices. This paper compares two proposed ways to engage environmental theory and practice. Taking the Anthropocene as its analysis framework, it claims an active role for political theory as a provider of concepts and arguments in the institutional and public spheres. I will defend this point in two ways. Firstly, I contend that political theory can engage with public debates while conserving its core logic and epistemologic standards. Secondly, I demonstrate others actors deficiencies, proposed to play that role. More concretely, I will provide a critical view of the environmental and climate justice movements.

Keywords: Environmental political theory; action; Anthropocene; nature; society; institutions; practices; environmental justice; climate justice; climate change.

Cómo citar este artículo / Citation: Lara de la Fuente, D. (2022). Teoría y práctica en la teoría política medioambiental. Revista de Estudios Políticos, 196, 13-‍37. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.196.01

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. TEORÍA Y PRÁCTICA EN EL ANTROPOCENO
  5. III. DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA
  6. IV. DE LA PRÁCTICA A LA TEORÍA
  7. V. CONCLUSIONES
  8. NOTAS
  9. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

A la pregunta por la naturaleza de la teoría política se han dado innumerables respuestas. Sin embargo, esta tesitura no impide adoptar una definición heurística: se trata de una disciplina caracterizada por el «compromiso de teorizar, criticar y diagnosticar las normas, prácticas y organización de la acción política en el pasado y en el presente» (‍Dryzek et al., 2008: 4). De aquí cabe inferir que este compromiso está orientado normativamente, esto es, desempeña estas funciones a partir de unos principios particulares.

Sin embargo, el cortocircuito entre los principios propugnados por los teóricos políticos y el mundo realmente existente es una constante histórica. Esta falla se hace más patente cuando se atiende al estado de la cuestión medioambiental. Aunque esta última suele asociarse al cambio climático, este último solo es uno de los desafíos socionaturales pendientes. Entre ellos, destacan la pérdida de biodiversidad, la contaminación del agua, el suelo y el aire o el agotamiento de las fuentes de energía no renovables.

Surgida con el objetivo de «desarrollar conocimientos sobre los desafíos medioambientales contemporáneos» empleando los instrumentos y técnicas de la teoría política (‍Gabrielson et al, 2016: 3), la teoría política que adjetivamos como medioambiental ha experimentado un espectacular desarrollo desde la última década del siglo pasado. Sin embargo, su labor no ha venido acompañada de un aumento significativo de las prácticas, los valores y las instituciones conscientes de y sensibles a los desafíos socionaturales.

La singularidad de esta disciplina reside en sus objetos de estudio. Tales son las relaciones entre sociedad y naturaleza, así como las implicaciones normativas de las ciencias que están en la vanguardia del estudio del sistema terrestre (‍Arias Maldonado y Trachtenberg, 2019). Por una parte, llevar a un primer plano las relaciones socionaturales desde la teoría política implica un cambio respecto al canon (‍Gabrielson et al., 2016: 4). Por otra, conlleva interpretar estas relaciones como un producto de determinados presupuestos y valores. Presupuestos que, a su vez, parten en buena medida de aquellos que se tengan sobre las relaciones entre los miembros de las sociedades humanas. En segundo lugar, el marco de reflexión de la teoría política medioambiental parte de las evidencias aportadas por las ciencias del sistema terrestre, si bien atiende y problematiza las premisas normativas implícitas en ciertos análisis y presentaciones de resultados. La yuxtaposición entre elementos descriptivos y prescriptivos que se da en las ciencias del sistema terrestre se produce por la entrada en escena de un concepto fundamental para entender el estado actual de las relaciones entre naturaleza y sociedad: el Antropoceno.

Tras su eclosión a comienzos del presente siglo (‍Crutzen y Stoermer, 2000), este concepto designa una nueva época geológica, caracterizada por el profundo impacto de la humanidad en los procesos naturales del planeta Tierra. Esta época pone fin a las condiciones ecológicas estables en las que se han desarrollado hasta ahora las sociedades humanas. Aunque se trata de una hipótesis pendiente de consenso estratigráfico, su impacto y prominencia es innegable. A la dimensión geológica del concepto se suma una que, yendo más allá del corsé estratigráfico, concibe el planeta Tierra como un sistema complejo y potencialmente inestable como efecto del acoplamiento de los sistemas humano y biofísico. Este acoplamiento traería causa de dos fenómenos: la denominada «Gran Aceleración», que marca un salto cualitativo en el impacto humano en el medio natural desde el final de la segunda guerra mundial hasta hoy (véase ‍Steffen et al., 2015a); y la superación de cuatro «fronteras planetarias»: el uso del suelo, el cambio climático, los ciclos del fósforo y el nitrógeno, así como la diversidad genética (véase ‍Steffen et al., 2015b). Las implicaciones del Antropoceno van así más allá del campo científico, en tanto remite a problemas y dilemas relativos a la acción humana y sus principios. De ahí que se haya mencionado la densidad (‍Arias Maldonado y Trachtenberg, 2019: 3) de este concepto, que aúna los planos descriptivo —el estado actual de cosas— y prescriptivo —cómo actuar en consecuencia—.

Para el cometido del presente artículo, el término Antropoceno ofrece una panorámica más completa que sus competidores por definir el nuevo contexto planetario y las fuentes de su génesis. Sin entrar a analizar la plausibilidad de sus hipótesis, estas alternativas examinan aspectos más específicos, y por ende parciales, de este contexto: de ahí que posean menor autosuficiencia conceptual. Tal es el caso del Chtuluceno (‍Haraway, 2016) —circunscrito al análisis normativo de las relaciones entre la humanidad y los demás seres vivos en la nueva era—, como del Capitaloceno (‍Malm, 2016) —que no trasciende la perspectiva socioeconómica a la hora de interpretar esta hidridación socionatural—.

Partiendo de este contexto, el presente artículo aborda la difícil relación entre la teoría política medioambiental y su fin práctico. Para ello, en primer lugar se contextualiza este asunto en el marco general de la teoría política y a la luz de las problemáticas medioambientales. En segundo lugar, se analizarán críticamente las dos principales propuestas para conectar la teoría con la acción medioambiental: la que coloca a la teoría como fuente primigenia de conceptos y argumentos que con posterioridad serán empleados por distintos actores políticos en la toma de decisión y la que, por el contrario, sitúa a la teoría como producto de la acción. Dentro de esta esfera de la acción, se someterán a crítica los límites del activismo por la justicia medioambiental y climática, tal como vienen marcados por el advenimiento del Antropoceno. Como conclusión, se defenderá una primacía moderada de la teoría, cuyos presupuestos serán no obstante matizados.

II. TEORÍA Y PRÁCTICA EN EL ANTROPOCENO[Subir]

En su obra The Politics of the Anthropocene, John Dryzek y Jonathan Pickering enfatizan la labor crucial de lo que denominan «agentes formativos» para catalizar un cambio reflexivo a la hora de afrontar los retos socioecológicos que trae consigo el Antropoceno. Cambio que concierne tanto a las instituciones como a las prácticas sociales. Como ellos mismos indican, estos agentes formativos poseen las facultades de configurar y establecer marcos cognitivos de significado que guían la posterior toma de decisiones. En particular, Dryzek y Pickering destacan el potencial papel de la comunidad científica, los emprendedores normativos y discursivos, las autoridades políticas subnacionales y de los grupos sociales más afectados por las disrupciones planetarias y el mundo no humano (‍Dryzek y Pickering, 2019: 105)

¿Podrían caber en esta esfera formativa quienes ejercen la teoría política? En caso afirmativo, ¿qué rol cabría asignarles? El abordaje de esta pregunta remite a una cuestión de largo recorrido en la disciplina: la relación entre teoría y acción políticas. En otros términos, se trata de determinar qué cabe esperar de la formulación y justificación de valores normativos en términos prácticos.

Las respuestas son tan variadas como dispares. Tal disparidad se deja sentir incluso a la hora de calibrar el legado del mundo antiguo. Así lo atestigua la polémica, desarrollada a finales del pasado siglo, entre Jeremy Waldron (‍1996) y Martha Nussbaum (‍1996). Mientras el primero circunscribe las teorías políticas de Platón y Aristóteles dentro de los límites de la abstracción ética y la experimentación mental, la segunda defiende que este tipo de proceder está unido a la ambición práctica. Este vínculo con la práctica no solo quedaría reflejado de distintos modos en la obra de los dos teóricos más representativos de la Antigüedad, sino también en las distintas escuelas del periodo helenístico. Partiendo de la abstracción y el análisis conceptual, la teoría política según Nussbaum estaría desde su comienzo comprometida con la acción respecto a los hechos del mundo, lo que rompería con una falsa dicotomía: entre el análisis conceptual y la incidencia práctica.

Pero esta polémica solo es un episodio más de la preocupación recurrente por la vocación de la teoría política que, en el entorno norteamericano, se remonta al menos a finales de finales de los años sesenta. El pionero fue Sheldon Wolin (‍1969), quien reivindicó la formulación de teorías «épicas» en reacción al metodologismo reinante en la ciencia política de la época, representado por el enfoque behaviorista.

Un cuarto de siglo después, tras la caída del bloque soviético, Isaac (‍1995) da una nueva vuelta de tuerca, al reivindicar para la teoría política una mayor apertura a las experiencias políticas contemporáneas, tratando así de romper con la obsesión por cuestiones metateóricas o de segundo orden. Una década después y partiendo de John Stuart Mill, Stears (‍2005) señala que la teoría política, además de plantear principios normativos, ha de establecer las condiciones sociales de su implementación y estar dotada de un significado último. Este significado comporta un fin práctico, consistente en una intervención, directa o indirecta, en la esfera pública. Como afirma Stears, si puede concebirse el desenvolvimiento político en clave de obra teatral, el teórico tiene asignado —quiera asumirlo o no— un papel en su representación.

En la filosofía política de las dos últimas décadas, el análisis de las condiciones sociales de implementación de principios normativos ha sido enfatizado por la tradición postrawlsiana (‍James, 2005; ‍Sangiovanni, 2008). Este ejercicio ha dado lugar a la generación de teorías no ideales, esto es, a formulaciones normativas centradas en contextos sociales particulares que tratan de dilucidar de qué manera pueden alcanzarse las metas políticas una vez que se han definido a partir de la reflexión teórica (‍Rawls, 2000: 89). En este aspecto, el éthos o sistema de creencias y comportamientos imperantes en estos contextos juega un papel crucial. Esta profundización en la generación de teorías de la justica no ideales se hace eco de una crítica que usualmente se ha realizado a esta tradición, a saber, que no tiene en cuenta la relatividad histórica y cultural de los conceptos políticos y sus intuiciones morales matrices (‍véase Williams, 2005; ‍Gray, 2002). De ahí el surgimiento de lo que se han denominado teorías normativas «dependientes de la práctica», y que han demostrado su plasticidad al tratar no solo la justicia, sino también conceptos como la democracia o la solidaridad. A este respecto, sería interesante explorar las condiciones de encaje de un concepto como la sostenibilidad en esta tradición.

A la hora de tratar los problemas medioambientales, la prueba más evidente de la falta de sintonía entre los resultados de la reflexión normativa y la acción está en la rigidez institucional de Estados, organizaciones internacionales, grandes corporaciones empresariales y prácticas sociales (‍Dryzek y Pickering, 2019: 23). Los factores clave de esta rigidez serían dos: una persistente y generalizada indiferencia a la información que la ciencia ofrece del estado actual del sistema terrestre y su evolución (ibid.: 23), y la prioridad concedida a la fórmula del crecimiento económico convencional —cualitativamente distinto del desarrollo— como garantía de prosperidad, en detrimento de las preocupaciones ecológicas (ibid.: 30).

Esta asimetría existente entre la reflexión normativa y la acción es una muestra más de la insatisfacción práctica de la teoría política en general, que apuntaría a tres pesimismos (‍Ovejero, 2015, ‍2020). En primer lugar, respecto al poder de consecución de los ideales normativos, caracterizado por la constricción que las instituciones ejercen sobre el marco de las posibilidades políticas. Ejemplo de ello sería el diseño actual de las democracias representativas y el cortoplacismo del juego electoral, poco apropiados para la toma de decisiones de gran calado. En segundo lugar, en el plano del conocimiento, la praxis política carecería de un nivel óptimo de información para realizar los ideales, debido a la imprevisibilidad o los efectos potencialmente perversos de la acción colectiva. En tercer lugar, y respecto a la acción, el comportamiento y la reflexión política se guían por requerimientos distintos, que hacen que el primero no se atenga a los criterios abstractos de valoración y precisión de los que dispone la segunda.

Al reconocer a la humanidad como fuerza de cambio planetario (‍Castree, 2019: 25; ‍Arias Maldonado, 2015 y ‍2018; ‍Crutzen, 2006), el Antropoceno profundiza en estos pesimismos del siguiente modo: como nuevo contexto de inestabilidad planetaria conlleva la introducción de un tiempo diferente —el tiempo profundo—, ajeno al habitual en los asuntos humanos. La intelección de este tiempo, previa al abordaje de los retos que entraña la nueva época planetaria, es básica para cualquier toma de decisión política. También implica la aceptación de un alto grado de incertidumbre en la toma de decisiones. De ahí que autores como Dryzek y Pickering (‍2019: 90) propugnen una sostenibilidad socionatural dinámica, que parta del cese de las condiciones estables de la era holocénica. Por último, dificulta el ejercicio de la reflexión política, al introducir nuevas exigencias. Entre estas últimas, destaca el conocimiento de los conceptos de la emergente ciencia del sistema terrestre.

Tras resumir las principales respuestas al interrogante sobre las implicaciones prácticas de la teoría política, y asumiendo la necesidad de cambiar las relaciones socionaturales, cabe preguntarse: ¿impone el Antropoceno un modo de seleccionar las respuestas más adecuadas para conseguir este objetivo? ¿Habría que explorar otras nuevas? ¿En qué términos?

Como indica Arias Maldonado (‍2015, ‍2016, ‍2018), el concepto Antropoceno tiene varias dimensiones. En primer lugar, es un concepto geológico que, a falta de un consenso estratigráfico, indica el poder disruptor humano en el sistema terrestre. La ironía de esto es que, al mismo tiempo que el mundo parece estar más hecho a medida de la humanidad, aquel se muestra más disfuncional para ella. Prueba de ello es el riesgo de una desestabilización planetaria que comprometa el desenvolvimiento social. La penetración humana profunda en el medio implica una imbricación entre sociedad y naturaleza, denominada como gran hibridación (‍Arias Maldonado, 2015: 56). Este hecho, que ha dado lugar a debates sobre el fin de la naturaleza entendida como entidad carente de impronta humana, da lugar a la segunda dimensión del Antropoceno. Concebido este como un marco epistemológico, implica estudiar los sistemas sociales y naturales como una unidad. Lo cual comporta para la teoría política repensar no solo sus principales conceptos y argumentos normativos, sino también el procedimiento de formulación de estos. Por poner un ejemplo, para este marco resultaría estéril cualquier modo de derivar principios de justicia, o de pensar los términos de la libertad individual en una sociedad sostenible, sin tenerse en cuenta esta imbricación socionatural. Como consecuencia, cabe afirmar que es necesario hacer lo propio con el modo de proceder de la teoría política con vistas a su implicación práctica. La cuestión principal es determinar en qué términos.

Este asunto puede explorase de dos formas. Primero, atendiendo al propio rol de la teoría política en su contexto de justificación. En segundo lugar, hacerlo en relación a su contexto de descubrimiento, esto es, al mundo en que se pretende incidir.

El contexto de justificación viene dado por la emergencia de programas transdisciplinares de investigación sobre Antropoceno. Al respecto cabe plantear dos cuestiones básicas: ¿qué rol desempeña el teórico político en esos programas? ¿Y cómo ha de relacionarse con el conocimiento producido por otras disciplinas, en especial las ciencias naturales?

Respecto a la primera pregunta, John Meyer (‍2019) destaca que la teoría política cumple un papel fundamental, que ninguna otra disciplina puede desempeñar: la apertura del espacio conceptual, esto es, la problematización y exposición del contenido de los conceptos que usualmente se emplean, y cuyos significados suelen darse por sentado. Entre ellos destacan la justicia, la sostenibilidad, la libertad, la igualdad o la democracia. Y es que el propio concepto de Antropoceno posee una fuerte carga moral y política, indisociable de su carácter científico (‍Arias Maldonado, 2018). Desentrañar y aclarar esas implicaciones mediante la apertura conceptual sería el rol práctico más importante de la teoría política en este marco. En cuanto a la segunda, Arias Maldonado (‍2020) se inspira en Hannah Arendt para establecer los límites de la reflexión normativa, que habrá de respetar la «verdad factual», presentada los resultados de las ciencias del sistema terrestre. Esta verdad factual establece las posibilidades de una verdad política marcada por la contingencia. Ello no implica, sin embargo, la existencia de una frontera nítida entre lo que está dentro y fuera de los límites entre una y otra. La incertidumbre también está aquí presente, y los criterios de demarcación no son exclusivamente técnicos.

La relación de la teoría política con su contexto de descubrimiento es el asunto del que se ocupa este artículo. Dicha relación se explorará teniendo en cuenta tanto la toma institucional de decisiones como las prácticas sociales, constitutivas estas últimas de lo que Arias Maldonado denomina «subjetividades planetarias» (‍2018: 201). Teniéndose esto en cuenta, se analizarán dos formas de concebir la relación entre teoría y práctica política, señaladas por Meyer (‍2008), enmarcadas en las relaciones entre democracia e ideas medioambientales. Primero, la que concibe la teoría como «provisión de visiones e ideas a activistas y políticos, reforzando su propósito y clarificando los obstáculos existentes en su camino» (‍2008: 786). Y segundo, la que apunta a la teoría como resultado subsidiario de la acción colectiva o de las actuales relaciones socioeconómicas.

Tras analizar e identificar los límites de ambas posiciones, el presente artículo defenderá una versión matizada de la primera por la siguiente razón: para abordar los retos del Antropoceno, la teoría política medioambiental ha de apuntar más allá de las concepciones de activistas, políticos y prácticas sociales en el tiempo presente, aun cuando estas últimas sigan siendo sus imprescindibles objetos de estudio.

III. DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA[Subir]

La posición que sostiene que la teoría política constituye la fuente principal de conceptos y argumentos favorables a los objetivos medioambientales es defendida por Avner De-Shalit (‍2000). A este autor se sumarían, desde una posición más moderada e hídrida, Dryzek y Pickering. Si bien los segundos no defienden explícitamente esta posición, la lógica subyacente de su propuesta permite afirmarlo con matices, por motivos que expondré ulteriormente.

Antes de evaluar estas dos propuestas, es necesaria una aclaración previa. Lejos de mantener una relación directa, entre la teoría y la acción política existen distintas esferas de mediación. Esto se puede ver desde dos puntos de vista. El primero lo ofrece Ovejero (‍2020: 152), cuando establece el espectro de mediación siguiente: (1) teorías normativas, que establecen estándares básicos de valoración a partir de un criterio general (un ejemplo de ello sería el utilitarismo); (2) filosofías políticas, que se valen de estos estándares para articular principios normativos y propuestas institucionales para su consecución; (3) idearios políticos, que se nutren de estos principios y propuestas para formar una cosmovisión política; (4) propuestas políticas, empleadas para la consecución de los idearios, y (5) propuestas institucionales, en tanto comienzo del proceso de toma de decisiones.

El segundo queda recogido en un marco normativo. Según Dryzek y Pickering (‍2019: 128), en un proceso deliberativo de toma de decisiones existirían tres esferas diferenciadas. La primera es la denominada «esfera formativa», que contiene marcos de significado y conceptos que forman el mapa cognitivo de la toma de decisiones. Aquí se enmarcarían los agentes que forman la vanguardia de un cambio reflexivo institucional y normativo, mencionados en la introducción, así como el teórico político. La toma de decisiones tendría lugar en la «esfera primaria», que afectaría y modificaría una «esfera secundaria». Esta a su vez generaría respuestas susceptibles de modificar la «esfera primaria».

Dicho esto, se examinará en primer lugar la propuesta de De-Shalit, señalándose sus conceptos principales. A continuación, se abordarán dos elementos susceptibles de crítica.

A la hora de diagnosticar el cortocircuito entre lo que él denomina «filosofía medioambiental», que abarca tanto teoría política como ética medioambiental, y la acción política, De-Shalit identifica dos causas principales: (1) los conceptos y argumentos empleados por la filosofía medioambiental resultan ajenos a aquellos de los que se valen los activistas y políticos que sostienen objetivos favorables al cambio en las relaciones socionaturales. Un ejemplo es el propio concepto de «medio ambiente», que a su juicio es erróneamente definido por tendencias como la ecología profunda o el ecofeminismo. Otro es la noción, característica de los discursos englobados en el paradigma del «radicalismo verde» (‍Dryzek, 2013), de «ecocentrismo» o «valor intrínseco» de la naturaleza. A juicio de De-Shalit, el público general no está preparado para asumir su significado e implicaciones. De ahí que su propuesta esté englobada en lo que él denomina «medioambientalismo realista» (down to earth environmentalism) (1997), basado en presupuestos antropocéntricos. (2) Las temáticas abordadas por la filosofía medioambiental no son las mismas que las introducidas por activistas y políticos en la esfera pública e institucional. Entre ellas, destaca la exploración, desde la ética medioambiental, de los fundamentos morales de la acción individual o la justificación de los derechos de los animales; esta última, en la década de los noventa del siglo xx, no tuvo la efectividad pública deseada ni en el Reino Unido, uno de los países pioneros en esta temática (véase ‍De-Shalit, 1997).

Ambas causas tienen una misma raíz. Y es que, como afirma De-Shalit, estos dos grupos apelan a diferentes públicos. Unos tratan de persuadir en la arena pública compitiendo con dos tendencias políticas: una, que favorece el crecimiento económico as usual. Otra, formada por conservadores del espectro político, que ven como izquierdismo encubierto la política medioambiental. Por su parte, los filósofos medioambientales restringen su rol al mundo académico, renunciando a unas labores públicas de persuasión que, para Mill y Stears, dotan de un significado último a su trabajo. De ahí que De-Shalit abogue por acabar con esta dinámica, proponiendo que la teoría política asuma su verdadero papel, inmiscuyéndose en la esfera pública. Su papel principal estriba en dar las herramientas apropiadas a activistas y políticos.

Esto implica un giro conceptual y temático en la teoría política, consistente en reflexionar acerca de cuáles son las instituciones más aptas para inducir los cambios deseados en las relaciones socionaturales. De esta manera, podría desaparecer la distancia temática y conceptual existente entre la teoría política y los agentes prácticos. Este tipo de reflexión, como apunta De-Shalit, es sui géneris, siendo de naturaleza cualitativamente distinta al legado de la reflexión política de segunda mitad del siglo xx, representada por el «liberalismo filosófico» (‍Freeden, 2015) abanderado por figuras como John Rawls o Ronald Dworkin. La singularidad viene dada por el alcance de lo que denomina un «equilibrio reflexivo público». Dicho equilibrio es el que permite unir formulaciones teóricas con conceptos y aspiraciones de los agentes favorables al cambio social deseado.

Como es sabido, el concepto de equilibrio reflexivo procede de la primera gran obra de John Rawls, Teoría de la justicia (‍2005: 20). Este equilibrio, presente en cualquier reflexión política, se da entre dos pares de elementos: por un lado, entre los conceptos teóricos manejados y los principios de quien los esgrime; por otro, entre los elementos impersonales, definidos por la aspiración conceptual del teórico, y los personales, siendo estos los elementos psicológicos que —irremisiblemente— interfieren en la formulación conceptual. A partir de aquí, se pueden distinguir dos formas de equilibrio reflexivo. Una, en sentido restringido, que afecta al contenido de los valores y normas analizados; otra, en sentido amplio, implica aclarar por qué se esgrimen.

En su propuesta, De-Shalit distingue en cambio entre tres tipos de equilibrio reflexivo. El primero sería el denominado «equilibrio reflexivo privado», que afecta exclusivamente al teórico durante el desenvolvimiento de su actividad. El segundo sería un «equilibrio reflexivo contextual», que se da en el entorno sociocultural más inmediato del teórico. Este tipo de equilibrio implicaría considerar que el contenido normativo de la reflexión no solo afecta a los principios del teórico, sino también a su comunidad particular y los criterios que la rigen.

Como alternativa a estos modelos, De-Shalit sugiere que una reflexión normativa medioambiental debe alcanzar un equilibrio reflexivo público. Ello implica ampliar el rango de instancias que intervienen en el mismo, abriéndolo a activistas y políticos. Su carácter público no solo viene dado por esto, sino también por la aspiración a obtener principios universales. Esto permitiría superar un equilibrio contextual basado en principios relativistas, según los cuales los elementos de un entorno determinado son inconmensurables.

En resumidas cuentas, el procedimiento de unión entre teoría y práctica medioambiental propugnado por De-Shalit se caracteriza por tres elementos básicos: circunscribirse a la reflexión normativa sobre las instituciones más apropiadas para promover los cambios sociales deseados; basarse en un equilibrio reflexivo público, entre los conceptos y principios del teórico y de los agentes prácticos que promueven estos cambios. Tales agentes son activistas y políticos; y, por último, exigir que estos dos elementos cumplan con dos condiciones: «primero, que la teoría ha de estar relacionada con casos de la vida real y, segundo, que esta ha de estar relacionada con la deliberación existente sobre el caso concreto y por tanto con los argumentos que ya han sido propuestos» (‍De-Shalit, 2000: 22).

Aun aceptándose la secuencia establecida por De-Shalit, según la cual la teoría es el catalizador primigenio de la acción dirigida al cambio social, dos elementos son susceptibles de crítica. El primero se refiere a las instancias consideradas para implementar estos cambios; el segundo lleva a preguntarse por el status epistemológico de los contenidos de la reflexión normativa.

Si bien el énfasis en el cambio institucional resulta imprescindible para llegar a los fines deseados en términos de sostenibilidad, aquel no agota la ecuación de elementos suficientes. De ahí que, en paralelo al surgimiento de instituciones con distintos grados de innovación tales como un sistema de gobernanza global (‍Dryzek, 2016), Arias Maldonado considere necesario el surgimiento de formas de «libre asunción de valores o guías de acción que van más allá de lo exigido por las leyes» (‍2018: 202) por parte de la ciudadanía. Esta asunción comportaría potencialmente la emergencia de lo que denomina una «ética antropocénica», imprescindible para el desarrollo de nuevas prácticas sociales guiadas por el pleno conocimiento y la responsabilidad de vivir en una nueva era, básicas para conjurar los riesgos que comporta. En otros términos, es necesario ampliar el rango analítico de la reflexión normativa y considerar, como afirma Stears (‍2005: 341), una causalidad bidireccional entre instituciones y prácticas o actitudes sociales. Si teóricos como David Miller (‍1999) consideran a las instituciones como un producto moldeable por las prácticas, De-Shalit parte del presupuesto inverso. La respuesta a ambas posiciones es partir de esta bidireccionalidad causal compleja.

En segundo lugar, De-Shalit sostiene que el énfasis en la verdad y la consistencia lógica de las propuestas normativas es en buena parte responsable de su ineficacia práctica. En el caso del debate sobre los derechos animales, afirma: «Creo que los filósofos de los derechos de los animales no han tratado de proporcionar una teoría aplicable al caso concreto y al debate, así como al propio razonamiento, sino una teoría «verdadera» y lógica» (‍De-Shalit 2000: 22).

A falta de delimitar caso por caso con precisión el grado de compatibilidad entre ambos atributos de la teoría —su valor epistemológico y lógico, así como su valor práctico—, queda preguntarse si acaso la causa de esa distancia reside en el excesivo énfasis en la verdad y en la consistencia. ¿Puede enfatizarse el valor lógico y epistemológico de una teoría en detrimento de su valor práctico? Sí, lo cual no quiere decir que esto tenga que producirse necesariamente. Es más, la atención a debates públicos con base en estos criterios es, en muchos casos, directamente proporcional a la eficacia práctica de la reflexión. A esto apunta Nussbaum (‍1996: 203) cuando afirma que la depuración conceptual puede traer consigo mejores resultados prácticos. El ejemplo esgrimido al respecto es el replanteamiento, realizado por Amartya Sen, del concepto «calidad de vida» como indicador socioeconómico que va más allá del PIB per cápita, en el marco del debate sobre el desarrollo.

Desde otra perspectiva, puede concordarse con Ovejero (‍2015: 312) en que, por exitoso que sea el equilibrio reflexivo público alcanzado por una teoría política normativa, la teoría y la acción siempre serán de distinta naturaleza. De ahí que pueda recurrirse a la phrónesis (‍Aristóteles, 2005: 187-‍188) como virtud heurística para conciliar ambos mundos: en este caso, tal virtud consiste en formular la teoría teniéndose en cuenta la naturaleza del objeto. En el mundo político, esto significa no encorsetar ingenuamente la acción con base en criterios exclusivos de una teoría, como la precisión o la mencionada consistencia lógica. Si bien esta disimilitud entre la teoría política y su objeto entraña problemas de eficacia y relevancia para la primera, no se entiende de qué modo la verdad y la consistencia lógica suponen un obstáculo, más allá de admitirse la evidencia de que la acción en el mundo práctico no admite estos criterios y, por tanto, no cabe ignorar este hecho. Si pretender formular una teoría sin tener en cuenta la naturaleza del objeto supone un extremo, no menos cierto es que lo contrario supone otro exceso de similar calibre. En otros términos, dejar en segundo plano los criterios lógicos y epistemológicos básicos implica dejar de hacer teoría, independientemente del tipo de equilibrio reflexivo que pueda alcanzarse. Se estaría hablando de algo cualitativamente distinto. Para existir, una teoría puede prescindir de su valor práctico, mas no prescindir de su valor lógico y epistemológico.

En conclusión, ¿qué impide hacer teoría política conectándose directamente con debates públicos y manteniéndose en primer plano criterios de verdad y consistencia lógica? De-Shalit tendría que aportar una respuesta satisfactoria al respecto para defender la existencia de dos tiempos diferenciados y, como se deriva implícitamente de sus presupuestos, estancos: un «tiempo —y necesidad— de buscar la verdad, de estar comprometido en debates por el bien del debate, y […] un tiempo para cambiar el mundo» (‍2000: 21).

¿Qué hay de la propuesta de Dryzek y Pickering (‍2019)? Su modo de concebir la relación de la teoría política con su fin práctico no está articulado explícitamente. Sin embargo, su propuesta está en sintonía con la de De-Shalit, al menos en la creencia de que la teoría tiene —aunque no en exclusiva— la responsabilidad de catalizar cambios institucionales. La noción más importante es la del mencionado cambio reflexivo, que implica una capacidad de autocuestionamiento de valores y metas sociales y políticas. Capacidad que, por razones empíricas, presentan en mayor medida agentes no convencionales, dada la patológica rigidez institucional de Estados, organizaciones internacionales y grandes corporaciones, que además retroalimentan prácticas y actitudes que distan de hacer frente a las problemáticas que el Antropoceno pone sobre la mesa.

El planteamiento de Dryzek y Pickering se diferencia del realizado por De-Shalit en que la labor de la teoría política a la hora de promover este cambio reflexivo es más indirecta. Cuando postulan la existencia de una esfera formativa previa a la toma de decisiones, de ningún modo afirman de manera explícita que quienes ejercen la teoría política estén incluidos en la misma —a no ser que se permita el exceso hermenéutico de incluirla en la comunidad científica según su planteamiento—. Implícitamente, sí lo hacen. De lo contrario, se abstendrían de delimitar los términos por los que ha de discurrir la redefinición de términos normativos para abandonar definitivamente las caducas coordenadas de sentido del Holoceno.

Podrían objetarse dos cosas respecto mi interpretación del planteamiento de Dryzek y Pickering: primero, que este sería de carácter descriptivo y no normativo; segundo, que incluso siendo de carácter normativo, el planteamiento no privilegia a la teoría al mismo nivel que De-Shalit, acercándolo al planteamiento opuesto que será analizado más adelante: la primacía de la práctica de otros agentes en la provisión de argumentos en la esfera pública.

La primera consistiría en que, a juicio de los dos autores, no se trataría de esgrimir que las instituciones subnacionales, la comunidad científica o los emprendedores han de ser la vanguardia del cambio reflexivo necesario. Por el contrario, se trataría una afirmación empírica: dado que los Estados o las organizaciones internacionales adolecen de una patológica rigidez para hacer frente a los retos del Antropoceno, quienes forman parte de la esfera formativa son los más indicados para comenzar esta tarea. Partiendo de un análisis del statu quo, este planteamiento es veraz. Sin embargo, este plano empírico se solapa con otro normativo, según el cual Dryzek y Pickering establecen las coordenadas generales de la justicia, la gobernanza, la sostenibilidad y la democracia antropocénicas. Sus dudas respecto a la afirmación del «fin de la naturaleza» (‍McKibben, 1989) o su apoyo a la hipótesis de que las democracias deliberativas están mejor preparadas para conjurar los riesgos del Antropoceno son ejemplos de estas coordenadas prescriptivas.

Esto último remite a la segunda objeción: dado que la proposición de una esfera formativa se inscribe en un modelo deliberativo, cabe afirmar que la postura de Dryzek y Pickering es más matizada respecto al rol de vanguardia que tiene la teoría política. Esto se haría más palpable si se repara en algunos integrantes de esta esfera formativa: los grupos sociales más afectados por las disrupciones planetarias. En puridad, esto es cierto. Sin embargo y aun aceptando esto, buena parte de estos grupos no está en condiciones de cumplir este rol formativo —de vanguardia o no— de manera satisfactoria. La siguiente sección justificará esta afirmación.

IV. DE LA PRÁCTICA A LA TEORÍA[Subir]

A la propuesta analizada en el apartado anterior, se contrapone aquella que otorga al mundo empírico la primacía en la derivación de principios normativos. Concretamente, este impulso provendría de la práctica de determinados sujetos políticos: los movimientos sociales por la justicia medioambiental y los «movimientos de resistencia medioambiental del tercer mundo» (‍Meyer, 2008: 786). Centraré mi atención en los movimientos por la justicia medioambiental y los ulteriores movimientos por la justicia climática (‍Schlosberg y Collins, 2014; ‍Schlosberg et al., 2017; ‍Tokar, 2018). Aunque ambos están estrechamente conectados, los segundos son objeto de mayor atención en la última década y, además, incorporan importantes innovaciones que se discutirán más adelante.

El análisis más sistemático y refinado de las implicaciones normativas de estos movimientos es abanderado por David Schlosberg (‍1999, ‍2003, ‍2005). Las aportaciones del teórico estadounidense a este campo enarbolan una hipótesis central: estos movimientos de base desempeñan un papel cognitivo de vanguardia para reconfigurar los debates normativos entablados en distintas esferas, hasta el punto de transformar, integrar y ampliar el espectro de sus conceptos base. Estas esferas son dos: las discusiones académicas y la toma de decisiones.

La visión de la teoría política mostrada por Schlosberg bebe de las aportaciones de Alasdair Mcyntire (‍1988) o el mencionado David Miller (‍1999). De Macyntire se extrae que la óptica de la teoría política no es epistemológicamente superior a la de otros agentes sociales; al igual que estos, el teórico no podría desligarse de su propio aparato mental de concepciones e ideas sobre el mundo. En Schlosberg, esto se demuestra implícitamente cuando propone replantear conceptos teóricos partiendo de los movimientos mencionados: justicia y medio ambiente (‍Schlosberg y Collins, 2014: 2-‍5; ‍Schlosberg, 1999), pluralismo crítico (‍Schlosberg, 2003) o adaptación al cambio climático (‍Schlosberg y Collins, 2014: 10-‍12; ‍Schlosberg et al., 2017). Aquí puede identificarse un primer elemento de contraste con la visión de De-Shalit; según este, la teoría política sí gozaría de este estatus cognitivo especial, siempre y cuando alcance el equilibrio reflexivo público requerido.

Aun concordando con el presupuesto de MacIntyre, David Miller afirma que a la teoría política le corresponde un rol específico: refinar, ordenar y dar consistencia a las ideas y creencias de los agentes sociales, muchas de las veces confusas e inconsistentes. Esto se haría mediante un trabajo exhaustivo de campo que recoja las representaciones de estos agentes en un espacio y un tiempo concretos. De ahí se extraerían los principios normativos correspondientes, evaluándose sus condiciones de implementación mediante las instituciones existentes. Sin asumir su metodología, Schlosberg aplica la máxima de Miller: sistematiza ideas empleadas por los movimientos analizados. En concreto, sostiene que estos movimientos integran potencialmente, en sus reivindicaciones, tres dimensiones de la justicia —equidad, reconocimiento y participación— que la teoría política académica ha tratado como compartimentos estancos (‍Schlosberg, 1999: 96).

En cuanto a quién se otorga un papel preponderante en el cambio social, puede añadirse otro elemento de contraste: mientras se percibe una preferencia por las instituciones por quienes privilegian a la teoría (De-Shalit), aquellos que parten de la práctica priorizan a los actores (Schlosberg). Sobre todo, a los movimientos sociales, exhibiendo una fe democrática notable (‍Meyer, 2008: 786). Esto no implica, como ejemplifican De-Shalit, Dryzek y Pickering, que los primeros excluyan a los actores del mapa analítico y normativo.

Antes de evaluar el proceder de Schlosberg, es necesario precisar la naturaleza del rol teórico que, a su juicio, los movimientos analizados desempeñan. En primer lugar, estos estarían en mejor disposición que otros actores para reformular y redefinir conceptos, lo cual no implica que les corresponda esta tarea en exclusiva. Ello implica asumir que, en segundo lugar, este impacto teórico no alcanza a la creación de nuevos conceptos —no engrosan la «literatura teórica» (‍Schlosberg, 1999: 99). Este matiz es importante porque implica conceder, a este respecto, la iniciativa a otros agentes y, por ende, moderar las expectativas teóricas de los movimientos sociales en cuestión.

Existen dos momentos en estos presuntos logros teóricos. El primero lo constituirían los movimientos por la justicia medioambiental de finales del siglo xx; el segundo, los movimientos por la justicia climática de las dos últimas décadas. Para calibrar el estatus cognitivo que Schlosberg les atribuye —reformular, redefinir e integrar conceptos—, el marco del Antropoceno permite enumerar los siguientes requerimientos: consciencia de la incertidumbre; aceptación de una mayor relevancia del conocimiento experto; visión global de los problemas y las soluciones socioambientales, así como de la provisionalidad de estas últimas en un mundo desestabilizado. A estos cabe añadir otros dos de mayor relieve reflexivo: un concepto de justicia que trascienda las fronteras nacionales (‍Dryzek y Pickering, 2019: 69) y una concepción abierta y dinámica de la sostenibilidad medioambiental (‍Arias Maldonado, 2013; ‍Dryzek y Pickering, 2019: 88-‍91). La sostenibilidad abierta resalta su carácter normativo y no técnico: existen distintas formas de hacer perdurables en el tiempo las relaciones entre sociedad y naturaleza, y dichas formas deben persuadir públicamente sin excluir a otras del debate. Por su parte, la sostenibilidad dinámica elimina de su horizonte la pretensión, ya obsoleta, de retornar a las condiciones de un mundo desprovisto de la huella y el daño humanos, situado en la era preindustrial.

Según Schlosberg, los movimientos por la justicia medioambiental son relevantes porque redefinen e integran dos conceptos centrales de la teoría política: la justicia y el pluralismo. Se verá por separado de qué manera lo harían, para examinarse después su validez.

Observando la evolución de la teoría política contemporánea, Schlosberg corrobora incompatibilidades entre dos conceptos de justicia: la justicia como distribución de bienes sociales y la justicia como reconocimiento de la diferencia y la identidad. La primera, pensada con mayor profundidad por Rawls, se circunscribe a requerimientos materiales y universales. La segunda, de carácter «postmaterial» y promovida de distinta manera por Axel Honneth (‍1995) y Charles Taylor (‍1994), está ligada al reconocimiento del hecho diferencial y la identidad de grupos sociales menoscabados. A estas concepciones, Schlosberg añade una tercera: la justicia como proceso y participación, y que se da cuando existe un procedimiento adecuado en el que todos los sujetos y sus necesidades se tienen en cuenta, mediante su integración activa.

A tenor de la práctica reivindicativa de los movimientos por la justicia medioambiental, Schlosberg afirma que estos albergan el potencial de hacer compatibles las tres concepciones de la justicia. Si esto se cumpliera, su impacto podría ser doble: una unión entre el concepto, previamente integrado, de justicia con el de medio ambiente, cubriendo una falla en la academia (véase una excepción en ‍Dobson, 1998); y el establecimiento de las bases de un «proyecto político comprensivo» (‍Schlosberg, 1999: 78), que vaya más allá de reivindicaciones de grupos particulares.

La segunda —y menor a efectos analíticos— contribución de los movimientos por la justicia medioambiental sería la redefinición del concepto de pluralismo. Los sistemas políticos liberales se caracterizan por hacer valer este principio. Sin embargo, para Schlosberg estos movimientos resaltan la insatisfacción de esta concepción convencional al mostrar, en su organización y su práctica, los siguientes elementos (‍Schlosberg, 2003: 69): una unidad sin uniformidad, expresada en objetivos comunes que, sin embargo, no suprimen diferencias internas; una organización y una comunicación intersubjetivas y en red, a través de estructuras descentralizadas y no jerárquicas, y respeto agonístico, intra y extra grupal, que trascendería la dicotomía entre consenso y polarización.

Aplicando los requerimientos antropocénicos de reflexividad, las expectativas de Schlosberg no se verían cumplidas. Dryzek (‍2013: 203) resalta que estos movimientos de base, surgidos en Estados Unidos en los años ochenta, se articulan disparmente a través de heteróclitas estructuras reticulares. Además, sus reivindicaciones se atienen a problemáticas particulares y coyunturales: una mayor exposición a gases tóxicos por parte de las comunidades afroamericanas, por su proximidad residencial a vertederos, y otros peligros medioambientales (‍Tokar, 2018: 17). Aunque este impulso inicial fue replicado por otras minorías étnicas, extendiendo los ámbitos de reivindicación de estos movimientos, puede inferirse lo siguiente.

En primer lugar, estos movimientos carecían de una visión sistémica y global de estas problemáticas. Sin embargo, dado que fueron replicados por comunidades de otras regiones del planeta (‍Schlosberg y Collins, 2014: 10), pueden concederse progresos respecto a su alcance global. Pero esto no afecta a lo importante: no se percibe una concepción de justicia transnacional y, además, la expansión geográfica de estos movimientos no implica necesariamente progresar hacia una visión más sistémica de los problemas. En conclusión, Estados rígidos institucionalmente o bajo coordenadas holocénicas podrían satisfacer sus reivindicaciones.

En segundo lugar, esta ausencia de una visión plenamente global y sistémica se traduce en otra aún más importante: no se atisba una concepción de la sostenibilidad medioambiental, abierta o no. Para cumplir sus objetivos, estos movimientos podrían prescindir de ella. Pero si la pretensión es que desempeñen un papel activo, en la esfera formativa propugnada por Dryzek y Pickering, en la provisión de argumentos para catalizar cambios institucionales satisfactorios, evidentemente aquella se ve truncada.

A finales del siglo pasado, los principales representantes de los movimientos por la justicia medioambiental en Estados Unidos se hicieron eco del problema socionatural más representativo de nuestra era: el cambio climático. De ahí surgen los movimientos por la justicia climática, que durante la década siguiente se expandieron a través de tres grandes oleadas (‍Tokar, 2018: 17-‍19) que rápidamente superan los confines nacionales. En la evolución de estos movimientos, se producen importantes progresos cognitivos respecto a los anteriores.

El primero es una mayor cercanía entre los presupuestos de estos movimientos y las afirmaciones procedentes de los expertos. Uno de los hitos más importantes (‍Tokar, 2018: 14-‍15) es la afinidad entre la premisa más importante de estos movimientos y los resultados del cuarto y el quinto informe del Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (‍2007, ‍2014): el aumento de la temperatura media del planeta afecta en mayor medida a determinadas grupos de población. Concretamente, a aquellos más vulnerables por motivos geográficos, económicos y políticos. Esta comunicación entre conocimiento experto y activismo es aún más palpable en los movimientos más actuales: Extinction Rebellion (‍ER, 2019) y Fridays for Future (‍FFF, 2019). Este último, abanderado por Greta Thunberg, sostiene como uno de sus principios base la unidad de actuación bajo el cobijo de los resultados científicos sobre el estado del sistema terrestre.

El segundo es que estos movimientos sí tienen una visión global y progresivamente sistémica del problema que enfrentan. En buena medida, la propia naturaleza del cambio climático, que trasciende los parámetros convencionales del espacio y del tiempo, favorece este hecho. Pero las causas no son simplemente externas a los movimientos. Esto queda reflejado a través de dos hitos: la Red por la Acción Climática y la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático. La primera fue una de las organizaciones globales que señaló a la industria fósil como causante principal del cambio climático, criticando a su vez las soluciones tecnológicas y de mercado a esta problemática; esto cristalizó en una declaración pública del movimiento durante la COP15 de Copenhage, que expresó una demanda coherente y explícita a los organismos internacionales (‍Klimaforum, 2009). La segunda, que tuvo lugar en Cochabamba en 2010, ahonda en esta visión: los modelos económicos y las leyes vigentes serían la raíz de los problemas socionaturales, haciendo más vulnerables a sus efectos a determinados grupos de población (‍World People’s Conference on Climate Change and the Rights of Mother Earth, 2010).

Dadas estas premisas, era de esperar que esgrimiesen reivindicaciones asociadas a la justicia redistributiva, en forma de dotación de recursos a esos grupos (‍Schlosberg y Collins, 2014: 10)[2], con vistas a afrontar con mayores garantías el reto de la adaptación al cambio climático. Esta reivindicación ya es portadora de una visión de la justicia transnacional que, tras la Conferencia de Cochabamba, se considera incompatible con cualquier forma de economía de mercado.

Esta concepción de la justicia y un mayor respaldo del conocimiento experto arrojan un balance ambiguo respecto a la cuestión de la incertidumbre. Este concepto puede ser entendido de dos maneras: como probabilidad de acontecimientos asociados al cambio climático, y como manera de interpretar los resultados políticos.

En cuanto a la primera, la cercanía con la evidencia de los informes del IPCC también se traduce en el empleo común del principio de precaución: la amenaza de daños irreversibles, aun sin estar probada de manera concluyente, conmina por sí misma a anticiparlos y a prevenirlos (‍United Nations, 1992: 8). La segunda es más problemática. En una sociedad sostenible, la justicia redistributiva no parte de las certidumbres del Holoceno: no se conoce con seguridad cómo responderían los sistemas naturales a determinadas acciones humanas (‍Stumpf et al., 2015: 7446). Esto no es suficientemente tenido en cuenta por los participantes en la Conferencia de Cochabamba, en tanto parten de un hecho tomado por cierto: las políticas de compensación internacional —de los países del norte al sur global— implementadas por economías que abandonan su organización socioeconómica vigente garantizarían en exclusiva un mundo sostenible, justo y por debajo de sus umbrales de seguridad —un planeta por debajo de los dos grados de aumento respecto a la época preindustrial, entre otros rasgos (‍World People’s Conference on Climate Change and the Rights of Mother Earth, 2010)—.

Esto último remite directamente a la concepción de la sostenibilidad que buena parte de los movimientos ya incorporan desde la Conferencia de Cochabamba. Su fruto más reconocible, la Declaración de los Derechos de la Madre Tierra, parte de un supuesto central: cualquier sociedad sostenible es incompatible con el antropocentrismo, la economía de mercado en cualquiera de sus expresiones y con el crecimiento económico, dado que han conducido a la humanidad a la insostenibilidad y a una concepción patrimonial del entorno natural (‍Conferencia Mundial de los Pueblos sobre Cambio Climático y la Madre Tierra, 2010). De aquí se desprende una concepción de la sostenibilidad cerrada: con independencia de su orientación normativa, su forma y requerimientos definitivos están dados de antemano. Sin embargo, esta concepción cerrada, en sus múltiples versiones —entre ellas, también la versión tecnocrática del desarrollo sostenible— no es apta para un mundo desestabilizado; excluye, directa o indirectamente, de la deliberación opciones planteadas que no converjan con los puntos de partida de la Declaración, cuya sucesora (‍Conferencia Mundial de los Pueblos sobre Cambio Climático y Defensa de la Vida, 2015) continúa este planteamiento.

La concepción estática de la sostenibilidad es una inercia que parte de la comunidad científica ha contribuido a acentuar. Destaca al respecto la noción de «fronteras planetarias» (‍Röckstrom et al., 2009) que, como indican Dryzek y Pickering (‍2019: 90), tiene como referencia comparativa un mundo caracterizado por condiciones holocénicas. Retornar a este último es el objetivo político de la activista de Extinction Rebellion Hazel Healy (‍ER, 2019: 167-‍168): un mundo sostenible, a su juicio neutro en CO₂ en 2025, requeriría en los países desarrollados un confinamiento energético para las próximas dos décadas. Este confinamiento incluiría una restricción drástica del transporte y la movilidad, y llegaría a su fin en 2040, fecha en la que el rendimiento de las energías renovables —llegando al 50 % del uso de energía actual— podría atenuarla.

En resumen, las esperanzas cognitivas de Schlosberg respecto a los movimientos por la justicia medioambiental y sus sucesores aún están por cumplirse para poder suscribir su planteamiento. Si bien ya incorporan buena parte de los requerimientos reseñados, aún quedan dos fundamentales: una mayor consciencia de la incertidumbre de resultados en su concepción de la justicia y una concepción, abierta y dinámica, de la sostenibilidad. Incluso suponiendo que lograsen cumplir estos requerimientos, su rol en la esfera formativa no consistiría en algo que quienes ejercen la teoría política tienen como vocación fundamental: la creación de nuevos conceptos. Si bien los movimientos analizados podrían enriquecer dichos conceptos o señalar sus ángulos muertos, en última instancia no ejercen un nivel de abstracción superior, requerido para esta tarea creativa. En este rol se encuentra la iniciativa teórica, de la que los movimientos carecen.

V. CONCLUSIONES[Subir]

¿Implica el Antropoceno cambios en la forma de concebir la teoría política en relación con su fin práctico? El presente texto ha tratado de responder a este interrogante, mediante la comparación de dos distintos planteamientos sobre el particular. Se ha defendido la preferencia por la teoría como catalizador de herramientas conceptuales y argumentativas que sirvan a otros agentes para promover cambios sociales en favor de un abordaje más apropiado de los retos que plantea la nueva era. Debe tenerse en cuenta que hay que evitar un énfasis excesivo en las instituciones, así como mantener criterios lógicos y epistemológicos propios de una formulación teórica, normativa o no. Asimismo, la preeminencia de estos criterios no supone necesariamente un obstáculo para alcanzar un equilibrio reflexivo público, clave para estrechar lazos entre la teoría y la acción políticas.

La preferencia por la teoría también se debe a las deficiencias que presenta su alternativa. Tales deficiencias se resumen en la incapacidad, por parte de los movimientos por la justicia medioambiental y por la justicia climática, de cumplir los siguientes requerimientos cognitivos básicos que el Antropoceno trae consigo: una mayor consciencia de la incertidumbre y la provisionalidad de los resultados políticos; y una concepción de la sostenibilidad abierta y dinámica.

Huelga, en todo caso, mencionar tres puntos finales. En primer lugar, la incompatibilidad de las dos posturas analizadas no ha de darse por hecha en toda circunstancia. Así lo afirma implícitamente John Meyer cuando presenta sumariamente ambas perspectivas (‍2008: 786). Asimismo, la preferencia por uno u otro enfoque no implica un compromiso con discursos medioambientales particulares; tampoco con opciones morales concretas relativas a los riesgos que entraña el Antropoceno (véase ‍Arias Maldonado, 2018:151-154; 2016: 806-‍807; 2015: 123-‍127). Muestra de ello es la preeminencia de posiciones ecosocialistas en uno y otro sentido, de la que son representantes De-Shalit o autores como Tim Luke (‍1999). Más allá de los ecos de Marx —la teoría como forma de praxis—, cabría preguntarse por qué otras tradiciones de pensamiento o discursos medioambientales no han tratado esta cuestión de manera sistemática.

Finalmente, es necesario recordar que la unión entre teoría y práctica no deja de ser un desiderátum. Y no podría ser de otra forma; en tanto condición de posibilidad de la teoría política, la distancia que media entre ella y el mundo en que pretende incidir nunca desaparecerá. Los entramados políticos, y menos en el Antropoceno, jamás alcanzarán tal grado de satisfacción que hagan fútil la labor de la teoría política; al menos, si se define como un ejercicio de abstracción de las condiciones existentes a través de la creatividad conceptual. Por tanto, la desaparición de su razón de ser —la culminación satisfactoria de su aspiración práctica— no es sino un ideal regulativo. El Antropoceno acentúa este hecho.

NOTAS[Subir]

[1]

Investigación realizada gracias a la Ayuda para la Formación del Profesorado Universitario (FPU) (referencia: FPU19/01914) y en el marco del proyecto FEDER «El reto del Antropoceno: democracia, sostenibilidad y justicia en un planeta desestabilizado» (UMA20-FEDERJA-012), dirigido por Manuel Arias Maldonado y Ángel Valencia Sáiz.

[2]

Si bien los movimientos por la justicia climática poseen una visión sistémica de la que carecen sus antecesores, ello no implica que estos no formularan demandas firmes y concretas a organizaciones internacionales. La mayor muestra son los movimientos por la justicia medioambiental en la Unión Europea, que lograron influir en la regulación comunitaria de los alimentos transgénicos, así como de los químicos y fertilizantes (véase ‍Della Porta y Parks, 2015).

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